29 de febrero de 2012

RE: Historia y derecho


[DE: José Ramón García]

[…]
Me sabe muy mal lo que ha pasado con Garzón porque para mí está claro quiénes son los que están del “lado oscuro”. Entiendo que si hizo algo ilegal, debe pagar por ello. Pienso, no obstante, que la pena, teniendo en cuenta los posibles atenuantes, es demasiado dura. De todas maneras, es un lástima que Garzón les ofreciera su cabeza en bandeja de plata a estos Herodes y Salomés modernos. Creo que debería haber sido más cauto para no privarnos a todos los demócratas del mundo de su presencia en los tribunales. Ahora es como si él mismo se hubiera suicidado o se hubiera inmolado en el altar del sacrificio supremo para poner en evidencia a sus remilgados enemigos. Sea como sea, él ha pringao y los “malos” de la peli han ganado. Y no han ganado la partida por listos, ni mérito propio, pero este tanto se lo apuntan ellos una vez más. Mal rollo.


Historia y derecho


[DE: Alberto Luque]

[…]
El tema Garzón es interesante desde muchos puntos de vista, incluido el puramente biográfico o psicológico. (Pero, en el puro sentido biográfico, ¿quién no es interesante? Hasta los lógicos han demostrado que la división entre interesante y no interesante es paradójica.)
Voy a referirme a tres de los temas suscitados, en orden creciente de complejidad:
(1) El tema de la «coincidencia» (en el tiempo y en el sujeto) de las tres «persecuciones», y si esta coincidencia nos autoriza a sospechar. Mi opinión sigue siendo abelardiana, dialéctica: sí y no. En efecto se trata de una coincidencia, y en efecto también, como coincidencia es automáticamente sospechosa. Porque hay algo que no es pura coincidencia, a saber: que existe un conjunto de personas derechistas unidas en su enemiga ideológica a Garzón, a quien toman como «representante» del rojerío. Aprovechan cualquier arma que tengan contra él. Ahora bien, resulta que algunas de las cosas que pueden reprocharle son ciertas. En otro lado se colocan quienes, como reacción global, o incluso radical, sin matices, a esta ofensiva ideológica, mantienen una defensa casi a ultranza de Garzón, de la persona Garzón, y no sólo de aquellas ideas o sentimientos de que se le ha hecho «representante». Me parece una posición equivocada, porque reconocen la demagógica mentira de aquéllos otros: que Garzón sea realmente un representante genuino de la actitud democrática y progresista. El problema de aceptar argumentos ad personam es que uno queda comprometido absurdamente, que es lo que pretenden los reaccionarios: ¡mirad lo que significa un rojo, alguien que se embolsa un millón y medio de dólares de manera, como mínimo, éticamente dudosa!
Así que sí y no. (a) Sic: si se atiende a la unicidad del origen de las acusaciones, no hay casualidad; y no tenemos necesidad de sospechar nada: está claro que Garzón sufre la persecución de sus enemigos; (2) et non: si se atiende a la naturaleza concreta de cada acusación, resultan independientes, la verdad o falsedad de alguna de ellas no compromete la verdad o falsedad de las otras, y entonces su simultaneidad es pura coincidencia, que no nos autoriza a desentendernos de su examen particular con la simple sospecha o contraacusación de que se trata de una conspiración.
Antonio ha aclarado que su defensa de Garzón no lo era de su persona, sino de lo que «estaba representando».  Hay algo peligroso en esto. Desde luego que sería aún más erróneo defender a la persona incondicionalmente, pero insisto, defender «lo que él representa» es algo que no está nada claro, si se le involucra a él mismo como «representante». Le decía hace días a Antonio, en conversación privada, que ésta había sido la primera vez que yo había tenido que hablar de garzón frente a alguien que defendiese su actuación. Sólo me había topado con gentes que lo consideran un tema interesante sólo para llenarlo de insultos bastante odiosos, gentes de derechas. Frente a ellos, yo siempre había defendido, como dije a Antonio, no a la persona garzón, sino su derecho a hacer su trabajo, a perseguir el crimen, y al mismo tiempo aprovechaba para censurar a esas personas sus pérfidas intenciones. Pero si Garzón comete alguna falta, o incluso prevaricación, yo no tengo por qué defenderlo. Ésta puede ser una cuestión espinosa, controvertible, peligrosa y hasta paradójica. ¿Quiénes toman a Garzón como un «representante» de una actitud cívica o política, digamos la de quienes quieren recuperar la memoria histórica, etc.? Son justamente sus acusadores, que obviamente cargan contra él porque para ellos «representa» el paradigma del rojerío. Pero si pueden desacreditar a Garzón, y admitimos que Garzón es un paradigma de rojo, entonces admitimos que todo ello desacredita al rojerío. Esto no es sensato.
(2) Otro tema es si puede convertirse el «error judicial» en «prevaricato»; sería como pretender que siempre es posible demostrar la mala fe, lo cual es absurdo. Yo podría cometer solecismos o faltas ortográficas a propósito —por cualquier motivo oculto—; los demás habrían de decir: aquí hay erratas, lapsus, etc., cualquier cosa indeliberada; ¿quién podría demostrar que lo hice conscientemente? Que un juez cuya reputación intelectual es sólida deba ser siempre consciente de si sus interpretaciones son o no correctas es una falacia; la compatibilidad o incompatibilidad de ciertos principios generales de derecho respecto a ciertas leyes, como la de Amnistía, me parece que será siempre cuestión de controversia (si los crímenes de Estado, las detenciones ilegales, etc., pertenecen a la categoría de los que prescriben o no, por más que se los diferencie de los crímenes de guerra). El voto particular de José Manuel Maza es así de lo más peregrino: su argumento es que Garzón no puede errar, sino sólo prevaricar, puesto que es lo suficientemente inteligente para interpretar correctamente las leyes. Esto sería, a lo sumo, un cortés elogio a su inteligencia, a expensas de su moralidad. Pero ¿quién puede preferir pasar por malo, en lugar de pasar por tonto?
(3) El tema de la memoria histórica y de la vindicación de las víctimas del terrorismo de Estado bajo el franquismo, y si puede realizarse esto como una tarea propia sólo de los historiadores, no de los jueces. He aquí un tema duro. Coincido también sentimentalmente con Antonio en esas impresiones que nos transmite al final de su texto. Y propongo darle algunas vueltas más al asunto.
La cortés actitud del tribunal viene a ser una ociosa repetición del ya obsoleto pacto de la Transición: corramos un tupido velo, dejemos que los mecanismos civiles democráticos se encarguen de corregir las infamias de la memoria histórica. Esto significa que todos tenemos derecho a estudiar la historia y a explicar las cosas que se hicieron, en particular los crímenes impunes amparados por el Estado fascista. Todo eso se puede exhibir en los memoriales, en los documentales y hasta en los libros de texto. Pero también pueden los postfascistas seguir reproduciendo la infamante historia franquista (digamos, los Pío Moa, los César Vidal, los programas de la COPE, los documentales de Intereconomía, etc.). ¿Cómo evaluar si la cosa se resuelve con la libertad de cada cual de contar la historia a su gusto? No tenemos leyes —me parece— contra la falsificación histórica, del mismo modo que no las tenemos para condenar a los echadores de cartas —a quienes, al contrario que a cualquier otro vendedor, no se les exigen garantías, sino que sólo para ellos rige el antiguo caveas emptor. Ahí está: «Tonto el que se lo crea», ésta es nuestra democrática solución…
En realidad no puede haber «solución» que valga más que en términos de hegemonía social, o cultural, por no decir en términos de poder (recordad el lema de Lenin que he señalado en mi anterior intervención). ¿Cuándo —y cómo— serán todas las víctimas del pasado definitivamente rescatadas, cuándo será su memoria definitivamente vengada de la infamia? Sólo cuando el poder deje de estar en manos de los hijos y nietos de sus verdugos. Entre tanto, siempre hay un tira y afloja. Casi todo el camino estará hecho no cuando se logren imponer nuevas leyes, sino cuando las que ya tenemos se hagan cumplir. (Entonces será el momento en que muchos corazones habrán cambiado ya…) Entonces la Historia —es decir la historia escrita en los libros escolares— coincidirá con el Derecho, y parecerá absurdo que alguna vez pudiese afirmarse que los jueces no deben dirimir la verdad en la historia, sino sólo la verdad en casos circunspectos y personales.
[…]

El corazón humano


[DE: Alberto Luque]

José Ramón pone un dedo en una llaga, como cuando Monseñor Myriel echaba en cara al convencional G. la muerte del niño Luis XVII. ¿Qué responder ante las acusaciones, verdaderas, de haber matado en una lucha revolucionaria? En un sentido humano abstracto, pero también emocionalmente concreto, la muerte es muerte, y el homicidio es homicidio, un horror, una conmoción cósmica. Pero hay que hacer casuística, distinguir las motivaciones, los condicionantes, los fines, etc. Matar por dinero es monstruoso, pero matar en defensa propia es poco menos que una ley natural.
Creo que José Ramón tiene más razón que un santo cuando dice que las verdaderas revoluciones son las que cambian el corazón de los hombres, y lo justifica muy bien: «pues si no, a medida que se afloje el celo y la ira inicial y baje la espuma del fervor de los revolucionarios, los opositores buscarán la forma de apoderarse de sus viejos dominios, poniendo así en marcha una secuencia infinita de revoluciones y contrarrevoluciones cada una de las cuales exigirá su tributo en sangre y zozobra». En efecto, pero ¿no es esto precisamente lo que justifica el Terror? Cuando se inició la Revolución francesa, evidentemente no había cambiado «el corazón de los hombres», al menos el de los ricos y poderosos, de manera que éstos se pusieron a tramar inmediatamente una terrible venganza. Si su corazón no hubiese estado tan corrompido por siglos de egoísmo, de crueldad, de soberbia y de desprecio, su actitud habría sido otra, ¿no? Habrían aceptado las leyes igualitaristas. Pero «los ricos lo quieren todo»… y su corazón sólo está en el dinero.
El Terror es una medida cautelar, suspensiva, transitoria, una medida de guerra. Su objetivo es aplastar las últimas y feroces resistencias al nuevo orden democrático, que en suma consiste en instaurar por encima de cualquier otro el «derecho a vivir». ¿Qué podemos o qué debemos hacer cuando se amenaza nuestro derecho a vivir? Depende de las circunstancias. San Francisco resolvió un grave problema ecológico dialogando con un lobo hambriento:

—Hermano lobo, tú estás haciendo daño en esta comarca, has causado grandísimos males, maltratando y matando las criaturas de Dios sin su permiso; y no te has contentado con matar y devorar las bestias, sino que has tenido el atrevimiento de dar muerte y causar daño a los hombres, hechos a imagen de Dios. Por todo ello has merecido la horca como ladrón y homicida malvado. Toda la gente grita y murmura contra ti y toda la ciudad es enemiga tuya. Pero yo quiero, hermano lobo, hacer las paces entre tú y ellos, de manera que tú no les ofendas en adelante, y ellos te perdonen toda ofensa pasada, y dejen de perseguirte hombres y perros.
(…)
—Hermano lobo, puesto que estás de acuerdo en sellar y mantener esta paz, yo te prometo hacer que la gente de la ciudad te proporcione continuamente lo que necesites mientras vivas, de modo que no pases ya hambre; porque sé muy bien que por hambre has hecho el mal que has hecho. Pero, una vez que yo te haya conseguido este favor, quiero, hermano lobo, que tú me prometas que no harás daño ya a ningún hombre del mundo y a ningún animal. ¿Me lo prometes?

