tag:blogger.com,1999:blog-85781617406348626402024-02-21T09:29:35.565+01:00ConstelaciónBlog de crítica culturalConstelaciónhttp://www.blogger.com/profile/07698794212069170490noreply@blogger.comBlogger82125tag:blogger.com,1999:blog-8578161740634862640.post-55035071874931315922017-10-05T13:14:00.003+02:002017-10-05T13:22:58.980+02:00Secesionismo: La persistencia de la ficción<span style="font-size: 18pt; font-variant: small-caps;">El Criticón</span>
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj-A2GhhE7qqpdxD5dqVfxTIizcB0S6tMjVcwPs1XXvlK9aCrCPpQCxw8SWSv0N_Uj7PlnpvZoxPV16FuZW6ibcSyFSWxFBXrzzNiyePh0-7AEgoOoSu9LoFPh-oFzBEm7hgBDfLyumyQt7/s1600/Niebla+en+el+Montseny.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" data-original-height="1279" data-original-width="1600" height="319" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj-A2GhhE7qqpdxD5dqVfxTIizcB0S6tMjVcwPs1XXvlK9aCrCPpQCxw8SWSv0N_Uj7PlnpvZoxPV16FuZW6ibcSyFSWxFBXrzzNiyePh0-7AEgoOoSu9LoFPh-oFzBEm7hgBDfLyumyQt7/s400/Niebla+en+el+Montseny.jpg" width="400" /></a></div>
«<i>Fem història</i>». <i>I tant que heu fet història…!</i>, la que os ha dado la gana, por cierto. Pero, sinceramente, tampoco creo que deba llevarse a asombro nadie de los que aún tengan dos dedos de frente —esos pocos, estadísticamente hablando, a quienes el incesante bombardeo propagandístico no les ha dejado hecho polvo el cerebro—, ya que este fenómeno, el de la manipulación histórica por parte de los nacionalismos, como bien es sabido, no es en absoluto novedoso. Y tampoco es este vídeo un caso excepcional, muy al contrario.</div>
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<span style="color: #b45f06; font-family: "trebuchet ms" , sans-serif;">El vídeo al que se hace referencia puede verse <a href="https://www.facebook.com/1822757228035369/videos/1825013854476373/">aquí.</a></span></div>
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Del todo punto inútil, o imposible, sería poner aquí por escrito una refutación suficiente de las incalculables sandeces que se dicen en este vídeo. Lejos de mí tal pretensión; menos aún tratar de convencer o persuadir a nadie, pues esa forma de interacción tan sólo es válida ante dos opiniones divergentes que partan de hechos objetivos y verificables. Y no es este el caso.<br />
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Mi empresa es más humilde. Tan sólo quisiera trazar los límites de la insensatez, según lo que he podido llagar a comprender, y para ello me gustaría empezar con un libro que se halla muy a trasmano de las demás obras de G. Orwell, prácticamente olvidado en la actualidad: <i>Anotaciones sobre el nacionalismo</i> (1945). Entre sus líneas podemos hallar ya no solo interesantes reflexiones sobre la férrea rigidez mental, garante de la obturación del conocimiento y de la desconexión con la realidad, propias del fervor nacionalista, sino también su auténtica obsesión por alterar el pasado. El libro merecería una reseña dilatada, pero bastará que extraiga de él algunas citas ilustrativas, como esta: «Se pasa [el nacionalista] parte de su tiempo en un mundo de fantasía en el que las cosas ocurren como deberían… y trasferirá fragmentos de este mundo de fantasía a los libros de historia cada vez que pueda».</div>
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Pero si en la actualidad los ideólogos y promotores del secesionismo, en su absurda estrategia de extravagante fundamentación jurídica, no dejan de repetir hasta la extenuación el consabido sonsonete del «derecho a la autodeterminación» de Cataluña —recordemos, sólo válido para territorios coloniales y oprimidos—, ¿qué otra opción les queda a esas mentes borborígmicas que echar mano de la historia y forzarla a realizar una pseudometamorfosis, es decir, a hacer de Cataluña una colonia, sometida, a lo largo de los tiempos, a la subyugación, a la explotación y a la dominación «extranjera» (española)?</div>
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Lejos de todo este palmarés fantástico, gracias al cual la mentira ha sido conducida hasta sus linderos extremos, la realidad histórica es que jamás existió un «Reino de Cataluña», ni siquiera una «Confederación catalano-aragonesa», y menos aún una «Corona catalano-aragonesa», términos inventados por Antonio de Bofarull y que llevan el marchamo inequívoco de la historiografía de la Renaixença; y lo mismo cabe decir sobre los «Países Catalanes», resultado de la desbocada inventiva de Joan Fuster. Sin embargo, todos ellos son términos manidos del independentismo, que todo hijo de vecino ha leído en los libros de texto de primaria y secundaria o ha oído de boca de más de un profesor.</div>
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Y es que de igual modo que el <i>populus romanum</i>, formado por las gens, remontaba sus orígenes hasta el fundador mítico de Roma, el «pueblo» catalán hace lo propio con su Ramón Berenguer IV y con esa época nimbada de romanticismo. La ubicación en el futuro del anhelo de un pasado glorioso no deja de responder a las proyecciones retroactivas insertas en el latifundio romántico: «Origen es destino».
Escribe Orwell en otra parte del mismo libro: «El objetivo primario de la propaganda [nacionalista] es, por supuesto, influenciar la opinión contemporánea, pero aquellos que reescriben la historia probablemente creen en una parte de sí mismos que están realmente armando los hechos hacia el pasado.» Si en el ámbito del subjetivismo psicológico la mejor ficción es un recuerdo adulterado, ¿qué puede llegar a ser la historia sumida en el sueño mistificador de una sociedad de consumo, post-histórica —Fukuyama tenía razón—, amnésica y abocada a la inmediatez? Simplemente, nada. Material manipulable.</div>
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Al principio, es cierto, en plena crisis económica, fueron precisamente tesis economicistas las que se arguyeron a favor de la secesión. Fueron estas pequeñas chispas las que encendieron larvadamente la hoguera de la crispación; mas no era suficiente; el vil oportunismo de las élites políticas y económicas catalanas dio pie a una enfermedad intercurrente, al <i>flatus vocis</i> del <i>epos</i> heroico nacional: el «regreso a Ítaca». Repetido incansablemente este <i>nóstos</i> una vez tras otra —relato hecho a la medida de las tragaderas del común de los catalanes y que tan bien casa con la alicorta perspectiva del universo actual del discurso público—, empezó a insuflarse, desde el «partido de vanguardia», a través de muy distintos medios institucionales, a la masa heterogénea, estulta y semianalfabeta, a la que se alfabetizó con un pequeño acopio de ideas fijas, esperanzas de la más diversa índole, falsas promesas y fantasías, abominables y seductoras a un tiempo, fundamentadas en un pasado quimérico, capaces de justificarlo todo. Aunque cabe reconocer que los utopistas de hogaño, a diferencia de los de antaño, ni tan siquiera se han esforzado en indicar, en determinar, qué pasos pueden llevar a esa nonada, quiero decir, a la utopía en la que jamás han creído.</div>
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El «pueblo» catalán, se dice, está llamado a hacer grandes cosas (como cree todo aquel que sufre el «síndrome del pueblo elegido»). Si no ha sido capaz de hacerlas en el pasado, se debe, nos asegura la propaganda secesionista, a esa España que no ha superado aún el estadio morganiano de la barbarie y que ha imposibilitado, de forma obsesiva, que el genuino «pueblo» catalán —«cívico», «muy avanzado» y, ¡cómo no!, «demócrata» (<i>sic</i>)— acometiera la empresa a la que había sido llamado por Dios, por la historia o por no se sabe qué; en resumidas cuentas, como diría el edecán de Cucurull, ese pseudo-historiador de la ANC y del INH, la historia del «pueblo» catalán no es sino la historia de una desgraciada enajenación milenaria de la que ahora hemos comenzado a despertar —¿habría sido la historia heterónoma hasta la actualidad un «ardid de la razón» en clave hegeliana?—, de un esclavismo colonial por parte de esa malhadada España «autoritaria», «franquista», «antidemocrática», etc., y de la Leyenda Negra que la circunda aún hoy, tras haber pasado no pocos siglos desde su invención; «leyenda negra» que, en verdad, sólo existe en las propias mientes de los nacionalistas, en su victimismo endémico, en su narcisismo patológico, en su megalomanía, en definitiva, en la falsa conciencia llamada «ideología».</div>
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Dicho relato nacional popular, que ahora es presentado sin complejos bajo la luz del almo día como la verdadera historia de Cataluña, es además tan simplista que ni siquiera es capaz de hacer distinción entre clases económicas determinadas, ya que todas ellas son subsumidas, fagocitadas, sus antinomias armonizadas, por la inconcreción del término «pueblo», no en cuanto que universal concreto —el pueblo pobre y trabajador, p. ej.—, sino en cuanto que universal abstracto. De vuelta a los tiempos del <i>Sturm und Drang</i>, del pietismo hamanniano que dio a luz al <i>Volksgeist</i> herderiano, fichteano y hegeliano: de ese espíritu nacional que insufla su hálito en el «pueblo», cuya unidad metafísica, al ser entendido sustancialmente, queda garantizada frente a sus formas accidentales que se inhieren a través de los tiempos. En otras palabras, aquí no se está aludiendo al pueblo entendido como masas populares —masas trabajadoras: campesinado, proletariado—, sino al pueblo entendido como «unión cultural», idea oscura y extemporánea surgida durante el romanticismo y que sigue llenando como una densa bruma nuestra atmósfera civil. Llegados a este punto, formulo la siguiente pregunta: ¿Qué es, pues, la «cultura» en la que se fundamenta esa «unión cultural» catalana? ¿Realmente se conocen las distintas respuestas dadas por parte de muy distintos antropólogos —p. ej., Tylor, Kroeber, Morgan, Boas, Malinowsky, White, Geertz, etc.— cuando invocamos la dignidad de ciertas palabras con las que nos llenamos la boca a diario, las cuales, a fuerza de significarlo todo en nuestros eructos verbales, dejan de significar nada en la realidad? Tres cuartos de lo mismo podría decirse de tantos otros términos, elegidos por su fuerza, por el copetudo prestigio que los acompaña y, sobre todo, por la nada que designan: «nación», «país», «democracia», «libertad», «derecho a autodeterminación»…</div>
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Sea como fuere, lo cierto es que se ha conseguido, al fin, crear una particular <i>Welstanchauung</i>, como dirían los alemanes, una «visión del mundo» hecha a medida del «pueblo» catalán. Y digo bien, «visión», porque el <i>homo videns</i> ve, pero no piensa. El <i>verbum</i> se ha vuelto subsidiario de la <i>imago</i>. La palabra no es sino el envoltorio de la mercancía a la que el mundo, objetos y habitantes, han sido reducidos. Y la hipotética República catalana no es más que el vano nombre de ese ruido crotorado en la televisión catalana, en la propaganda, en las calles, a todas horas.</div>
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Entre los grupúsculos de izquierdas, mayoritariamente anarquistas —sean o no conscientes de ello—, e incluso entre los votantes de algún partido de izquierdas, también se hallan presentes los «tontos útiles» de siempre, quienes además escenifican grotescamente toda clase de aspavientos para demostrar o demostrarse su distanciamiento del nacionalismo. Por lo pronto, quienes los apoyan son meros instrumentos que creen luchar por sus ideales, cuando inadvertidamente lo están haciendo por los intereses de determinados partidos políticos para quienes no son más que material desechable. Son precisamente estos que enarbolaban la bandera de la auténtica y genuina democracia, como enarbolaban los albigenses y luteranos la de la auténtica fe al tenerse por auténticos cristianos, quienes chorrean hiel contra España, pues son víctimas de un maniqueísmo elemental que les escurre las seseras. Son más franquistas que Franco, puesto que empiezan a contar la historia de España a partir de Franco: la bandera española es de Franco, simplemente porque se la arrogó, e ignoran que ya estaba presente en la Primera República y durante Carlos III; el himno español también es franquista, claro, porque todo lo que se remonta más allá de los años de la dictadura franquista es el pasado remoto e ignoto; y el PP, como es hijo de Alianza Popular, es franquista-fascista también, y Ciudadanos y el PSOE, y todo lo que no encaje con su rudimentario esquema mental. A este nivel de simplismo y paranoia han llegado, viendo fantasmas que no existen más que en su imaginación y apelando contumazmente al franquismo. Pareciera como si todavía no hubieran podido deglutir la muerte de Franco, pues su espiritualismo simplón les lleva a temblar como azogados ante la presencia del espíritu del dictador que, no se sabe cómo, sobrevivió a la muerte corporal y cuya presencia amenaza incesantemente a España. Y tampoco podían faltar a este festín esperpéntico los <i>polieznyi</i> que brindan apoyo al secesionismo desde otras autonomías y desde el otro lado de las fronteras españolas, y a quienes no se sabe por qué se les supone libres de intereses y se les otorga mayor grado de objetividad.</div>
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De todos modos, ya no se trata de legalidad o de legitimidad —embrollo de ideas del que tanto se habla curiosamente en nuestros días tras las supuestas dos legalidades y dos legitimidades—, ya que España es precisamente una democracia liberal con una Constitución refrendada; tampoco se trata de la historia que se nos vende de Cataluña desde Cataluña, en la cual se afirma que esta habría sido un Estado puntero, en terminología aristotélica, «en potencia» —¡como si pudieran existir Estados en acto y en potencia!—, a cuya actualización se opuso enfermizamente una España «semita» que, curiosamente, le iba a la zaga en todos los aspectos; tampoco de economía —¿quién no recuerda el famoso «Madrid/España nos roba», repetido 15 veces al día cada uno de los 365 días del año?—; ni siquiera, de las demás mentiras políticas —de si se ha suspendido la autonomía, de si hay un estado de excepción, de si existen presos políticos, de si se vota para defender la democracia—; sino del «ciudadano», en este caso, catalán, es decir, del consumidor frente al libre mercado universal, de si quiere o no quiere, de si sí o si no, tan sencillo como eso, puesto que él tiene la «capacidad de decidir», y con su elección se pretende culminar el plan de derogación de la Constitución.</div>
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El irrestricto y ubicuo bombardeo propagandístico al que diariamente nos vemos expuestos en Cataluña, y en base al cual no pocos determinarán finalmente su «consumo», esto es, su elección, el «lo quiero» o «no lo quiero», es, simplemente, psicotécnica moderna. El resultado: quinceañeros reclamando el «derecho» a voto —la reflexión ha cedido ante el <i>verbum desiderativum</i>— y niños pegando propaganda por las paredes, afirmando que «independencia» significa no ser manipulado por otro. «El nacionalismo no solo no desaprueba las atrocidades cometidas por su propio bando, sino que además tiene una notable capacidad para ni siquiera enterarse de ellas», escribía Orwell.</div>
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El mismo espacio urbano se ha convertido en un gran panel publicitario, como diría Karl Kraus, donde se le da la bienvenida a la República que no será y se saluda a la Unión Europea que, de todos modos, no la reconocería. No iba a haber referendo el día 1 de octubre, si acaso un gesto simbólico, en otras palabras, inútil, cuando mucho una oportunidad para que los individuos descargasen un <i>quantum</i> de sobreexcitación y pudieran desinhibirse festivamente —¿qué otra cosa, si no, es una fiesta?—; en caso de que ganase el «sí», no iba a haber proclamación de la República catalana, como ya sabía todo el mundo y como ya había empezado a reconocer sin ambages el PDeCAT; a lo sumo, iba a ver lo que ya estamos viendo, una dilación continua, al día siguiente, no, mañana, en 48 horas, no, el fin de semana, no, el lunes, dicho, sí, definitivo, el lunes, no, mejor la víspera del 12 de Octubre… Salvo que se tratase de los aventureros descerebrados que aparentan ser, la cosa no podía ocurrir de otro modo: empezar a cantar la palinodia… aunque no faltarán los que, ¡de perdidos al río!, tiren hasta el final y la proclamen de verdad… tanto peor para ellos.</div>
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Lo que ya antes del 1-O esperamos muchos es que el presidente de la Generalidad no se retracte ni vacile tanto, precisamente ahora, pidiendo diálogo e intermediadores para evitar hacer lo que no se atreve a hacer y está ya comprometido a hacer, esperamos que no dé un cobarde paso atrás, después de habernos llevado a este punto de no retorno, después de haber llevado tan lejos una broma aciaga de un gusto tan reprobable, que no defraude en el último momento al «pueblo» al que se debe, al electorado al que representa… en otras palabras, que no deserte, que vaya hasta el final del asunto y que asuma todas y cada una de las consecuencias de sus actos. Y si no puede, si no es capaz de cumplir un programa electoral donde se proponía un imposible, es muy sencillo, que convoque elecciones anticipadas —suponiendo que ya no se haya rebasado, en su propio <i>milieu</i>, el margen posible para tal cosa. Es cuanto cabe decir.
Pero ¿qué más da? «Algunos nacionalistas», decía Orwell, «están no muy lejos de la esquizofrenia, viviendo muy felices entre sueños de poder y conquista que no guardan conexión alguna con el mundo real». La cuestión es que el «pueblo», a día 30 de septiembre, seguía queriendo votar, porque eso es lo que le habían metido en la cabeza —«todo objeto es movido por otro»—; y lo peor de todo, ahora sigue pretendiendo que el 1-O ya votó y sentenció definitivamente su libre y autodeterminado futuro republicano, y punto, que no es cosa ya de distinguir entre realidad y fantasía, esas categorías de los sabios de antaño que ya no significan nada en el feraz bosque del voluntarismo postmoderno.</div>
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Comoquiera que sea, la costra idealista, la metafísica del pueblo, que se ha formado a lo largo de estos años, y que hunde sus raíces en un pasado oscuro, frenológico y racista del que al parecer nadie quiere acordarse ya —que va desde el famoso libro de Pere Mártir Rosell i Vilar (diputado de ERC), <i>Diferéncies entre catalans i castellans: Les mentalitats especifiques</i>, hasta Pujol—, sirve para cubrir todas las heridas de la realidad de los individuos, para restañar su insulsa vida diaria y hasta, si se quiere, el <i>tedium vitæ</i>, prometiéndoles que participarán de un momento trascendental, que serán causa agente y final de la Historia de una pequeña e insignificante región del mundo llamada Cataluña.</div>
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Constelaciónhttp://www.blogger.com/profile/07698794212069170490noreply@blogger.com19tag:blogger.com,1999:blog-8578161740634862640.post-51414305677606476042016-02-19T15:31:00.000+01:002016-02-19T15:31:23.614+01:00El MCRC<span style="font-size: 18pt; font-variant: small-caps;">Alexandru Andrei Szekely</span>
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgTXrP5b-F-10W8JTEgyD8VF7ccZZWSNukPZuT2q5PFzsbFBgnHXYn5LwpiIXMwk9ptbGbihLcdjoMWYd0rCj94dosqBhvyj6BZJbd0630VY_AtTCGETt_ldc9shZbWwuh1Jyn4wH_K_-TE/s1600/Garc%25C3%25ADa-Trevijano%252C+A.%252C+Teor%25C3%25ADa+pura+de+la+Rep%25C3%25BAblica.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" height="400" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgTXrP5b-F-10W8JTEgyD8VF7ccZZWSNukPZuT2q5PFzsbFBgnHXYn5LwpiIXMwk9ptbGbihLcdjoMWYd0rCj94dosqBhvyj6BZJbd0630VY_AtTCGETt_ldc9shZbWwuh1Jyn4wH_K_-TE/s400/Garc%25C3%25ADa-Trevijano%252C+A.%252C+Teor%25C3%25ADa+pura+de+la+Rep%25C3%25BAblica.jpg" width="266" /></a></div>
Hacía mucho tiempo que deseaba escribiros esta pequeña exposición sobre el MCRC, para descubrir vuestras opiniones y quizá suscitar algo de debate. Como veréis, la amplitud de los temas tratados y, mal que me pese, mi conocimiento a veces poco profundo sobre ellos (sistemas electorales, la cuestión del sujeto político, etc.) cargan este escrito de vacilación. Sin embargo, y tras varias reconsideraciones, he decidido darlo por concluido con todas sus taras, pues la inoperancia derivada de la duda que paraliza es contraria a toda noción ética. Pido a quienes lo lean y puedan comentar algo al respecto que sean todo menos indulgentes conmigo.</div>
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El mundo, como todos ya observaréis, se está precipitando hacia unas profundas y cataclísmicas transformaciones. La europeidad parece desintegrarse en el marco del trasnochamiento cultural relativista. Ante el ruinoso y arbitrario imperio estadounidense nuevamente se levantan poderosas voces desde el Oriente, quizá capaces de dar una vuelta de hoja a lo que hasta ahora constituía un ciego dominio de la inmediatez más irreflexiva. Los países árabes se llevan la peor parte en esta encrucijada de la historia. Su compleja coyuntura difícilmente admite simplificaciones. Coincidiendo con el clímax de la crisis económica global, en aquellos que habían estado más abiertos a la penetración capitalista se han sucedido auténticas revoluciones contra un estado de cosas injusto e inaceptable, pero cuyo sujeto jamás se caracterizó por homogeneidad alguna, pues en su seno se aglutinan desde la socialdemocracia occidentalista hasta los movimientos sindicalistas y verdaderamente comunistas, y sobre todo, por su repercusión y trascendencia crítica hoy día, todo el abanico de fundamentalistas religiosos y terroristas. Pocos discutirán que la naturaleza de estas «primaveras árabes» tiene profundas raíces socioeconómicas relacionadas con la penetración del liberalismo y su consiguiente efecto sobre los estratos sociales bajos. Quiero aprovechar esta ocasión para conmemorar a un joven y brillante estudiante italiano cuya tesis doctoral, trágicamente inacabada, versaba sobre este asunto, y fue cruelmente torturado y asesinado a sus 28 años, seguramente por sus vínculos con los sindicalistas egipcios y sus críticos artículos en diarios de izquierda: Giulio Regeni.</div>
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Este estado general de anomía en todo el mundo parece deberse, como se ha sugerido, a la agudización de las tensiones intrínsecas al desarrollo global extensivo e intensivo del capitalismo. Baste con reseguir el desarrollo de las modernas aberraciones culturales (Hermanos Musulmanes, rousseaunismo, espiritismo, arte «abstracto», &c.) paralelamente al desarrollo multidimensional del capitalismo. A pesar de las advertencias de algunos sobre el supuesto desmoronamiento del estado de cosas capitalista, la realidad es que la presión que todas estas fuerzas ejercen en el mundo no hace más que aumentar; quizá simplemente por eso algunos supongan que vaya a haber una reversión dialéctica de ese estado de las cosas. Esta esperanza, o intuición, posee un innegable cariz idealista, o en todo caso carece de las garantías racionales que suelen caracterizar los hechos indubitables. Pero es dudoso que pueda haber a corto o medio plazo una subversión socialista del orden de las cosas, al menos en los países más desarrollados. Dadas estas circunstancias me gustaría compartir con vosotros algunas reflexiones sobre los principios del movimiento fundado por Antonio García-Trevijano, el Movimiento de Ciudadanos hacia la República Constitucional.</div>
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El MCRC aspira a concienciar a una masa crítica de ciudadanos sobre las vicisitudes formales de nuestra actual democracia y fomentar el deseo de un período constituyente en España, tras el cual deliberar libremente sobre la mejor forma de constituir nuevamente el Estado. Según el MCRC, este nuevo Estado debería ser presidencialista, es decir con elecciones separadas para el congreso y para el gobierno, y se deberían llevar a cabo mediante un sistema de escrutinio directo por distritos y con doble vuelta, más o menos a la americana. Su diagnosis parte de un análisis histórico de la forma en que se implantaron los sistemas electorales y los efectos que éstos tienen sobre la política y el electorado. La verdad es que el debate y la investigación sobre los sistemas electorales aún hoy día, 150 años después de las primeras riñas entre Mill, Bagehot y Hare, no han avanzado sobremanera. De hecho se ha renunciado ya a aquellas perspectivas llamadas por la historiografía <i>normativas</i>, es decir que respaldan una de las dos grandes opciones, la mayoritaria o la proporcional. En los tiempos recientes han proliferado los estudios de carácter cuantitativo (Rae [1967], Lijphart [1994], Taagepera y Shugart [1989]), o bien los histórico-empíricos (el enfoque Heidelberg y Dieter Nohlen);[1] sin embargo logrando poco más que profundizar en los pormenores de las tendencias que los primeros estudiosos de los sistemas electorales del siglo <span style="font-variant: small-caps;">xix</span> habían ya deducido como propias de cada sistema electoral.</div>
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Antonio García-Trevijano suele remitirse siempre al debate entre los primeros, es decir Mill y Bagehot, aquél defendiendo el sistema proporcional como forma óptima de representación de la sociedad en el congreso de la nación, y éste optando por el sistema mayoritario para asegurar la elección de un gobierno estable. Sin embargo, como es fácil apreciar, el origen de la discordia entre ambos estuvo determinado por la forma de Estado dentro de la cual les tocó ejercer su actividad politológica, es decir la monarquía parlamentaria. Esto llevaba a pensar que con dos elecciones separadas para congreso y gobierno bajo un Estado presidencialista, el problema se zanjaría de una forma óptima aplicando el sistema proporcional para las elecciones legislativas y el mayoritario para las ejecutivas; pero la respuesta a esta aserción, la que da Trevijano, la misma que Bagehot dio a Mill, pasa por analizar las mismísimas vías de la representatividad, es decir de las relaciones que se establecen entre Estado, partido y sociedad civil.</div>
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Tal como probó Arrow, no existe ningún sistema electoral que cumpla todos los requisitos racionales de la representatividad cuando hay que escoger entre más de 2 candidatos. Los escritos sobre las ventajas y desventajas de los distintos sistemas electorales son numerosos y extensos, y no es finalidad de este escrito exponerlos. Sin embargo, son tales las lacras que el sistema de elección proporcional parece imponer a la actual vida política de muchos Estados que su análisis y revisión se hacen absolutamente necesarios. Muchos estaréis ya familiarizados a las críticas que voy a sintetizar; por tanto, la materia más polémica que destacaré será el alcance que esas deficiencias tienen realmente sobre la vida política.</div>
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En el sistema proporcional los votantes, que no son electores, pierden cualquier nexo con los candidatos a quienes votan. La ratificación de una lista de candidatos escogidos por su jefe de partido según su fidelidad a él mismo y a la fracción de la oligarquía a que representa, en pos de unas promesas electorales jamás sancionadas contractualmente, y ya ni siquiera entendidas como un contrato cuyo cumplimiento sea éticamente obligado, sino solamente como una declaración de simpatías, se ha convertido en la práctica en la redistribución periódica de un poder autocrático, pues también carecemos de una separación entre los poderes del Estado, solamente autocensurado en la medida en que la indignación popular obliga. En estas condiciones, como Trevijano ya advirtió en los albores de la Transición, la corrupción se convierte no en una indeseable contingencia, sino en un auténtico factor de gobierno, absolutamente necesario. Pero de aquí no solamente se origina una buena parte de la corrupción sistémica, sino también toda la mediocridad que acusa la política en los países con sistema electoral proporcional. No quiero decir, por supuesto, que <i>lo contrario</i> arreglase indefectiblemente la política de una vez por todas, pero ¿quién en su sano juicio escogería como representante de su distrito electoral a alguno de la gran masa de anodinos o corruptos que llenan el Congreso? Por otro lado, Trevijano propone como solución a la generalización a la mentira desvergonzada el establecimiento de la revocabilidad permanente de cada diputado de la nación por su distrito electoral, si no cumple con las atribuciones que el contrato electoral le ha conferido.</div>
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Hay quienes temen que las consecuencias de un sistema mayoritario sean llevar a la tiranía de las mayorías o impedir la representación de los grupos minoritarios. Este temor parte, creo yo, de consideraciones distintas sobre el sujeto de la acción política. Para Trevijano ese sujeto, su unidad irreducible, se hallaría en el distrito, la comunidad vecinal donde convergen las afinidades electivas. A ese respecto se opone a la teoría marxista, que descubre su sujeto político en la clase social. Su punto de crítica al marxismo puede considerarse en cierto modo tópico dentro del pensamiento liberal-demócrata, pero constituye asimismo una originalidad al desmarcarse, al menos aparentemente —o al menos teóricamente—, del liberalismo, encontrando en la democracia la superación dialéctica de ambas posiciones, pues, siempre según él, ambas niegan principios constitutivos de la naturaleza humana: el liberalismo niega el principio dividuante de la especie, que determina el carácter socializante del ser humano, mientras que el marxismo negaría el principio individualizador, ahogándolo en el concepto de clase social.[2]</div>
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«Esa unidad no puede ser la persona individual, como creyó la Revolución francesa, ni la clase social colectiva, como pensó la Revolución rusa. Esa unidad debe buscarse allí donde la acción de la libertad política puede despuntar, con posibilidad de producir efectos, en la configuración y funcionamiento del Estado. Por esa razón, tal unidad no la puede constituir la representación municipal, la familiar ni la sindical, como pretendieron las dictaduras de la democracia orgánica.</div>
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»Esa unidad individuante de la acción política está en la conjunción de las afinidades electivas de la comarca vecinal, en la mónada de la res publica, que es la mónada natural de cada distrito electoral. Nada más pequeño puede ser operativo en la acción política de la libertad. Lo dividuo de la población comarcal engendra individuos-actores de la integración y representación de sus comunidades en mónadas individuales capaces de componer una sola Asamblea Nacional. […]</div>
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»Al resolver el problema de la libertad política, la República Constitucional actúa como brújula indicativa del campo magnético donde se pueden superar los conflictos sociales. Pues en ella se unen de modo natural la lealtad del principio individuante de la especie con la verdad de la libertad como principio individualizante de la persona. La teoría de la República Constitucional se hace así teoría del continente invariante en la polaridad con los conflictos variables en él contenidos.»</div>
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En estos puntos es donde más dudas o incógnitas despierta su teoría, pues todos encontraréis un poco evasiva su posición respecto al marxismo: la clase social es en primer lugar un hecho objetivo y luego su constitución en sujeto político-revolucionario es un proceso proactivo consensuado. Su finalidad última pretende emancipar el conjunto de las individualidades de unas contrariedades sistémicas que aquejaban a todos por igual, justamente por ser sistémicas. En absoluto anegarse evasivamente bajo una mística de la clase social que sirva como pretexto para renunciar a la propia libertad personal. A pesar de esta interpretación evasiva y tópica del marxismo, su teoría de la república como continente invariante que regule y politice los conflictos sociales puede devenir precisamente una teoría del Estado socialista, pues la mayoría que los electores han escogido se erige en fuerza hegemónica, aunque puede asimismo devenir en una hegemonía de derechas (antisocialista). Sea como fuere, la clase política así escogida representaría la libre voluntad directamente expresada de una mayoría y supondría con toda certeza un reforzamiento del concepto de soberanía, que en el sistema proporcional se diluye en las estructuras partidistas y oligárquicas. Esta identificación de la verdad política con la libertad colectiva de los súbditos de expresar mediante mayorías la voluntad general sobre el gobierno de la nación, y además con mandato imperativo y revocabilidad permanente de los diputados, se opone a la consideración platónica de la verdad política, y en ese sentido quizá también a la filosofía política comunista más ortodoxa.</div>
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Se le ha achacado al MCRC el ser inocuo. Esto puede entenderse desde dos puntos de vista: el de su acción y el de sus objetivos. En primer lugar, el MCRC pretende conseguir la subversión del actual régimen de forma pacífica, eso es concienciando a una masa crítica de gente de la necesidad de tales cambios. La subversión del régimen y el consiguiente período constituyente se conseguirían mediante su deslegitimación a través de una abstención electoral activa. Se ha aducido que una abstención del 40% ya se ha dado en España, debiéndose al desinterés popular, pero creemos que hay una diferencia cualitativa decisiva entre sendos tipos de abstención, pues la abstención activa que se propone aseguraría su visibilidad y reclamaría los créditos políticos de un fin deliberado y explícito, público.</div>
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Por otro lado, se le puede reprochar ser inocuo en sus mismísimos objetivos, la reforma formal del Estado y el sistema electoral. En esta breve exposición he tratado de sintetizar lo fundamental de las razones por las consideramos verdaderamente viciado y vicioso el sistema electoral sobre todo; claro que la propuesta de un sistema mayoritario puede asimismo generar otras dudas igual de importantes. El MCRC es un movimiento muy polifacético; otros de sus objetivos son la supresión de las autonomías, la salida de la OTAN, a veces he escuchado a Trevijano pronunciarse incluso a favor de la salida del euro. Como verán, todas sus intenciones se vertebran en torno a una concentración y democratización de la soberanía nacional. Su alcance meramente formal muchas veces es interpretado como una distracción de los verdaderos o más acuciantes problemas sociales, pero su aspiración consiste en la creación de una forma de gobierno que devuelva la soberanía a los ciudadanos, dejando la resolución de los conflictos sociales para el posterior debate político nacido libremente del seno de la sociedad civil, en lugar de quedar secuestrado y mediado por la oligarquía a través de los partidos estatales.</div>
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NOTAS</div>
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[1] Matthias <span style="font-variant: small-caps;">Catón</span>, «Desarrollo de la investigación sobre sistemas electorales», en José Ramón López Rubí Calderón (ed.), <i>Política y ciencia política en Dieter Nohlen</i>, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2007, pp. 119–134.</div>
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[2] Cap. «Materia republicana», en <i>Teoría pura de la República</i>, Madrid, El Buey Mudo, 2010, pp. 163 y ss.</div>
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Constelaciónhttp://www.blogger.com/profile/07698794212069170490noreply@blogger.com7tag:blogger.com,1999:blog-8578161740634862640.post-9842096264685062692015-12-03T14:28:00.000+01:002015-12-03T14:35:05.335+01:00Cataluña es España<span style="font-size: 18pt; font-variant: small-caps;"> Alexandru Andrei Szekely</span>
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhAMmMoi-DZuWKFwfDigEo4kpxwLINQW8SQMpmIbPKwEiY0cCTEAm9GFPe4AMQJ30UmnFvjvPeCf71fZR3u77i2Dxek0GqVIGqcUb4tpQ6neD_4_CuxXKPwnoH-qrsDuJ4fYvSnGpCabb2R/s1600/Catalu%25C3%25B1a+es+Espa%25C3%25B1a+%25281%2529.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" height="227" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhAMmMoi-DZuWKFwfDigEo4kpxwLINQW8SQMpmIbPKwEiY0cCTEAm9GFPe4AMQJ30UmnFvjvPeCf71fZR3u77i2Dxek0GqVIGqcUb4tpQ6neD_4_CuxXKPwnoH-qrsDuJ4fYvSnGpCabb2R/s320/Catalu%25C3%25B1a+es+Espa%25C3%25B1a+%25281%2529.jpg" width="320" /></a></div>
A los lectores y colaboradores de este blog, ¡saludos! Vosotros no me conocéis, ya que nunca he llegado a dejar ningún comentario o entrada, pero soy un asiduo lector de este blog que me ha enriquecido verdaderamente mucho, penetrando siempre en el fondo de cuestiones éticamente importantes, el estilo, los sentimientos, la política, etc. No quisiera dejar pasar este momento para agradecéroslo, ya que la dificultad o complejidad de muchas de las cuestiones aquí tratadas me había causado mucha inquietud e incluso tormentos intelectuales hasta que no daba con el comentario oportuno que me abría nuevas vías de comprensión. El aprendizaje es arduo y fatigoso si no se dispone de un maestro, o de una comunidad de ellos, que nos guíen y nos proporcionen las respuestas a aquellas preguntas que van adquiriendo una dimensión más que anecdótica o instrumental, convirtiéndose a veces en auténticos pesares. Quiero agradecer también públicamente a mi profesor Alberto Luque haberme introducido este blog, y la entusiástica generosidad que ha brindado siempre en sus artículos y en conversaciones privadas.</div>
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No quiero arrebataros vanamente más tiempo, así que pasaré directamente a aquello que querría exponeros. Vosotros representabais hasta ahora un motivo de íntimo orgullo por vuestra serena actitud ante la situación catalana. Vuestra serenidad se me hizo recurrentemente patente en esos valiosos ejercicios en que separáis la doxa de la episteme, la ideología de la verdad, el espejismo y la ofuscación del hecho probado e indiscutible. Os escribo esto para informaros de una concentración popular organizada en la plaza Sant Jaume en Barcelona, el día 19 de diciembre, la jornada de reflexión antes de la elecciones, por el MCRC (Movimiento de Ciudadanos hacia la República Constituyente), organización cultural fundada por Antonio García-Trevijano, a quien ya habíais citado hablando del derecho a decidir.<br />
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgqbrVrwIWjppm9yuwJWPrtAYJAseCqZoOwDvOSLOyywvP0d0W7rUyu3Zq9ZE8Va6PjqWY0KEh8O0sqKXGqQ3rfKU-oYLxNFzPzq9JGZt3TQJGzbPLWnZZsFR59imv4P0bvcT_AiZBCjrYQ/s1600/MCMR.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" height="232" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgqbrVrwIWjppm9yuwJWPrtAYJAseCqZoOwDvOSLOyywvP0d0W7rUyu3Zq9ZE8Va6PjqWY0KEh8O0sqKXGqQ3rfKU-oYLxNFzPzq9JGZt3TQJGzbPLWnZZsFR59imv4P0bvcT_AiZBCjrYQ/s320/MCMR.jpg" width="320" /></a></div>
La marcha a Barcelona no será una marcha propiamente dicha; se tratará de un encuentro amistoso y cordial, sin símbolos políticos ni ideología, la existencia de un país no es cosa ideológica... Ha sido convocada por el MCRC, y son sus asociados mayormente quienes hasta ahora han confirmado su asistencia desde todos los rincones de España; sin embargo deseamos invitar a todos quienes quieran unirse. Desearíamos por ello que fuera un encuentro enriquecedor para todos. No se exhibirán banderas; ni la nacional, ni autonómicas o de partidos. A las 12.00 h. A. García-Trevijano pronunciará un discurso, y luego, según confesó en su programa de radio, aspiraríamos a lograr un ratito al menos de silencio. Un silencio que acusaría mejor que nada la gravedad del desgobierno catalán, nuestra común responsabilidad ante la historia y ante lo que se presenta como un terrible disparate y un atropello difícilmente reparable si llega a suceder. En otro escrito, cuando tenga un pelín más de tiempo (probablemente en el segundo semestre del curso académico, ya que ahora no tengo tiempo ni para pensar) espero poder hablaros un poco sobre el MCRC para quienes no lo conozcáis, y quizá iniciar un poco de debate sobre sus contenidos, su alcance, y hasta llegar a algunas conclusiones importantes, como en muchas otras cuestiones se han producido aquí.</div>
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Si pensáis ir, no está de más que os registréis —por cuestiones de previsión y seguridad más que nada. Se organizan buses desde las diferentes provincias a precios muy asequibles.</div>
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<a href="http://xn--%20cataluaesespaa-nxbh.com/">#CATALUÑAESESPAÑA</a></div>
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Hay mucha información en Internet al respecto, y es fácil de encontrar. No os adjunto nada más.</div>
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Constelaciónhttp://www.blogger.com/profile/07698794212069170490noreply@blogger.com3tag:blogger.com,1999:blog-8578161740634862640.post-33480039816210156022015-09-30T16:03:00.001+02:002017-10-18T11:31:39.331+02:00Lo ingenioso y lo juicioso (Podemos, España)<span style="font-size: 18pt; font-variant: small-caps;">Alberto Luque</span>
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjbV32Nn51ILCNQ6r8XfPD7iiIAJlBORHCH-VaQvc3YHWuDdvne3nzZriSLxXnsDCN219wmn7vF8nxqVtb-MnkH8KO-0jxgespyrkUBm-L9FZiizxKuKP8mYmSjIocAKCMA01oXBrMx8Xr2/s1600/Dor%25C3%25A9%252C+G.%252C+El+ingenioso+hidaldo+Don+quijote+de+la+mancha.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjbV32Nn51ILCNQ6r8XfPD7iiIAJlBORHCH-VaQvc3YHWuDdvne3nzZriSLxXnsDCN219wmn7vF8nxqVtb-MnkH8KO-0jxgespyrkUBm-L9FZiizxKuKP8mYmSjIocAKCMA01oXBrMx8Xr2/s320/Dor%25C3%25A9%252C+G.%252C+El+ingenioso+hidaldo+Don+quijote+de+la+mancha.jpg" width="250" /></a></div>
La reciente campaña electoral en Cataluña necesariamente ha tenido que parecer escandalosa y repugnante a muchos. Porque lo ha sido, de la cabeza a los pies. Ha sido, ante todo, una campaña <i>ingeniosa</i>. Una verdadera apoteosis de ingenio, lunatismo y extravagancia. Las ocurrencias de unos y otros —incontables y reiteradas hasta la náusea— han alcanzado, en efecto, las más altas cumbres históricas de <i>lo ingenioso</i>, que es —para Kant y para cualquiera que razone bien— lo opuesto a <i>lo juicioso</i>. Como habitualmente en este blog se plantean y se discuten temas de alto vuelo teórico, y además se hace de propósito también con método y filosofía, casi les parecerá a muchos —a veces a mí mismo— un error descender al fango oscuro del griterío mal llamado «político», que en nuestros días está más cerca de la verdulería, la superstición o la prensa amarilla que de la filosofía. Pidámosle a cualquier militante o dirigente de cualquier partido político, al azar, que tome algún libro de historia de las ideas políticas (el de Sabine, por ejemplo), y me juego el páncreas a que le produce algún brutal efecto somático: desorientación, vértigo, náuseas, escozor… o bien lo deja estupefacto e inquieto, al comprobar la insalvable sima que se abre entre su ignorancia, lo que él llama «política», y lo que <i>significa realmente</i> la política.<br />
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Este abismo es fácil de constatar —de uno y otro lado del mismo, tanto para la minoría de estudiosos como para la mayoría de ignorantes—, pero no es unívoco el modo de conceptuarlo ni la conducta civil o personal a seguir frente al mismo —también desde ambos lados. Un hombre común, no entrenado filosóficamente, puede pensar que le convendría ejercitarse en el terreno dialéctico, leer o escuchar a los sabios de uno u otro signo político, o bien puede ser incapaz de distinguir quiénes son esos sabios, y limitarse a seguir a los líderes ignorantes que toma por intelectuales; puede, pues, intentar alcanzar el otro lado de la sima o bien quedarse satisfecho en su caverna. Lo mismo puede suceder entre los estudiosos: o bien deciden, para su propia felicidad y salud mental, ignorar el mundanal ruido de la turba ignorante de politicastros y masas que les siguen, o bien puede decidir «bajar a la caverna», como Platón, para intentar llevar a ella un poco de luz y, de paso, familiarizarse mejor con sus sombras. En mi opinión, es esto último lo que han procurado hacer siempre los filósofos, sin que hasta el momento hayan logrado evitar la condena de ser ignorados por las masas. Pero este fracaso no debe imputársele a la filosofía, sino al régimen social, y más concretamente a la ineficacia de los sistemas educativos. (Quizá no sea ocioso advertir que la distinción filósofos/masa no es correlativa de la distinción inteligentes/estúpidos; a veces sí y a veces no; la masa tiene su inteligencia e instinto, y la elite intelectual tiene, demasiado a menudo, sus charlatanes egregios.) Bajemos, pues, de nuevo a la Caverna.</div>
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Ingenio y juicio</h3>
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Muchos recordarán quizá el grotesco episodio que hace unos meses protagonizó un concejal del nuevo ayuntamiento de Madrid, que fue obligado a dimitir ¡por haber contado chistes! Se decía que alguno de esos chistes eran «racistas» y ofensivos para la moral pública. Uno de ellos, si no recuerdo mal, era acerca de meter a 500 judíos en un cenicero, y se calificaba como chiste «nazi». Francamente, yo quedé bastante sorprendido de esta calificación: me parecía, y me sigue pareciendo, que un nazi estaría más bien obligado a negar el Holocausto, de manera que difícilmente podría ser el autor de un chiste que revela brutalmente esa realidad; por supuesto que también puede muy bien ser un cínico degenerado con sentido del humor macabro, pero es a todas luces evidente que la crueldad del chiste parece más propia de la indignada fuerza moral de un judío antifascista. En la magnífica versión cinematográfica que realizó Robert Altman de <i>El juicio del motín del Caine</i> (1988), el teniente Barney Greenwald (soberbiamente interpretado por Eric Bogosian), amargamente arrepentido de haber salvado de una merecida condena a los cobardes amotinados que retiraron del frente un buque de guerra en el momento más álgido de la contienda contra el Eje fascista, cuando los nazis contribuían a la industria jabonera alemana con la grasa de los cuerpos asfixiados en Auschwitz, pronuncia una estremecedora frase: «…mientras Goebbels se lavaba el culo con mi madre…». Ese humor cruel no puede atribuirse fácilmente al ingenio de los verdugos. Pero sea quien sea el autor de los chistes que hieren la sensibilidad de los delicados, a buen seguro que jamás es quien los cuenta. Yo mismo soy muy aficionado a contar chistes de todo tipo (sutiles y surrealistas, groseros, anticomunistas, racistas, feministas, antifeministas, de todos los colores), sin haberme sentido jamás responsable de ninguno de ellos. Pero reconozco que no es fácil escapar a la estúpida tentación de sentirse involucrado en el puro conocimiento contemplativo. Una vez, siendo yo adolescente, un buen amigo me reprochó que leyese el <i>Mein Kampf</i> de Hitler, como si fuese un pecado horrendo conocer en detalle las abominaciones de otros. Este mismo amigo solía salir muy irritado del cine cuando la película era muy mala, como si fuese culpa suya. Ya fue un espectáculo bochornoso de miseria intelectual y moral el de la caterva de necios que se rasgaron las vestiduras con la malicia de aquellos chistes, pero lo peor vino cuando el concejal responsable de aquella polémica salió públicamente, el muy imbécil, a ¡pedir disculpas! No tenía el mérito de ser el autor de los chistes, de manera que no le correspondía disculparse por, a lo mejor, ser un chiste malo. Lo que hacía era otra cosa: lo que hacen todos los conformistas, congraciarse con la «opinión pública»; diría también que renunciar a su propia «personalidad», si la tuvieran.</div>
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Los chistes que han circulado en esa última campaña electoral catalana han superado <i>cum laude</i> el ingenio de aquellos viejos buenos chistes, sólo que han sido de un gusto más que dudoso. Porque los viejos chistes que han resistido, como la buena literatura o lo mejor del folclore, el riguroso cedazo del tiempo, son cosa de humor universal, mientras que los nuevos son cosa de regocijo parroquial, para el autoconsumo de Juan Palomo, o sea del mismo modo que el nacionalismo, según Josep Pla idéntico a los pedos, que sólo le gustan a quien se los tira. De manera que, paradójicamente, toda esta broma no ha provocado polémicas, porque todo el mundo es indulgente con el carnaval: que cada cual disfrute su fiesta. Encomiable espíritu de tolerancia, pero, ya digo, un tanto y un cuanto paradójico: porque ¿cómo se explica que un humor histórica y literariamente consagrado, universal como si dijéramos, suscite aspavientos a una turba de nuevos hipócritas de derecha y de izquierda, repugnantes exhibicionistas de la bondad, y en cambio un dudoso humor ofensivo descaradamente idiótico se goce universalmente? Dejémoslo en enigma para <i>Cuarto Milenio</i> (una vez leí una interesante novela de ciencia ficción que hacía muy plausible, y antropológicamente coherente, la hipótesis de que el humor negro fuese obra de extraterrestres…), o para algún sesudo sociólogo.</div>
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Lo que pretendo aquí no es indagar en la esencia de lo cómico —tema no agotado, pero suficientemente tratado por muchos filósofos—, sino plantear el tema del empobrecimiento intelectual. No tengo objeciones para lo cómico ni para lo trágico, salvo, si acaso, la falta de oportunidad o la sobrevaloración de lo uno y lo otro. Además, muchas veces lo más inteligente es tomarse la broma en serio, y la seriedad a broma. Tanto en la fantasía cómica como en la trágica puede haber, en dosis variables, ingenio y juicio. Éste es mi tema.</div>
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Es de Perogrullo que todo diálogo racional requiere un mínimo núcleo de lenguaje e ideas comunes. Es imposible, por ejemplo, entre un chino que no hable español y un español que no hable chino. Pero el lenguaje y el <i>common sense</i> no bastan más que en un territorio primario de comunicación, donde hay poca abstracción y los temas son verdaderamente universales, sencillos y comunes. Si se trata de discutir sobre la conjetura de Riemann, sobre la falacia intencional o sobre el modo de producción asiático se requiere compartir, además del idioma, un buen conjunto de conocimientos teóricos, de matemáticas, teoría del arte e historia, respectivamente. Si se trata de discutir (racionalmente, insisto) de política, es necesario conocer la historia de las ideas políticas y las doctrinas de los oponentes. Así, cada escala, cada territorio de discusión requiere sus propias bases compartidas. Y cada escala procede de la acumulación de un saber y una experiencia en escalas inferiores. De lo contrario, no se produce jamás un verdadero diálogo racional. Se produce, con todo, cierta clase de diálogo precario y corrompido, que no deja por ello de tener significado y consecuencias reales, como lo tiene una riña, un escalofrío o un terremoto, pero que nada tiene que ver con lo que en rigor significa la palabra ‘diálogo’. Siempre que se produzca un encuentro entre contendientes que carecen de esos mínimos conceptos y percepciones que requiere el diálogo racional, será necesario —y quizá también posible, si no lo impiden factores irracionales de fuerza mayor— retroceder un grado, o dos, o los que sean necesarios para encontrar el terreno de saber y experiencia comunes. Esto no quiere decir, como en las simplificaciones de la mayéutica clásica, que en cada estadio se hayan de mantener los mismos juicios u opiniones, sino simplemente que tales juicios, opiniones y percepciones deben ser universalmente inteligibles, se han de comprender en conjunto como racionalmente adecuados al sentido común, es decir dentro del horizonte de hechos e ideas comprensibles y comunes de ese estadio. De ese modo es posible mantener diferencias de opinión cuando se asciende a un nivel superior de dialéctica más compleja. Tampoco quiere decir que esas diferencias o contradicciones no desaparecerán nunca; todo lo contrario, acabarán desapareciendo (en el terreno racional) todas aquellas ideas u opiniones manifiestamente incapaces de superar una prueba crítica (ya sea lógica o empírica), sólo que el momento de morir no se vaticina clara y fácilmente; además, las ideas, como los individuos y las especies, se transforman adaptativamente durante muchos ciclos antes de desaparecer. Ahí tenemos el caso de las religiones, que a pesar de un sentido original común y más o menos intacto (la creencia en la inmortalidad del alma en un mundo de ultratumba) se van impregnando de contenidos y argumentos históricamente determinados, cada uno de ellos inconcebible en estadios anteriores, y que prolongan su existencia al modo de una erosión continua de sus fundamentos. Ocurre algo similar, pero más sencillo, en el progreso científico, en el que varias teorías opuestas y hasta incompatibles pueden mantenerse mientras no aparece la experiencia crucial que alguna de ellas no es capaz de superar. Por ejemplo, la errónea teoría del flogisto de Johann Becher era plausible hasta que Lavoisier la refutó midiendo la masa final tras la combustión de una cantidad de mercurio.</div>
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¿Es posible ahora en Cataluña dialogar sobre el separatismo con los separatistas? La mayor parte de las veces no será posible, en el sentido racional, porque los separatistas nada saben de lo racional. Pero siempre será posible, como he explicado, retroceder tantos grados como sea necesario en la escala intelectual y empírica para hallar un motivo, una experiencia, una percepción o una idea común, y proceder desde allí. Trabajo arduo y fatigoso, desde luego, pero sólo porque debe reiterarse hasta la náusea; las primeras veces que se realiza resulta como un paseo por floridos pensiles. De cualquier forma, ése es el trabajo de Sísifo de los maestros con sus alumnos: aunque son distintos cada curso, y para ellos todo es nuevo, son lo mismo para el maestro, al que toca volver a lo mismo una y otra vez; ni más ni menos que para un albañil, que a pesar de construir siempre un edificio nuevo, realiza siempre las mismas operaciones. Con toda seguridad, no es posible que los maestros, ni los soldados, los policías, los albañiles, los médicos, ni nadie, sean individualmente <i>infatigables</i>; pero en cambio sí es infatigable el trabajo de la especie, donde siempre hay más de un animal que cumple con el mandato de la naturaleza. Como yo soy un individuo, completamente irrelevante —e <i>irresponsable</i>— en el destino de la especie, puedo excusarme de permanecer en silencio y limitarme a contemplar el errático mundo a mi alrededor, o puedo limitarme —como de hecho estoy haciendo ahora— a comunicar mis observaciones a un limitado número de personas, algunas de ellas muy afines a mi modo de pensar, desentendiéndome de la eficacia o ineficacia civil de esa comunicación. Jamás he tenido el vigor o la virtud de persuadir a una asamblea, pero en cambio estoy satisfecho de la mayoría de mis diálogos con pocas personas. Sin embargo, lo que considero importante es aquella otra virtud de la que carezco, la de los líderes. Y lamento que ahora en España quienes pueden alzar su voz crítica alto y lejos no sean líderes políticos, sino sabios marginados, mientras que los que capitanean a las masas, a la derecha, la izquierda o el centro, son ignorantes y grotescos.</div>
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A la tontería y la farsa política que llega a su cenit en Cataluña hay que añadir, para ser justo, que también han aparecido en la prensa, aquí y allá, notables reflexiones sabias y críticas, condenadas a ser ignoradas por casi todos. O sea que no todo han sido ingeniosidades estúpidas, sino también críticas inteligentes al nacionalismo, ahogadas en la algarabía de un carnavalesco regocijo. Por ejemplo, que el catalán no es tanto un «nacionalismo» como un <i>separatismo</i> (un propósito criminal), que, al igual que otros muchos casos de conducta colectiva, hay razones de orden psicológico que lo explican, la mentalidad borreguil del consuelo y la disipación en la secta, o que se alimenta de la ignorancia y la falsificación de la historia… (Todos estos tópicos y muchos más han sido varias veces expuestos y discutidos en este mismo blog.) Se ha vuelto a explicar pacientemente que el llamado «derecho a decidir», tal como lo esgrimen los nacionalistas —y hasta algunos despistados dirigentes no nacionalistas, como los de Podemos— es una sinrazón como un piano. García-Trevijano incluso nos concedió su precioso tiempo para ofrecernos una lección de historia del derecho romano (<a href="http://www.diariorc.com/2015/09/26/trevijano-la-independencia-de-cataluna-seria-la-mayor-humillacion-que-ha-sufrido-el-pueblo-espanol/">«La independencia de Cataluña…»</a>), al tiempo que declaraba, muy inteligentemente, que ya no se molestaba ni en escribir contra esas estupideces. En verdad, uno ha de sentirse ridículo explicando estas cosas de cajón; es como enfrascarse a enseñarle termodinámica a un bobo que cree en el poder milagroso de un fosfeno para incrementar la inteligencia. «Lo que a uno incumbe, uno tiene derecho a decidirlo»; lo que incumbe a dos, que lo decidan ambos; a tres… a cuatro… «Lo que a todos incumbe, todos tienen derecho a decidirlo.» ¡Bendito Perogrullo! Pero es que, previamente, debe hacerse la distinción lógica entre lo decidible y lo indecidible. No se decide si 1+1 ha de sumar 2 o ha de sumar 0,4; no se decide si mañana debe haber un eclipse de sol; no se decide si debe volver a implantarse la esclavitud por deudas, o el feudalismo; no se decide si debe negarse el voto a las mujeres… y, por supuesto, no se decide la existencia de las naciones. Todas esas cosas son hechos, lógicos o empíricos —algunos de los cuales se convierten formalmente, históricamente, en derechos, pero siendo siempre el hecho (la fuerza) su fundamento previo; en todo caso, hay una coherentización lógico-jurídica, concebida racional-idealmente, que también tiene su fundamento en la experiencia. Tampoco se niega que uno pueda tener respecto a tales hechos una «opinión» peregrina cualquiera: que crea poder provocar un eclipse por la omnipotencia de su pensamiento, o que le disguste, razonadamente o no, que las mujeres tengan voto o que se prohíba la esclavitud… Faltaría más, que en la patria del Quijote estuviese prohibido el lunatismo y la extravagancia. Simplemente, tales ocurrencias y sentimientos nos traen sin cuidado, y no son materia de derecho alguno, sino de capricho y libre fantasía. No nos importa un adarve si un francés «se siente» o no francés; cuenta como francés y punto (para la estadística, para la sociología, para la historia, para el derecho, para la economía, para todo); cuando muestre su pasaporte en una aduana, ningún agente se interesará por saber cuán francés se siente o se deja de sentir. Lo mismo vale para un español, aunque aquí abundan más los exhibicionistas que se imaginan que sus sentimientos nos importan. Fernando Trueba, sin que nadie se lo preguntase, declaró que no se siente español; al filósofo Gustavo Bueno esa espontánea confesión de intimidades le ha recordado aquello de Hegel: «Imposible es meter el espíritu en un perro dándole a mascar libros.» A mí me ha hecho rememorar a Gabi, Fofó, Miliki y Fofito. Pero, señor mío, ¿qué es eso de «sentirse» francés, español o alemán? Lo único que tiene sentido es <i>ser</i> o no ser, de hecho, francés, español o alemán. Y si bien lo de «sentirse» tal o cual cosa podría «decidirlo» cada cual (pero tampoco, porque más bien lo «deciden» por él sus glándulas y su educación), lo que de ningún modo puede decidir es (1) ni la nación a la que pertenece —salvo que emigre y se le conceda otra nacionalidad— (2) ni la existencia de la suya o de cualquier otra nación. Pero quizá los separatistas hayan malinterpretado a Renan cuando hablaba de un «plebiscito de todos los días»… Estas categóricas afirmaciones se hacen, claro está, del lado de la filosofía o del estudio científico de la historia, y desde este lado bien podemos abandonar a los mitólogos y oscurantistas líderes del catalanismo con su creencia en que una nación la deciden los sentimientos y las ocurrencias peregrinas. Sin embargo, me parece también, como ya he insinuado, una obligación de la filosofía la de bajar al fondo de la Caverna. Porque también las sombras son reales, como es real el espíritu, o Dios, o cualquier fantasía. Las sombras son reales <i>quoad</i> sombras; lo falso está en tomarlas como cuerpos, ignorar que son justamente las sombras de unos cuerpos.</div>
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Concedamos, <i>à la</i> Sócrates, sólo para probar que nada se avanza con ello, la hipótesis nacionalista de que ‘Cataluña’ o ‘los catalanes’ tienen «derecho a decidir» si forman o no parte de España. ¿Incumbe sólo a los catalanes este asunto? Es evidente que incumbe a todos los españoles. Y a los españoles que no son catalanes me parece evidente que se les antoja absurdo «decidir» si España debe seguir siendo España o dejar de serlo o fragmentarse. Lo mismo debe parecérselo a los ciudadanos de Cataluña <i>que no son catalanes</i> ni quieren serlo, salvo jurídicamente, en el sentido estricto de habitar en esa región. Yo mismo. De ahí el espontáneo, entusiástico y liberador coro de los votantes de Ciudadanos la noche del escrutinio: «Yo soy español, español, español…» No hace falta que añada lo absurdo que me parece ese partido liberal en casi todo lo demás. Ese canto no puede comprenderse sino como defensa propia, como respuesta a las agresiones antiespañolas del separatismo, y especialmente a la gravosa y absurda imposición del catalán como única lengua. Ese fanatismo cateto pretende que se convierta en catalán, «culturalmente», todo el que venga a vivir en este rincón de España. Nadie ha visto jamás que a un catalán o a un gallego o a un andaluz que vaya a vivir a Toledo se le obligue a convertirse en castellano —o a «sentirse» castellano. Y puedo atestiguar que ninguno de mis amigos y parientes catalanes sería capaz de convertirse en gallego si emigrara a esa otra punta de esta piel de toro. Porque desde sus orígenes España ha sido constituida por esa abigarrada y fascinadora amalgama de pueblos, que tantas veces ha sido motivo de hondas reflexiones para viajeros instruidos. La posibilidad de que un andaluz se vuelva gallego por fuerza le ha de parecer a cualquier andaluz como la de fabricar un decaedro regular, o peor aún, un círculo cuadrado, es como «mezclar agua y aceite», según comprendió perfectamente Irving Babbitt en su magnífico ensayo «Spanish character». Pero al mismo tiempo, ni un gallego ni un andaluz naturales —que no hayan sido adoctrinados por las fantasías de andalucistas o galleguistas— pueden dejar de pensar que gallego, andaluz, manchego o catalán son otra cosa sino modalidades folclóricas de lo español, nada <i>obligatorio</i> desde ningún punto de vista, y nada que altere en lo más mínimo la condición jurídica de español.</div>
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¿De dónde surge entonces la peregrina idea de que cada comunidad «cultural», cada «nación» (en ese mismo sentido «cultural», no político) tiene «derecho» a constituirse en Estado? Como hecho político, es sencillamente secesionismo, contrario a derecho. En sentido «cultural» es algo que no tiene nada que ver con la razón de ser de una nación política. Ahora bien, resulta que los separatistas catalanes aducen una causa justa de «derecho de autodeterminación», para lo cual, previamente, deben convencerse a sí mismos y procurar persuadir a los otros de que son una «nación oprimida». En fin, que no salimos del terreno de las fantasías animadas de ayer y hoy. Me pregunto si realmente algún catalán ha creído alguna vez que cuando se desplaza a Segovia pierde sus derechos constitucionales o queda al margen del Código Civil o el Penal españoles, o si cree que esos códigos no rigen en Cataluña del mismo modo que en cualquier palmo cuadrado del territorio español. ¡Ah, que lo olvidaba!, no se trata para el separatista de hechos y de leyes, sino de sentimientos… y no se trata de ser juiciosos (<i>tenir seny</i>), sino ingeniosos. Lo que podríamos asegurar con toda razón es que si hay algún derecho y algún sentimiento que ha sido vulnerado en Cataluña es el de los ciudadanos a que sus hijos reciban una educación en español, a que se use el español institucionalmente. No añado los brutales atentados de la corrompida burguesía dirigente de la Generalitat a los derechos y servicios públicos, porque eso también se hace en el resto del país.</div>
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Mi conclusión personal es la misma que la de García-Trevijano: no hay ni que molestarse en discutir con los separatistas. Si quieren hacer una Declaración Unilateral de Independencia, con mayoría o sin ella, que tanto da, pues que la hagan, y a ver las consecuencias; como decían los ingleses, la prueba del puding es comerlo. Entonces no necesitarán las lecciones de realismo de los libros de historia, porque dispondrán de algo más enérgico: las lecciones de realismo de la áspera y maciza realidad actual. Todo aquel que se preste a discutir estas sandeces hace el ridículo, e inevitablemente pierde, porque entra en su delirante terreno. Así han hecho el ridículo los líderes de Podemos (Iglesias, Errejón, Monedero y el resto), cuando conceden que ‘los catalanes’ han sido heridos en sus sentimientos por ¿?… ¿España?… ¿el Estado español?… ¿el gobierno español? Resulta que hay muchas cosas que pueden disgustar a unos u otros sobre lo que sucede en la política y la economía españolas, pero nada que distinga lo que toca a Cataluña de lo que toca al resto. Resulta entonces que los dirigentes de Podemos se han vuelto muy sensibles al orgullo de ofendido de los catalanistas, mientras ignoran la insufrible opresión que el catalanismo ejerce sobre todos los ciudadanos catalanes a los que ese fanatismo les repugna. Que cientos de miles de trabajadores hayan entonces preferido votar a Ciudadanos —o incluso al PSC— es algo irrelevante para estos miopes. Era ingenuo esperar otra cosa, toda vez que la facción antinacionalista de Podemos (Podemos Unidos) fue arrinconada hace meses. Iglesias y sus camaradas hicieron muy mal sus cálculos: apoyaron la candidatura de una nacionalista (Ubasart) y se dejaron convencer de que sería ventajoso unirse a la izquierda podrida indefinida y nacionalista moderada (ICV). Ese error se puede disculpar, y muchos otros más gordos. Pero lo que han dicho después del batacazo electoral es pura contumacia.</div>
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Podemos</h3>