El lobo lo prometió, y también los habitantes de Gubbio. Pero este lobo de Gubbio ¿se parece al lobo capitalista, al homo lupus homini (Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit, como escribía Plauto en Asinaria: el hombre es un lobo para el hombre cuando no conoce al otro)? No. El lobo de San Francisco es el delincuente por necesidad, a quien el resto de la sociedad puede rescatar con sólo tratarle con justicia. Pero el lobo capitalista es un predador nato, alguien con quien no hay posibilidad de llegar a un acuerdo. El lobo de Gubbio hacía daño a causa del hambre; pero ¿es por hambre por lo que los ricos han abusado, explotado y humillado? «Los ricos lo quieren todo»… Sólo porque jamás consienten en establecer ese pacto que hasta el lobo de Gubbio aceptó, es por lo que se acaba casi siempre en baño de sangre.
La lógica de la violencia revolucionaria es, en cierto modo, la misma que la de la violencia contrarrevolucionaria. El amo dice al esclavo: si te portas bien, no tendré que castigarte. El esclavo, cuando toma el poder, tiene que contestar lo mismo a su antiguo señor: ¿Te vas a portar bien, o tendré que castigarte? Cuando alguien que nos amenaza al mismo tiempo nos pide respeto o indulgencia, tenemos que contestarle: eso depende de ti.
Hay, en fin, algo terrible en tener que aceptar la violencia simplemente porque es inevitable. Que sea inevitable no la vuelve menos indeseable. Pero una vez comprometidos, y cuando no hay marcha atrás, ¿es preferible la claudicación? Si se trata simplemente de perder la propia libertad o la propia vida, quizá; pero cuando se trata de defender la vida y la libertad de los demás, de los hijos, de los amigos, de todos, ¿es entonces más humano o heroico evitar la lucha, aun si es a muerte? Robespierre llevó a muchos a la guillotina, pero luego otros lo llevaron a él, y ¿con qué propósitos? La violencia es la misma en ambos casos, pero lo que quería Robespierre era bueno, y lo que querían los otros, malo. Esta manera de expresarse, tan apodíctica, puede parecer irreflexiva o simplista, pero yo creo que en realidad es muy costosa.

PS. —Hay un lema de Lenin que viene muy a propósito de esta dialéctica de la lucha de clases: «Salvo el poder, todo es ilusión». Lo mencionó hace unos días mi amigo Josep Maria Cuenca en una conversación privada, sin estar del todo seguro de que la frase fuese de Lenin. La he buscado, y sí lo es, aunque algunos la atribuyen erróneamente a Mao (por ejemplo, María Victoria Uribe Alarcón, en Salvo el poder todo es ilusión, Bogotá, Pontificia Universidad Javeriana, 2007, p. 246, quizá porque la adoptaron como lema, casi simultáneamente, diversos movimientos de inspiración maoísta en Sri Lanka, Colombia e Irlanda). El artículo en que aparece la frase no está recogido en las Obras escogidas en 12 vol. Está en el t. ix de las Obras completas; no tengo la edición en español, sino la inglesa:

The struggle is approaching its denouement, the answer to the question whether actual power is to remain with the tsar’s government. As for recognition of the revolution, it has now been generally recognised. It was recognised quite long ago by Mr. Struve and the Osvobozhdeniye gentry. It is now recognised by Mr. Witte and by Nicholas Romanov. “I promise you anything you wish,” says the tsar, “only let me retain power, let me fulfil my own promises.” That is the gist of the tsar’s Manifesto, and it obviously had to spark off a determined struggle. “I grant you everything except power,” tsarism declares. “Everything is illusory except power,” the revolutionary people reply. [“The denouement is at hand”, Proletari, núm. 25, 18 [3 en el calendario juliano] de noviembre de 1905, en Collected works, Moscú, Progress, 1962, t. ix, p. 449.]

RE: Robespierre (2)


[DE: José Ramón García]

Gracias Alberto por compartir con nosotros estas reflexiones tan interesantes. ¿Qué decir a estar horas de la tarde justo después de comer? Le iré dando vueltas al asunto.
La realidad es siempre poliédrica y tal vez no exista del todo fuera de cada uno de nosotros mismos. O sea, que tal vez haya tantas realidades, no solo como seres humanos, sino millones de veces más, pues incluso  cada ser humano puede contemplar los mismos hechos sacando conclusiones diferentes a lo largo de la vida. Una cosa es cierta por eso: los muertos de cada revolución, muertos están. Los huérfanos, huérfanos se quedaron y las violadas, en un rincón triste se quedaron rumiando su rabia y su pena. Y siempre quedará la duda de si realmente cualquier revolución sangrienta valió la pena. Sea como sea, pienso que las verdaderas revoluciones son las que cambian el corazón de los hombres, pues si no, a medida que se afloje el celo y la ira inicial y baje la espuma del fervor de los revolucionarios, los opositores buscarán la forma de apoderarse de sus viejos dominios puniendo así en marcha una secuencia infinita de revoluciones y contrarrevoluciones cada una de las cuales exigirá su tributo en sangre y zozobra.
En fin que a estas horas no doy pa más.
[…]


28 de febrero de 2012

Garzón


[DE: Antonio Llamas]