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Hace 9 meses adherí a Podemos, tras analizar los planteamientos de Pablo Iglesias y concluir que se aproxima mucho al tipo de líder astuto y heterodoxo que sabe cómo aprovechar lo aprovechable y desechar lo viejo e inútil, y en este mismo blog he expuesto mis opiniones marxistas al respecto. Por disciplina de partido he comulgado, como muchos otros, con las ruedas de molino de la coalición con ICV (o sea de ‘Catalunya Sí Que Es Pot’: el izquierdismo neo-hippy está muy aficionado a los rótulos extravagantes), la izquierda exquisitamente burguesa y catalanista a la que pocas semanas antes Iglesias o Monedero decían que no había que salvar. Admito que se me reproche; comprendo muy bien a mis amigos marxistas que, no viendo en Podemos ningún signo de verdadera inteligencia política, sino más bien una consecuencia imbele y lastrada del 15M, se resisten a seguir mi ejemplo de secundar esta divagante formación política. Hago mías todas sus razones, y admito mis contradicciones, y aun puedo añadir otras que mis amigos no me detectan: por ejemplo, la aparente incompatibilidad entre mi naturaleza tremendamente individualista y la militancia en cualquier clase de organización (como Groucho Marx, a veces me parece lógica la condición que impondría para pertenecer a un club: que no admitiese a un individuo como yo). En general, me comporto como el espíritu de la discordia, criticándolo todo, sin olvidarme de cuestionarme a mí mismo. Esto, sin embargo, no excluye en mí un tenaz sentido de la lealtad y la disciplina colectiva; un poco a la inversa de lo de Kant («Piensa como quieras, pero obedece»), yo me impongo: «Obedece, pero piensa como quieras». Se diría que esas dos virtudes, la lealtad y la disciplina, son el mínimo requisito para militar en un partido, pero no es verdad. Sólo los partidos marxistas-leninistas del pasado siglo forjaron hombres de hierro, que hacían del Partido Comunista una Iglesia indestructible. Eso pasó a la historia; al menos en Podemos —y con toda seguridad en cualquier otra organización— hay a patadas individuos que carecen de esas virtudes, y de muchas otras. Todo lo cual ha de dejarnos de momento indiferentes, aunque constituya también, en el fondo, un grave problema político.</div>
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No hago estas confesiones por un estúpido sentido de lo personal; como ya he dicho, la experiencia y la sensibilidad de cada cual es algo irrelevante en la discusión racional, y me aplico el cuento. Lo hago porque mis contradicciones son comunes a otras muchas personas, al menos parcialmente, y en conjunto tejen un argumento verdaderamente político o impersonal. Me siento como Reb Tevye, el judío ruso protagonista de <i>El violinista en el tejado</i>, atrapado entre el respeto a la tradición y el amor a sus hijas. Sucesivamente Reb Tevye fue dando su brazo a torcer, con argumentos verdaderamente conmovedores, juiciosos y literalmente dialécticos («por un lado… pero por otro lado…»); de manera que finalmente cedía al casamiento de sus hijas con quienes las habían enamorado, y no con quienes los padres, por tradición, eligiesen; y en cada caso había de sacrificar más ideas y tradiciones; finalmente sus hijas marchaban felices al matrimonio por amor, con el consentimiento y la bendición del buen padre. Pero la sensatez dialéctica de éste pareció llegar a un colmo cuando fue el momento de casar a la última, la menor, porque ésta traspasó un límite que le parecía ya infranqueable: casarse con un gentil. El bondadoso Tevye lo intentó de nuevo con todas sus fuerzas: «…por un lado… pero por otro lado…» (que si no es judío, pero es buen chico, que si es una afrenta, pero está tan enamorada, que si esto por un lado, pero aquello por otro lado…). Esta vez fue superior a sus fuerzas y a su amor, no pudo tolerarlo: «¡No! —gritó—. ¡Ya no hay más lados!» Los jóvenes novios marcharon sin escuchar de sus labios el consentimiento y la bendición del padre; pero en la última, conmovedora escena, el padre les enviaba en silencio y a lo lejos, desde el fondo de su corazón, su bendición y su amor.</div>
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Un importante motivo inicial que me inclinó a sumarme a Podemos fue, repito, la persuasión íntima de que Pablo Iglesias era un buen estratega y, aunque le faltaban aún muchas tablas, sabía distinguir lo doctrinal de lo táctico; sabía, por ejemplo, traducir a lenguaje vulgar —repugnante para los intelectuales, pero eficaz entre las masas—, como hicieron los bolcheviques, los lemas, críticas y objetivos fundamentales en la lucha por la transformación socialista. Para empezar, que ni siquiera se tratase de verdaderos objetivos socialistas (¿cómo, que al traducir el socialismo del lenguaje científico al vulgar lenguaje público actual deja de ser socialismo?; no lo digo irónicamente). No entraré aquí a explicar cómo se distingue a alguien que transforma su discurso a conveniencia, tácticamente, adaptativamente, astutamente, de alguien que da bandazos, que es un simple charlatán o un aventurero político. En todo caso, tenemos el ejemplo cumbre de la Iglesia católica, y en especial de la Compañía de Jesús, para demostrar que el primer tipo existe. (Para Gramsci, como tácitamente para todos los grandes dirigentes, la Iglesia católica es el modelo de liderazgo y de hegemonía perfecto a imitar.) Bajo el influjo de esa intuición, yo era capaz de resistir cada día contradicciones insufribles no ya para un marxista, sino para cualquier persona razonable: que el partido estuviese formado y dirigido principalmente por neófitos («ya aprenderán…»), que estos izquierdistas de asamblea sin ideas, o con un batiburrillo confuso e incoherente de vulgares ideas burguesas y hasta oscurantistas, se resistiesen a fortalecer la estructura mediante la formación de cuadros y órganos dirigentes democráticamente centralizados («ya se lo demostrará la experiencia y la autocrítica…»), que por todas partes lloviesen proclamas ridículas de podemistas «animalistas», «ecologistas», «feministas» y demás folclore típico del podrido conformismo burgués («ya iremos haciéndoles comprender y pensar críticamente…»), pero ¡si hasta hay un Círculo Musulmanes! (aquí se me acababan las excusas, como al pobre Reb Tevye), que Iglesias se alinea con la posición claudicante de Tsipras («un poco de astucia: lo que para los griegos es una claudicación, para Podemos es oportunidad de atraerse a la clase media…»), que el programa no llega ni a keynesiano (ésta era fácil: «aún hay que crear condiciones políticas para una transformación socialista, esto es un programa mínimo, de rescate…»), y la guinda, Podemos no se define claramente contra el nacionalismo, sino que pretende desactivarlo por el procedimiento, aparentemente prudente, de no discutirlo, de situarse fuera de sus coordenadas. Esto último me parecía claro hace unos meses, pero no ahora. Ante la exigencia nacionalista de definirse, por ejemplo, frente al «derecho a decidir», Pablo Iglesias declaraba que ese «derecho» carece de sentido, porque sencillamente «no existe»; su prudencia le llevaba a declarar que «no existe» sólo desde el punto de vista real-jurídico, o sea que tal pretendido «derecho» no lo reconoce la Constitución, de modo que si los catalanistas quieren que se les deje «ejercerlo», hay que realizar primero una reforma de la Constitución. No añadía ninguna crítica ni política ni jurídica ni filosófica a tal pretensión; no decía que el «derecho a decidir» ¡la existencia de una nación! <i>no existe</i> en sentido categórico, material, histórico, &c. Y yo pensaba: ¡Es listo! ¿Para qué discutir en esos términos categóricos con catetos que no entenderán nada y lo volverán polémicamente contra nosotros? Se trata de desactivar el nacionalismo mostrando un obstáculo concreto, visible y tangible, que lo vuelve automáticamente una fantasía incluso para el más tonto. La política concreta, instrumental, de corto alcance, populista, no necesita coherencia filosófica; eso era antes, cuando de verdad el marxismo operaba en el sentido gramsciano de edificar un nuevo «sentido común». Además, el ingenio retórico de los podemitas produjo otra ironía desactivadora: cada vez que se sacaba a colación el «derecho a decidir» se insistía en darle un sentido social, no nacionalista, como «derecho a decidirlo todo» (la política fiscal, la prohibición de los desahucios, la nacionalización de la banca, la Renta Básica Universal, &c.). Esto, en verdad, no era más que una pura reacción retórica, que mal disimulaba la concesión al nacionalismo. Pero la astucia de Iglesias, según yo creía percibirla, iba más allá: cuando se le preguntaba si en esa hipotética reforma constitucional se incluiría el derecho de autodeterminación de las regiones, también rechazaba contestar, con una especie de «ya se verá, ya se discutirá…», puesto que su propio partido no había decidido nada al respecto, y con toda seguridad habría militantes antinacionalistas que se opondrían. Lo único definido e inequívoco era que Podemos no se proponía conculcar las leyes, sino reformarlas —y no se definía claramente en qué sentido reformarlas.</div>
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Luego se fue revelando poco a poco la completa debilidad de esas astucias frente al catalanismo que ya había infestado buena parte de Podemos en Cataluña, y en especial en su Consejo Ciudadano Autonómico. Por más que el nacionalismo repugne a muchos podemitas, su ascendiente es incontestable en otros muchos. Por más que se exprese internamente un gran malestar por la coalición con ICV, ésta fue avalada por la dirección y la Asamblea Ciudadana (así se llama en Podemos a una fantasmal y clandestina comunidad que vota electrónicamente: unos 40.000 ciudadanos en Cataluña, de los que apenas 3.000 o 4.000 son verdaderos miembros activos). Los dirigentes de Podemos, como he comentado, creyeron que esa coalición iba a proporcionar más votos. Los trabajadores catalanes no nacionalistas, ya lo hemos visto, les han dado una merecida patada. Pero como el nacionalismo no atiende a cálculos ni a verdaderas astucias, sino a calambres e ideas fijas, los dirigentes de Podemos siguen sin querer aprender la lección. Pretenden justificarse diciendo que Podemos tiene una especie de obligación moral de soslayar el tema nacionalista y concentrarse en lo social, lo cual no es ni medio verdad: (1) porque la coalición ‘Catalunya Sí Que Es Pot’ recoge la pretensión nacionalista del «derecho a decidir» y está encabezada y seguida por notorios nacionalistas; (2) porque a todas luces es evidente que, aunque ellos pretendan que <i>no debía</i> decidirse en estas elecciones ninguna cuestión nacionalista, sino social, la ciudadanía no ha tenido más remedio que aceptar el planteamiento plebiscitario, lo que exige una <i>definición</i>. Así que todos aquellos ciudadanos que no se toman a la ligera el nacionalismo, que no creen que eso <i>sea</i> una cosa irrelevante o secundaria, sino principal, que ya ha violentado suficiente e intolerablemente la vida civil, han decidido que debían votar a un partido definidamente antinacionalista, aunque fuese de derechas, porque no hay partido de izquierdas que lo sea. Con lo que se demuestra que las masas, o parte de ellas, son instintivamente infalibles, más inteligentes que los dirigentes.</div>
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Es indescriptible la decepción de muchos podemitas al ver que los trabajadores no nacionalistas han votado a la derecha —ni más ni menos que los nacionalistas—; pero no es tan difícil de comprender. Monedero ha admitido, con la boca pequeña, que ha sido un error que Podemos (¿o ‘Catalunya Sí Que Es Pot’?) <i>no dejase bien claro ¡«que no es nacionalista [¿o separatista?]»¡</i> Pero, señor mío, ¿cómo iba a dejar eso «claro» coaligándose con un partido que sí es declaradamente catalanista, llevando en cabeza de su candidatura a reconocidos nacionalistas, y para colmo, siendo nacionalista la propia Secretaria General? No dejar eso claro no ha sido ningún error: es que eso no está nada claro, vamos, que no es verdad. Ahora bien, si Monedero se expresase con algo más de claridad y de franqueza, si lo que quería realmente decir es que <i>es un error que Podemos no rechace claramente el nacionalismo</i>, entonces ahí le daría la razón.</div>
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Pero la falta de claridad de Monedero no es una simple torpeza de expresión, sino una confusión ideológica. «El derecho a decidir —dice— es mayoritario en Cataluña. Todo está abierto, y quien no quiera escuchar se equivoca profundamente. O aprovechamos lo que sucede en Catalunya para reinventarnos en España, o los aprovechados van a pescar en este río revuelto.» Entonces el «derecho a decidir», que según Pablo Iglesias «no existe», según Monedero «es mayoritario en Cataluña» (debemos entender: es mayoritaria en Cataluña la creencia de que sí existe o debe existir). ¿Acaso esta dudosa afirmación «deja claro» que Podemos «no es nacionalista»? Un río revuelto lo será toda la política española, pero indudablemente también lo es Podemos. (De lo de «reinventarnos en España» no digo nada, porque ni alcanzo a comprender esa estrafalaria poética…) </div>
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¿Dónde ha ido a parar aquella astucia de Iglesias a la que me he referido? ¿O es que no existía realmente, que todo era un espejismo, una ilusión de mi voluntad, un autoengaño? Yo estoy persuadido de que, por ejemplo, Tsipras se ha equivocado en su giro a la derecha. No quiero ni insinuar que todo giro a la derecha sea siempre un error; a veces es un acierto. Las categorías de izquierda, derecha o centro no responden a ningún conjunto de doctrina, sino a cuestiones de táctica, de oportunidad. Los comunistas luchan por el socialismo, pero usan los medios de que dispongan, medios reales, no ideales; de manera que a veces adoptan una postura radical izquierdista, a veces una más eficaz postura derechista, a veces una intermedia; todas son coyunturales, no hay filosofía que las justifique sistemáticamente. De modo que si una fracción mayoritaria de Syriza ha decidido abandonar el combate no se tratará posiblemente de cobardía ni de traición, sino de cálculo. Nadie que sea razonable se lanza a una batalla que no cree poder ganar, o que está persuadido de que perderá. Ese valor, por admirable, conmovedor y heroico que a veces pueda ser, es siempre estúpido, irresponsable. También se abandona el campo de batalla por pura cobardía, pero esto es en general más difícil cuando la decisión es colectiva. No hay ciencia exacta que nos revele cuándo una claudicación es prudente y cuándo es simplemente cobarde; recíprocamente, sólo el análisis concreto de cada situación concreta puede determinar si una batalla se perdió por no haber medido bien las fuerzas o por haber sido temerarios. Yo concedo que Tsipras ha hecho sus cálculos y ha concluido que no tiene medios de vencer en lo que antes se proponía; no concedo, en cambio, que esos cálculos sean correctos: me parecen un error, como a los escindidos de la Unidad Popular o al Partido Comunista griego, y que haya vuelto a ganar las elecciones no es en verdad ninguna prueba de que ha acertado. También puede ser erróneo el cálculo cuando se decide atacar sin garantías de vencer, como los mineros comunistas asturianos en 1934, y luego la resistencia, ya irremediable, de la II República a las tropas de Franco. No voy a discutir aquí ni el caso de Syriza ni ningún otro. Lo traigo a colación porque más arriba he apenas insinuado que lo que puede ser un error para Tsipras podría ser un acierto para Iglesias, una astucia táctica y propagandística. Su apoyo a la candidatura nacionalista de Ubasart para dirigir Podemos Cataluña, y su aprobación de la coalición con ICV es evidente que también responden a un cálculo, no a convicciones doctrinales. Ahí se acaba toda su inteligencia; aunque haya que esperar algo para conocer su nueva estrategia, ya no me queda mucha confianza, a juzgar por las torpes justificaciones retóricas realizadas inmediatamente después de conocer el fracaso electoral. Porque en mi opinión, y en la de muchos otros, eso ya se veía venir a la legua, salvo para un miope político.</div>
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España</h3>
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En su emotivo discurso del 31 de enero en la Plaza del Sol, ante una aglomeración de cerca de 300.000 personas, Pablo Iglesias mencionó docenas de veces la palabra «Patria», cargándola de contenidos socialistas que, lejos de mitigar el componente emotivo, no hacían más que inflamar los corazones y hacer brotar las lágrimas. Claro que un anticomunista como Marhuenda puede desternillarse de risa llamando a eso «cursilería», y no podemos negar que, al fin y al cabo, se trataba de algo demasiado sentimental. Pero, como decía Cafrune, «la sangre tiene razones que hacen engordar las venas», y ninguno de los que allí estaban y se conmovían tenía razones para dudar de que en la sal de sus lágrimas se condensaba un universo de juiciosas ambiciones.</div>
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Cuando no era más que un adolescente, me resultaban bastante incomprensibles los ensayos que a veces leía sobre el significado poco menos que filosófico de España y lo español (Unamuno, Ortega…). No se trataba de la idea genérica de patriotismo, más o menos idéntica para cualquier nación, sino de algo peculiar del «carácter español». Lo del patriotismo en general era fácil de comprender incluso para un muchacho, fuese cual fuese su juicio al respecto. En mi caso, conocedor de la histórica ruptura bolchevique con la II Internacional, se trataba ante todo de la posibilidad de instrumentalizar los sentimientos o intereses patrióticos para mitigar la lucha de clases, que tendía al internacionalismo. Comprendía, sin embargo, que también los comunistas eran patriotas, y que la lucha de clases se desarrolla en el marco de la nación política, siendo el internacionalismo una cuestión de solidaridad más ideal que material. También era fácil comprender el contenido emotivo, heroico, del patriotismo en la poesía, que viene a ser la cristalina y mínima expresión de ese sentimiento (Miguel Hernández, Machado, incluso Borges…). Esto era fácil de entender, porque en lo esencial esa emoción de contenido heroico está ligada a sentimientos muy elementales que puede albergar el corazón de cualquier adolescente, a pesar de su corta experiencia, por su estrecha afinidad con otras emociones intensas y muy materialmente sentidas desde la infancia (amistad, lealtad, coraje, &c.). Incluso cuando el relato es completamente imaginario, como en <i>El Señor de los Anillos</i>, logra, si está bien compuesto y bellamente aderezado, agolpar en nuestro pecho todo un piélago de potentes emociones de esa clase. Ya digo, todo esto era fácil de comprender, incluso si los poemas patrióticos incorporaban rasgos e ideas que sólo tenían sentido para España y para ninguna otra nación.</div>
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Pero cuando el tema se desliza de este territorio universal poético —que vale para cualquier nación, hasta el punto de que los poemas heroicos en que los protagonistas son hombres de otras naciones nos conmueven del mismo modo— a ese otro espacio histórico-real en que ya hay que comprender singular y concretamente el carácter de una nación determinada, entonces la cosa se vuelve más difícil y abstracta, y requiere mayor acumulación de experiencias vitales de las que posee normalmente un adolescente. Y una dificultad no menor es el hecho de que casi siempre, al indagar históricamente sobre el carácter nacional, se adhiere algo —o mucho— de aquella poética universal de sentimientos no distintivos de ninguna cultura en particular.</div>
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Los pensadores —españoles y extranjeros— que han profundizado y explicado «lo español», y a los que yo difícilmente podía comprender cuando era un niño, se esforzaban justamente en dilucidar qué es eso no genéricamente heroico (poético-patriótico), indistinguible, sino lo genuinamente hispánico; es decir aquello que es español, sea o no, además, puramente patriótico.</div>
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El día de las últimas votaciones para el parlamento catalán tuve ocasión de observar un poco melancólicamente a las buenas gentes que paciente y educadamente, en orden silencioso, formaban largas colas para depositar su papeleta. Me preguntaba si esas gentes —sin duda ilusas, ingenuas y pacíficas—, que al menos en aquel lugar sabía positivamente que votarían mayoritariamente a la candidatura secesionista de Artur Mas, me preguntaba si son «responsables», si se les puede hacer responsables de las consecuencias de sus «democráticos» votos. Tal como yo lo contemplaba, en su mayoría se trataba de viejitos y jovenzuelos que viven bajo el alucinógeno y entusiasmador efecto de la criminal fantasía separatista. Hasta tal punto es opiácea esta influencia, que ninguno de ellos aprecia la índole criminal de la opción que votan. Me pareció un claro síntoma de la debilidad o ausencia del Estado a que se refiere Spinoza en su <i>Tratado político</i>: «La sociedad peca, por consiguiente, siempre que hace o deja hacer algo que puede provocar su ruina. En cuyo caso decimos que peca, en el mismo sentido en que los filósofos o los médicos dicen que peca la naturaleza. En este sentido podemos decir que la sociedad peca cuando hace algo contrario al dictamen de la razón. […] Entendemos más bien que hay ciertas circunstancias, en las cuales los súbditos sienten respeto y miedo a la sociedad, y sin las cuales desaparece el miedo y el respeto y, con ellos, la misma sociedad.» (<i>Tratado político</i>, <span style="font-variant: small-caps;">iv</span>, § 4.) No sé explicarme muy bien por qué absurdo e hipócrita motivo se escandalizan tantos cuando se invoca la fuerza como única, definitiva e ineludible causa política. (Porque, desde luego, eso no excluye la ética, sino más bien al contrario, advierte que ninguna ética puede triunfar si no se pertrecha de aparatos coercitivos; Spinoza, en particular, propugna un Estado democrático, que garantice sobre todo la libre opinión.) Más crudamente, ¿por qué alguien se ofende cuando otro conjetura que el separatismo conduce a la guerra civil? ¿Acaso nos hemos olvidado, no ya de nuestra propia Guerra Civil —que también involucró este motivo, pero que al fin y al cabo se produjo en un contexto internacional distinto, aunque <i>comparable</i>—, sino de la reciente guerra de los Balcanes? Y me parece innegable que los yugoslavos no tenían una educación peor que la nuestra, sino posiblemente mejor. Si una guerra es evitable, únicamente podría deberse a que ningún segmento social obtendría beneficio de ella. Pero esto es, por desgracia, altamente improbable (y me ahorro hablar de la contingencia o de la «sobredeterminación» althusseriana). En cualquier caso, me parece imprudente —por decir lo menos grave— procurar acallar la mera expresión de esa posibilidad, como si fuese inconcebible, o peor aún, como si se obedeciese a la primitiva superstición de que el modo de evitar las cosas es ignorarlas. Si realmente no hubiese posibilidad alguna de guerra civil, sería entonces como para proclamar oficial y solemnemente el inicio de una nueva era, en la que los hombres renuncian firme y categóricamente a la violencia para solventar sus diferencias inconciliables, diferencias que <i>eo ipso</i> dejarían de ser en verdad inconciliables: la palabra «inconciliable» debería desaparecer entonces del diccionario, so pena de que en un par de generaciones no se hallase ya a uno solo que comprendiese su significado. Creer tal cosa me parece, como poco, pura ingenuidad.</div>
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Sin embargo, el irenismo metafísico parece haber calcinado los sesos a todo el mundo, o bien se trata de la mayor plaga de hipocresía que haya asolado a la humanidad desde el <i>pithecanthropus erectus</i>. Bastaría, ya que la pereza mental no permite que se les aconsejen muchas lecturas de historia, que leyesen un poco a Spinoza; por ejemplo esto: «Todo esto se puede comprender con más claridad si consideramos que dos sociedades son enemigas por naturaleza (<i>duæ civitates natura hostes sunt</i>). Efectivamente, los hombres… en el estado natural son enemigos; y, por lo mismo, quienes mantienen el derecho natural fuera de la sociedad son enemigos. Por tanto, si una sociedad quiere hacer la guerra a la otra y emplear los medios más drásticos para someterla a su dominio, tiene derecho a intentarlo, ya que, para hacer la guerra, le basta tener la voluntad de hacerla. Sobre la paz, en cambio, nada puede decidir sin el asentimiento de la voluntad de la otra sociedad. De donde se sigue que el derecho de guerra (<i>jura belli</i>) es propio de cada una de las sociedades, mientras que el derecho de paz (<i>jura pacis</i>) no es propio de una sola sociedad, sino de dos al menos, que precisamente por eso se llaman aliadas.» (<i>Tratado político</i>, <span style="font-variant: small-caps;">iii</span>, § 13.) Esto no quiere decir que no haya poderosas razones para procurar la solución pacífica de los conflictos; el pacifismo políticamente bien entendido es una actitud no sólo moral, sino realista; lo que quiere decir es que incluso la paz debe estar garantizada por la fuerza. Así que mucho más plausible sería este otro motivo de evitación de una guerra civil: que los dirigentes separatistas, aun sin confesarlo, hiciesen bien sus cálculos y, llegados a la clara convicción de que un solo paso más en sus propósitos no sólo desencadenaría la legítima acción represiva-defensiva del Estado, sino que ellos saldrían derrotados.</div>
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Claro que, entre las contingencias y sobredeterminaciones, se han de contar también los aventurerismos y los cálculos mal hechos, o no hechos en absoluto (el fanatismo supersticioso, &c.). Se concluye con demasiada rapidez y a menudo que, si bien los individuos pueden actuar alocada o irresponsablemente, esa imprudencia es mínima en el caso de las clases o partidos. Es mucho suponer. ¿Acaso contó la II República, tanto en su efímero gobierno como en su resistencia militar, con algo más que puro voluntarismo y protesta moral? Ni supo aplastar a su enemigo antes de la guerra, ni supo organizarse durante ésta. El ejército de Franco estaba obligado a ganar (y esta triste conclusión puede extenderse a todo el régimen franquista, que no habría perdurado si hubiese carecido de eficacia material, y no sólo ni principalmente en el sentido de su capacidad de reprimir a sus enemigos políticos, de los que apenas se significaron más que unos pocos miles de comunistas).</div>
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Volviendo a contemplar aquella fila de pacíficos entusiastas votando por un partido secesionista, sin que el Estado les haya hecho sentir fehacientemente lo criminal de sus rebeldes propósitos, &c., &c., me preguntaba: ¿Son —o serán, o serán juzgados— esos ciudadanos ingenuos culpables de la anarquía a la que inconscientemente se encaminan? Un sentimiento piadoso seguramente nos obligará a juzgarlos inocentes, como cuando se exime de culpa a alguien por, digamos, embriaguez o locura transitoria. Sin embargo, ni siquiera esa absurda conmiseración sería tan grande como para extender la indulgencia a los líderes. Entonces diremos —vieja cantilena— que las masas han vuelto a ser víctimas de sus irresponsables dirigentes, &c., &c. (Como los alemanes después del Holocausto: «no sabíamos…»).</div>
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No tengo el cuerpo como para discutir estos tristes presagios sin piedad, a lo Spinoza. Me limitaré a sugerir que, en tal caso, si los pueblos han de ser eximidos de responsabilidad cuando apoyan «democráticamente» una canallada, si, en suma, son literalmente <i>irresponsables</i> —en todos los sentidos de la palabra— cuando son malas las consecuencias, entonces ¿por qué hemos de fingir que pueden y deben ejercer su «derecho democrático», a «decidir», &c., &c.? No estoy sugiriendo, ¡Dios me libre!, que la democracia (ni la formal-burguesa ni la socialista) me parezca una farsa porque «las masas son ignorantes, &c.»; admito que sea una farsa por muy distintos motivos. Aunque en el fondo no es la opinión mayoritaria lo que garantiza el triunfo de una determinada política, sino casi a la inversa (es el poder, los medios materiales y de propaganda, los que garantizan la inculcación de una opinión en la mayoría), la consulta democrática es un método inmejorable para asegurar la racionalidad de la vida civil. Uno puede temer que la democracia sea un ejercicio absurdo si no va acompañado de una educación (al menos una educación política); pero en mi opinión tal educación es del todo ficticia, una pantomima, cuando las masas carecen realmente de poder. ¿Una paradoja? ¿Un círculo vicioso? Puede ser.</div>
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Ha sido inevitable acordarme estos días de estas palabras atribuidas a (falsamente) al mismísimo Bismarck: «Estoy firmemente convencido de que España es el país más fuerte del mundo. Lleva siglos queriendo destruirse a sí mismo y todavía no lo ha conseguido. El día que deje de intentarlo, volverá a ser la vanguardia del mundo.» Pero supongamos que, en lugar de «dejar de intentarlo», lo que hace es consumarlo definitivamente, con la segregación de Cataluña.</div>
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Mi primera —y de momento única— <i>conclusión hipotética</i> es ésta, no más que una tautología: que «por fin» España habría desaparecido de la historia, se habría «autodestruido»… Lo de Bismarck me sigue pareciendo justo, aunque su juicio no fuese acompañado de un sesudo análisis histórico lleno de ejemplos. Se resume en esa ingeniosa frase todo un cúmulo de sabiduría y filosofía histórica. Pese a su motivo central (la autodestrucción), su sentido final era innegablemente positivo: «…el día que deje de intentarlo…», este sintagma señalaba a una posibilidad gloriosa; no sugiefe en modo alguno que España (los españoles) jamás dejaría de «intentarlo» (autodestruirse). También es cierto que ni siquiera sugiere que alguna vez «lo consiga», aun si no deja de «intentarlo». Es mucho suponer. En fin, el juicio es cualquier cosa menos pesimista o desmoralizador para nuestra nación: nos supone eternamente «fuertes», infinitamente poderosos, hasta el punto de resistir nuestros propios actos autodestructivos como nación, los más temibles, a cuyo lado se nos antoja una fiesta rechazar cualquier dominio extranjero —como el napoleónico, pongamos por caso.</div>
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El separatismo catalán es tan virulento que puede muy bien hacer que muchos, al menos en Cataluña, empiecen a dudar de esa fortaleza hispánica que pudo haber fascinado nada menos que a Bismarck (perdónenme que insista, aunque la cita sea apócrifa). ¡Tanto fue el cántaro a la fuente…! En fin, que esa virtud asombrosa de poder resistir nuestra nación cualquier daño impunemente autoinfligido —aun cuando lo gobiernen vendepatrias o políticos corrompidos hasta la medula—, ese poderío sobrenatural llega un momento en que, como todo, se quiebra… En Cataluña, no lo dudo, la fatiga ha podido desmoralizar de ese modo a muchos.</div>
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Ahora bien, esto sería también fruto de un espejismo, contagiado por el nacionalismo separatista: o sea <i>el mismo</i> espejismo, sólo que acompañado de pena, en lugar de un estúpido y malicioso regocijo. Y ¿qué demuestra que sería un espejismo? Algo muy sencillo: que esa claudicación la sentirán algunos —o incluso muchos— sólo en Cataluña, que es una minúscula parte de España —y una diminuta parte de la ecúmene hispánica. El resto de los ciudadanos de nuestra nación no tendrán dificultad para percibir el secesionismo como un propósito vano. Tampoco la mitad de los catalanes, o algo más, como se ha probado en las últimas elecciones.</div>
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Sin embargo, no basta eso para volver a tener la misma confianza que depositaba nuestro hipotético Bismarck en el destino de España. Hay que volver a Spinoza. Quizá una nación tan quijotesca como la española pueda permitirse la imprudente conducta de autocuestionarse y autoinfligirse toda clase de heridas, de exponerse a toda clase de peligros (el toreo, por cierto, se convierte en un símbolo perfecto de esa conducta, parte del <i>spanish character</i>… como los patrones etológicos que sólo explica el principio de selección sexual, o sea una pura «machada»…).</div>
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Todo eso, aunque demasiado poético y demasiado metafísico, puede creerse… Innegablemente, ese carácter español, de seguir realmente existiendo, estaría muy en contradicción con las tendencias socioeconómicas mundiales, lo que llamamos «globalización», una uniformidad de los modos de vida y de las psicologías, que ya no se explicarían tanto por el peso de una herencia cultural —algo que justificase mínimamente una psicología nacional, un <i>spanish character</i>—, sino por la adaptación de los individuos y las comunidades a unos medios y condiciones materiales uniformes y con una educación similar en todas partes. Con todo, no quiero negar sin más el peso que todavía puede tener una tradición, un carácter nacional. Dejémoslo a la intuición y el parecer de cada cual, o a los poetas. Todo eso puede creerse…</div>
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Lo que ya no tenemos necesidad de abandonar a la poesía es el tema de Spinoza: la debilidad del Estado.</div>
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Constelaciónhttp://www.blogger.com/profile/07698794212069170490noreply@blogger.com8tag:blogger.com,1999:blog-8578161740634862640.post-59124283136108890722015-05-17T21:25:00.000+02:002015-05-17T22:34:51.659+02:00De la hegemonía en abstracto y en concreto<span style="font-size: 18pt; font-variant: small-caps;">Alberto Luque</span>
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El de hegemonía es un concepto tan polisémico que incluye categorías inconmensurables. Sólo su sentido formal es común a todas las acepciones, sentido más o menos estrechamente vinculado a su etimología, como poder de dirección, autoridad o influencia dominante. En sentido político, es extensivamente sinónimo de <i>poder</i>, o sea que acompaña a éste como la sombra al cuerpo. Aun así, no significa lo mismo —como no son lo mismo el cuerpo y su sombra—, y es necesario distinguir partes en tal concepto, y especialmente conviene distinguir la «hegemonía cultural». En los fundadores del marxismo ya queda meridianamente claro que la <i>ideología dominante</i> no es otra cosa, regularmente, que la <i>ideología de la clase dominante</i>. «Regularmente» significa: en los estadios históricos, más o menos dilatados, en que el orden socioeconómico es invariable y tenaz, en que la clase dominante lo es incontestablemente, porque las relaciones de producción se corresponden muy coherentemente con el modo de producción —es decir cuando éste no acusa una crisis global, no se resquebraja en su raíz, sino que soporta bien una miríada de pequeñas contradicciones ocasionales o más o menos persistentes. Así, el orden feudal es estable y hegemónico durante siglos tras la desintegración del orden esclavista, y el orden capitalista resulta ineludible tras la disolución del feudal. El endémico problema de la vivienda, o el de la delincuencia, o la corrupción, etc. son contradicciones soportables mientras no se intensifican, y no se intensifican por sí mismas, autónomamente —salvo en casos anómalos—, sino cuando todas las relaciones sociales acusan agudamente su contradicción con el modo de producción (la estructura de la propiedad, la propiedad privada de los medios de producción).<br />
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Hasta aquí, todo es de manual —lo que no significa que sea sabido ni por una suficiente minoría, sino que ocurre como con otros saberes fundamentales: las leyes de la termodinámica, el planteamiento y la resolución de sistemas de ecuaciones, la distinción de argumentos y falacias, el reconocimiento de figuras retóricas de dicción o de pensamiento, etc.; todo eso es de manual, se aprende —se debe aprender— en la escuela, y sin embargo hallaremos por cientos de miles, o millones, a graduados universitarios que lo ignoran; por tanto, no está de más insistir en el catecismo. Necesariamente, pues, hemos de dar por sabidas muchas nociones científicas que en realidad —estadísticamente— son ignoradas. Porque nos interesa aquí y ahora una problematización, una indagación más penetrante de esas categorías que por petición de principio damos por garantizadas. (Dicho entre paréntesis: me hago cargo de la necesidad práctica, civil, política, de argumentar <i>ad ignorantiam</i>, pero no lo sé hacer en un sentido estricto; lo que sí puedo hacer es tener en cuenta la ignorancia general para problematizarla sociológicamente, o sea para incluirla entre los factores reales que deben ser examinados, pero no con argumentos <i>ad ignorantiam</i>, sino con el mismo aparato crítico científico que cualquier otro asunto sociológico.)</div>
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¿Donde empiezan, pues, las dificultades, una vez asumido el saber de manual? Por todas partes, a decir verdad. Por ejemplo, ¿qué significa exactamente la «regularidad» o estabilidad relativa, durante lapsos históricos dilatados, de un modo de producción? ¿Acaso que en esos períodos se atenúa la lucha de clases? No esto exactamente, pero sí el hecho de que, mientras las fuerzas de producción y todo un proceso de coherentización jurídica y cultural no hayan agotado sus posibilidades históricas de desarrollo, toda alternativa al modo de producción es utópica, impracticable, salvo muy parcial y precariamente. Pero junto a esa densificación o intensión de la cultura dominante hasta agotar sus posibilidades, se desarrolla también la oposición a la misma. Y puesto que <i>siempre</i> hay contradicción u oposición, pero <i>no siempre</i> tiene ésta la misma intensidad ni indica el mismo grado de desintegración o crisis, se plantea el problema de las ideologías y las utopías, de la diferencia entre lo subjetivo y lo objetivo, lo posible y lo quimérico. Y este problema es tremendamente dialéctico, en todos los sentidos; para empezar, el análisis político que conduce a la dilucidación de si existen o no condiciones objetivas y subjetivas suficientes para la adopción de una estrategia cualquiera, de unos objetivos cualesquiera, pero sobre todo de unos objetivos revolucionarios, o dicho de otro modo, la averiguación de si un determinado programa político de emancipación social es o no viable, contará o no con apoyo popular suficiente, con garantías de éxito, es en sí misma una acción subjetiva, una reflexión de los sujetos, que están más o menos limitados por sus propios prejuicios y su propia experiencia personal. El problema aquí puede llamarse «voluntarismo», al menos en parte.</div>
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Concretemos en el <i>aquí y ahora</i>: ¿Hay o no hay, en España ahora, condiciones necesarias y suficientes para una transformación socialista? Puesto que de momento este propósito ni siquiera está en el discurso de los partidos herederos de la tradición comunista, cabría responder que no; al menos está claro que no entra en el horizonte de lo subjetivo, de lo consciente y voluntario. Los comunistas son un conjunto lo bastante minoritario, disperso, invertebrado y sin ascendiente como para dudar de que estemos a las puertas de tal proceso de transformación; no sólo el concepto de revolución social, sino la palabra misma «revolución», ni ninguna otra que se le aproxime semánticamente, forma parte del ideario ni del vocabulario ni del «imaginario» social de una suficiente minoría activa que pueda actuar como colimador y generador de una conciencia semejante entre las masas. De modo que el tema de la revolución socialista en España parece todavía una cuestión, como mucho, académica.</div>
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Pero si la perspectiva clásica, marxista, de la inminencia del socialismo, de la sustitución del corrupto Estado capitalista por un poder democrático, por un Estado de trabajadores que concentre todo el poder político, militar y económico, si esta perspectiva parece todavía ilusoria, a juzgar por la ausencia misma de tal propósito consciente y explícito en alguna vanguardia activa, comunista, en cambio sí existe tal perspectiva comunista para la burguesía, en su lenguaje, su imaginación y sus inquietudes explícitas. En efecto, los líderes del PP gritan a coro, señalando a Podemos: ¡Que viene los comunistas! ¡Que si gana Podemos, entonces se acabará «nuestra» democracia! ¡Que nos expropiarán!, etc., etc. Cualquiera que, agitado por esos gritos de socorro de la burguesía, se entretenga un rato en leer las propuestas de Podemos, quedará al momento muy defraudado: no encontrará allí nada que se parezca ni de lejos al socialismo. Se da entonces la siguiente extraña contradicción subjetiva: la conciencia y los propósitos de transformación socialista que <i>no proclama</i> Podemos, resulta que <i>sí los proclama</i> el PP. ¿Quién está en lo cierto, y quién sufre pérdida de realidad? No me parece nada fácil dilucidar este dilema. Intentemos avanzar un par de pasos en la solución.</div>
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(1) Primer paso: la simplificación, la eliminación de factores secundarios, meramente aparentes. Lo que a mí, aquí y ahora, me parece descartable, inerte, es la izquierda tradicional. Y no sólo lo es ahora, sino desde hace tres décadas. Cuando la mayoría de partidos comunistas europeos procedentes de la III Internacional adoptaron la vía del «eurocomunismo», lo que hacían realmente era renunciar a objetivos revolucionarios y a las enseñanzas de su propia experiencia; en cierto modo, parecía haber una cierta oportunidad de convertirse en la nueva socialdemocracia reformista no absolutamente claudicante, toda vez que la socialdemocracia tradicional había a su vez abandonado sus políticas reformistas para ocupar el espacio todavía más a la derecha, liberal, de completa colaboración con el gran capital, sin más que defender unos diminutos vestigios de democracia social. Pero la derrota internacional de las posiciones socialistas, ratificada con la caída del régimen soviético, produjo un completo repliegue del movimiento obrero, hasta el punto de que CC.OO., que había sido una potente y ejemplar correa de transmisión del PCE, corrió la misma suerte burocratizadora y corruptora que el resto de los sindicatos de masas. Sencillamente, el espacio socialdemócrata, reformista, no existía, por lo que no podía ser ocupado por los vestigios del Partido Comunista sino ilusoriamente, testimonialmente, pasiva o ineficazmente. Desde entonces, los partidos de esta «izquierda indefinida» —heredera de la «quinta generación» de la Izquierda, según la taxonomía cronológica de Gustavo Bueno— no han sido sino piezas menores del engranaje institucional que, lejos de combatir al Estado capitalista, le sirven de inocua legitimación.</div>
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Sé que muchos marxistas o tardocomunistas o como se quieran describir, que simpatizan aún con estos partidos y se suman a sus debilitadas filas, se resistirán a aceptar esta convicción mía de que tales partidos deben ser descartados entre los factores en juego, que no pintan nada, que pertenecen al territorio de lo ilusorio, lo falso y lo desactivado. Pero creo que no podrán oponerme ninguna objeción razonable, aparte de su ciega fe, a la que tienen derecho, pero que obviamente no es un argumento de peso.</div>
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(2) Segundo paso: una vez descartadas las principales vanas ilusiones (la izquierda indefinida, que ya podemos llamar «tradicional»), calibrar la posibilidad real de la insurgencia de una nueva fuerza política capaz de ocupar esos espacios hasta ahora vacíos —salvo nominalmente— del reformismo socialdemócrata y, más allá, del socialismo. El único candidato a ocupar algunas de estas posiciones que se ha presentado real y ruidosamente es Podemos. Volvamos a recordar los gritos de alarma de los vocingleros y perros guardianes del gran capital: según las declaraciones de los dirigentes del PP, es temible para ellos que gane Podemos, porque entre otras cosas, aseguran, eso significaría que se acabaría en España «la democracia tal como la conocemos», o sea la «democracia» compatible con que el PP gobierne y su clase esquilme a los trabajadores y saquee el país. Ojalá tuvieran razón: que en lugar de esta «democracia que conocemos», Podemos gane las elecciones e imponga la democracia «que no conocemos», la del reparto equitativo de la riqueza, la del poder en manos de los trabajadores. Diríamos, pues, que los más destacados representantes de la astuta burguesía comparten el sintético diagnóstico que he expuesto: también ellos consideran descartable a la izquierda tradicional, a IU por ejemplo, como enemigos inocuos o pseudoenemigos. Los dirigentes del PP no han puesto el grito en el cielo ante la posibilidad de que algún día IU gane las elecciones, porque entonces se acabaría «la democracia tal como la conocemos». Esto puede explicarse principalmente por dos motivos: (a) o bien no desconfían de la lealtad de IU, o sea de su compromiso para mantener el sistema capitalista básicamente inmodificado, (b) o bien no tienen la menor necesidad de plantearse tal cuestión, porque IU está muy lejos de poder generar una adhesión en las masas que les lleve al poder, por lo que da lo mismo que pretendan o no acabar con «la democracia tal como la conocemos».</div>
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Pero si está claro para los representantes de la burguesía que el único enemigo a tener en cuenta es Podemos, entonces ¿por qué Podemos —como tampoco claramente Syriza— no es consciente y deliberadamente el partido del socialismo, como temen sus enemigos? Repito mi anterior pregunta: ¿cuál de los dos partidos sufre pérdida de realidad, el PP o Podemos?</div>
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Desde hace mucho tiempo, viene a ser éste un lema capital de mi método: «El enemigo siempre tiene razón». En un sentido primario, es evidente: él tiene su razón o sus razones (propósitos, experiencias, conocimientos, astucias, etc.); incluso si deliberadamente miente, tiene también una razón para ello; pero ninguna estrategia política puede basarse sólo ni principalmente en mentir: eso es útil cuando se trata de difamar al adversario, pero no cuando se trata de racionalizar la propia línea política u ofrecer un análisis que la avale. Sólo son tontos quienes creen que lo es el enemigo —además, claro está, de quienes lo toman erróneamente por amigo, lo cual viene a dar en lo mismo, pues ni aquéllos ni éstos le conocen bien.</div>
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Sin embargo, cuando los voceros de la burguesía presentan a Podemos como un partido que pretende una revolución socialista (la expropiación del gran capital, la nacionalización de la banca, la supresión de «la democracia tal como la conocemos»), no sólo contradicen lo que explícita y programáticamente plantea Podemos (por ejemplo, las heterogéneas «215 medidas para un proyecto de país», o los más inconcretos planteamientos de su «Documento Político»), sino que también contradicen lo que ellos mismos dicen en otras ocasiones, a saber: que Podemos carece de orientación definida, que no es derecha ni izquierda, que no plantea medidas concretas, que cambia de parecer a cada momento, etc. ¿Cuándo llevan razón: cuando dicen que Podemos es una amenaza revolucionaria o cuando dicen que es un movimiento invertebrado, o quizá en ninguno de los casos? Pues llevan razón, parcialmente, en todos los casos. Si dicen que Podemos no es nada definido, no podemos creer que lo piensen real y literalmente, porque en tal caso no tendrían motivos para alarmarse tanto. Lo mismo cuando dicen que son utópicos y que sus proyectos (ahora sí, admitiendo que los tienen) son irrealizables: ¡señor mío, si son irrealizables, no hay que ponerse tan nerviosos porque se realicen! En realidad quieren decir que son «indeseables» —para ellos, claro, y eso sí se comprende. Así que la relativa «razón» que les asiste para declarar que Podemos es un movimiento indefinido, sin programa, sin propósitos, etc., es una razón táctica, polémica: son maneras retóricas de intentar desacreditar. Pero cuando dicen lo contrario, que Podemos anuncia el fin de «la democracia tal como la conocemos» (lo que, traducido del zafio lenguaje del anticomunismo al claro lenguaje socialista quiere decir: el inicio de la verdadera democracia, la que se sustenta en el poder absoluto en manos de los trabajadores), entonces su razón relativa no puede ser meramente retórico-polémica, sino la convicción verdadera de que es así, de que lo sienten así. ¿Qué va a ser, pues: que los capitalistas creen en el comunismo más que los trabajadores —es decir en la posibilidad del socialismo? Pues eso parece.</div>
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Me diréis quizá que soy ingenuo al destacar en esos mensajes de la burguesía una claridad y un sentido de los que realmente carecen, pues cuando claman al cielo contra la posibilidad de un gobierno de trabajadores que expropie al gran capital, nacionalice la banca, etc., y, en fin, acabe con «la democracia tal como la conocemos», no están afirmando la fuerza transformadora radical de las filas del socialismo, sino atemorizando a la ciudadanía, ya que cuentan con el fuerte arraigo de los prejuicios anticomunistas. No pretendo negar tal cosa, que es evidente. Pero me parece a mí que nos allanan mucho el camino, y nos facilitan la adopción de la auténtica estrategia revolucionaria: porque frente a esas «acusaciones» del enemigo, que al fin y al cabo vienen a halagar nuestra potencia, en la que hasta ahora nosotros mismos no hemos confiado, sería (es) muy absurdo responder cobardemente: ¡que no, que no es así, no os asustéis; nosotros sí queremos conservar la democracia, ésta, la «democracia tal como la conocemos», la que es compatible con que realmente no mande el gobierno títere de la nación, sino los grandes capitalistas! A mi entender, nos lo ponen en bandeja: si la burguesía no desea ningún cambio radical en la economía, todos los que no deseamos que permanezca ni un minuto más decidiendo nuestros destinos tenemos que oponer abierta y frontalmente justo ese cambio radical, esa vuelta de la tortilla. ¿Qué sentido tiene seguir jugando con la retórica del acatamiento de la legalidad capitalista? Ningún sentido, o uno muy engañoso. El caso recuerda poderosamente el análisis de Lenin en la revolución de 1905: «Les prometo todo, todo lo que quieran —dice el zar—; déjenme sólo mi poder, permítanme que yo mismo cumpla mis promesas. A eso se reduce el manifiesto del zar, y se entiende que no pudo dejar de provocar una lucha decidida. Otorgo todo, menos el poder —declara el zarismo. Todo es fantasmal, salvo el poder —responde el pueblo revolucionario.» [V.I. <span style="font-variant: small-caps;">Lenin</span>, «Se aproxima el desenlace» (16 de noviembre de 1905), en <i>Obras completas</i>, t. <span style="font-variant: small-caps;">ix</span> (Junio–noviembre de 1905), Madrid, Akal, 1976, p. 453.]</div>
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Todavía no he respondido, es cierto, a esa presumible objeción contra mi presunta ingenuidad: en realidad, los ciudadanos españoles que puedan comprender tan claramente la necesidad de implantar un régimen socialista se cuentan con los dedos de dos o tres orejas. Pero no es eso lo que realmente importa, ni es eso lo que en verdad traduce objetivamente la realidad. Me permitiréis que acabe esta provocación con otro par de comparaciones:</div>
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(1) Relataba Nadezhda Konstantínovna Krúpskaya, la esposa de Lenin, la siguiente escena de la reunión en que se conocieron: «Recuerdo especialmente bien un momento de aquella reunión. Estábamos discutiendo la línea a seguir y parecía no haber un acuerdo general. Alguien dijo que lo más importante era trabajar en los comités contra el analfabetismo. Vladímir Ilich se rio con una risa fea que nunca más le oí, y comentó con ironía: “¡Muy bien; quien crea que la patria puede salvarse con comités contra el analfabetismo, que empiece a trabajar en eso!”» [<i>Mi vida con Lenin</i>, Barcelona, Mandrágora, 1976, pp. 8 y s.]</div>
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(2) Pierre Bourdieu afirmó hace más de 40 años que «la opinión pública no existe». ¿Qué quiso decir con ese exabrupto? No me propongo detenerme a desbrozar esto aquí; baste decir que «opinión pública» es un complejo concepto, bastante abstracto, que amalgama hechos objetivos pero superficiales (como las respuestas a encuestas que responden a lo que interesa a quienes las hacen, no a lo que espontáneamente estarían interesados en manifestar los entrevistados) con hechos muy ilusoriamente ideológicos y «simbólicos», de los que son víctima tanto los encuestadores como los encuestados. Traigo a colación esa conferencia de Bourdieu [«La opinión pública no existe» (enero de 1972), publicada en <i>Les Temps Modernes</i>, núm. 318 (enero de 1973), pp. 1292–1309; recogida en <i>Cuestiones de sociología</i>, Madrid, Istmo, 2000, pp. 220–232] porque en ella se alude con un buen ejemplo al error común de considerar la «opinión pública» como un cuerpo de doctrina definido e invariable, cuando sólo se lo enjuicia por sus manifestaciones más aparentes. «Aquí he de referirme —decía Bourdieu— a una tradición sociológica, muy extendida sobre todo entre determinados sociólogos de la política en Estados Unidos, que hablan habitualmente de un conservadurismo y autoritarismo de las clases populares. Estas tesis se basan en la comparación internacional de encuestas o de elecciones, que tienden a mostrar que cada vez que se interroga a las clases populares, sea en el país que sea, sobre problemas referentes a las relaciones de autoridad, la libertad individual, la libertad de prensa, etc., dan respuestas más “autoritarias” que las otras clases; y se concluye de manera global que existe un conflicto entre los valores democráticos (en el autor en que pienso, Lipset, se trata de los valores democráticos americanos) y los valores que han interiorizado las clases populares, valores de tipo autoritario y represivo. De ahí sacan una especie de visión escatológica: elevemos el nivel de vida, elevemos el nivel de instrucción y, como la propensión a la represión, al autoritarismo, etc., va unida a bajos ingresos, a bajo nivel de instrucción, etc., produciremos así buenos ciudadanos de la democracia americana. En mi opinión, lo que está en cuestión es la significación de las respuestas a determinadas preguntas. Supongamos un conjunto de preguntas de este tipo: ¿Está usted a favor de la igualdad entre los sexos? ¿Está usted a favor de la libertad sexual de los cónyuges? ¿Está usted a favor de una educación no represiva? ¿Está usted a favor de la nueva sociedad?, etc. Supongamos otro conjunto de preguntas del tipo: ¿Deben hacer huelga los profesores cuando ven amenazada su situación? ¿Deben ser solidarios los docentes con el resto de funcionarios en los períodos de conflicto social?, etc. Estos dos conjuntos de preguntas arrojan respuestas de estructura estrictamente inversa en relación con la clase social: el primer conjunto de preguntas, que se refiere a un determinado tipo de innovación en las relaciones sociales, en la forma simbólica de las relaciones sociales, suscita tantas más respuestas a favor cuanto más nos elevamos en la jerarquía social y en la jerarquía según el nivel de instrucción; a la inversa, las preguntas que tratan sobre las transformaciones reales de las relaciones de fuerza entre las clases suscitan cada vez más respuestas en contra a medida que nos elevamos en la jerarquía social.»</div>
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Así pues, ese cuento de la mentalidad conservadora de los trabajadores, sin llegar a ser una falacia, responde a un elemental equívoco, y además es muy viejo. Es una tontería heredada de la época ilustrada creer que una transformación revolucionaria de la sociedad no puede conseguirse sin una previa elevación del nivel cultural de las masas. Se trata de elevar su nivel de conciencia política, de clase, que es cosa distinta. Que uno se haga experto en química, astrofísica, arqueología, literatura o lo que sea que se estudie en las escuelas, no le acerca ni un milímetro, necesariamente, a abrazar el comunismo. Los trabajadores pueden ser, por término medio, tan catetos como nuestros políticos, y si se les pregunta por la mejor manera de enjuiciar una obra de arte, una doctrina moral o jurídica, o un problema de lingüística o de lógica, es muy posible que decepcionen a cualquier filósofo, adhiriendo a prejuicios de la Edad de Piedra; ahora bien, si se les pregunta si es preferible que los ricos paguen más impuestos, o abolir los impuestos indirectos, o la gratuidad completa de la enseñanza en todos los niveles, la sanidad completamente gratuita (incluida la dental), o la renta básica universal, o la inversión de toda la plusvalía social en servicios públicos, o la garantía real del derecho inalienable a la vivienda, en lugar de permitir que la riqueza social, que nace del trabajo, sea gozada sólo por los explotadores, entonces, me parece a mí que encontraremos muy pocos tontos. Aun así, es cierto que muchos responderán con prejuicios burgueses, convencidos de que todos esos propósitos socialistas son utópicos. Pero combatir esto es algo muy diferente a creer que hay factores misteriosos y perennes que aseguran el miedo y la contumacia.</div>
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Volvamos ahora al problema abstracto y general de la hegemonía política y cultural. Es un error creer que la hegemonía consiste en algo similar al programa de alfabetización del que se carcajeaba Lenin. Tampoco consiste en una cierta vaga unidad de criterios «democráticos», de defensa de los «derechos humanos» y otras especies falaciosas: la izquierda presume de tener una moral más avanzada que la derecha, pero no es así: tanto la derecha como la izquierda asumen como dogmas contemporáneos cierto conjunto de ideas correspondientes al derecho burgués, individual (al divorcio, a la elección de un oficio o una residencia, a la libre expresión y reunión, a la libre disposición de su sexualidad, de sus aficiones deportivas o artísticas, etc.); luego encontramos toda suerte de ridículas disputas estéticas y pseudomorales, por ejemplo entre los amantes de los animales y los partidarios de las corridas de toros, o sobre el derecho al matrimonio entre homosexuales, o sobre la extensión del derecho al aborto o sobre la pena de muerte, etc., que no se corresponden realmente con una diferencia entre izquierda y derecha. Lo único que puede marcar una diferencia real, de clase, política, es la postura frente a los derechos sociales, colectivos. Y ninguno de estos derechos queda garantizado si no es mediante el poder: en manos de los capitalistas, el derecho a la explotación, a la propiedad privada de medios de producción, pasa por encima de cualquier derecho social (vivienda, trabajo digno, escuela gratuita y de calidad, sanidad, etc.); esta incompatibilidad demuestra claramente la necesidad del socialismo.</div>
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Sin embargo, ahí tenemos todavía a la izquierda imbele, ocupándose de suspicacias «culturales», «memorias históricas» y otras ilusiones. Hace unos días leía en un diario una exclamación de José Sacristán, lamentándose de la «mierda de país» en el que posiblemente vivimos, porque al parecer es altamente probable que los trabajadores vuelvan a votar a los mismos que se han destacado como campeones mundiales de la corrupción. Es un vicio habitual de las personas de izquierda lamentarse de tanto en tanto de la idiotez, la ignorancia o la desmoralización de las masas, y exclamar, como Sacristán, «¡qué mierda de país!» y otras expresiones del mismo tenor derrotistas. Lo irónico está en que justamente esa manera de pensar es una desmoralización y una estupidez. Es como si un jurista llegase a la conclusión de que la víctima es la culpable, de que, por ejemplo, el estafado es un tonto que se merece que lo estafen, lo cual nos exime de odiar y castigar al estafador. Eso es justamente lo que algunos amigos y abogados de los banqueros dijeron en el famoso caso de las preferentes, alegando que los estafados habían firmado un contrato sin leerlo, o sea confiando en los estafadores. No digo yo que no sea estupidez la credulidad, pero ¿en qué nos ayudan estas lamentaciones? Lo responsable es combatir a los explotadores, siempre y en cualquier lugar. Y si alguien ya no soporta más la mierda mundanal, que se haga monje cartujo y nos ahorre sus llantos de impotencia. Por otro lado, los millones de trabajadores que siguen votando a los lacayos de los explotadores lo hacen siguiendo un razonamiento o un instinto que puede y debe ser discutido. Rasgarse las vestiduras, como hacen los exquisitos izquierdistas de cafetín, es inútil para este propósito de educar, de inculcar un sentimiento combativo, una conciencia de clase. Quienes sucumben a ese vicio derrotista es evidente que carecen ellos mismos de tal conciencia de clase, puesto que renuncian al primer deber de combatir dialécticamente sin tregua ni descanso. ¿Acaso creen que sólo España es en esto «un país de mierda»? ¿Acaso creen que hay pueblos más inteligentes? Peor aún: creen que la bondad o maldad de los gobiernos depende de la inteligencia, con lo que demuestran ellos mismos tener muy poca (de la sociológica). Y todavía peor: creen que la motivación fundamental de una reflexión crítica debe ser «moral» y debe centrarse en el grado de «corrupción» tolerable o la calaña de las personas que gobiernan. Pero la corrupción de los gobernantes es una necesidad del capitalismo, ya demostrada hace siglo y medio por Marx y Engels, y no se trata de la pequeña diferencia entre quienes mienten y quienes dicen la verdad (porque las mentiras de aquéllos y las verdades de éstos tienen una razón de ser, una lógica práctica), ni de la pequeña diferencia entre quienes respetan las leyes y quienes las conculcan (porque las leyes mismas, en lo fundamental, son ya un instrumento de los explotadores). Todo el capitalismo es «una mierda», y no «este país». Es también «una mierda» que en lugar de vigorosos escuadrones de combatientes indoblegables y que no se desmoralicen, la izquierda exquisita nos regale con un irrisorio pelotón de plañideras.</div>
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Insisto, no hay verdadera inteligencia ni eficacia en la lucha social si no se comprende lo que significa hegemonía: significa inculcación de una conciencia de clase, hasta convertirla en un prejuicio inextirpable, en un fanatismo religioso, semejante al de los primeros cristianos, que con admirable obstinación negaban el panteón pagano para afirmar su única y verdadera fe, su único y verdadero Dios, porque eso significaba su único e indiscutible sueño de felicidad, incompatible con tolerar el orden esclavista y cualquiera de sus mitos, costumbres o prejuicios. Igual que entonces el paganismo y el esclavismo, lo que hoy debe combatirse con igual fanatismo es el orden capitalista y todas las ilusiones «democráticas» de esta «democracia tal como la conocemos», a la que debemos oponer la «democracia tal como no la conocemos», es decir el orden socialista.</div>
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Una palabra más, sobre mi aparente ingenuidad. No puedo asegurar que yo no esté siendo tan ingenuo y ridículo como les parecían los fanáticos cristianos primitivos a todos los intelectuales romanos. O sea: que el socialismo esté a las puertas puede ser y puede no ser una ilusión, como podía serlo el gobierno universal de la Iglesia en los primeros siglos de nuestra era. Ahora bien, en esto me creo con derecho a reivindicar el punto de vista filosófico, que se debe al problema de cómo las cosas deben ser, y no sólo al problema de examinar cómo son (pues esto último es evidente hasta para los más lerdos). En fin, que a mí, dígaseme ingenuo o lo que se quiera, me interesa, como a Lévi-Strauss, el <i>punto de vista de Dios</i>.<br />
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<i>Addendum</i></h3>
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Me entretengo en hojear casi al azar en las noticias, y me topo, por ejemplo, con un dron exactamente igual a un mosquito. El mismo mundo que produce esas maravillas es uno en el que la policía echa a patadas a familias enteras de sus casas; esto ocurre a diario, y la razón jurídica es la sacrosanta propiedad privada capitalista. Allí las mentes maravillosas de los científicos, aquí la idolatría del dinero. Si uno quisiera escribir una novela de ciencia ficción, no imaginaría cosas muy diferentes de las que ya existen, pero difícilmente amalgamaría escenas tan incompatibles. ¿Os imagináis un episodio de <i>Star Trek</i> en el que, tras una exhibición de maravillosas tecnologías, se intercalase una violenta escena de desahucio? Cualquier espectador exclamaría: «¡Tío, te has equivocado de escena, ésa es de otra película!» La realidad, ya vemos, no es tan coherente como la ficción.</div>
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Sin embargo, la podredumbre moral y material del mundo no consigue eliminar en nosotros el sentimiento inmediato de tales contradicciones; digamos que nos anestesia un tanto y un cuanto, nos vuelve resistentes, pero no nos hace del todo insensibles, no nos vuelve comemierdas a fuerza hacernos comer mierda. Sólo puede conseguir, como el abuso de medicamentos, que nuestro organismo se habitúe, que aumente nuestra tolerancia, pero no eliminar nuestro deseo de sanear el mundo. La única razón un poco sensata, aunque con la debilidad que padecen todas las metáforas, consistiría en la prudencia de no remover la mierda seca, que no huele. Pero de lo que se trata, siguiendo la metáfora, no es de remover la mierda, sino de limpiarla (por lo demás, esa mierda no está realmente seca, sino continuamente removida). Quienes predican el freno, la paciencia, la moderación, el respeto a la propiedad privada, etc., aún se cuentan por miles entre los militantes y dirigentes de los partidos nominalmente anticapitalistas, incluyendo a Podemos (ya veis que en esto no soy nada ingenuo). No sé cuánto durará en este bando ese derrotismo; sólo sé que estas gentes débiles, ilusas y cobardes son la última garantía de supervivencia que le queda al capitalismo.</div>
</div>Constelaciónhttp://www.blogger.com/profile/07698794212069170490noreply@blogger.com4tag:blogger.com,1999:blog-8578161740634862640.post-85363605454053936182014-12-06T21:55:00.002+01:002014-12-08T16:15:42.988+01:00El círculo, la elipse y el regulador: En defensa de Podemos<span style="font-size: 18pt; font-variant: small-caps;">Alberto Luque</span>
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjhaxC1JURps9l2L6zcLhqVXXzOTbLo0I5FNHKLbjsyXFWY3WVksc675QtEiZ6uPUSjiHcdtw0iX-H6up-kbWWUkxntmlTpcUvXx2MvBKFAHZqhy6II2Fe8PhJaADxNEimhLKykLIJRNtsx/s1600/Podemos.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjhaxC1JURps9l2L6zcLhqVXXzOTbLo0I5FNHKLbjsyXFWY3WVksc675QtEiZ6uPUSjiHcdtw0iX-H6up-kbWWUkxntmlTpcUvXx2MvBKFAHZqhy6II2Fe8PhJaADxNEimhLKykLIJRNtsx/s1600/Podemos.jpg" height="318" width="320" /></a>
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Pierre Gassendi decía que uno debía guardar lo que ha escrito durante 30 años antes de ofrecerlo a la opinión pública, tras haberlo meditado y madurado. Él mismo no pudo cumplir su propio precepto, que quizá sólo era una forma de expresar, exageradamente, su acuerdo con Epicuro en llevar una vida clandestina. Yo también soy partidario de la vida latente epicúrea, sin exagerar. Es bueno pensar antes de hablar, pero no cuando esto significa cobardía, sino cuando significa honestidad intelectual, serenidad y temple. Lamentablemente, hoy en nuestro país nadie practica esta modalidad de la prudencia; lejos de meditarlo durante 30 años, se escupe lo que se siente en menos de 30 segundos. De modo que no existe ni verdadera reflexión ni verdadero diálogo. Este apremio indica un alineamiento perentorio, un estado de emergencia, de combate, y el lado positivo consiste en que revela una dilucidación de posiciones. Se está inmediatamente, incondicionalmente, enérgica y decididamente a favor o en contra de algo, lo que significa que ese algo no nos deja indiferentes. En este caso, ese algo entusiasmador es el «fenómeno» Podemos. El revuelo y la precipitación con que este partido es atacado es, pues, odioso intelectualmente, pero a la vez estimulante: nos empuja a tomar partido, nos obliga a escoger, y seguro que, bajo apremios tan rabiosos, muchos escogerán lo que más les perjudica. Hagámoslo, pues, sin demora, pero reflexivamente.
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Hace un par de semanas, en un debate entre historiadores del arte e ingenieros, sobre asuntos de ahorro energético y nuevas arquitecturas, hice la siguiente observación acerca de lo que entendemos por economizar: es indudable que una nueva tecnología que permita ahorrar energía puede resultar más costosa que otra tecnología energéticamente menos eficiente, porque requiera más inversión de capital o más trabajo, reorganización, etc.; y peor aún, incluso si la rentabilidad estricta en términos contables acaba resultando alta, pero no hace posible un gran negocio privado, sino que simplemente acarrea un beneficio social, público, entonces tampoco es viable bajo el régimen capitalista; esto es una circunstancia histórica, social, pero no un argumento absoluto de imposibilidad, puesto que los criterios serán distintos, opuestos, en una economía socialista, y ésta puede ser implantada por un movimiento social emancipador. Mi observación no pretendía llevar la discusión a un terreno sociológico, sino simplemente advertir contra la falacia de pretender siempre circunscribir el sentido de lo práctico y lo posible a los estrechos criterios liberales, como si fueran criterios absolutos, eternos, naturales e indiscutibles. Lo que ocurrió a continuación fue en cierto modo sorprendente, pero en realidad un síntoma claro de lo que está empezando a cambiar en nuestro país. Uno de los conferenciantes se sintió emocionalmente obligado a declarar su ideario liberal y protestar contra la idea de una economía socialista, a la que asociaba con el autoritarismo y la pobreza, como en Cuba, Venezuela, etc., donde la mayoría vive en la miseria mientras que unos cuantos tienen toda la riqueza. Interrumpí jocosamente para decir: «¡Pero, señor mío, eso es justamente lo que sucede aquí, en España!», y por cierto, disfruté del momento porque el auditorio me secundó con una convencida carcajada. Y además, si es cierto que hay algunos países socialistas entre los del Tercer Mundo, la mayoría de éstos, y sobre todo aquellos donde la desigualdad y la miseria sobrepasa lo humanamente imaginable, se guían por los principios depredadores del libre mercado. Por otro lado, decir que, por ejemplo, la Unión Soviética era un régimen donde el nivel de consumo de las masas estaba por debajo del que gozaban en los países capitalistas industrializados no es falso, pero oculta que la economía socialista convirtió al país más atrasado de Europa en una superpotencia mundial, y lo mismo cabe decir de China; y oculta también que los aumentos salariales en Occidente fueron fruto de encarnizadas luchas sindicales de orientación comunista. Por lo demás, lo deseable es la economía socialista, redistributiva, igualitaria, y no la degeneración burocrática que histórica y concretamente puedan sufrir las estructuras gubernamentales de un tal régimen. Al fin y al cabo, los defensores del liberalismo pretenden que les concedamos sus buenas intenciones, y lo que en teoría, según ellos, aporta el libre mercado, a saber, prosperidad económica para todos, y que no les echemos en cara el hecho de que en la práctica el capitalismo produce destrucción, pobreza y desigualdad más allá de todo límite humanamente admisible. Del mismo modo, no reprochamos a un católico su sincera adhesión a los principios evangélicos, que son buenos, por el hecho de que la Iglesia se corrompa y los falsifique.</div>
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Admitamos y supongamos por un momento —lo cual es cierto en la mayoría de los casos— que no tenemos una verdadera experiencia de lo que ocurre o ha ocurrido en países que intentan conducirse por objetivos socialistas en la economía, ni tenemos garantía fiable alguna de que lo que cuentan sus enemigos sea verdadero —sino más bien al revés: como mínimo es sospechoso, porque coincide con los deseos e intereses exclusivos de los ricos, no con los de la mayoría de los trabajadores. De lo que no podemos dudar es de que existe esa guerra declarada de los capitalistas contra el socialismo. Yo sé, por otro lado, que el gran capital financiero no es mi amigo, sino mi enemigo, y por supuesto el enemigo objetivo de todos los trabajadores, e incluso de la clase media y gran parte de los empresarios. Y entonces me parece muy prudente, como en la fábula del perro y el cocodrilo, guiarme por la inteligente, franca y elogiosa observación de éste: «¡Oh, qué docto perro viejo!/ Yo venero tu sentir/ en esto de no seguir/ del enemigo el consejo.» La «casta» es, en efecto, el enemigo objetivo de la mayoría, incluyendo a la mayoría de los que la defienden, porque esa defensa no es más que el producto de un adoctrinamiento, de un lavado de cerebros que la propia casta ha podido realizar mediante un sinfín de aparatos ideológicos que forman parte de sus propios medios de poder. Los intelectuales orgánicos del capital son lacayos, perros de guardia, como los llamaba Paul Nizan en 1932. Y sólo a un iluso o a un cínico se le ocurre que los amos son amigos de sus lacayos. Lo que es bueno para mi enemigo no puede ser bueno para mí, y viceversa, y recíprocamente… No opino que haya prueba racional ni real alguna de que la economía socialista es inviable, utópica o indeseable para los trabajadores; lo que sí es seguro es que la economía capitalista produce, reproduce e incrementa a cada minuto la miseria social e individual, material y espiritual, más lacerante.</div>
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Los enemigos del socialismo esgrimen el fantasma de la expropiación, y claman al cielo contra la negación de la propiedad privada que según ellos significa el socialismo. En cierto sentido, muy concreto, llevan razón: el socialismo niega la propiedad privada, pero sólo la de los capitalistas, mientras que, recíprocamente, el capitalismo es el régimen de producción que niega la propiedad a la mayoría para facilitársela sólo a una minoría. Negación por negación, prefiero la socialista. Pero hay que deshacer un elemental sofisma que se esconde en esas protestas: lo que niega el socialismo no es la propiedad privada, sino la propiedad privada de los medios de producción. Digamos que, salvo para unos pocos idealistas, todo el mundo considera «inalienable», «sagrado», «natural», «bueno», «racional», «indiscutible», o como se nos antoje aquilatar, el derecho a la propiedad. Lo que es de uno es de uno; si uno trabaja el doble para obtener el doble, nadie tiene derecho a censurárselo, y lo mismo si acumula más bienes porque ahorra en lugar de dilapidarlos, etc. Pero se trata aquí de lo que obtiene por su propio trabajo, no de lo que se apropia del trabajo ajeno. Ahora bien, si uno posee no ya mercancías que ha obtenido con su propio trabajo, sino una clase muy especial de mercancías que consiste en los medios de producción, en los instrumentos para trabajar, de los que están desposeídos los propios trabajadores, entonces lo que ocurre es que se adueña del trabajo mismo de éstos (o sea de la plusvalía); lo que ocurre es que los trabajadores son de hecho, aunque no de derecho, sus esclavos. En términos algo más abstractos y técnicos, pero también más filosóficos, más precisos y esclarecedores, en el capitalismo se da una contradicción fundamental, de la que deriva en última instancia la miríada de insufribles contradicciones de todo orden: se trata de la contradicción que media entre el carácter social de la producción y el carácter privado de la apropiación. Lo que hace el socialismo es resolver esa contradicción; el capitalismo ha procedido históricamente a la expropiación de la mayoría; es el capitalismo el que verdaderamente niega la propiedad, salvo para unos pocos. Y aun así, nadie discute, en ningún país capitalista, ciertos límites más o menos precisos a la mercantilización y la propiedad privada: por ejemplo, no se concede el derecho inalienable e ilimitado a poseer y traficar con estupefacientes, con armas o con esclavos sexuales… Lo que hace el socialismo es extender el derecho de lo individual burgués a lo social, sin suprimir el derecho individual; y eso exige extender la limitación de la propiedad a otras mercancías además de los estupefacientes o las armas, a los medios de producción, pero jamás a bienes de consumo legítimamente adquiridos con el propio trabajo.</div>
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¿A qué obedece entonces ese escándalo moral que suscita la negación socialista de la propiedad privada (de medios de producción, insistamos en la precisión)? Al fin y al cabo, la comunista no es una moral moderna, digamos de la época de la Revolución francesa, sino, como mínimo, de la época de los primeros cristianos, una moral evangélica. Sólo un enfermo mental puede concebir que Jesucristo Nuestro Señor está al lado de los ricos. Como decía esa lengua viperina de Léon Bloy, para saber qué opinión tiene Dios del dinero, sólo hay que ver a quién se lo da. De modo que lo que debería ser un escándalo moral es la defensa del capitalismo.</div>
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A menudo, en otras ocasiones, y también en un contexto académico, he hecho observaciones del mismo tenor, sin que jamás fueran contestadas de ese modo, digamos, tan temperamental. ¿Cómo se explica esto? Podría conjeturarse que en todas esas ocasiones, casualmente, no se hallaba entre los presentes ningún liberal, pero esto es altamente improbable. La explicación es otra, y muy sencilla, por cierto: en esas otras ocasiones ese juicio sociológico no pasaba de ser una inocua opinión teórica. Pero ahora las cosas han cambiado, fulminantemente: ahora la reorganización de la resistencia ciudadana al capitalismo ha dejado de ser un fenómeno puramente contestatario e imbele, una simple expresión anárquica de malestar. La fecunda, aunque errática e invertebrada experiencia del 15-M ha acabado por engendrar una nueva fuerza consciente y políticamente organizada, un verdadero partido político, una alternativa de poder preparada para asaltar el cielo, para tomar las riendas del Estafo: Podemos. Así de simple. Ya desde el primer momento, incluso el espontáneo y escasamente articulado movimiento 15-M fue el blanco principal de los ataques ideológicos de la burguesía, hostilidad contagiada incluso a una gran cantidad de votantes de la izquierda tradicional. Pero la única posibilidad de desintegrar una sublevación semejante era poner freno a la escandalosa depredación capitalista, cosa que no está en manos de los propios capitalistas, ni tampoco de la falsa izquierda institucionalizada, convertida en un apéndice más —y muchas veces más eficaz que la derecha— del aparato al servicio del gran capital. Es una hipótesis muy plausible, compartida por la mayoría de los historiadores y sociólogos verdaderamente científicos, que el llamado —y ahora ya perdido— «Estado del bienestar» sólo fue posible como inteligente reacción o acomodación del imperialismo a las condiciones de la guerra fría: la única manera de evitar la extensión de la revolución comunista a toda Europa, salvo alguna maniobra de fuerza oportunista, era ceder ante las demandas de protección social de los trabajadores, o en otras palabras, permitir que una política fiscal que gravase fuertemente los gigantescos beneficios capitalistas se emplease en garantizar un nivel de vida elevado para las masas, una redistribución mínima de la riqueza, una contención del desequilibrio económico. Una vez caído el régimen soviético —que a pesar de su corrupción y burocratización, fruto también de la insoportable presión imperialista, podía dar ejemplo al mundo de los inmensos beneficios sociales y culturales del socialismo— la burguesía mundial pudo dar rienda suelta a su instinto básico, sin restricciones. Es un espejismo eso de la sociedad post-industrial, porque ahora el capitalismo se manifiesta con una pureza jamás experimentada, sin necesidad de amalgamarse con fórmulas salvadoras de corte socialista. Lo que tantos hombres de izquierda de la pasada generación, cayendo ellos mismos en la claudicación más vergonzosa, llamaban lastimosamente una «despolitización» o un «desencanto» de la juventud era en realidad otra cosa: por un lado, era el producto culpable de la propia impotencia de quienes así se lamentaban, por otra parte era el resultado natural que la burguesía pretendía obtener de su propio «sacrificio» al tolerar el Estado de bienestar, y por una tercera parte era sólo, como ahora podemos comprobar, una fase transitoria en la lucha de clases. Esa generación de jóvenes que perdió a sus padres ideológicos, quienes fracasaron en la tarea de instruirles y comunicarles las ricas enseñanzas políticas acumuladas durante más de un siglo —y encima con la odiosa y senil costumbre de reprochar a sus hijos esa falta que en realidad era suya—, esa misma generación huérfana es la que por sí sola, con su sola fuerza y entusiasmo, a partir de su pobre experiencia, ha logrado superar las deficiencias de su triste legado. Eso es Podemos: el rescate de los ideales sociales igualitarios y de la inteligencia y el instinto de clase, por una generación ideológicamente huérfana, pero con hermanos mayores.</div>
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Desde una postura casi irremediablemente escéptica, muchos ciudadanos que desean una sociedad más igualitaria y bien ordenada, pueden plantearse qué motivos tenemos para adherir ahora al proyecto de Podemos: total, es otro partido, aunque nuevo, y los viejos no sirven a esa esperanza; siguiendo el proverbio pesimista, «más vale malo conocido»… Pero es a todas luces evidente que Podemos no es un partido semejante a esos podridos e imbeles aparatos burocráticos que hasta el momento conocemos bajo ese concepto. Podemos es la consecuencia del desarrollo dialéctico de un movimiento ciudadano de resistencia al gran capital, el 15-M, que a pesar de su carácter espontáneo, invertebrado y políticamente amorfo se convirtió desde su misma aparición en el nuevo fantasma que recorre el mundo amenazando los privilegios de los ricos. Millones de trabajadores que han venido tradicionalmente votando al PSOE o a IU, en la ya vana confianza de que realmente encabezasen un liderazgo eficaz en defensa de los intereses de la mayoría, han podido experimentar a su alrededor cómo había que perder toda esperanza en ese sentido, han visto cómo cientos de miles de sus conciudadanos han salido a la palestra a posicionarse con toda independencia contra la gran burguesía. Y en ese gran movimiento de resistencia, mediante la discusión y la experiencia colectiva, se ha ido imponiendo con irresistible fuerza la necesidad de dotarse de una organización sólida y eficaz, de un partido, de un programa a defender monolíticamente. Que ese programa se vuelva más o menos radical o más o menos reformista, es cosa que no se puede determinar en la pura especulación, es cosa de la praxis, de la estrategia y la táctica, de las correlaciones de fuerzas, de múltiples factores objetivos y subjetivos. Hace cien años ninguna mente políticamente clarividente podía dudar de que el partido para la emancipación social debía ser liderado por ese sujeto histórico universal al que entonces se llamaba «proletariado», y que en su mayor parte se componía de los trabajadores industriales —aunque la mitad de sus líderes procedían de la burguesía intelectual, cosa que demostraba a fortiori la descomposición del régimen burgués. Hoy ese sector ni representa a la mayoría ni posee la misma cohesión moral, los mismos ideales socialistas, sino que está ideológicamente muy embrutecido por la cultura burguesa. Por otro lado, el capitalismo proletariza a muchos otros sectores, incluyendo lo que brumosamente llamamos «clase media»; más precisamente, a la mayoría de los asalariados. Si bien hay diferencias importantes en el reparto de la riqueza de estas «clases populares», en conjunto forman una mayoría explotada.</div>
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Algunos observadores neutrales, politólogos expertos en analizar y describir las tendencias generales de ese sujeto borroso que llamamos «opinión pública», destacan que formalmente el discurso de Podemos es amalgamador, focalizado en recoger aspiraciones compartidas por muchos sectores sociales, por ejemplo reblandeciendo o mitigando la tradicional oposición derecha/izquierda y sustituyéndola por la de ricos/pobres o los de arriba/los de abajo, etc. En ese sentido superficial, de las puras apariencias, Podemos no inauguraría esa táctica «populista», sino que entraría como nueva formación política en el mismo juego ideológico de los partidos tradicionales, que formalmente no se presentan como partidos de clase, sino reguladores de intereses interclasistas, generales y, digámoslo claramente, irenistas, o sea negadores de la lucha de clases. Fácilmente se ve la falsedad de esta descripción superficial. Tanto Podemos como cualquier otro partido representa intereses de clase, si bien el concepto de clases sociales no es unívoco, y cabe recortarlo en cada circunstancia, para cada estrategia y cada experiencia, de manera distinta. Por ejemplo, es innegable que trabajadores y empresarios son clases opuestas, con interess contrarios en el reparto de la plusvalía; pero al mismo tiempo, tanto los trabajadores como los empresarios —que no sean al mismo tiempo financieros— tienen intereses comunes, en conjunto opuestos a los de rentistas y capitalistas financieros. De ahí la opción keynesiana, o mejor la polanyiniana, intermedia entre el capitalismo y el socialismo, porque admite la libre empresa y la propiedad privada de medios de producción, pero suprime del ámbito mercantilista el dinero, es decir que reclama la eliminación del capital financiero, y su sustitución por una banca pública como servicio a los intereses de la economía productiva.</div>
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Esta vía intermedia, de amalgama de socialismo y capitalismo, no deja de ser una posición de clase, sólo que se decide por reunir los intereses objetivos de varias clases en contra de una clase muy especial, el gran capital financiero, que es quien realmente dicta la política económica actual, dictado al que se han plegado tanto el PP como el PSOE.</div>
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Pero entonces ¿por qué la derecha tradicional sigue arremetiendo contra Podemos —como antes contra el 15–M o la PAH— insistiendo en que se trata de los comunistas de siempre? Es muy sencillo: porque la derecha tradicional sigue siendo esencialmente el vocero del gran capital financiero, por más que incorpore a su discurso ideológico toda suerte de elementos culturales de un orden interclasista, ni más ni menos que la izquierda tradicional. Pero esa deriva culturalista (populista) de la política, que ha acabado haciendo creer a casi todos que ser de izquierdas consiste en simpatizar con los movimientos de gais y lesbianas, aprobar el matrimonio homosexual, ser feminista, ecologista, adherir el derecho al aborto o rechazar la pena de muerte… esa deriva culturalista que ha querido disipar del horizonte moral, del terreno de la razón práctica, los principios de clase (la conciencia socialista, el internacionalismo, la democratización real del Estado, la primacía de la política fiscal, etc.), esa deriva culturalista acaba por producir, dialécticamente, la diafanización de lo que se proponía difuminar. Pues es inevitable llegar a una contradicción cuando se parte de una falsificación: resulta que los votantes del PP pueden ser feministas y contrarios a la penalización del aborto (he ahí el fiasco del ex ministro de Justicia Gallardón), o partidarios del derecho de los homosexuales a casarse (de hecho, hay tantos homosexuales de derechas como de izquierdas, porque la biología no determina la posición de clase), o contra la pena de muerte (y recíprocamente, un comunista puede aprobar la pena de muerte o la limitación del derecho al aborto o al matrimonio homosexual, dependiendo de una infinidad de circunstancias culturales). Lo que tradicionalmente distingue a la derecha de la izquierda es el carácter de clase de esta división ideológica; en última instancia, ser de izquierdas significa defender los intereses de los trabajadores, y ser de derechas, defender los de los capitalistas. El culturalismo ha enmascarado esta significación de clase de los conceptos «izquierda» y «derecha», pero no hasta el punto de hacerla desaparecer; en el ejercicio de esa falacia culturalista, simplemente se ha intensificado la confusión ideológica, pero esta confusión se convierte en manifiesta contradicción y acaba así por esclarecerse. En el colmo del populismo culturalista abanderado por el PP y el PSOE, aquél pudo llegar a beneficiarse del acuerdo de los líderes de éste en que «bajar los impuestos es de izquierdas»; como siempre, la confusión ideológica es una debilidad que sólo padece la izquierda; los líderes políticos de la burguesía jamás se engañan a sí mismos, tienen un olfato infalible, una verdadera inteligencia social real-material, o de otro modo no duraría mucho su hegemonía. Los trabajadores sólo tienen que aprender de ellos, y no de sus imbeles líderes burócratas: con la misma clarividencia que lleva a la derecha a procurar la disminución de los impuestos y el desmantelamiento del Estado —salvo en aquellos sectores que se ponen directamente al servicio del gran capital—, con esa misma resolución los trabajadores deben procurar justo lo opuesto: subir los impuestos a los ricos y fortalecer el Estado como conjunto de servicios públicos y garante de la redistribución de la riqueza. Pero hay que advertir aquí otra interesada ocultación: no se trata ya solamente de imponer el impuesto progresivo, que es de indiscutible justicia, sino también y especialmente de abolir los impuestos indirectos, intrínsecamente injustos. Porque unos pocos ricachones viajen en automóviles de lujo que consumen mucho carburante, o aplaquen su apetito en restoranes carísimos, es claro que no pagarán gran cosa más que los pobres, que también tienen que consumir alimentos y gasolina. Así, la sustitución de los impuestos directos y justos por los indirectos e injustos se convierte en un mecanismo camuflado de extracción de plusvalía para los ricos.</div>
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Por otro lado, es también innegable que la inversión de esta fiscalidad, como la propone Podemos, aun siendo de carácter socialista, no perjudica a la economía capitalista, sino al contrario, la rescata del colapso al que la conduce la extrema codicia depredadora del gran capital financiero; en otras palabras, el mecanismo fiscal de redistribución de la riqueza garantiza una mayor vida al propio capitalismo, porque asegura la elevación del consumo, mientras que la especulación financiera es un mecanismo vampírico que estrangula el propio mercado capitalista. De aquí que la oposición entre el capital financiero y el resto de los agentes económicos (empresarios y trabajadores) adquiera más intensidad que la oposición general entre poseedores y desposeídos. Dicho con otras palabras: a la oposición general entre poseedores y desposeídos se superpone otra, cada vez más aguda, entre grandísimos poseedores parasitarios (gran capital financiero) y el resto (poseedores de capital productivo y trabajadores). De ahí también esa revelación de Podemos cuando rechaza la oposición aparente derecha/izquierda, que tanto escandaliza a la izquierda exquisita del PSOE, para elaborar un mensaje relativamente interclasista contra el gran capital.</div>
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Pero volvamos a la cuestión que líneas arriba he planteado: ¿Se confunde la derecha al describir Podemos como un típico partido comunista? Sí y no. Sí, porque la vanguardia de las masas que ha constituido Podemos no entronca directamente con la experiencia comunista, y porque la orientación y el programa a medio pergeñar de este movimiento no es verdaderamente socialista, sino keynesiano, y porque esos objetivos reformistas son adheridos de manera natural por capas sociales que no están ni objetiva ni subjetivamente interesadas en una transformación comunista. Todo esto es muy evidente para muchos. Pero en el fondo no se engañan los voceros de la gran burguesía; su instinto es infalible. Para el gran capital financiero, cualquier empresario, incluso un gran empresario, es un comunista, puesto que le discute su derecho a enriquecerse con la especulación, a apropiarse cada vez una mayor parte de la plusvalía general, ni más ni menos que los trabajadores aspiran a aumentar su salario y reducir la jornada laboral. O sea, para cada cual «comunismo» significa el reparto de la riqueza, y entonces son «comunistas» todos aquellos que tienen menos. Pero entonces la estrategia del gran capital financiero se parece a la de Podemos: procura involucrar a todos los empresarios en la defensa de sus propios intereses, bajo la amenaza falaz, ilusoria, fetichista, de que el dinero —el medio del que ellos se han apoderado— dejaría de afluir si se les suprimiera como clase, y también bajo la amenaza, más grosera, de que una alianza con los trabajadores conduciría al comunismo (aquí entran en juego poderosos factores psicológicos, prejuicios tenazmente arraigados a través de siglos de adoctrinamiento clasista, pero no vamos a entrar en este tema, que nos retardaría mucho en nuestra discusión).</div>
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Visto así, la derecha no se engaña, como no se engañan en el fondo las masas que adhieren a Podemos. La aparente contradicción, pues, se resuelve fácilmente así:</div>
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(a) Los objetivos de Podemos no son comunistas, ni apenas son plenamente socialistas; requieren la adhesión de una mayoría social que incluye a pequeños, medianos, y hasta grandes empresarios, y se dirigen exclusivamente contra el gran capital financiero. Vienen a ser una reedición del fallido propósito, en los años 70, del «compromiso histórico» propugnado por el eurocomunista Enrico Berlinguer, que amenazó durante un momento con ser adherida por la Democracia Cristiana y acabó con el sospechoso asesinato de Aldo Moro; era la época en que se fundaba la Trilateral, demostrando una extraordinaria capacidad de maniobra política del capital monopolista mundial para evitar la revolución socialista en Europa. Hoy las cosas son muy diferentes, porque (1) esa nueva estrategia frentepopulista surge como reacción casi espontánea e ideológicamente no determinada de una resistencia popular, o sea desde abajo, desde el movimiento ciudadano que se dota de nuevos líderes, y no de los dirigentes tradicionales, y (2) esa nueva estrategia no requiere ahora una unión de partidos tradicionales, sino que se vertebra en una única plataforma, Podemos, que deja fuera de juego a los inservibles y obsoletos partidos tradicionales.</div>
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Significa esto que Podemos es un partido interclasista, si no por su composición actual, sí por la índole de su programa político.</div>
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(b) Ahora bien, entre los líderes de Podemos se encuentran, en cierta proporción, auténticos marxistas; el carácter interclasista de esta formación no significa una homogeneidad de criterios y objetivos, sino una unidad orgánica de compromiso ciudadano: no es que todos los militantes y simpatizantes de Podemos tengan los mismos ideales sociales —porque el espectro de tales ideales puede ir desde el keynesianismo al bolchevismo—, sino que todos acuerdan un programa de mínimos.</div>
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Círculo y elipse</h3>
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Entonces, para precisar la metáfora geométrica, los «círculos» de Podemos son, en el caso general, más bien «elipses». El círculo posee un único centro; la elipse, dos (focos); ésta viene a ser un círculo estirado, en el que el centro de escinde en dos focos, más o menos alejados. Esos dos focos que definen solidariamente, por su tensión cohesiva, la nueva formación política, son, dicho muy sintéticamente, el reformismo keynesiano y el socialismo, que obedecen objetivamente a los intereses de la clase media y los empresarios, por un lado, y los trabajadores asalariados (los que no tienen salarios superelevados, por supuesto). (El logotipo de Podemos no es una elipse, pero tampoco un perfecto círculo, sino una pluralidad de ellos: tres círculos no concéntricos, pero con sus centros cercanos; sugiere muy bien la idea de confluencia democrática entre sectores distintos de la ciudadanía, pero lo suficientemente solidarios como para oponerse a un único común enemigo.)
Seguramente que esta elipse la habría debido conformar la socialdemocracia, apoyada por la izquierda comunista, pero los partidos de la izquierda tradicional, sencillamente, se han convertido en aparatos burocráticos incapaces de liderar una revuelta de la mayoría contra el gran capital, o más crudamente, al servicio directo, desvergonzado y cobarde del gran capital. A todas luces es evidente —porque lo prueban las encuestas— que el grueso de los simpatizantes y militantes de Podemos proviene de quienes hasta ahora han apoyado al PSOE o a IU, y que han llegado por su propia experiencia a la conclusión de que esas opciones están obsoletas y corrompidas. Esto es tan evidente que explica a la perfección las nerviosas posiciones zigzagueantes de Pedro Sánchez y sus acólitos: intenta un día aprovechar el viejo y repugnante lenguaje burgués que acusa a Podemos de populistas; al día siguiente comprueba la carcajada que esas palabras produce en los ciudadanos a quienes iban dirigidas, ni más ni menos que sus propios antiguos votantes que, como los pastores del cuento, ya no confían en Pedro, que tanto miente; entonces se decide a incorporar en su discurso exactamente las mismas propuestas de Podemos, aunque cobardemente maquilladas (ya se sabe, quien ha hecho de la prudencia mal entendida una ley superior, se convierte en un lacayo del miedo); se arriesga incluso a ofender a sus próceres declarando que quiere «rectificar» (no se atreve a decir «derogar», ni a pensarlo) el art. 135 de la Constitución, con el que blindaban los intereses del gran capital declarando la deuda soberana; aunque cree todavía en salvar el cuello con el cuento de que eso fue un error bienintencionado de su partido, mintiendo al ocultar que él mismo estuvo entre sus principales propugnadores, y acusando al PP de haber hecho un uso torticero del artículo; pero, ¡señor mío!, ¿qué uso va a hacer un gobierno de una ley que le obliga a pagar incondicionalmente la deuda nacional por encima de cualquier otro interés nacional, sino el de precisamente pagar la deuda nacional a expensas de cualquier otro interés nacional y ciudadano? Le duele, en fin, que los líderes de Podemos acaben incorporando el primer término sociopolítico clásico en su lenguaje, al decir que su programa es netamente socialdemócrata. Y se atreve todavía a jugar con la retórica repitiendo de nuevo que Posemos «no se sabe lo que es», porque dice que no es de derechas ni de izquierdas, y luego dice que es socialdemócrata, etc. Pero toda esta palabrería sigue jugando en su contra, y ya hemos pasado la línea de retorno; ahora sólo le quedan dos cartas: (1) aliarse con el PP para seguir haciendo lo que siempre ha hecho, defender a la gran burguesía, o (2) dar su apoyo a Podemos incondicionalmente. La opción (1) habría prosperado hace unos años, sin gran erosión, pero hoy equivale a firmar su propia acta de defunción, a acelerar el trasvase de sus propias filas hacia Podemos; la opción (2) equivale a lo mismo, pero es menos violenta y más decente; personalmente, estoy convencido de que gran parte de los dirigentes del PSOE optarán de nuevo cobardemente por la primera; pero no importa; lo que importa ahora es el curso irreversible de una clamorosa protesta ciudadana que empieza a demostrar que no es una quimera dejar de confiar en los gobernantes que hemos padecido y empezar a depositar nuestras esperanzas en que es posible empezar a construir un mundo nuevo, más justo e igualitario, más ordenado y pacificado, democratizado, donde el destino social se elabore amistosamente entre todos los grupos que forman la mayoría —es decir, excluyendo a los millonarios depredadores, enemigos de la mismísima humanidad.</div>
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Una vez consumada la transformación social que ahora abandera Podemos no nos hallaremos aún en el socialismo, sino sólo en una sociedad de clases con sus antagonismos suavizados, políticamente regulados: una sociedad no amenazada permanentemente por la criminal codicia imperialista del gran capital financiero, y por tanto relativamente protegida contra desequilibrios tan deletéreos como los actuales, una sociedad pacificada, donde la política no se supedite a los intereses de la banca internacional, sino al revés, toda la economía se supedite a la política, al acuerdo ciudadano. Puesto que seguirá habiendo diferencias de clase, seguirá en consecuencia existiendo división de intereses y lucha de clases, pero la violencia social se habrá reducido un grado. No sabemos si, como esperaban los marxistas, una inteligencia social llevará a hacer coincidir los intereses subjetivos con los objetivos; de ser así, la transformación paulatina de esa sociedad democrática conduciría muy pacíficamente al socialismo; pero también puede suceder que, por múltiples y complejos factores culturales y de todo orden, la mayoría de esa población de trabajadores consintiera en una u otra forma de delegación y jerarquía política y social, que la mayoría de trabajadores consintieran, por comodidad o por cualquier otro tipo de ventaja, en la tutela de los empresarios, en que éstos o una casta de expertos capitaneasen la economía, siempre bajo límites democráticamente acordados. La organización comunista sólo sería un modelo entre otros, con sus partidarios y sus detractores, y nada nos garantiza que llegase a triunfar, ni tampoco que fracasaría. En todo caso, una sociedad democrática que imponga límites estrictos a la especulación financiera y a la explotación despiadada, donde las estructuras del Estado estén realmente democratizadas, bajo el control de la ciudadanía (por ejemplo, donde todos los cargos políticos sean revocables en todo momento, y estén obligados a dar cuenta de su gestión a la asamblea que directamente los eligió, y donde los delitos de malversación pública, soborno, etc. sean durísimamente castigados) será una sociedad donde la mayoría quede protegida del acoso desleal de los bribones, una sociedad lo suficientemente pacificada y próspera como para que toda transformación de sus instituciones y costumbres se lleve a cabo sin violencias.</div>
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Por supuesto, no es ése el caso actual: esa mínima transformación de las estructuras políticas y económicas en beneficio de la seguridad y la paz social es un proyecto que se enfrenta hoy a la previsible reacción brutal de todos los grandes capitalistas no sólo de un país, sino de todo el orbe, porque todos ellos son hermanos. La virulencia de esos combates se deja ya entrever en el modo rabioso y grosero con el que los perros guardianes de la derecha escupen sus calumnias contra Podemos.</div>
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Y, como dice el <i>Eclesiastés</i>, la calumnia conturba incluso al sabio. Félix de Azúa, por ejemplo, ha arremetido hace unos días contra los «profesores» de Podemos [<a href="http://elpais.com/elpais/2014/11/28/opinion/1417202506_176244.html">«Un partido de profesores»</a>, en <i>El País</i>, 1º de diciembre de 2014]: se pregunta el académico jubilado por qué Podemos no dice nada acerca del, según él, podrido (endogámico, etc.) sistema universitario. Pero hay muchísimos otros asuntos para los que este partido aún no ha diseñado una política, y el ciudadano común dudosamente tendrá la reforma universitaria como una prioridad nacional; en todo caso, entra dentro de la política general de aumento de gasto público la gratuidad de la enseñanza y acabar con los recortes; pero a Azúa esto le trae sin cuidado: lo de que «la universidad ha de estar al servicio de los pobres» le parece a Azúa una «vaguedad idealista», pero a mí me parece de lo más concreto y materialista; de lo que se queja Azúa, de un modo retórico y vacío, es de la falta de calidad científica y de verdadera meritocracia en la Universidad española; no digo yo que no haya de eso, pero sin duda se trata de suspicacias y de malestar entre una parte del profesorado universitario, con juicios subjetivos siempre, aunque a veces acertados. Azúa se suma a la indignación generada por el presunto incumplimiento de contrato de Íñigo Errejón con la Universidad de Málaga, sólo que pretende dar a su queja un alcance más elevado, y en su ínfula metafísica acaba advirtiendo a la ciudadanía de lo nefasto que sería ser gobernados por profesores de universidad. Todo eso es absurdo: hay profesores en todos los partidos políticos, no en mayor ni menor proporción que en Podemos, y cuando un científico se decide a expresar sus opiniones políticas lo hace con la misma impureza práctica que un pescador, un ama de casa, un militar, un jubilado o un banquero, lo hace como ciudadano, escogiendo el bando que más cree que le conviene, según Dios le dé a entender. Pero ¿acaso piensa Azúa que sus motivos de indignación profesional pueden pasar por una verdadera y sensata crítica a Podemos? Ni siquiera tiene la templanza necesaria para huir de las tonterías acusatorias de la burguesía, y no lo piensa antes de dejar caer la bobada de que los líderes de Podemos «carecen de ideología, salvo un sumario castrismo-leninismo». He aquí un síntoma claro de la enfermedad senil del falso inconformismo burgués… Azúa, egregio profesor de Universidad que aparentemente se rebela contra su propia podrida —según él mismo— institución, sale a la palestra para atacar personalmente a otro profesor porque al parecer participa del corrompido sistema, beneficiándose de becas sin rendir lo que se le pide. Según Azúa, esa arbitrariedad no es excepcional, sino la norma; en tal caso, los ciudadanos que no forman parte del sistema académico se han de preguntar por qué se inicia un proceso contra uno solo de esos profesores, que casualmente lidera un partido que amenaza con cambiar el mundo de base, como dice un verso de «La Internacional», por qué los ataques de la derecha ignoran el conjunto de esa presunta corrupción de la universidad que denuncia Azúa. Yo, por cierto, también soy profesor de universidad, cosa que normalmente decido obviar, por lo que ya he manifestado: mi interés o desinterés, mi satisfacción o disgusto profesional no tienen mucho que ver con los problemas políticos generales, y le importan a otros trabajadores lo mismo que a mí el protocolo de revisión técnica de las calderas eléctricas o cualquier otro asunto profesional de otros, o sea un comino. Sin embargo, sería sospechoso que no mencionase ahora esta circunstancia personal, porque parecería que estoy disimulando. Mi impresión subjetiva sobre el rendimiento de los académicos en los poquísimos proyectos de investigación subvencionados es a veces coincidente con la de Azúa, y también sobre eso de la meritocracia: en mi inmodesta opinión, hay honores académicos que se otorgan a cretinos, mientras que hay brillantísimos profesores que no ascienden en el escalafón, pero también hay valiosos científicos a quienes se les reconocen institucionalmente sus méritos, y también hay pésimos profesores que no reciben premios inmerecidos. Pero todo esto ¿tiene algo que ver con la postura que cada cual adopte respecto a Podemos? No. Si algún profesor u otro trabajador que milite en Podemos tiene que rendir cuentas en su trabajo, es algo que no me incumbe a mí, sino a las respectivas instituciones de control laboral. Yo jamás apoyaré a los nacionalistas ni al PP, por ejemplo, aunque todos y cada uno de sus líderes fuesen profesionalmente intachables. Que el PP o el PSOE estén plagados de delincuentes es algo escandaloso, desde luego, pero seguirían obedeciendo los mandatos de la gran burguesía aunque todos sus afiliados respetasen rigurosamente la ley. Ahora bien, es descabellado tomar cualquiera de esos casos personales, ciertos o falsos, de conducta profesionalmente censurable para acabar concluyendo, como lo hace Azúa, que debemos evitar que gobierne Podemos porque es «un partido de profesores» —lo cual es falso— y porque los profesores son unos irresponsables y delirantes —lo cual es menos cierto aún. Además, esa crítica es tanto más extravagante por provenir de otro profesor… salvo que quizás Azúa confía en una suspensión voluntaria de nuestra incredulidad, creyendo que tenemos motivos para pensar que él mismo perteneció a otra clase distinta de profesores inmaculados. Es lo que pasa con los argumentos <i>ad personam</i>, que al final a nadie le interesan ni aprovechan.</div>
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La propia Universidad de Málaga juzgará si los resultados del grupo de investigación al que pertenece Errejón (sobre sociología de la vivienda) son o no satisfactorios cuando los presente a final de este curso (a menos, claro está, que quienes han orquestado el ataque prefieran la vía menos constructiva de no esperar a que Errejón acabe el trabajo comprometido). Y si entre las comisiones que deben juzgarlo hay profesores de esa clase irresponsable de los que habla Azúa, es también otro asunto que la propia comunidad científica puede corregir, si se le dan medios políticos. Azúa tendría entonces razón en pedir a un gobierno de Podemos que facilite tales medios, aunque ahora se centre en problemas más acuciantes. Si la crítica de Azúa no tiene este tono constructivo es porque libremente se alinea con los enemigos de Podemos. Yo libremente me adhiero a su proyecto. (Incidentalmente, no puedo evitar comentar una graciosa paradoja lingüística de las noticias de los últimos días sobre el caso Errejón: el director de su equipo de investigación, Alberto Montero, le dio permiso <i>verbalmente</i> para que realizara su trabajo sin tener que desplazarse a la Universidad, como exigía su contrato, <i>pero</i>, dicen sus acusadores, <i>no hay constancia escrita</i> de tal cosa. Un «pero» muy absurdo, ¿no? O sea que no se puede probar que hubo esta autorización <i>verbal</i> porque ¡no fue <i>escrita</i>! Pero basta para probarlo el hecho simple de que quien dio esa autorización sepa que la dio, y lo declare, y que quien la recibió también sepa que la recibió, y lo declare. Desde luego que la ley garantiza el valor de la palabra dada, pero eso no impide a los acusadores usar deslealmente esas falacias verbalistas.)</div>
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Hay, sin embargo, un aspecto en el que creo que Podemos debería aprender de la crítica del autor de la <i>Historia de un idiota contada por él mismo</i>: su ejemplar y demoledor rechazo del nacionalismo, otro asunto en el que Podemos tampoco se ha posicionado, aunque sí algunos de sus líderes, a título personal, y entre ellos el mismo Errejón, erróneamente indulgente con la monserga del «derecho a decidir».</div>
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Otro destacado sabio español, Fernando Savater, tan preciso y técnicamente riguroso en cuestiones de ética general y abstracta, y, como Azúa, igualmente crítico con las falacias y aberraciones morales e intelectuales del nacionalismo, también se ha sumado a la legión de los enemigos de Podemos, diciendo que se trata de un partido fraguado en las tertulias televisivas y que predica el catecismo de la revancha. No puedo estar más en desacuerdo. (1) Podemos no surge como un residuo ocasional de la publicidad «tertuliana», sino como resultado necesario de la experiencia y vertebración política del movimiento de resistencia ciudadana que cristalizó en el 15-M; su aparición mediática en los debates televisivos es posterior, una vez formado embrionariamente como partido y después de su inesperado éxito en las elecciones al Parlamento europeo; de ningún modo está su raíz en la televisión, sino en la maduración de las condiciones, objetivas y subjetivas, socialmente críticas por las que atraviesa el país. (2) Podemos no predica la venganza, como han dicho algunos destacados derechistas, sino la inversión de la dirección político-económica del país, y más concreta y primordialmente la inversión de la fiscalidad. Ahora bien, no carece de sentido que muchos llamen a esto «revanchismo»; al fin y al cabo, los adjetivos están para adornar el pensamiento de quien los utiliza, de modo que dicen más de su propia ideología que de los rasgos verídicos de lo que tales adjetivos fingen describir. Cuando la gran burguesía y sus perros de guardia dicen que los «comunistas» de Podemos (y entonces sí les atribuyen una «ideología») quieren venganza, es sin duda porque en las telas de sus mentes se proyectan motivos de venganza, es decir porque piensan en que hay algo de lo que podemos vengarnos. Y llevan razón; por supuesto que hay algo de lo que vengarse: de toda la infamante cadena de inmorales abusos capitalistas, legales o ilegales, que conducen a la miseria de millones de personas, llevándolas en ocasiones incluso al suicidio. Pero esta venganza justiciera que sentimentalmente puede representar Podemos para muchos, nada tiene que ver con una inclinación revanchista, como han asegurado algunos infames e infamantes charlatanes profesionales. Ese personaje absurdo que se llama Eduardo Inda, por ejemplo, no se muerde la lengua al vociferar que «éstos», los «marxistas-leninistas» de Podemos, son los que, «si estuviéramos en 1936, nos matarían», y otras lindezas del mismo tenor delirante. Cuando dice «nos», imagino que —<i>emic</i>— se señala a sí propio y a un indefinido conjunto de prudentes ciudadanos de alguna calaña; desde luego que yo mismo no me siento amenazado por esa calumniosa sospecha. Cuando ocasionalmente —cada día con mayor frecuencia— me topo con personas que hablan de «cortar el gaznate» a algunos bribones, se trata de personas que no me inspiran ningún miedo, y comprendo que es una forma exagerada de expresar su legítima indignación; ese simpático director de cine, Pedro Almodóvar, se ha expresado así públicamente, y, con franqueza, creo que si alguien se ha escandalizado por ese exabrupto, es justamente de esa persona de quien tenemos que guardarnos.</div>
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Este mismo Inda mostraba a qué escala microbiana pertenece su moral y su inteligencia cuando reprochaba insidiosamente al catedrático de economía aplicada Juan Torres —que al alimón con Vicenç Navarro es autor del documento de bases para la política económica de Podemos—, le reprochaba, digo, que llamase «terroristas» a los banqueros; según Inda, esto es una calumnia, una falsedad, porque «terroristas» significa «que matan», y los banqueros no han matado a nadie —siempre según Inda. (¿No es sospechosa la indignación contra el odio a los banqueros?) No es ninguna extravagancia, sino una formulación racional, política y ética muy coherente, la noción sociológica de «crímenes económicos contra la humanidad». Cuando cientos de personas son conducidas al suicidio por arrebatárseles la vivienda y los medios de subsistencia mínimos, o cuando una especulación supermillonaria en los mercados mundiales provoca una hambruna en África en la que perecen millones de personas, eso es un crimen económico contra la humanidad, eso es terrorismo capitalista. Juan Torres replicó que Su Santidad el papa Francisco ha dicho exactamente lo mismo.</div>
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Lo que tenemos aquí es una peligrosa falacia verbalista, mediante la cual los perros guardianes del capitalismo crean la ficción de que el socialismo obedece a una inclinación criminal, a una sed de sangre, cuando simplemente el socialismo pretende pacificar el mundo mediante una redistribución de la riqueza; al mismo tiempo, esos perros guardianes trabajan para disimular el verdadero odio homicida de la burguesía, para ocultar que la miseria, la opresión y el insulto no provienen de quienes desean acabar con las desigualdades, sino de quienes actualmente dirigen los destinos de las naciones capitalistas.</div>
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Así que eso del afán de revancha del que habla Savater es una apreciación absurda. Yo mismo, aunque soy burgués y apacible en mis hábitos, comodón y epicúreo, me gusta la amable conversación y hasta tengo en gran estima a algunos significados pensadores ultraconservadores, y por tanto no puedo más que simpatizar con las buenas intenciones de todo hombre moderado, con las llamadas a la amistad y el entendimiento, no me siento capaz de llevar mi dulzura al extremo de la hipocresía: simplemente, me parece que todo tiene su límite, y por supuesto también la paciencia, y que ahora ha llegado el momento en que apelar a la indulgencia con los poderosos es una infame burla, una actitud hipócrita que sólo pueden sostener los amigos del comercio y de la servidumbre. Claro que deseo la concordia social y la serenidad democrática, pero justamente eso es imposible mientras no sean los representantes de los intereses de los trabajadores quienes por millones asuman el poder político, organicen todos los sectores del Estado y subordinen toda la economía a esos intereses de la mayoría. Y siendo los trabajadores una amplísima clase social, no homogénea, es decir, formando en realidad un montoncito de clases, es inevitable que los acuerdos sean de compromiso y amistosos. Pero en esa amistad, en esa concordia, en esa inteligencia social no hay sitio para el gran capital financiero, porque éste es enemigo de toda concordia, de toda prudencia, de toda virtud. Ésta es mi opinión: el único resguardo posible de la paz social es el socialismo. Si a ese verdadero nuevo orden que consiste en un régimen más igualitario se lo quiere llamar «revanchista», no seré yo quien se moleste por los adjetivos, con tal de que nadie se engañe: cada cual ha de tomar su partido, y yo me decido por el de la emancipación social. No reprocho a ningún capitalista ni a ningún derechista, ni a ningún intelectual orgánico de la burguesía, ya sea profesor, novelista o abogado, que él también escoja libremente defender a los poderosos, ni que utilice la retórica embellecedora que le venga en gana; simplemente, yo —que también conozco una semántica para llamar a las cosas por el nombre que tienen en mi idioma— defiendo a Podemos —sabiendo, insisto, que este partido debe liderar los intereses del conjunto mayoritario y heterogéneo de la ciudadanía.</div>
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Uno de los más estúpidos errores en que ha caído la izquierda institucionalizada es el irenismo burgués, la ficción de que se ha de gobernar para todos, en beneficio de todos. La realidad es muy distinta a esta ilusión. Ni siquiera el despotismo ilustrado caía en esa falacia: pretendía gobernar sin el pueblo, pero para el pueblo (y «pueblo» significaba la mayoría desposeída, por oposición a la minoría de privilegiados). Hoy, bajo la retórica engañosa del democratismo, se gobierna sin el pueblo y contra el pueblo.</div>
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<h3>
Regulador centrífugo</h3>
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Permitidme aquí introducir otra metáfora, también de orden geométrico-mecánico: la del regulador centrífugo que Watt introdujo en su maravillosa máquina de vapor. Se trata de un mecanismo sencillo pero ingeniosísimo que asegura un comportamiento regular, moderado, continuamente reequilibrante o, como también se dice, de retroalimentación negativa: el aumento de la velocidad angular provocado por el aumento de la presión eleva los contrapesos, aumentando el momento de inercia, tendiendo a contrarrestar esa presión y cerrando la válvula; inversamente, cuando la presión disminuye, los brazos giratorios pierden inercia y bajan, abriendo de nuevo la válvula para recuperar la presión. Pues bien, lo mismo ocurre con el sistema fiscal: si los impuestos no son progresivos, funciona por retroalimentación positiva, como una reacción nuclear en cadena, continuamente desequilibrante (haciendo a los ricos cada vez más ricos y a los pobres cada día más pobres), hasta la explosión; si, por el contrario, los impuestos son progresivos y directos, el sistema funciona por retroalimentación negativa, reequilibrante, compensatoria… es lo que llamamos redistribución de la riqueza. El plan económico de Podemos es tan simple como ese regulador, dejando a un lado la cuestión técnico-práctica de los valores exactos a determinar para la distribución de la presión fiscal.</div>
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<h3>
<i>Argumentum ad ignorantiam</i></h3>
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Parte del desconcierto que provocan las proclamas de Podemos, sobre todo entre los retardados intelectuales de la izquierda exquisita, se debe a la casi inevitable ambigüedad que deriva del uso de un lenguaje político corrompido por décadas de analfabetismo filosófico y sociológico. Pero también en este terreno lingüístico se ha llegado a la masa crítica de contradicciones que exige una nueva clarificación (una clarificación que, por cierto, consiste mucho más en recuperar las lecciones del marxismo que en incorporar nuevos conceptos). Y de nuevo, quien más está ayudando a la recuperación de ese instrumental conceptual y analítico es la derecha. Entre las armas arrojadizas que la burguesía más reaccionaria considera todavía insultos útiles, se hallan palabras como «marxismo-leninismo», «comunismo», «socialismo», «abolición de la propiedad privada», «centralismo democrático», etc.</div>
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Es evidente que quienes usan como anatemas todas estas palabras no tienen ni pajotera idea de lo que significan; son meros irritantes del lenguaje de los charlatanes anticomunistas. Pero corren el peligro de llevar a muchos curiosos a leer el <i>Manifiesto comunista</i> o las <i>Tesis de abril</i> y enterarse de lo que verdaderamente significan. Como de momento son poquísimos los que han estudiado el marxismo, es imposible que los dirigentes de Podemos, ni siquiera los que entre ellos son comunistas, utilicen ese lenguaje científico. Tienen que proceder exactamente igual que los corifeos de la burguesía, argumentar <i>ad ignorantiam</i>, remitiéndose al paupérrimo vocabulario institucional, y recuperando, antes que una semántica más eficaz, un sentimiento, una moral democrática.</div>
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Lo primero que observa perplejo un ciudadano común sin cultura histórica y filosófica es lo siguiente: todas esas palabras brillan por su ausencia en los discursos públicos de los dirigentes de Podemos, y en sus documentos; sólo los utilizan sus enemigos. Ahora bien, si éstos los sacan de nuevo a relucir es porque los consideran oprobiosos, acusatorios, es decir porque confían en la eficacia de los viejos prejuicios que la moral burguesa ha inculcado en las masas. Pero es fácil advertir que esos anatemas, amenazas, acusaciones y discursos engañosos son armas muy gastadas que se están resquebrajando: millones de ciudadanos que hasta ahora se han conducido en virtud de la boetiana servidumbre voluntaria, abrumados por ese bombardeo ideológico anticomunista, se sonríen ahora ante tanta desfachatez. Son esos ciudadanos simples que, frente a la amenaza de que un aumento del gasto público y de los salarios hundirá la economía, responden: «¿Qué economía? ¿La de los banqueros? Pues que se hunda; la nuestra ya lo está; lo malo conocido ya no me satisface…» Algunos economistas sinceramente liberales y no deshonestos siguen afirmando el dogma de que la disminución de los salarios «debería» haber producido una recuperación económica, y ante la evidencia de que no ha sido así, sino al revés, responden que no saben explicarlo; al menos reconocen los hechos y su ignorancia; en cambio, los perros guardianes no reconocen ni los unos ni la otra, y practican el viejo y sencillo truco de la mentira podrida, afirmando, contra toda evidencia, que la economía se está recuperando (de nuevo porque confunden la economía con la economía de los ricos). También acuden precipitadamente a medidas de urgencia para salvar momentáneamente su mala imagen, como por ejemplo negociar con los sindicatos una ayuda económica de 400 € para los desempleados de larga duración, de la que se beneficiarían 300.000 personas. Aunque la maniobra es abyectamente oportunista e insultantemente paliativa, nos indica la fuerza que está adquiriendo la oposición de Podemos; resulta ahora que sí hay dinero para medidas de protección, resulta que eso que exige Podemos sí es viable, y se prestan a conceder con cuentagotas esas miserables ayudas, y ¡sin subir los impuestos a los ricos! Pues entonces, señores, la situación puede mejorar mucho si se suben los impuestos a los ricos…</div>
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Cuando Podemos obtuvo 5 diputados en el Parlamento europeo, sus propuestas parecían muy radicales, pero tampoco eran del todo socialistas, sino plenamente compatibles con lo que defenderían economistas como Keynes o Galbraith. La burguesía se escandaliza, diciendo que eran «utópicas», pero el celo que pone en denunciar esa presunta ilusión nos demuestra que se trata de algo posible, pues de otro modo no les parecería temible a los magnates. Ahora Podemos ha rebajado sensiblemente el programa de mínimos, hasta convertirlo en un plan de extrema urgencia, de rescate imperioso de la miseria generada, posponiendo las más ambiciosas medidas tendentes a un régimen de plena protección social. Pero aun esto sigue inquietando a los poderosos. Desde mi punto de vista, no tengo nada que reprochar a esta minimización de los objetivos a corto plazo, porque unos objetivos más plenamente socialistas requieren de un nivel de educación política e implicación de las masas que sería ingenuo suponer que hemos alcanzado. Si así fuese, las amenazas fantasmales de la derecha, con su batería de anatemas sostenidos en fuertes prejuicios, no tendría ningún efecto, y por desgracia creo que aún se puede seguir engañando a la población con el cuento de una «fuga de capitales» y otras monsergas del mismo cariz. «¿Quién va a pagar toda esa inversión pública que pretende Podemos?», repiten a coro, «¿de dónde va a salir todo ese dinero?» Pues muy sencillo, señores: de donde está, en los bolsillos de los millonarios. La evasión de capitales es un delito, que bajo un gobierno popular puede castigarse con toda severidad. Ahora bien, esto no será posible si la mayoría de la población no está suficientemente persuadida y preparada para enfrentarse al gran capital internacional. Y no creo que lo esté, de momento. Pero el triunfo de Podemos ayudará a prepararse para esta batalla social, aunque sólo sea al mínimo nivel de renegociar la deuda, elevar razonablemente los impuestos a las grandes empresas y nacionalizar la banca. A los grandes inversores se les dará a escoger entre marcharse a explotar otros mercados, si es que encuentran alguno que no hayan ya hundido, o continuar con sus inversiones aquí, pero dejando a la nación una parte razonable de sus astronómicos beneficios. Un poco como resultó del New Deal: ganar menos a corto plazo, para ganar más a largo plazo. Otra opción es continuar con su codicia insaciable, hasta que no quede nada ni nadie a quien explotar.