Me permito hoy interrumpir, aunque sea levemente, las interesantes reflexiones de Alberto sobre Robespierre, sobre Los miserables y sobre Polanyi. Siguiendo su senda, pido disculpas a priori a quienes pudieran importunar estas reflexiones, al tiempo que confío que un simple delete del presente mensaje pueda corregir la impertinencia que pueda haber supuesto dirigirme a vosotros.
Quizás este escrito debió remitirse como respuesta al propio Alberto y al del común amigo José María en relación a mi opinión previamente expresada sobre los tres procesamientos que habían coincidido en el tiempo y en la persona del hoy ya Sr. Garzón.
Una respuesta directa dirigí a Alberto y me comprometí a hacerla extensiva al resto del grupo. Confié en que una rápida sentencia del delito por el que hoy ha sido absuelto el ex juez me permitiría ampliar y encuadrar mejor la respuesta. Sin embargo ésta se ha demorado, también curiosamente coincidente con una resolución del CGPJ del pasado día 23 de febrero que le aparta de la carrera judicial y donde ya la resolución conocida hoy no podría tener más impacto que la de un azucarillo disuelto  en el Océano Pacífico.  No es sorprendente en sí misma la resolución judicial conocida hoy que  absuelve técnicamente del delito de prevaricación al Sr. Garzón, y no lo es porque en ningún caso pude imaginar que la condena, si ésta se producía,  pudiera ser de las proporciones que lo fue la relativa al caso Gürtel, ya que ello hubiera supuesto un descrédito  de nuestro sistema judicial inexplicable en determinadas instancias internacionales y era ya innecesaria habida cuenta que una precedente sentencia, en una investigación menos defendible intelectualmente, había hecho ya sus servicios. Sin embargo tenía una cierta curiosidad por ver hasta qué punto la resolución judicial no tan dura personalmente para el acusado,  era compatible con una cerrazón jurídica a las potenciales nuevas investigaciones que sobre el franquismo cualquier miembro de la judicatura pudiera atreverse a reabrir en base a nuevas querellas.
Dejando a banda el segundo voto particular emitido por uno de los miembros de  la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo (excesivamente explícito en mi opinión para poder ser aceptado por la Comunidad Internacional), la generalidad de la sala y el primero de los votos particulares vienen a aportar un elemento curioso a la reflexión. Yo en mi primer mensaje de defensa del señor Garzón, lo hice justamente en condición de lo que estaba representando y no de defensa de un personaje concreto. Curiosamente la sentencia viene a relativizar la actuación del entonces juez Garzón quitándole “hierro”, ya que percibe la sala que la actuación del magistrado, pese a no ser correcta técnicamente, no estuvo conducida por una  subjetividad en  hacerlo “a conciencia”, razón ésta que le exime de responsabilidad criminal. Argumentos todos ellos perfectamente trasportables, a mi juicio, al precedente caso del tema Gürtel, que vino justamente a romper el criterio concordante con la precedente jurisprudencia, aunque la propia resolución dictada hoy se base en aquélla para establecer diferencias entre ambos casos.
En aquel primer escrito que envié, agradecí a Alberto la  incorporación de otro interesante punto de vista cuando otorgaba al tema Garzón una importancia relativa ante la panorámica de otros muchos problemas contemporáneos y hacia una llamada a la ponderación para no convertir en personaje de singular importancia a quien quizás pareciera  poder haber sido víctima de sus propios medios o simplemente no merecer un mérito de especial reconocimiento, criterio éste que defendía también José María, si cabe con más contundencia que Alberto.
Le comentaba también en aquella  respuesta que la primera sentencia  por la que fue inhabilitado  y el peculiar auto de archivo dictado la semana siguiente en el caso “Cursos”,  de una ingeniería jurídica impecable para enlozar a Garzón, nada tenían formalmente que ver con la investigación de los crímenes del franquismo. Pero me parecía evidente también que curiosamente todo coincidía en el tiempo y en el espacio. Y quizás, sólo quizás, como hipótesis, también aventuré que pudiera estar sucediendo que los hechos no fueran inconexos y que, por tanto, pudiéramos albergar alguna sospecha.
A estas alturas de la partida no voy a disimular mi simpatía “conceptual” por Garzón, porque creo que para hacer determinadas cosas, además de estar en el sitio y momento adecuado, se necesita coraje. Y el coraje, la valentía, es un valor poco usual para quienes pueden optar por situaciones más cómodas. La historia está llena de ejemplos.
Creía y sigo creyendo que de esta situación en concreto, haciendo abstracción del nombre de quien se trata, se pueden extraer hipótesis de trabajo que, de confirmarse, podrían denotar un cierto involucionismo que sí opino debemos poner en observación.
La sentencia conocida hoy, habiendo exculpado al Sr. Garzón, nos permite no obstante analizar justamente no al personaje en que personifiqué una forma de defender la Historia, sino directamente a la cerrazón jurídica para la futura investigación judicial de la responsabilidad criminal que pudiera derivarse de una represión institucionalizada. Es evidente que, en derecho penal, no habiendo presuntos culpables, por haber éstos fallecido, se extingue la responsabilidad criminal. Pero quizás no se trataba de condenar personalmente a nadie, o no tan sólo de eso,  sino de que quedase palpablemente demostrado cómo el crimen de Estado se instaló en España mucho más allá del periodo comprendido entre el 17 de julio de 1937 y el primero de Abril de 1939 y cómo hay una asignatura pendiente con miles de familias que aún hoy desconocen el lugar donde se encuentran sus muertos.
Frente a ello la resolución judicial sienta algunas premisas:
—La equidistancia para evaluar la actuación de los dos bandos contendientes en la Guerra Civil.
—La “transición” como modelo de convivencia que pactó “un olvido colectivo” donde todos pusieron esfuerzo y donde muchos de los perdedores de la Guerra Civil recibieron compensaciones económicas. La Ley de Amnistía de 1977 y la Constitución constituyen el entramado jurídico que sustenta ese olvido colectivo, porque la soberanía nacional (por cierto, formalmente inexistente en 1977) cerró cualquier revisión del franquismo desde la premisa de que ambos bandos aceptaron sus equiparables excesos del pasado.  
—La historia es trabajo para los historiadores y no para la justicia
—La aplicabilidad de las normas de derecho internacional en crímenes de lesa humanidad —y su imprescribilidad— sólo desde su trasposición al ordenamiento jurídico interno y por tanto consagrando su irretroactividad.
—El poder legislativo, como expresión de la soberanía, es el único que puede, en el marco de los principios constitucionales —que consagra la irretroactividad de las leyes penales no favorables—, modificar la Ley de Amnistía.
La lectura detallada de la sentencia no deja de exponer consideraciones perfectamente aceptables por quienes internacionalmente defienden los derechos humanos, no vaya a pensarse que en España no conocemos esos antecedentes, que hasta compartimos y el máximo órgano jurisdiccional —penal— del Estado defiende, pero “lo sentimos”, en España nuestra modélica transición, nuestra “madurez democrática” está por encima de nimiedades y  nos impide aplicar luz “institucional” sobre el pasado.
El resultado final es, para alguien dado como yo a la imaginación novelesca, perfectamente calculado:
—Nadie podrá decir que España condena por este caso, que crea un cierto revulsivo internacional, a un juez como el Sr. Garzón (ya diluido y amortizado previamente).
—Se efectúa una defensa impecable de la persecución de los crímenes contra la Humanidad a futuro. Nunca “a pasado”.
—Se cierra la vía judicial para investigar los crímenes del franquismo.
—Se remite a la Administración para que ayude a esos familiares a que, a través de la Ley de la Memoria histórica, permitan localizar a sus muertos y la “recuperación de los cadáveres para su homenaje y procurar la efectiva reconciliación que la Ley de Amnistía persiguió”.
En fin, un resultado perfecto, redondo. Si se tratase de una película, sería digna de un reconocimiento al mejor guión. Lástima que todo parecido con la ficción sea pura coincidencia, que estamos sólo ante simples casualidades.
En fin, lo dicho. Es tan sólo una opinión.
[…]

25 de febrero de 2012

Hugo y Chávez, ‘Andrea Chénier’ y André Chénier, Robespierre…

[DE: Alberto Luque]

[Lo que sigue es lo que había escrito para este club de lectura antes de tratar directamente de Robespierre, con cierta parsimonia, con cierta reserva. Una reserva que proviene de lo tabú del tema: la mayoría de las personas creen que la palabra «Robespierre» significa malvado, y muy pocas saben que significa justiciero.]
Hay muchos asuntos en el «asunto»: Chénier, Hugo, Robespierre, Chávez… y más. Pero hay vínculos entre todos ellos, que justifican que los trate como un solo asunto —aunque a expensas de hacerme algo prolijo, para los estándares de la comunicación «electrónica». Una charnela que vincula todos esos planos temáticos es precisamente Robespierre, personaje al que todavía hay que aproximarse con cautela, por la montaña de prejuicios acumulados contra él. Incluso entre los historiadores, cuya formación se supone que los ha entrenado contra el prejuicio fácil, ha cundido la leyenda negra de Robespierre. No hace mucho, un colega y amigo […] me preguntaba durante una reunión festiva cuál era mi «autor» favorito. Yo no lo dudé un segundo: —Robespierre. «¡No me jodas, Alberto, hablo en serio!», me replicó. Yo procuré hacerle comprender que hablaba en serio —cosa difícil en medio de una velada en que básicamente se bromeaba, se bebía y hasta se contaban chistes procaces [usar el pronombre «se» es una manera de camuflarme, de disimular mi responsabilidad en la cosa, una astucia del lenguaje…]. Lo mismo le sorprendió mi enorme simpatía hacia Hugo Chávez. Total, que tuve que darle una segunda opción (no lo recuerdo muy bien, pero creo que elegí a Aníbal Ponce). No cuento anécdotas porque me parezcan relevantes, sino más bien por hablar(-escribir) distendidamente, entre amigos, por hacer la charla menos académica —vicio al que tiendo inconteniblemente. (Quienes me conocen saben que no exagero la precisión de las referencias y citas por un prurito pedante, sino por facilitar las cosas a quienes sientan interés especial en usarlas, sin entorpecer la lectura a quienes simplemente pueden saltárselas.)
Como el tema (Robespierre) me parece espinoso, incluso entre amigos, no es cuestión de entrar a saco. De aquí que mi estrategia discursiva sea, amén de espontánea, un tanto elusiva, dilatoria, llena de prevenciones. Y antes de hablar de Robespierre —y dando aún tiempo a que hayáis podido leer los excerpta de la edición de Žižek que envié— prefiera dar rodeos sobre asuntos afines, acercándonos progresivamente a ese terrible tema que se llama Robespierre.
Como adjuntos os envío: un fragmento de Los miserables de Hugo; una reseña de Hillary Mantel sobre la novela de Ruth Scurr Fatal purity, mencionada por Žižek en su introducción a Robespierre; y un artículo de la profesora María José Vilalta —quien, como sabéis, se halla entre los destinatarios de esta lista— sobre Andrea Chénier, la ópera de Umberto Giordano.
Quería que hablásemos de Robespierre, y me acordé —¡cómo iba a olvidarlo!— del capítulo de Los miserables en que monseñor Myriel, el bondadoso obispo de Digne, dialogaba con el convencional G. momentos antes de que expirase. Os he mandado, como decía, el texto original y en español. Para ahorrarme trabajo, lo busqué en la red, y he aquí que topé con algo maravilloso, una emisión de AMLibre del 22 de octubre de 2008, que dramatiza ese diálogo. No os lo perdáis, sólo son unos minutos:


Se trata de la adaptación de ese fragmento de la novela de Victor Hugo (t. i, lib. i, cap. x), “El obispo en presencia de una luz desconocida”, insertado entre dos fragmentos de un discurso de mi cada vez más admirado Hugo Chávez en la Explanada de la Intendencia Municipal de Montevideo, el 2 de marzo de 2005 [Voces: Alberto Rivero (Convencional G.) y Jorge Temponi (Monseñor Myriel). Narrador: Mariana Lobo.] ¿Cómo no iba a conmoverme, al saber que Chávez encontraba delicioso justamente ese mismo episodio que de joven me había llegado hasta lo más hondo? Sólo por esa obra, ni aun después de leer la inmisericorde y justa crítica que Paul Lafargue hizo de la hipocresía del gran poeta (La légende de Victor Hugo, 1885), y por más irreales, artificiosos y lacrimógenos que sean los cuadros que nos presenta su fantasía, Victor Hugo será siempre mi debilidad. (Puedo, y quiero, contaros otra anécdota personal —lo que hará esta carta algo más prolija, pero también más «legible», en cierto modo. Una vez alguien muy querido me vindicó ante un círculo de buenas personas muy piadosas, para quienes, debido a su educación, la palabra «ateo» venía a ser sinónima de desalmado. No podían comprender por qué motivo uno de ellos se relacionaba con un hombre ajeno a la Iglesia. Pues bien, mi respetabilidad entre tales personas quedó completamente rescatada —antes de que tuvieran un directo conocimiento de mí— cuando éste les aseguró que la persona a quien yo más admiraba era ni más ni menos que el obispo de Digne, Monseñor Myriel. Esas credenciales bastaron; nadie recordó que se trataba de un personaje de Los miserables. En realidad eso no importaba, porque era cierto que un obispo podía merecer toda mi admiración; ficticio, sí, pero ni más ni menos admirado que si estuviese vivo. Y tan real como lo era para mí, debía ser para aquellas personas piadosas ese ejemplo. De hecho, pensaba yo, no eran menos fingidos o imaginarios los personajes reales en quienes depositaban su confianza.)
(El episodio de Los miserables que más veces he recordado —por ejemplo en mis clases de historia de la estética— es este breve diálogo entre Bienvenu Myriel y su criada, sobre la estrecha y compleja relación entre belleza y utilidad:

—Monseñor, vos que sacáis partido de todo, tenéis ahí un cuadro de tierra inútil. Más valdría que produjera frutos y no flores.
—Señora Magloire —respondió el obispo—, os engañáis; lo bello vale tanto como lo útil. —Y añadió, después de una pausa—: Tal vez más.