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Constelaciónhttp://www.blogger.com/profile/07698794212069170490noreply@blogger.com26tag:blogger.com,1999:blog-8578161740634862640.post-28219468957010878542013-12-27T16:33:00.003+01:002017-10-05T13:20:07.571+02:00El espíritu de la risa<span style="font-size: 18pt; font-variant: small-caps;">Alberto Luque</span>
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<table cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="float: right; margin-left: 1em; text-align: right;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhLl2VctKU5OypQGMe94c-PJujGPn2u8Un_lFf_KnPPbwicoLKrXnhWqMn7D8n_sU-9sneg1BI8Auj_F6ArwDXdbZdLGcsQ7yeSMkBarnh-7PrPmMzBJJj8zqO9WfFGR3Q2NVWSZvvq-72h/s1600/Hals,+Fr.,+Peeckelhaering+%5B1628%E2%80%931630,+%C3%B3leo+sobre+lienzo,+75%C3%9762+cm,+Staatliche+Kunstsammlungen,+Kassel%5D.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; margin-bottom: 1em; margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhLl2VctKU5OypQGMe94c-PJujGPn2u8Un_lFf_KnPPbwicoLKrXnhWqMn7D8n_sU-9sneg1BI8Auj_F6ArwDXdbZdLGcsQ7yeSMkBarnh-7PrPmMzBJJj8zqO9WfFGR3Q2NVWSZvvq-72h/s320/Hals,+Fr.,+Peeckelhaering+%5B1628%E2%80%931630,+%C3%B3leo+sobre+lienzo,+75%C3%9762+cm,+Staatliche+Kunstsammlungen,+Kassel%5D.jpg" width="264" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Frans Hals, <i>Peeckelhaering</i> [1628–1630,<br />
óleo sobre lienzo, <span style="text-indent: 18pt;">75×62 cm,</span><br />
<span style="text-indent: 18pt;">Staatliche Kunstsammlungen, Kassel].</span></td></tr>
</tbody></table>
<span style="text-indent: 18pt;">Todos los años son iguales, todos distintos… O bien: todos los hombres son iguales (no quizá frente a la ley, frente a la muerte seguro), y todos son distintos; todos los átomos son iguales, y también distintos… No pretendo iniciar aquí y ahora ningún curso de lógica dialéctica. Había pensado en proponer el tradicional ejercicio intelectual (o sentimental) típico de cada final de año consistente en rememorar y hacer balance de las experiencias vividas en el que acaba. Pero enseguida me he dado cuenta de que era más interesante reflexionar acerca de ese mismo ejercicio mental, acerca de lo que significa hacer balance, comparar lo esperado con lo logrado, recordar lo memorable, y también lo que olvidamos proseguir… ¿Por qué es esto más interesante que el simple y tradicional recuerdo y resumen del año? Pues porque es muy distinto lo que cada cual concibe como digno de rememorar, o mejor dicho, porque son inagotables los aspectos a juzgar y los fines con que cada cual lo hace. La dirección de un partido político, el jefe de estudios de una titulación universitaria, el contable de una empresa, un comisario de policía, un ama de casa, un estudiante… cada club, cada individuo, en cada rol o circunstancia, ha de llenar ese balance con unos contenidos y unos propósitos muy diversos, y lo único común es el carácter abstracto de la razón de ser de un balance.</span><br />
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Los aspectos que interesan a cada cual, de los infinitos que contienen los avatares de un año, son distintos, qué duda cabe, y yo no deseo convencer a nadie de que son más importantes los que yo mismo destaco. Pero ¿son diferentes también las formas en que se hace balance, el método y el sentido? Desde luego que sí. Lo que yo aconsejaría, si sólo un consejo sirviera, es el pensar de acuerdo con ese método comparativo universal que nos hace conscientes de lo igual y lo distinto, y de la relatividad o historicidad de todo cuanto acaece, un poco a la manera de los antiguos presocráticos, y especialmente de Heráclito. Pero para quienes no conozcan la dialéctica, este consejo es inútil si no va acompañado de una explicación suficiente de en qué consiste, lo que no puede hacerse brevemente, ni es el propósito de las casuales reflexiones muy personales que ahora me ocupan.</div>
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Si se tratase —lo que tampoco es el caso— de sintetizar y juzgar lo que ha propalado este blog, habría que destacar especialmente cómo el polémico tema del nacionalismo catalanista ha resurgido aquí en varias ocasiones, muy en consonancia con la entusiástica bulla que meten sus propugnadores, lo cual me ha parecido muchas veces algo así como contribuir involuntariamente a intensificar una farsa, haciéndola parecer cosa más seria. Por mi parte, lo único que veo de <i>serio</i> en todo ello es su lado latente, tremebundo y trágico, y no su lado manifiesto, entusiástico, festivo y carnavalesco. Si realmente hubiese visos de que ese energetismo independentista pueda poner en paréntesis la unidad territorial de la nación (<i>i.e.</i> verdadera y fácticamente, y no ya en las fantasías descabelladas de los independentistas), entonces estaríamos a las puertas de una nueva violencia incivil de las de toda la vida. Las noticias del recientemente proyectado referéndum de autodeterminación ilegal para el 9 de noviembre de 2014 (coincidiendo con la efemérides de la noche de los cristales rotos en la Alemania nazi, de triste memoria) vinieron envueltas en ropas grotescas con adornos siniestros. Me causó una espeluznante impresión la forma en que los noticiarios catalanistas anunciaron la reacción inmediata del gobierno de la nación, por boca de su presidente Rajoy, y que se reducían a la sencilla explicación de que tal evento no podrá tener lugar, siendo ilegal, pues indiscutiblemente la soberanía de una nación democrática reside en toda su población, y no en una parte cualquiera de la misma (y en cualquier régimen, democrático o no, la ejerce su gobierno, y no cualquier pedazo de su entramado institucional). Pues bien, fueron los mismos periodistas que difundían esta respuesta quienes se adelantaban a añadir el chulesco comentario de que Rajoy no había explicado ¡de qué manera iba a impedirlo! Frente a esa insidiosa y recalcitrante pregunta, el presidente se había limitado a decir algo así como: «No quiero adelantar acontecimientos». En fin, ¿no puede cualquiera de esos bravucones, esos aventureros políticos, «adelantar acontecimientos» en su diminuto cerebro? ¿Acaso no es el más siniestro y deseado (por ellos mismos) de esos posibles acontecimientos el más obvio, y el único que pretenden provocar como respuesta? Estaría cantado: la disolución del Parlament y el encarcelamiento y juicio de los dirigentes sediciosos; pero los muy valientes esperan que esta obvia, única y legítima reacción del gobierno de la nación desacreditaría a los antinacionalistas, lo que demuestra únicamente hasta qué demencial extremo llega su pérdida de realidad.</div>
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Seguramente no se podrá eludir que a lo largo del próximo año de nuevo se repitan las críticas que se han vertido en este blog contra el nacionalismo, pero, como ya he manifestado en otras ocasiones, el tema es de lo más aburrido, así que no voy a insistir ahora, en esta época navideña que sólo invita al entusiasmo y el goce de comer y beber, a algo así como la disipación transitoria del principio de realidad, al espectáculo festivo, a la experiencia estético-hedonista, a la suspensión voluntaria de la adultez, la seriedad de la vida y la incredulidad.</div>
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Yo esperaba —deseaba— haber tenido más de una ocasión de completar algunas entradas desde el verano, y sobre todo una ya prometida con preciosas reflexiones de varios pensadores sobre el tiempo y la historicidad. También tenía la esperanza de poder hacer un pequeño ejercicio literario-filosófico en forma de <i>cuento de Navidad</i>. No me ha alcanzado el tiempo… (quizá alguno de los amigos y lectores se anime a enviarnos algo así, cuentos de Navidad, de la forma y fondo que deseen, tristes o alegres, solemnes o sardónicos, esperanzadores o descorazonadores, breves o dilatados…). En compensación, describiré algo de una experiencia personal muy reciente: la pasada Noche Buena, mi queridísima amiga Assumpció Linares, excelente soprano que posee una preciosa voz cuya interesante progresión he ido gozando desde hace varios años, y un servidor como instrumentista de nuestro delicioso dúo diletante, acompañamos la Misa del Gallo en una pequeña población cercana de nuestra comarca. Yo sabía lo que es una Misa del Gallo, pero ni siquiera porque la hubiese visto ni oído alguna vez, sino por la abstracta descripción de tal liturgia y por comparación fragmentaria con otras clases de misa. Me pareció que, además del habitual placer que también los intérpretes sentimos en los conciertos, ésta era una ocasión maravillosa para obtener observaciones antropológicas desde dentro, es decir para enriquecer mi experiencia de lo sagrado contemporáneo con conocimientos adquiridos <i>de près et de loin</i>. Luego comentaré al menos una de estas observaciones.</div>
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Mientras tanto, mi mente se deja conducir por esas ensoñaciones, típicas quizá, propiciadas por estas milenarias efemérides. La Navidad es algo tan proteico (¡qué hermosa palabra! —«proteico», no «Navidad»), tan proteico como monótono, tan fascinador como vulgar, tan sublime como grotesco, no sólo para los ateos como yo, sino también para los creyentes —que tan a menudo se sienten inclinados a juzgarla como si sólo les perteneciese a ellos, como si sólo ellos fuesen expertos en distinguir la «auténtica» Navidad de la falsa—; y lo es tanto para los consumistas como para los sobrios, para los soñadores y para los que no creen en más cera que la que arde. En estos días se intensifican las impresiones e intuiciones mundanas, filosóficas o emotivas, que se nos ocurren también en cualquier otro segmento del calendario. Yo, por ejemplo, contemplo fugazmente los rostros de los miles de personas desconocidas con que me cruzo en la calle, sobre todo en la noche, a la cálida luz artificial, cuya mitigación respecto a la poderosa invasión lumínica del astro rey da un extraño impulso a la reflexión y la fantasía, como observaron Fontenelle y otros muchos. Contemplo, por ejemplo, lo que es siempre verdadero y evidente, tanto que se vuelve transparente e inadvertido: que la expresión habitual del 99% es seria, ensimismada, incluso de introspectiva inquietud, pero una inquietud por asuntos banales que sólo a ellos y a nadie más interesan. De tanto en tanto, un solo rostro que sonríe, ya sea con los labios o con la mirada o con cualquier otro ademán, un semblante alegre se destaca de la muchedumbre como una sorpresa, casi como un insulto. «Mira qué feliz es o parece…», digo para mis adentros; y pienso en lo que añadiría aquel a quien semejante expresión singular le llegue al alma en efecto como un insulto: «…el muy imbécil». Pero no, ese otro 99% no puede aquí sentirse insultado, porque en su ensimismamiento —o idiotismo— ni siquiera percibe a ninguna otra alma inmortal de las que pasean a su alrededor envueltas en sus efímeras ropas. Ya podría tratarse de ángeles —o de demonios—, que ninguna impresión dejarían en ellos a su paso. Es mucho más probable que el que se deja magnetizar por una sonrisa, por una mirada gozosa, por un rostro alegre —ya sea auténtico o fingido, inteligente u obtuso— transporte él mismo una fisonomía muy semejante. Así, sólo los felices «se reconocen».</div>
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Me detengo un instante frente al escaparate de un estudio fotográfico que exhibe en grandísimo formato lo que seguramente su mismo dueño juzga sus más logrados recientes retratos: una madre madura abrazada a su joven hija, ambas guapas y bien vestidas, peinadas y maquilladas, con sonrisas de anuncio para dentífrico; un grupo de 6 hermanas jóvenes y de mediana edad (éste me recuerda mucho a mi familia política), todas encantadoras, una de ellas incluso seductora, todas también con la indefectible y estereotípica sonrisa… Ahí está el tema: la sonrisa (o la risa, tanto da). ¿De qué o por qué se ríen las personas que se dejan retratar, o que son retratadas porque lo desean, lo piden y lo esperan? ¿Acaso acababan de oír un buen chiste? Me temo que cualquier antropólogo, o psicólogo, o sociólogo, o historiador tendrá serias dificultades para descifrar este enigma. Enseguida distinguimos si un retrato fotográfico es de nuestra época, no tanto por el aspecto material o técnicamente nuevo ni por el escenario, el vestuario o las poses, sino porque los retratados aparecen invariablemente sonriendo. En los retratos de antaño —tanto las fotografías como, no digamos, las pinturas— el modelo nunca sonríe —o sólo muy excepcionalmente. ¿Por qué? Pues porque desea ser verdaderamente retratado, es decir que su imagen no sea simplemente fisiológica, sino metafísica, no sólo mera prosopografía, meros rasgos musculares, biotipológicos, sino también etopeya, que transmita su carácter, su expresión habitual o típica, su personalidad, su verdadera apariencia y su verdadero ser (en la mirada y en los labios, en la frente y el mentón, quizá un poco también en una levísima insinuación de un ademán). Todo esto desaparece en el acto cuando uno ríe (y también, aunque algo menos, cuando llora). Salvo al retratar a un borracho o un bobo (pensemos en Velázquez), o a un individuo singular y característicamente risueño, por naturaleza o temperamento o bien por hallarse en un transitorio pero motivado estado de incontenible alegría (pensemos en Hals), o bien cuando se «retrataba» a Demócrito (el filósofo que ríe) o a Heráclito (el filósofo que llora), esas horrendas deformaciones faciales no se consideraban ni siquiera artísticamente interesantes. (Por cierto, Edgar Wind reveló en un capítulo tan breve como erudito de <i>La elocuencia de los símbolos</i> la preferencia, en la tradición cristiana, de la representación de Demócrito a la de Heráclito, lo cual da mucho que pensar.) Aparte de un calambre más o menos involuntario, la risa no es más que una máscara, que nos hace a todos indistinguibles, que nos oculta mejor que las caretas de cartón. Y ¿qué clase de personas son quienes están tan preocupados por camuflarse tras esa común máscara que uno tiene siempre al alcance? Es completamente natural y lógico que disimulen su personalidad los espías, los terroristas, los miembros de sociedades secretas, los que asisten a una fiesta de disfraces, por juego o por intriga, por necesidad o por miedo, por frivolidad o malicia. Pero ¿qué clase de civilización es una íntegramente compuesta de gentes que se despersonalizan sistemáticamente mediante el pueril expediente de ensayar en sus rostros la más universal expresión de la estupidez, la risa, cuando se disponen a ser inmortalizados por una cámara fotográfica? Me diréis que con estos erotemas me parezco a aquel antipático Jorge de Burgos (personaje de la célebre novela de Eco <i>El nombre de la rosa</i>), que estaba firmemente determinado a asesinar a todo aquel que se atreviese a reír o que tan siquiera se mostrase indulgente con el gozo de lo alegre. Y en cierto modo me reconozco en ese Jorge de Burgos; quiero decir que, salvo por su criminal conducta, me parece que tenía razón filosóficamente. La irritación muscular que llamamos risa es una incontinencia nerviosa que revela nuestro más malicioso placer; basta repasar los motivos que suelen provocarla: el daño ajeno (caídas, tropiezos, fracasos estrepitosos), los engaños, las trampas, las debilidades del prójimo… en general, la risa que provoca un chiste expresa el regocijo que se resume en el siguiente pensamiento: «¡Qué suerte que no me pasa a mí!» En suma, que si la tragedia, según Aristóteles, debía purgar nuestras pasiones provocando terror y piedad, lo cómico hace algo semejante mediante la alegre y soberbia inmisericordia. Poca cosa más significa la risa, en general. El hombre capaz de reír demuestra con ese vicio que no es íntegra o absolutamente bueno. El hombre justo, el santo, el hombre absolutamente bueno no ríe: de lo grotesco o frívolo, porque es igual de banal o estúpido concederle la menor atención, y de lo penoso o lo perverso, porque no puede serle grato, sino odioso; la única risa tolerable para el bondadoso o el inteligente es la que carece de sentido moral, la puramente fisiológica inducida por las cosquillas, el vino, los baños o cualquier otro agradable estímulo sensual, o bien la puramente intelectual que procuran los acertijos, los juegos de palabras, los argumentos paradójicos, lo absurdo abstracto. (Y podría escribirse toda una tesis doctoral sobre ese otro misterio que consiste en el escaso efecto que producen los chistes sofisticados, abstractos y surrealistas, frente a la salvaje hilaridad que provocan los de contenidos escabrosos, groseros, obscenos o crueles.) Ahora bien, si el acto de reír demuestra que un hombre no es absolutamente bueno, tiene la compensación de que al mismo tiempo demuestra que no es absolutamente malo. En efecto, el malvado perfecto tampoco ríe jamás, y el motivo viene a ser algo así como que su maldad le impide incluso esa gozosa manifestación de perversa satisfacción, simplemente porque para él lo perverso no es ni anómalo ni grotesco. Lo que acabo de explicar no me lo he inventado; lo anotó muy perspicazmente en 1913 Sandor Ferenczi en su jerga psicoanalítica: «<i>La risa es un fracaso del rechazo, un síntoma de defensa</i> contra el placer inconsciente. Permanecer serio es un rechazo conseguido. Un hombre absolutamente malo desarrolla su placer <i>sin defensa</i> con lo que es cómico (lo que es indecente o incongruente) en los demás (o sea que él no se ríe, no produce un contraveneno que lo defienda del placer). Un hombre cuya maldad está imperfectamente rechazada estalla en risas siempre que una incongruencia extraña despierta en él placer. Un hombre totalmente moral ríe tan poco como el hombre absolutamente malo. Falta la liberación del placer.» [<i>Obras completas (Psicoanálisis)</i>, t. <span style="font-variant: small-caps;">iv</span> (1927–1933), Madrid, Espasa-Calpe, 1984, p. 227.] Pero luego está esa otra risa, o sonrisa, bastante tonta, y en rigor inmotivada, a la que me he referido antes, la sonrisa-máscara, la típica de las fotografías, para la que hasta se han ideado curiosos métodos propiciatorios, de facilitación mecánica, como el de prolongar la pronunciación de un nombre acabado en «i»: «Luiii-i-i-is». ¡Habráse visto juego más estúpido! «¿De qué se ríe (o de quién, o por qué, o para qué…)?» es casi lo único que se me ocurre pensar cada vez que veo una fotografía así. Es una risa ingénita, abstracta, absoluta, incondicional, inmotivada, sin objeto, un poco como lo es el amor en los adolescentes, sin ideas, sin comercio verbal. La risa por la risa, como el arte por el arte, como el color por el color en un cuadro de Delacroix, o como el placer de hacer daño por el puro placer de hacerlo, que según Mérimée es el más universal de los vicios.</div>
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Parecerá que me pongo un pelín amargo, pero mis observaciones no tienen por objeto una censura moral, y mucho menos pretendo sugerir que la mayoría somos unos bobos risueños sin motivo alguno; todo lo contrario, soy incapaz de imaginar a alguien tan obtuso como para no sorprenderse, si se le pide que reflexione, de lo extraño de esta costumbre. ¿Acaso no he empezado diciendo que es muy raro contemplar un rostro que ríe entre la muchedumbre que pasa? Sí, lo es; la gente no ríe a menudo, ni con motivo ni sin él, en la realidad real, sólo en las fotografías. Por lo tanto, nuestros típicos álbumes familiares (y muchas otras fotografías públicas) no son un buen reflejo de lo real-real, sino una mistificación. Y no vale la pena que me extienda —porque es que no acabaría nunca— sobre los lastimosos conceptos a que nos conduce esta simple observación. Que lo pruebe cada cual, y al cabo de poco rato se dirá: «¡Ya basta!, pensemos en algo menos deprimente, más serio y más feliz.» Además, no me parece que tenga verdadera importancia, que en verdad sea esta risa tonta una prueba de que estamos entontecidos; simplemente es una costumbre absurda, como lo son muchísimos otros de nuestros hábitos, lo que no nos impide darnos cuenta de ello y hasta cambiarlos.</div>
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«Pareces un cerdo vitoriano.» «Me juego los cojones a que esto me sale bien.» Son dos expresiones que me han hecho reír hoy. La risa naturalmente motivada, si se piensa bien, es la manifestación corporal más extraña, un verdadero e insondable enigma. Las reacciones violentas y reflejas que responden al dolor, al cosquilleo, al calor o al frío repentinos, a las caricias, al ruido, a la oscuridad o a la luz intensos y súbitos, etc., son puramente fisiológicas. Pero la risa —salvo la provocada por cosquillas o por óxido nitroso, o debida a algún tic nervioso— consiste en una enérgica respuesta muscular ¡a un estímulo mental! No hay risa sin el pensamiento —o el descubrimiento, la apercepción y el juicio. Pero este enigma al menos lo hemos conocido o reconocido siempre como tal. Lo que resulta mucho más extraño y en verdad nuevo en la historia humana es esa otra risa universal, a la vez mecánica y deliberada, socialmente obligada y sin verdadero objeto en el pensamiento, que se ensaya cuando nos toman una fotografía. Éste sí que es un enigma de los gordos, una clave casi indescifrable (para la historia, para la psicología, para la ética, para la antropología). Por supuesto, muchas veces la risa postiza, sin objeto, la risa-máscara de las fotografías contemporáneas es indistinguible de una risa espontánea, real y bien motivada. Es como una falsificación perfecta, mucho más de lo que un Van Meegeren lo es de un <i>hipotético</i> Vermeer (porque ésta es otra: un Van Meegeren es una falsificación perfecta no de un verdadero Vermeer, sino de un Vermeer falso, inexistente, de un cuadro que Vermeer nunca pintó; es decir que se trata de un verdadero Van Meegeren, fraudulenta y falsamente atribuido a Vermeer). Y muchas veces esa fingida risa-máscara es idéntica a la verdadera (aunque anómalamente motivada) risa de, digamos, los líderes políticos en sus baños de masas u otras figuras públicas; pero de esto no hay que extrañarse, porque también estas risas-máscara auténticas están dirigidas a la cámara inmortalizadora.</div>
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Si alguna catástrofe universal, como las de esos grandiosos espectáculos fílmicos del género apocalíptico, suprimiese la continuidad histórica con la superviviente humanidad futura, las fotografías de nuestra época que quedasen como vestigios inducirían a nuestros descendientes a la obligada conclusión, quizá no del todo errónea, de que fuimos una civilización somnolienta de selenitas aficionados al opio, respirando siempre algún gas hilarante, seres entontecidos, puerilizados, perpetuamente sonrientes. Estoy suponiendo, claro está, que se hubieren borrado los testimonios que pudiesen demostrar que esa pose la reservábamos exclusivamente para el instante en que nos poníamos ante una cámara. Y si los historiadores de ese hipotético futuro descubriesen que en nuestros reales hábitos mundanos nuestros ademanes corrientes eran normales, serios —e incluso que habitualmente presentábamos un aire apesadumbrado—, entonces conocerían sólo la verdad de que existe una contradicción, pero, como nosotros mismos, no sabrían cómo explicársela. Quizá se preservaran algunos casuales testimonios de esta perplejidad (por ejemplo esta misma entrada de <i>Constelación</i>), y entonces añadirían a sus conocimientos históricos el hecho de que nosotros mismos —algunos de nosotros— ya estábamos conscientes de lo raro del caso, y de que también ignorábamos su verdadera razón, o al menos nos era muy dudosa.</div>
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Razones fragmentarias, y en rigor falsas, las seguirían teniendo a puñados, como nosotros mismos: por ejemplo, que sonreír nos hace más simpáticos; pero ¿explica esto por qué nos sentimos obligados a parecer afables a seres que no conocemos ni nos conocen, en lugar de dejar que penetren nuestra alma en nuestra mirada y nuestra fisonomía habitual? ¿De verdad justificaría ese cortés afán por parecer cordiales nuestro otro presumible empeño sospechoso en camuflar nuestra personalidad (o al menos lo que de ésta pudiese deducirse si es verdad que la cara es el espejo del alma)? ¿No sugeriría más bien esa extraña mundial costumbre de sonreír ante la cámara la conclusión de que hemos asumido sin violencia, íntegramente, nuestro destino de <i>hombres sin atributos</i>?</div>
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Otra cosa son esas celebraciones y reuniones de amigos, colegas o parientes, especialmente frecuentes en Navidad, en que hectolitros de vino circulando por nuestras venas producen risas a granel, y hasta nos hacen redescubrir a veces el olvidado dominio universal de la ley de Newton, cuando alegremente damos tumbos por el suelo.</div>
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Así que la Navidad propicia la risa. Concluir cada año con celebraciones festivas en las que corre el alcohol a raudales, quiero decir, y no el contenido social o ideológico de la Navidad en particular: esto es lo que hace estadísticamente obligado rememorarlo con una sonrisa en los labios, de gozo por el momento, por la pura sensación abstracta e irrenunciable de estar vivos, <i>carpe diem quam minimum credula postero</i>; pero no sólo por el salvaje deleite de olvidar esos dos días sobrantes de nuestra vida, ayer y mañana, y disiparnos deliciosamente en el aquí y ahora, sino también por el ineludible impulso a renovar la esperanza, a proyectar los deseos, a dejarse fascinar por cualquier promesa de felicidad (salvo para aquellos, naturalmente, que casual pero también inevitablemente se hallen enfermos o hayan padecido el rotundo golpe inmisericorde de una infausta desgracia). Y claro que unos reirán con más energía que los otros: aquellos que hayan contemplado la realización de sus deseos; pero los demás reirán también, ayudados por el licor cordial, pensando en sus revanchas futuras. Recuerdo ahora una conmovedora escena de <i>Sorgo rojo</i> (Zhang Yimou, 1988), en la que los partisanos chinos, en la víspera de la cruel invasión japonesa, se preparan para la carnicería con una maravillosa oda al vino, que da coraje y vigor, y quien lo bebe «no se arrodilla ni ante el Emperador». Pero en los tiempos que corren, ni siquiera nos hace falta ningún estímulo alcohólico para que nuestra sangre se hinche en las venas produciendo el jubiloso impulso a la rebelión. Hace unos días fui a comprar unos libros para regalar. En la salida de la tienda había un hombre y una mujer, ya jubilados, que por un donativo para no recuerdo qué institución cuidadora de huérfanos pobres envolvía los objetos comprados en papel de regalo. Mientras manipulaba mi paquete, el hombre hizo unos agitados comentarios, de un modo muy tierno y sentido, de una muy contenida tristeza por la lacerante necesidad en que se ven obligados a vivir tantas personas, de modo que otros se movilizan para socorrerles. Yo le dije que un gobierno justo debería aumentar los impuestos a los muy ricos, a esos que incluso se enriquecen más todavía cuando producen la miseria de todos los demás. Y entonces su sentimiento de rebelión se desató, manifestando abiertamente que le sorprendía que tantos desgraciados cuya vida han arruinado unos banqueros bribones no salgan decididamente a degollarlos. Yo le dije que por mi parte no haría nada para defenderlos de semejante matanza, porque en verdad se lo merecen, ¡que se defiendan solos!, pero que los actos de terror individualistas, aunque sean justicieros, son socialmente inútiles, que se necesita la organización de los trabajadores bajo una dirección revolucionaria, con un programa claro, único y simple de medidas socialistas, y con el firme y diáfano objetivo de suplantar completamente todos los mecanismos de poder. Y entonces él se franqueó con más entusiasmo aún, abriendo su corazón rebelde y justiciero: «Ahí está: como en la Revolución francesa…» Y yo que me contagio y le interrumpo: «Di que sí, como Robespierre, el ángel vengador, el tiranicida, el Incorruptible… el mayor santo de mi devoción, después de Lenin…» Yo iba tocado con una gorra que acababa de estrenar, entre marino holandés y cadete ruso, que me daba un perfecto aire de bolchevique, y pensé que quizá también ese hecho banal pudo haber influido en nuestro momentáneo ánimo dialogador.</div>
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Tenemos así dos grandes espectáculos corrientes, permanentes, regulares, ininterrumpidamente reiterados, en que la risa es el principal o único protagonista: las fiestas que propician la alegre ebriedad juerguista que nos convierte en perfectos modelos para un cuadro «a la verdadera manera holandesa», y el de los deprimentes, estereotípicos retratos fotográficos. Nos mostramos risueños y alegres cuando transitoriamente somos en verdad felices, aunque sea a causa del efecto hilarante de la ebriedad, sin preocuparnos lo más mínimo de que la manifestación de ese gozo inmediato de vivir sea efímera, ni aun de que alguien la inmortalice con su cámara; y mostramos falsa, inmotivada y vacuamente una apariencia semejante cuando de lo que se trata no es de sentir nuestra propia alegría, sino de la intención y el acto de dejar un recuerdo de nosotros mismos para la posteridad; un «recuerdo» que, por tanto, será en sí mismo tan ficticio como esa pose y tan vacío como esa intención. Falsificamos así nuestra huella con la misma figura que espontáneamente componemos cuando experimentamos la verdad deliciosa y alegre de un momento de felicidad en que no nos inquietamos por la apariencia ni el porvenir.</div>
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Quiero excluir los casos, sean o no numerosos, en que la sonrisa dirigida a la cámara, aunque sólo eso parezca, es en realidad expresión sincera, natural y espontánea de un placer momentáneo y real, porque el modelo no la adopta ritualmente por ese absurdo imperativo de parecer agradable a perpetuidad, sino que la dirige al fotógrafo quizá, que le ha magnetizado con una simpática solicitación, o bien se la dirige a sí mismo, porque en ese momento ha sido presa de una ensoñación rozagante. Estas risas auténticas merecerían también un detenido examen, sobre todo por su similitud aparente con las otras, como la semejanza entre un original y una copia. Pero baste aquí dejar reconocido que existe una profunda e irreducible diferencia, aunque haya que convertirse en un experto para notarla.</div>
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Todos los niños ríen, y muy a menudo, salvo cuando caen enfermos. La frecuencia y la intensidad de las risas van disminuyendo paulatinamente mientras crecen, lo que nos permite asociar objetivamente esa expresión a la inmadurez. En un adulto, pues, reír equivale a un momentáneo hacerse niño, a una suspensión transitoria —y normalmente voluntaria, aunque inmediata— de su seriedad, y hasta de su incredulidad, como en la experiencia estética según Collingwood. No es que la sonrisa y la risa no sirvan también para expresar a veces la incredulidad, por ejemplo en la ironía, y así tenemos una variopinta selva cómica: risa irónica, sarcástica, sardónica… Pero el desentendernos ahora de estas variedades especiales no creo que dañe mucho a la exactitud de las observaciones generales que estoy haciendo.</div>
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Un efecto —o poder— también muy enigmático de la risa, casi más incomprensible que el sentido de la misma, es que posee, como fenómeno puramente fisiológico, un raro magnetismo: la de uno induce la de quienes la contemplan; el fenómeno es muy común y se produce con la más leve sonrisa, llegando en ocasiones al paroxismo de lo que llamamos «risa contagiosa». Esto se percibe claramente no cuando ambas risas proceden de un mismo estímulo compartido, sino cuando la sonrisa que se nos brinda es en sí misma el estímulo de la nuestra, que se genera así como pura <i>simpatía</i> (o si se quiere, como reflejo simpático o parasimpático). El efecto que produce una persona que no corresponde a una sonrisa con otra es devastador. Es como no devolver un saludo. Generalmente, quienes son refractarios a esta suerte de acto reflejo han de parecer por fuerza unos autistas o incluso unos psicópatas, y quizá lo sean la mayor parte. Lo mínimo que podrá decirse es que resultan antipáticos. Pero también nos parece muy sospechosa, falsa y desagradable una respuesta demasiado enérgica, exagerada. Y en fin, hay personas que aun manteniendo un semblante casi imperturbable, casi paralizados todos los músculos de su rostro, poseen una expresión dulce y afable (sobre todo en la mirada) que vale también por una sonrisa, o incluso más. Si a veces no somos capaces de apreciar esta discreta simpatía, y la juzgamos torpemente como frialdad u hostilidad, es a causa de aquel abominable exceso de histrionismo, de falsa exageración absurda de lo alegre que se expresa mejor que en ninguna otra ocasión en la obligada y típica pose para los retratos fotográficos.</div>
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Si la risa, como explosión, como convulsión nerviosa exagerada, tiene ese sentido inmoral que antes he comentado, esto nada dice contra el deber moral de la alegría. No es que no haya siempre sobrados y serios motivos para ser pesimistas o entristecernos; pero bien mirado <i>nunca</i> es tiempo de lamentaciones. La lamentación es una grave falta moral, como lo es también toda clase de tristeza, una enfermedad, una impotencia; podrá ser inevitable, superior a nuestras fuerzas, pero jamás se podrá convencer a un hombre sano de que es también deseable, al modo en que los poetas románticos han hecho la apología del sufrimiento, del amor no correspondido, de la victoria moral a expensas del fracaso material, etc.; eso es una estética de tuberculosos. El tropezón, la caída, el fracaso, no deben ser concebidos más que como <i>momentos</i> dialécticos del eterno dinamismo de la vida, no como destinos metafísicamente trágicos de un acaecer cósmico y abstracto. Son etapas transitorias, ocasiones para la continuación, el alzamiento y el triunfo. La debilidad, la postración no son sino motivo adicional para redoblar los esfuerzos por recuperar la salud y la potencia. No me refiero al autoengaño que procuran las consolaciones, sino a todo lo contrario.</div>
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El sacerdote que ofició la Misa del Gallo a la que antes me he referido añadió en su sermón la lectura de un panfleto de no sé qué otra parroquia que recogía fielmente las denuncias de la Plataforma de Afectados por las Hipotecas. Al acabar la ceremonia, en el momento de saludarnos para despedirnos le dije —con una natural sonrisa en mis labios y un apretón de manos y de hombros— que me había gustado mucho el aire bolchevique de esa parte de su sermón. Tuve la impresión de que mis cariñosas palabras lo azoraron, un espontáneo rubor subió enseguida a sus mejillas y se despidió rápidamente (tenía unas ojeras lastimosas); pensé, con mucha más piedad que malicia, que al hombre le entró un tan repentino como ancestral temor al oír el inusual adjetivo «bolchevique», y como yo iba de punta en blanco, completamente abotonado y con un abrigo largo que me daba el aspecto de un ricachón <i>bon vivant</i> y cínico, me imaginé al pobre capellán conjeturando que yo era eso, y que mis palabras, acompañadas de mi sonrisa, sólo eran un broma de mal gusto, si no la más perversa expresión de una censura y una amenaza: «Ya te enterarás cuando se lo cuente al obispo…». Sentiría mucho haber acertado en esta fantástica intuición, porque eso querría decir que toda la aparente buena fe de este hombre no era más que otro vano ejercicio de hipocresía y cobardía. El pastor había explicado muy dulcemente a los parroquianos que era poco menos que un pecado el mostrarse siempre quejosos, y que es un deber cristiano, o humano, el esforzarse en estar alegres, sobre todo para hacernos más agradables a los otros, y yo completé en mi mente sus precarias y simples admoniciones añadiendo la idea de que ese imperativo debe llegar hasta lo que comúnmente llamamos «hacer de tripas corazón». Todo eso me parecía como una reiterada invitación a abandonarnos en la Providencia (¿acaso no somos nosotros lirios del campo, o incluso algo más y mejor?), a no temerle a nada ni a nadie (ni a la muerte, ni al diablo, ni a los dioses, ni al destino, como nos enseñó Epicuro), a no dejarse fascinar por las mentiras que a diario repiten los ricos, <i>vanitatum vanitatem</i>. Acabado el sermón, los ricos del pueblo se irían a continuar sus goces de siempre, y los pobres a consolarse durante algunas horas o días mediante el reposo, la cópula, los ensueños, el vino y algunos manjares. Pues a no temerle a nada ni a nadie, y a reírse de todo, también ayuda el vino. Y la risa, no digamos, puede ser la más temible y devastadora de las amenazas que llegan a sentir los poderosos. «Se ríe de su madre» es la grotesca, pero a la vez profunda síntesis que el garrulo compilador del <i>Codex Coislinianus</i> hace de la comedia. Sin embargo, el primero que abandonó el santo propósito de la simpatía obligada que había recomendado a sus feligreses fue el sacerdote, que no predicó con el ejemplo cuando oyó mi equívoca (para él) felicitación por haber recordado que Nuestro Señor es el dios de los pobres y no el de los satisfechos. (Claro que acto seguido había amalgamado esta teología comunista con la tradicional apología de la mansedumbre, lo cual podría neutralizar todo el contenido revolucionario del lema anterior, pero también podía quedar sin consecuencias: cuando un mensaje es contradictorio, o bien se lo ignora completamente, o bien se ignoran las partes del mismo que contradicen las otras, de manera que sólo cuenta la tesis que a cada cual le interesa recoger. La historia nos enseña que, pese a la invariabilidad esencial de sus contenidos dogmáticos, las religiones pueden jugar un papel revolucionario o conservador, según la coyuntura. Pero esto no viene ahora al caso.) Total, que tampoco el cura aquel había hecho el esfuerzo, más allá de resistir quizá 40 horas sin dormir, de parroquia en parroquia, por mostrar, al menos a mí, ese lado simpático, ingenuo y confiado que según él era el más precioso regalo que los hombres buenos pueden hacerse unos a otros (llámalo «amistad», como Aristóteles, o llámalo «<i>x</i>», como nos enseña la jocosa y abstracta abreviatura semántica que compensa la actual decadencia de la retórica).</div>
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Que estemos tan acostumbrados a escuchar las mismas gastadas monsergas navideñas sobre la fraternidad humana no me parece razón suficiente para desacreditar el fondo de lo que los melindrosos llaman «el espíritu de la Navidad», pues este fondo tiene otros nombres más universales y perennes: uno de ellos, muy hermoso, es «el corazón humano». La única pega es la de que, así como hay que ser un experto para distinguir la risa-máscara vacía en un retrato fotográfico de la franca expresión natural de felicidad verdadera, también hay que serlo para distinguir cuándo unas mismas hermosas palabras son mero formulismo y cantilena, y cuándo expresan una sincera y sólida convicción humanística.</div>
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¿Cómo se expresa el santo gozo de la humildad y de la vida buena, y cómo y cuándo se hace mediante la alegría? Parece casi imposible; hay una miríada de obstáculos, externos e internos, del orden social y del orden moral, que lo impiden. Hojeando al azar páginas de Internet me encuentro a menudo blogs escritos con ingenio, bien cuidados, llenos de reflexiones interesantes. Pues bien, muchos de ellos están tan deliberadamente recortados contra un fondo hostil, que muchas veces es sólo ese fondo el que constituye, negativamente, todo su contenido. Me refiero a páginas muy bien escritas sobre cualquier cosa intelectualmente atrayente, pero que continuamente interrumpen sus discursos para referirse explícitamente a la parte que presumen excluir entre sus lectores, con advertencias tan odiosas y estúpidas como: «El que esperaba esto otro, puede dejar de leer»; algo que recuerda vagamente el razonable elitismo de Platón al grabar en el frontón de su Academia la advertencia «Nadie entre aquí que no sepa geometría». Este lema platónico no era en rigor un aristocrático y consolador gesto de distinción, sino más bien todo lo contrario, aunque formulado negativamente: «Aprended geometría», un consejo dirigido a todos. En los blogs a que me refiero, moderna versión cibernética de lo que antaño fueron los clubes, abunda mucho lo que Clive Staples Lewis llamó «el círculo cerrado», invención verdaderamente diabólica donde las haya. Traigo a colación este ejemplo porque también en estos blogs-clubs se experimenta el gozo del humor, de la risa y la sonrisa, que proviene del sentirse a gusto como privilegiado (intelectual), ya sea porque realmente se es o bien como una consolación más o menos opiácea, claudicante, imbele e impotente. El vigor moral de la alegría nunca debería practicarse como <i>distinción</i>, sino siempre como impulso a la comunión, como jubiloso deseo de interesar a todos, de no ignorar nada que sea humano.</div>
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Quiero acabar estas reflexiones comentando una graciosa broma que ha circulado estos días como felicitación navideña a través de mensajes electrónicos. A mí me la envió mi hermana, y luego la usé yo para bromear con los amigos. Se escribe así:</div>
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<blockquote class="tr_bq">
Poema árabe de felicitación de Navidad:<br />
ناطيشلا بلجي نا يف، ةيفارخلاو تارحاسلا ، ةرحاس رمعلا نم غلبت ، ةأرماو ةاتف ، ةاتف ، رقفلاو لمعلا صرف نم ديدعلا هيدل تمكارت يتلا نيسمخو ةسمخل . ةدابع ةيفارخلا بئارض ةروص يف ةرودلا تلمكأ . ةملكلل وعدي بعلو ، اريثك ثدحتي يذلا وه صخش فلأ نيعبرأو ةسمخ .بردم باتعأ ىلع يشملاو، نيعبرألاو نيثالثو ةسمخل نكلو. لفلفلاو حلملا عم هلوانت نكمي نكلو ، جاهتبا ال بابسأل نيثالثو ةسمخل نيثالثلاو ! رصعلا كلذىظحي يذلا وه ةكرابملا ،نيثالث ىلا نيرشعو ةسمخ نم ينثو ةأرما باسحلاو ، نيرشعو ةسمخ ىلإ نيرشع ةبيط ةاتف , ةاتف نيرشعو ةرشع سمخ نيب نمو<br />
¡Sublime! Casi se me saltan las lágrimas cuando dice lo de:<br />
ةأرما فيط باسحلاو ، نيرشع</blockquote>
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Pues no se crea que la broma es tan absurda como parece. Acerca de los valores caligráficos de la transcripción de un soneto de Góngora en una filigrana de Picasso, decía Abraham Horodisch que «sólo los ignorantes de los caracteres latinos podrían disfrutar plenamente. Un árabe o un chino dotados de sensibilidad y no familiarizados con el alfabeto occidental juzgarían esta página mejor que nosotros. Pero si somos capaces de contemplarla fijamente hasta que se borre el significado de las letras y sólo quede el entrelazado de las líneas rectas y curvas, entonces comenzará a emerger la belleza del diseño en blanco y negro y nos fascinará irresistiblemente.» [<i>Picasso as a book artist</i> (1957), Cleveland (Ohio)–Nueva York, The World Publishing Company, 1962, p. 69.]</div>
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He aquí la grotesca paradoja de que los eruditos se tomen en serio una estética de «ignorantes», mientras que cualquier rústico puede sonreírse del grotesco absurdo de semejante empeño místico que consiste en «contemplar fijamente hasta que se borre el entrelazado de las líneas» (ya sé que no es esto exactamente lo que escribió Horodisch, pero es la misma tontería, chistosamente expresada).</div>
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Aunque en rigor era innecesario, también compuse una breve línea de felicitación navideña en árabe casi auténtico:</div>
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فيليز نافيداد ذ بروسبيرو مريميه</div>
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es decir, en español castizo: «Feliz Navidad y Próspero Mérimée».<span style="text-indent: 18pt;"> Sigamos riendo de vez en cuando, de todo, hasta de nuestra madre como dice el </span><i style="text-indent: 18pt;">Coislinianus</i><span style="text-indent: 18pt;">, pero, por favor, no nos entontezcamos.</span><br />
<span style="text-indent: 18pt;"><br /></span></div>
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Constelaciónhttp://www.blogger.com/profile/07698794212069170490noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-8578161740634862640.post-24493033242036365902013-07-19T16:22:00.000+02:002013-07-19T21:32:59.477+02:00Contar la historia hacia atrás (1)<span style="font-size: 18pt; font-variant: small-caps;">Alberto Luque</span>
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjTjO4ewyIR8Gdqu1z8rhsVKeCF90JLTdCv0eSIYMBaOUGzuoDeqCTOlX3BsF6FeGdXwCaBb6OlYWYHKfO8x8RRQ0m1CzZIKedEQPBTq2O16ayAKlVAnQ7s6ItEZ3DzCzDZEPihG83RkVKG/s1600/Evoluci%C3%B3n+al+rev%C3%A9s.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" height="180" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjTjO4ewyIR8Gdqu1z8rhsVKeCF90JLTdCv0eSIYMBaOUGzuoDeqCTOlX3BsF6FeGdXwCaBb6OlYWYHKfO8x8RRQ0m1CzZIKedEQPBTq2O16ayAKlVAnQ7s6ItEZ3DzCzDZEPihG83RkVKG/s320/Evoluci%C3%B3n+al+rev%C3%A9s.jpg" width="320" /></a>
<span style="text-indent: 18pt;"></span></div>
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<span style="text-indent: 18pt;"><span style="text-indent: 18pt;">Más de un historiador o filósofo se ha preguntado alguna vez si no se obtendría algún beneficio de ensayar un relato histórico invertido, desde el presente hacia el pasado. No tengo noticia de que tal empresa se haya llevado a cabo, ni fallida ni exitosamente. De entrada, la juzgo imposible. En cambio, sí se ha practicado esa inversión del tiempo narrativo en la fantasía literaria. Propongo examinar no sólo estrictamente qué posibles virtudes lógicas y pedagógicas tendría una historia contada al revés, sino también a qué aspectos filosóficos es obligado atender para que este divertimento intelectual sea algo más que hablar por hablar.</span></span></div>
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<a name='more'></a><div>
Cuando se sugiere intentar un estudio de la historia hacia atrás, o más exactamente, una narración regresiva (es decir, que ya vaya relatada hacia atrás, y no sólo que el estudiante lea sus capítulos en orden inverso), al objeto de comprenderla <i>mejor</i>, se da por supuesto que ya se conoce de un modo suficiente explicada en sentido normal, progresivo, lo cual es mucho suponer. Si se trata de defender la necesidad (intelectual, moral, política, filosófica) de la enseñanza de la historia, se requiere empezar constatando que ésta es muy deficiente todavía, aun examinada al modo tradicional, del pasado al presente. Quizá el conocimiento histórico que ha adquirido el ciudadano medio en nuestros días no es más precario que el que posee acerca del álgebra o del latín, pero esto, por supuesto, no es ningún consuelo. Importa no perder de vista el contexto más amplio del problema de la educación: se requiere garantizar un aprendizaje de la historia tanto como de las demás ciencias y artes, antes o al mismo tiempo que se dilucida la mejor manera de procurarlo. A una población analfabeta hay que enseñarla a leer, la mecánica de la lectura y escritura, antes o al mismo tiempo que se decide cuáles son las mejores lecturas a ofrecerle. En el caso de la historia, ya sería un progreso contar con una población versada en ella, en cuyo seno tendría sentido discutir acerca de cuál es la manera correcta de interpretarla, o también esto de si valdría la pena estudiarla o contarla hacia atrás. Si la población es analfabeta, pierde sentido discutir si es mejor o peor este o aquel tipo de literatura. Si la población sabe leer, pero sólo ha leído la Biblia, entonces ya sí tiene sentido plantear la necesidad de otras lecturas. Mi impresión es que el conocimiento común de la historia es muy escaso, por no decir completamente ficticio. Incluso los estudiantes de esta materia en la universidad tienen notables lagunas, conocen muchos asuntos sólo superficialmente y, sobre todo, carecen de un método y una filosofía para coherentizar lo que saben, y sólo son entrenados para continuar sus investigaciones del mismo modo enciclopédico, sin orientación filosófica y general. El carácter fragmentario, o enciclopédico, casual e invertebrado de los conocimientos históricos es también común entre muchos profesores.</div>
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Hechas estas escépticas observaciones, me temo que el proyecto de contar la historia al revés pierde mucho interés, cuando el problema es que la historia no se ha aprendido ni al derecho. (La idea de una «historia al revés» tiene más sentido como oposición crítica a una historia en la que ya se han invertido los juicios: por ejemplo, sería una historia verídica en la que Robespierre o Lenin son los héroes, no los villanos, o sea una contrahistoria, una inversión de su interpretación, no del orden de su exposición). Es más, incluso ignorando el estado real de la educación básica en nuestros días, eso de estudiar o <i>explicar</i> la historia hacia atrás no parece ni original, ni raro, ni interesante. Porque, en un sentido muy preciso, eso es lo que inevitablemente se hace al <i>estudiar</i> la historia: no es que la relatemos hacia atrás —lo que en rigor es imposible, por la misma naturaleza temporal del lenguaje—, sino que ese estudio consiste en observar lo que ocurrió antes; un libro de historia no la cuenta hacia el pasado, pero nos conduce al pasado.</div>
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(Obviaré aquí la complicada y aún controvertida cuestión acerca de si la historia es una ciencia idiográfica o nomotética, de si permite <i>explicar</i> los hechos o se limita a <i>describirlos</i>, de si es o no lo mismo, en un sentido muy estricto, la historia y la mera crónica, &c. No desestimo ahora este problema porque sea irrelevante para mi examen, sino porque es excesivo.)</div>
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Permitidme insertar aquí unas marginales observaciones sobre la distorsión, fractura o inversión del tiempo en los relatos literarios y en algunas discusiones científicas y filosóficas, de las que más adelante daré mejores detalles. Al fin y al cabo, debemos a la literatura, y sobre todo al cine, la mayor parte de lo que el público general conoce de la historia. La imaginación artística sí que nos ha ofrecido —se comprende que no muy a menudo— maravillosos relatos narrados al revés, y otras parecidas distorsiones del orden habitual y único del tiempo. Tenemos, por ejemplo, esa ingeniosa —aunque algo aburrida— historia de Fitzgerald, «El extraño caso de Benjamin Button» (1922), que recientemente ha llevado al cine David Fincher tomando sólo la idea y transformando completamente el relato —mejorándolo, ciertamente, aunque con elementos extraídos de otras obras del propio Fitzgerald, incluyendo, si la memoria no me traiciona, la «luz verde» al final del malecón. Y ¿no es este mismo autor quien nos obliga, quizá sin haberlo premeditado, a percatarnos de que no decidimos nacer, ni decidimos morir, ni nada nos asegura estar preparados para la época en que vivimos? ¿No es este mismo autor el que, en las páginas finales de <i>El gran Gatsby</i>, nos vuelve a sobrecoger con aquella extraña fe que su protagonista tenía en «el orgiástico futuro que año tras año retrocede ante nosotros»? «Y así —concluye— vamos adelante, botes que reman contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado.» Más interesante que la historia de Benjamin Button es la pieza teatral de Enrique Jardiel Poncela <i>Cuatro corazones con freno y marcha atrás</i> (1936). Otro singular relato que violenta el curso del tiempo, pero esta vez del tiempo narrativo, no del tiempo real, y obliga a un tan fatigante como delicioso ejercicio intelectual, lo tenemos en el filme <i>Memento</i> (2000), de Christopher Nolan. Y ¿quién que la haya visto podrá olvidar esa joya maravillosa del séptimo arte que es <i>Atrapado en el tiempo</i> (<i>Groundhog Day</i>, 1993), de Harold Ramis, en el que vuelve a ser el tiempo real, y no meramente la narración, lo que altera su natural curso irreversible para reiterarse hasta la náusea, y más allá, hasta procurar el logro de la perfecta humanidad? Si se quiere, ya el <i>Rashomon</i> (1950) de Akira Kurosawa plantea, amén del problema de la dificultad de reconstrucción objetiva a partir de distintas observaciones, el tema de la repetición de los mismos sucesos paulatinamente modificados hasta casi hacernos dudar, como a algunos filósofos antiguos o a Bradley, de que el tiempo en sí mismo no sea más que una ilusión, o una gelatinosa sustancia envolvente fabricada por un dios bromista y borracho. En otra ocasión<a href="http://konstelacio.blogspot.com.es/2013/04/de-la-inteligencia-2-del-ajedrez-la.html">*</a> me he referido a la opinión de Poe sobre el hecho de que Godwin escribiese su <i>Caleb William</i> al revés, es decir comenzando por el final, cosa que a Poe se le antojaba imposible. Y en el «Examen de la obra de Herbert Quain», Borges nos explica uno de los experimentos de este autor ficticio, consistente en una «novela regresiva, ramificada», titulada <i>April March</i>, y que debe traducirse literalmente como <i>Abril marzo</i>, no como <i>La marcha de abril</i> —lo cual ya de por sí ofrece un inagotable tema de reflexión tanto sobre el tiempo como sobre el lenguaje: porque ¿cuál sería «la marcha de abril» sino la marcha hacia atrás, la marcha hacia marzo…? En ese texto Borges alude a un autor real, cuyas verdaderas ideas cita literalmente y también amplificándolas en un sutil prodigio de síntesis: en <i>Appearance and reality</i> (1897), en efecto, Bradley niega la objetividad del tiempo, como casi tres siglos antes había hecho Berkeley con la objetividad del mundo, y se refiere a la perfecta posibilidad o coherencia de un mundo en el que «la muerte precede al nacimiento, la cicatriz a la herida y la herida al golpe». Lo que literalmente escribió Bradley fue (p. 215): «La muerte vendría antes del nacimiento, el golpe sucedería a la herida, y todo habría de parecer irracional.» Pero según dice Borges respecto a la novela de Quain, no son regresivos los mundos que propone —como en el caso de Bradley, de Button o de la citada pieza de Jardiel Poncela, donde son las leyes naturales las que se conducen al revés—, sino <i>la manera de narrarlos</i>. Si algún modelo discursivo, lógico o narrativo pudiera servir para ese fabuloso proyecto de una historia real contada al revés, sería del tenor de lo que ocasionalmente han ofrecido los poetas. Pero si incluso como ejercicio literario no pueden practicarse estas anomalías salvo como entretenimientos ocasionales, mucho me temo que no sean de utilidad alguna a una ciencia que, como cualquier otra, se ciñe a lo real y verdadero.</div>
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Una de las mayores virtudes habitualmente —y también retóricamente— esgrimidas para aquilatar la importancia del estudio de la historia consiste en que presuntamente nos ayuda a comprender el presente. Pero hay siempre muchas formas, no sólo diversas, sino incluso incompatibles, y hasta inconmensurables, de comprender (concebir, juzgar) el presente, o la vida, o nuestra propia vida, tanto si se conoce la historia de algún modo —de los también diversos en que puede concebirse— como si se la ignora. Una sociedad que no registre ni estudie la historia —la suya propia o la de otras sociedades— no carece de instrumentos culturales eficaces para ordenarse, darse sentido o conocerse. Una sociedad primitiva, por ejemplo, donde reine el principio del eterno retorno —o para ser más precisos, del «terror a la historia», como lo caracterizó Eliade— no es una sociedad cuyos individuos no tengan modo de comprender certeramente y de enjuiciar lo que son, su razón de ser, el «sentido de la vida», &c. Lo que sucede en tal caso es simplemente que dan a estas cuestiones una solución mítica, intuitiva o irracional, no objetiva, que nosotros rechazamos como precaria y en esencia falsa. Pero no todo es falso en las conclusiones a que llegan los individuos que no estudian objetivamente su historia, porque gran parte de tales conclusiones se basan en conocimientos y experiencias <i>actuales</i> y comunes, de naturaleza no sólo práctica, sino también filosófica. Y a la inversa, sólo lo que saben y comprenden por experiencia proporciona las herramientas intelectuales con que, más o menos satisfactoriamente, se hacen una idea de la historia los hombres que sí la estudian. La ausencia de un relato histórico no nos impide comprender y juzgar acerca de la conveniencia o inconveniencia de una determinada organización del trabajo, de la conservación o modificación de las costumbres, del ensayo de tales o cuales planes educativos, de la implantación de tales o cuales formas de gobierno, de la orientación de las investigaciones científicas… Si uno conoce determinados hechos históricos, puede esgrimirlos, ejercitando la comparación, para incidir en el modo en que se conduce en el presente, para persuadir a otros, para defender sus opiniones o intereses; tendrá un acervo de ejemplos con que comparar cualquier cosa que acaezca o que se proponga, pero nada nos garantiza que los <i>exempla</i> históricos le puedan ser de más utilidad que la rica experiencia actual. Entre las utilidades de la historia de las que podrá intentar sacar partido se encuentra su valor ideológico, demostrativo; aunque sea erístico o falso la mayor parte de las veces, no deja de mostrarse eficazmente persuasivo. Es innegable que la historia misma, desde que se la cultiva más o menos sistemáticamente (digamos, desde Herodoto), no produce un tipo de conocimiento crítico de signo unívoco; va acompañada siempre, explícita o implícitamente, de un conjunto de criterios —de una <i>filosofía de la historia</i>— que tienen sentido <i>actual</i> —lo que también quiere decir que tienen un sentido histórico. Y así se ha practicado sucesiva o simultáneamente una historia cíclica, una historia providencial, una historia marcada por los actos de grandes personajes, una historia dialéctica o una historia materialista. Además, tratándose siempre, hasta el presente, de una historia elaborada en el seno de una sociedad dividida en clases, cualquiera de estos estilos intelectuales está sujeto al interés que posee como arma ideológica.</div>
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Si se piensa bien, se concederá que es del todo imposible que un individuo o una sociedad ignoren la historia, simplemente porque siempre poseen memoria, experiencia acumulada. La dicotomía más razonable, pues, no debe establecerse entre sociedades (o individuos) con historia y sin ella (inconcebiblemente amnésicas), sino (1) entre sociedades que registran y tienen en consideración una historia dilatada, de horizontes más amplios que los reducidos a la común experiencia actual, una historia que se adentre en el pasado remoto, o en las que este pasado remoto se distinga sensiblemente del presente, y otras sociedades que limitan estos recuerdos y saberes a la experiencia vivida (al presente) y la transmitida por la generación o un par de generaciones anteriores a lo sumo, siendo el resto pura leyenda (esto por lo que hace a sus límites cronológicos), o (2) entre sociedades que elaboran su historia mediante expedientes ideológicamente muy contaminados, míticos, sin aparato adecuado para garantizar la objetividad, la falsabilidad o la veracidad, y otras que han aprendido a introducir mecanismos correctores de la fantasía y de la falacia (o sea sociedades en que el principio de realidad se siente con más fuerza que las veleidades de los sueños compensatorios). Tanto la primera distinción, cuantitativa, como la segunda, cualitativa, son filosóficamente importantes; y están lógicamente vinculadas, porque el descubrimiento, por ejemplo, de que la humanidad cuenta con milenios de evolución —que el mundo no fue creado en la noche del sábado del 22 de octubre de 4004 a.C., como calculó el extravagante James Ussher, obispo de Armagh, en 1650—, por fuerza debía generar un modo más razonable de concebir la historia. Se cumple aquí, como siempre, la ley dialéctica de la conversión de la cantidad en cualidad. Empecemos, pues, por considerar el hecho de que la nuestra, desde hace al menos casi tres siglos, es una sociedad conocedora de la titánica dimensión del tiempo de evolución de la especie humana y, más aún, de la casi inconmensurable edad del cosmos. Este conocimiento, que es en sí mismo de naturaleza histórica, podría explicar el hecho de que admitamos sin violencia la importancia de la mentalidad historicista, del «pensar históricamente», como rasgo fundamental de la concepción moderna del mundo; pero al mismo tiempo que se dilatan hasta lo inconcebible las cifras que expresan las dimensiones de la historia y del universo, se acumulan asombrosamente toda clase de circunstancias que, en cierto modo, contribuyen a disipar o mitigar la importancia de lo histórico en la vida social.</div>
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En nuestra actual civilización es innegable que el acervo de experiencias diversas y cambiantes que se suceden en el lapso de la vida de una sola generación sobrepasa o puede sobrepasar en muchos aspectos (cuantitativa y cualitativamente) todo cuanto puede registrar la historia de 20 ó 30 siglos. Esto conduce de forma natural u obligada a un reexamen del valor explicativo que pueda tener para el presente el conocimiento de la historia pasada, tanto en lo que afecta al sentido cuantitativo de sus límites cronológicos como al sentido cualitativo del tipo de experiencias y ejemplos que proporciona y el modo en que se interpretan. La exponencial acumulación demográfica tiene consecuencias cualitativas sorprendentes, y entre ellas, me atrevo a decir, estaría el hecho de que parece tener cada vez menos peso la historia remota a la hora de explicar lo que hemos llegado a ser. Un poco como, por lo general, las experiencias de la primera infancia carecen de importancia a la hora de explicar la personalidad de un hombre adulto, siendo más decisivas las que tuvo en su adolescencia y su juventud (porque, salvo casos excepcionales, la vida de la mayoría de los niños está muy estandarizada, muy llena de pautas comunes, y sólo en casos de personalidades anómalas creen oportuno los psicólogos acudir a la búsqueda de claves interpretativas en los primeros años de vida).</div>
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Tomemos, por ejemplo, el estudio de la historia antigua o de la medieval. Desde el Renacimiento hasta el final del siglo <span style="font-variant: small-caps;">xix</span> podía apreciarse sin gran controversia el alto valor que aún tenía esa historia para la comprensión del presente. Durante el siglo <span style="font-variant: small-caps;">xix</span> la Edad Media consumía la mayor parte de las lecciones de historia. Este privilegio en el seno de los planes de estudio obedecía a que era en la Edad Media, y no en la Antigüedad, donde podían encontrarse los orígenes —y por tanto las legitimaciones, según una estrategia argumental no del todo lógica, pero sí persuasiva— de las naciones modernas, de su singularidad y su razón de ser. Y es que, en rigor, la historia medieval era a la moderna lo que ésta a la contemporánea, es decir sus precedentes o fundamentos más sensibles e inmediatos. Ahora bien, esto planteaba un tremendo conflicto ideológico: los historiadores liberales se veían empujados a explicar el mundo moderno en términos de antítesis respecto al pasado feudal, y de aquí que durante la segunda mitad del siglo <span style="font-variant: small-caps;">xix</span> se entablase una batalla para incrementar en las escuelas el peso de la historia moderna y contemporánea, cuna de las ideas burguesas y liberales que no tenían precedentes medievales. (Como demostró Arno Mayer, el Antiguo Régimen persistió verdaderamente hasta la I Guerra Mundial [<i>The persistence of the Old Regime: Europe to the Great War</i>, Nueva York, Pantheon Books, 1981].) Lograda la hegemonía del pensamiento liberal —y también, en reñida lucha, del socialista—, siguió defendiéndose el engrosamiento del papel de la historia medieval en los currículos escolares, pero ahora con una nueva prudencia científica, que desactivaba el uso ideológico oscurantista de los relatos de hechos tan remotos. Aun así, no estamos del todo libres de la caprichosa tendencia a extraer superficiales conclusiones de apresuradas y gratuitas comparaciones; Jacques Le Goff, por ejemplo, en un libro divulgador sobre la historia y la idea de Europa [<i>Europa explicada als joves</i> (1996), Barcelona, Anagrama/Empúries, 1999], a fin de contribuir a la legitimación del proyecto político de la Unión Europea, no ha ahorrado insinuaciones y sugerencias, a veces un tanto peregrinas, para demostrar que Europa es un destino sociopolítico poco menos que ineludible desde el momento en que queda configurada como auténtica civilización en la Edad Media (entre otras cosas, compara la tesitura del actual «eje franco-alemán» con la situación del reparto de los territorios europeos tras Carlomagno [pp. 34 y s.]; ya Ortega y Gasset, exacto precursor de las divulgadas ideas actuales sobre el multiculturalismo, hizo reflexiones de parecido tenor, por ejemplo en el «Prólogo para franceses» de <i>La rebelión de las masas</i> [1937]). Es difícil negar que la idea de Europa tiene su raíz en la ecúmene cristiana medieval, que rescata el proyecto universal del Imperio romano. Como decía Henri Focillon: «La Edad Media es la expresión occidental de la civilización europea» [<i>L’art d’Occident: Le Moyen Âge roman et gothique</i>, París, Armand Collin, 1938, p. 12]. La historia medieval obliga a formarse una idea de civilización unitaria, por encima de o incluso incompatible con los diversos nacionalismos; pero es curioso observar que el medievalismo decimonónico legitimador de las naciones ha sido suplantado por un medievalismo legitimador de la unión supranacional.</div>
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Ahora bien, es cada vez más dudoso que sobre la dinámica económico-política del mundo actual pueda pesar unívoca y decisivamente un pasado medieval o antiguo, y por consiguiente es también una falacia pretender que el examen histórico de la sociedad medieval pueda servir de gran cosa para explicar el mundo moderno. Eso se parecería mucho a intentar explicar los motivos de la miseria y el hambre en el mundo a partir de las leyes de la digestión. Basta pensar en esa sencilla ley numérica (demográfica) a que antes me refería para percatarse del peso menguante que el pasado tiene sobre el presente y a fortiori sobre el futuro: en una población que aumenta exponencialmente, la cantidad de personas vivas es poco más o menos la misma que la de todas las personas que han existido antes. (Por cierto, un conocido chiste cuenta que un estudiante de matemáticas expuesto ante este dato sacó la siguiente conclusión extravagante: que entonces ¡uno de cada dos hombres es inmortal!) Esto significa que una sola generación actual puede acumular tantas experiencias de todo orden (políticas, morales, artísticas, científicas…) como el resto de las generaciones pasadas. Y entonces parece imponerse la idea de que las claves principales para comprender el mundo se hallan en la historia reciente —lo que no desmiente la necesidad de una historia universal e incluso de una filosofía de la historia, sino que simplemente desacredita la pretensión de que la historia remota pueda considerarse decisiva en asuntos prácticos; y de aquí que la historia antigua o medieval tenga preferiblemente un uso ideológico, o que este uso ideológico, en rigor un anacronismo o presentismo, una proyección del presente sobre la historia, sea más fácil de practicar que el ejercicio contrario, el de buscar en un estudio desprejuiciado del pasado una explicación objetiva del presente.</div>
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Pues bien, esa sorprendente constatación demográfica casi sugiere que sería muy eficaz explicar la historia hacia atrás, procediendo a examinar el pasado sólo después de que la familiaridad sociológica con los fenómenos presentes sea amplia y precisa, y profundizar la comprensión de éstos por comparaciones cada vez más frecuentes con aquéllos. Sobre esta sugestión de una historia al revés planean viejas y difíciles controversias, y especialmente el espectro del croceanismo; se trataría de elucidar cómo comprendemos el pasado, <i>intuitivamente</i>, en función de nuestra experiencia contemporánea, pero también, <i>críticamente</i>, a la inversa… Esto no es lo mismo que relatar la historia en sentido regresivo, pero sí consiste, vuelvo a decir, en investigarla en sentido alternativamente progresivo y regresivo, cosa que se hace siempre, ineludiblemente, dialécticamente: interpretamos y juzgamos lo que descubrimos del pasado en función de nuestra mentalidad modelada en y por el presente, y a su vez procedemos a reinterpretar el presente en función de lo que averiguamos del pasado. Así, el conocimiento de la historia se incorpora a los factores que modelan el presente, empezando por nuestra propia manera de comprender los hechos. Pero esto no resuelve nada, porque hay maneras diferentes de pensar en el presente, que se corresponden con maneras diferentes de proceder en este intercambio con el aprendizaje de la historia. Por inverosímil que debiera parecer, todavía se escribe en libros de texto una historia falsificada, mítica y esencialista, por ejemplo en Cataluña, para avalar proyectos políticos separatistas.</div>
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El Diablo sabe más por viejo que por diablo. El hombre maduro, aunque sea un rústico que jamás ha leído un libro de historia, ha participado, por pasiva, accidental o torpemente que sea, en muchos acontecimientos que le atañen de manera vital e inmediata, ha <i>visto</i>, ha <i>vivido</i> un montón de experiencias que desconocía cuando era joven, y eso le permite comprender y juzgar de otro modo, posiblemente más realista y eficaz en la mayoría de los casos, muchos asuntos de la vida moral, política o práctica. Ya se trate de votar a un partido en las elecciones, de adherir o rechazar tal o cual proyecto político, o de comprometerse con tal o cual empresa, o de recomendar o censurar esto o lo otro a los jóvenes… el anciano reconocerá sus semejanzas y diferencias con lo que aconteció 30 ó 40 años antes, y el ejercicio de la comparación le aconsejará tal o cual proceder más eficazmente que hace 30 ó 40 años. Digamos que ha aprendido de la historia, al menos de su propia historia, de una parte de la historia contemporánea. No me detendré a evaluar el modo zafio en que también en la experiencia común opera la amnesia y la contumacia; diré sólo que, aun persistiendo los mismos prejuicios y falacias, la forma de equivocarse es sustancialmente distinta en el hombre maduro y en el joven (y tampoco excluyo que en muchos casos sean los jóvenes los que procedan con más clarividencia).</div>
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Es imposible carecer de sentido de la historia porque todo es historia, el presente, la existencia misma en su pleno sentido, porque uno está obligado a participar en la historia, aunque sea en el papel de comparsa, o de mero espectador, o de víctima. Claro que hay individuos que participan en ella de un modo más vigoroso y decidido que los otros, individuos de los que a menudo se dice que «hacen historia», ya sea esta expresión usada con indulgencia para quienes se significan pasajeramente por algún hecho que la generación siguiente ignorará —como los que escriben <i>best-sellers</i> o los deportistas que logran alguna espectacular proeza—, ya sea que aluda a científicos, artistas o revolucionarios que contribuyen a cambios más trascendentes y permanentes. Y desde luego la historia se hace al mismo tiempo que se estudia y se escribe, e incluso a veces hay que dejar de escribirla para hacerla. Lenin concluyó su libro sobre <i>El Estado y la revolución</i>, en noviembre de 1917, con estas entusiásticas palabras: «Escribí este folleto en los meses de agosto y septiembre de 1917. Tenía ya trazado el plan del capítulo siguiente […]. Pero […] no tuve tiempo de escribir ni una sola línea de dicho capítulo: vino a “estorbarme” la crisis política, la víspera de la Revolución de Octubre. “Estorbos” como éste sólo pueden causar alegría. La segunda parte de este folleto […] habrá que aplazarla, quizá por mucho tiempo; es más agradable y provechoso vivir “la experiencia de la revolución” que escribir acerca de ella.»</div>
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Podríamos decir entonces que toda sociedad posee una historia, está inmersa en un continuo e irreversible devenir, por más lenta e imperceptible que sea la marcha de sus transformaciones. Y no sólo posee historia en el sentido objetivo de existir y devenir, sino también en el de elaborar, imaginar o concebir de algún modo lo que acaeció en un tiempo anterior. Amén de la drástica disparidad en el ritmo de evolución, una importante diferencia estaría en los modos de narración y en la concepción que se tenga de esa ineludible historia, ya sea mítica, religiosa, legendaria o realista. Y aunque muchas personas hoy día no se interesen por conocer a fondo la historia, y menos por aprender a interpretarla científicamente, apenas hallaríamos individuos, entre los que no son delincuentes o desquiciados, tan cafres como para permanecer indiferentes frente a los vestigios, los monumentos y toda suerte de reliquias que subsisten como huellas del pasado. Conservar objetos que pertenecieron a los padres y abuelos, habitar en viviendas construidas hace un siglo o más, hojear libros antiguos, ver películas de romanos… son experiencias —de muy diverso sentido, ciertamente— muy comunes y que exigen un concepto cualquiera de lo histórico, un <i>pensar históricamente</i> en alguna medida.</div>
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La historia, pues, no puede ser absolutamente ignorada, porque el presente, toda experiencia vital, es ya historia, es devenir, es experiencia, aprendizaje, memoria… De lo que se trata es de demostrar si el conocimiento de la historia pasada, remota (y escrita), incrementa nuestra inteligencia social, nuestra comprensión de la sociedad presente. Se insiste generalmente en que así es; de otro modo, apenas se justificaría que sea una asignatura obligada en la escuela; pero raramente se demuestra de modo convincente esta convicción cultista, sobre todo por lo que respecta a la historia remota, la antigua o la medieval, es decir la de sociedades tan diferentes a la actual que son ya exóticas sin paliativos, ni más ni menos que las de nuestros contemporáneos primitivos, por lo que su estudio tiene un sentido más parecido al de la antropología (ahora bien, también el estudio de la antropología puede y debe ser culturalmente justificado). Ningún conocimiento, ya sea teológico, histórico, científico, artístico, técnico… está exento de esta necesidad de justificación de su «eficacia cultural», como decía el arqueólogo Ranuccio Bianchi Bandinelli. A menudo me he topado con profesores de griego o latín que se rasgan las vestiduras reclamando la importancia de sus estudios, pero nunca he recibido de ninguno de ellos una demostración. Personalmente, creo que sí existe una demostración, pero lo que digo es que habitualmente ésta no procede de los mismos intelectuales que cultivan esas humanidades. La crítica de Beraldo a los médicos, en <i>El enfermo imaginario</i> de Molière (que saben decir en griego y en latín los nombres de todas las enfermedades, sin saber curar ninguna), es muy pertinente en numerosos casos de abuso pedante. ¿Qué falta nos hace saber griego o latín para comprender lo que puede ser traducido al español? En todo caso, será necesario que haya un suficiente número de personas que nos proporcionen buenas traducciones. Pero no desviemos ahora nuestra atención a este asunto marginal. Ciñéndonos estrictamente a la justificación de la enseñanza de la historia, tenemos que plantearnos el tema de su uso ideológico: ¿Para qué es necesario enseñar la historia? El problema ¿no es más bien cómo enseñarla? La historia mitificada que escriben los nacionalistas sirve para sus propósitos ideológicos, y la historia estudiada científicamente, bajo la orientación filosófica del materialismo histórico, sirve para formar a una ciudadanía crítica capaz de empujar eficazmente hacia una transformación democrática y emancipadora, socialista; la historia estudiada sin ton ni son, enciclopédica y eclécticamente, no sirve para gran cosa.</div>
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En términos muy abstractos y generales, aunque no por ello irrelevantes, lo que primariamente enseña la historia es la dialéctica, la certeza de que todo es mutable y relativo. Eso es también lo que enseña la experiencia común y <i>actual</i>, salvo que una obstinada tendencia al esencialismo le empuje a uno a negar la experiencia misma. Ahora bien, no en todas las épocas ha enseñado esto la experiencia común con la misma fuerza. Las costumbres, los conocimientos, la tecnología o las estructuras sociales no se percibieron como cambiantes durante la mayor parte de la historia; de un modo palpable, no antes de la revolución industrial.</div>
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La razón principal por la que durante mucho tiempo existieron pueblos sin historia fue que su propio presente, su limitada experiencia actual, apenas se transformaba sensiblemente. Y digo «sin historia» en los dos sentidos, objetico y subjetivo: sin evolución real y sin verdadero concepto de lo histórico —o sea, no sólo sin registro escrito de una historia de hechos reales, sino sin comprensión del carácter evolutivo, irreversible, del tiempo. Las cosas que se conocían o se llegaban a aprender en el lapso una vida humana no eran apenas diferentes, ni en lo esencial ni en sus matices, de las que existían o se conocían en el tiempo de los abuelos o los tatarabuelos: seguían así sirviendo del mismo modo y con la misma eficacia las reglas de prudencia, de trabajo, los estilos artísticos, el concepto del amor, de la audacia, de la cobardía, de la franqueza, de la perfidia, del gozo, del sufrimiento… La férrea moral de nuestros antepasados, que ahora nos parece terrible y odiosa, era una moral de la necesidad, de la supervivencia en un mundo invariablemente hostil. Y su invariancia era insoslayable, y tan natural como la aparente invariancia de un mundo imperceptiblemente cambiante. Pero cuando, tras la revolución industrial, el ritmo de los cambios se aceleró hasta hacerlos perceptibles de día en día, fue ya también inevitable que la misma simple experiencia común —y no ya el ejercicio de la comparación en un dilatadísimo lapso histórico— se conceptuase como una <i>historia</i> en su pleno sentido, es decir como un curso de acontecimientos irrepetibles, como cambio perpetuo, inexorable, irrefragable e irreversible, en el que el pasado se vuelve obsoleto, inservible y extraño a cada minuto que pasa.</div>
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Es, pues, este ritmo vertiginoso a que se transforma a cada instante nuestro presente el que nos obliga a adoptar sensatamente una concepción histórica de lo real, y aún más, a identificar la lógica misma, el propio concepto de <i>explicación</i>, estrictamente con la narración histórica: comprender verdaderamente algo significa, en los casos más frecuentes y relevantes, saber de dónde procede, cuáles son sus causas, o sea sus antecedentes —aunque también muchas veces las causas no son antecedentes, sino estrictamente permanentes, es decir también actuales—, cómo ha <i>llegado a ser</i>. Nada, salvo una inconcebible catástrofe cósmica que nos devolviera de golpe a la Edad de Piedra, podrá ya desalojarnos del mundo lógico en que reina esta certeza dialéctica, donde carece de sentido la pregunta por el <i>ser</i> y sólo vale la pregunta por el <i>devenir</i>, porque nada sigue siendo lo que aparenta ser un minuto después de haberlo examinado… Ningún hombre inteligente se siente satisfecho aprendiendo cómo es o cómo se maneja algo pericialmente (un método, una norma, un instrumento, un razonamiento, un sentimiento…), sino que quiere saber su causa, su historia, y hasta se pregunta si no podría ser de otro modo. A veces le basta con la causa o el fundamento puramente lógicos o técnicos (por ejemplo, saber por qué es mejor un motor de cuatro tiempos, por qué es preferible la tipografía con serifas, o una dieta a base principalmente de hidratos de carbono acompañada de un moderado ejercicio físico). Pero en los casos más importantes lo que necesita es saber cómo y por qué hemos llegado a esto, sintiendo que se trata siempre de una contingencia o una necesidad explicables en términos genuinamente históricos, ya sea que sus causas se hallen al 90% en lo acontecido hace unos días o bien sea necesario remontarse un par de siglos, o veinte, para encontrarlas.</div>
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Lo que acabo de decir parece una ya trillada apología del cambio y de la aceleración. Se diría que es una ventaja intelectual haber nacido tras la revolución industrial, porque ahora no podemos caer en la antigua ficción de un universo inmutable y en unas leyes naturales y humanas también fijas y perennes. Y desde luego que es preferible no caer en esas ficciones fijistas. La manifiesta y brutal fugacidad de todo cuanto nos rodea nos obliga a ser más realistas, relativistas, nos aleja del pensamiento mítico, del estilo metafísico, de la creencia en dogmas absolutos e inmutables, en fin, de la fantasía y la pérdida de realidad y objetividad. Pero no de un modo automático, sino a condición de mantenernos alerta, en continua tensión intelectual y nerviosa. En primer lugar no olvidemos que la concepción metafísica de un mundo inmutable no fue una ficción en el pasado, sino una aproximación racional, una interpretación bastante exacta de un mundo, de un modo de vida que realmente no cambiaba a un ritmo claramente perceptible. Y en segundo lugar reconozcamos que la sensación de inseguridad y de fugacidad es terrible. Si Eliade tiene toda la razón cuando caracteriza el pensamiento primitivo como «terror a la historia», no está libre ese juicio del defecto de constituir en cierto modo un anacronismo, una proyección, un dictamen que sólo puede hacer —y sólo tiene sentido para— el hombre moderno. Se basa en una hipótesis razonable, pero irreal, y no explícitamente formulada, a saber: que <i>si</i> a los hombres primitivos se les hubiese inducido de algún modo a reconocer el carácter irreversible de la historia, <i>habrían sentido terror</i> —un poco como muchos teólogos sintieron un vértigo insufrible en época de Copérnico, y su terror no les permitía reconocer la horrenda verdad de estar flotando en el espacio infinito, sin fulcro ni destino, como un barco a la deriva en un océano angustiosamente ilimitado. Poseer historia, entrar en el río tumultuoso que nos lleva, sentir cómo a cada momento se desvanece en el aire todo lo que antes se sintió como perpetuo, sólido y sagrado, lo que tenía sentido, para vagar eternamente en la incertidumbre, en el escepticismo, en la ausencia de sentido, de coherencia, de persistencia, habría sido en efecto una sugestión terrorífica para los hombres antiguos. Pero es evidente que no son los hombres primitivos los que pueden sentir el terror a la historia, sencillamente porque no la poseían, no la sufrían, y ni siquiera la imaginaban. Sólo los hombres que entran en la historia pueden, al menos en las primeras fases, sentir esa corrosiva nostalgia. (La exagerada metáfora «entrar en la historia» significa aquí, naturalmente, entrar en la fase acelerada de la historia, en la fase en que el cambio social es fácilmente perceptible de generación en generación, la fase en que la idea de un eterno retorno, de una inmutabilidad cíclica, se vuelve manifiestamente falsa.) El concepto de «terror a la historia», aunque describa muy bien el estado mental del que vive en un mundo sin historia, sirve mejor para comprender la tensión emocional del que sufre su aniquiladora acción. Claro que también se acostumbra a ella, como se acostumbra uno a viajar en vehículos cada vez más veloces, y aun goza con ello hasta el delirio. Pero puede también, por momentos, sentir nostalgia, entristecerse con la visión de todo lo que se nos escapa tan cruelmente, tan indelicadamente, lo que siempre incluye muchas cosas que merecerían no ser tan perecederas. De aquí proceden también las estrategias conservadoras, no sólo ni principalmente en el sentido hipócrita que este concepto tiene en el terreno político, sino sobre todo en el sentido de la conservación o protección del patrimonio cultural.</div>
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(Más aún que el primitivo «terror a la historia», es el simple terror al movimiento lo que muchas veces conduce al consolador refugio de la metafísica. Mientras escribía esta frase, se ha precipitado una de esas repentinas y breves tormentas de verano, y un par de titánicos truenos me han puesto la carne de gallina. Me he acordado del don Víctor de La Regenta, que le tenía horror al éxtasis y al magnetismo: «¡Ni electricidad ni misticismo!» La primera le asustaba, y en cuanto al Dios Supremo, sentirle era emoción superior a sus energías: «Yo no necesito de eso para creer en la Providencia. Me basta con una buena tronada para reconocer que hay un más allá y un Juez Supremo. Al que no le convence un rayo, no le convence nada.»)</div>
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Si en un sentido simple y crudo es imposible carecer de historia, de ello no se concluye que carezca de importancia la diferencia entre una historia mítica y una científica. Podemos imaginar sin mucha dificultad que aun en los estadios inferiores de la evolución humana los hombres aprendieron a concentrar su atención y su memoria en la composición y repetición de relatos permanentes (cuentos, poemas, leyendas…), con la misma inexorabilidad con que insensiblemente se iban fijando unos sonidos para fabricar palabras permanentemente atadas a su concepto. En una etapa ya muy avanzada de esa evolución los hombres podían reunirse a escuchar los relatos de Homero sintiendo que se trataba de la verdadera historia de sus antepasados, aunque ya en esa fecha los más avispados han aprendido que se trata de meras leyendas. (Muchos siglos después todavía se tomará el Antiguo Testamento como relato exacto y verídico.) Es ya en el período clásico, con Herodoto, cuando se despierta, como un saludable prurito, la inquietud por la objetividad y la veracidad. ¿Cómo podría haberse estrangulado por completo, ni aun en una sociedad primitiva, la natural inteligencia que nos hace percibir de inmediato la diferencia, más aún, la contradicción entre el modo fantástico en que suceden los hechos relatados en las leyendas heroicas y el modo real, ajeno a lo milagroso, en que ocurren las cosas en la experiencia actual? Aunque uno fuese tan crédulo como para no dudar de las leyendas, como mínimo debía preguntarse qué había sucedido en el ínterin para que las cosas hubiesen dejado de funcionar de ese modo. La reflexión histórica, la reconstrucción de una historia real, verídica, era empujada por el mismo instinto o facultad que conduce a la reflexión racional, filosófica, a la investigación de la naturaleza, del lenguaje, del pensamiento mismo. Claro que esto, por muy natural que nos parezca, no era una tarea fácil ni feliz, porque el ideal de la verdad entraba siempre en conflicto permanente con la también comprensible obstinación ideológica necesaria para defender los privilegios conquistados por los más poderosos. Si esto continúa siendo así en nuestros días, en que se ha alcanzado, <i>de jure</i> y <i>de facto</i>, la libertad de opinión y de investigación científica, no es difícil hacerse una idea de la prometeica dosis de heroísmo que se requería antiguamente para defender la inteligencia.</div>
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En las sociedades tradicionales, anteriores a la revolución científica, en las que las cosas cambian tan insensiblemente que a efectos prácticos el universo parece estable e inmutable salvo en breves e infrecuentes episodios catastróficos, los hombres sienten al menos ese impagable gozo de la sensación de seguridad y de certidumbre. En la sociedad contemporánea, en cambio, sólo podemos resguardar nuestra salud mental habituándonos casi inhumanamente al cambio —a la continua destrucción mefistofélica, acompañada, claro, de una continua creación; en suma, a la rápida e incesante modificación. ¿Estamos los hombres modernos tan bien preparados para esta tremenda movilidad como lo estaba el antiguo para soportar una existencia invariable? Por supuesto, no podemos demostrar que aquella vida antigua fuese en general preferible a la moderna, pero sabemos que ésta no sólo proporciona satisfacciones, sino también nuevas dificultades que nos desmoralizan y nos agobian: los padres no saben cómo tratar y educar razonablemente a los hijos, por ejemplo. El dilema que una amarga experiencia obligaba a Red Tevye, en <i>Las hijas de Tevye</i>, de Sholem Aleichem (personaje tan maravillosamente incorporado en la gran pantalla por Chaim Topol en <i>El violinista en el tejado</i> [1971], de Norman Jewison), dividido entre el respeto a una santa tradición y el amor a sus hijas, cuyo sentido de la felicidad les obligaba a rechazarla, es el dilema que, bien o mal, todos estamos obligados a resolver, pero que el orden capitalista nos impide resolver en un sentido conservador, ni aun como cambio prudente y planificado. No cabe duda, vuelvo a insistir, de que la mayoría de las personas no sólo soportan —¡qué remedio!— este vértigo del acaecer incierto y desmesurado, sino que hasta pueden disfrutar del mismo dionisíacamente, o irresponsablemente, normalizando unas conductas que en otro tiempo fueron, si no inconcebibles, consideradas como mínimo imprudentes o descabelladas: la promiscuidad, el adulterio y los altos índices de divorcio, o de aborto, o de cambio de residencia, de trabajo, de amigos… Sin duda parecerá que lamentarse a estas alturas de estas modificaciones de la psicología de las masas es un ejercicio absurdo de mentes atrasadas, y creo que así es en efecto en la mayoría de los casos, pero me parece que la actitud que consiste en desacreditar de ese modo una resistencia sentimental o moral indica también una superficialidad, un lunatismo y un nuevo fanatismo. Porque esta acomodación al orden de lo precario, de lo fugaz, este inconsciente y falso individualismo y hedonismo, no es tan feliz ni perfecto como pretenden sus apologistas, sino que va asociado a la aparición de un sinfín de perturbaciones morales y emocionales, prácticas e intelectuales. Dejando aparte las tensiones que todavía produce en hombres inteligentes bien entrenados en la práctica crítica del escepticismo y que comprenden la inexorabilidad del cambio —ya lo juzguen deseable o indeseable—, tenemos el inquietante problema del efecto que esta tensión permanente produce en las personas menos reflexivas, siempre dispuestas a aferrarse a cualquier mito que les prometa una estabilidad ficticia, a fin de mitigar su inquietud. Y entonces, paradójicamente, la tentación del pensamiento dogmático y metafísico es ahora, por reacción, más fuerte que nunca.</div>
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Descrita con estos carices, nuestra actual existencia no parece preferible a la vida en sociedades tradicionales: excluyendo a una minoría de personas filosóficamente bien formadas, la masa se divide entre los gozadores sin corazón, hedonistas irresponsables que confunden la anarquía con la felicidad, obliterándose todos los sentidos de modo que no colaboren en el juicio, sino sólo en el desgaste vital, en el pasar el tiempo, en la consunción completa, y los aterrorizados nostálgicos, que se oponen a ese caos mediante una fanática adhesión a mentiras periclitadas —lo que, dicho sea de paso, no sirve para mitigar el desorden, sino todo lo contrario, para remover e intensificar nuevos conflictos y desgastes culturales. En ambos extremos lo único que tenemos es una misma actitud de consuelo: a la mayoría se la consuela mediante filmes, por ejemplo, que muestran lo interesante y feliz, o vigorizantemente peligroso, que es vivir en un mundo frenético, aunque, a diferencia de los héroes de la pantalla, difícilmente las experiencias reales se salvan de la rutina, el tedio, el miedo o la frustración; a otros muchos se les consuela con el falso manto protector de pertenecer a una raza de resistentes morales.</div>
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Puede muchas veces hallarse una inteligente solución de compromiso, un marco instrumental que permite manejar con acierto la contradicción entre la absurda actitud dogmática y el relativismo realista. Esta solución de compromiso proviene de la estadística. Aunque todo parezca acontecer de manera errática e imprevisible, la estadística nos procura el conocimiento de algunas pautas o vectores dominantes. Así, por ejemplo, se determinan las condiciones generales de la educación que conducen a conductas tan inquietantes como las de los jóvenes que se han dado en llamar «rebeldes del bienestar», o que por el contrario generan, aunque no al 100%, conductas más prudentes. Estas últimas requieren una titánica labor de resistencia contra la diabólica fuerza del individualismo consumista, y aun tienen en su contra el hecho de que convierte en modelo a un tipo de padre o de educador que parece surgido de una novela de Dickens, severo e intolerante (que no permite a sus hijos adolescentes volver solos a altas horas de la noche, o entretenerse con videojuegos, o llevar un <i>smartphone</i>, &c.). Pero aún parece que funciona esa moral severa en medio del canibalismo capitalista. Y poco importa aquí que los padres que se conducen de esta forma más eficaz y responsable lo hagan por motivos de una raíz francamente irracional, como los arbitrarios dictados de su religión, por ejemplo; lo que importa es que esas normas, esas técnicas, esos hechos conductuales-materiales producen un orden moral y unos individuos menos lunáticos, irresponsables y holgazanes, más capaces y voluntariosos, &c.</div>
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Es decir que no todo es caos o anarquía en el actual mundo capitalista; porque es también otra verdad de la dialéctica que no puede existir caos absoluto, que también el caos es un <i>momento</i> dialéctico que se resuelve tarde o temprano en su contrario. Subsiste siempre como un vector resultante dominante, una regularidad o tendencia mayoritaria, y la estadística nos proporciona por ello una guía relativamente dogmática. La anomía puede acercarse mucho al completo e indiferenciado caos, como en el movimiento browniano sin resultante dominante, homogéneo y entrópico. Pero en el caso de una sociedad, movida siempre por fuerzas internas permanentes, esto sería también una fase transitoria. La hegemonía del liberalismo ha conducido a una guerra de todos contra todos. La lucha de clases se ha desdibujado mucho con el declive de la ideología socialista tras la caída de la URSS. Los sindicatos siguen existiendo y no carecen de fuerza e influencia, pero al haber dejado de ser correas de transmisión de partidos marxistas abandonan su papel eficaz y bien dirigido en la lucha por la democratización, por llevar a un gobierno de los trabajadores, convirtiéndose en instrumentos atomizados que colaboran bastante bien a mantener el desorden capitalista. Claro que siguen estando obligados a enfrentarse, como otros múltiples, dispersos y heterogéneos movimientos ciudadanos, al gran capital monopolista y financiero, pero sin doctrina ni ideario social ni dirección política consciente y revolucionaria, sin <i>programa</i>, están condenados sin remedio a la impotencia. No obstante, me parece improbable que esta situación de revuelta anárquica y permanente no acabe resolviéndose en un movimiento mundial socialista claramente dirigido; tarde o temprano habremos de llegar al punto crítico en que el caos y la desorientación imbele se resuelvan dialécticamente en su contrario.</div>
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Me parece obligado reconocer que por sí mismo el conocimiento de la historia, ya sea contemporánea o más remota, no conduce automáticamente a un enjuiciamiento o unas conclusiones determinados y unívocos y que, por añadidura, tengan sentido y relevancia para la comprensión sociológica del presente —ni que, aun teniéndolos, sean correctos. Insisto en que más bien es al revés: según la mentalidad presente, la concepción del mundo que los hombres se han forjado del presente, en el presente y a partir de la experiencia presente, así será la filosofía o la interpretación que hagan de la historia. O se trata, si se quiere, de una influencia mutua, pero como tal una experiencia presente, porque en la formación de las ideologías actuales actúa el modo en que se ha estudiado la historia, y por supuesto las consecuencias materiales de los modos de vida anteriores, aunque esta impronta se evapora como las feromonas secretadas por las hormigas que se separan del hormiguero, y viceversa, las ideologías actuales determinan el modo en que se interpreta la historia. Uno puede recomendar el estudio de la historia contemporánea con el propósito de robustecer un ideario socialista, ni más ni menos que puede hacerlo un liberal con el fin de justificar su visión opuesta, porque la interpreta de otro modo. La historia es siempre una construcción literaria: los hechos históricos no se presentan ante nuestros ojos con etiquetas identificativas que nos den cuenta de lo que son <i>objetivamente</i>. Esto no quiere decir que sea incognoscible, que no pueda hacerse una historia objetiva; significa más bien que la historia es un problema científico, que exige entablar una prodigiosa batalla dialéctica para demostrar lo que objetivamente significa o enseña, para rescatarla del uso fantástico, torcido, ideológico. Pero esta batalla se libra siempre a partir de la mentalidad presente.</div>
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Ni que decir tiene, una historia científica puede explicar por qué y de qué modo han llegado los hombres actuales a adquirir tales o cuales hábitos mentales, y posiblemente esa explicación ayudará a muchos a sacudirse el manto de sus prejuicios, a corregir sus errores de interpretación, pero nada impide a nadie negarse simplemente a prestar oídos a un historiador o a un filósofo, sobre todo si dispone de otros historiadores y otros filósofos, intelectuales orgánicos, que laboran en pro de su propio <i>parti pris</i>. La clarividencia, la energía crítica y el rigor científico se adquieren al cabo de muchos años de estudio, y generalmente de un estudio precozmente iniciado. ¿Hay alguien tan entusiasta que crea que puede inducir a emprender un serio estudio de la historia a un adulto de 50 años que durante toda su vida se ha conformado con los prejuicios heredados?</div>
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Así, es posible que dos personas que han aprendido historia posean ideologías opuestas, o que dos personas, una de las cuales ha estudiado historia y la otra no, compartan la misma ideología. No es posible entonces deducir que el conocimiento de la historia conduce a una mejor concepción del presente; el liberal defiende una concepción falsa, o en todo caso discutible, aunque estudie la historia, no ya porque interprete ésta de un modo sesgado y erróneo, sino porque son unos intereses muy particulares, incompartibles, los que alimentan su ideología. Desde luego que procurará demostrar que el ideario liberal produce beneficios a la humanidad, pero tendrá que distorsionar muchos hechos y negar muchas evidencias para ese dudoso propósito. En todo caso, sí es posible concluir que el conocimiento de la historia, en uno u otro caso, enriquece las razones a esgrimir en cualquier debate en favor de la propia concepción del mundo, amplía el campo de análisis, el espectro de observaciones sociológicas discutibles y dirimibles.</div>
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¿Qué gran virtud, pues, hay que atribuir a la historia, <i>i.e.</i> al conocimiento de la historia, al menos de la contemporánea? Como mínimo, insisto, la historia enseña esto: que nada permanece mucho tiempo, que no existe fin en el proceso de transformación. Los dialécticos pesimistas podrán enfatizar que el cambio, inexorable, no tiene por qué conducir al socialismo, aunque desde luego conducirá a otro orden social, quizá incluso peor. No hay modo de demostrar que eso no pueda suceder, pero también sería un nuevo estadio transitorio, y me parece que de todos modos es inextinguible la llama de Prometeo, y que la sociedad no descansará hasta ver logradas las esperanzas de justicia y concordia grabadas a fuego en el corazón humano. Pero no nos deslicemos ahora a estas ensoñaciones poéticas, por más incontrovertibles que nos parezcan. Después de todo, yo no puedo censurar a los pesimistas que ven a las ciudadanía como una masa de caníbales motorizados, con capacidad de adaptarse a cualquier modo de vida aberrante y sin inteligencia ni coraje para proponerse fines racionales; las grandes transformaciones sociales las lleva siempre a cabo una numerosa, pero en definitiva minoritaria cantidad de hombres. Sólo puedo añadir que conozco el peligro civil de deslizarse maliciosamente a la misantropía, olvidando que, aun siendo minoría, la cantidad de hombres razonables, valientes y de buena fe es también inmensa.</div>
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Bien sé que hasta el momento no he dicho nada relevante acerca de «contar la historia hacia atrás». Y es que en el fondo me resisto a tomar el tópico en serio. Ya dije de entrada que no lo creo posible. Y, en todo caso, antes de discutir una ocurrencia semejante, deberíamos asegurarnos de que comprendemos bien los problemas que plantea la historia «contada hacia delante».</div>
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La historia se puede <i>investigar hacia atrás</i>, o bien en orden aleatorio, eligiendo en ella lapsos concretos. Pero una vez finalizada una investigación es absolutamente necesario explicar los hechos en orden cronológico, salvo para introducir aquí y allá incisos aclaratorios mediante precedentes de tal o cual suceso. A menudo el desarrollo histórico de experiencias y reflexiones que conducen a un saber seguro no tiene la menor relación, salvo una puramente casual, con el sentido definitivo y el fundamento teórico de ese saber. Tomemos el cálculo infinitesimal, por ejemplo, y nos sorprenderemos de que las técnicas de integración se desarrollasen antes que la derivación, y más aún, que ambas llegasen a la más alta e infalible eficacia antes de saber cómo fundamentar lógicamente sus procedimientos. Nos sorprende porque hoy cualquier manual de análisis matemático desarrolla esas fases justamente al revés, y no olvida empezar por los fundamentos rigurosos, que fueron los que se descubrieron más tarde (salvo alguna notable excepción, como la del <i>Calculus</i> de Tom M. Apostol, que procede según el orden histórico, haciendo preceder el cálculo integral al diferencial, aunque sin renunciar a la estricta fundamentación matemática). En verdad, teniendo en cuenta la secuencia lógica y constructiva con que hoy aprendemos el análisis, deberíamos sorprendernos de que desde Cavalieri, o sobre todo desde Kepler y Newton, se pudieran calcular difíciles integrales definidas careciendo de un concepto lógico y riguroso del paso al límite —que habría de esperar hasta Cauchy—, lo que dio lugar a la intemperante y dogmática, pero también lógica y fructífera, justa y estimulante censura crítica de Berkeley. ¿Necesita un estudiante de matemáticas de hoy, que aprende a reconstruir con todo rigor el análisis y el álgebra desde sus fundamentos, conocer el intrincado, errático, cumulativo y hasta contradictorio desarrollo histórico de su ciencia para comprenderla? No, en absoluto. Eso interesa más a los psicólogos. El conocimiento histórico del desarrollo de una ciencia produce comprensión, desde luego, pero sobre otras cosas distintas del sentido lógico de los conocimientos adquiridos: sobre el complejo proceso dialéctico de la obtención de esos conocimientos.</div>
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Entre los primeros críticos de <i>El capital</i> de Marx hubo uno que observó la diferencia entre el método de exposición del autor, que en su opinión era estrictamente lógico, exacto, <i>realista</i>, y el método <i>dialéctico</i> o hegeliano que el propio Marx juzgaba la verdadera guía de su investigación; otro dijo que se trataba del viejo «método deductivo de toda la escuela inglesa»; otro, en fin, le reprochaba haberse «limitado a analizar críticamente la realidad en vez de ofrecer recetas para la cocina de figón del porvenir». Pero el primero de éstos había expuesto, sin aludirlo, lo que en esencia era el método <i>dialéctico</i> empleado por Marx. A propósito de este malentendido, éste hacía la siguiente observación en el postfacio a la segunda edición: «Claro está que el método de exposición debe distinguirse formalmente del método de exposición. La investigación ha de tender a asimilarse en detalle la materia investigada, a analizar sus diversas formas de desarrollo y a descubrir sus nexos internos. Sólo después de coronada esta labor, puede el investigador proceder a exponer adecuadamente el movimiento real. Y si sabe hacerlo y consigue reflejar idealmente en la exposición la vida de la materia, cabe siempre la posibilidad de que se tenga la impresión de estar ante una construcción <i>a priori</i>.» Esa es, en efecto, la impresión que a menudo y en primera instancia produce la tremenda diferencia que media entre la abstracta lógica teorética, ideal, en que se exponen las fórmulas que describen los fenómenos naturales, digamos en un libro de mecánica o de electrodinámica, y el modo en que nos familiarizamos paulatina y caóticamente con esos mismos fenómenos, o el modo en que paulatinamente vamos aprendiendo los principales aspectos de las leyes que los gobiernan, antes de llegar a fórmulas tan depuradas y abstractas como las de Hamilton o las Maxwell. Así procede un matemático: tras ensayar miles de hipótesis y procedimientos y emborronar miles de páginas, descubre un teorema, un método o una estructura que procede a exponer metódica, clara e inequívocamente, según su abstracta lógica inherente, y no según el concreto vaivén psicológico de las vicisitudes históricas de su gestación. Esa claridad, esa lógica y ese método no son lo que ha acompañado la compleja, casual, contradictoria y fatigosa investigación, pero de nada nos aprovecharía que el matemático nos ofreciese el tumultuoso detalle de sus erráticas experiencias mentales, en lugar del cristalino y sencillo edificio que finalmente descubrió, eliminando, como decía Gauss, el artificioso andamiaje y otros miles instrumentos y pruebas ensayadas. Quizá muchos matemáticos gozarían con el examen de esas hojas emborronadas con tanteos, porque a menudo parte de lo que finalmente se desecha podría servir de apoyo a nuevas investigaciones, pero debemos conceder que el propósito principal del científico consiste en exponer con orden y claridad lógicos sus descubrimientos, no las tribulaciones de su investigación previa. No otra cosa podemos ni debemos esperar de la historia: el historiador puede seguir en sus investigaciones el orden que le plazca o que casualmente se le presente como más idóneo en cada momento, pero no nos debe luego explicar la historia dilucidada siguiendo ese mismo caótico orden, sino en un orden lógico (o sea, en este caso, estrictamente cronológico).</div>
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Se investiga y se escribe la historia tomando de ella los retazos necesarios para confeccionar un traje a medida y desestimando otros. Ni siquiera en conjunto, eclécticamente, consiste la historia en registrar e intentar elucidar todo lo importante que ha sucedido —en «recordarlo», como absurdamente se dice a menudo—, sino también en olvidar, como advirtió Renan. Sin el mecanismo del olvido sería imposible llegar a ninguna conclusión constructiva. La obsesión por el registro exhaustivo e indeleble sólo puede conducir a la idiocia, como le ocurría a aquel Funes el Memorioso, el <i>idiot savant</i> imaginado por Borges. No pocas veces me sorprende una sensación de perplejidad y hasta de náusea al escuchar la vehemencia retórica con que en nuestros días tantos charlatanes, historiadores de profesión, apelan a la <i>memoria</i> como una suerte de talismán o ritual sagrado que nos permitiría, como mínimo, conjurar los horrores del pasado, evitar que se repitan. Por ejemplo, respecto al Holocausto nazi. La solemnidad cuasi-religiosa con que se nos intimida desde el umbral al introducirnos en algún «Memorial democrático» (Oradour-sur-Glane, pongamos por caso), con sus patéticos, enfáticos y escuetos afiches («¡Recordad!», «¡Silencio!»…), es escalofriantemente perturbadora, y tengo serias dudas de su eficacia moral o pedagógica. En primer lugar, no me parece adecuado fundar una pedagogía de los valores humanistas en el drama, en la emoción trágica, es suma, en un sentimiento primario. Yo mismo he de confesar que albergo hacia los criminales de guerra un odio insondable, que no concibo para ellos trato más justo, ejemplar y educativo que la pena de muerte, y que el fascismo me provoca una reacción visceral. Pero por sí solo el sentimiento (en este caso de odio) no puede justificar una conducta civil racional. Las mismas masas de alemanes que adhirieron al Führer no se dejaron arrastrar sino por emociones intensas que en sí mismas, subjetivamente, no tenían nada de reprochables, porque eran similares a las mías o a las de cualquier otro visceral enemigo del nazismo; aprobaban el exterminio de judíos y comunistas porque estaban persuadidos de que eran enemigos peligrosos, criminales que perseguían ferozmente la ruina de su nación y de sus familias. Evidentemente, eso era una mentira podrida y pueril, pero <i>si hubiese sido cierto</i>, si en verdad los judíos y los comunistas de todo el orbe, y especialmente los de Alemania, hubiesen estado conspirando para esclavizar o aniquilar a nuestros familiares y amigos, ¿cómo habríamos osado insultar al sentido de la justicia protegiéndoles? De lo que se trata, pues, no es de infundir terrores o emociones de cualquier índole, sino de procurar un conocimiento verídico y objetivo.</div>
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En segundo lugar, no está demostrado que «recordar» algo, o mejor dicho, tener conocimiento de experiencias del pasado que no hemos vivido nosotros, sino nuestros padres o abuelos —y por tanto no se pueden en rigor «recordar», sino aprender o descubrir—, sirva ni mucho ni poco para conjurar lo indeseable. Eso es una actitud supersticiosa, como la de quien cree que, puesto que es muy improbable que ocurra lo que uno imagine caprichosamente, se asegura de que no ocurra una tragedia a fuerza de torturarse imaginándola, pero olvidando estúpidamente que existen otras infinitas tragedias que no tendrá tiempo de imaginar en toda su inquieta y temerosa vida. No basta saber que algo indeseable ya ha ocurrido para evitar que suceda algo parecido o peor; más aún, incluso puede ser que algo que en el pasado ocurrió y se juzgó indeseable, se parezca en algún aspecto a lo que se considera deseable ahora. Hay al menos dos reflexiones importantes a hacer sobre ese misticismo de la memoria como antídoto social: (1) las condiciones para la posible o imposible repetición de una tragedia nunca se repiten ellas mismas, de manera que, siendo la comparación histórica siempre parcial y limitada, aparecerán elementos nuevos que vuelvan absurdo o irrazonable el parangón, siendo lo decisivo, en cualquier caso, la experiencia y la inteligencia nueva, actual, no el caso histórico; (2) a veces lo único que puede evitar que algo odioso ocurra es no tener la menor idea de que pueda ocurrir ni de que haya ocurrido antes, en fin, que sea inimaginable. En cierto modo, el Holocausto es inimaginable, lo fue mientras ocurría y sigue siendo inconcebible después de que un sinfín de reportajes, películas, libros de memorias y análisis históricos, sociológicos y hasta psiquiátricos nos han descrito una miríada de sus inconcebibles aspectos. Si alguna vez nos visitase un extraterrestre inteligente y nos pidiera que le explicásemos algún acontecimiento histórico importante, y por ventura se nos ocurriera elegir este odioso capítulo de nuestra historia reciente, estoy seguro de que el visitante nos sonreiría y nos espetaría con sorna: «Bien; eso ha sido una buena historia de terror, un poco a lo <i>Vathek</i>, pero ahora cuéntame una historia verdadera.» No hay nada psicológicamente extraño en la actitud de los historiadores revisionistas que niegan el Holocausto —salvo la maliciosa contumacia de negar las pruebas. Sus tesis son en realidad lo más verosímil: que sea falso; porque, aun con la tremenda carga de credulidad y fantasía que requeriría creer que toda esa historia ha sido fabricada tan sistemáticamente durante tantos años, creer que realmente sucedió exige de nuestro corazón, nuestras tripas y nuestro cerebro una cantidad muchísimo mayor de fe. Y ahí radica uno de los factores más terribles de la historia del Holocausto: no sólo en el terror real de lo que efectivamente sucedió, sino en que fue tan excesivo que se vuelve sencillamente increíble, como si proporcionara una diabólica coartada a los verdugos. Y en verdad creo que es todavía una buena cosa que no se sepa de la misa la mitad, que todo cuanto se ha reconstruido en películas, reportajes y libros de memorias sólo sea una minúscula parte del inconcebible infierno, porque si hubiésemos —cosa imposible— saturado de información hasta la exhaustividad, aún parecería menos creíble. Nos conmueven las narraciones que captan el terror global de aquella época, como <i>La lista de Schindler</i> por ejemplo, sólo porque, de acuerdo con los requisitos mínimos de la poética, debe asegurarse un final más o menos feliz, o al menos lógico, o incluso unos supervivientes. Pero la única película que podría transcribir fielmente esa historia sería irrealizable, porque sería una película sin actores, una película muda, con sólo cadáveres.</div>
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Imaginemos ahora, sólo por un momento, que a una generación, la nuestra por ejemplo, se le ocurriera llevar a cabo una sistemática eliminación de toda huella del Holocausto, la destrucción de todos los libros que se refieren al mismo, de todos los filmes y novelas, de todos los vestigios, a fin de que la generación siguiente no tuviese ése entre los ejemplos históricos. No podría entonces ser más inconcebible de lo que ya es sabiendo que ha existido, pero lo sería de un modo más absoluto. ¿No sería este olvido completo una garantía para evitar la repetición, tan válida, o incluso mejor, que la del obsesivo y patético «recordar»? Sé que lo que digo parecerá una atrocidad o una bobada a muchos, y por supuesto no se trata más que de un inocente experimento mental, inocuo por imposible. Lo que pretendo no es convencer de la necesidad de borrar u «olvidar» tales o cuales episodios de la historia, sino de la necesidad de mitigar los mensajes irritantes, patéticos. Todavía no han llegado a un acuerdo unánime los sociólogos y psicólogos acerca de si el cine truculento, de «sexo y violencia» es un factor que contribuye a incrementar los índices de delincuencia, o sólo es un reflejo pasivo, aunque quizá exagerado, de la realidad social. Yo no creo que un hombre normal, honesto, pueda salir de un cine convertido en un homicida por la sugestión de la macabra historia que ha visto; si tras salir de la sala uno comete un crimen, es que ya era criminal antes de entrar en ella. Pero la mecánica social, en masa, no funciona exactamente igual que la individual, y son incontables los casos en que los horrores sociales proceden de una fiel imitación de la imaginación artística. En todo caso, creo que ninguna persona sensata pondrá serias objeciones a la prudencia que consiste en <i>no dar ejemplos</i>.</div>
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«Recordar, recordar…», «memoria, memoria…», pero ¿y olvidar, no es acaso más necesario para la inteligencia? La historia no consiste en modo alguno en recordar, sino más bien en registrar. Y consiste también, ya lo he dicho, en olvidar. La memoria es una función biológica, no social. Para un individuo es tan imposible recordar el pasado que no vivió como recordar el futuro. Por cierto que tanto recordar el pasado como recordar el futuro son cosas que puede hacer, en un sentido muy especial, el historiador, o sea el que conoce la historia, una historia, cualquier historia, aunque sea ficticia. La expresión «recuerda el futuro» no tiene por qué significar el absurdo gramatical y absoluto de «recuerda lo que hiciste mañana», o de «lo haremos ayer». Basta haber leído la <i>Odisea</i> para que un alumno de la clase de literatura no se alarme si el profesor le pide que <i>recuerde lo que le va a suceder a Ulises tras huir de la isla de los Lestrigones</i>, es decir que recuerde el futuro (el de Ulises en esa parte de la historia, por supuesto, no el futuro del propio alumno en el momento en que es interpelado). Pero esto, naturalmente, nada tiene que ver con la memoria en sentido propio, biológico. Y si las funciones superiores de nuestro sistema nervioso tienen que involucrarse en una fundamentación teórica de la historia, sería justo que junto a la memoria no olvidásemos tampoco esa otra salutífera función de la amnesia.</div>
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He afirmado que la historia enseña ante todo a ser relativistas, a abandonar toda metafísica y todo dogma absoluto —salvo quizá unos pocos y elementales axiomas lógicos cuya validez resiste toda objeción imaginable—, enseña, en una palabra, la dialéctica, que ya comprendió perfectamente Heráclito, el eterno dinamismo del mundo. Esto es evidente por lo que respecta a la historia objetiva, pero lo curioso es que también enseña lo mismo, indirectamente, una historia mítica, como he sugerido más arriba. Expuestos a un relato fabuloso que se pretende hacer pasar por verídico, será imposible dejar de percibir la contradicción entre las fantásticas leyes que rigen el mundo mítico que presuntamente existió y las leyes más prosaicas que rigen el mundo real en que vivimos. Fuerza será reconocer que algo ha tenido que cambiar muy radicalmente, es decir que ha habido una evolución, aunque se sienta como una caída o una decadencia. Aun cuando uno sea tan ingenuo como para no albergar dudas acerca de la exactitud del relato bíblico, por ejemplo, tendrá que intentar explicarse cómo es que hoy vivimos en un mundo en el que han dejado de producirse milagros y otros prodigios, o de creerse en las mismas cosas; tendrá que explicarse cuándo, cómo y por qué decidió Dios abandonar a los hombres y marcharse con la música a otra parte. Puede ser tan obstinado que aún crea a pies juntillas que son íntegramente buenas y verdaderas las enseñanzas morales y prácticas de la Sagrada Escritura; y aun así se le pondrá en un difícil compromiso si se le obliga a intentar explicar por qué es hoy en la práctica mucho más difícil que en aquella santa época adherir al mismo conjunto de normas y de creencias, por qué se ha agotado su fuerza, por qué se ha desvanecido su razón de ser, en suma, por qué ha periclitado en lugar de vigorizarse y ganar ascendiente. Quizá no haya manera de persuadirle de que esas creencias antiguas son ya no sólo ineficaces, sino hasta dañinas si se defienden con imprudente fanatismo, y sin duda está en su legítimo derecho sentimental de creer que el mundo bíblico fue mejor que el actual, y la sociedad cristianizada mejor que la secularizada, pero aun así seguirá teniendo el problema de explicarse a sí propio y explicar convincentemente a los demás las causas de esa odiosa evolución. Frente a esta exigencia de explicación razonable, estamos obligados a caer en el realismo histórico, o en la idiocia.</div>
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He olvidado, bien que lo sé, tratar del tema anunciado en el título de esta entrada, salvo episódica y, tengo que reconocerlo, muy negativamente: eso de contar la historia hacia atrás. Pero creo haber advertido desde el principio que lo consideraba una idea peregrina e irrealizable, de manera que el tópico de la historia al revés sólo era una excusa para hablar de la historia a secas. Para no defraudar completamente las expectativas de quien se acercó a este texto esperando que tratase lo que estrictamente promete el título, tengo aún que ofrecer, como prometí, algunos oportunos ejemplos de la forma en que la idea de un tiempo transcurriendo hacia atrás —y no meramente relatado o examinado hacia atrás— ha sido a veces tratada con una rara penetración lógica, o un exceso de imaginación, junto a otros ejemplos de los diversos y curiosos razonamientos que de tanto en tanto ha motivado la reflexión sobre el tiempo en su sentido normal. Todo ello en la próxima entrada. Lamentaría concluir ésta dejando la ingrata impresión de que quise atraer la atención de los curiosos con un tema prometedoramente intrigante, como una pueril añagaza para hablarles de otros asuntos. Quiero desagraviar a estos lectores que se sientan de ese modo maltratados proponiendo un escenario en el que el ensayo de una historia regresiva podría ser seriamente considerado. No lo voy a analizar, porque este ejercicio me ha parecido ya demasiado fatigoso y demasiado anárquico: continuamente he tenido que luchar contra la tendencia a irme por las ramas, a involucrar aspectos incardinados que, en lugar de contribuir a esclarecer, lo harían todo aún más confuso. Me limitaré, pues, a proponerlo como tema de reflexión, por si alguno se anima a discutirlo (y, ¿por qué no?, a irse también por las ramas, para consolarme con la amistosa impresión de no ser el único que sufre esta pasión dialéctica). El tema es el siguiente: si <i>relatar</i> la historia hacia atrás no es tan interesante como la primera sugestión prometía, porque ya estamos obligados como mínimo a <i>investigarla</i> hacia atrás —ni más ni menos que como una indagación policial se remonta de los consecuentes a sus antecedentes, aunque al final el informe ordene el resultado de las pesquisas presentando el relato del crimen en sentido cronológico—, o dicho de otro modo, porque ese ejercicio intelectual «regresivo» ya va implícito, ya se hace en cierta fase, intermedia, de la labor del historiador, se me ocurre que quizá sí sería muy provechoso intentar un <i>olvido</i> hacia atrás, una amnesia regresiva, por decirlo atropelladamente. Este ensayo no sería menos razonable que el de «recordar el futuro», según el especial sentido al que ya me he referido (o sea el futuro de una historia conocida, que sólo es futuro para los protagonistas de la misma en un cierto momento de ella). No se trata de una idea peregrina, ni de ninguna anomalía discursiva, sino nuevamente de algo que se practica y se conoce bajo otros términos más familiares: ni más ni menos que del problema del anacronismo, y en especial del presentismo. El objeto sería esforzarse en desaprender, en cierto modo, en recordar lo que pensábamos o habríamos pensado antes de saber lo que ahora sabemos. Ciertamente, esto es lo que el historiador se esfuerza en lograr, y para lo que se requiere muchas veces una rara empatía, a fin de no juzgar las ideas ni los hechos del pasado mediante ideas y hechos que los hombres del pasado aún no podían concebir ni conocer. Esto no quiere decir que nos estorbe nuestro conocimiento actual, que es el imposible «conocimiento del futuro» para los hombres que nos precedieron; quiere decir que no debemos <i>olvidar</i> eso justamente, que tal conocimiento <i>no lo teníamos antes de haberlo aprendido</i>. De este modo, <i>recordar</i> cómo pensábamos antes de saber lo que ahora sabemos coincide, un poco paradójicamente, con intentar <i>olvidar</i> lo que sabemos —no olvidar <i>que lo sabemos</i>, que sería casi lo contrario, e imposible además, sino obviarlo, evitar que se mezcle anacrónicamente con el conocimiento tal como éste se hallaba antes. Como tal ejercicio, difícil, de amnesia regresiva sí que me parece interesante eso de recordar la historia hacia atrás. (¿No era esto, en suma, lo que quiso ensayar Fitgerald en su historia de Benjamin Button? No exageré al sugerir que algunos problemas teóricos de la historia pueden tomar como modelo las fantasías de los poetas, siempre que no pierdan el sentido de la prudencia y la realidad.)</div>
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Constelaciónhttp://www.blogger.com/profile/07698794212069170490noreply@blogger.com6tag:blogger.com,1999:blog-8578161740634862640.post-33840118172724171642013-06-02T22:10:00.000+02:002013-06-03T10:20:16.751+02:00Un dudoso reciente auge del esoterismo en el arte<span style="font-size: 18pt; font-variant: small-caps;">Alberto Luque</span><br />
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<table cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="float: right; margin-left: 1em; text-align: right;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiuxkmN6xOfazlGUkLzcXFQS_KfwUVetWi7N1wF-bLMo7o-iCmIJg3O8aTavlGG_anhrN17LjUoMQoyqTVOz2PEUsRRQGhn991lt61I38RQ1R8vvIlzhQx9NsnqZ9VI933R6LEZh2BYyIH1/s1600/Kandinsky,+W.,+Komposition+VI+%5B1913%5D.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; margin-bottom: 1em; margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" height="212" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiuxkmN6xOfazlGUkLzcXFQS_KfwUVetWi7N1wF-bLMo7o-iCmIJg3O8aTavlGG_anhrN17LjUoMQoyqTVOz2PEUsRRQGhn991lt61I38RQ1R8vvIlzhQx9NsnqZ9VI933R6LEZh2BYyIH1/s320/Kandinsky,+W.,+Komposition+VI+%5B1913%5D.jpg" width="320" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;"><div style="text-align: right;">
Vassily Kandinsky, <i>Komposition VI</i> (1913, 195×300 cm,</div>
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San Petersburgo, Museo Nacional de L’Ermitage)</div>
</td></tr>
</tbody></table>
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En la discusión sobre el caso de Hilma af Klint propuesto por Vicenç Furió en la anterior entrada se ha planteado no sólo el problema de si la obra de esta artista merecía incorporarse con pleno derecho a la historia de los orígenes de la abstracción, sino también el problema de si esta incorporación afectará, positiva o negativamente, al perturbador papel que el esoterismo declarado juega en la fundamentación de la teoría de la vanguardia. Aunque casi nadie ha ignorado nunca las motivaciones místicas de muchos pintores contemporáneos —desde Kandinsky o Mondrian hasta Tàpies o Beuys—, lo corriente es no considerar esas motivaciones más que como una anecdótica anomalía. Es incómodo para cualquier historiador o crítico de mentalidad racionalista tener que admitir que la más vulgar superstición sea un factor de peso en la génesis del arte abstracto. Para resguardar la legitimidad intelectual de la vanguardia del letrón del oscurantismo místico, era necesario contemplar esas creencias espiritistas como simples caprichos personales, y como la tendencia a la abstracción también se da con la misma fuerza entre artistas que no las comparten, la estrategia de considerarlas irrelevantes no parece errónea ni arbitraria.<br />
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Mi opinión es diferente. Pese a que las supercherías espiritistas son irrisorias para la mayoría de los artistas y de los críticos, me parece casi evidente que la teoría que procura dar sentido al arte abstracto está irremediablemente calcada de los patrones irracionalistas del ocultismo. Para comprender la relación estrecha entre vanguardia y esoterismo es indiferente que un artista crea o no en el espiritismo; de hecho son una minoría los que creen, pero el propio estilo retórico y las categorías que se usan para avalar el arte abstracto responden exactamente a la misma trayectoria mental, mística e irracionalista. En rigor, la cuestión es netamente filosófica: se trata de idealismo. Adorno ensayó una defensa invertebrada y ambigua de «lo espiritual en el arte», procurando mantenerse en el terreno del materialismo, y desestimando un tanto a la ligera el hecho de que el concepto de lo espiritual estuviese tan ligado a una actitud francamente antirrealista. «El concepto estético de espíritu —decía Adorno— tiene adquiridos algunos malos compromisos no sólo por sus relaciones con el idealismo, sino también por ciertos escritos de los comienzos del arte radical moderno; los de Kandinsky, por ejemplo. Rebelándose con razón contra un sensualismo que, aun en el <i>Jugendstil</i>, daba en arte la máxima importancia a lo agradable a los sentidos, aisló mediante un proceso de abstracción el principio opuesto y lo cosificó, hasta el punto de que era difícil distinguir el “debes creer en el espíritu” de una superstición o de un artificial delirio por lo superior.» [<i>Teoría estética</i> (1970, póst.), Madrid, Taurus, 1986, p. 120.] Adorno mantuvo su perspicacia y su clarividencia cuando mostró la íntima afinidad entre el ocultismo y el fascismo, pero la perdió un tanto y un cuanto al ignorar la que media entre el arte abstracto y el ocultismo.</div>
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Como decía, es común entre los críticos e historiadores desestimar esta última relación. No obstante, algunos autores opinan que recientemente se ha incrementado el interés por esta relación, y bastante de esta renovada atención proviene de la inclusión de la obra de Hilma af Klint en la exhibición de 1986 en Los Angeles County Museum of Art [<i>The spiritual in art: Abstract painting 1890–1985</i>, Nueva York–Londres–París, Abbeville Press, 1986]. Lars Bang Larsen [<a href="https://www.frieze.com/issue/article/the_other_side/">«The other side»</a>, en <i>Frieze</i>, núm. 106 (abril de 2007), pp. 114-119], por ejemplo, estima que en los últimos años se ha intensificado el ocultismo en el mundo artístico. Por momentos, Larsen recupera, en un lenguaje más moderno —o sea más impreciso—, el simple y racional escepticismo crítico que en otra época se expresó más claramente contra la superstición (por ejemplo en la época de Lavoisier o de Faraday). Pero viene también a conceder a las novísimas formas de ocultismo artístico un sentido crítico-irónico del que en mi opinión carecen por completo. Viene a decir que en el fondo esas experiencias extravagantes que se dirigen a la percepción suprasensorial de «lo oculto» nos acaban mostrando cosas que en verdad existen y en verdad son invisibles, como nuestros propios sentimientos, &c.; en suma, como si esas chifladuras ayudasen a la introspección y la reflexión. Es un modo nuevo de repetir la clásica falacia de los inicios de la hipnosis, según la cual los fenómenos mediúmnicos no eran en esencia falsos, sino falsamente interpretados: no se trataba de comunicaciones con los espíritus del más allá, sino de revelaciones del «inconsciente».</div>
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Respecto a los casos que comenta Larsen, no me parece que demuestren un incremento sensible de la afición a lo paranormal entre los artistas, sino que se trata de experiencias bastante casuales o marginales, y no de «la punta de un iceberg», como concede Marco Pasi [<a href="http://www.cesnur.org/2010/to-pasi.htm">«<span lang="EN-GB">A gallery of changing gods: Contemporary art and the cultural fashion of the occult</span>»</a>, CHESNUR, 2010]. Al parecer, las recientes exhibiciones de arte esotérico se dividen entre las que tratan la superstición en términos tradicionalmente ilustrados, pero sin compromiso crítico, lo que da pie incluso a una concesión intelectual al ocultismo, como si éste proporcionase alguna clave para acercarse a «lo desconocido» real, o como si al fin y al cabo pusiera de relieve la «necesidad humana» de lo trascendente (en esta línea tendríamos quizá la exhibición <i>Traces du sacré</i> del Centro Pompidou, 7 de mayo–11 de agosto de 2008), y las que lo acreditan como una cierta forma de ironía contestataria (en este caso estaría la exhibición <i>Great transformation: Art and tactical magic</i> del Frankfurter Kunstverein y el Museo de Arte Contemporáneo de Vigo, 19 de septiembre de 2008–11 de enero de 2009). En mi opinión, el primer tipo es interesante en lo que tiene de informativo, a pesar de su superficialidad y ambigüedad críticas, mientras que el segundo es sencillamente absurdo. Sin embargo, entre los intelectuales que practican el arte de la contestación por la contestación, este último parece revestir un carácter crítico-irónico.</div>
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En gran parte, la crítica favorable a esta nueva asociación explícita entre esoterismo y vanguardia se nutre de algo que tiene que ver con la «leyenda negra» de la religión como factor reaccionario y oscurantista. La superstición se contempla como una tendencia contestataria, opuesta a la religión, y de ahí las simpatías que suscita entre quienes creen romántica y superficialmente que una actitud simplemente extravagante vale como una verdadera crítica. Así se atribuyen al lunatismo esotérico las virtudes intelectuales de la ironía y la provocación (en el Center for Tactical Magic de California, por ejemplo, que hace un uso tan extravagante del ideario marxista como para que cualquier persona sensata se vuelva inmediatamente anticomunista: se practican allí sesiones de «Marxist past-life regression», como las llama Larsen, en las que los majaderos se someten a la fantasía de incorporarse a sus pasadas encarnaciones en el seno de las clases explotadas, o también a la de visitar las áreas secretas del Pentágono por mediación de su cuerpo astral…).</div>
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Marco Pasi (<i>loc. cit.</i>) también adopta en este asunto una postura acríticamente concesiva, y evita aquilatar justamente ese conflicto permanente entre unas supersticiones manifiestamente absurdas y un arte institucionalizado que las calca: «De hecho —escribe—, el arte de comunicarse con los espíritus no se ha perdido en el arte contemporáneo, y está aún hoy muy vivo, como observamos por ejemplo en artistas tales como Carl Michael von Hausswolff, Raimundas Malašauskas, Nico Dockx y John Roach. Pero cuando tratamos del arte contemporáneo la cuestión no es tanto la recepción y transmisión de mensajes del más allá que tendrían una importancia espiritual profunda y de gran alcance para la humanidad, como era el caso de Hilma af Klint en los comienzos del siglo <span style="font-variant: small-caps;">xx</span>, sino más bien la exploración de los desconocidos, aún no mapeados territorios de la mente, tarea llevada a cabo a veces con una irónica sonrisa de desapego.» Pero esto es exactamente el mismo tipo de concesiones que se hacen en la exposición del Pompidou, y que tanto disgustan a los críticos entre los que se alinea el propio Pasi. En cambio, reprocha a los críticos que llama «burgueses», como Robsjohn-Gibbings, su actitud de completo rechazo del misticismo ocultista como pura superstición inframoral —cosa en la que, por otro lado, también coinciden la mayoría de los marxistas, incluso un defensor de la vanguardia como Adorno. Y aquí tenemos otra prueba de la superficialidad de Pasi, cuando insinúa el carácter retrógrado y burgués del rechazo del esoterismo como pura superstición, e ironiza a expensas del hecho de que los nazis condenaran el mismo arte «degenerado» que pensadores como Robsjohn-Gibbings asocian al fascismo. Éste es un caso que no se ha comprendido en absoluto: los nazis tenían una mentalidad mítica y completamente afín al irracionalismo vanguardista, y algunos de ellos, como el propio Goebbels, hubieron de corregir sus gustos expresionistas en el momento en que vieron la oportunidad de distinguirse populísticamente de sus adversarios demócratas. El hecho de que aprovechasen, de manera totalmente oportunista, la ocasión de condenar aquel <i>entartete Kunst</i>, simplemente porque podían asociar demagógicamente sus abusos (en gran parte ficticios, como los precios de los cuadros en la época de la tremenda inflación de la posguerra) con la ideología de sus enemigos políticos, no cambia las cosas —así como el hecho de que los católicos reaccionarios puedan condenar el socialismo no desmiente el hecho de que la ética socialista es fundamental e íntegramente católica. (Y eso sin contar con que, por ejemplo, en la exposición <i>Entartete Kunst</i> se exhibían cuadros del nazi Emil Nolde, o que las obras del antifascista Rudolf Belling se exhibían allí y también en la <i>Große Deutsche Kunstausstellung</i>, ideológicamente supervisada y concebida por la burocracia hitleriana como un acto cumbre de propaganda nazi.)</div>
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Pasi termina con una superficial referencia a la idea, ya avanzada por Weber —pero no sólo por Weber—, de que el arte puede convertirse en un sustituto perfecto de la religión, en su esencial función «redentora» —o sea de sueño compensatorio. Pero es innegable que el arte de vanguardia funciona en efecto como una religión, y sustituye justamente la parte obsoleta de ésta, su <i>teología</i>, pero no su parte viva y útil, moral y práctica, su <i>antropología</i>, por decirlo a la manera de Feuerbach. El tema de la religión, dentro o fuera del arte, es mucho más complejo que el del esoterismo. Algo de su complejidad deriva de la polisemia del término mismo, de la pluralidad del concepto de religión —que ha sido muy escuetamente tenida en cuenta por James Elkins (<i>On the strange place of religion in contemporary art</i>, Nueva York–Londres, Routledge, 2004). Ya Camille [Faust] Mauclair hablaba de «la religión de la música» en un cierto sentido vago y trascendente (<i>Essais sur l’émotion musicale: La religion de la musique</i>, París, Fischbacher, 1909). No es el momento de abordar aquí este asunto, pero sí conviene esclarecer lo que en rigor, y no de un modo vago, podemos llamar religión. Sobre todo conviene no confundir el sentimiento religioso con cualquier clase de arrobo, con cualquier clase emocionalismo intenso: el sentimiento religioso sólo existe cuando se cree en la supervivencia tras la muerte. No encuentro explicación más justa y clara de este extremo que la contestación que dio Freud a su amigo Romain Rolland, a propósito de lo que éste llamaba un «sentimiento oceánico», en la que considero la más juiciosa, sintética y conmovedora defensa del ateísmo desde Lucrecio:</div>
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<blockquote class="tr_bq">
En este punto se nos opondrá seguramente la siguiente objeción: si hasta los escépticos más empedernidos reconocen que las afirmaciones religiosas no pueden ser rebatidas por la razón, ¿por qué no hemos de creerlas, ya que tienen a su favor tantas cosas: la tradición, la conformidad de la mayoría de los hombres y su mismo contenido consolador? No hay inconveniente. Del mismo modo que nadie puede ser obligado a creer, tampoco puede forzarse a nadie a no creer. Pero tampoco debe nadie complacerse en engañarse a sí mismo suponiendo que con estos fundamentos sigue una trayectoria mental plenamente correcta. La ignorancia es la ignorancia, y no es posible derivar de ella un derecho a creer algo. Ningún hombre razonable se conducirá tan ligeramente en otro terreno ni basará sus juicios y opiniones en fundamentos tan pobres. Sólo en cuanto a las cosas más elevadas y sagradas se permitirá semejante conducta. En realidad se trata de vanos esfuerzos para hacerse creer a sí mismo o hacer creer a los demás que permanece aún ligado a la religión, cuando hace ya mucho tiempo que se ha desligado de ella. En lo que atañe a los problemas de la religión, el hombre se hace culpable de un sinnúmero de insinceridades y de vicios intelectuales. Los filósofos fuerzan el significado de las palabras hasta que no conservan apenas nada de su primitivo sentido, dan el nombre de «Dios» a una vaga abstracción por ellos creada y se presentan ante el mundo como deístas, jactándose de haber descubierto un concepto mucho más elevado y puro de Dios, aunque su Dios no es ya más que una sombra inexistente y no la poderosa personalidad del dogma religioso. Los críticos persisten en declarar profundamente religiosos a aquellos hombres que han confesado ante el mundo su conciencia de la pequeñez y la impotencia humanas, aunque la esencia de la religiosidad no está en tal conciencia, sino en el paso siguiente, en la reacción que busca un auxilio contra ella. Aquellos hombres que no siguen adelante, resignándose humildemente al mísero papel encomendado al hombre en el vasto mundo, son más bien [ateos], en el más estricto sentido de la palabra. [<i>El porvenir de una ilusión</i> (1927), en <i>Obras completas</i>, Madrid, Biblioteca Nueva, 1973, t. <span style="font-variant: small-caps;">iii</span>, p. 2.978. —La palabra «ateos» que aparece entre corchetes es una corrección mía; la edición en cuestión pone «religiosos», en lugar de «irreligiosos», como ponía correctamente la primera edición en español, de 1930; el error se reproduce en las siguientes ediciones, a partir de 1948, y fue corregido en ediciones posteriores a la que cito. ¿Un curioso <i>lapsus calami</i> del editor?]</blockquote>
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Volvamos al problema de si estamos asistiendo a un <i>revival</i> del esoterismo explícito en el arte, y de si tiene sentido considerarlo irónico-crítico, como una suerte de nuevo surrealismo.</div>
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Cuando se juzgan las relaciones entre arte y esoterismo, se presentan dos series de problemas: (1) determinar si tales relaciones existen o no, y en qué grado, con qué intensidad; (2) analizar su sentido, y aquí caben dos posturas: la racional que considera el esoterismo una mistificación inframoral, y la acrítica que le concede alguna virtud creativa.</div>
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La exposición <i>The spiritual in art: Abstract painting, 1890-1985</i> de Los Angeles County Museum of Art (1986) [ed. rev. de Maurice Tuchman, Nancy Grubb y Edward Weisberger, Abbeville Press, 1999] mostró con cierta claridad la natural derivación del simbolismo a la abstracción, así como la raíz netamente espiritualista (con cinco grandes temas: «Imaginería cósmica», «Dualidad», «Vibración», «Sinestesia» y «Geometría sagrada»). Es cierto que, como censuraba Hilton Kramer en su reseña de esta exhibición [<a href="http://www.newcriterion.com/articles.cfm/On-the--Spiritual-in-Art--in-Los-Angeles-6163#back1">«On the “Spiritual in art” in Los Angeles»</a>, en <i>The New Criterion</i>, abril de 1987], hay una ambigüedad y arbitrariedad innegables en estas selecciones, sobre todo porque los mismos cuadros podían ser indistintamente presentados como muestras de una u otra de tales categorías, y porque estos temas no ofrecen clave alguna para distinguir sus cualidades estéticas. Pero esa ambigüedad y arbitrariedad es consustancial al carácter místico de toda pintura abstracta, y en conjunto la define inequívocamente, con independencia de todas las diferencias formales que quieran destacarse.</div>