Daría para escribir una interminable summa æsthetica…)
El fragmento que os envío tiene una relación directa con el tema de la mala fama de Robespierre, con esa prolongación de Termidor que dura hasta nuestros días, como decía Fleischmann. Bienvenu Myriel sufrirá una conmoción espiritual al dialogar con un convencional, un regicida —aunque éste en particular no había votado la muerte de Luis XVI, pero esto es secundario y tiene además interesantes lecturas: sin duda Hugo no era tan valiente ni honesto como para haber convertido en héroe moral a un robespierrista radical, pero también había una necesidad argumental, lógica, para que G. no hubiese sido un verdadero regicida, pues de otro modo habría sido represaliado más severamente, no habría podido evitar el exilio, y la escena del encuentro con Myriel no podría haberse producido. El buen obispo concluyó que el alma de un ateo también puede ir al cielo. (Por lo demás, Robespierre odiaba el ateísmo, una cuestión que más adelante me gustaría tratar.) Y el lenguaje del convencional G. es el de Robespierre. Comparemos su alegato, cuando se refiere, por ejemplo, a «Bossuet cantando el Te Deum sobre las dragonadas», con estas encendidas palabras de Robespierre contra los reyes coaligados para aplastar la Revolución [Virtud y terror, ed. de Žižek, pp. 194 y s.]:

Ilustres defensores de la causa de los reyes, príncipes, ministros, generales, cortesanos, detalladnos vuestras virtudes cívicas; contadnos los importantes servicios que habéis hecho a la humanidad; habladnos de las fortalezas conquistadas por la fuerza de vuestras guineas; alabadnos el talento de vuestros emisarios y la prontitud de vuestros soldados a huir ante los defensores de la República; ensalzadnos vuestro noble desprecio por el derecho de gentes y por la humanidad; nuestros prisioneros muertos a sangre fría, nuestras mujeres mutiladas por vuestros jenízaros, los niños masacrados sobre el regazo de su madre… y los dientes asesinos de los tigres austriacos que desgarraban sus miembros palpitantes; enaltecednos sobre todo vuestra suprema habilidad en el arte del envenenamiento y de los asesinatos. ¡Tiranos, he ahí vuestras virtudes!

Pero trataré de Robespierre más adelante, como ya dije.
Ahora, unas fugaces notas sobre Andrea Chénier y sobre André Chénier, tema suscitado por el artículo de María José [Vilalta] que os envío. [Podéis leer el libreto de Illica en www.kareol.info/obras/andrea/andrea.htm.] Este ejemplo presenta ante todo, como apreciamos en ese artículo, dos niveles distintos de conflicto: (1) la contradicción entre libertad creativa y compromiso político, (2) la diferencia entre los valores psicológicos, dramáticos y esencialmente estéticos que, como obra de la fantasía, posee una obra de arte y aquellos otros que vinculan su contenido, sus ideas, con hechos y actitudes reales, o con interpretaciones históricas. En términos de teoría del arte, diríamos que se trata de los problemas centrales planteados por: (1) la concepción moralista del arte y (2) la concepción del arte como forma de conocimiento —en este caso en la forma de conocimiento histórico, de relación entre los hechos fantaseados y los hechos históricos. O más concisamente: (1) arte/ética, (2) arte/verdad.
Es cierto que, como explica María José, Andrea Chénier no es una pieza ni políticamente revolucionaria, ni tampoco contrarrevolucionaria. La persecución de Chénier —en la ópera— se debe al hecho de que Gérard sacrifica su integridad revolucionaria a su voluptuosidad, a su amor por Maddalena. Sirve como paradigma del papel que otros personajes reales jugaron en la Revolución, y el primero de ellos es Danton. Esa actitud no vale, pues, como una condena política o filosófica o moral de la Revolución, sino como una constatación de que los hombres realmente involucrados en las luchas políticas no están en general hechos, como Robespierre, de una pieza, no son incorruptibles. Pero sí que hay otro aspecto clara y vulgarmente contrarrevolucionario en este cuadro, también señalado por María José: la caricatura de las masas revolucionarias como chusma zafia e insensata. Esta caricatura está maravillosamente trabajada en las breves intervenciones del sans-culotte Mathieu. Por ejemplo, cuando cede la palabra a Gérard, en la sección del tribunal revolucionario (acto iii), para que con su mejor retórica conmueva los corazones de los presentes y les decida a hacer donaciones para la causa revolucionaria:

Ma, to’: laggiù è Gérard!
Ei vi trarrà di tasca
gli ex luigi
con paroline ch’io non so!
M’infischio dei bei motti!
Ed anche me ne vanto!

[Pero ¡vaya, ahí está Gérard!
¡Él os sacará de los bolsillos
los ex luises
con palabrejas que yo no sé!
¡Me la repampinflan las palabras bonitas!
¡E incluso me jacto de ello!]

Y ¿qué decir de ese delicioso toque de sarcástico humor que hace interrumpir su discurso a Mathieu justo en el momento en que se apercibe de que su pipa se le ha apagado:

Dumouriez traditore e girondino
è passato ai nemici
(muoian tutti!).
E la patria in pe…
Cedo la parola.

Iba a decir que «la patria está en peligro»… La comicidad puede aquí ser tomada como índice de mordacidad, de desprecio, pero no es así necesariamente. Comparémoslo con esta otra descripción de una escena verídica durante la Revolución Rusa, que Reed nos da en Diez días que estremecieron al mundo (1919) [texto completo en Marxists Internet Archive]:

Yo pasaba mucho tiempo en el Smolny. No era fácil entrar en el edificio. Una doble fila de centinelas guardaba la verja exterior, y una vez franqueada ésta, veíase una larga cola de personas que esperaban su turno bajo las arcadas. Se entraba por grupos de a cuatro; después, cada uno tenía que identificarse y justificar sus ocupaciones; por último, se recibía un permiso de entrada, cuyo modelo cambiaba al cabo de unas horas, ya que continuamente conseguían filtrarse los espías.
Un día, al llegar a la puerta exterior, vi ante mí a Trotski y su mujer. Un soldado les salió al encuentro. Trotski se registró los bolsillos y no encontró su permiso.
—Soy Trotski —dijo al soldado.
—Si no tiene permiso, no puede usted entrar —respondió obstinadamente el soldado—. A mí los nombres no me importan.
—Es que soy el presidente del Soviet de Petrogrado.
—Pues si es usted un personaje tan importante, debía llevar consigo algún documento.
Trotski, pacientemente, le dijo entonces:
—Llévame al comandante.
Titubeó el soldado, rezongando entre dientes que no se podía molestar a cada momento al comandante porque viniera éste o el otro, y al fin llamó al suboficial jefe del puesto. Trotski le explicó lo ocurrido.
—Soy Trotski —repitió.
—¿Trotski? —dijo el otro rascándose la cabeza—. Me parece haber oído ese nombre… Sí, efectivamente… Está bien: puede usted entrar, camarada.

Es igualmente cómico, ¿no? Entonces ¿cuál es la diferencia? La diferencia está en el objeto —o en los sujetos— donde se nos obliga a poner nuestras simpatías o antipatías en cada caso. En la ópera de Giordano los sans-culottes son mala gente; en el relato verídico de Reed los obreros y soldados bolcheviques, aun los más zafios, son hombres que tienen la razón de su parte. Así describe Reed en otro pasaje el ambiente del Smolny, contrastando el desprecio de ciertos izquierdistas exquisitos, revolucionarios de salón, con el vigoroso temple de los bolcheviques, quienes no se dejaban intimidar por nada y contestaban a esos insultos con el más filosófico desdén:

Al otro lado del pasillo, frente por frente al salón de sesiones, estaba la oficina de revisión de actas de los delegados al Congreso de los Soviets. Estuve observando la llegada de los nuevos delegados: soldados vigorosos y barbudos, obreros con blusas negras, campesinos de largos cabellos. Los recibía una joven, miembro del lediristvo de Plejánov, que sonreía desdeñosamente.
—Apenas se parecen —decía— a los delegados del primer congreso. Mire usted qué aire de ignorancia y de grosería. ¡Qué masa inculta!
Era exacto. Rusia había sido sacudida hasta lo más profundo y las capas bajas salían a la superficie. El comité de revisión, nombrado por el antiguo Tsik, discutía a cada delegado la validez de su mandato. Karajan, miembro del Comité Central bolchevique, se limitaba a sonreír.
—No os preocupéis —decía—. Cuando llegue el momento, lograremos que os den vuestros puestos.
Rabotchi i Soldat escribía sobre el particular: «Llamamos la atención de los delegados al nuevo congreso sobre los intentos de ciertos miembros del comité de organización de sabotear dicho congreso haciendo circular el rumor de que ya no va a celebrarse y de que los delegados deben abandonar Petrogrado… No os dejéis desorientar por esas mentiras… Se acercan grandes días…»

La cuestión de la simpatía o antipatía que suscitan los personajes que representan a las masas revolucionarias, y que pueden adquirir los mismos rasgos cómicos en uno y otro caso, no es completamente arbitraria, no es una cuestión puramente artística, sino ideológica siempre. Decidir que sean simpáticos o antipáticos no es una elección puramente técnico-artística: revela la confianza o la falta de confianza en eso que Robespierre llamaba el «pueblo», y que caracterizaba con palabras como éstas:

…el pueblo enérgico y sabio, temible y justo, que se une a la voz de la razón y aprende a reconocer a sus enemigos bajo la máscara del patriotismo; el pueblo francés que corre a tomar las armas para defender la magnífica obra de su valor y de su virtud… [Loc. cit., p. 193.]