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Entre observaciones más o menos superficiales, Kramer lanzaba ésta, muy atinada: que el entusiasmo por la exhibición de este acervo de pinturas abstractas explícitamente vinculadas a las doctrinas espiritistas significa algo así como un ataque, o al menos una desconfianza hacia el principio formalista típico del arte contemporáneo según el cual el valor estético es independiente de los contenidos. En efecto, después de haber insistido tanto en que una pintura (abstracta, por supuesto) no debía representar nada, sino simplemente presentarse a sí misma como composición sin referente, resulta anómalo que se pretenda reevaluarla como expresión de unos contenidos, en este caso sobrenaturales. No obstante, el mismo fundador de la abstracción, Kandinsky, había ciertamente llevado a su conclusión definitiva el principio simbolista de la irrelevancia del tema, pero justamente para reclamar que el «tema» fuese «lo espiritual», o sea el mundo de los espíritus, la revelación del futuro, &c. (y por cierto, la mencionada exposición del Centro Pompidou recuperaba precisamente estos contenidos esotéricos como tema explícito de las composiciones abstractas de Kandinsky).</div>
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Me parece que no es aventurado concluir que no existe realmente un incremento del esoterismo manifiesto en el arte, y tampoco puede aumentarse el esoterismo latente, porque siempre ha estado en grado de saturación. Y tampoco ha crecido exageradamente el interés particular por la obra de Hilma af Klint desde la exposición de 1986. Apenas puede hallarse todavía —al menos en una lengua más accesible que el sueco—, más de media docena de estudios sobre su obra: Åke Fant, «The case of Hilma af Klint», en <i>The spiritual in art: Abstract painting 1890–1985</i>, Nueva York–Londres–París, Los Angeles County Museum of Art/Abbeville Press, 1986, pp. 155-163; Gurli Lindén, <i>I describe the way and meanwhile I am proceeding along it: a short introduction on method and intention in Hilma af Klint’s work from an esoteric perspective</i>, Hölö (Suecia), Rosengårdens, 1998; Catherine de Zegher y Hendel Teicher (ed.), <i>3×Abstraction: New methods of drawing by Hilma af Klint, Emma Kunz, Agnes Martin</i>, Nueva York–New Haven–Londres, The Drawing Center/Yale University Press, 2005; <i>Hilma af Klint (1862–1944): Une modernité révélée</i>, París, Centre Culturel Suédois, 2008; Hedwig Saam y Miriam Windhausen (ed.), <i>De geheime schilderijen van Hilma af Klint / The Secret Paintings of Hilma af Klint</i>, Arnhem, Museum voor Modern Kunst, 2010.</div>
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Constelaciónhttp://www.blogger.com/profile/07698794212069170490noreply@blogger.com7tag:blogger.com,1999:blog-8578161740634862640.post-51182898093701336432013-05-09T21:07:00.000+02:002013-05-14T09:51:20.524+02:00Los inicios del arte abstracto, el MoMA y Hilma af Klint<div>
<span style="font-size: 18pt; font-variant: small-caps;">Vicenç Furió</span></div>
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<div style="text-align: justify; text-indent: 18pt;">
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<table cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="float: right; margin-left: 1em; text-align: right;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgsjGXdXjpUbe1IuQHRKN0_nDYfqehm5amceYZ5DjcqLe7jnPR81tGnlooCqbwqqalGYIJqsJGNPAXupdvJQM1yCGRm-JgviW69BaGTt_A0lbb8xKnRplbSvJz7HfZ6htBoues0M8d4AQb1/s1600/Inventing+abstraction,+1910-1925+%5BMoMA,+2013%5D+%5Bcat%C3%A1logo%5D.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; margin-bottom: 1em; margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgsjGXdXjpUbe1IuQHRKN0_nDYfqehm5amceYZ5DjcqLe7jnPR81tGnlooCqbwqqalGYIJqsJGNPAXupdvJQM1yCGRm-JgviW69BaGTt_A0lbb8xKnRplbSvJz7HfZ6htBoues0M8d4AQb1/s320/Inventing+abstraction,+1910-1925+%5BMoMA,+2013%5D+%5Bcat%C3%A1logo%5D.jpg" width="256" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="font-size: 12.727272033691406px; text-align: center;"><div style="text-align: right;">
<i>Inventing abstraction, 1910-1925:</i></div>
<div style="text-align: right;">
<i>How a radical idea changed modern art</i>,</div>
<div style="text-align: right;">
Nueva York, MoMA, 23 de diciembre</div>
<div style="text-align: right;">
de 2012–15 de abril de 2013.</div>
</td></tr>
</tbody></table>
<span style="color: #b45f06; font-family: Trebuchet MS, sans-serif;">[Artículo originalmente publicado en catalán en el blog del <i>Fòrum de les arts i del patrimoni</i> el 5 de mayo: <a href="http://forumdelesarts.com/2013/05/05/els-inicis-de-lart-abstracte-el-moma-i-hilma-af-klint/">«Els inicis de l’art abstracte, el MoMA i Hilma af Klint»</a>.]</span></div>
<br />
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Antes de ver la exposición <i>Inventing abstraction, 1910-1925: How a radical idea changed modern art</i>, celebrada en el MoMA de Nueva York, entré en la conocida tienda de diseño que hay delante del museo, donde se venden toda clase de objetos que merecen estar allí por la calidad u originalidad de su diseño. Se hace difícil salir de la tienda sin comprar algo, porque hay muchos objetos originales y bien pensados, tanto desde el punto de vista estético como funcional. El rasgo común es el racionalismo, las formas limpias y geométricas, un cierto minimalismo sin apenas florituras decorativas. Este tipo de diseño, desde la Bauhaus a Ikea, ha triunfado en el mundo actual, y esto tiene mucho que ver con la revolución que supuso el arte abstracto.</div>
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<a name='more'></a></div>
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A la entrada de la exposición te encuentras con un primer elemento de gran interés. Un diagrama en la pared presenta más de un centenar de nombres de los artistas vinculados al arte abstracto desde 1910 a 1925, unidos por unas líneas que indican los contactos que tuvieron entre sí. Se destacan en rojo los artistas que suman más de 24 conexiones documentadas. Son los siguientes: Kandinsky, Apollinaire, Picasso, Arp, Léger, Sonia Delaunay, Van Doesburg, Tristan Tzara, Picabia, Marinetti, Larionov, Goncharova y Alfred Stieglitz. Con este diagrama, en parte deudor de las redes de conexiones intelectuales estudiadas por el sociólogo norteamericano Randall Collins en su monumental <i>Sociología de las filosofías</i>, los responsables de la muestra del MoMA han pretendido poner de relieve la idea —creo que acertada— de que la abstracción no fue fruto de cuatro genios trabajando aisladamente, sino también de las relaciones, de la comunicación y del intercambio de ideas que se estableció entre un numeroso grupo de artistas e intelectuales que trabajaban simultáneamente en diversos campos, y a veces en núcleos y países diferentes.</div>
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Pese a que Picasso no hizo nunca abstracción pura, su nombre está en el centro del diagrama. Fue un contacto fundamental para muchos artistas. Por lo que respecta a su pintura, la exposición defiende la idea de que la experimentación que llevó a cabo en las obras cubistas de 1910 causó un notable impacto en otros artistas que pronto darían un paso más. De hecho, el papel destacado que la muestra atribuye a Picasso está en la misma línea que ya configuró el mismo MoMA en 1936 con la exposición organizada por Alfred Barr <i>Cubism and abstract art</i>: buena parte de la abstracción deriva del cubismo. En el primer ensayo del catálogo <i>Inventing abstraction</i>, la comisaria, Leah Dickerman, plantea, prácticamente en igualdad de condiciones, los dos puntos de partida anteriores a 1912 que preparan el terreno al arte abstracto: las obras cubistas hechas por Picasso en Cadaqués en 1910, y el tratado <i>De lo espiritual en arte</i> de Kandinsky. Según Dickerman, «while Picasso in 1910 could paint a picture approaching abstraction but could not embrace it philosophically, Kandinsky conversely could develop a theoretical rationale for abstraction but could not make the final break». En ambos casos se destaca un hecho importante: en aquel momento, tanto pensar en un arte abstracto como realizarlo era un paso intelectualmente difícil de dar. Si alguien aún piensa que el primer arte abstracto fue como coser y cantar, se equivoca.</div>
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Recientemente, parece que en algunas exposiciones y estudios se está abriendo paso este enfoque, de matiz sociológico, que contempla la importancia de la red de contactos personales a la hora de explicar cómo se consolidan los estilos, las tendencias artísticas y su reconocimiento. Hace poco más de un año en este mismo foro comentaba una muestra organizada por el Museo Picasso de Barcelona (<i>Picasso, 1936: Empremtes d’una exposició</i>), en la que también se hacía visible una red de conexiones. Pero aún se habría de dar un paso más, que pusiera de manifiesto que además de conexiones hay posiciones, y que las posiciones de poder dominan a la hora de imponer determinadas ideas y valores.</div>
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<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="float: right; margin-left: 1em; text-align: right;"><tbody>
<tr><td><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhjbvj3nH_MUYQiGZw_kIByTTcdXggLRPRMaTqREg2b0hauwMGzOX5Ipdhm1g8kZYvX79Ll_okvtN9pVupXwpUF52IWiq2E39OmAXCw75MUdhsl16f-pQCH6noKrLZCMZGR4m_PbcIw6WHo/s1600/Kupka%252C+Fr.%252C+Mme.+Kupka+entre+verticales+%255B1910-1911%255D.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" height="400" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhjbvj3nH_MUYQiGZw_kIByTTcdXggLRPRMaTqREg2b0hauwMGzOX5Ipdhm1g8kZYvX79Ll_okvtN9pVupXwpUF52IWiq2E39OmAXCw75MUdhsl16f-pQCH6noKrLZCMZGR4m_PbcIw6WHo/s400/Kupka%252C+Fr.%252C+Mme.+Kupka+entre+verticales+%255B1910-1911%255D.jpg" width="250" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="font-size: 12.727272033691406px;">František Kupka, <i>Mme. Kupka entre</i><br />
<i>verticales</i>, 1910-1911.</td></tr>
</tbody></table>
La exposición del MoMA sobre los inicios de la abstracción destaca el papel de Picasso y mantiene el lugar de Kandinsky en la posición ya conocida, juntamente con los otros pioneros de la abstracción como fueron František Kupka, Francis Picabia o Robert y Sonia Delaunay. Otro de los puntos fuertes de la muestra es el papel muy relevante que se atribuye a Guillaume Apollinaire, tanto a la hora de dar un nuevo nombre al fenómeno distinguiéndolo del cubismo, como por defender los nuevos planteamientos. Finalmente, la exposición también se aleja de la consideración del arte abstracto —y de la pintura en particular— como un proceso básicamente de purificación interna del medio, como si fuese un lenguaje aislado, y destaca su carácter mixto o compartido con otros medios, como la música, la poesía, la fotografía o la danza. Fue una innovación compartida por diferentes artistas en campos de creación diferentes.</div>
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¿Y las obras de la exposición? Nadie interesado por la revolución que supuso el arte abstracto puede quedarse indiferente al ver la aproximación de Picasso a la abstracción en algunas pinturas cubistas de 1910, la <i>Composición <span style="font-variant: small-caps;">v</span></i> de Kandinsky, considerada la primera pintura abstracta expuesta públicamente en diciembre de 1911 en Múnich (por cierto, hoy en una colección privada, ¿quién será?), o bien la primera edición, aparecida el mismo mes de diciembre de 1911, del libro <i>De lo espiritual en arte</i>. Magníficas son las obras de Kupka, hechas a base de trazos verticales de colores vivos, y que, realizadas entre 1910 y 1912, rivalizan claramente con las de Kandinsky. También son una explosión de color de indudable atractivo las obras de Robert y Sonia Delaunay. Unos años después vemos el camino iniciado por Malévich, Mondrian y tantos otros.</div>
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Pero en esta magnífica exposición y en el catálogo que la acompaña se echa a faltar un nombre: el de la artista sueca Hilma af Klint. No deja de ser chocante, incluso intrigante, que una exposición que pretende sentar cátedra sobre los inicios de la abstracción, ni tan solo cite el caso de Hilma. Hilma af Klint (1862-1944) fue una pintora de paisajes y retratos de finales del siglo <span style="font-variant: small-caps;">xix</span> y comienzos del <span style="font-variant: small-caps;">xx</span>. El caso es que también hizo otro tipo de pinturas, muy diferentes, construidas a base de círculos, óvalos y espirales, que pretendían aludir a fuerzas del más allá que ella decía captar como médium, además de referirse a ideas basadas en la teosofía y en otras corrientes más o menos esotéricas. Estas obras, sin embargo, nunca las quiso mostrar al público, y la artista dejó escrito en su testamento que no fuesen expuestas hasta 20 años después de su muerte. La realidad, no obstante, es que el grueso de esta producción secreta no se dio a conocer hasta el año pasado, y hasta ahora mismo, en la primavera de 2013, no se exponen estos cuadros de Hilma en una gran exposición que le dedica el Moderna Museet de Estocolmo, comisariada por Iris Müller-Westermann. Por lo que parece, antes de 1915 Hilma ya había pintado más de 200 de estas composiciones básicamente abstractas (digo básicamente porque algunos diseños parecen derivar y aludir a elementos orgánicos y botánicos), y algunas obras ya las hizo a partir de 1906, es decir antes que Kandinsky. Hay que añadir, porque es un dato importante, que pese a que la envergadura de esta producción no se ha conocido sino hasta hace poco, algunas obras de Hilma ya fueron exhibidas en una exposición celebrada el 1986 en Los Ángeles, y desde entonces obras concretas se han podido ver en muestras celebradas en Estocolmo, Frankfurt, Nueva York, Londres y París.</div>
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Las dos exposiciones, la del MoMA y la del Moderna Museet de Estocolmo, prácticamente han coincidido en el tiempo (de diciembre de 2012 a abril de 2013 la del MoMA, de febrero a mayo de 2013 la del Museo de Estocolmo). La pregunta clave, naturalmente, es si el MoMA —que aquí representa el poder y el canon del arte moderno— no ha podido, o no ha querido, presentar la obra de Hilma af Klint y por qué motivos. No puedo ofrecer informaciones más detalladas que las periodísticas, pero en un artículo publicado en <i>El País</i> el día 4 de marzo de 2013 se decía que el MoMA se había negado a incluir las obras de Hilma en su exposición por las reticencias de los organizadores. Lo que está claro es que si las hubiesen incluido habría cambiado notablemente el «discurso», como muchos dicen ahora, sobre los inicios del arte abstracto y sobre quiénes fueron los verdaderos pioneros de esta ruptura. Casi nada.</div>
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<table cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="float: right; margin-left: 1em; text-align: right;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgGGnMZ7ch9rMF8ynoJD79Ikw6IOEj_gYTiwxPSLAx95OuKIdL5VxvBgUn8LEIZ_4q2IpJVKjuHZIQcYH4cv1SLRB7FJ0mvqUz6Ehh5vIg9wry1_Uw9sXM_Ole7A9PXCBBUoF66up77cb8C/s1600/Hilma+af+Klint+%255BModerna+Museet%252C+2013%255D+%255Bcat%25C3%25A1logo%255D.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; margin-bottom: 1em; margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgGGnMZ7ch9rMF8ynoJD79Ikw6IOEj_gYTiwxPSLAx95OuKIdL5VxvBgUn8LEIZ_4q2IpJVKjuHZIQcYH4cv1SLRB7FJ0mvqUz6Ehh5vIg9wry1_Uw9sXM_Ole7A9PXCBBUoF66up77cb8C/s320/Hilma+af+Klint+%255BModerna+Museet%252C+2013%255D+%255Bcat%25C3%25A1logo%255D.jpg" width="247" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;"><div style="text-align: right;">
Cubierta del catálogo de Hilma af Klint,</div>
<div style="text-align: right;">
Moderna Museet.</div>
</td></tr>
</tbody></table>
Hay que tener en cuenta la obra de Hilma af Klint, y valorar si se ha de incorporar o no a la apasionante historia de la invención de la abstracción. En caso afirmativo, dónde y cómo. Y si la respuesta fuese negativa, explicar por qué no (y no se la puede excluir por el hecho de que ella creyese que visualizaba el mundo de los espíritus, porque está más que demostrada la raíz irracionalista y la influencia del espiritismo y de doctrinas más o menos esotéricas en otros pioneros del arte abstracto, como el mismo Kandinsky o Mondrian). Por cierto, aprovecho para decir que para saber de este tema no hay que ir a buscar estudiosos extranjeros: Alberto Luque, de la Universidad de Lleida, documentó profusamente estos vínculos del ocultismo con la primera vanguardia en su libro <i>Arte moderno y esoterismo</i> (Lleida, Milenio, 2002).</div>
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El caso de Hilma es un tema importante, pero que desgraciadamente la exposición del MoMa no ha tratado. De hecho, llama poderosamente la atención que el catálogo del MoMA no cite la obra de la artista sueca, y que el catálogo del Museo de Estocolmo no mencione la exposición del Museo de Nueva York. Eso sí, leo en la página web del Moderna Museet de Estocolmo que el día 19 de abril de 2013 se ha celebrado un seminario en que ha sido invitada a participar la curadora del MoMA, Leah Dickerman. Me habría gustado asistir, para saber qué ha dicho sobre Hilma y poder explicarlo a los lectores.</div>
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Si en el diagrama de contactos que he comentado antes fuésemos más allá, y aparte de las líneas de comunicación entre artistas añadiésemos las posiciones de poder de los museos, una línea, quizá quebrada, conectaría el MoMA con el Moderna Museet de Estocolmo. Además, sin embargo, debería figurar otro indicador que mostrase que la posición que ocupa el MoMa y su poder son muy superiores a los del Museo de Estocolmo, y en consecuencia, que la versión del Museo de Arte Moderno de Nueva York tiene muchos más portavoces y más difusión.</div>
<div>
En definitiva, en la versión del MoMA de los inicios del arte abstracto Picasso y Apollinaire suben, Kandinsky se mantiene, y Hilma af Klint se ignora. Afortunadamente, la exposición de Hilma viajará este mismo 2013 a otras ciudades europeas, primero Berlín y después Málaga. Seremos, pues, sus visitantes quienes decidiremos si el título de la exposición de Estocolmo, <i>Hilma af Klint: A pioneer of abstraction</i>, es correcto, y por tanto, si la exposición del MoMA nos ha privado o no de una parte de la historia.</div>
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<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEguZGr_xqON99B_pF0cH34VEV07F4_S0vKWTJIgmdgSJ5spTBtXwn9d_RAGwqUjFW6MDmG-Rp7CQVfqKpGuYdwbR4MRSRV6z1MgGQ20TiOmKaEBB7iZfZRYxl7-nj4DuEEEOpy2FeHXGnub/s1600/Inventing+abstraction%252C+1910-1925+%255BMoMA%252C+2013%255D+%255Bdiagrama%255D.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="404" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEguZGr_xqON99B_pF0cH34VEV07F4_S0vKWTJIgmdgSJ5spTBtXwn9d_RAGwqUjFW6MDmG-Rp7CQVfqKpGuYdwbR4MRSRV6z1MgGQ20TiOmKaEBB7iZfZRYxl7-nj4DuEEEOpy2FeHXGnub/s640/Inventing+abstraction%252C+1910-1925+%255BMoMA%252C+2013%255D+%255Bdiagrama%255D.jpg" width="640" /></a></div>
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Constelaciónhttp://www.blogger.com/profile/07698794212069170490noreply@blogger.com25tag:blogger.com,1999:blog-8578161740634862640.post-34455199482775152032013-05-02T11:15:00.000+02:002013-05-06T14:25:57.451+02:00Notas acerca de Gabriel Tarde: En torno al capitalismo tardío<div>
<span style="font-size: 18pt; font-variant: small-caps;">Alfonso Claudiano</span></div>
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<table cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="float: right; margin-left: 1em; text-align: right;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiCVm5qx-qANyQSJC_2QbVKrX-vaIzAR1zQclFGbnm_LPh7UWaFuZc01fatM4HBVqjaH2r2dtBCON97l_ubux8ogkpJaa10bI0SMmiu6qij0IK_POwtnH1GWaS5gU_byefeb0wAQshZM9CC/s1600/Gabriel+Tarde+(1843-1904).jpg" imageanchor="1" style="clear: right; margin-bottom: 1em; margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiCVm5qx-qANyQSJC_2QbVKrX-vaIzAR1zQclFGbnm_LPh7UWaFuZc01fatM4HBVqjaH2r2dtBCON97l_ubux8ogkpJaa10bI0SMmiu6qij0IK_POwtnH1GWaS5gU_byefeb0wAQshZM9CC/s320/Gabriel+Tarde+(1843-1904).jpg" width="269" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Gabriel Tarde (1843-1904)</td></tr>
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La recuperación de las teorías de Gabriel Tarde, corriente en los últimos tiempos bautizada como <i>tardomanía</i>, lejos de responder a un capricho extravagante, ofrece orientaciones fecundas para la comprensión de los mecanismos sociales que operan en el contexto del capitalismo tardío —el que hubiese correspondido al quinto ciclo de Kondratieff. Tarde cimienta las variaciones objetivas del valor en las fluctuaciones infinitesimales del campo <i>intersubjetivo</i> de los deseos y las creencias. El valor «consiste en el acuerdo de los juicios colectivos que hacemos sobre la aptitud de los objetos a ser más o menos, y por un mayor o menor número de personas, creídos, deseados o probados»<sup>[1]</sup>. De manera que la medición del valor abstrae una medida común, desde la aritmética política hasta los métodos más sofisticados de análisis de datos, reduciendo a magnitudes manejables determinados factores de los procesos afectivos,<sup>[2]</sup> que en su conjunto constituyen las fuerzas vivas de un espacio social a escala <i>dividual</i>.<br />
<a name='more'></a> Esto es, a escala de procesos sociales susceptibles de ser reunidos, según un grupo de determinaciones externas (geográficas, demográficas, psicográficas &c.), en segmentos de mercado. Tal operación, como se sabe, no es privativa de los esfuerzos orientados al mercadeo, sino que encuentra su mayor aplicación en las técnicas de gestión política de las sociedades. Cabe precisar que las diferencias de grado representadas por la medida común, esto es, la cantidad o valencia social, están determinadas necesariamente por el código axiológico imperante en un campo social. Para definir, en líneas generales, la distribución topológica del espacio social capitalista me remito a la brillante síntesis de Pierre Bourdieu; en sus palabras,</div>
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la forma que reviste, a cada momento, en cada campo social, el conjunto de distribuciones de las diferentes especies de capital (incorporado o materializado), como instrumentos de apropiación del producto objetivado de trabajo social acumulado, define el estado de relaciones de fuerza institucionalizadas dentro de los status sociales durables, socialmente reconocidos o jurídicamente garantizados, entre agentes objetivamente definidos por su posición en esas relaciones; ella determina los poderes actuales o potenciales dentro de los diferentes campos y las probabilidades de acceso a los beneficios específicos que ellos procuran.<sup>[3]</sup></blockquote>
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No obstante, sin negar el condicionamiento inherente a las acumulaciones de las especies del valor objetivado, ni su composición histórica, ni su evidencia en los desarrollos jurídicos, creemos que tras esta suerte de efectos gravitacionales debidos a la acumulación del capital se oculta, valga la analogía física, el movimiento browniano del deseo y las leyes que orientan sus tendencias colectivas. Tarde, a lo largo de sus obras, fiel al espíritu científico de su época, propondrá tres categorías generales y profundas que dan cuenta de las dinámicas propias del campo social en su detalle —<i>i.e.</i> en su realidad infinitesimal o molecular—; a estas categorías se ajustan las leyes de repetición, de oposición y de adaptación. Basta fijarse en fenómenos tales como las burbujas especulativas, la influencia de ciertas noticias en el comportamiento de los mercados financieros o el endeudamiento de los Estados para advertir hasta qué punto</div>
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el valor, cuya moneda no es más que el símbolo, no es nada, absolutamente nada, si no fuera una combinación de cosas muy subjetivas, de creencias y deseos, de ideas y voluntades, y que las alzas y las bajas de los valores de la Bolsa, a diferencia de las oscilaciones del barómetro, no podrían explicarse de ningún modo sin la consideración de sus causas psicológicas, acceso de esperanza o desaliento del público, propagación de una buena o de una mala noticia a sensación en el espíritu de los especuladores.<sup>[4]</sup></div>
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Cuando hablamos de deseo, observamos cierta trampa ideológica que se desprende de la neutralidad del término, por ello es imprescindible no perder de vista la diferencia básica entre la frivolidad del capricho y el carácter homeostático de la necesidad humana. Algo similar ocurre con abstracciones de uso común, en muchas ocasiones sustancializadas, como pueden ser el público, el consumariado, el pueblo, entre otras tantas, que no son sino el resultado de segmentaciones de baja resolución y, por tanto, de gran alcance, cuya heterogeneidad interna no está de más recordar; pues estas distinciones superficiales nos podrían llevar a generalizaciones abusivas —incluso totalmente ilusorias— y asimismo a disfrazar distinciones fundamentales.</div>
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Ciertamente el mercadeo, la econometría, y en fin, las técnicas de revelado de las tendencias, parten de una selección de los rasgos pertinentes a los fines circunstanciales que animan los análisis; aquellos que dentro de la maraña de influencias concurran en el segmento de interés. Por ello, estas técnicas de representación, que configuran en gran medida la imagen del pensamiento del último siglo, siempre tratan con <i>dividuos</i> en distintos planos de agregación. Pero, por supuesto, a estos modos de representación les corresponden otros tantos de intervención; es en el plano compuesto por las técnicas de representación y de intervención en el que se deciden las posiciones, en gran medida intercambiables, de los seductores y los seducidos. De hecho, estas formas <i>dividuales</i> llegan a instituirse como juego de identidades parciales, dentro del cual <i>se</i> desempeñan un conjunto de roles distintivos<sup>[5]</sup> según la especificidad del segmento y la variedad del mercado, sea laboral, de talentos, de parejas, de ideas, &c. Por ejemplo, los instrumentos de representación macroeconómica del «progreso» a escalas nacionales tienden cada día más a incorporar rasgos de los factores afectivos que su abstracción oculta. Así lo manifiesta el llamado Índice de Progreso Genuino (distribución de la renta, degradación del medioambiente, trabajo y tiempo libre, &c.) y sus inquietantes ampliaciones (<i>v.gr.</i> Felicidad Nacional Bruta), que vendrían a completar, o a substituir, el Índice de Desarrollo Humano (PIB per cápita, tasa de alfabetización y esperanza de vida). En consonancia con las aspiraciones igualitarias en el acceso al bienestar, aunque se trate de una ecualización en tanto que <i>dividuos</i> sumergidos en la inmanencia del poder adquisitivo —de actualización de cantidades sociales—, se pasa del IDH al IPG, del PIB per cápita a la distribución de la renta &c. Esta maniobra internacional indica la estructura multinivel de la <i>aldea global</i> que distribuye el acceso a las distintas plantas de confort, reconocimiento y lujo según el poder adquisitivo. En este contexto resulta pertinente la prospección de Sloterdijk sobre la marcha hacia el eco-capitalismo, conforme a las transvaloraciones del llamado «capitalismo con rostro humano».</div>
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En tanto en la era posfósil permanecen vigentes las demandas que ha despertado el principio de sobreabundancia en la época industrial, la investigación técnica tiene que preocuparse de las fuentes para un derroche alternativo. En las experiencias de sobreabundancia del futuro se hará valer inevitablemente una traslación del acento a corrientes inmateriales, dado que motivos eco-sistémicos prohíben un «crecimiento» continuo en el ámbito material. Probablemente se llegará a una disminución dramática de los flujos materiales, y con ello a una revitalización de las economías regionales. Bajo estas condiciones podría irrumpir el tiempo de la acreditación de los hoy por hoy aún precipitados discursos sobre la «sociedad global de la información o del conocimiento». Entonces, las sobreabundancias decisivas se percibirán, sobre todo, en el ámbito de los flujos casi inmateriales de datos. Sólo a ellos corresponderá auténticamente la característica globalidad.</blockquote>
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<blockquote class="tr_bq">
De qué modo la posfosilidad caracterizará los conceptos actuales de empresariado y libertad de expresión es algo que por ahora sólo puede preverse vagamente. Es probable que el romanticismo de la explosión —dicho con mayor generalidad: los derivados psíquicos, estéticos y políticos de la liberación repentina de energía— se juzgado retrospectivamente, desde las «suaves» tecnologías solares futuras, como mundo expresivo de un fascismo energético, globalizado en la cultura de masas. […]</blockquote>
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Tras las últimas cadencias del régimen fósil-energético podría consumarse <i>de facto</i> lo que geopolíticos del presente han designado como <i>shift</i> del espacio atlántico al pacífico. Este giro pondría en funcionamiento, ante todo, el paso del ritmo de las explosiones al de las regeneraciones. El estilo pacífico tendría que desarrollar los derivados culturales de la transición al régimen de energía tecnosolar. Si esto cumplirá, a la vez, las expectativas puestas en procesos de paz mundiales, en el equilibrio planetario de la riqueza y en la superación del <i>apartheid</i> global, es algo que encubre el futuro.<sup>[6]</sup></blockquote>
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Cada campo social funciona a la manera de un mercado —o, mejor dicho, es la concreción operativa de un mercado— en el que las existencias <i>dividuales</i> desempeñan roles según la cantidad social de la que dispongan puntualmente, con arreglo a la jerarquía de valores propia de ese campo —dinero, prestigio, audacia, credibilidad, &c.—, así como a los rituales de reconocimiento y de circulación, hacia el desempeño perfectivo de las funciones que vertebran la cadena de valor; digamos hacia una autorreferencia que garantice la continuidad organizativa del campo. Bajo estas condiciones, que varían superficialmente a velocidades endiabladas y demandan una adaptación constante a las condiciones variables del contorno, la fugacidad de la moda se erige como forma ejemplar de la repetición social al amparo de una rabiosa actualidad que marca el ritmo de rotación. Se impone la disyuntiva de <i>estar al día</i>, en reciclaje permanente, o caer en la obsolescencia laboral, estética, sexual, cultural, etc. (lo que de ordinario se entiende por «estar fuera del mercado»). La moda se puede considerar como una manifestación de los ciclos de Kitchin aplicados a valores no pecuniarios. Aunque las determinaciones estructurales del campo social se perciben como altamente volátiles, dado que los valores y los rituales asociados se modulan continuamente obedeciendo a la creciente histerización de los actores económicos, no hay que confundir elasticidad con evanescencia. Tales modulaciones continuas de los deseos y las creencias —a decir de E.P. Thompson, expectativas y conceptos organizadores—, corresponden a «la tendencia a propagarse en progresión geométrica de un ejemplo una vez indicado a un grupo social, [sin embargo] la traba mayor que detiene la expansión de una innovación social y su consolidación en costumbre tradicional, es alguna otra innovación también expansiva que la encuentra en su camino, y para emplear una metáfora física, interfiere con ella»<sup>[7]</sup>; en otras palabras, a irradiaciones imitativas. Lo que de manera confusa se suele denominar flujo de información no es otra cosa que la irradiación imitativa. Los medios de comunicación de masas son los focos de irradiación de ejemplos que se irán propagando con una eficacia inusitada gracias a los nuevos dispositivos de comunicación que ostentan los <i>dividuos</i>, en este caso como vectores de propagación. La proliferación de focos de irradiación imitativa, con las interferencias y resonancias que se dan entre sus influjos, configuran la trama de la Actualidad, que subsume una proporción importante de las comunicaciones casuales y sirve así de restricción que marca el ritmo de los acontecimientos; siendo a su vez el ciclo más corto de la moda —también imagen perfecta de la democracia de los objetos, recipiente vacío del nihilismo <i>cool</i>. En efecto, tales dinámicas miméticas, en las que René Girard profundizó con cierta solvencia a fin de construir su <i>teoría mimética</i>, reproducen las condiciones de producción, puesto que son sus condiciones de adaptación, si bien el deseo y las creencias, desde la perspectiva de Tarde o como se desprende de la teoría <i>oréctica</i> de Wukmir, son absolutamente inmanentes a toda distinción general —incluida la del poder adquisitivo.</div>
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Cada individuo social —la persona en nuestras culturas— repite los esquemas adquiridos en su trayectoria inercial, incorporando nuevos modelos a imitar por la fuerza de una <i>autoridad</i> suficiente, de manera extra-lógica o irreflexiva. Será al poner en duda y sopesar los caracteres intrínsecos al modelo que se le ofrece donde hallaremos la oposición social elemental.</div>
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Los economistas han hecho un señalado servicio a la ciencia social, al substituir la guerra como palanca sociológica, por la competencia, una especie de guerra atenuada, pero mucho más general. Finalmente, si se adopta nuestra manera de pensar, una reunión de deseos y creencias que es preciso considerar en el seno de lo que los economistas llaman concurrencia de los consumidores, o la de co-productores y, generalizado esta lucha, al extenderse a todos los órdenes lingüísticos, políticos, artísticos, morales, como también los industriales, de la vida social, se verá que <i>la verdadera oposición social elemental</i> debe buscarse en el seno de cada individuo social, tantas veces como vacile al adoptar o desechar un modelo nuevo que le ofrecen, una nueva locución, un nuevo rito, una nueva idea, una nueva escuela de arte, una nueva conducta.<sup>[8]</sup></blockquote>
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Clasifica las oposiciones en tres tipos: de serie, de grado y de signo. Las oposiciones de serie serían las que se dan entre los estados de un proceso teóricamente reversible. Las de grado son aquellas que se dan según se incremente o disminuya una misma magnitud. Por último, las de signo son oposiciones vectoriales. Prosigue distinguiendo ahora según los términos entre los que tenga lugar la oposición,</div>
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sea entre un mismo ser (una misma molécula, un mismo organismo, un mismo yo) ya entre dos seres diferentes (dos moléculas o dos masas, dos organismos, dos conciencias humanas). Pero es muy importante distinguir estos dos casos. Importa en primer lugar, desde el punto de vista de una distinción no menos esencial y que consiste en no confundir el caso en que los términos son simultáneos y en el que son sucesivos. En el primer caso hay choque, lucha, equilibrio; en el segundo alternativas, ritmo. En el primer caso hay siempre destrucción y pérdida de fuerza; en el segundo, no. Según esto, cuando se producen en el seno de dos seres diferentes […] pueden ser simultáneas o sucesivas, luchas o ritmos; pero cuando sus términos pertenecen a un mismo ser, […] si son de serie o de grado serán obligatoriamente sucesivas, mientras que las oposiciones de signo pueden ser simultáneas]. Por ejemplo, no es posible que la velocidad comunicada a un móvil que marcha en una misma dirección, aumente y disminuya a la vez; pero sí es posible que este móvil esté animado a la vez de dos tendencias a marchar en otros tantos sentidos contrarios: de aquí el equilibrio, simbolizado frecuentemente por la simetría de formas opuestas, especialmente en los cristales. Del mismo modo el amor de un hombre hacia una mujer no puede al mismo tiempo estar dispuesto a aumentar y disminuir; esto sólo es posible alternativamente, pero sí puede amar y odiar al propio tiempo a esta misma mujer, antinomia del corazón realizada por tantos crímenes pasionales.<sup>[9]</sup></blockquote>
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Éstas son las características principales de su modelo dialéctico. Pero éste no explica el <i>itinerario</i>, sino los pasos de un proceso; para abordar el problema de los fines recurriremos a las leyes de adaptación. Tarde concibe la adaptación como un equilibrio móvil, circulación de acciones que se repiten con variaciones, pero manteniendo la consistencia del conjunto. Hoy diríamos equilibrio metaestable de los sistemas en acoplamiento estructural con el entorno, o algo por el estilo. El paralelismo de esta concepción de la adaptación con la <i>teleonomía</i> de Monod es evidente, aunque sus rendimientos sean diametralmente opuestos. Su resistencia al darvinismo social de Spencer es notable; a este respecto escribe:</div>
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No es que niegue la existencia entre las diversas y multiformes evoluciones históricas de los pueblos, que corren como un río por su cauce, algunos puntos comunes; y sé que si varios de estos arroyos o ríos desaparecen durante su curso, los otros, por una serie de afluentes y a través de mil obstáculos, acaban de confundirse en una corriente general que, a pesar de su división en brazos diversos, no parece destinada a fraccionarse en múltiples desembocaduras. Pero al propio tiempo veo que la verdadera causa de este último río al que han dado origen sus afluentes, de esta preponderancia final de una evolución social (la de los pueblos llamados históricos entre los demás), es la serie de descubrimientos de la ciencia y los inventos de la industria que han ido acumulándose sin cesar, utilizándose recíprocamente, formando sistema de conjunto, y cuyo efectivo encadenamiento dialéctico, tampoco sin sinuosidades, parece reflejarse vagamente en el de los pueblos que han contribuido a producirlo. Y si pretendemos llegar a la verdadera fuente origen de esta gran corriente científica e industrial, la encontramos en cada uno de los cerebros, vulgares o privilegiados, que han contribuido con una verdad o un medio de acción nuevos al secular legado de la humanidad, y que con haber aportado estos bienes han hecho más armoniosas las relaciones de los hombres al desarrollar la comunión de sus pensamientos y la colaboración de sus esfuerzos. A la inversa de los filósofos de los que acabo de hablar [Spencer y Comte], compruebo que el detalle de los hechos humanos sólo encierra adaptaciones sorprendentes, que allí está el principio de las armonías, menos perceptibles en un dominio más vasto, y que cuanto más se eleva uno de un grupo social pequeño y muy unido, de una familia, escuela, taller, iglesia, convento o regimiento, a la ciudad, a la provincia, a la nación, la solidaridad es menos perfecta y sorprendente. Generalmente hay más lógica en una frase que en un discurso, y que en una serie o un grupo de ellos, en un rito especial que en todo un credo; en un artículo de una ley que en todo un código; en una teoría científica particular que en todo un sistema de ciencia; en cada trabajo ejecutado por un obrero que en el conjunto de su conducta.<sup>[10]</sup></blockquote>
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Sin embargo, el optimismo tecno-científico de Tarde, que se plasma en su <i>monadología</i> particular, resulta desatinado y hasta vergonzoso a estas alturas de la historia. Las resonancias con el héroe hiperbólico de Carlyle son inevitables —últimamente, héroe conquistador de espacios y atención mediática. No obstante, advirtamos el carácter conciliador y no excluyente de la capacidad de transformación del presente, las fuerzas activas en oposición a las reactivas, que describe Tarde en el párrafo anterior. Sería un error compararlo con la delirante figura del narcisismo emprendedor, asediado por <i>ladrones</i>, que se desarrolla a lo largo de la literatura épica de Ayn Rand. Por cierto, un heroísmo omnipresente en la actualidad cuyas floraciones nos sorprenden cada día con insólitos colores.</div>
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Sin lugar a duda, la exposición sumaria de algunas ideas de este genio extraordinario que fue Gabriel Tarde ha resultado bastante superficial. Con todo, espero que se extraigan materiales útiles para la crítica del presente.<br />
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[1] Gabriel <span style="font-variant: small-caps;">Tarde</span>, <i>Psychologie économique</i>, París, Félix Alcan, 1902, t. <span style="font-variant: small-caps;">i</span>, p. 63.</div>
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[2] Si se desea profundizar en el funcionamiento del proceso afectivo, desde la óptica de la endoantropología elemental, se recomienda la lectura de <i>Emoción y sufrimiento</i>, de V.J. Wukmir (Vladimir Velmar-Jankovič).</div>
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[3] Pierre <span style="font-variant: small-caps;">Bourdieu</span>, «Espace social et genèse des “clases”», en <i>Actes de la Recherche en Sciences Sociales</i>, núm. 52-53, 1984, p. 5.</div>
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[4] Gabriel <span style="font-variant: small-caps;">Tarde</span>, <i>op. cit.</i>, p. 109.</div>
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[5] Similar a la noción de roles múltiples en las teorías de Robert K. Merton.</div>
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[6] Peter <span style="font-variant: small-caps;">Sloterdijk</span>, <i>En el mundo interior del capital: Para una teoría filosófica de la globalización</i> (2005), Madrid, Siruela, 2007, pp. 276 y s.</div>
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[7] Gabriel <span style="font-variant: small-caps;">Tarde</span>, <i> Les lois sociales</i>, París, Félix Alcan, 1898, pp. 53 y s.</div>
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[8] <i>Ibíd.</i>, p. 68.</div>
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[9] <i>Ibíd.</i>, pp. 75 y s.</div>
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[10] <i>Ibíd.</i>, pp. 126 y s.</div>
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Constelaciónhttp://www.blogger.com/profile/07698794212069170490noreply@blogger.com5tag:blogger.com,1999:blog-8578161740634862640.post-23510374372207209312013-04-17T22:21:00.000+02:002013-04-18T11:58:42.136+02:00El nacionalismo a debate<div>
<span style="font-size: 18pt; font-variant: small-caps;">Alberto Luque</span></div>
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEirTcg_vdQDKM7ybTI7RDd2bjY7sZaSm9mUFfMlUMROLcmC3k6jWX7EixE9jOEVd-vbEqt54bMTFd18nvxkcjYB5KFXY5APE_yVIeDHVdXGHyPy-Swf1T0_1In1obBt6xsz-b_yQWgsLn_x/s1600/Nacionalismo-banderas.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" height="250" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEirTcg_vdQDKM7ybTI7RDd2bjY7sZaSm9mUFfMlUMROLcmC3k6jWX7EixE9jOEVd-vbEqt54bMTFd18nvxkcjYB5KFXY5APE_yVIeDHVdXGHyPy-Swf1T0_1In1obBt6xsz-b_yQWgsLn_x/s320/Nacionalismo-banderas.jpg" width="225" /></a></div>
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A lo largo y ancho de este blog se han planteado y discutido muchos aspectos del nacionalismo separatista que lo retratan como una ideología esencialmente irracional e incivil. Enumeremos sintéticamente los más destacados:</div>
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(1) Su fundamentación mítica, basada en falacias históricas y anacronismos y en toda suerte de instancias etnicistas y espiritualistas.</div>
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(2) La índole alucinatoria, irritante, del concepto etnicista de nación, y la más aberrante aún que asocia la idea de nación a la lengua (lo que no sólo tiene que ver con una incomprensión de la idea de nación política, sino peor aún, con un concepto esencialista, místico y garrulo de la lengua).</div>
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(3) Su carácter civilmente irresponsable, deletéreo, enemigo del derecho.</div>
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(4) Su papel de apantallamiento ideológico, de desviación de la atención a los problemas verdaderos, de orden socioeconómico.</div>
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(5) La incompatibilidad del nacionalismo con la sociología científica que anima el marxismo, o en términos más prácticos, la falaz y absurda amalgama de socialismo y nacionalismo.</div>
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(6) La ambigüedad imbele del federalismo como solución de compromiso entre el delirio independentista y la solidaridad orgánica de la nación española.<br />
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Los sucesivos gobiernos autonómicos en Cataluña se han ido acostumbrando insensiblemente a conducirse como si ya de hecho Cataluña fuese un país independiente: sólo se acatan las sentencias del Tribunal Constitucional que les favorecen, y se pasan por el forro las que no; usan un lenguaje peregrino que supone que Cataluña es una nación y otras fantásticas alucinaciones. A los ojos del resto de los españoles, y de al menos la mitad de los catalanes, este delirio verbalista es como mínimo pueril; porque los catalanistas hablan también como si Cataluña fuese poco menos que una unidad de destino en lo universal, una «gran nación», destinada a asombrar al mundo con su «cultura»; en realidad, semejante «cultura» no es más que un folclore local, una pequeñísima parte de la cultura hispana (digamos, un 2%); los secesionistas no representan tampoco más que un 2 ó 3% de la población española… El carácter irrisoriamente ilusorio de toda esa fanfarria nacionalista es bien evidente. Pero a veces lo ridículo y lo falso adquiere más fuerza que lo serio y lo verdadero, una fuerza terrible, diabólica, tremendamente destructiva. La contumacia de los nacionalistas en resistir las leyes es proverbial; no es que siempre, incondicionalmente, deba juzgarse que la resistencia a la ley es una actitud irracional; la desobediencia civil de muchos movimientos que actúan «en defensa propia», en defensa de los oprimidos y humillados, me parece loable. Pero las ficciones de los burgueses nacionalistas que se presentan como víctimas de una aculturación o colonización que sólo existe en sus cabezas enfermas, me parece una aberración; y más cuando proviene de esa clase de abyectos hipócritas que usan agresivamente la palabra «democracia» quinientas veces al día, y que se atrincheran en la defensa de la legalidad que protege a los poderosos.</div>
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Proponemos una continuación del debate, porque a algunos lectores del blog les ha parecido lo suficientemente provocativo lo que ya se ha dicho, y sería entorpecedor que sus comentarios se perdiesen añadidos a entradas de hace meses. Los juicios que aquí reintroduzco para abrir un nuevo debate suponen ya una evidente toma de posición, no porque haya sido programada ni formalmente consensuada por los colaboradores del blog, sino porque sintetizan las opiniones más incontestadas de los mismos hasta ahora. Si volvemos a proponer la discusión sobre los mismos temas es porque esperamos que haya voces discrepantes que se expresen con toda libertad y franqueza, incluso, si es el caso, para reprocharnos nuestra caracterización previa del nacionalismo como incivil o irracional.</div>
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Otro motivo para volver sobre este tema aquí es su interés filosófico, como caso cumbre de conducta colectiva irracional. Las siguientes palabras sacadas de un artículo sobre la física y la paradoja en la vida política sirven a la perfección para captar ese interés filosófico: «Los períodos electorales no parecen el mejor momento para loar las virtudes del pensamiento racional. Los candidatos realizan promesas imposibles de cumplir que, sin embargo, calan entre la ciudadanía. Al mismo tiempo que los eslóganes fáciles hacen su agosto, se ignoran los argumentos más meditados. Resulta decepcionante contrastar tales comportamientos con la fe en la razón y demás ideales de la Ilustración que inspiraron la creación de los sistemas democráticos.» [George <span style="font-variant: small-caps;">Musser</span>, «Paradojas colectivas y lógica cuántica», en <i>Investigación y Ciencia</i>, núm. 438 (marzo de 2013), p. 38.]</div>
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El nacionalismo es quizá la superstición más conspicua del mundo moderno, el más rotundo fracaso o sueño de la razón, y ningún filósofo ilustrado habría podido sospechar que esta ofuscación podría apoderarse de millones de personas que pasaron por la escuela. Se me ocurre que este tema queda muy bien como contraparte de las últimas entradas sobre la inteligencia, o sea como ilustración de la imbecilidad. Sería exagerado decir que en el seno del nacionalismo hay más estupidez en estado puro que en el seno de cualquier otra tendencia; la inteligencia y la estupidez, como cualidades personales, se distribuyen aleatoriamente por todos los estratos sociales, todas las ideologías, las edades, las razas. Pero el nacionalismo es en sí un buen ejemplo de idiotismo, impersonalmente considerado (es decir con independencia del cociente intelectual de cada individuo nacionalista). Algunas veces, no obstante, coinciden lo personal y lo impersonal. Hoy mismo he oído a ese celebro llamado Josep Maria Ballarin, mientras perpetraba la presentación de su libro <i>Pluja neta, bassals bruts</i>, defender a Jordi Pujol Ferrusola de la insidiosa acusación popular de adulterio, diciendo que «el muchacho» es muy amigo suyo y que ignora si es cierto lo que se dice de él, pero que «el señor que lee el <i>Hola</i> no tiene derecho a acusar a nadie»; ¡a saber lo que ha querido decir! (quizá un camuflado anatema contra «el horrible peligro de la lectura», por decirlo a la manera de Voltaire); el caso es que este imbécil (que quizá no lo fue siempre, sino que acusa demencia senil, y en tal caso los imbéciles serían los que le toman en serio) no parece haberse parado a pensar en el flaco favor que se hacen mutuamente ambos amiguetes al proclamar su amistad como defensa; se exponen, como mínimo, a que les apliquemos por separado aquello de «dime con quién andas y te diré quién eres».</div>
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Quizá convendría seguir algún método analítico para que el debate no adquiera un carácter cumulativo y anárquico difícil de manejar con provecho. Sin embargo, es también la espontaneidad y la feraz e impertinente diversificación de las proposiciones lo que muchas veces vivifica un debate. Sin que se tome como guía obligada, sugerimos distinguir dos series de problemas: (1) la de las motivaciones o raíces del nacionalismo, y (2) la de sus propósitos y sus consecuencias en el orden civil. Y en cada una de estas series sería conveniente también distinguir y contrastar los aspectos subjetivos, del orden de la psicología, de los aspectos objetivos, del orden de la política. Nadie puede negar que todos esos aspectos aparecen errática y confusamente mezclados en los debates públicos, donde mutuamente se refuerzan y/o parcialmente se contradicen. Supongamos que alguien pretende legitimar el nacionalismo como <i>sentimiento</i> más o menos irrefragable y <i>natural</i>. Si desea honestamente no caer en desplazamientos, exageraciones, extrapolaciones y otras falsas inferencias, deberá elucidar si el natural sentido de la protección colectiva en la horda primitiva es lo que justifica o motiva la adhesión arbitraria de grupos sociales <i>actuales</i> a proyectos de separación política, lo que implicaría una decepcionante reducción de la razón política al instinto salvaje; debería también intentar comprender y explicar por qué motivo «natural» los ciudadanos pobres de un territorio pueden sentirse solidarios de los ricos, y no de los pobres de territorios colindantes; deberá también esclarecer qué relación, convencional o natural, guarda con tales sentimientos el hablar una lengua o pertenecer a una raza, o sentir subjetivamente como límites naturales de su territorio los que abarcan hasta tal o cual mojón de la geografía, teniendo en cuenta que las poblaciones humanas han migrado, se han mezclado étnicamente y han sufrido ventajosamente aculturaciones de todo tipo, hasta el punto de convertir la idea de la raza o el habla genuina en una absurda ficción, no menos que la del «estilo prístino» entre algunos restauradores del siglo <span style="font-variant: small-caps;">xix</span>; debería dilucidar qué relación guarda un instinto primitivo con un cálculo social, político, que se cifra en un orden socioeconómico y unas relaciones institucionales que no existen en las sociedades tradicionales y primitivas; debería, en fin, convencernos de que el verdadero y decisivo concepto de nación no es en definitiva político, sino psicológico o biológico.</div>
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Si el nacionalismo puede analizarse como doctrina más o menos homogénea y permanente (como sofisticado derivado del racismo), a nadie se le escapa que en la coyuntura actual del capitalismo esa ideología es más que nunca inseparable de la lucha de clases. Estamos viendo cómo se apacigua parcialmente el fervor fanático que en los últimos meses ha adquirido el catalanismo, y ello se debe a que los problemas acuciantes son los de la economía, y hace falta una dosis sobrehumana de alucinación para creer que en su resolución pueden jugar algún papel eficaz los sentimientos folclóricos. Hemos visto al gobierno de Artur Mas procurando involucrar al PSC en sus planes, sin duda porque ya se ha persuadido lo suficiente de que la retórica independentista con que le secunda ERC ha entrado en una vía muerta. Pero esto vuelve a poner de relieve un asunto pendiente que la izquierda española no ha sabido o querido resolver nunca: su absurda, impolítica e irracional convivencia con el nacionalismo, verdadera enfermedad senil del socialismo. Los ciudadanos que esperan reformas eficaces contra el mortífero dominio del gran capital financiero no pueden ya sufrir que la izquierda parlamentaria siga sin oponerse frontal y radicalmente a los planes capitalistas. Lo que se requiere es «cambiar el mundo de base», como reza un implacable verso de <i>La Internacional</i>. Eso es lo que están exigiendo a gritos muchos movimientos de resistencia ciudadana, y es hora de que la parte más honesta y valiente de los militantes y dirigentes de los partidos de izquierda abandone sus inanes, burocráticas, obsoletas y corrompidas organizaciones para liderar un Frente Cívico que aglutine a todos esos movimientos nuevos. El programa de mínimos está perfilándose en toda Europa de manera muy clara: nacionalización de la banca, abandono de la unión monetaria europea, fiscalidad progresiva, salario y renta mínimos, salario y renta máximos, recuperación del gasto público, democracia participativa, &c. Ni siquiera la Iglesia es capaz de seguirse resistiendo a adoptar un tono de radical crítica anticapitalista. En esta extrema situación, parece de lo más evidente que el nacionalismo, caso de no ser completamente desarticulado, sólo podría (volver a) jugar un triste papel de consolidación de regímenes totalitarios al servicio los más sucios y traidores intereses de los ricos.</div>
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Las páginas que en este blog se han centrado en estos y otros problemas que afectan al nacionalismo, no agotan el tema, aunque sí exponen lo más fundamental. Las intervenciones críticas, antinacionalistas, no habrán podido deteriorar salvo mínimamente la fuerza emocional que las perversas costumbres nacionalistas, empezando por la sofocante contaminación del lenguaje común, aún posee sobre muchas personas. En todo caso, bueno será que al menos sigamos insistiendo en la necesidad de que los ciudadanos con ideario socialista repudien por completo toda veleidad nacionalista.</div>
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Como ya hemos dicho, creemos oportuno reabrir este fatigante asunto para dar cabida a las protestas de lectores que no comparten las críticas que mayoritariamente se han vertido aquí. Opinamos que es más interesante un debate en que haya partes discrepantes, porque de este modo se aprecia mejor el verdadero valor de cada una de ellas.<br />
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Constelaciónhttp://www.blogger.com/profile/07698794212069170490noreply@blogger.com42tag:blogger.com,1999:blog-8578161740634862640.post-59723384515006029392013-04-13T10:26:00.000+02:002013-04-13T10:30:03.829+02:00Arte, belleza, sensibilidad…<div>
<span style="font-size: 18pt; font-variant: small-caps;">Palmira López</span></div>
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Hace un tiempo, compartía conversación con un querido amigo mío sobre la fascinación que provoca cierta música, la pasión que puede contagiarnos, y la agitación a la que puede inducirnos, hasta el punto de poder llegar a perturbar nuestro ánimo. Decíamos entonces que cuando oímos una pieza musical que nos ha cautivado, nos referimos a una sensación que agrada a los sentidos y que, normalmente, de manera natural, la explicamos asociándola con lo bello porque nos parece tiene que ver con la perfección, lo ordenado y lo armónico. Por otra parte, comentábamos que no tenemos la necesidad de saber técnicamente qué o cuál cosa tiene que ver con el logro de su belleza, sino que más bien experimentamos esa emoción de acuerdo a cómo percibimos esa realidad que nos conmueve.<br />
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Llevados por estas cavilaciones, aquella mañana, conversando, llegamos a la música de Bach como ejemplo de orden, perfección y belleza, además de espiritualidad. Nos llamaba la atención la capacidad del músico alemán para emocionar a través de unas composiciones que resultan tan técnicamente refinadas como conmovedoras. Una dualidad que, comentábamos, se manifiesta en su constante combinación de consonancias y disonancias, soberbia y casi incomprensiblemente transformadas en una unidad musical turbadora. Es como si Bach —decíamos— pudiera percibir la música, llegara concebirla como un objeto único, acabado y perfecto, como un átomo; es como si pudiera visualizar los sonidos distribuidos por el espacio, quedando éstos ordenados en él, de modo que la música pudiera tomar forma al mismo tiempo que fuera capaz de manifestar su significado, su esencia. Una esencia de lo bello que tiene que ver con un saber sensible: la estética.</div>
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Actualmente entendemos por estética «la ciencia que trata de la belleza y la teoría fundamental y filosófica del arte»,<sup>[1]</sup> aunque de este modo la estamos comprendiendo sólo en relación a uno de los significados que se le ha otorgado al término. Algunas veces también lo utilizamos con relación a una cualidad sobre lo bello, otras en referencia a un discurso sobre el arte, y en otras ocasiones particularizamos su uso sobre una apreciación artística determinada. Esta multiplicación asimilación de sus significados ha venido dada por la misma transformación del término a lo largo del tiempo, aunque en su origen no estaba relacionado con ninguno de los significados anteriormente comentados, sino propia y simplemente con la idea de «sensación».<sup>[2]</sup></div>
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Desde la Antigüedad, la estética había estado relacionada con lo sensible; de hecho αἰσθητικός (estético) significa sensible,<sup>[3]</sup> pero será la de la Ilustración la época en que se plantearán otras reflexiones sobre el objeto y el efecto del arte, tanto en relación a la actividad creativa como con relación al objeto creado, es decir como obra de arte. Será el momento en que surgirá la inquietud por cómo el ser humano percibe y explica el mundo. El debate entre «sensación» y «razón» —como medio de comprender la realidad— se manifestará de forma concreta con relación al interés que suscitó el tema de las ideas estéticas, el saber qué es la «belleza» y qué será considerado «bello» de acuerdo al espíritu psicológico de la época. La belleza será entendida a partir de tres dominios: el análisis de la mente, la teoría del gusto y la experiencia estética.<sup>[4]</sup> Tales reflexiones serán abordadas desde diferentes sistemas filosóficos que abarcarán, durante el transcurso del siglo, desde el empirismo al enciclopedismo.<sup>[5]</sup> Recordemos también que con la Ilustración se transformará el concepto de «arte» al circunscribirse a la noción de «Bellas Artes», a partir del examen y clasificación de las misas que en 1747 ofreció Charles Batteaux (1713-1780). Éste propició el nuevo uso del término «Bellas Artes», englobando en ellas a la pintura, la escultura, la música, la poesía, la danza, la arquitectura y la elocuencia.<sup>[6]</sup></div>
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Además, el moderno concepto de «arte» puede decirse que fue engendrado entonces. Teniendo en cuenta las transformaciones propias del tiempo, hoy podríamos definir el «arte», de un modo polisémico o cumulativo, como aquella acción creativa que puede diseñar, reproducir cosas o expresar experiencias si el resultado de ello hace disfrutar, emocionar o provocar una reacción en el ser humano. La obra de arte será, por tanto, el diseño, la reproducción de cosas o la expresión de ciertas experiencias que hace disfrutar, emocionar o reaccionar a quien la contempla.<sup>[7]</sup></div>
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Aun sin que estemos obligados a admitir que el contenido concreto de sus análisis e ideas tuviesen una gran relevancia filosófica, es imposible exagerar la importancia de la aportación intelectual de Alexander Gottlieb Baumgarten (1714-1762) al proporcionarnos un término técnico con el que referirnos adecuadamente al dominio de lo artístico, lo bello y la sensación e general (ya con la publicación en 1735 de su obra <i>Meditationes philosophicæ de nonullis ad poema pertinentibus</i>).<sup>[8]</sup> El filósofo alemán fue, en efecto, el primero en crear el término «estética» para referirse a la ciencia que trata de lo bello. En la teoría del arte, su figura es imprescindible para comprender el origen de lo que hoy entendemos por arte, belleza y sensibilidad, debiéndole no sólo su concreta aportación semántica, sino el haber delimitado la independencia de lo estético respecto a la ética, la lógica y la metafísica. Esta distinción respecto a las demás secciones de la filosofía,<sup>[9]</sup> le valió el honor de ser considerado el fundador de la estética moderna como disciplina filosófica.<sup>[10]</sup></div>
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Discípulo del filósofo alemán Christian Wolf (1679-1754)<sup>[11]</sup> e instruido en su doctrina —conocida como «racionalismo dogmático de Leibniz-Wolff»—,<sup>[12]</sup> Baumgarten seguiría el desarrollo de su teoría del conocimiento dividiendo lo gnoseológico en dos partes: la gnoseología inferior o estética —que trata del saber sensible— y la gnoseología superior o lógica —que trata del saber intelectual. Estos dos tipos de conocimiento —estético y lógico— quedarían establecidos con relación al conocimiento sensible como una percepción (oscura) del conocimiento intelectual y como una apercepción (clara),<sup>[13]</sup> respectivamente. Por consiguiente, aunque la percepción se limite a la esfera de la experiencia psicológica primaria, anterior a la conciencia, este conocimiento inferior (oscuro) produciría igualmente una ciencia que se encuentra situada en un dominio anterior a lo que sería la lógica o conocimiento superior (claro).<sup>[14]</sup> La novedad que introduce Baumgarten en el pensamiento filosófico consiste en reflexionar sobre la posible existencia de leyes que —al igual que en la lógica— permiten investigar el conocimiento sensible de manera racional, estableciendo principios lógicos que fundados en la filosofía conduzcan a un conocimiento estético, a una ciencia de lo bello.<sup>[15]</sup></div>
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Baumgarten intentó sistematizar la estética como ciencia y la integró en la filosofía de la época a partir de la publicación de las referidas <i>Meditationes philosophicæ</i>,<sup>[16]</sup> donde planteó el vínculo entre filosofía y poesía.<sup>[17]</sup> En esta obra cabe resaltar la pericia del filósofo al ir definiendo la poesía como un «conocimiento», y no como una «composición» que acompaña al discurso intelectual. Este conocimiento sensible precede al —y se diferencia del— conocimiento lógico,<sup>[18]</sup> al tiempo que marca un límite a lo que propiamente llamamos racional.<sup>[19]</sup> Para comprenderlo mejor, quizá sería conveniente recordar lo que el filósofo alemán entendía por «estética»:</div>
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<blockquote class="tr_bq">
§ <span style="font-variant: small-caps;">cxvi</span>. […] Los filósofos griegos y los Padres de la Iglesia ya distinguieron siempre cuidadosamente entre αἰσθητὰ (cosas percibidas) y νοητὰ (cosas conocidas), y es bastante evidente que no equiparan las cosas percibidas únicamente en las cosas sensibles, porque también las no sensibles (las representaciones imaginarias, por tanto) se honraban con este nombre. Por consiguiente, las cosas conocidas (νοητὰ) deberán serlo por una voluntad superior como objeto de la lógica; las cosas percibidas (αἰσθητὰ) deberán serlo como objeto del conocimiento propio de la percepción (ἐπιστήμης αἰσθητικής) o <span style="font-variant: small-caps;">estética</span>.<sup>[20]</sup></blockquote>
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Recordemos que hoy entendemos por estética «la ciencia que trata de la belleza y la teoría fundamental y filosófica del arte»;<sup>[21]</sup> además también sabemos que, tal y como lo concibió Baumgarten, estaba relacionada con la idea de sensación.<sup>[22]</sup> Precisamente con relación a dicha idea podemos ver que incluso la imaginación forma parte de las cosas percibidas. Diremos que la imaginación —igual que la intuición— contribuye en el proceso gnoseológico, dado que —siguiendo la tradición aristotélica— el arte, como actividad humana, presenta ante nuestra vista unos objetos con rasgos psicológicos y sensibles que podemos contrastar con los proporcionados por la experiencia real, frente a los cuales ejercitamos nuestra capacidad de reconocimiento, de comparación y de juicio, y lo hacemos, además, experimentando un gozo. Pero no puede pasarse por alto el hecho de que esta contribución de la imaginación, en la creación artística, al dominio del conocimiento sensible, es muy claramente distinguible del conocimiento lógico.</div>
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Al cabo de unos días de aquella conversación, leía estas frases: «[…] Oye la vida en lo inaudible. Quizá la música consista en eso, en revelar las cosas antes de que adquieran nombre.»<sup>[23]</sup> Es una reflexión extraída del libro <i>Johann Sebastian Bach: Los días, las ideas y los libros</i>, del escritor navarro Ramón Andrés, que en mi opinión puede permitirnos comprender aquello sobre lo que mi amigo y yo hablamos aquella mañana con relación a la emoción que sentimos al escuchar la música de Bach, aunque entonces no reparamos en ese «conocimiento inaudible». La genial idea de Baumgarten nos permite esclarecer, comprender este misterio: tanto el conocimiento sensible como el conocimiento lógico forman parte de un todo que es la <i>razón</i>, entrelazándose ambos dominios en su fundamental independencia mutua. Como resultado, la obra de arte, el poema o, en este caso, la música de Bach, puede ser comprendida como aglomerado de una forma y un significado, en un «todo» en el que se manifiestan diferentes tipos de conocimiento.</div>
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Del recuerdo de aquella conversación vengo a estas palabras de Alberto Luque (en «De la inteligencia (2)…» ): «no me parece que la ciencia pueda perjudicar en modo alguno a la imaginación, antes al contrario, el realismo y la racionalidad me parecen buenos y necesarios para fecundar y vigorizar el arte; pero habremos de admitir sin violencia que éste es algo más, o que es otra cosa distinta a la reflexión metódica y analítica (incluso algo opuesto, al menos un opuesto complementario, si no incompatible).» Porque hablamos de arte, belleza, sensibilidad… no como cosas que puedan producirse o experimentarse en un mundo ajeno a la ciencia, en un mundo lunático o puramente sensual, sino como manifestaciones que sólo tienen sentido para seres inteligentes.</div>
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<blockquote class="tr_bq">
“<i>Ciegas están las almas de los hombres</i>”, dice Píndaro (Peán 7b, 13 y ss.), “<i>cuando exploran el camino del arte con sabiduría de mortales sin las Musas</i>.” Pero si uno, continuando el sentido del poeta griego, se deja conducir por las Musas, es decir por la voz que sale sonando de la esencia misma de las cosas, entonces las palabras son inspiradas no solamente por lo vivido y por lo experimentado, sino lo mismo que lo cantado por la Musa: la manifestación del mundo y de lo divino. […] Porque lo que él dice no es una mera tentativa de expresar en palabras algo que le ha conmovido. Es la llama espectral desde lo más profundo del mismo ser: el fenómeno originario de la estructura tonal de la verdad que en su lengua ha llegado a ser habla perceptible.<sup>[24]</sup></blockquote>
<hr align="left" size="1" width="33%" />
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[1] <span style="font-variant: small-caps;">Real Academia Española</span>, <i>Diccionario de la lengua española</i>.</div>
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[2] Jacques <span style="font-variant: small-caps;">Aumont</span>, <i>La estética hoy</i> (1998), Madrid, Cátedra, 2001, p. 60.</div>
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[3] <i>Diccionario</i> de la RAE.</div>
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[4] Władysław <span style="font-variant: small-caps;">Tatarkiewicz</span>, <i>Historia de seis ideas: Arte, belleza, forma, creatividad, mímesis, experiencia estética</i> (2ª ed., 1976), Madrid, Tecnos, 1996, p. 356.</div>
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[5] Jacques <span style="font-variant: small-caps;">Aumont</span>, <i>op. cit.</i>, p. 65.</div>
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[6] Władysław <span style="font-variant: small-caps;">Tatarkiewicz</span>, <i>op. cit.</i>, pp. 48 y s.</div>
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[7] <i>Ibíd.</i>, p. 67.</div>
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[8] Alexander Gottlieb <span style="font-variant: small-caps;">Baumgarten</span>, <i>Esthétique [précédée des ‘Méditations Philosophiques sur quelques sujets se rapportant à l’essence du poème et de la Métaphysique’]</i> (1750, 1735), trad. Jean-Yves Pranchère, París, L’Herne, 1988, p. 23.</div>
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[9] Raymond <span style="font-variant: small-caps;">Bayer</span>, <i>Historia de la estética</i> (1961), Madrid, F.C.E., 2002, p. 184.</div>
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[10] José <span style="font-variant: small-caps;">Ferrater Mora</span>, <i>Diccionario de filosofía</i> (1941), t. <span style="font-variant: small-caps;">i (a-d)</span>, Barcelona, Ariel, 2009, p. 324.</div>
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[11] <i>Ibíd.</i>, t. <span style="font-variant: small-caps;">iv (q-z)</span>, p. 3.771.</div>
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[12] Cf. <i>ibíd.</i>, t. <span style="font-variant: small-caps;">iii (k-p)</span>, pp. 2.090-2.099, y t. <span style="font-variant: small-caps;">iv (q-z)</span>, pp. 3.771 y s.</div>