El mayor motivo que podemos hallar para persuadirnos de que Andrea Chénier no es una obra de contenido contrarrevolucionario es éste: que se trata de una historia de amor romántico, y se toma tantas licencias poéticas —respecto a la exactitud histórica de los hechos y los personajes— que se coloca sencillamente en el plano de la pura fantasía. Si contemplamos entonces todo el espectáculo desde el exclusivo punto de vista de las expresiones y motivaciones poético-eróticas, nada tiene gran cosa que ver con las actitudes políticas, ni tampoco con la historia real. (En todo esto es efectivamente parangonable al Doctor Zivago.) Sin embargo, es imposible negar que esta ópera contribuye a reforzar el ya de por sí aplastante prejuicio que lleva a identificar a los revolucionarios con malvados. Lo más exagerado, en este sentido, es el modo en que se sintetiza el proceso sumario a las varias docenas de acusados entre quienes se hallaba Chénier (acto iii).
Posiblemente no fueron del todo reales las garantías jurídicas que los procesados tuvieron. No era tanto que se les negase su derecho a una legítima defensa, sino más bien que no tenían posibilidad de quedar a resguardo de los partis pris, del efecto del acumulado e irrefragable odio de las masas; este odio debía ser letal sólo porque la República estaba acosada por todas partes; de lo contrario, se habría podido comprobar la infinita indulgencia de las gentes sencillas a quienes se deja ser felices. El cuadro del proceso trazado en el tercer acto es, en todo caso, una falsedad completa, más que una exageración: a ningún acusado, salvo al propio Chénier y con brutales limitaciones, se le concede el derecho a réplica (en la ópera). Podemos consultar las actas del proceso (por ejemplo en la ed. de Louis Moland de las obras en prosa del poeta: Œuvres en prose [précédées d’une notice sur le procès d’André Chénier et des actes de ce procès], París, Garnier Frères, 1879) y comprobar que los interrogatorios fueron dilatados —por más que el propio Moland, como antes Saint-Beuve, que fue el primero en publicarlas, prefiera aquilatar lo que en ellas indica «el inepto despotismo de los agentes del Terror»). La arbitrariedad no es, desde luego, tan odiosa como en la artística síntesis del libreto de Illica, pero sin duda deja aún mucho que desear desde el punto de vista estrictamente jurídico. Ahora bien, es completamente absurdo creer que podía ejercerse impecablemente una justicia imparcial y clemente en medio de una guerra social y con todos los enemigos de la revolución amenazándola desde el extranjero y desde el interior. Unas circunstancias tan terribles y decisivas tenían por fuerza que producir una decantación radical, sin matices. El propio Robespierre nos lo explica en el mismo lugar de un modo apodíctico:

Todas las personas razonables y magnánimas son partidarias de la República; todos los seres pérfidos y corrompidos son de la facción de vuestros tiranos. ¿Se calumnia al astro que anima la naturaleza por las nubes ligeras que se deslizan sobre su disco resplandeciente? La augusta libertad ¿pierde sus encantos divinos porque los viles agentes de la tiranía traten de profanarla? Vuestras desgracias y las nuestras son los crímenes de los enemigos comunes de la humanidad. ¿Es ésa para vosotros razón para odiarnos? No: es razón para castigarlos. [Loc. cit., p. 190.]

Y tampoco hay que exagerar el Terror como episodio representativo de la Revolución, como advierte incluso un hombre tan reaccionario como John Morley («Robespierre», en Critical miscellanies, t. i (1877), Londres, MacMillan & Co., 1913, pp. 58 y ss.). Este autor explicó también con toda claridad que el Terror no fue sino una reacción a amenazas inminentes, a sabotajes, a agresiones exteriores o interiores. La cuestión a plantearse es: ¿qué era el Terror políticamente? Sobre esto me explayaré en otra ocasión. Ahora quiero decir algo más a propósito de los temas suscitados por el ejemplo artístico de Andrea Chénier.
El tema del conflicto entre poesía y política, o entre libertad de creación y conciencia moral, aparece muy explícito en la ópera. El ser poeta se halla entre los motivos de condena que Gérard repasa, entre remordimientos:

Nemico della patria?
È vecchia fiaba
che beatamente ancor la beve il popolo.
Nato a Costantinopoloi? Straniero!
Studiò a Saint-Cyr? Soldato!
Traditore! Di Dumouriez un complice!
È poeta?
Sovvertitor di cuori e di costumi!

«Poeta… ¡Pervertidor de corazones y de costumbres!» Es exactamente la acusación que excusó a Platón expulsar de su República ideal a los poetas…
Que Chénier no fue condenado qua poeta es evidente: su gloria artística es casi completamente póstuma; en vida sólo llegó a publicar el Jeu de paume (1791) y el Hymne aux Suisses de Châteauvieux (1792), que están aún animados por el espíritu de la agitación revolucionaria —por más que en estas celebraciones se uniesen aún, muy equívocamente, los radicales y los moderados o indulgentes. Es innegable que fueron sus actividades políticas las que le llevaron a la guillotina. Con Malesherbes y el Conde de Sèze, se atrevió a defender abiertamente al Luis XVI, al mismo tiempo que su hermano Marie-Joseph votaba, con todos los convencionales, la muerte del rey.
Sin embargo, es justamente qua poeta que cierta hagiografía posterior —incluyendo el Andrea Chénier de Illica— pretende presentar a Chénier como una víctima del radicalismo igualitarista. Yo sólo puedo admitir que fue poeta y también contrarrevolucionario; pero esto no es consecuencia de aquello. Y puedo admitir también que el propio Chénier, así como sus admiradores literarios, eleven la poesía por encima de todo orden de cosas mundano; pero entonces habría que reprocharles como una contradicción y una hipocresía el que pongan su poesía, a veces, al servicio de una facción política cualquiera —en este caso contrarrevolucionaria. ¿Es el caso de Andrea Chénier —es decir de Illica— distinto al caso de André Chénier? Sí y no. El servicio que Andrea Chénier hace al espíritu contrarrevolucionario es involuntario, por los dos motivos ya expuestos: (1) porque puede excusar su licencia poética, es decir el hecho de que no reconstruye la historia con fidelidad, y (2) porque el verdadero tema es el amor eterno trágicamente enfrentado a una adversidad abstracta, casi cósmica. Chénier aparece en esta ópera defendiendo un credo artístico puramente romántico, el de la superioridad de la poesía, ajena a toda demanda, salvo la del amor. Que la poesía sólo se doblega al amor, y hasta se identifica con éste, es la idea que más agudamente se destaca, desde el principio, cuando Andrea se resiste a las frívolas peticiones para que recite unos versos, hasta los apoteósicos «Bendico la morte!», «La nostra morte è il trionfo dell’amor!», «Morte!», «Infinito!», «Amor!», etc., del final. En el primer acto dice Andrea:

…la fantasia
non si piega a comando
o a prece umile…
è capricciosa assai la poesia
a guisa dell’amor!

Y el delirante «Viva la morte! Insiem!» con el que los enamorados coronan la obra es sin duda de un patetismo extremo, que se coloca en una esfera muy alejada de lo que preocupa al historiador, pero no tan alejada de lo que puede preocupar al filósofo, al psicólogo, o al sociólogo —como es el caso de Žižek. Y en Andrea Chénier esta apoteosis luctuosa sólo tiene que ver con el concepto romántico del amor eterno, de la inflamación puramente individual de un «sentimiento oceánico», por robarle un bello tópico —algo místico— a Rolland. En cambio tenemos el mismo tema de la muerte como destino heroico, y casi como ordalía de la razón universal, de la integridad moral, en Robespierre, sólo que vinculado a otra clase de amor o de ideal: el de la felicidad social, el de la fraternidad entre todos los hombres, el del amor a la humanidad. Es decir un amor político, pero cuya índole racionalista no lo hace menos subjetivo, menos patético, sino sólo más social que el amor romántico.
Yo tengo a Robespierre por un gran poeta, amén de un gran filósofo político. Pero también de esto hablaré en otro lugar. Ahora sólo quiero apuntar un par de cosillas a vuelapluma sobre Chénier, y sobre la relación de este tema con el de la memoria histórica de la figura de Robespierre.
Antes, al hablar de aquel episodio de Los miserables, me he referido a su relación con esa mala fama del Terror, y en particular de Robespierre, y he aludido a Hector Fleischmann, que  escribía en el prefacio a su encantador estudio Robespierre et les femmes (París, Albin Michel, 1908, p. 8):

[Robespierre] sigue siendo, para estos escritores de libros largos y documentaciones breves, el Tigre, el Bebedor de sangre, el TiranoCatilina, exactamente como si la reacción termidoriana durase hasta nuestros días.
Fuera de las injurias a esta gran memoria, nada.

Si hay alguna idea tópica del Terror —por no decir de la Revolución francesa en conjunto— difundida urbi et orbi desde hace dos siglos, es la que se sintetiza en los personajes de La Pimpinela Escarlata (1905-1940), de la Baronesa Emmuska Orczy. Chénier fue tratado por sus hagiógrafos como una ilustre víctima del furor sanguinario de Robespierre, de Collot d’Herbois, de Fouquier-Tinville… Gabriel de Chénier, sobrino del poeta, en una larga nota de la biografía de su tío que acompaña la edición de sus poesías, comentando su participación en la fiesta en honor de los suizos sublevados y amnistiados del regimiento de Châteauvieux (15 de abril de 1792), llama a Collot d’Herbois y Robespierre «ces sanguinaires représentants». Como aclara Louis Becq de Fouquières (Documents nouveaux sur André Chénier et examen critique de la nouvelle édition de ses oeuvres, accompagnés d’appendices relatifs au Mis de Brazais, aux frères Trudaine, à F. de Pange, à Mme de Bonneuil, à la duchesse de Fleury, París, Charpentier et Cie, 1875, p. 27, n.), el 15 de abril de 1792 Collot d’Herbois y Robespierre no habían derramado aún una sola gota de sangre, además de no ser tampoco representantes. Ese anacronismo puede parecer irrelevante, pero indica hasta qué punto la reacción termidoriana se propuso ferozmente sepultar la verdad histórica.
La segunda de las cuestiones planteadas (la ocasional antítesis entre fantasía artística y conocimiento o contenido de verdad) es de especial interés en el terreno de la teoría del arte. Edgar Wind escribió muy certeramente sobre esta cuestión en «El miedo al conocimiento» (en Arte y anarquía, 1963). El propio André Chénier es un buen ejemplo de la posición racionalista —la defendida por Wind—, según la cual los valores didácticos no pueden perjudicar al arte. El poeta tuvo el propósito —que no logró llevar a cabo— de escribir en versos una síntesis de la Encyclopédie de Diderot y D’Alembert (Hermes, iniciado en 1783), del mismo modo que Lucrecio explicó toda la doctrina epicúrea en su De rerum natura, o al modo en que Erasmus Darwin puso su ciencia en innumerables versos (The botanic gardenThe Temple of Nature, or The origin of societyZoonomia). Pero como esto nos lleva a un tema muy amplio y complejo de la teoría del arte, lo dejo simplemente apuntado, por si alguien se interesa —en cuyo caso no tendré reparos en aquilatarlo.
Y otra cosilla del Andrea Chénier, casi —sólo casi— sin relación. Un detalle puede ser irrelevante, o adquirir el sentido de una frivolidad en una circunstancia, y volverse en cambio serio síntoma de algo más terrible, en otra. Las quejas de Maddalena contra la «tortura» de la moda, del «farsi belle», están aquí como botón de muestra de la decadente frivolidad aristocrática —y nos hacen pensar en las profundas reflexiones que Tolstoi desparramó en su Qué es el arte sólo tres años después del estreno de esta ópera. Pero años antes de que Illica o Tolstoi hicieran escarnio de esas frivolidades, August Bebel mostraba, en La mujer y el socialismo (1879), su sensibilidad respecto a la opresión de las mujeres advirtiendo justamente ese mismo motivo del vestuario, el corsé, como símbolo de un verdadero martirio, de un verdadero sacrificio (del cuerpo, de la felicidad, a la «belleza», al espectáculo…). (Y, N.B., la propia ópera Andrea Chénier es una de esas diversiones frívolas de la burguesía que Tolstoi denuncia; sólo que su tema abarca la crítica de esa misma frivolidad en la aristocracia del Ancien Régime…)
Bueno, demasiado largo este mensaje, ¿no? Y sin embargo tengo mucho más de lo que escribir a propósito. Pero no debéis reprocharme que convierta los intercambios de este Club de Lectura en entretenimientos de varias horas, en lugar de varios minutos: hay muchos días, el porvenir es largo, carpe diem, etc.





24 de febrero de 2012

Robespierre (3) (nota “bibliomaníaca”)

[DE: Alberto Luque]

He dicho antes que Robespierre es un gran poeta, más aún que un gran revolucionario —o quizá he dicho que es lo uno porque es también lo otro. Hay en la biografía de Robespierre algo profundamente conmovedor, que puso de manifiesto sobre todo Hector Fleischmann en Robespierre et les femmes (1908). Me refiero a sus tiernas relaciones con algunas damas en su juventud en Arras, en quienes alababa la delicadeza, la ternura femenina, y con las que se prestaba a hablar de cosas intrascendentes: «mi hermana me pide, en particular, que os testimonie su reconocimiento por la bondad que habéis tenido de hacerle este regalo» (unos canarios) etc., o «el perrito que habéis amaestrado para mi hermana es tan bonito como el modelo que me habíais mostrado…», etc. Me imagino a un Robespierre anciano, tras años de victoria, con el mundo pacificado —un final feliz, lo que «pudo haber sido y no fue»…—, volviendo a Arras, a la tierna sociedad de los «Rosati», a hablar de perritos, de pinzones, de árboles —como en el poema de Brecht. (Un poco como los últimos años de Nietzsche.) Sólo un corazón que desde niño albergó esas dulces inclinaciones de poeta pudo desafiar al más terrible destino como lo hizo Robespierre.
De las novelas históricas que recientemente han tratado con simpatía y rigor la figura de Robespierre, y sobre todo que han procurado diafanizar su casi angelical honestidad, hay que destacar, además de la de Ruth Scurr (Fatal purity: Robespierre and the French Revolution) mencionada por Žižek, la magnífica de Hillary Mantel (A place of greater safety, 1794 —publicada en español como La sombra de la guillotina).
Las Œuvres complètes de Robespierre, actualmente en 10 vol., no fueron publicadas, como se indica en la bibliografía de la edición de Akal que os envié (p. 53), por Soboul y Bouloiseau desde 1958 a 1967, sino que esta definitiva edición de P.U.F. tiene también una dilatada historia anterior:
—los tt. i (Première partie —Robespierre à Arras, 1782-1786) y ii (Première partie —Robespierre à Arras: Les œuvres judiciaires, 1782-1786) fueron editados por Eugène Déprez, y publicados en 1910 y 1913 en Ernest Leroux;
—el t. iii (Correspondance de Maximilien et Augustin Robespierre), ed. Georges Michon, 1926, en Félix Alcan;
—el t. iv (Le Défenseur de la Constitution —1792), ed. Gustave Laurent, 1939, en Félix Alcan;
—el v (Les journaux —Lettres à ses commettans, 1792-1793, ed. Gustave Laurent, 1961, en Gap (Imprimerie Louis-Jean);
—los tt. vi-viii (con los discursos, ordenados cronológicamente, desde 1789 hasta septiembre de 1792), ed. Marc Bouloiseau, Georges Lefebvre y Albert Soboul (1950, 1952 y 1953), en Presses Universitaires de France;
—el t. ix (Discours, 4 —Septembre 1792-27 juillet 1793), ed. Marc Bouloiseau, Georges Lefebvre, Jean Dautry y Albert Soboul, 1958, en P.U.F.
[Estos nueve primeros volúmenes están disponibles en Internet Archive.]
Da que pensar esto: sólo durante el siglo xx se logra realizar —y no del todo— la edición de las obras completas de Robespierre, y ello en campañas editoriales sucesivas que se dilatan desde 1910 hasta 1967. Las ediciones de obras de Robespierre durante el siglo xix son escasas, y aun los estudios importantes dedicados a este personaje (apenas medio centenar, y la mayoría hostiles y falaces; todos ellos pueden encontrarse en la Red —en Internet Archive, por ejemplo).
En una nota de los editores del t. x se explica el retraso de los 9 años que sufrió su aparición, una vez elaborado: se requería «esperar a que la venta de los volúmenes precedentes procurase a la Société des Études Robespierristes los medios necesarios para cubrir estos nuevos costes de impresión». Es decir que ni han contado durante todo este tiempo con ayuda institucional ninguna, ni tampoco con el suficiente interés del público.
¿No hay que sospechar, necesariamente, una permanente obstrucción, ya deliberada y manifiesta, ya inconsciente o latente? Jamás la memoria de un hombre justo sufrió el pérfido silenciamiento y la calumnia que han caído sobre Robespierre. Un daño que aún costará reparar, por más que sus Œuvres se hallen hoy en el «dominio público» —digitalizados por Microsoft, en Internet Archive.

Robespierre (2)

[DE: Alberto Luque]

Sigamos con Robespierre.
Cabe preguntarse si el Incorruptible no fue sufriendo insensiblemente una pérdida de realidad, una inflamación de entusiasmo, confundido con una potencia real, y universalmente contagiosa. No me refiero a ninguna clase de «paranoia», como sugieren esos historiadores reaccionarios para quienes las amenazas a la Revolución eran simples camelos, excusas para imponer gratuitamente el terror. Esto es absurdo. Me refiero a otra cosa cuando hablo de «pérdida de realidad»: el optimismo exagerado. Quizá, como parece sugerir Žižek, la clave del éxito revolucionario esté en el radicalismo… que es como confiar demasiado en el milagro (lo que me recuerda el maravilloso «materialismo del encuentro» de Althusser, del que ya hablaré en otra ocasión). Todo eso es muy hermoso, muy poético, sin duda, pero acaso profundamente impolítico, ineficaz o insensato.
«…sois más fuertes que Europa —decía Robespierre a los convencionales el 27 brumario del año ii (18 de noviembre de 1793) [Virtud y terror, ed. de Žižek,  p. 184]—. La República francesa es invencible, como lo es la razón; es inmortal como la verdad…», etc. Éste es el Robespierre poeta suplantando al Robespierre político. Podemos hablar, con Gramsci, de optimismo voluntarista frente a pesimismo (o derrotismo) racional. La revolución es como el amor, produce sus mismos «efectos», ni más ni menos que aquellos que tan certeramente enumeró Lope en un célebre soneto: «Dar la vida y el alma a un desengaño…»
Pero a veces una revolución triunfa, como triunfa un amor eterno, frente a todos los obstáculos y todos los pronósticos «sensatos» o cobardes. Es el triunfo de lo imposible… Aun así, me parece que sigue tratándose de poesía, no de realidad —y por supuesto no de prudencia… y por supuesto no de «conciencia», al menos en ese sentido en que la conciencia «hace de todos nosotros unos cobardes», como decía Hamlet.
Me parece indudable que la llama ardiente de ese deseo de felicidad universal, de amistad entre todos los hombres, que Robespierre se esforzaba por contagiar con su vibrante voz, prenderá siempre en un cierto número de corazones, donde permanecerá eternamente inextinguible. Pero es muy dudoso que llegue a conmover a todos, ni a la mayoría, ni siquiera a una gran muchedumbre, salvo en momentos milagrosos. (Por ejemplo, Babeuf siguió peleando por los principios igualitarios tras Termidor —y aunque fue mucho más allá que Robespierre, quien nunca rechazó el derecho de propiedad salvo cuando entrase en contradicción con el derecho a vivir, Babeuf apenas tenía nada que reprochar a Robespierre.)
Todo esto parece —porque lo es— muy literario. Y es que la poesía no puede entrar en contradicción con la revolución, como a veces se pretende absurdamente —como en el caso del Andrea Chenier, al que me referiré en otra ocasión. Ser revolucionario es ya en sí mismo la forma más cristalina de ser poeta, como se aprecia en el caso de Robespierre.
El problema gordo se plantea cuando observamos el efecto opiáceo y antidemocrático que habitualmente tiene la fantasía o el fanatismo. No hay que pensar en el delirante entusiasmo nazifascista que galvanizaba a las masas en una orgía de horror. Napoleón ya estaba muy consciente del prodigioso poder de las ilusiones —que no fue ningún descubrimiento de Goebbels—, y cómo puede servir a la tiranía —a la suya propia en particular— mucho mejor que a la libertad. He aquí lo que, según leemos en la Vie de Napoléon par lui-même (París, Gallimard, 1930, pp. 108 y s.), de Malraux, el emperador le había dicho en Milán a un ayudante de campo que tenía a su lado, mientras recibía las aclamaciones de los milaneses en 1800:

—Ce que c’est, pourtant, que le pouvoir de l’imagination! Voila des hommes qui ne me connaissent pas, qui ne m’ont jamais vu. Seulement ils ont entendu parler de moi, et que ne sentent-ils pas, que ne feraient-ils en ma faveur? Et la même bizarrerie se renouvelle dans tous les âges, dans tous les pays, dans tous les siècles!… Voila le fanatisme. Oui, l’imagination gouverne le monde. Le vice de nos institutions modernes est de n’avoir rien qui parle à l’imagination. On ne peut gouverner l’homme que par elle; sans l’imagination, c’est une brute.