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[13] Recordemos que la «escuela de Leibniz-Wolff» establecería los conceptos de «oscuro» y «claro» para referirse al conocimiento sensible y al lógico, respectivamente. Cf. J. <span style="font-variant: small-caps;">Ferrater Mora</span>, <i>op. cit.</i>, t. <span style="font-variant: small-caps;">iii (k-p)</span>, p. 2.094.</div>
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[14] Juan <span style="font-variant: small-caps;">Plazaola</span>, S.J., <i>Introducción a la estética: Historia, teoría, textos</i> (1973), Bilbao, Universidad de Deusto, 2007, p. 110.</div>
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[15] Raymond <span style="font-variant: small-caps;">Bayer</span>, <i>op. cit.</i>, p. 184.</div>
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[16] Alexander Gottlieb <span style="font-variant: small-caps;">Baumgarten</span>, <i>op. cit.</i>, p. 23.</div>
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[17] Götz <span style="font-variant: small-caps;">Pochat</span>, <i>Historia de la estética y la teoría del arte: De la Antigüedad al siglo <span style="font-variant: small-caps;">xix</span> (1986), Madrid, Akal, 2008, p. 378.</i></div>
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[18] Juan <span style="font-variant: small-caps;">Plazaola</span>, <i>loc. cit.</i>.</div>
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[19] Mateu <span style="font-variant: small-caps;">Cabo</span>, «Introducción: La importancia de los estudios estéticos del siglo Juan <span style="font-variant: small-caps;">xviii</span>, en Alexander <span style="font-variant: small-caps;">Baumgarten</span> <i>et al.</i>, <i>Belleza y verdad: Sobre la estética entre la Ilustración y el Romanticismo</i>, Barcelona, Alba, 1999, p. 12.</div>
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[20] Alexander <span style="font-variant: small-caps;">Baumgarten</span> <i>et al.</i>, <i>Belleza y verdad: Sobre la estética entre la Ilustración y el Romanticismo</i>, cit., pp. 77 y s.</div>
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[21] <i>Diccionario</i> de la RAE.</div>
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[22] Jacques <span style="font-variant: small-caps;">Aumont</span>, <i>op. cit.</i>, p. 60.</div>
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[23] Ramón <span style="font-variant: small-caps;">Andrés</span>, <i>Johann Sebastian Bach: Los días, las ideas y los libros</i>, Barcelona, Acantilado, 2005, p. 220.</div>
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[24] Walter [Friedrich Gustav Hermann] <span style="font-variant: small-caps;">Otto</span>, <i>Las Musas</i> (1954), Madrid, Siruela, 2005, p. 85.</div>
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Constelaciónhttp://www.blogger.com/profile/07698794212069170490noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-8578161740634862640.post-16024283667281297592013-04-03T19:42:00.000+02:002016-01-15T21:47:50.784+01:00De la inteligencia (2) (Del ajedrez, la paradoja y la inteligencia en la ficción literaria)<div>
<span style="font-size: 18pt; font-variant: small-caps;">Alberto Luque</span></div>
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<table cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="float: right; margin-left: 1em; text-align: right;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjqMNc_waRAJr3ppu8K2kV4WBE8DaaVeQDN8nQ2YK-nKUnKq4AV7q5phKG9dQDr33qy5C-s7dxB8FCO75rMovXNV_6XnlIVkTlLq9jnnKArRJw_h7xPA5GeN6OTDPZfK1GSOtn2VrBouq6Q/s1600/Gautama+%2528Buda%2529+abandonando+su+hogar.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; margin-bottom: 1em; margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" height="297" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjqMNc_waRAJr3ppu8K2kV4WBE8DaaVeQDN8nQ2YK-nKUnKq4AV7q5phKG9dQDr33qy5C-s7dxB8FCO75rMovXNV_6XnlIVkTlLq9jnnKArRJw_h7xPA5GeN6OTDPZfK1GSOtn2VrBouq6Q/s320/Gautama+%2528Buda%2529+abandonando+su+hogar.jpg" width="320" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Gautama (Buda) abandonando su hogar [relieve <span style="text-indent: 18pt;">hallado</span><br />
<span style="text-indent: 18pt;">en Gandhara; </span><i style="text-indent: 18pt;">c.</i><span style="text-indent: 18pt;"> s. </span><span style="font-variant: small-caps; text-indent: 18pt;">ii</span><span style="text-indent: 18pt;"> a.C., Calcuta, Museo Indio].</span></td></tr>
</tbody></table>
De tanto en tanto se nos presenta la preciosa ocasión de apreciar en la literatura científica verdaderas expresiones del talento artístico. Los escritos de Freud, por ejemplo, son en mi opinión un magnífico monumento de literatura pura. Eugenio Trías los comparaba con las buenas novelas de intriga y las películas de Hitchcock. El afamado neurólogo Viktor von Weizsäcker se refirió a su estilo como una notable excepción a la deplorable decadencia en que había entrado la escritura de textos científicos en alemán —y que podemos generalizar al resto de las lenguas, como una marca de época—, desde Goethe, Ranke y Humboldt, o todavía desde el impecable estilo de Helmholtz. «Su lenguaje —escribía Weizsäcker— ya no es clásico, pero va guiado por principios artísticos. Tales son: limitación rigurosa a las palabras esenciales; una cierta levedad etérea, una gracia que desdeña el énfasis y los superlativos; la conservación de la lógica inherente a nuestra cultura; la huida de metáforas y adornos; el equilibrio entre la objetividad científica y la humana subjetividad; el yo del autor se trasparenta siempre a través de la honestidad de la exposición…» (Cit. por Juan Rof Carballo en la introducción a su inmejorable traducción de las <i>Obras completas</i> de Freud en 3 vol. [Madrid, Biblioteca Nueva, 1973, t. <span style="font-variant: small-caps;">i</span>, p. <span style="font-variant: small-caps;">xvi</span>].)<br />
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La prosa de Freud me ha cautivado desde que, a la tierna edad de mis 13 años, el azar produjo en mi biografía esa original anomalía de un adolescente precoz leyendo cosa tan esotérica; durante algún tiempo me persuadió también el contenido de sus ideas, lo cual es natural: aun sin contar con la presión del prestigio intelectual en el que el freudismo venía ya institucionalmente envuelto y presentado, ¿cómo es posible que no nos dejemos enredar por un mensaje que consciente y manifiestamente sentimos que nos fascina? Si no creyésemos ni por un momento en sus palabras, difícilmente podríamos decir que su «estilo» ha obrado algún hechizo; sería un simulacro de hechizo, como un mal truco de prestidigitador inexperto, que todo el mundo reconoce; en suma, no habría realmente ninguna fascinación. Después de librarme racionalmente de la ilusión del freudismo, hasta considerarlo una perfecta pseudociencia, permaneció en mí aquella sensación imborrable de perfecta composición literaria que dejan sus textos. En este caso la impresión se parece a la que produce la contemplación de un impecable truco de magia, en la que no sólo no se percibe el oculto movimiento del experto mago, sino que ni siquiera se es capaz de imaginar de qué clase de engaño se trata, de qué modo ha podido fingirlo, y pese a lo cual uno sabe que hay un truco, que todo es fingido. Así es en verdad la inquietud que le invade a uno cuando empieza sólo a sospechar que el freudismo es un refinado artificio, pero aún no es capaz de captar en qué trampas concretas se basa. Entonces parece como si esos textos narrasen las cavilaciones e investigaciones científicas y metódicas de un mundo irreal, puramente literario, pero tan parecidos en la forma a las pesquisas y razonamientos de la ciencia real, que podría tomarse como un remedo perfecto, como un perfecto sucedáneo, como la sacarina lo es del azúcar, una falsificación como lo es un van Meegeren de un Vermeer, de manera que sólo un experto podría descubrir la diferencia. En fin, que no me habría sorprendido en lo más mínimo que a Freud le hubiesen concedido el premio Nobel, pero no de medicina, sino de literatura.</div>
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Otro tanto podría decirse del estilo de Darwin; su abuelo paterno, Erasmus, ya había compuesto en verso el tratado <i>The botanic garden</i> (1791), un embellecimiento retórico sin duda ocioso y extravagante para su época y para cualquiera. Pero pensemos también en el inmortal poema de Lucrecio, <i>De rerum natura</i>, que es la exposición casi perfecta y acabada de toda una doctrina filosófica materialista, hedonista y atea —así como la <i>Commedia</i> del Dante lo es de la entera visión católica del mundo. Y ¿qué no decir de los escritos de Marx, empezando por su obra cumbre, <i>El capital</i>, y sin exceptuar ni una sola página de sus demás escritos? Posee Marx una rara eficacia literaria de la que han carecido y carecen la mayoría de los científicos y filósofos —sin perjuicio de la ciencia, porque, aun sin gracia, la verdad es la verdad, se diga como se diga, y la diga quien la diga, si Agamenón o su porquero.</div>
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Lo que acabo de señalar —y en lo que no insistiré más— se refiere al aspecto artísticamente, imaginativa e ingeniosamente elaborado que puede adquirir el razonamiento inteligente, la inteligencia misma, aunque en rigor la inteligencia no consista en ese embellecimiento, sino en la claridad y exactitud perceptivas e interpretativas. Quiero dirigir ahora mi atención hacia un aspecto recíproco, a saber: el modo en que lo inteligente forma el <i>asunto</i> de la invención literaria, en que, por decirlo metafóricamente, la inteligencia misma se convierte en el <i>personaje</i> principal de un relato.</div>
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Si concedemos que, en el sentido más estricto, la inteligencia consiste en comprender y descifrar racional y verídicamente el mundo, o sea que se identifica poco más o menos con la ciencia y la filosofía, pero al mismo tiempo apreciamos que el talento creativo, artístico, produce discursos que pueden emular tan verosímilmente sus rasgos principales, un poco como los actores pueden llegar a confundirse con sus personajes, forzosamente tendremos que reconocer que hay un elemento de la inteligencia —o un complejo de elementos— que puede ser abstraído de sus contenidos, como <i>forma</i>, o mejor, como <i>técnica</i>. Así lo creo: opino que la inteligencia no sólo se revela en la capacidad de dominar pericialmente tal o cual técnica, sino que es en sí misma una técnica, o una tecnología. Y es, en mi modesta opinión, una tecnología principalmente lingüística. Claro que el lenguaje mismo es una técnica. A menudo se quejan los profesores de la invertebrada y horrenda manera en que escriben sus alumnos (una queja que, la mayor parte de los casos, oímos de boca de profesores que son ellos mismos unos campeones del anacoluto). Pero no hay que poner el grito en el cielo ante semejante «decadencia» de la competencia lingüística: es algo que puede repararse en pocos meses de entrenamiento con prácticas literarias, del mismo modo que en poco tiempo se llega a manejar con confianza un determinado software.</div>
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(Una advertencia, o disculpa, necesaria o innecesaria, antes de seguir. Los cambiantes rumbos y modificaciones expresivas que adoptaré a partir de ahora podrán juzgarse como licencias excesivas, y hasta podrá reprochárseme que constituyen un ejemplo más o menos feliz de la misma confusión entre inteligencia real e inteligencia ficticia, literaria, que forma el asunto principal de mi discurso. No es más que un ejercicio literario, no lo niego, y admito de antemano la más dura censura que por tal motivo se me pueda hacer, a saber, que como literatura sea de la mala. Mi única justificación sólo puede surgir de esa peligrosa mezcla entre modestia y vanidad que consiste en decir: en este momento no se me ocurre un modo mejor de expresar lo que pienso. Tengo también motivos muy personales, muy sentimentales, como el de haber pensado en mi hijo mayor como lector idóneo, pero tales motivos, como se comprenderá, carecen de interés. Y ya sé que acabo de cometer otro pecado venial retórico: si carece de interés, ¿para qué lo digo? Podría argüir que no lo pensé bien, o que no lo medité en absoluto, pero eso sólo sería cierto antes de haberlo escrito, no ahora, ya irremediablemente… En fin, lo hecho, hecho está: lo dejo como ejemplo del tipo de peregrinas y vacías ocurrencias que saturan gran parte de la crítica contemporánea, digamos <i>à la</i> Deleuze, o <i>à la</i> Baudrillard… Lo dejo también como ejemplo pequeño de los derroteros absurdos o banales que sigue el pensamiento cuando no se sujeta a una buena disciplina.) </div>
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¿Puede reconocerse —y luego ponderarse— una inteligencia, o <i>la</i> inteligencia «en bruto»? ¿Puede distinguirse, como <i>potencia</i>, esa inteligencia en bruto de la inteligencia, digamos, <i>aplicada</i>? Formularé mi pregunta de otro modo, dando un importante salto, contextualizándola en el terreno dialéctico al que más tarde me deslizaré: ¿Puede haber inteligencia sin doctrina? Explicaré más adelante (o quizá no) lo que quiero decir exactamente. Pero antes ofreceré un pequeño apoyo, un matiz necesario a tener en cuenta para toda posible respuesta. Ni yo ni nadie podría responder si existe o si no existe la inteligencia en bruto, incondicionada, como potencia abstracta, como facultad genérica, a menos que antes pudiera circunscribir en una definición precisa, en una fórmula computable, tal facultad como algo con características inequívocas y medibles, cosa que desde luego yo no sé hacer, ni ha hecho nadie jamás —aunque algunos bobos sí han creído hacerlo, personajes que, careciendo de ella, nos hablan de la inteligencia como si supiesen lo que es. En este sentido, lo único que poseemos como definición de la inteligencia es el cociente intelectual, que en esencia sólo es <i>lo que miden los tests de inteligencia</i> —proposición en la que ya se percibe claramente el delito capital de una definición circular. Y algo miden, indudablemente, aunque quepa discutir mucho si eso que miden es lo que en verdad llamamos inteligencia —cosa imposible de saber, si antes no se ha definido; así todo se vuelve un círculo vicioso, del que no se puede salir sino rechazando la mayor y percatándose de que el tema se reduce a medir ciertas habilidades y limitarse luego a sentenciar absurdamente que tales habilidades son la inteligencia. Es innegable que el polisémico, proteico e indeterminable significado de la palabra «inteligencia», en todas o en las más frecuentes acepciones de su uso, abarca fenómenos que los tests no saben medir. Y más aún, esos otros aspectos en que se demuestra inteligencia, incluso una inteligencia superior, no sólo están <i>más allá</i> de lo que miden los tests, sino que pueden estar en flagrante contradicción con tal medida; de modo que habrá personas muy inteligentes por algún concepto común de la palabra y que sin embargo obtengan en las pruebas un CI bajo, o recíprocamente, muchas personas con un CI alto manifiestamente obtusas en otros terrenos en que pueda demostrase convincentemente inteligencia. ¿A qué se debe esta falta de correlación entre la demostración de unas habilidades intelectuales en abstracto, descontextualizadas, y la demostración de verdadera inteligencia en acto de servicio? Yo creo que se debe a que la inteligencia no es en modo alguno —o no es principalmente eso— una facultad genérica, una potencia, sino el resultado de su propio <i>trabajo</i>, e indisociable de él. Pero no es esto lo que quiero discutir ahora y aquí. Lo que voy a traer a colación no añade ni quita nada a un análisis y dilucidación de la inteligencia, sino que básicamente se limita a ilustrar, de un modo más inventivo que verdaderamente analítico, lo que podríamos llamar la sugestión, o símbolo, o ilusión de la inteligencia en cierto tipo de relatos.</div>
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Soy de la opinión de que las contradicciones que he señalado son ocasionales, excepcionales, y me parece razonable admitir como criterio general la convicción de que algunos tests comúnmente aceptados como prueba de inteligencia lo son ciertamente a la mayoría de los efectos teóricos y prácticos. Digamos que tienen al menos una validez estadística. Y entre tales pruebas podríamos destacar —o sea que quiero destacar ahora— no los tests de inteligencia, sino el juego del ajedrez. Es innegable que un buen jugador de ajedrez tiene que tener por fuerza su mente bien engrasada. Por supuesto, no hay que excluir las excepciones, creo que bastante frecuentes en este caso particular, a que antes me he referido: hay grandes jugadores de ajedrez a los que nadie dudaría en calificar de dementes, y personas inteligentísimas que ni siquiera soportarían someterse a esa tortura más de diez minutos y sin ningún éxito. Como en el terreno de los grandes calculadores, encontraríamos aquí toda una sorprendente fauna de <i>savants</i> idiotas. Pero obviemos estas excepciones y admitamos el caso general, al menos a título de verdad estadística: el ajedrez es un juego que requiere inteligencia, o por lo menos algún tipo de inteligencia. ¿De qué naturaleza es ese tipo de inteligencia? </div>
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Edgar Allan Poe la caracterizó, de un modo tremendamente reductivo, como mera «potencia de cálculo». Advirtió sobre el error de confundir la penetración con la complejidad, y argumentó que el sencillo juego de las damas requiere —o sirve para demostrar— más inteligencia que el complejo juego del ajedrez. Pero antes de examinar los curiosos juicios de Poe quiero explicar un cuento conocido, sobre el origen del ajedrez. Mejor dicho, quiero explicar media leyenda, para relatar la otra mitad después de haber interpuesto mis dubitativas reflexiones.</div>
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<br />La mitad de un cuento conocido (sobre el origen del ajedrez) (<i>Lectio</i>)</h3>
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Como digo, esta leyenda es archipopular, tanto que hasta se aprovecha habitualmente en las clases de matemáticas para ilustrar con la sal del drama y la intriga la sugestiva fascinación que se desprende de las series geométricas. Permitidme, sin embargo, que vuelva sobre este conocido cuento, cuyo relato ampliaré después con la historia, mucho menos célebre pero más conmovedora, de lo que sucedió después de lo que todo el mundo conoce, después de aquel maravilloso incidente mil veces oído sobre el rey y los granos de trigo… La forma definitiva de este juego data del siglo <span style="font-variant: small-caps;">vi</span> d.C.; pero conviene a la coherencia y los propósitos semiocultos de mi narración, y para no indigestar a nadie con licenciosos anacronismos, que situemos esta historia en el siglo <span style="font-variant: small-caps;">v</span> a.C., época en la que ya se documenta la existencia de un notable antecedente del ajedrez, que se juega a cuatro bandas, el <i>chaturanga</i>, aunque supondremos que se trata del ajedrez habitual, con sólo dos juegos enfrentados de piezas.</div>
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Había por entonces en la India un rey valiente, justo, inteligente y bondadoso llamado Yadava, cuyo único y querido hijo Ayamir fue mortalmente abatido en una batalla. El muchacho se había lanzado temerariamente a un ataque desesperado contra las tropas enemigas, desoyendo a su padre y rey, que estaba ya dispuesto a capitular. A pesar de todo, el ejército de Yadava logró luego recomponerse y ganar la batalla. La estrategia de los generales del ejército enemigo había sido meticulosa, certera e implacable, había ido estrangulado paulatina e insensiblemente las posiciones de las tropas de Yadava, reduciendo a escombros uno de sus dos sólidos baluartes, diezmando el principal de sus escuadrones y acorralando e inmovilizando al resto de sus tropas, uno de cuyos generales (el otro era Ayamir) había sido mortalmente herido al alba. Todo parecía perdido en el momento en que Ayamir acometió su ataque suicida, y sin embargo, como ya he dicho, la batalla se ganó tras esta inmolación heroica.</div>
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Y ¿cómo sabes que ese rey era bueno y sabio y valiente? Ésta fue la impertinente pregunta que me formuló un día mi propio hijo antes de dejarme continuar la historia. Pues porque de otro modo —le respondí—, si Yadava hubiese sido de otra calaña, un rey odioso, tirano y subnormal como lo son casi todos los reyes reales, no le habría sucedido esta historia, y entonces yo no podría contártela, ¿no te parece? Si los personajes de este cuento no exhibiesen esa naturaleza afable y razonable, entonces se trataría de otro cuento, que sin duda también existe, pero que no me interesa ahora. Cuando contamos historias lo hacemos por distintos motivos y con distintos propósitos. La que ahora te relataré tiene en parte por justificación una cierta simpatía personal, una identificación emocional e intelectual con sus personajes. La melancolía que impregna el aire que respiran se parece a la que siento yo muchas veces, sin que haya razón aparente. Y cuando yo muera quiero que recuerdes a tu padre como aquel hombre que, entre otras cosas, te explicaba estas historias, envueltas en los caprichos de sus propias «maneras», del mismo modo que quiero que recuerdes las últimas palabras que pronunciaré en mi lecho de muerte —incluso si, por algún aciago accidente o imprevisto cambio de guión en el papel de mi vida, no llego realmente a pronunciarlas—, y que serán: «<i>quam minimum credula postero</i>». En fin, que hay algo más en las historias que las historias mismas, y algo más en la manera de narrarlas que el narrarlas mismo. Pero volvamos al cuento, y no vuelvas a interrumpirme, porque ya bastantes interrupciones y divagaciones realizaron sus propios personajes en sus propias conversaciones. (Por cierto, después volvió a interrumpirme, casi al final de mi relato, para pedirme explicaciones de por qué aquellos personajes hablaban de un modo tan retórico, con frases tan amplias, con aquel delicioso abuso de adjetivos… y de nuevo tuve que justificar lo injustificable como la pura y simple ejercitación de un gusto, de un capricho personal.)</div>
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Era Yadava, pues, un rey respetado y amado, y sus súbditos se inquietaban mucho por su desgracia. Tras la muerte de Ayamir, el monarca cayó en un estado de permanente e incurable melancolía; de nada sirvió a su alma rota el triunfo de su ejército. Sus sirvientes hacían cuanto podían por consolarle, le organizaban juegos, fiestas, cacerías, paseos, baños, le relataban cuentos… pero nada lograba apartarlo de su infinita tristeza y sus lastimosos llantos. Se buscaba por todo el reino cualquier remedio, entre médicos, actores, inventores, sabios… A las pocas semanas de correr por todo el imperio la noticia de la desdicha del rey y de las pesquisas en busca de algún eficaz bálsamo para su dolencia, se presentó en palacio un sabio llamado Lahur Sissa, que vivía apartado en la apacible soledad de la campiña, y pidió audiencia con su rey, al que dijo traer un presente extraordinario que, según creía, podía ayudar a aliviar su mortal angustia. Yadava, que a pesar de su gran dolor no había perdido ni un ápice de su humanidad y su proverbial cortesía, le recibió tan afable y resignadamente como aceptaba a diario las inútiles atenciones de sus cortesanos.</div>
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—¿Qué deseáis, buen hombre? —le preguntó dulcemente el rey—. Dicen que me traéis un magnífico presente.</div>
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—Así es, mi señor. Ha llegado a mis oídos el gran desconsuelo que tiene vuestro ánimo postrado desde la muerte de vuestro amado y valeroso hijo, de gloriosa memoria entre todos los hombres de buen corazón. Vuestros vasallos llevan semanas buscando a lo largo y ancho del reino a alguien capaz de consolaros con alguna medicina o alguna distracción. Yo soy un pobre campesino que vive en la plácida paz de una dulce soledad, y que gracias al Cielo jamás ha sufrido ninguna tribulación angustiosa, más que la natural mesticia que durante un razonable lapso de luto imprime en nuestro carácter la muerte de un anciano padre. He pensado entonces que quizá contribuiría a que recuperaseis el santo gozo de vivir una distracción que me enseñó mi padre, y que ha sido siempre para mí mismo fuente de inagotables deleites espirituales. Humildemente os pido de antemano perdón por mi atrevimiento, pues muy bien comprendo que la muerte de un hijo ha de dejar un vacío insondable que ninguna maravilla en el universo podrá llenar, y menos un simple juego de mesa. Pero vuestros más allegados servidores insistieron en que el juego que os vengo a enseñar es el mejor bálsamo de cuantos han podido hallar o imaginar para complaceros.</div>
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—Muéstramelo, pues, si es tan maravilloso como aseguran. Hoy me he despertado con el ánimo un poco menos abatido que de costumbre, y hasta he recuperado algo de mi natural apetito. Pero antes de nada dime, honorable Sissa, cómo se llama ese juego. Creo que todas las cosas buenas deben llevar un nombre adecuado, y que nada que carezca de nombre es digno de ser contemplado por ojos honrados.</div>
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—El juego se llama —dijo entonces Lahur Sissa, sin sombra de vacilación ni inquietud alguna— «Matar al Rey».</div>
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Yadava tuvo un arranque contenido de ira:</div>
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—¡Cómo, insolente, cómo te atreves a mostrarme un juego con tan perverso apellido! ¿Acaso eres tú un anarquista, un temerario republicano?</div>
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—No os ofendáis, mi señor. Os doy mi palabra de que la naturaleza de este juego es honestamente monárquica, y en nada hiere la gloria y majestad de vuestra legítima soberanía. En realidad simula una batalla entre dos ejércitos igualmente pertrechados, y el objetivo consiste en matar al rey enemigo, ni más ni menos que en las reales refriegas que de tanto en tanto debéis vos mismo acometer para salvar el país y el trono.</div>
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—Eso suena más sensato. No vayáis a creer que pertenezco a esa detestable raza de emperadores endiosados y coléricos que no admiten discusión alguna sobre el arte de gobernar. Por un momento pensé que vos mismo pertenecíais a esa lunática escuela de filósofos revolucionarios que pretenden importar las extravagantes costumbres que al parecer se han puesto de moda entre algunos desdichados pueblos del lejano Occidente. Ha llegado a mis oídos que algunos helenos se gobiernan por plebiscito, sin dictador que les dirija correctamente conforme a reglas sabias, buenas, evidentes e inamovibles. «Democracia» creo que lo llaman. Soy incapaz de imaginar disparate más grande.</div>
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—Tenéis mucha razón, sire. Yo también he oído de tales costumbres bárbaras y decadentes.</div>
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—Decís bien: bárbaras y decadentes. Y deletéreas, por añadidura. Si no se trata de una inverosímil fábula, ese pueblo debe de estar compuesto de locos impíos y peligrosos. Pues o bien la mayoría de los ciudadanos son sabios, y en tal caso nada tienen que plebiscitar, pues todos reconocen sin dificultad qué es lo que debe hacerse en cada ocasión, y basta que mantengan a la cabeza del Estado a aquel de entre ellos que lo lleve eficaz e imperturbablemente a cabo, o bien son estúpidos, y en tal caso el resultado absurdo y fatídico de sus deliberaciones no les convendrá ni por azar, pues de seguro no será otro que el imperio del capricho, que les conducirá a la erosión y la pugna fratricida.</div>
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—No soy capaz de discutir vuestra sagaz conjetura —replicó el sabio Lahur Sissa al filosófico gobernante—, pero creo que hay más cosas en el Cielo y en la Tierra de las que caben en nuestra dialéctica. «Ver para creer» me parece un buen lema. Sólo me atrevería a censurar la experiencia de esos pintorescos griegos tras haber observado las consecuencias de ponerla en práctica, o sea tras tener la prueba empírica de su previsible fracaso, pero…</div>
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—Pero nada —interrumpió el rey con un tono de impaciencia rarísimo en él, quizá efecto del enervamiento a que le reducía su prolongada melancolía—. No es sensato esperar a que se produzca una catástrofe evitable, sólo para cargarse vanamente de razones adicionales. Y me sorprende que los griegos, cuya fama de dialécticos infalibles ha llegado hasta este confín del mundo, se presten a ensayar tan imprudentes desvaríos.</div>
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—En verdad que, por lo que he llegado a saber de ellos, son naturalezas muy contradictorias —continuó Sissa, pese a que no sentía ningún especial interés en esas fábulas políticas, pero que notó cómo el calorcillo de una amistosa polémica vigorizaba el ánimo de su señor—: buscan en la lógica la certeza absoluta, y sin embargo viven atentos a lo contingente y lo sensible, ya sea para protegerse de las falsas ilusiones que provoca, ya sea para buscar en la ciega experiencia alguna clave que les conduzca a un nuevo conocimiento verdadero. Que yo sepa, han generado media docena o más de sistemas filosóficos, sin hallar unánime consenso en casi nada; quizá por eso no les repugna a muchos de ellos la insana práctica de someter a deliberación popular los designios de la alta política. En la época en que mi padre inventó el juego que he venido a enseñaros, y cuyo hórrido nombre no repetiré en vuestra presencia, recuerdo que vino a visitarle un famoso sabio cretense, de nombre Epiménides, que había peregrinado durante meses sobre el ancho orbe en busca de nuestro santo Gautama, de quien había oído decir en su propia tierra que era el hombre vivo más sabio bajo el firmamento. Aunque no era hombre dado a ocuparse de política, se refería a la democracia con más desdén que enemiga. Epiménides vino a nuestro humilde hogar cuando ya regresaba a su país, después de haberse entrevistado por fin con nuestro amado Siddharta. Le habían hablado de mi padre algunos compatriotas suyos, que le conocían de un viaje que en su juventud hizo hasta el Peloponeso. Yo era entonces muy niño, pero quedé, como mi padre, cabalmente seducido por la insólita elocuencia y el extraño ingenio de aquel egregio extranjero. Recuerdo que también a él le enseñó mi padre el juego que hacía poco había inventado, y con el que Epiménides quedó encantado. Mi padre le regaló un tablero y el mejor labrado juego de figuras que él mismo había tallado. Jugaron también a las damas. Epiménides le recitó algunos fragmentos de un soberbio poema heroico en el que, entre otros, intervenían campeones militares de nombres melifluos, como Áyax y Aquiles, que, por cierto, entre batalla y batalla pasaban agradables ratos frente al tablero. A cambio, Epiménides nos hizo obsequio de dos extraordinarias piezas que aún conservo: un gnomón de divisiones impares y un hermoso mapa celeste que el griego había comprado en Babilonia… Perdonad mi indelicadeza al dejarme llevar por recuerdos tan fútiles y personales. Me temo que acabaré con vuestra paciencia excediéndome en hablar de tan plebeyas anécdotas, porque creo haber agotado ya el tiempo que un simple campesino tiene derecho a gozar de la atención magnánima de un soberano tan amable.</div>
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—¡Oh, por Dios, nada de eso! Soy yo quien goza de una conversación tan sabia y deliciosa como la vuestra, y os aseguro que si el juego que me prometéis es la mitad de interesante que vuestros recuerdos de infancia, habrá merecido la pena que hayáis recorrido cien leguas para enseñármelo. Pero tenéis razón en parte. Me intriga tanto lo del encuentro del sabio cretense con Buda, que muy bien podéis ahorraros cualquier otro incidente de vuestra historia… Epiménides… —el rey se interrumpió a sí propio con un aire de filosófica ensoñación en sus ojos—. Recuerdo algunas conversaciones con mis astrólogos en que a menudo le mencionaban, generalmente de manera burlesca, porque le consideraban un charlatán. Pero dime, ¿os explicó el griego algo de lo que había departido con nuestro sabio Siddharta?</div>
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—Sí, por cierto, a ello iba. Sin duda quedaréis tan perplejo como quedamos mi querido padre y yo, y como a buen seguro había quedado el propio Epiménides al oír la voz de la sabiduría. El griego pretendía descifrar los más hondos arcanos del ser y el acontecer, del lenguaje y de la absoluta verdad del universo, pero desconocía, como los demás mortales, incluso el modo adecuado de aproximarse a tal secreto. Ignoraba, en particular, cuáles son las preguntas correctas que uno debe formularse, y con las que ya tendría medio camino recorrido, aun antes de saber las respuestas. Según nos confesó, anduvo medio mundo, por valles y montañas, desiertos y ríos, en busca de Buda, convencido de que posiblemente no había otro hombre en la Tierra capaz de iluminarle. Cuando se hubo presentado ante nuestro sabio, le formuló esta doble interrogación: «¿Cuál es la mejor pregunta que puede hacerse, y cuál es la mejor respuesta que a ella puede darse —de todas las que es posible componer en un lenguaje humano y por una humana inteligencia?» Gautama reflexionó durante largo rato, y al fin contestó, con una extraña mezcla de burlona ironía y suave melancolía: «La mejor pregunta que puede hacerse en el mundo es la que justamente acabas de hacerme, y la mejor respuesta que puede darse es la que con justo estas palabras acabo de ofrecerte.»</div>
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—¡Ja, ja, ja…! —Yadava no había reído desde hacía mucho tiempo, pero aquella espontánea y rotunda aunque breve carcajada llenó el aire de la sala con un indescriptible perfume de gozo ingenuo, límpido, sin doblez, como los mimos de un niño—. ¡Cuidado con el humor de nuestro sabio!</div>
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—Pero creo que de aquella frustratoria experiencia no sacó Epiménides las enseñanzas que habría debido extraer, sino todo lo contrario; parece que aún se acentuó su ya desmedida afición a las paradojas, por las que se ha hecho luego mundialmente famoso. Oí una vez a un chino que conocía sus enseñanzas realizar una filigrana erística por la que un caballo dejaba de ser un caballo, puesto que ni siquiera podía ser un caballo blanco; me hizo dudar de si el maestro Gautama había huido de su hogar en un caballo o en un suspiro; y luego, no recuerdo exactamente por qué malabarismo sutil, me demostró que el Buda llegó a su destino un día antes de salir de su casa.</div>
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—Una raza pertinaz la de estos filósofos de poner las peras a cuarto. O sea que de nada le sirvió a Epiménides la irónica lección del Buda. A mí, en cambio, sólo me produce risa. Ignoraba esa <i>vis comica</i> de nuestro santo varón. Aunque también comprendo eso que dices acerca de que esta broma estuvo envuelta como en un aire de mesticia y serena inteligencia, algo que transmite como un sentimiento de la vanidad de la vida, del mucho estudiar y el atrapar vientos, tercos hábitos que lamentablemente se adueñan del corazón y la sangre de muchos hombres ambiciosos, ilusos e intemperantes. Sé de lo que hablo, porque lo he visto… ¡Ja, ja…! —Yadava prolongó aún su sonrisa unos instantes, hasta que paulatina pero firmemente volvió a la serena y amable compostura con que de ordinario disfrazaba su tristeza.</div>
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—Así lo creo yo también, majestad. Es decir que lo comprendo ahora, y sólo <i>ahora</i>, y no lo comprendía cuando, siendo un niño, escuché este estrafalario y a la vez ingenioso disparate. Porque sólo el tiempo puede ser maestro de la recta vida, y único crítico infalible de la vanidad. En fin, lo cierto es que Epiménides volvió a Creta, como si dijésemos, con las manos vacías, con la humillante sensación de que para aquel agotador viaje no le habrían hecho falta alforjas. Pero también, tal vez, con la compensatoria convicción de que la negación absoluta a sus vanas esperanzas de omnisciencia era una buena lección contra su pueril soberbia intelectual, pues había albergado la estúpida esperanza de alcanzar la iluminación completa saltándose de un plumazo todo el tiempo infinito y el trabajo que requiere, la absurda pretensión de hallar la ciencia absoluta mediante unas simples meditaciones lingüísticas, ahorrándose el precio impagable de una investigación sin fin, pretendiendo derribar con la sola dialéctica la titánica fortaleza que guarda el dios del Tiempo…</div>
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Lahur Sissa se interrumpió súbitamente, al darse cuenta de que añadía a cada frase una lacerante redundancia, y de que debía poner límite a la desmoralizadora tendencia a empezar a rodar pendiente abajo por el derrotismo y la insania melancólica, cuyo efecto podría haber sido especialmente desafortunado en el delicado estado en que se hallaba su señor. A punto estuvo de no poderse contener y seguir en voz alta el curso de su intenso pesimismo, adelantándose 2500 años a un Fitzgerald, por ejemplo, y decir que la vida no es más que una pesada broma, un engaño, un contrato leonino cuya cláusula mayor se llama «claudicación»…</div>
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Yadava le miró como si adivinase la amarga y dura continuación de sus pensamientos interrumpidos. Súbdito y señor quedaron un momento ensimismados, como si compartiesen en secreto una idéntica experiencia, a la vez dulce y agria, áspera y suave. Se miraron brevemente y luego, también brevemente, miraron al jardín del palacio, y luego, también al unísono, ambos elevaron sus ojos más allá, al cielo inescrutable y las lejanas montañas, por encima de los altos y sólidos muros del palacio… Al pronto volvieron en sí, mirándose y sonriéndose.</div>
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—Aborrezco las dilaciones —dijo el rey con renovada y enérgica decisión—. Me habéis deleitado con la historia de Epiménides y Gautama, pero ya es tiempo de que me mostréis lo que habéis venido a enseñarme: a «matar al rey»… —una pícara sonrisa volvió a formarse alrededor de sus bien alineados dientes, demostrando sin palabras el alto vuelo y la indómita libertad del corazón y la inteligencia a los que puede atreverse incluso un rey poderoso, que es quien más motivos tendría para temerla.</div>
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Sissa desplegó las piezas en el tablero y empezó a enseñarle las reglas. Jugaron durante el resto del día, olvidándose de beber y de comer, y en ningún momento volvió el aciago recuerdo a ensombrecer la mirada del rey…</div>
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<br />Interludio discursivo (<i>Imaginatio, interpretatio, disputatio…</i>)</h3>
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Todo el mundo conoce lo esencial de esta historia, todos saben que el rey Yadava quedó encantado y agradecido por aquel fabuloso, cerebral y absorbente pasatiempo. Por eso he preferido contar sólo algunos pormenores de la amena conversación que mantuvieron, y que son, bien que lo sé, inesenciales para el tema principal de las series geométricas de los granitos de trigo y toda esa fanfarria aritmética. Todos saben que el buen Sissa logró, al menos durante un cierto lapso, lo que ningún otro había conseguido: rescatar al desconsolado rey de la postración horrible a que le había sometido el funesto destino reservado a su idolatrado hijo.</div>
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—Pero, papá —me reprochó mi propio hijo—, lo que me has explicado te lo inventas; el cuento no es así; y además te has dejado la parte principal, lo de la suma de la serie geométrica de los granos; nos lo contó el <i>profe</i> de matemáticas la semana pasada. Dices que es un cuento sobre la inteligencia, y es por eso por lo que se explica en el libro de <i>mates</i>, porque demuestra los conocimientos matemáticos de Sissa, o sea de los indios de aquella época. En cambio tú te inventas que Sissa y el rey Yadava eran sabios porque razonaban sobre otras cosas difíciles: sobre el buen gobierno, o sobre las paradojas…</div>
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—Tienes razón —no tuve más remedio que concederle a mi juvenil crítico—, se trata de un cuento sobre la inteligencia. Me he saltado la parte de los granitos porque ya la conoces, como todo el mundo, y no se saca maldito el provecho de repetir cosas banales y consabidas. En cambio, toda esa compleja trama de intuiciones y silogismos, de recuerdos súbitos, de repentinas reacciones emocionales, de cautelas, y hasta de fórmulas ya desusadas de cortesía, toda esa selva dialéctica revela, de un modo más convincente, que nuestros personajes de verdad ejercitaron su inteligencia y buscaron la clarividencia. ¿O acaso te crees que Lahur Sissa, <i>mi</i> Lahur Sissa, podía parecerse a uno de esos pintorescos <i>savants</i> idiotas como el Rain Man ese de la película, que sólo saben sacar cuentas que a los demás les fatigan y a nadie le aprovechan? No te preocupes, no pasaré por alto la escena de los granos de trigo y el estupor de los contables del palacio cuando, tras repetir siete veces el conteo para cerciorarse de aquello a lo que sus ojos no daban crédito, se presentaron ante el rey con la asombrosa cifra exacta anotada en una tablilla. Aunque aquí también, sobre todo aquí, lo importante será conocer cómo se manifestó la inteligencia de Sissa y la de Yadava al reaccionar frente a esa sorprendente cantidad.</div>
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¿Creemos en verdad que el juego del ajedrez pudo hacer olvidarse al rey de su desdicha? Yo creo que sólo lo logró durante cosa de un mes. El ajedrez —y quizá ya antes el chaturanga— fue recocido como un lenitivo eficaz contra los mayores desalientos y angustias, un remedio tan eficaz como el más granado estoicismo contra toda debilidad del alma, y jamás nadie se atrevió a disputarle ese mirífico efecto balsámico y vigorizante que produce en los aquejados espíritus de los mortales cuando flaquea su impulso a vivir gozosamente. Conservamos estos versos que un califa de Bagdad escribió en el siglo <span style="font-variant: small-caps;">xi</span>:</div>
<blockquote class="tr_bq">
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¡Oh, tú, que censuras con cinismo</div>
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nuestro juego favorito y de él te burlas,</div>
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sepas que es pura y sutil ciencia!</div>
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Él disipa la aflicción extrema,</div>
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reconforta al enamorado inquieto,</div>
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aparta al bebedor de los excesos.</div>
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Si acecha el riesgo,</div>
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aconseja su arte al guerrero.</div>
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Él nos presta compañía</div>
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cuando nos domina el tedio.</div>
</blockquote>
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Pero ¿quién se ha burlado cínicamente alguna vez de este rey de los juegos de mesa? ¿Contra quién dirigía el indignado califa sus dulces admoniciones y su apología de los escaques? A decir verdad, en todas las épocas ha habido sabios y necios que han abominado cualquier juego, el juego en general, por considerar que en sí mismo es, todo juego, pura frivolidad, superficialdad, puerilidad, vanidad. Pero también los ha habido que concentran sus reproches particularmente sobre este o aquel juego; por ejemplo sobre el ajedrez, no por ser un juego, sino por serlo de un dudoso mérito y una dudosa virtud, por ser menos interesante que otro. Ya me he referido a Poe, que prefería las damas a la «laboriosa futilidad del ajedrez». Esto es lo que dice al inicio de su celebérrimo relato <i>Doble asesinato en la calle de la Morgue</i>:</div>
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<blockquote class="tr_bq">
Aprovecho esta ocasión para proclamar que la reflexión es más activa y ventajosamente explotada en el modesto juego de damas que en la laboriosa futilidad del ajedrez. En este último juego, cuyas piezas están dotadas de diversos y extraños movimientos, y representan valores muy distintos, la complejidad se toma (error muy corriente) como profundidad. La atención es lo principal para este juego, y un momento de descuido trae consigo una pérdida o una derrota. Como los movimientos posibles son no solamente variados, sino desiguales en <i>potencia</i>, tales errores se cometen con facilidad, y de diez casos, en nueve vemos que gana el jugador más atento y no el más hábil. Al contrario, en las damas, en cuyo juego el movimiento es sencillo en su especie y varía poco, las probabilidades de descuido son menores, y como la atención no está absoluta ni completamente monopolizada, gana el jugador más perspicaz.</blockquote>
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Ni que decir tiene, Poe lo ignoraba todo sobre la verdadera naturaleza del juego del ajedrez. Cualquier aficionado, o cualquier persona con una capacidad de razonamiento más real, menos fantasiosa que la de Poe, podría demostrar que sucede justamente al revés. Sólo en un sentido tiene razón el poeta: que el ajedrez requiere —<i>además</i>, no <i>en lugar</i> de ingenio— una gran potencia de cálculo y una gran atención, cuya más leve falta acarrea «una pérdida o una derrota». Algunos psicómetras han examinado atentamente las diferencias entre la capacidad de los buenos jugadores y la de los que ignoran el juego para recordar, tras un brevísimo lapso de contemplación, la posición exacta de las piezas sobre el tablero. El resultado más interesante —y ciertamente lógico y comprensible, predecible— de este experimento consiste en que: (a) si las piezas son colocadas al azar, no hay apenas diferencia sensible entre la capacidad de retención de un maestro y la de un profano, pero (b) si la disposición de las piezas corresponde a la situación efectiva a que se llega en una partida real, entonces la capacidad del experto para reconstruirla de memoria tras un breve vistazo es absoluta, mientras que la del lego es invariablemente la misma que si se tratara de una disposición caprichosa, ajena a toda posibilidad de un juego real. Es lo mismo que si se nos pide que recordemos la disposición de unos palitos formando figuras arbitrarias; si por casualidad esas figuras se pareciesen, pongamos por caso, a las formas de nuestras letras latinas, nuestra capacidad de recomponerlas aumentaría notablemente respecto a la que tendríamos frente a una disposición completamente arbitraria; y no digamos si, además, esos signos formasen palabras reconocibles: entonces nuestra capacidad sería infalible. Puede imaginarse el mismo experimento con signos que casualmente se parezcan a los pictogramas chinos, y cómo serían distintos los resultados para un chino y para un europeo ignorante de su alfabeto. Pero volviendo al caso del ajedrez, lo que este experimento demuestra fácilmente y para que lo comprenda incluso una persona que jamás lo ha jugado, es que no consiste meramente en, como creía Poe, una potencia de cálculo combinatorio, sino en el reconocimiento de patrones, en la familiaridad con una suerte de <i>lenguaje</i> para el que cada patrón de despliegue viene a ser como una frase inteligible, ya sea coherente o correcta (cuando resulta de un juego eficaz), o por el contrario llena de solecismos (cuando resulta de un juego torpe), y en ambos casos distinta a una disposición-<i>frase</i> completamente invertebrada, como sería, por ejemplo, «la de conjetura vertiendo blota voy me, la, la, fin después hay cuanto gausiano… mosca, la mosca, la, la.»</div>
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Poe apunta a un cierto concepto de la inteligencia de raíz netamente romántica, según el cual esa facultad está más asociada a la intuición fugaz, a la capacidad de conexión instantánea pero segura entre consecuencias y causas apoyada en algo así como una iluminación súbita pero frecuente, un cierto don, parecido a una adivinación. Sin embargo, Poe quiso describir la inteligencia —en particular la de su héroe, Auguste Dupin— en términos de capacidad lógica, analítica, absolutamente racional, geométricamente silogística, lo que da a este y otros de sus relatos un atractivo especial, pese al carácter completamente ficticio, inverosímil, y en definitiva falso de los fenómenos que describe y a los que envuelve en una bien estudiada apariencia de coherencia realista. Otro de estos interesantes relatos de Poe que tiene que ver con la ilusión de una inteligencia analítica, pero esta vez mucho más rigurosa y real, es el de <i>El escarabajo de oro</i>, en el que explica cómo se descifra un mensaje secreto, técnica que emuló, con mucha menos maestría literaria, Conan Doyle en <i>El caso de los muñecos danzantes</i>. En otra ocasión demostró Poe su prodigiosa capacidad de hacer puro drama e intriga con problemas netamente teoréticos: en su célebre ensayo <i>Método y composición</i>, que comienza ya con una afirmación algo intrigante —para quien sea maniáticamente movido a hacer comprobaciones expurgando viejas bibliotecas. Poe citaba a Dickens inexactamente, diciendo que, a propósito de un análisis suyo sobre el mecanismo del <i>Barnaby Rudge</i>, el autor había replicado, entre otras cosas, que Godwin había escrito su <i>Caleb Williams</i> al revés, es decir comenzando por el final, cosa que a Poe se le antojaba implausible, y que le proporciona la base —en verdad ficticia— de su asombroso argumento, en el que se propone demostrar que su propio y célebre poema <i>El cuervo</i> había sido compuesto con estricto y matemático rigor, encadenando verso tras verso según una ilación irrefragable, absolutamente lógica, absolutamente determinada, como una suerte de sorites aristotélico. Parece enredoso, ¿no? Lo cierto es que resulta fascinante.</div>
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Como en los otros casos mencionados, el tema, la materia prima de este ensayo no es otra que la inteligencia misma, en bruto y en abstracto. Pero se trata de un simulacro, un sucedáneo puramente ficticio de la inteligencia, que necesariamente ha de poseer algunos rasgos similares a la inteligencia real, ni más ni menos que como un retrato fotográfico reproduce rasgos reales (color, figura, expresión…) del modelo, aunque no otros (su peso, su olor, su respiración, sus ademanes…). Y en el primero de los relatos a que me he referido, el de los crímenes de la Morgue, también es la inteligencia el protagonista principal, esta vez encarnada en un personaje que la exhibe en unos niveles asombrosos. Es sencillamente delicioso el pasaje en que Dupin sorprende a su acompañante adivinándole el pensamiento, y no sólo adivinándoselo, sino, como en el ensayo <i>Método y composición</i>, explicándole la implacable lógica, el riguroso «método» que había seguido para descubrir lo que parecía una adivinación, pero era en realidad (en la realidad de la ficción literaria, claro) una impecable <i>deducción</i>. No puedo escatimar aquí la cita completa del pasaje, aunque ello suponga abusar un tanto y un cuanto de este espacio:</div>
<blockquote class="tr_bq">
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Cierta noche paseábamos por una calle larga y sucia, cerca del Palais-Royal. Ambos estábamos consumidos en nuestros propios pensamientos, por lo menos en apariencia, y desde hacía cerca de un cuarto de hora no habíamos pronunciado ni una sílaba. De repente, Dupin lanzó estas palabras:</div>
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—Ese joven es muy bajo, y seguramente estará mejor en el teatro de variedades.</div>
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—Sin duda alguna —respondí sin pensar y sin echar de ver lo extraño de sus palabras, tan absorto estaba, adoptando sus frases a mi propio ensueño. Un momento después volví en mí y mi asombro no tuvo límites.</div>
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—Dupin —dije con gravedad—, usted adivina mis pensamientos. Sin circunloquios, le confieso que me ha dejado asombrado, y que no me atrevo a dar crédito a mis sentidos. ¿Cómo ha podido hacer para adivinar que pensaba en… en…? —y me paré para asegurarme de que realmente había adivinado en quién pensaba.</div>
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—¿En Chantilly? —dijo—. ¿Por qué se detiene? Usted mismo se hacía la observación de que su pequeña estatura le impedía dedicarse a la tragedia.</div>
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Precisamente éste era el tema de mis reflexiones. Chantilly era un ex zapatero de viejo de la calle de Saint Denis que sentía locura por el teatro y había abordado el papel de Jerjes en la tragedia de Crébillon; sus pretensiones eran irrisorias y todos se burlaban de él.</div>
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—¡Por el amor de Dios!, ¿qué método emplea usted, si hay método para eso, y cómo ha podido penetrar en mi alma?</div>
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En realidad estaba más asombrado de lo que aparentaba.</div>
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—¡El frutero es quien le ha conducido a la reflexión de que el zapateril personaje no podía representar papeles tan difíciles como el de Jerjes!</div>
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—¡El frutero! ¡Me llena usted de asombro!, no conozco a ningún frutero.</div>
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—¿No se acuerda del hombre que tropezó con usted cuando entramos en la calle, hace cosa de un cuarto de hora?</div>
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En efecto, entonces recordé que un vendedor de frutas que llevaba una gran cesta de manzanas en la cabeza, por su torpeza casi me había derribado, cuando pasábamos de la calle de C… a la arteria principal en donde nos encontrábamos en estos momentos. Mas ¿qué relación había entre él y Chantilly? No podía descubrirla.</div>
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No había un átomo de charlatanería en mi amigo Dupin.</div>
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—Voy a explicarle eso —dijo—, y para que pueda comprenderlo claramente, vamos a emprender la serie de sus reflexiones hasta el momento en que le hablo, esto es hasta el encuentro del vendedor de frutas. Los principales eslabones de la cadena son los siguientes: Chantilly, Orión, el doctor Nichols, Epicuro, la estereotomía, los adoquines y el frutero.</div>
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Muy pocas personas han dejado de entretenerse alguna vez en remontar el curso de sus ideas buscando por qué caminos su espíritu ha llegado a ciertas conclusiones. Frecuentemente esta ocupación está llena de interés, y el que la practica por vez primera queda asombrado de la incoherencia y la distancia, en apariencia inconmensurable, entre el punto de partida y el de llegada. Júzguese de mi asombro cuando oí hablar a mi francés como lo había hecho, y cuando me vi obligado a reconocer que había dicho la pura verdad.</div>
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El joven continuó:</div>
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—Hablábamos de caballos, si mi memoria no me engaña, precisamente en el momento de abandonar la calle de C… Éste fue el último tema de nuestra conversación. Al pasar a esta última calle, un frutero con una gran cesta en la cabeza pasó precipitadamente ante nosotros arrojando a usted sobre un montón de adoquines colocado en cierto lugar en que la calle se halla en reparación. Puso usted el pie en una de esas movedizas piedras, resbaló y se dio un golpe en el tobillo; pareció humillado, gruñó, murmuró algunas palabras y se volvió para mirar el montón de adoquines; después continuó su camino en silencio. Durante ese tiempo no me he fijado constantemente en lo que hacía; pero desde larga fecha la observación es para mí una especie de necesidad. Sus ojos continuaron fijos en el suelo, observando con una especie de irritación los agujeros y los baches del adoquinado (de manera que veía que usted seguía pensando en las piedras), hasta que alcanzamos al pequeño pasaje de Lamartine, en donde acaban de ensayar el entarugado. Al ver eso, su fisonomía se iluminó, vi moverse sus labios y adiviné, sin vacilación alguna, la palabra <i>estereotomía</i>, una palabra aplicada presuntuosamente a ese género de adoquinado. Sabía que usted no podía decir «estereotomía» sin pensar en los átomos, y de ahí en las teorías de Epicuro; y como en la discusión que tuvimos a este propósito le había hecho observar que las vagas conjeturas del ilustre griego habían sido singularmente confirmadas, sin que nadie lo advirtiera, por las últimas teorías acerca de las nebulosas y los últimos descubrimientos cosmológicos, comprendí que sus ojos no podían volver sino a la gran nebulosa de Orión, lo que seguramente esperaba. No ha dejado usted de hacerlo, y entonces comprendí que, en efecto, había seguido yo paso a paso sus reflexiones. Ahora bien, en esa amarga sátira acerca de Chantilly publicada ayer en <i>El Museo</i>, el redactor, al mismo tiempo que hacía alusiones muy descorteses a propósito del cambio de nombre del zapatero que había calzado el coturno, citaba un verso latino del cual hemos hablado con frecuencia. Helo aquí: <i>Perdidit antiquum littera prima sonum</i>. Había yo dicho a usted que esto se refería a Orión, que primitivamente se escribía «Urión»; y a causa de cierta acritud en la discusión, estaba seguro de que usted no la había olvidado. Desde entonces, estaba claro que usted no podía dejar de asociar las dos ideas de Orión y de Chantilly. Esta asociación de ideas la vi en la manera de sonreír. Usted pensaba en la inmolación del pobre zapatero remendón. Hasta ese momento había usted marchado inclinado, pero entonces se irguió por completo. Estaba seguro de que usted pensaba en la menguada estatura de Chantilly.</div>
</blockquote>
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Lo que Poe sugiere es exactamente lo mismo que tortura la mente de los místicos y los paranoicos, a saber: que nada sucede por azar, que todo está como mecánica e inexorablemente determinado por una cadena insoslayable de causas y efectos, y que en particular lo está el rumbo, por errático que pueda parecer, del pensamiento y la fantasía. Cualquiera puede percibir claramente que esto es una exageración insufrible y una bobada. Yo mismo, por ejemplo, no puedo asegurar que todo cuanto llevo escrito en esta entrada, y menos aún lo que escribiré a continuación, esté dictado por un hilo metódico y descifrable, que excluya el azar, que no se hayan deslizado o esquivado razonamientos por simple casualidad, y ello a pesar de que existen un asunto y un propósito prefijados de antemano y que necesariamente han de ejercer su presión como un canal contiene el curso de las aguas. Podría, a lo sumo, exponer la razón oculta de algunos aspectos que parezcan fortuitos; por ejemplo, yo recuerdo desde mi infancia el pasaje que acabo de citar porque en él se menciona a Epicuro, los átomos y la estereotomía (sólo me habría faltado una referencia a la perspectiva cónica), y es imposible que yo olvide nada de cuanto caiga ante mis ojos y que se refiera a ese filósofo y esos conceptos; pero esto, que es para mí como una ley fija y permanente, es sin embargo un puro azar para los otros.</div>
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Sería muy necio creer que pueda existir realmente una inteligencia como la de Dupin, pero es indudable que se requiere otra también muy grande, la de un Poe, para imaginar semejante drama dialéctico. Es más, incluso debemos conceder que hay mucho de verdadero en la fingida capacidad deductiva de Dupin, porque de un modo semejantemente ficticio proceden muchos individuos particularmente inventivos y retóricos en la vida real (individuos a los que no podemos juzgar inteligentes, a menos que, cosa que raramente ocurre, sean conscientes del carácter engañoso de sus silogismos).</div>
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Siempre he sido de la opinión de que la verdadera ciencia y el recto entendimiento por fuerza han de huir de las metáforas, de las sugestiones equívocas, de las paradojas y de las exageraciones. Y es ese riguroso discurrir racional lo que yo identifico, reductivamente sin duda, con la inteligencia. (Esta tan estricta circunscripción del significado de la inteligencia tiene la ventaja de su claridad, de ser un concepto inequívoco y fácilmente reconocible si se da como cualidad de algo o alguien; de modo que puedo reconocer al instante si un argumento o una persona son inteligentes incluso si no poseo yo inteligencia suficiente para elaborar por mí mismo los razonamientos que oigo, pero sí para comprenderlos una vez oídos; por supuesto, el reconocimiento de lo inteligente requiere un mínimum de inteligencia; ningún imbécil podrá identificar certeramente algo inteligente, porque de lo contrario no sería un imbécil.) Me hago cargo de que de ese modo expulso del territorio de lo inteligente a todos los genios literarios, a todos los artistas, y también a un sinfín de hombres hábiles en el dominio superior de cualquier otra pericia —como Platón expulsó a los poetas de su ideal República. Pero eso no significa negar ni interés ni importancia a lo que logra la fantasía artística o los saberes y tecnologías de cualquier otra índole —antes al contrario, incluso, muchas veces. Significa simplemente negar que la inteligencia —en el estricto sentido reducido que la identifica con el saber científico— sea un ingrediente necesario de la creación artística, o que la comprensión más general y filosófica sea un requisito para la eficacia en cualquier tecnología. Ni falta que hace. Curiosamente, ésta es también la opinión, pero en clave invertida, irracionalista, que tienen muchos poetas acerca del arte; como Keats, creen firmemente que la razón es enemiga mortal del arte. Yo no voy tan lejos. No me parece que la ciencia pueda perjudicar en modo alguno a la imaginación, antes al contrario, el realismo y la racionalidad me parecen buenos y necesarios para fecundar y vigorizar el arte; pero habremos de admitir sin violencia que éste es algo más, o que es otra cosa distinta a la reflexión metódica y analítica (incluso algo opuesto, al menos un opuesto complementario, si no incompatible).</div>
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Por otro lado, la imprudente afición al razonar paradójico, que más que a otra cosa se parece a la pura fantasía verbal, el deporte de torpedear toda convicción razonable, de estrangular, retorcer, poner a prueba agresiva y provocadoramente toda reflexión lógica y toda demostración empírica mediante el hallazgo o invención de ingeniosas paradojas (la «filosofía de poner las peras a cuarto», como la llamaba nuestro rey Yadava), ha sido desde antiguo algo más que un frívolo e irresponsable juego: ha sido un irrenunciable desafío, una prueba de fuego, una ordalía de la razón, el crisol inestimable en el que depurar la lógica misma, limándole sus excesos, colmando sus defectos, en suma, un ejercicio y un deber necesario para la inteligencia.</div>
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Entre los presocráticos, sobre todo los llamados sofistas, fue muy habitual esta casi mórbida inclinación a la paradoja; se la sembró, abonó y regó hasta la náusea, hasta que llegó Aristóteles y cortó por lo sano, acabando de un plumazo con toda aquella selva indómita de raras especies erísticas que amenazaba ya con la asfixia y la corrupción de toda posible inteligencia. Aristóteles se comportó en esto un poco como el león sordo del cuento, que «llegó y se acabó la música», zampándose al flautista que tenía a los otros leones hipnotizados con su falsa melodía.</div>
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Pero insisto en que no hay mejor medicina para la razón adormecida que esa dura y amarga píldora de las paradojas demoledoras. Y no se crea que ha sido sólo en Occidente donde se ha practicado ese deporte de poner boca abajo a la sensatez misma. En la antigua China, por ejemplo, coetánea de nuestras escuelas helenísticas, floreció la llamada «escuela de los Nombres», cuyos miembros fueron expertos en razonamientos paradojales que nada tienen que envidiar a los de nuestros Epiménides, nuestros Zenones o nuestros megáricos. Kung-sun Lung, por ejemplo, demostró que un caballo no es un caballo, porque un caballo blanco no es un caballo, es decir a causa de que «blanco» designa un color, mientras que «caballo» alude a una naturaleza; posiblemente quería enfatizar la distinción, por entonces difícil y turbia, gramaticalmente no bien comprendida, entre una cosa y sus cualidades; o puede que pretendiese algo más atrevido: quizá mostrar que las distinciones de espacio y tiempo son inciertas, subjetivas o relativas, quizá incluso ficticias, ilusorias. Y Hui Shih sabía demostrar con la misma facilidad que si alguien parte hoy hacia la provincia de Yuëh, entonces llega allí el día de ayer. Ríete tú de las curiosas pruebas de que Aquiles no alcanzará jamás a una tortuga.</div>
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El chino a quien el Lahur Sissa de nuestro relato se refiere, sin mencionar su nombre, debió de ser algún maestro de Lung y de Shih… Estos acertijos entretuvieron gran parte de la conversación con Yadava durante toda la tarde de aquel feliz día. Recordemos que, según le confesaba Sissa al rey, aquel joven e ingenioso chino le había hecho dudar de que Buda hubiese abandonado su hogar montado en un caballo cuyos cascos, para no hacer ruido, unos diosecillos voladores mantenían flotando en el aire —como aseguraba la leyenda y como podemos apreciar en la ilustración del relieve de Gandhara que encabeza esta entrada. Sissa dudó si el caballo no sería en realidad un susurro… Yo también, fascinado por los cantos de sirena de esos fantásticos silogismos, empecé a dudar de si mis ojos veían realmente a ese caballo del relieve, o la sutil composición de sus delicados contornos eran sólo el símbolo cabalístico de algún concepto sobrenatural. El efecto alucinógeno de semejantes acertijos en nuestra mente puede llegar a ser más devastador que la bebida. El mundo se pierde siguiendo estas sugestiones, y sólo se recupera mediante alguna dolorosa sacudida, como cuando le despiertan a uno ruidosamente en mitad de la noche. Esto es, poco más o menos, el breve sueño de mi razón adormecida:</div>
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Siddharta salió a escondidas, en la noche, de su ciudad <i>en un caballo</i> —es decir en un caballo negro, o puede que ese caballo no fuese un caballo, ni negro ni de ningún otro color, sino, digamos, un globo, o a lo mejor el caballo era en realidad un suspiro, o un santiamén… Sí, digamos que Buda salió sigilosamente <i>en un santiamén</i>… Aunque también cabe la posibilidad —no tan remota como creen algunos— de que el «caballo» mencionado en la leyenda fuese efectivamente no otra cosa que un caballo, un simple caballo, es decir <i>un caballo negro</i>… Pero también sabemos que Buda, montado en su indiscutible caballo, salió muy sigilosamente; los dioses silenciaron el ruido de los cascos elevándolos con aire, o cogiéndolos con sus etéreas manos. Bella metáfora… tan bella como la de llamar «caballo» a un suspiro, ¿no? Puede que, simplemente, Gautama tuviese la banal previsión de cubrir los cascos de su <i>suspiro</i> con trapos (de algodón o de otra sutil materia). Si en la leyenda se nos hubiese hablado de <i>trapos</i> en lugar de las manos o el aliento de los dioses, ¡cuánto más hermosa habría sido esta sutil metáfora! ¡Un suspiro envuelto en trapos! No son cosa de despreciar los trapos. A la «filosofía de las ropas» consagró todas sus energías Diógenes Teufelsdröckh —en esa soberbia parodia del idealismo hegeliano que Carlyle nos brindó en su <i>Sartor Resartus</i>—; y este filósofo de las ropas sólo rió en una ocasión en toda su vida (¡pero, por Dios santísimo, qué carcajada más contundente e irrepetible!, ¡qué expresión tan potente de gozo y de poderío vital!). Hay, entre todos los cuentos que versan sobre ropas, ya sean elegantes o harapientas —y que, hágase un esfuerzo de memoria, son muchísimos—, uno que jamás ha dejado de intrigarme, uno que recordaba Benjamin en su ensayo sobre Kafka [«Franz Kafka», parcialmente publicado en <i>Jüdische Rundschau</i> en diciembre de 1934, recogido en <i>Para una crítica de la violencia y otros ensayos</i>, Madrid, Taurus, 1991, pp. 135-161]. Reza más o menos así: hallándose los parroquianos reunidos una tarde en una misérrima fonda de un pueblecito judío, uno de ellos sugirió que cada cual dijese lo que pediría en el caso de que el cielo le concediese un deseo; uno eligió un nuevo juego de herramientas, otro una yegua joven, un tercero pidió dinero, el siguiente una nuera… Cuando todos los vecinos acabaron de formular sus deseos, sólo quedaba un forastero andrajoso, que yacía en un banco en un oscuro rincón. Le pidieron también a él que revelase lo que pediría, a lo que el harapiento se negaba con obstinación; tras mucho insistirle, finalmente el extranjero expresó a regañadientes cuál sería su deseo: «Lo que yo me pediría —vino a decir al cabo— es convertirme en el monarca más poderoso de este cuadrante del orbe, reinando sin rival sobre un país vastísimo, y viviendo feliz y ocioso, rodeado de serviciales lacayos y de tesoros incontables; y que tras años de vivir de ese modo, y hallándome dormido en mi alcoba palaciega, durante la noche un ejército enemigo atravesase imprevistamente la frontera de mi reino, alcanzando al alba sus jinetes las puertas de mi castillo sin hallar la menor resistencia, y que, alarmado por el barullo y sin apenas tiempo de vestirme, tuviese yo que saltar de mi balcón y emprender en camisón una desesperada fuga a través de valles, montañas, desiertos y ríos, día y noche, sin reposo, y que tras recorrer incontables leguas llegase, hambriento, sediento, dolorido y agotado, hasta un rincón como éste, y tumbarme en este banco a descansar un rato.» La verdad es que el historiado y dilatado deseo de este mendigo dejó perplejos y sin aliento a todos los presentes, que habían formulado deseos muchísimo más simples, modestos y de escasa duración dramática. Supongo que aquel miserable pretendía darles alguna amarga y cínica lección, no sé cuál exactamente, quizá la de que, puestos a imaginar cosas felices, más vale no escatimar mezquinamente, hacerlo a lo grande, demostrar la anchura del corazón humano, del deseo, del sueño, ¡qué sé yo! El caso es que los otros miserables tampoco le comprendieron. Uno de ellos finalmente salió de su estupor y le espetó: «Pero ¿qué demonios ibas a ganar con ese deseo?» Y aquél respondió: «Pues un camisón». Un camisón, en efecto, no era poca cosa, no era menos de lo que habían pedido la mayoría de los otros; pero al camisón habría que añadir toda una grandiosa experiencia, que los miserables dan por inútil simplemente porque acabaría siendo cosa pasada y olvidada, porque su castrada fantasía, la postración espiritual a que les había conducido su miseria, les impedía conceder valor alguno a lo que no existe y es palpable y está disponible aquí y ahora. Total, que aquel judío extranjero imaginó un viaje agotador y peligroso para simplemente adquirir unos trapos, del mismo modo que Epiménides recorrió medio orbe para largarse con la vaciedad de sus paradojas.