[—¡Vaya con el poder de la imaginación! Ved ahí a hombres que no me conocen, que no me han visto nunca. Sólo han oído hablar de mí, y ¿qué no sienten, qué no harían en mi favor? Y la misma extravagancia se renueva en todas las edades, en todos los países, en todos los siglos!… ¡Esto es el fanatismo! Sí, la imaginación gobierna el mundo. El defecto de nuestras modernas instituciones es no tener nada que hable a la imaginación. No puede gobernarse al hombre sino mediante ella; sin la imaginación, es un salvaje.]

La anécdota es recogida por Benoist-Méchin en su Bonaparte en Égypte, ou Le rêve inassouvi (Paris, Librairie Académice Perrin, 1978, pp. 318 y s.); en vano la he buscado en los cuatro volúmenes de la A.H. de Jomini, Vie politique et militaire de Napoléon, racontée par lui-même, au tribunal de César, d’Alexandre et de Frédéric I (1827) y en los cinco del secretario del emperador, L.A.F. de Bourrienne, Memoirs of Napoléon Bonaparte (1829-1831, ed. R.W. Phipps, 1890), ni en los cinco de las Œuvres de Napoléon ed. por Panckoucke en 1821. Ese trabajo de Malraux eleva al bribón Bonaparte a la categoría de pensador profundo; el mérito es de Malraux, no de Napoleón. (Es interesante a este respecto el libro de François Dosse, El arte de la biografía: Entre historia y ficción, México, Universidad Iberoamericana, 2007 —que puede hojearse en Google Books.)
Se trata de un viejo debate. Algunos se han atrevido a reprochar al marxismo su racionalismo, su descuido de lo sentimental. Se trata de un equívoco. Lo que pretende el marxismo es evitar la ilusión conservadora… distinguir las diferentes clases de utopías, aun reconociendo que todos los sueños se generan en el terreno emocional, «irracionalmente» en cierto modo. Por lo demás, los discursos de los revolucionarios, de Robespierre a Dimitrov, están llenos de patetismo, de entusiasmo exagerado. ¿Pasión de la lógica, quizá…?
[…]

PS1. —¿Cómo definir el espíritu del radicalismo? La mejor definición es la del lema de César citado por Robespierre: que no se ha hecho nada mientras quede algo por hacer.

Los éxitos adormecen a las almas débiles, pero acicatean a las fuertes. Dejemos a Europa y a la historia alabar los milagros de Tolon y preparemos nuevos triunfos a la libertad. [Loc. cit., p. 197.]

La «historia» y «Europa» prefirieron al fin quedarse en la alabanza del héroe de Tolon, quien, llegado a Emperador, desharía los aún insuficientes progresos de la revolución. Así la «historia» marcha tantas veces al extravagante ritmo de la cumbia: «Pasito pa’ delante, pasito para atrás» —cuando no marcha peor, con «un paso adelante, dos pasos atrás».

PS2. —No quería entrar «a saco» con Robespierre, y había escrito otras notas mucho más digresivas sobre «Andrea Chénier y André Chénier», un poco por el prurito de no abordar directamente tema tan «terrible» como las ideas del Incorruptible. Finalmente he decidido hacerlo al revés: enviar primero los temas más cruciales, y más tarde esas otras digresiones, más «literarias».

Robespierre (1)

[DE: Alberto Luque]

La Revolución francesa sigue ofreciendo, dos siglos después, un fascinante conjunto de ejemplos de crítica y de participación, de agitación y de invención política, de inteligencia y experiencia rápidamente acumuladas por las masas que adquieren conciencia revolucionaria y sus más vigorosos líderes. Puede parecer que aquellos tiempos fueron más bárbaros, que las acciones fueron indeseablemente más crueles que las que hoy encontramos tolerables o imaginables, pero eso es una ilusión. No sólo hemos asistido en años recientes a matanzas inverosímiles en los Balcanes, sólo comparables al Holocausto. Y no digamos la perpetua y atroz guerra infligida a diario por países poderosos a pueblos prácticamente desarmados (en Irak, en Palestina, en Afganistán…). Hace pocos días los sindicatos griegos se han lanzado a dos impresionante huelgas generales, la primera de 24 horas (el 7 de febrero) y la segunda de 48 horas (10 y 11 de febrero), en las que inevitablemente se han producido violentos enfrentamientos entre manifestantes y policías. Uno se pregunta con cuánto entusiasmo y por cuánto tiempo podrán esos policías, a quienes se les reduce el sueldo a niveles de pura subsistencia, exactamente como a aquellos trabajadores a quienes tienen que disolver a golpes o tiros, por cuánto tiempo podrán seguir siendo empleados en esa faena, cuándo resultará inevitable que los mismos policías se unan a los manifestantes, como el ejército al mando de Chávez lo hizo en Venezuela. Recordemos los disturbios de Londres, o los de París hace un par de años. El grado de violencia manifiesta es realmente inquietante, y no menor que en otras épocas. La brutal actuación reciente de la policía en Valencia parece indicar una vuelta a los mismos medios violentos de siempre para reprimir las protestas, cuando tantos ingenuos se habían vuelto a acostumbrar, por enésima vez, a que los hábitos «democráticos» y «civilizados» se tomasen como el resultado necesario y definitivo del orden social capitalista. Pero resulta que esas costumbres parecen ociosas en los cíclicos períodos en que, como el actual, el libre desarrollo de la economía capitalista produce un estrangulamiento acelerado de los medios de vida de la mayoría.
Pero tenemos que preguntarnos qué es exactamente lo que llamamos «violencia». Freud opinaba, contumazmente, que la agresividad es algo así como un rasgo indeleble de la condición humana (en las Lecciones introductorias al psicoanálisis, en El porvenir de una ilusión, en la carta sobre la guerra dirigida a Einstein…), y de ahí que desconfiara de las experiencias revolucionarias de los soviets, aun cuando reconociera con toda franqueza que el experimento estaba dirigido en una buena dirección —sobre todo porque sustituía las ilusiones religiosas por una educación realista, racional, científica. Podemos admitir que la agresividad sea un rasgo difícil de extinguir o mitigar, un rasgo genético que debió de jugar un papel crucial en etapas decisivas de la evolución biológica de nuestra especie, sin el cual no habría podido sobrevivir. Pero también me parece innegable la estrecha dependencia que, cada vez más, ese rasgo va adquiriendo respecto al orden social (o «cultural», si se quiere). En la medida en que los hombres se dotan de unas infraestructuras que lo elevan por encima de las presiones naturales, su agresividad no desaparece, pero se canaliza, se racionaliza, se ejerce socialmente, por motivos sociales, culturales, y no sólo por imperativos biológicos —y mucho menos «inconscientes», al modo como lo entiende el psicoanálisis. En todo caso, me parece más interesante el problema de la violencia ejercida y motivada sólo en la esfera de lo social, y no la agresividad abstracta que aflora en nuestras experiencias psicológicas primarias. Es en este terreno social en el que quiero colocar el sentido de la pregunta: ¿A qué llamamos violencia? Y la experiencia del Terror jacobino es un ejemplo precioso para procurar dilucidarla.
¿Cómo han pretendido los reaccionarios que concibiéramos o interpretásemos el Terror? La tremebunda imagen que al efecto han construido, en el caso de la Revolución francesa, es la misma que los fascistas y la Iglesia católica elaboraron para el caso del «terror rojo» en España. ¿A qué llaman, pues, «terror» los reaccionarios?
Incluso un conservador tan notable como John Morley reconocía que el Terror fue un acontecimiento secundario, casi minúsculo, en el proceso revolucionario, y más aún, que todos los actos extremadamente sangrientos fueron la lógica reacción a la amenaza terrible de los imperios coaligados contra Francia («Robespierre», en Critical miscellanies, t. i [1877], Londres, MacMillan & Co., 1913, pp. 58 y ss.). Pero incluso este hecho manifiesto e incontestable ha sido sofísticamente interpretado por historiadores conservadores. Michel Vovelle (Introducción a la historia de la Revolución francesa, Barcelona, Crítica, 1981) respondió muy bien al error de historiadores liberales como François Furet o Denis Richet cuando introdujeron el tema del «patinazo» de la Revolución francesa. Según estos autores, la intervención de las masas revolucionarias fue una anomalía, que impidió el natural desarrollo de una transformación liberal; y tal anomalía se debió a una artificial o demagógica exageración del miedo a la contrarrevolución, tejida con el tópico del «complot aristocrático», etc. Es decir, que todo fue algo ficticio. Esta tesis se basa en una errónea subestimación del peligro contrarrevolucionario. Pero las batallas que se libraron, en el extranjero y en el interior, no tuvieron nada de imaginarias. Si alguien pretende que todo se debió a la paranoia de los jacobinos, es que él mismo sufre una notable pérdida de realidad. Y aun si se pretende que los enfrentamientos acaecieron realmente, pero que su causa fue un temor infundado, se nos conduce a una paradoja pragmática del estilo «huevo y gallina», o acción-reacción-acción… Aun así, todos estarían obligados a colocarse en algún bando, el del huevo o el de la gallina.
Otra cosa. El papel directo de Robespierre en los ajusticiamientos fue también mucho menor de lo que se sugiere siempre: las condenas se multiplicaron cuando él abandonó el Comité de Salud Pública, como computó Saladin: «en los 45 días que precedieron a la retirada de Robespierre del Comité de Salvación Pública, el número de víctimas es de 577, y en los 45 días que siguieron a esta retirada, hasta el 9 de termidor, el número es de 1.286».
Más que como pura matanza —en lo que no puede competir con las guerras, especialmente las imperialistas y las contrarrevolucionarias—, el Terror carece de sentido si no se aprecia la índole de la política de que fue medio. Tenemos, pues, que preguntarnos: ¿qué significa políticamente del Terror? El Terror fue la ley contra los acaparadores, la ley que limitaba el precio del grano y la ley que garantizaba el salario mínimo. Preguntémonos si estas leyes, que distan aún mucho del comunismo, no debían ser aplaudidas por razonables y humanitarias, por garantizar el «derecho a vivir». Lo más importante de la proposición de Robespierre para una nueva Declaración de los Derechos del Hombre (1793) fue justamente la limitación o subordinación del derecho de propiedad, en la medida en que entra en contradicción con derechos más fundamentales. Ya cuando se opuso a la limitación del sufragio universal en 1789 («Sobre el marco de plata») había esclarecido mucho, en un plano aún meramente jurídico, el modo en que la riqueza privada actúa contra la libertad y el derecho a vivir dignamente. «Los ricos lo quieren todo» y lo sacrifican todo; porque nada hay sagrado para ellos salvo el dios Mammon.
En fin, también hay que recalcar que la posición de Robespierre en el lado de la revolución es la del aristotélico justo medio: contra los exagerados (hébertistas), por un lado, y contra los indulgentes, por otro. Éstos eran dos peligros reales para la revolución. En las propias palabras de Robespierre, el Gobierno revolucionario

Debe navegar entre dos escollos peligrosos, la debilidad y la temeridad, el moderantismo y el exceso; el moderantismo, que es a la moderación lo que la impotencia es a la castidad, y el exceso que se parece a la energía como la hidropesía a la salud. [Virtud y terror, ed. Žižek, p. 200.]

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17 de febrero de 2012

De Judt a Robespierre…


[DE: Alberto Luque]

En su penúltima última obra, Algo va mal (2010), Tony Judt nos ha dejado un breve y hasta gastado decálogo de buenas intenciones, una especie de testimonio simple en defensa del civismo que, según él mismo, caracterizó las sociedades norteamericana y europea hace varias décadas, una especie de sentimiento democrático del bien público, un sentimiento socialdemócrata que incluso muchos liberales socialmente responsables habrían abrazado hace décadas. Creo que Judt no comprendió bien la naturaleza de la lucha de clases, ni por supuesto el complejo modo en que esta lucha se institucionaliza, se perturba, se vuelve paradójica… Lo que le impidió comprenderlo, en mi opinión, fue su postura banalmente anticomunista, por más que nunca haya falseado ni exagerado, como historiador riguroso, los atroces defectos del socialismo real. Pero una cosa es no falsear los hechos y otra muy distinta haberlos interpretado adecuadamente. No quiero ahora, sin embargo, dilucidar los defectos teóricos de Judt, sino todo lo contrario, aquilatar lo que tiene de encomiable, incluso en ese casi pueril testamento político que es Algo va mal.
En las últimas décadas se ha naturalizado el capitalismo en su más técnicadeshumanizada y a la vez irracional integridad, hasta imponerse como prejuicio universal y transparente el culto al mercado no regulado, o a la desregulación de los mercados… Parece por momentos haberse materializado esa imbecilidad del final de la historia que un retardado como Fukuyama popularizó hace tres décadas. Se ha dejado fuera de escena a la ideología, a todas las ideologías, o mejor dicho a la política, en el sentido primordial, filosófico, que había tenido antes. La nuestra puede caracterizarse, entre otros síntomas, como la época de la desorientación filosófica, de la perplejidad ante el opaco sentido de toda la vida civil. Pero no es del todo cierto que esto valga para toda ideología: simplemente ha triunfado una, el liberalismo, y el hecho de ser la única que queda en pie es lo que equivale a su naturalización, a la incapacidad de pensar siquiera en una alternativa, más o menos como en la Edad Media era impensable una democracia liberal, o un régimen cualquier no teocrático, o como en la Antigüedad era impensable una sociedad sin esclavos… «Hoy, ni la izquierda ni la derecha tienen en qué apoyarse», dice Judt (p. 18). Hay que matizar: la izquierda no se apoya en nada, porque apenas existe o no cuenta gran cosa; la derecha no necesita apoyarse en nada, porque el orden social se acomoda íntegramente a su perspectiva, le permite, con toda su horrible inercia (las normas, las instituciones, las costumbres…) seguir beneficiándose sin obstáculos. Naturalizar una idea significa eso: creer que una convención, un estadio o circunstancia cualquiera es una condición definitiva, perpetua, ajustada a la «naturaleza humana», inmutable, eterna… «El fin de la historia», Fukuyama…
Desde luego que siguen existiendo otros regímenes sociales (débilmente socialistas, o intensamente autoritarios, oligárquicos y hasta semifeudales…). Pero todo eso se ve como pequeños obstáculos o pasajeras desviaciones de la norma universal: la sociedad de mercado absolutamente libre. Esos otros modos posibles de sociedad se contemplan como escoria de la historia, como anomalías transitorias, como paradójicos residuos que el capitalismo mundial no tardará en eliminar o corregir. No se sienten como alternativas, ni aun como ejemplos. Y tampoco se conciben alternativas «ideales» (como el «comunismo ideal» que ha preconizado Vattimo, y que en realidad no es ninguna entelequia). En fin, el triunfo del liberalismo, que es la negación de toda posibilidad de pensar en la política como la actividad racional a partir de la cual los hombres pueden ordenar la vida social como realmente deseen y les convenga, el triunfo de esa negación de la voluntad general bajo el falaz aspecto de la mano oculta del mercado, ese triunfo es lo que ha llevado al «pensamiento único», a esa costumbre de abominar las «ideologías», que significa en realidad abominar la inteligencia. Porque ignorar las ideologías no es evitar caer en ellas, y sobre todo en las más falsas; las ideologías, toda ideología, ha de interesarnos como mínimo para discutirla, corregirla o rechazarla conscientemente. Quienes niegan tener alguna ideología simplemente ignoran cómo se llama la suya propia (mondolirondismo, satisfechismo, repampinflismo…). Es como en el terreno de la moral, según ya explicaba muy certeramente Ortega en La rebelión de las masas: nadie puede ser amoral, sino que a lo sumo puede esforzarse en ser inmoral. Del mismo modo que nadie puede dejar de ser una persona para convertirse en una no-persona: a lo sumo podrá dejar de ser una persona humana, volviéndose inhumana, o infrahumana, o…
Vuelvo a Judt. «Nuestro problema no es qué hacer, sino cómo hablar acerca de ello» (p. 21). Se refiere sobre todo a los ciudadanos estadounidenses. «El dilema europeo es un tanto diferente» (ibíd., cf. pp. 45 y s.). «No se ha dado respuesta a los críticos que sostienen que el modelo europeo es demasiado caro o ineficiente desde el punto de vista económico» (ibíd.). Todas estas críticas a medias son cosa sabida y olvidada (hace cuatro décadas, las hallamos en un Schumacher [Lo pequeño es hermoso]; más recientemente, en un Galbraith [La cultura de la satisfacción]; e incluso en un Stiglitz, es decir en toda una serie de científicos sociales que políticamente abarca desde un liberalismo responsable hasta una postura socialdemócrata más o menos combativa).
Adhiero a esa idea de Judt de la necesidad de recuperar un lenguaje eficaz, un lenguaje que sirva para hablar sin trampas, sin equívocos. Lamentablemente, el suyo es todavía el lenguaje de medias tintas de la socialdemocracia: por ejemplo, cuando dice «nosotros» (p. 161), yo me pregunto quiénes somos, o quiénes son, ese «nosotros»; mi única manera de darle un contenido inequívoco a ese pronombre plural es enjuiciarlo desde el punto de vista de la lucha de clases, pero ése es justamente el punto de vista que Judt quiere evitar. La oposición de un «nosotros» a un «ellos» se da en una miríada de niveles y circunstancias distintos, pero a mí me parece irrelevante focalizarla como oposición entre políticos y ciudadanos, por ejemplo (p. 162), en lugar de, digamos, banqueros y asalariados. «Necesitamos un lenguaje de fines, no de medios», dice Judt en otro lugar (p. 172; cf. p. 217). Y yo contesto a esta proposición al modo en que lo hacían Abelardo y en general los escolásticos (sic et non): sí y no; hay «por un lado…», y hay «por otro lado…», hay un pro y un contra, y por supuesto hay que llegar a una síntesis dialéctica de todas esas contradicciones.
No quiero ahora discutir esto, sólo sugerir la reflexión sobre esta necesidad imperiosa de recuperar un lenguaje eficaz. Como explicaba Ortega, corrientemente el lenguaje no sirve para expresar los pensamientos, sino para ocultar los sentimientos. Ya lo había enfatizado Quevedo en una sublime antítesis:

¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de pensar lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?

No quiero que, de momento, mis comunicaciones excedan de unas pocas páginas, por el temor de no agotaros. Pero sé que esto puede ser aún más agotador. En lugar de entrar detenidamente en la exposición de mis criterios, sugiero los asuntos sobre los que creo que debe meditarse. Ahora os envío en correo-e aparte los excerpta de Robespierre (Virtud y terror) introducidos y editados por Žižek. Por supuesto, nadie debe considerarse comprometido a leerlo, si ha de atender a otras ocupaciones más perentorias. Se trata de ir compartiendo cosas. Sé que algunos de vosotros sí disponéis ahora de tiempo y ganas suficientes para abordar una discusión, así que sugiero esa lectura de Robespierre —que, como quizá sorprenda a algunos, entronca muy directamente con los planteamientos de Polanyi que tenemos pendientes de discutir. Ahora dejo pasar unos días antes de iniciar esa discusión, así como la de la cuestión del lenguaje a recuperar.
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