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Pero basta ya de la filosofía de las ropas… Volvamos al ajedrez.</div>
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Habíamos quedado en que este juego había surtido un efecto mirífico contra la terrible dolencia del rey que perdió a su hijo. Recordemos de nuevo las exageradas virtudes curativas que según aquel califa poeta del siglo <span style="font-variant: small-caps;">xi</span> tiene este juego: sosegar a los amantes inquietos, curar el alcoholismo, vencer el mórbido tedio, en fin, la panacea para toda aflicción del alma y del cuerpo. El califa se indignó contra los denigradores del juego. No dudamos ya de que, inteligentes o necios, honestos o viles, hay argumentos para despreciar el juego en general, y el ajedrez en particular. Hemos visto como botón de muestra las discutibles opiniones de Poe. Pero también hay argumentos, y de los buenos, para rechazar como vanas y estultas veleidades aquella exagerada confianza que nuestro califa depositaba en la ubérrima virtud del ajedrez para consolarnos de todos los males, un poco como la inteligencia misma fue un consuelo para Boecio, otro gran desdichado, que lo explicó en su <i>Consolación de la filosofía</i> —que posiblemente no era otra cosa, en rigor, que una «filosofía de la consolación». Más prudente fue el sabio Sissa cuando humildemente presentó el juego a su rey, temiendo que fuera a servir de bien poca ayuda contra la insondable amargura de sobrevivir a un hijo.</div>
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De la media docena de exageraciones que ese poemita condensa en unos pocos versos, hay una que llama poderosamente la atención; no me refiero a que se le considere aconsejable a los borrachos, los alucinados o los enamorados, sino a eso de que ofrece consejo al militar («aconseja su arte al guerreo»), y no ya en la apacible quietud de su gabinete, cuando estudia atentamente los problemas teóricos o prácticos de su ciencia, sino en los momentos de mayor excitación y peligro, en la mitad de la refriega («si acecha el riesgo»), donde hasta un Kant quedaría paralizado. ¿Puede imaginarse bobada y exageración más grande? ¿Quién sería capaz, realmente, de poner a un Kaspárov al frente de un batallón de infantería? Pero concedámosle al buen califa la licencia de la hipérbole. Al fin y al cabo, como decían Sweezy y Baran en su prólogo a <i>El capital monopolista</i>, la misión de la ciencia, y la del arte, no es otra que la de exagerar, siempre que lo que se exagere sea verdad y no falsedad. Y si lo que dice el califa —y repiten muchos necios sin pensarlo bien— es una exageración, y si lo es de una verdad y no de una falsedad, ¿de qué verdad se trata, de qué índole concreta es esa enseñanza, si no es una pura ilusión vacía de contenido? No sé decirlo con seguridad. Me parece que se trata de lo que llamamos una «verdad poética». ¿Qué clase de animal es ése?, me preguntará alguno. No es ningún animal, por supuesto, sino más bien una emoción. Como tal emoción, su relación con la idea de que el ajedrez enseña al guerrero es simplemente metafórica. En esta metáfora, tanto el juego como la guerra real están como símbolos del esfuerzo supremo, del coraje, del impulso de vivir, de vencer y de gozar; y la relación —también metafórica, fingida— entre el silencioso juego y el violento fragor de la batalla real está como símbolo de la relación deseable entre la lógica y la realidad, entre lo que concibe la mente y lo que realiza la mano, en fin, como expresión poética del vínculo dialéctico entre lo racional y lo real. Porque la inteligencia, lo racional, lo abarca todo: todo el universo —lo que sólo puede ser el «mundo <i>para nosotros</i>»— se halla en nuestro espíritu, colectivamente considerado, lo real y lo ilusorio, lo deseable y lo temible, lo verosímil y lo imposible…</div>
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(Por cierto, ¿no hay algo sutil y maravilloso en eso de poner nombres propios a los personajes irreales de un cuento? En esencia, los nombres son innecesarios, salvo por su material ayuda gramatical como abreviaturas, para evitar perífrasis al referirnos a ellos. También están para desencadenar una incontrolable cadena de sugestiones, según su sonoridad o su rareza. ¿Quizá Ayamir tiene nombre en este cuento porque, según la opinión de su padre, todas las cosas buenas deben llevar un nombre adecuado? En todo caso, parece muy tonto mencionar el nombre de un personaje que no pinta gran cosa en la historia; el hecho de haber revelado su nombre, ¿no obliga materialmente al relato a hacerle intervenir de un modo más decisivo? Por supuesto que sí. Eso es lo que veremos en el final de la historia.)</div>
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<br />La otra mitad del cuento</h3>
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Tal como asegura la leyenda —al menos su versión truncada, expuesta antes—, el juego logró disipar casi por completo la tristeza del buen rey, pero no fue por mucho tiempo. Porque ¿quién puede ser tan insensible e iluso como para creer que un simple juego de mesa, por delicioso, versátil e interesante que sea, podrá mitigar definitivamente la horrorosa sima de dolor que deja la muerte de un hijo?</div>
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Antes de que Lahur Sissa se despidiera de Yadava, ya sabemos lo inmediata y grandemente complacido y agradecido que quedó el rey, quien insistió en compensar a su angelical súbdito con las riquezas que le pidiese a cambio, sin fijar ningún límite a su generosidad. Tras insistir en esa compensación, que el sabio ni esperaba ni pedía, pues nada podía hacerle más dichoso que el haber logrado apagar el demoledor fuego de la tristeza de su rey, Sissa le volvió a sorprender temerariamente con una petición en apariencia inocente, que a punto estuvo de hacer que Yadava montase en cólera con más intensidad que cuando, al principio de su visita, aquél le confió el insufrible nombre del invento: «Matar al Rey». Todos saben en qué consistió la peregrina demanda del sabio: un grano de trigo por el primer escaque, dos por el segundo, cuatro por el tercero, <i>e così via</i>, en vertiginosa progresión geométrica, duplicando sucesivamente la cantidad de casilla en casilla hasta la sexagésima cuarta. La aritmética no era el fuerte del monarca, mucho más versado en filosofía política, que aún insistió sonriente en que su amigo pidiera algún tesoro más magnífico. Todos saben cómo acudieron al cabo de un buen rato, cariacontecidos y temblorosos, los contables de palacio, temblando de miedo y de vergüenza, para comunicar al ingenuo soberano, con sollozos y estupefacción, la astronómica cifra del conteo, y que ni sembrando y cosechando toda la superficie de cien mundos durante cien años lograrían reunir semejante cantidad monstruosa.</div>
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De lo que sucedió a continuación hay versiones enfrentadas. Según una de ellas, el humor de Yadava no bastó para que pudiese soportar el insulto, y en un arranque de ira hizo que degollasen allí mismo, en su soberana presencia, al pillo listillo y sabelotodo de Sissa. Bien se comprenderá que me resista a aceptar esta absurda versión, este aciago desenlace que no puedo considerar más que como una abyecta impostura urdida por esa raza de impíos republicanos cuya falta de templanza y vil corazón podrido les impide imaginar que pueda haber sobre la tierra un monarca justo. No niego yo que cualquier otro detestable rey real habría sido capaz de una vileza semejante, pero el reino de Yadava, ¿cómo lo diría?, <i>no es de este mundo</i>. Hay otra versión, también indudablemente apócrifa en mi modesta opinión, y de muy mal gusto por añadidura, según la cual el rey se vio forzado a abdicar, por motivo de honor caballeresco, ante la imposibilidad de cumplir su sagrada palabra, y acto seguido fue proclamado el sabio Lahur Sissa como nuevo rey indiscutible. El gusto nauseabundo de esta segunda versión es insoportable, toda vez que Sissa era un verdadero sabio que nada amaba más que su soledad y su independencia, por más que tampoco era un cínico ni un misántropo; a duras penas habría querido contarse ni entre los consejeros áulicos de Yadava; sentarse en el trono le habría sido más indeseable que compartir su vida en matrimonio; y no es que fuese misógino ni insensible a las delicias de la pasión amorosa, sino que no podía soportar que la compañía de un semejante, fuese varón o hembra, estuviese ordenada por el horario, el calendario y las mil absurdas minucias que componen lo que con cierta indulgencia llamamos «vida doméstica»; tal como él lo veía en los hogares de sus congéneres, eso era más bien un desvivir doméstico; sólo en el celibato hizo Sissa excepción a la imitación de su padre. Pero aun sin tener en cuenta el carácter de Sissa, habría sido absurdo e inconcebible que el motivo del tremebundo acto de una abdicación hubiese sido una irrelevante incompetencia en matemáticas. Por lo que sólo queda en pie la única verdadera y legítima versión: el rey comprendió enseguida que su buen amigo había querido gastarle una deliciosa broma, añadiendo a su regalo otra perla intelectual con la que reforzaba los motivos para olvidar las penas y contemplar las maravillas de lo infinito matemático.</div>
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Se abrazaron, pues, amo y siervo, y se despidieron con toda clase de sinceros cumplidos. El rey se aficionó al juego, y durante un mes no padeció ataques de melancolía. Pero ni el ajedrez, ni el chaturanga, ni las charadas, ni los crucigramas, ni la bebida, ni las bailarinas, ni el deporte… ni nada en el mundo puede subsanar para siempre, como conjeturó Sissa, el dolor inextinguible que deja la muerte de un muchacho. De manera que Yadava volvió a llorar, alternando la amargura por la muerte de Ayamir con los dulces recuerdos de la infancia de su hijo, cuando le enseñaba a distinguir los astros del nocturno firmamento, o lo llevaba de caza, o le leía cuentos antes de ir a dormir, o se bañaban juntos en el dorado estanque del florido pensil de oriente…</div>
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Hasta que un día, tras varias semanas en que el rey había perdido por completo el apetito, el placer de la conversación y hasta el impulso erótico, volvió a presentarse Lahur Sissa en el palacio, visiblemente excitado. Los sirvientes, que desde hacía muchos días no tenían mayor preocupación que la salud de su rey, no le hicieron esperar ni un minuto, y sin apenas avisar a su soberano, le introdujeron casi a empujones en la regia alcoba, sin llamar siquiera a las puertas ni conceder al desgraciado monarca la oportunidad de secar sus lágrimas y recomponer su lastimoso semblante. Sabían que su señor no se hallaba en condiciones de reprocharles esa descortesía, y temían demorar un solo instante lo que, según los miríficos efectos de la primera visita de Sissa, prometía lograr esta otra, pues ni médicos, ni astrólogos, ni bailarinas, ni músicos, ni cocineros, ni sacerdotes, ni nadie en la corte había podido hacer menguar ni un átomo la intensidad de la desesperación de Yadava.</div>
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Los dos amigos volvieron a abrazarse, y el súbdito compartió un instante sus lágrimas con su rey. Se serenaron y se sentaron. El sabio empezó a componer nerviosamente las piezas en el tablero, mientras entrecortadamente le explicaba:</div>
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—¡Oh, mi rey! Ha sucedido algo maravilloso, un hallazgo afortunado que algún ángel me ha insinuado mientras me hallaba absorto en una partida de nuestro juego en que a solas competía conmigo mismo. Veréis… Yo iba desplegando una tras otra las piezas sobre el tablero, ensayando una estrategia difícil de las negras que jamás antes se me había ocurrido. Duraba la partida ya varias horas, desde el amanecer, y tan compleja se volvía que hasta me olvidé de almorzar, hasta que… ¡oh, cielos!, me quedé de pronto paralizado por la emoción, el aire me faltaba, no daba crédito a mis ojos… ¡Observad! —dijo mostrando al rey el tablero tal como en él había compuesto las figuras—. ¿No es asombroso? A esta disposición habían llegado las piezas que aún quedan en pie.</div>
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El rey observó los escaques y sus ojos y su boca se abrieron en una expresión de indescriptible estupor:</div>
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—¡Oh, querido Sissa, sí que es extraordinario! ¡Por los príncipes de Serendip!, tampoco yo puedo contener mi emoción…</div>
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—Así es, mi rey, ¡así es como exactamente estaban dispuestos sobre el campo de batalla vuestro ejército y el enemigo en el infausto día y hora en que murió vuestro angelical Ayamir! Este caballo blanco —dijo señalando la figura de ese nombre— es el hermoso corcel que él montaba durante la batalla, dirigiendo el flanco occidental de vuestras tropas. Aquí está —añadió, señalando la torre blanca— el único de los bastiones que aún quedaban en pie en aquella terrible hora… Y aquí —dijo señalando los dos alfiles blancos— los dos capitanes que, acosados por todos los flancos, se habían vuelto completamente inútiles para el ataque, y que nada podían hacer por proteger al rey, ni aun inmolándose al enemigo. —Sissa siguió explicando la disposición, con una excitación creciente y ante el asombro de los curiosos criados, cuya preocupación les hizo olvidar todo decoro y permanecieron en la cámara, sin que el rey se inquietase mucho ni poco de su insolente presencia. Siguió, pues, el sabio señalando el resto de las figuras, incluyendo las piezas del ejército negro, que ocupaban el tablero con su implacable dominio, amenazando con una fácil e inexorable victoria, cosa que, como sabemos, no ocurrió en la batalla real que libraron las tropas de Yadava, y en que finalmente lograron abatir por completo al enemigo, que capituló al final de aquella triste jornada, aunque, como la lechuza de Minerva, demasiado tarde.</div>
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Por fin serenados de la intensa y ya insoportable conmoción evocada por aquel cruel remedo de unos hechos tan amargamente recordados, Sissa continuó:</div>
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—Pues bien, mi señor. Llegados a esta posición, pasé el resto de la tarde investigando el modo de recuperar el control del juego frente a la implacable estrategia que acababa de ensayar en el bando negro. Y por más combinaciones que probaba no hallaba manera de ganar la partida si no es sacrificando el caballo blanco… Y creo yo, ¡que los cielos me dejen ciego, sordo y mudo si me engaño!, que vuestro hijo Ayamir, que era un joven valeroso e inteligente, al que vos mismo pusisteis al mando de medio ejército, porque aventajaba en sagacidad y arrojo a todos vuestros generales, y que os amaba y os idolatraba como jamás en la tierra ningún hijo reverenció y amó a un padre, vuestro valiente y sabio hijo, digo, comprendió inmediatamente la situación, y sin vacilar, desobedeciéndoos por primera y única vez en su corta pero gloriosa vida, se lanzó ton toda su furia y los vestigios de su deshecho batallón contra los bien pertrechados escuadrones del enemigo, que fue así obligado a abandonar sus confiadas posiciones, y desbaratando con ese heroico sacrificio toda la férrea y bien trabada trama de movimientos en que había basado su estrategia, y haciéndole caer ante la ya imparable contraofensiva de vuestros capitanes…</div>
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Sissa movió sucesivamente las piezas de uno y otro bando: el caballo blanco, la dama negra, el alfil blanco, la torre negra, el peón de alfil blanco…</div>
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—<i>Muerte al rey negro</i> en tres movimientos.</div>
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<h3>
<br />Epílogo</h3>
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Traiciono a mi instinto y a mi corazón al cometer el sacrilegio de añadir una sola palabra. ¿No está ya todo dicho? Lo está, si de lo que se trataba era de contar un breve cuento. Como tal, sería de muy mal gusto añadir ni una sola letra al sagrado silencio que se hizo en la alcoba de Yadava. Y si uno no puede mejorar el silencio, lo que debe hacer es callarse la boca… o rememorar calladamente los inmortales versos de Gardel: «Silencio en la noche,/ ya todo está en calma,/ el músculo duerme,/ la ambición descansa.»</div>
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Pero yo no soy cuentista ni por vocación ni por afición. Lo que a mí me gusta es el discurso interminable, y el irme por las ramas, y el apostillar para provocar un siempre renovado e interminable diálogo, aunque sea «interior».</div>
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Que cada cual extraiga su moraleja. A mí me gusta la más vulgar de todas, a saber: que el rey Yadava por fin pudo dar término a su mórbida melancolía, porque esta revelación cuasimatemática de la necesidad del sacrificio de su hijo, puesto que no se podía deshacer lo andado hasta el fatídico momento de esa inmolación, esta demostración «racional», o pseudo-racional, o verdaderamente <i>poética</i>, que «da sentido» a la muerte de Ayamir (¿qué sentido?, ¿el sentido del sinsentido?, ¿la razón de la sinrazón?), podía apaciguar su angustia, santificar su humana resignación. Caben otras mil distintas conclusiones. Que cada quien saque la suya.</div>
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Repetiré una vez más uno de mis lemas preferidos: el arte es «bueno para pensar». Y no hay que excluir las extravagancias y desvaríos de la imaginación. Vuelvo a la defensa de las paradojas. Puede que la mayoría de los que se aficionan a los acertijos grotescos y desconcertantes no sean más que ociosos puerilizados y frívolos. Pero a veces son también hombres del más acendrado valor moral e intelectual, que con sus chocantes ocurrencias empujan en una saludable y constructiva dirección racional. Los poetas, decía Aníbal Ponce, también ayudan al universo a realizar sus fines.</div>
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Mi simpatía por los presocráticos, y en especial por algunos sofistas, es un rasgo temperamental ingénito. No siempre lo hago, pero me encanta darle vueltas a un asunto, irme por las ramas, deshilvanar, desmenuzar y traer a colación los aspectos menos coherentes de cualquier experiencia, y acabar dejándolo todo «lo suficientemente confuso». Lo suficientemente ¿para qué? Para seguir pensando.</div>
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A veces hacemos cosas, o dejamos de hacerlas, porque nos conducimos como si no hubiésemos de morir jamás, cosa que aconsejaba Pascal; y a veces, por el contrario, hacemos cosas, o dejamos de hacerlas, como si sólo nos quedaran ocho días de vida, cosa que aconsejaba Vauvenargues. Yo no sé a cuál de ambas motivaciones inconscientes obedece que haya decidido poner por escrito todo lo que aquí he explicado. Puede que entre las razones menores se cuente aquello de Cayo Tito al senado romano: <i>verba volant, scripta manet</i>.</div>
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Como yo mismo no soy capaz de llevar a un límite, a una conclusión inconmovible los pensamientos que generan en mi alma muchas ocurrencias literarias y toda clase de cuentos sin moraleja explícita, voy a dejar sin «analizar» las sugestiones encerradas en el cuento que os he contado, porque estoy seguro de que son lo suficientemente intrigantes, más que una película de Hitchcock, como para provocaros el mismo aluvión de pensamientos encadenados y <i>sin fin</i>.<br />
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Constelaciónhttp://www.blogger.com/profile/07698794212069170490noreply@blogger.com15tag:blogger.com,1999:blog-8578161740634862640.post-89068078112929618922013-03-12T13:01:00.000+01:002013-03-13T11:10:37.013+01:00De la inteligencia (1)<span style="font-size: 18pt; font-variant: small-caps;">Alberto Luque</span><br />
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Oímos y leemos muy a menudo que Twitter, o la televisión, o los videojuegos, &c. nos «entontecen». Aunque posiblemente nos sentimos inclinados a compartir semejante juicio al 90%, a veces no podemos evitar la natural reacción que consiste en preguntarnos si quien dice tales cosas no es él mismo un tonto del culo. Como mínimo deberíamos preguntarnos si, al hablar de la inteligencia y la estupidez, estamos seguros de comprender del mismo modo y claramente lo que esos conceptos significan. La mayoría de las personas conciben la inteligencia, más o menos vagamente, como un conjunto muy amplio y casi indefinido de habilidades cognitivas y psicomotrices, y esto es como si en realidad tuviésemos que usar un plural, y hablar de muchos tipos de inteligencia. Pero esto supone desestimar lo más genuino de este concepto, que es la capacidad de <i>comprender</i>, y que por tanto encierra todo su contenido en el <i>saber</i> —que tampoco es, de entrada, un concepto diáfano ni simple.<br />
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Sobre la inteligencia han dicho muchas cosas los filósofos que desde la Antigüedad la han ejercitado. Pero es chocante la lectura de artículos y ensayos de los psicólogos modernos sobre el tema. Esto se debe sin duda a la extrema vulgarización de la psicología, que se ha convertido en un 90% de charlatanería (uno encuentra mucha más precisión, exactitud y dilucidación en el <i>Tratado de las pasiones</i> de Santo Tomás que en los absurdos discursos de un Goleman, por ejemplo). Hay quien, como el delirante Maeterlinck, ha escrito hasta sobre la inteligencia de las flores y de los termes; pero también los entomólogos han estudiado seriamente la de esos bichitos invertebrados (aún recuerdo el fascinador efecto que me produjo, siendo un adolescente, la lectura de un artículo científico sobre la memoria de la drosófila: Yadin Dudai, «La inteligencia de la mosca», en <i>Mundo Científico</i>, núm. 2 [abril de 1981], pp. 120-130). Más atrevido aún, Konrad Lorenz se refería así al <i>conocimiento</i> como un atributo inherente a todo ser vivo, incluso un paramecio, animáculo cuya «primitiva reacción evasiva» cuando se enfrenta a un obstáculo implica ya el aprendizaje y la memoria: «primero retrocede un pequeño trecho y luego sigue nadando hacia delante en otra dirección elegida al azar, es decir <i>sabe</i> —en sentido literal— algo “objetivo” sobre el mundo exterior». Lo que el paramecio sabe tras esta sencilla experiencia es que «la marcha en línea recta ya no es posible» (y esta caracterización negativa del saber es muy atinada y muy interesante: el verdadero conocimiento consiste en general en saber lo que es imposible); en comparación con la típica contumacia de los hombres, por cuya persistencia es imposible progresar ni un milímetro, y así el mundo es el mismo basural cada mañana, la inteligencia del paramecio merece un monumento. Bromas aparte, admitiremos que la capacidad de corregir la conducta es parte de la inteligencia, y que el hombre, cuando se topa con un obstáculo, no busca un nuevo camino al azar, sino en virtud de una complejísima acumulación de experiencia. </div>
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Ese concepto tan lato del conocimiento y de la inteligencia es sin duda verídico, pero entraña un alejamiento del concepto común de la inteligencia humana que puede conducir a relativismos absurdos. Está claro que, desde ese punto de vista darvinista, todos los hombres —y todas las bestias— son de algún modo inteligentes; pero este concepto extenso de la inteligencia no nos permite comprender qué significado tiene la imbecilidad entre los hombres. Aunque sea innegable, por ejemplo, que los más tontos son los más listos para la vida vulgar, eso no nos autoriza a diluir en la nada el concepto de inteligencia, y su contrario, el de estupidez; simplemente nos advierte de los límites contextuales. Decir que es inteligente todo cuanto hacen los hombres —como si esto fuese la misma <i>definición</i> de lo humano, y entonces necesariamente todo lo humano es inteligente por definición— puede sonar a falacia naturalista, e incluso a algo peor. Como cuando los estoicos aseguraban que todo el universo es hermoso, y que incluso lo son sus partes, pues hasta cuando alguna de éstas es fea o repulsiva, sirve para destacar, por contraste, la belleza (<i>symmetria</i>) del conjunto. El carácter <i>inteligente</i> de todo lo humano es un atributo que sólo tiene sentido como definición que lo contradistingue de lo animal, o de lo vegetal…</div>
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Decirle públicamente a Fulano que es un imbécil, «piénseselo en su casa» a Mengano en otra ocasión, demostrar un teorema matemático infecundo que se resistió durante siglos, ignorar los consejos de una vieja, decidir el momento justo de una rebelión, dedicar miles de horas a aprender a tocar el arpa, saber infundir miedo en un niño, saber infundirle coraje al día siguiente, dejarse seducir, fingir que no se ha oído lo que se ha oído… de un sinfín de conductas como éstas tiene sentido decir que son o no son inteligentes, según cada circunstancia, lo que da cuenta de la tremenda polisemia del concepto. Pero también puede carecer de sentido la categoría de inteligencia aplicada a muchas de esas mismas circunstancias: uno puede hablar o callar, acudir o no acudir a una cita, ver una película o darse un baño… sin que intervenga para nada en esas decisiones la inteligencia. No admitirlo equivaldría a considerar que todos y cada uno de nuestros actos están dictados por un cálculo racional; equivaldría a creer que la categoría de lo inteligente lo abarca todo, incluso lo casual, o lo fisiológico; equivaldría, en suma, a la disolución de la categoría de la inteligencia en un concepto vacío, puesto que podría predicarse de cualquier cosa; y si no existiera lo «no inteligente» —no en el sentido de ser estúpido, sino de ser ajeno a la comprensión racional, de pertenecer a otro orden de cosas—, entonces podríamos prescindir completamente de la palabra. Es por abuso de lenguaje que a veces decimos que algo es inteligente o estúpido, cuando es sencillamente otra cosa: bueno o perjudicial, hermoso o feo, placentero o dañino, oportuno o inoportuno, regular o extraordinario, deseable o indeseable, esperado o sorprendente, afable u hostil…</div>
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Sólo por abuso de lenguaje llamamos inteligente a una conducta que logra eficazmente y con frecuencia «salirse con la suya», obtener eficientemente algún tipo de ventaja, del tipo que sea. (Practicar la mala fe «deliberadamente, porque se la cree eficaz», es, por cierto, uno de los sofismas que tuvo en cuenta Schopenhauer en su célebre <i>Erística</i>.) Pero esta listura práctica va comúnmente asociada a una completa imbecilidad, en el sentido de que no encierra ninguna verdadera comprensión o saber. Según ese concepto pragmático de lo inteligente, serían más sabios todos los tiranos, listillos y delincuentes que logran vivir mejor que los demás a costa de los demás, sin necesidad de saber latín, ni matemáticas, ni historia ni filosofía alguna. Por esta vía de la amplificación, el concepto de inteligencia se vuelve absurdo y sofístico. Es lo que Schopenhauer caracterizó como la falacia «por extensión» del sentido, semejante a las falacias opuestas «por restricción», o en general por desplazamiento (como cuando se confunde el honor o el prestigio con el honor caballeresco, según un ejemplo de Schopenhauer).</div>
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Pero incluso cuando nos resignamos a tratar exclusivamente el componente propiamente cognitivo de la inteligencia, podemos caer en reduccionismos aún perores que aquella indeterminable ampliación. Por ejemplo, se puede llegar a confundir la inteligencia matemática con la capacidad de cómputo, o reducirla al dominio aritmético. Un tonto célebre, Kim Peek —en el que se inspira el personaje Raymond Babbitt, interpretado por Dustin Hoffman en <i>Rain Man</i> (Barry Levinson, 1988)—, se ha convertido en fascinadora y falsa imagen de la inteligencia pura. Peek sólo poseía una prodigiosa memoria —lo que indudablemente es un importante componente de la inteligencia, pero por sí sola, en ausencia de una capacidad dialéctica, o mejor, de una capacidad para resolver problemas, puede llegar a ser una simple anomalía mental, e incluso un inequívoco índice de idiocia. (El caso literario más notable que describe la desmesura de una facultad intelectual como la memoria asociada a la perfecta incapacidad para comprender es el del relato de Borges «Funes el memorioso».) Con toda razón se quejaba Peter Hilton de la insufrible e ignorante concepción popular que ve en la capacidad de cómputo el componente genuino de la inteligencia matemática [Peter Hilton, «The mathematical component of a good education», en <i>Miscellanea mathematica</i>, Berlín, Springer, pp. 145-154]. (El único caso de «savants» que ha podido levantar la sospecha de que poseían algún mecanismo realmente interesante y desconocido es el de unos gemelos autistas que se comunicaban mutuamente intercambiándose números primos de seis cifras; lo explicaba Oliver Sacks en <i>El hombre que confundió a su mujer con un sombrero</i>; el reconocimiento inmediato de números primos es algo que desafía a cualquier fórmula o teoría hasta ahora conocidas.) A decir verdad, la mayoría de los matemáticos cometen errores al sumar. Confundir la inteligencia matemática con la capacidad aritmética es peor que confundir la arquitectura con la albañilería; aunque en cierto modo pueda muchas veces defenderse que un arquitecto no es sino un albañil que sabe latín, esto sólo apunta al hecho de que difícilmente un saber puede ser fecundo y correcto si no se asocia al trabajo y a la práctica, pero la idea es errónea si insinúa que el simple «saber práctico» puede constituir por sí sólo una verdadera inteligencia, que requiere el ejercicio de la abstracción, la comparación, la categorización, la clasificación, &c.</div>
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Me pregunto si puede haber cosa más estúpida que hablar de la inteligencia, o al menos hablar de ella de un cierto modo, a saber: creyendo que se sabe inequívocamente lo que es. Otra cosa, más prudente, es tratar de lo que se entiende por inteligencia.</div>
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A veces, incluso los juegos lingüísticos y las paradojas nos pueden enseñar a sopesar la complejidad de lo que consideramos racional o inteligente. <span style="text-indent: 18pt;">Piénsese en este imaginario diálogo —que tiene algo entre juego tonto y sofisticación intelectual:</span></div>
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—¿Qué es eso?</div>
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—Un caballo.</div>
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—No, porque «un caballo» es un sintagma nominal, y <i>eso</i> no es un sintagma nominal, sino un caballo.</div>
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—Entonces ¿«un caballo» no es la respuesta correcta a la pregunta «qué es eso», sino a la pregunta «cómo se llama a eso en español»?</div>
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—Algo así.</div>
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O piénsese mejor en este otro interesante caso:</div>
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—Si alguien cree que la capital de España es París, sin duda es ignorante, porque París es la capital de Francia, pero ¿significa eso que tal individuo cree que la capital de Francia es la capital de España?</div>
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O en este otro: «¿Estás a favor o en contra?», pregunta un entrevistador, y el entrevistado contesta «Sí». Pese a lo perplejo que queda aquél, que incluso se va con la impresión de que su interlocutor es tonto de remate, resulta que la respuesta de éste era absolutamente lógica: sólo se puede estar a favor o en contra, según el principio del tercio excluido. En un juicio se produjo una carcajada del público cuando el abogado preguntó al testigo: «A qué distancia se hallaban ambos coches en el momento del impacto?» Sin embargo el testigo no tuvo ninguna dificultad en responder: «A unos 20 m.» ¿Cómo era posible que la interpretación espontánea del público fuese tan absurda como para creer que el abogado podía preguntar por la distancia «entre ambos coches», y no la de éstos al testigo?</div>
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Cosas aún más grotescas ocurren al tratar a lo tonto de la inteligencia, por su polisemia, y casi por su irremediable indefinición, o definición irremediablemente insegura o incompleta.</div>
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Cualquier estudio sobre la inteligencia tiene de entrada algo de inevitablemente irónico, porque él mismos ha de ser una expresión de la propia, mucha o poca, del estudioso. Atribuimos un grado máximo de inteligencia a los matemáticos que resuelven problemas difíciles, a los científicos que descubren leyes, a los compositores, a los jugadores de ajedrez, a los niños que sacan buenas notas en los exámenes… Pero queda siempre una seria duda acerca de si sabemos en qué consiste, en cada caso y en general, eso que llamamos inteligencia. Porque desde un punto de vista muy abstracto, como ya he indicado, se puede hablar hasta de la inteligencia de los insectos —y no sólo como lo hizo el místico Maeterlinck, sino como lo hacen los entomólogos—, e incluso de la inteligencia de una ameba. Pero entonces el de «inteligencia» es casi un concepto vacío, pues no habrá ser animado que carezca de ella; designaría casi justamente esa distinción de lo animado, lo vivo, frente a la naturaleza inorgánica; y añadiría la característica especial de no ser «mecánica», sino evolucionar, capacitando para responder de manera distinta a situaciones similares en ocasiones distintas, en fin, aprender, modificar la conducta, &c. Desde un punto de vista menos abstracto, pero todavía muy general, la inteligencia sería un conjunto de facultades compartidas por el hombre con un amplio conjunto de animales superiores (básicamente los mamíferos, y algunas aves), que indicaría una intensificación de las facultades adaptativas, de manera que la inteligencia humana sólo se distinguiría en grado, cuantitativamente, no cualitativamente. Todavía desde un punto de vista que restrinja el concepto de inteligencia a la conducta humana seguiría siendo tan general que simplemente serviría para contradistinguirlo como <i>animal racional</i> del resto de las especies, pero que no serviría para enjuiciar lo que damos a entender cuando nos referimos a la inteligencia de los filósofos, los matemáticos, los inventores, &c. Y en fin, desde el punto de vista mucho más concreto en el que la inteligencia se convierte en una facultad que distingue a unos hombres de otros, los psicólogos nos conducen hacia una curiosa ficción según la cual la inteligencia es casi una propiedad sensible, con peso, figura y proporciones precisas, de manera que hasta puede medirse mediante el artificio de unos tests especialmente diseñados para determinar lo que llaman <i>cociente intelectual</i> de cada individuo.</div>
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Por lo que ya he advertido a medias, debería parecer grotesco que yo mismo propusiera una reflexión sobre la inteligencia, porque esa misma reflexión sería un ejercicio de la nuestra propia, y quizá nos estaríamos engañando sobre nuestra capacidad de comprender. Pero lo que pretendo no es tan pedante como pudiera parecer a primera vista. Para empezar, porque rechazo el singular: no existe en mi opinión una clase de inteligencia, sino muchas. Más aún, es casi <i>por definición</i> inteligente todo cuanto hace o piensa un hombre cualquiera. La inteligencia es memoria, habilidad psicomotriz, capacidad de observación, lógica, fantasía, sensibilidad y delicadeza, imaginación, prudencia, gusto… Es todo cuanto nos permite elaborar y sentir, individual y colectivamente, nuestro sistema nervioso. También el mito y la superstición son formas de inteligencia, que sólo se vuelven su contrario dialéctico una vez superado un determinado estadio cultural. Aun así, queda como inteligencia la facultad de modificar el propio pensamiento: un individuo supersticioso, o inhábil, o inculto, no lo <i>es</i>, sino que más bien <i>está</i> en ese estadio, y su inteligencia sigue siendo su potencia, su facultad de aprender. Sin necesidad de llegar a la exageración de un Jacotot, me parece sensato conjeturar que cualquier persona es capaz de aprender, de modificar eficazmente sus estrategias mentales. </div>
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Mi concepto de la inteligencia, desde la adolescencia, se ha visto siempre comprometido con una gran contradicción, que soy incapaz de resolver: por un lado, es muy frecuente que yo considere que en general los hombres son estúpidos y no inteligentes; se dirá que éste es un tipo de lamentación, de pesimismo, común, y que deriva de exagerar las experiencias grotescas o extravagantes; se dirá además que para sentir esa decepción hace falta una buena dosis de vanidad, pues está claro que uno mismo, el que emite tal juicio, se excluye del grupo de los imbéciles; y esto es también algo curioso, porque yo creo que hay muchos imbéciles que juzgan a la humanidad entera en los mismos términos literales, diciendo que los demás son tontos. A menos que recurriéramos provisionalmente a uno de esos test para asegurarnos del CI del que habla así, no tendríamos ninguna prueba segura de que razonar de ese modo es inteligente —ni tampoco de que sea estúpido. Nadie puede dudar de la gran inteligencia de un Russell, por ejemplo, que expresó ese juicio de un modo bastante intemperante, al decir que había viajado por tres continentes sin hallar jamás prueba alguna de esa extendida creencia en que el hombre es un ser racional. Supongo que desistió de buscarla en los otros dos continentes. Luego se entera uno de que hay científicos que consagran todas sus energías a buscar pruebas de vida inteligente fuera del planeta, señal de que también ellos han renunciado a encontrar vida inteligente dentro del planeta.</div>
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Pero por otro lado —y aquí está mi tremenda contradicción—, siempre me he inclinado —no muy reflexivamente, lo reconozco— a pensar que todo el mundo es inteligente, muy inteligente, en el sentido de que <i>cualquiera</i> podría llegar a aprender —y comprender— cualquier cosa, a dominar las más intrincadas técnicas, a resolver los enigmas más indescifrables: a tocar virtuosísticamente el piano, jugar al ajedrez como un campeón nacional, resolver los problemas matemáticos más difíciles, componer las más perfectas poesías, dibujar y pintar como los grandes maestros, hablar docenas de idiomas, &c., &c. Esto es lo que podríamos llamar jacototismo. No es mi intención aportar aquí y ahora razones para avalar esta convicción; me limitaré a mencionar un solo caso en su apoyo: muchos estudiantes de matemáticas —y también de otras disciplinas complejas y abstractas— han comprobado cómo, habiéndose aprendido de memoria demostraciones y técnicas que no comprendían, llegaba un momento en que sí las comprendían, y podían a partir de entonces prescindir de la memoria mecánica. Pero lo que quiero traer aquí a colación es el modo en que el tópico de la inteligencia se incardina en la falsa conciencia social.</div>
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Se supone que existe una preocupación a la vez científica y social por procurar una formación universal lo más eficaz posible, de manera que haga a todos los hombres, cuando aún son niños, más inteligentes. Pero no se pretende, por ejemplo, que las metas a que haya de dirigirse ese deseable aumento de inteligencia consistan en, por ejemplo, cambiar la base del mundo, y sustituir una sociedad clasista por otra igualitaria. Se supone que el estímulo intelectual debe ser algo así como una ventaja individual que no afecte al orden social. Pero la primera dificultad a que se enfrenta el estudio de la inteligencia es justamente la división de la sociedad en clases. Esto puede observarse incluso en el restringido aspecto de la medida del cociente intelectual mediante tests.</div>
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Los tests de inteligencia fueron rotundamente desacreditados en la década de 1930, sobre todo en la Unión Soviética, donde se llegaron a prohibir al constatarse que objetivamente sancionaban una desigualdad intolerable, e indudablemente engañosa y mistificadora: por ejemplo, los niños de zonas rurales obtenían resultados inferiores a los de zonas urbanas. Resultó claro para muchos antropólogos y psicólogos que esos tests no medían «la inteligencia», sino un determinado tipo de adaptación cultural. [Cf. Assomption Vloebergh, «Medida de la inteligencia: El debate vuelve a la actualidad», en <i>Mundo Científico</i>, núm. 6 (septiembre de 1981), pp. 604 y s.] Las tremendas diferencias sociales (económicas) que caracterizan el capitalismo no son algo muy distinto de la estratificación en anteriores sistemas clasistas. Pero mientras que la desigualdad se explicaba antes en virtud de la tradición, de la voluntad divina, de los méritos intrínsecos de la estirpe o de cualquier otra peregrina razón, en el capitalismo se naturaliza esa estratificación con el argumento del mérito indiviual, dada la jurídica igualdad de oportunidades que más o menos hipócritamente se considera garantizada. Y entonces también se incluye la inteligencia como razón natural de la estratificación socioeconómica. Evidentemente, se trata de un sofisma: (1) porque es notorio que entre los individuos más inteligentes los hay pobres y los hay ricos, así como entre los más lerdos, y (2) que una sociedad tolere la desigualdad económica sin límites o por el contrario imponga un determinado grado de igualitarismo o comunismo no altera las diferencias intelectuales individuales. Podemos imaginar un tipo de sociedad que otorgue a sus individuos intelectualmente más sobresalientes toda clase de honores y distinciones, sin incluir entre éstas una mayor riqueza. Dado que ya vivimos en una sociedad clasista, resulta inevitable que se justifique tal orden, más o menos convencional y variable, mediante razones que sean lo menos contestables posible. Pero ninguna razón es incontestable, porque la decisión de imponer límites a la riqueza y el poder individuales, o por el contrario garantizar la perpetuación de las diferencias ya existentes, no tiene fundamento ni en la naturaleza, ni en la fisiología, ni en la psicología, sino sólo en el grado de desarrollo de la lucha de clases. Involucrar a la inteligencia entre las «razones» de la desigualdad social no se distingue de cualquier otro sofisma clásico, como el de revestir a los ricos de honorabilidad, grandeza, moralidad, &c. Stephan L. Chorover dedicó un minucioso y profundo análisis al uso ideológico del cociente intelectual como garantía de la discriminación social [<i>Del Génesis al genocidio: La sociobiología en cuestión</i> (1979), Barcelona, Blume, 1982].</div>
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La educación consiste tanto en enseñar como en medir los resultados de la enseñanza, mediante exámenes o tests. El fin principal de esta medición debe ser el de proporcionar pistas para el perfeccionamiento pedagógico, pero es también una forma de seleccionar a los más adelantados para tareas competitivas. Y en una sociedad tan excesivamente individualista como la nuestra, esta selección entra en contradicción muchas veces con aquel propósito de mejoría colectiva. Se exagera entonces el valor de la selección individual, como si fuese ésta la función más importante, y eso sólo puede servir para reforzar la desigualdad social. Es como tomar el resultado del test por la prueba definitiva de un mérito intrínseco, del descubrimiento de unas facultades distintivas —que se usará falazmente en apoyo de las desigualdades sociales—, en lugar de una prueba para el perfeccionamiento de la instrucción. Pero incluso cuando este propósito se olvida, el test es engañoso como prueba de lo que se pretende, de la inteligencia personal como rasgo definitorio y permanente, porque uno puede quedarse bloqueado en el momento en que realiza el test. Si se pide al sujeto que nombre todos los animales que se le ocurran durante un minuto, podría responder: «Tábano, tijereta, pulga, santateresa, gorgojo, lagarta, mariposa, polilla, cucaracha, abeja, abejorro, avispa, grillo, libélula, chinche, escarabajo, antíope, escorpión, garapito, cigarra, saltamontes, pulgón, ortiguera…» Probablemente se trataría de un entomólogo que podría seguir durante horas. Pero alguien a quien no interese mucho la historia natural, y a quien ni siquiera le guste visitar el zoológico de vez en cuando, puede que contestase con mucha más lentitud, y que al cabo de una docena de nombres le resultase difícil convocar a más seres a su memoria: «elefante, perro, gato, lobo, jirafa, león, tigre, elefante (no, ése ya lo he dicho)… humm… cocodrilo… gaviota, águila, gallina… humm… mosca, mosquito, serpiente…»</div>
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Así, lo que mide un examen común en la escuela o en la facultad sólo es lo que el examinando es capaz de responder en las condiciones de nerviosismo en que se encuentre —que puede ser menos de lo que realmente conoce—; más aún, incluso cuando responde todo cuanto sabe, eso es lo que sabe en ese momento, y nada nos dice de la posibilidad de que dos semanas después sepa más que el examinador, o bien siga ignorando lo que ya ignoraba entonces.</div>
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El <i>mastermind</i> es un delicioso juego que ha sido eficazmente usado para observar las estrategias deductivas de los niños. Los hay capaces de obtener el resultado correcto en el mínimo posible de jugadas, usando el máximo de una potencia de cálculo y de combinación lógica. Otros, menos calculadores pero sorprendentemente avispados, siguen el siguiente método bruto: colocan una sola cifra (o color) repetida en cada jugada, y averiguan así si tal cifra forma o no parte del número a adivinar; aunque en general esta estrategia requiere más jugadas, resulta sorprendente su eficacia, y sobre todo la productiva ratio resultado/esfuerzo. Se parece al chiste sobre el bolígrafo y el astronauta: al darse cuenta de que la tinta no se deslizaba en estado de ingravidez, los ingenieros de una agencia espacial invierten millones en una tecnología que permite a un bolígrafo escribir correctamente en el espacio, mientras que los de otra agencia espacial se limitan sencillamente a sustituir el bolígrafo por un lápiz. Es un buen ejemplo de estrategia resolutiva e inteligente que no llega a la grosería del «cortar por lo sano», como Alejandro con el nudo gordiano. Esa estrategia usada por niños poco calculadores revela inequívocamente una claridad de comprensión del problema, que podría ser injustamente despreciada por alguien que sólo valorase la optimación o economía del procedimiento.</div>
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Algunos se han burlado de las críticas sociológicas a la medición del CI, sosteniendo que se trata de un anatema ideológico —por ejemplo, de los marxistas soviéticos. Frente a tales críticas, se sostiene que las pruebas psicométricas proporcionan medidas objetivas e individuales, independientes de todo factor social o cultural. Pero esto, que no es del todo una falsedad ni un error, peca sin embargo de una parcialidad o reduccionismo absurdo y peligroso. Wilhelm Wundt, el fundador de la psicología experimental, e iniciador de la psicometría, pensaba por ejemplo que un test tan simple como el de la capacidad de retención de cifras en la memoria inmediata representa una medida justa de las diferencias de inteligencia entre los individuos. Ni siquiera reparó en el hecho, del que muy a menudo presumen los matemáticos, de que la potencia de cálculo aritmético es muy conspicua en algunos idiotas (tipo «Rain Man»), mientras que muchos grandes matemáticos se equivocan al sumar.</div>
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El clásico error de Wundt se reproduce en nuestros días de una forma aún más grotesca. Se dice, por ejemplo, que los videojuegos estimulan la inteligencia, queriendo decir sólo que vuelven a los niños más hábiles en el manejo repentino de una miríada de estímulos fugaces. Pero en mi opinión hoy, como en tiempos de Wundt y como en cualquier otra época, la inteligencia sigue siendo <i>todo lo contrario</i> de esa presteza, de ese nerviosismo de jugador de pimpón ante los saques y respuestas veloces. La inteligencia es sin duda un nerviosismo, una tensión caviladora, pero no un nerviosismo fisiológico, sino un ejercicio que requiere tanto sosiego como concentración. No se trata de saber algo una hora antes, sino de saberlo mejor. El individuo inteligente es tardo y reflexivo, como el teniente Colombo; en relación a los patrones de reacción inmediata y refleja, el individuo inteligente parece un tonto. La rapidez no es una buena virtud siempre, porque puede ser síntoma de versatilidad e incapacidad de retención y de reflexión. El historiador Henry Stuart Hughes llegó a creer que se producen sensibles cambios antropológicos en tiempo histórico, que, por ejemplo, los hombres eran más bajitos en la Edad Media —de lo que serían prueba, según él, las dimensiones de las armaduras conservadas—, o que los grandes humanistas del Renacimiento tenían dificultades para leer, y posiblemente lo hacían moviendo los labios —como hoy se considera típico de retrasados—, porque las suya era una cultura más oral que textual, etc. (Cf. Henry Stuart Hughes, «Historia, humanidades y cambio antropológico», cap. <span style="font-variant: small-caps;">ii</span> de <i>La historia como arte y como ciencia</i> [1964], Madrid, Aguilar, 1967, pp. 33-54; por cierto, hay un breve pero interesante artículo de Oriol Murall sobre la oralidad como base de la educación medieval, en el blog «Sàpiens», <a href="http://blogs.sapiens.cat/medievalistesenbloc/2013/03/12/lo-seny-de-l%E2%80%99oir/">«Lo seny de l’oir: Educar en veu alta és patrimoni medieval»</a>.) En mi opinión, estas observaciones son fantasiosas y absurdas, pero han sido alimentadas, ingenuamente, por una cultura ultratecnológica que se deja fascinar por la velocidad y la volatilidad. Esto ha afectado incluso al gusto —o más bien, al deterioro del gusto—, y así las artes visuales nos han obligado a sustituir la reflexión y la contemplación dilatada en que consistía antiguamente la experiencia estética, por una saturación indiferente de estímulos dispersos, fortuitos e invertebrados. Incluso en un arte tan funcionalmente supeditado a lo verbal como el cine se disipa sensiblemente el diálogo, se desvanece el guión (si uno contempla una película casi elegida al azar de los años 40 ó 50 del siglo pasado, se quedará sorprendido de que con la décima parte de su guión —que en términos de los parámetros actuales podrá ser juzgado como un derroche de ingenio y de elocuencia— se podrían montar una docena de películas para el consumo actual). Y no es sólo la palabra, el arte de la conversación (lo que Aristóteles llama el <i>pensamiento</i> en la tragedia) lo que desaparece o se debilita hasta lo infrahumano; también se disipa el espectáculo visual, fragmentado hasta la náusea en secuencias fugaces que un cerebro acostumbrado reconstruye, pero para darse cuenta —o no darse cuenta— de que lo reconstruido era una acción banal. De manera que, si nos fijásemos sólo en la evolución cultural del último siglo, nuestra conclusión debería ser contraria a la de Suart Hughes, concluyendo que la población ha ido perdiendo sensiblemente sus facultades verbales, por no decir más.</div>
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He leído un curioso artículo reciente sobre el llamado «efecto Flynn»: Tim Folger, «¿Seremos cada vez más inteligentes?», en <i>Investigación y Ciencia</i>, núm. 434 (noviembre de 2012) pp. 22-25. Se trata del aumento, al parecer regular y continuo, a razón de un 3-10% por década, según los lugares, del CI de la población. Ya me parece una tremenda falacia tomar el CI como una medida de la inteligencia, porque significa pretender medir <i>algo</i> sin saber qué es; sin duda el CI mide algo, pero si antes no se ha definido lo que es la inteligencia, resulta que el CI sólo sirve para renunciar a esta investigación, concluyendo que la inteligencia es lo que mide el CI, que sin duda es otro <i>algo</i>, y sin duda tiene que ver con la inteligencia, aunque sólo parcialmente. Pero lo que me parece aún más peregrino y pueril es sentirse tan satisfecho con tales medidas parciales como para, además, concentrarse en calibrar su aparente aumento continuo. Hay aquí una falta tan completa de dialéctica que por sí sola podría servir para impugnar que haya inteligencia alguna entre los psicólogos. Es como si del aporte hídrico derivado de la construcción de una gran presa, los lugareños dedujesen que ha aumentado la cantidad de agua en el mundo. Los tests miden habilidades, a no dudarlo, de manera objetiva, pero tratándose de la inteligencia <i>in toto</i>, que se ejercita en una serie ilimitada y continuamente renovada de tareas, creer que los tests la pueden pesar es cometer un grave error de desplazamiento, de metonimia, tomando la parte por el todo. Si se mide un aspecto de la inteligencia, es que se deja de medir otro. Sin duda la población de una época posee habilidades que no tenían sus antepasados, pero al mismo tiempo también ha dejado de ejercitar otras que éstos tenían. Decir que aumenta —o que disminuye— la inteligencia de la población no tiene ningún sentido si no se demuestra un cambio genético, cosa que dese luego no ha ocurrido, pese a las exageradas conjeturas de Stuart Hughes y otros. Lo que sí podría mejorar radicalmente es el sistema educativo, logrando que la mayoría de la población adquiriese las máximas destrezas en muchos campos (que casi todo el mundo pudiese mantener una conversación inteligente sobre literatura, filosofía, historia de la ciencia, jugar bien al ajedrez, resolver problemas matemáticos difíciles, tocar virtuosísticamente un instrumento musical, &c.) Esto requeriría un orden social distinto, un régimen igualitario, socialista, además de una nueva moral, digamos algo más estoica.</div>
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La parcialidad y superficialidad de los razonamientos, y por tanto de las conclusiones de Folger y otros autores que estudian los mismos temas, se debe a su carencia de análisis histórico. «No parece probable —escribe Folger— que el efecto Flynn se detenga durante este siglo, lo cual presagia un futuro en el que los habitantes de principios del siglo <span style="font-variant: small-caps;">xxi</span> seremos considerados premodernos y carentes de imaginación.» Pero ¿acaso consideramos a los hombres de principios el siglo <span style="font-variant: small-caps;">xx</span> «premodernos y carentes de imaginación»? ¿O consideramos «carentes de imaginación» —lo de «premodernos» carece aquí de sentido— a los renacentistas del siglo <span style="font-variant: small-caps;">xv</span>, o a los griegos del siglo <span style="font-variant: small-caps;">v</span> a.C., o a los hombres de cualquier otra época? Esto es lo que se llama un completo anacronismo, una falta completa de inteligencia histórica, de relativismo histórico.</div>
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Ya he comentado el error de atribuir a la rapidez de respuesta a un estímulo la principal carga de lo que llamamos inteligencia. Esto es como la provinciana costumbre de creer que es mejor quien sabe algo una hora antes que quien la sabe mejor. Basta considerar que lo más inteligente, lo más propio del trabajo científico es tomarse el tiempo suficiente para repasar, cerciorarse, reflexionar, antes de dar una respuesta, y que la respuesta más rápida suele ser, en media, también la más torpe. Se dirá que los tests psicométricos evalúan la rapidez de respuestas correctas, y que de ese modo establecen diferencias entre los más inteligentes (<i>i.e.</i> los que responden correctamente a un estímulo de manera más pronta) y los menos. Esto supone ya la petición de principio de que la inteligencia es eso, la respuesta rápida e individual. Un individuo como el teniente Colombo, el famoso personaje creado por Richard Levinson y William Link, que reaccionaba parsimoniosamente, hasta la irritación, pero cuyo acercamiento a la verdad era inexorable y certero, es, en mi opinión, el mejor ejemplo de personalidad inteligente; al menos por lo que hace a la parte de la inteligencia socialmente más valiosa, aunque la lentitud pudiera suponer una desventaja en situaciones de presión que, por suerte, no son las que hemos creado socialmente ni las que queremos que imperen.</div>
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«La gente reacciona cada vez más rápido, estoy seguro», dice un experto en psicometría, David Hambrick. Y añade: «Una práctica habitual en los experimentos que miden tiempos de reacción consiste en descartar las respuestas que se producen en menos de 200 milisegundos. Se pensaba que era imposible reaccionar a algo en menos de 200 milisegundos. Pero si habla con alguien que realice este tipo de experimentos, le dirá que cada vez están teniendo que desechar más ensayos. La gente reacciona más rápido. Enviamos mensajes de texto, nos sumergimos en videojuegos y nos embarcamos en cada vez más actividades que requieren respuestas inmediatas. Creo que, una vez que dispongamos de datos suficientes, comenzaremos a medir un efecto Flynn asociado a la velocidad de percepción.» [Folger, <i>loc. cit.</i>, p. 25.] Lo más sensato que concluye Folger es esto: «Tal vez el efecto Flynn no debería causarnos tanta sorpresa. Más llamativa sería su ausencia, pues eso significaría que habríamos dejado de responder al mundo que hemos creado. Por sí mismo, el efecto Flynn no es bueno ni malo: refleja nuestra capacidad de adaptación.» Bien, pero eso significa que ese efecto no mide un aumento de la inteligencia, sino que más bien postula una constancia en la eficacia de la adaptación. Los niños de 5º curso de primaria sacarán en media un 0,3% más de puntuación en los tests que los que hicieron la prueba el año anterior y ahora están en 6º. Pero es que aquéllos llevan un año más que éstos familiarizándose con el nuevo entorno, con los múltiples pequeños objetos, costumbres, palabras, programas de TV, videojuegos, &c. que éstos, quienes no tenían esa experiencia hace un año, pero que habrían sacado la misma puntuación de haberla tenido; por lo tanto, se trata de que cada generación tiene una experiencia tecnológica más elevada que la anterior, pero el mismo grado de adaptación o eficacia en su manejo, considerada en términos relativos. No por otra cosa se procede a «actualizar» cada 10 años los test de inteligencia de Wechsler para niños (WAIS), lo que equivale a corregir el <i>anacronismo</i> al que me he referido: los niños de nuestra década sacan mejores puntuaciones respecto a pruebas adaptadas a los de la década anterior; recíprocamente, el efecto Flynn llevaría a juzgar intelectivamente inferiores a los niños de décadas anteriores porque estaríamos considerando su capacidad, absolutamente ficticia, de resolver los problemas típicos del medio cultural de los actuales.</div>
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Constelaciónhttp://www.blogger.com/profile/07698794212069170490noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-8578161740634862640.post-9334057522511606102013-02-08T20:54:00.002+01:002013-07-03T16:34:10.950+02:00“Una estadística horripilante”: El suicidio como acusación<span style="font-size: 18pt; font-variant: small-caps;">Alberto Luque</span><br />
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<table cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="float: right; margin-left: 1em; text-align: right;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgdHjURUrOITdvEv3TnE766eC5mWgAgFfMN-OILntlhA27DNGY0tSeJgpQWksUJ5ck3M6JF5LHEFXIbCBnzl8lVhO3Tnrzum9rletfF0Sa2AyNxJOJJqv370m6h42AOHJ5iqsNil3AWSeZg/s1600/Millais,+J.E.,+Ophelia+%5B1852%5D.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; margin-bottom: 1em; margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" height="222" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgdHjURUrOITdvEv3TnE766eC5mWgAgFfMN-OILntlhA27DNGY0tSeJgpQWksUJ5ck3M6JF5LHEFXIbCBnzl8lVhO3Tnrzum9rletfF0Sa2AyNxJOJJqv370m6h42AOHJ5iqsNil3AWSeZg/s320/Millais,+J.E.,+Ophelia+%5B1852%5D.jpg" width="320" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Sir John Everett Millais, <i>Ophelia</i> (1852).</td></tr>
</tbody></table>
He aquí una interesante nota publicada en <i>Scientific American</i> en 1863:</div>
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<blockquote class="tr_bq">
<span style="font-variant: small-caps;">A shocking record.</span> —The suicides in France now average ten a day; the number for the present century, thus far, is over three hundred thousand. Not a day passes in which a suicide may not be directly traced to want of success in life; to the false moralities inculcated by wicked or ignorant writers; to the failure of parents in obtaining a proper influence over their children; to unrestrained appetites and passions; and to the inability of multitudes “to get along in the world” prosperously, for want of thoroughness of preparation for their calling or station in life. —<i>Hall’s Journal of Health</i>. [<i>Scientific American</i>, t. <span style="font-variant: small-caps;">viii</span>, núm. 9 (28 de enero de 1863), p. 131.]<br />
<a name='more'></a></blockquote>
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(No he hallado esta texto en el <i>Hall’s Journal of Health</i> de 1862, que sin embargo contiene otra media docena de referencias a casos de suicidio.) Este extracto es realmente sorprendente por la densa y rigurosa síntesis de motivos sociales del suicidio en un párrafo tan breve —algo tan inhabitual en nuestros días, en que caudalosas cataratas textuales inundan a diario todos los medios con ocurrencias superfluas, banales y vacías.</div>
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El motivo que me ha conducido a consultar este viejo ejemplar de <i>Scientific American</i> es que la actual versión española, <i>Investigación y Ciencia</i>, lo ha seleccionado entre sus habituales recordatorios de noticias publicadas hace exactamente 50, 100 y 150 años:</div>
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<blockquote class="tr_bq">
<i>[1963] Una estadística horripilante</i>. —«La media de suicidios en Francia llega ya a los diez diarios. No pasa un día sin que se pueda relacionar directamente algún suicido con la frustración vital; con la falsa moralidad que inculcan escritores perversos o ignorantes; con el fracaso de los padres en conseguir una influencia adecuada sobre sus hijos; o con unos apetitos y pasiones sin freno.» [«Hace… 150 años», en <i>Investigación y Ciencia</i>, núm. 436 (febrero de 2013), p. 96.]</blockquote>
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Esta reproducción de la noticia ha obviado la última de las causas recogidas por la breve nota de <i>Scientific American</i> en 1863: la incapacidad de las muchedumbres para «arreglárselas en la vida» prósperamente, por falta de rigor en su preparación…
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Hay muchas cosas que decir aún sobre el suicidio; y la simple tarea de mencionar algunas de las más importantes que ya se han dicho requeriría todo un tratado, uno más a sumar a los innumerables que ya se han publicado en los dos últimos siglos. Que nadie espere, pues, que yo vaya a profundizar aquí en ningún sentido, ni a descubrir las sopas de ajo. A lo mejor, incluso sólo consigo volver confusas algunas ideas que a muchos otros les parecerán claras.</div>
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El término «suicidio» es un cultismo, y no una palabra que se usase en la Antigüedad ni en la Edad Media, que se conformó con la perífrasis «<i>se ipsum uccidere</i>» —señal quizá de que el fenómeno era los suficientemente extraño como para no merecer ni nombre propio. Fue el abate jesuita Pierre-François Guyot Desfontaines el primero en emplear el término <i>suicidio</i>, en el diario del abate Prévost <i>Le pour et le contre</i>, en 1734. También lo usó Voltaire en fecha tan temprana como 1739, en un artículo que más tarde incorporaría a su <i>Diccionario filosófico</i>: «Du suicide ou de l’homicide de soi-même»; en el mismo diccionario volvemos a hallar el tópico bajo la entrada «De Catón, du suicide (et du livre de l’abbé Saint-Cyran qui légitime le suicide)»; y también en la voz «Contradictions», donde dice que en las <i>Cartas persas</i> se hace apología del suicidio. El término se empezó a usar públicamente con creciente frecuencia en esa época, pero no era aún corriente a mediados del siglo <span style="font-variant: small-caps;">xviii</span>, pues de otro modo resultaría casi obligado que el propio Voltaire lo pusiese en boca de los personajes de que hablaba, como por ejemplo su amigo Bacon Morris, cuando relata un episodio que había ocurrido años atrás: acusado de haber ido a Roma para asesinar a un gobernador, lo desmintió explicando que de haberlo planeado así ya lo habría hecho a buen seguro dos semanas antes, disparándole en una oportuna ocasión y reservándose el segundo disparo para matarse a sí propio («je me serais tué du second»); algunas traducciones del <i>Diccionario</i> de Voltaire se permiten hacerle decir «me habría suicidado», licencia legítima que sin embargo oscurece el hecho históricamente importante de que en esa época la palabra apenas empezaba a cobrar vida. Concluye Voltaire que «es indudable que no carece de valor el que tranquilamente se mata, que se necesita gran fuerza de voluntad para sobreponerse al instinto más poderoso de la naturaleza; en una palabra, el suicidio es un acto que prueba más ferocidad que flaqueza». Muchos otros pensadores han sido capaces de huir de las consabidas monsergas que hacen recaer hipócritamente sobre el suicida, que es la víctima, una metafísica culpa que a buen seguro él no tiene.</div>
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Pero vayamos por partes, y sigamos para ello la magnífica enumeración de motivos de la nota del <i>Scientific American</i>. El primero de éstos se refiere a «la falsa moralidad que inculcan escritores perversos o ignorantes».</div>
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En nuestros días debe de resultar muy chocante esta clase de reproches a la irresponsabilidad de los artistas. Toda inculpación moral a un poeta parecerá odiosa, como en el caso cumbre de la persecución homicida que el ayatolá Ruhollah Jomeini lanzó contra Ahmed Salman Rushdie a causa de sus <i>Versos satánicos</i>. Pero de estas bárbaras reacciones se deduce que debamos preocuparnos por garantizar la integridad física y los derechos civiles de los poetas, ni más ni menos que de cualquier otra persona, no que debamos también garantizar su irresponsabilidad cultural. Que el caso es, como mínimo, problemático o controvertido, y no se presta a una semejante fácil disculpa, lo prueba el hecho de que hay quienes opinan que, por ejemplo, al cine de contenidos escabrosos y macabros puede atribuírsele parte de la responsabilidad en el aumento de los índices de delincuencia o comportamientos antisociales, mientras que otros están dispuestos a no ver en ese cine una causa, sino un reflejo de tales rasgos anómicos, y exculparlo así de toda responsabilidad. Sea como fuere, insisto, lo más corriente y moliente será que aquella alusión a los escritores «perversos e ignorantes» choque mucho al lector moderno, tan moralmente anestesiado, tan cuasi-irreversiblemente acostumbrado a no juzgar moralmente a los novelistas, como si la literatura fuese un puro entretenimiento inocente y ajeno a la vida, y de suyo enteramente <i>irresponsable</i>. Yo, por supuesto, no me alineo con quienes juzgan de ese modo; en mi opinión la literatura y el arte no son fenómenos estéticos puros, exentos, ajenos a la vida, sino que incluso la literatura más fantástica, más «evasiva», está condenada a jugar algún papel determinante en la experiencia real, al menos hasta que construyamos un mundo en que ya no parezca un delito «hablar sobre árboles».</div>
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En una carta a Inés Armad, Lenin esbozó esta breve pero muy penetrante crítica de la novela <i>Los mandatos de los padres</i>, de Vladimir Vinnichenko:</div>
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<blockquote class="tr_bq">
¡Qué galimatías y qué estupidez! ¡Juntar el mayor número de “horrores” de todas clases, reunir en un todo el “vicio,” la “sífilis”, la maldad novelesca, el chantaje (y la transformación de la hermana del sujeto desplumado en una amante) y el juicio contra el doctor! Y todo con histerismos, con excentricidades, con pretensiones de presentar una teoría “propia” de organización de la prostitución. Dicha organización no representa en absoluto nada malo, pero <i>precisamente</i> su autor, el mismo Vinnichenko, hace de ella un absurdo, la <i>saborea</i>, la transforma en ‘‘muletilla”.<br />
En <i>Riech</i> se dice de la novela que es una imitación de Dostoievski, y buena. Imitación hay, a mi juicio, y archidetestable imitación del archidetestable Dostoievski. En la vida se dan sueltos, naturalmente, todos esos “horrores” que describe Vinnichenko. Pero juntarlos todos y de esa manera, significa pintar los horrores, asustar su imaginación y la del lector, “aturdirse” y aturdirle.<br />
En cierta ocasión hube de pasar la noche con un camarada enfermo (de <i>delirium tremens</i>). En otra ocasión tuve que “disuadir” a un camarada que había intentado suicidarse (después del intento) y que posteriormente, unos años más tarde, acabó, pese a todo, por quitarse la vida. Son dos recuerdos a lo Vinnichenko. Pero en los dos casos fueron pequeños pedazos de la vida de ambos camaradas. Mas ese estúpido redomado y pretencioso de Vinnichenko, admirándose a sí mismo, ha reunido una colección de horrores sin fin: una especie de “dos peniques de horrores”. ¡Uf!... Un lío, disparates, lamento haber perdido el tiempo en leerlo. [“Carta a Inés Armand”, junio de 1914, en V.I. Lenin, <i>La literatura y el arte</i>, Moscú, Progreso, 1976, pp. 191 y s.]</blockquote>
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El homicidio, la sofocación sexual y el suicidio se encuentran entre los motivos que más juego dan al gusto de lo escabroso en la literatura. Lo que indica Lenin es muy sensato: el suicidio, ni más ni menos que cualquier otro tipo de experiencia angustiosa o trágica, que cualquier otro tipo de horror, puede presentarse realmente en nuestras vidas, pero es absurdo pretender que «el sentido de la vida» misma puede ser asociado absolutamente con semejantes tragedias. En primer lugar, porque no existe tal cosa, eso que llamamos «el sentido de la vida». Lo expresaba muy bien Freud: «en cuanto un hombre comienza a formularse preguntas sobre el significado y valor de la vida está enfermo, pues objetivamente ni uno ni otro existen» [carta a Marie Bonaparte, del 13 de agosto de 1937, en Sigmund Freud, <i>Epistolario</i>, Barcelona, Orbis, 1988, t. <span style="font-variant: small-caps;">iii</span>, p. 485]. Y en segundo lugar porque, si bien carece de sentido absoluto la vida, no carece de sentido la vida de cada cual, la vida <i>para nosotros</i>, o más precisamente, la necesidad de dar una respuesta cualquiera a la pregunta: ¿qué hago yo con mi vida? Y entonces todo adquiere sentido, pero no un sentido absoluto ni metafísico, sino un sentido concreto, contextual. En la vida se presentan generalmente situaciones felices y otras indeseables en mayor o menor grado; y puesto que es absurdo esperar que sólo sean de un signo, nada nos autoriza a confiar en esa extravagante metonimia que consiste en tomar como «sentido» (absoluto) de la vida lo que no es sino uno de sus componentes más o menos frecuentes o inevitables. Y el mismo error comete quien llega a un concepto trágico-absoluto de la «condición humana» que quien cifra en la «felicidad», también de un modo absoluto e incondicional, ese «sentido» —insisto, ilusorio, inexistente.</div>
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Si se tratase sólo o principalmente de una indeterminada clase morbidez que aqueja a cierto tipo de literatura, el tema del suicidio no mercería apenas crédito. Simplemente podríamos reaccionar críticamente diciéndonos que obedece a un gusto frívolo y que es absurdo frivolizar sobre el suicidio. Al menos ésa sería mi propia reacción, por más ingratamente moralista —pero también indulgente, por pura indiferencia— que a alguien se le antoje. Como soy de los que consideran, como Platón, que el arte y la literatura no son cosa baladí, que reflejan la temperatura moral de una sociedad, como diría Taine, y que a su vez influyen en la formación de las generaciones sucesivas, me parece bueno preguntarse hasta qué punto es prudente tomar el asunto de esa manera «estetizante», sin sentido real, práctico o médico, sino como especie para la contemplación, para la emoción pura, ajena a lo práctico, a lo lógico y a lo ético. Frente a una descripción mórbida y decadente del suicidio como experiencia sublime, me será imposible desoír esa débil voz interior a la que llamamos «conciencia» —y que, no lo niego, bien pudiera reducirse a simple «angustia social», como pretende el freudismo—, ese Pepito Grillo que hay en mi interior: «¡Oh, de ningún modo debemos frivolizar sobre el suicidio!» Y creo que ese Pepito Grillo no estaría apelando a ningún tipo de prurito mojigato o supersticioso, como el que a veces nos impide —o nos hace avergonzarnos de no haberlo evitado— sugerir o imaginar la muerte de otro. Este otro caso seguramente también es supersticioso, pero al mismo tiempo obedece a una clase muy diferente de sentimiento, que tiene mucho de compromiso razonable y práctico con lo que llamamos cortesía o afabilidad, que no es cosa de despreciar. (Recuerdo una vez que fui al banco a hacer unos trámites, y el director de la sucursal me ofreció espontáneamente, sin que viniese a cuento, un seguro de vida. Le contesté que no me seducía la idea de asegurar mi vida —porque además pensé, sin decirlo, que en rigor se trataba de asegurar mi muerte—, en fin, que me gustaba, como diría Nietzsche, «vivir peligrosamente». El tipo hizo un comentario estúpido sobre esa expresión, que no comprendía en absoluto, y yo lo ignoré. Entonces se puso a «argumentar»: «Porque imagínate, Dios no lo quiera, que tú te mueres, entonces la familia…» En ese momento le interrumpí terminantemente, aunque de nuevo sin transmitirle exactamente las palabras que se formaban en mi interior, y que más o menos venían a ser: «¿Cómo que me imagine que yo me muero? ¡Pues imagínate mejor que te mueres tú, desgraciado!…») Volviendo al tema del suicidio, creo que esa suerte de extraña apología de la autodestrucción que a veces nos transmite algún romántico, esa imagen de la inclinación suicida como experiencia sublime y trascendente, no se le ocurrió seriamente a ningún poeta ni filósofo antes de la época moderna. A lo sumo se cantó a la desesperación o se habló, figuradamente muchas veces, de morir de amor, o bien se glorificaron con las más conmovedoras notas trágicas los actos heroicos de inmolación altruista. Pero ni el sacrificio ni las tribulaciones eróticas a que conducen experiencias muy contrariadas tienen que ver con el verdadero concepto de suicidio, que es más bien de orden irracional, anómalo y morboso, o bien de casi todo lo contrario, del orden de la lucidez y el coraje. Y una cosa es que cualquier persona sensata y no desnaturalizada procurará disuadir a otro de que se suicide, si es un amigo (yo al menos no sería capaz de intentar disuadir de ello a un enemigo), arropándole, procurándole el consuelo y la fe que le han fallado, y otra cosa muy distinta es juzgar invariablemente que el suicida comete alguna ofensa.</div>
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El caso es que los suicidios ocurren realmente, con frecuencia más o menos variable de una cultura a otra, de una época a otra. Incluso hay culturas en que no existe; se dice que los tártaros nunca se suicidan. Ni los individuos de cualquier otra especie: al parecer, cuando el escorpión se hinca su propio aguijón se debe a una consecuencia casi mecánica de un estado de tensión nerviosa. En alguna época o lugar la idea del suicidio podría llegar a ser, para una sociedad moralmente más vigorosa que la nuestra, sencillamente incomprensible —o intraducible, como lo era la palabra «mentir» para los Houyhnhnms de <i>Los viajes de Gulliver</i>. Pero al menos en Europa, y al menos en época moderna, ha habido suicidas, y puesto que casualmente han tenido que fracasar también algunos de ellos en cada tiempo y lugar, siempre ha habido ocasión para indagar, mediante interrogatorios y otras observaciones y revelaciones, lo que pasaba por sus cabezas.</div>
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Como es bien sabido, la Iglesia católica condena el suicidio. Y es que, amén de un pecado horrendo (si yo fuese teólogo creo que me inclinaría a pensar que se trata de un pecado mortal, sin que hubiese ironía ni redundancia de verdad, porque se trataría de la muerte como condenación eterna, una suerte de muerte más definitiva y absoluta que la «muerte mortal», mundana, cotidiana y familiar), lo que decía, además de un odioso pecado, el suicidio se consideró en tiempos, ordinaria y secularmente, un crimen grave; tan grave como para que se llegara a castigar ¡con la pena de muerte! (en Francia hasta la Revolución francesa, en Inglaterra aún durante el siglo <span style="font-variant: small-caps;">xix</span>, y hasta los años 1960 no se despenalizó por completo). Aunque parezca un chiste de los Luthiers, es rigurosamente cierto. Pero si en épocas pasadas los hombres pudieron interesarse por comprender la mentalidad y la experiencia del suicida, jamás se les ocurrió, como a algunos decadentes modernos, que tal experiencia mórbida tuviese algo de estéticamente atrayente.</div>
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(Voltaire recuerda en algún lugar que el suicidio —su intento frustrado, se entiende— era un delito castigado antes de 1789 con la pena capital, y describe el suplicio articular que se aplicaba al reo en tales casos. Como ya he dicho, siguió siendo considerado un delito en otros países durante mucho tiempo. Nuestra propia legislación tiene todavía algún punto de contradicción y de ambigüedad. Ni la Constitución ni el Código Penal condenan el suicidio ni su intento, pero sí la asistencia o la inducción al suicidio, o bien la denegación de socorro —o sea el no intentar impedirlo. Una ley que regulase —por supuesto autorizándola— la eutanasia requeriría la reforma de la Constitución. Pero la eutanasia es un asunto demasiado complejo para tratarlo aquí, y en mi opinión no tiene absolutamente nada que ver con el suicidio.)</div>
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Hay mojigatos que aún se plantean si debe o no debe ser «perdonado» el suicida. Pero de lo que se trata es de si debe o no debe ser perdonada la sociedad que le ha inducido a sacrificarse. Porque es el suicida quien acusa. ¿De qué le podría acusar a él el resto el mundo? ¿Acaso de no haber tenido tripas para soportar su inmundicia? ¡Menudo reproche! Si es cierto que el suicida es un «débil» y un «cobarde», si tienen razón los que así le inculpan, por no haber sabido soportar la vida, por no haber tenido el «coraje» suficiente para sobrevivir en un mundo enemigo e inhumano, entonces esto significa lo siguiente: que quienes no se han suicidado se convierten automáticamente en una clase inmunda de seres, y los suicidas en unos santos. Si se dice que el suicida es un débil y un cobarde porque escoge la solución más fácil, ¡qué frivolidad y qué cosa terrible!, piénsese seriamente: si suicidarse era la alternativa «fácil», ¿cómo de abominable debía de ser la otra? Si el pobrecillo tiene que decidir sacrificar lo único que tiene, su propia vida, ¿quién puede ser tan necio y tan insensible que aún se atreva a pronunciar una palabra de reproche? Que el suicidio sea un pecado… bueno, tiene su lógica. Me parecería justo pedir cuentas al suicida (en el más allá) si el Altísimo hubiese cumplido su parte del trato: protegernos como a sus hijos queridos. Afortunadamente, la mayoría de nosotros hemos sido casualmente protegidos de calamidades horrendas, así que podemos seguir confiando en que el Señor nos ha cuidado como a los lirios del campo. Pero está claro que a otros les ha conducido a una situación sin salida; ¿acaso no podemos reprochárselo, no por nosotros mismos, sino por esos otros? Sé que cualquier creyente honrado se escandalizará de mi argumento, y lógicamente lo juzgará blasfemo; no lo niego, pero me parece que, aun así, si el creyente tiene corazón admitirá que debería ofrecerme algún argumento más persuasivo que el de que el suicida ha dispuesto de algo, su vida, que en rigor no le pertenecía. Y no hace falta ser creyente para que mis palabras tengan sentido: pueden trasladarse punto por punto, si se sustituye a Dios por la humanidad entera; la «sociedad» no puede pedir cuentas al suicida, porque si en efecto el suicidio es un fracaso, no lo es de la víctima, sino del mundo que lo albergó y lo desamparó. Es el suicida, insisto, el único que tiene derecho a decir «yo acuso»; y más aún, en cierto modo todo aquel que se atreva acusar (a los poderosos) se convierte automáticamente en un suicida, porque se arriesga, a sabiendas, a que le hagan la vida cada día un poco más insoportable. Por otro lado, hay muchas maneras de suicidarse, distintos <i>tempos</i> del suicidio, o marchas, como en los automóviles: creemos que sólo comete suicidio quien consuma su acto en un tiempo prudencialmente breve; pero ¿qué decir de todos aquellos que se matan poco a poco, que llevan una vida matadora, que se matan a trabajar, que los matan a disgustos, que caen en la drogadicción y otros hábitos lentamente deletéreos…? Seguro que se pueden señalar ejemplos de heroica resistencia, como el de Menahem Mendel Beilis, el protagonista de <i>El hombre de Kiev</i> (<i>The fixer</i>, 1966) de Bernard Malamud, que resiste lo inconcebible y permanece también como testigo de una acusación total. Pero el pobre que se suicida, que destruye su propia vida, lo único que tiene, lo único que le queda, ¿qué gran hipócrita podrá rechazar la definitiva acusación que con ese horrible acto lanza al resto del mundo?</div>
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Hay entonces dos modos muy diferentes de querer evitar el suicidio —aunque ambos estén en última instancia motivados en un instinto natural—: uno responsable, que tiene que estar supeditado a la lucha por un nuevo orden social donde el suicidio no sea la salida natural para nadie, y otro irresponsable e hipócrita, que simplemente contempla cualquier remedio <i>ad hoc</i> que reduzca el índice de suicidios como una oportunidad para disimular el número de los acusadores. No tengo nada que objetar al deber de disuadir a un suicida, dándole ánimos para que «resista», pero sólo si ese «resistir» va a convertirse en un «acusar», en un «combatir» colectivamente los podridos cimientos morales del capitalismo. Porque también en esa lucha colectiva se halla el gozo de la amistad y del ingenio, y hasta la oportunidad para reír y para hablar de árboles… Pero si «resistir» consiste en seguir tragando aceite, pues…</div>
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Es muy interesante el tópico romántico de la íntima afinidad entre lo bello y lo triste. Pero me parece que aquí es posible distinguir dos clases muy diferentes, de hecho antagónicas e incompatibles, de romanticismo. Por un lado hay el romanticismo eterno que enfatiza el sentimiento trágico de la vida como lamento. Y por otro lado está el romanticismo mórbido y decadente que procede más bien a estetizar lo horrendo (pero no en el sentido de convertir lo nugatorio, lo sórdido o lo trágico en un motivo artístico, sino en el de presentarlo con los rasgos opuestos de lo deseable y lo gozoso). Y el tema particular del suicidio se presta maravillosamente a la elucidación de este contraste entre ambos tipos opuestos de romanticismo. Puesto que realmente existen y han existido siempre suicidas, el asunto es irremediablemente de tenor realista. Ahora bien, como cualquier otro tipo de experiencia trágica, su sentido objetivo es el de una desgracia, el de lo indeseable, lo demoníaco, lo enemigo de la vida. Si se produce un suicidio, no hay sentimiento «sublime» ni apoteósico que valga, no hay emoción deseable que pudiese funcionar como compensación estética del horror de la claudicación vital y el sentimiento de impotencia que realmente significa, y en especial del dolor irreparable que deja en los familiares y amigos del suicida —si los tenía, claro: el suicidio de un hombre odioso y odiado no provocará una repugnancia semejante, más bien al contrario, pero éste es otro tema… Ya Hegel se refirió críticamente al «mal infinito» de los románticos que creían alcanzar una apoteosis cósmica con un pistoletazo. La tendencia suicida es sencillamente anómala, desde el punto de vista natural que garantiza la propia existencia de la especie. Sociológicamente es índice de anomía, como puso de relieve Durkheim. Y psicológicamente es una merma del vigor vital, del sano impulso de vivir y pervivir. Si uno acaricia, aunque sea levemente, la fascinadora idea de suicidarse, lo mejor que puede hacer es tomar Prozac, y si el impulso es fuerte, acudir a tratamientos más severos. Si tiene amigos cerca, éstos harán todo cuanto esté en sus manos para desviarlo de su insano propósito. Otra cuestión serían los casos de inmolación (los únicos tipos de «suicidio» que antiguamente fueron contemplados como heroicos, valientes y morales, y no como una enfermedad ni una lacra social). Y también es distinto el caso de quienes se suicidan como única alternativa a un sufrimiento garantizado y objetivamente ineludible (p.ej. si van a ser masacrados…). Pero que estas manidas reflexiones no engañen a nadie, porque sería un detestable error intentar reducir cualquier suicidio a una patología mental, negando hipócritamente la evidencia social de que sólo en una sociedad podrida como la nuestra se niega a millones de seres el derecho a vivir, y que por tanto su suicidio es en el fondo una matanza social.</div>
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Así como Unamuno distinguió dos tipos de enamoramiento, uno por inducción y otro por deducción, creo que podría hablarse de suicidas inductivos y suicidas deductivos. Los primeros serían aquellos víctimas de algún desarreglo constitucional, de un sufrimiento mental que sólo la medicina podría remediar; los segundos serían todos aquellos que llegan al suicidio tras una reflexión, que lo abrazan como la única «solución» a un dilema que en rigor no tiene solución alguna, porque simplemente no existe ninguna alternativa real. «Hay suicidios que parten de la libre decisión de la persona acerca de cómo quiere vivir, y por tanto cómo y cuándo quiere morir. Hay suicidios por amores patológicos que alguna vez habría que entender como una asignatura pendiente de nuestros modelos educativos […]. Y también hay suicidios que se explican como reacción desesperada ante problemas de raíz económica.” (Antonio Madrid Pérez, «El suicidio y los suicidios: Ante la catástrofe», en <i>Mientras Tanto</i>, núm. 109, enero de 2013.) Concedamos que algunos suicidas fueron unos desequilibrados mentales; y ¿qué importancia moral tiene eso? Si se suicidaron en o por la locura, es que habrían vivido también, caso de no quitarse la vida, en o por la locura. Salvo quizá a los psiquiatras, a nadie le ha inquietado gran cosa el suicidio de los desequilibrados, porque si la muerte es por demencia, el problema no es la muerte misma, sino la demencia que se da en la vida; el suicidio es un problema en sí cuando no es un acto patológico, y hay que ser muy contumaz para creer que el suicidio en sí es invariablemente un acto de locura. Hace poco alguien recordó en mi presencia el caso de quienes se suicidaron en alguna fecha señalada, como el año 2000, convencidos de que llegaba el fin del mundo, es decir a causa de esa absurda convicción. Yo repliqué que el caso no tenía ninguna relevancia, porque esos individuos se habrían suicidado <i>incluso si hubiese sido verdad que llegaba el fin del mundo</i>. Mi interlocutor juzgó ininteligible lo que yo decía, pero piénsese bien y se me concederá que mi observación era lógica. Él habría querido que yo dijese algo así: «Pobrecillos, si alguien les hubiera persuadido de que en realidad el mundo no se iba a acabar, no se habrían suicidado.» (O quizá pensó que, de haber sido verdadera la profecía apocalíptica, entonces aquellos suicidios no habrían sido lamentables ni irracionales.) Pero el caso es que unos individuos que reaccionan con ese pánico irracional frente a una superstición carecen de una verdadera vida feliz. Y los motivos para no suicidarse hay que hallarlos en una vida para la verdad y el goce, no para la locura. El problema es aquí sólo para la medicina, no para la ética.</div>
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Es innegable que hay cuerdos que se suicidan, y éstos son suicidas por raciocinio, por deducción; y las razones que conduzcan a un individuo a quitarse la vida, discutibles o no, son motivos que sólo tienen sentido en el orden social. Incluso la Iglesia católica admite para los primeros una atenuación de la culpa; en cambio, considera un agravante el suicidio que se comete con la intención de servir de ejemplo, porque añade la gravedad del escándalo. Pero ¡si ésos son en general los mejores y los más heroicos! Ni por asomo se les ocurre a los doctores de la Iglesia que debamos buscar culpables entre quienes dirigen irresponsablemente el mundo, entre los poderosos que nos arruinan la vida. Muy mal.</div>
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Si el suicidio es «deductivo», si acaece tras una deliberación, tras un sopesar las consecuencias y las alternativas, vale como una severa crítica. No es el resto de la sociedad, presuntamente racional y sana sólo por el circunstancial hecho de pervivir, quien legítimamente ha de juzgar al suicida como un ser perverso o falto de vigor; es al revés, es el suicida quien con su trágico acto lanza un letrón imborrable contra la sociedad, una sociedad puerca en que individuos sensibles, creativos y bondadosos pueden llegar a la conclusión de que no vale la pena permanecer ni un minuto. Entonces queda una lección: quienes no nos suicidamos quedamos moralmente desarmados; sólo los más hipócritas podrán atreverse a hablar de claudicación, de cobardía, de desquiciamiento, &c. Los demás permaneceremos callados y entristecidos, y si lamentamos el acto del suicida no será por creerlo culpable al mismo, sino por saber que ha sido una víctima más.</div>
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Incluso en clave cómica —pero quizá no sólo cómica—, eso de condenar el suicidio que se presenta como ejemplo es muy propio de los hipócritas. He aquí una buena escena de <i>Wilt</i> de Tom Sharpe, cuando el protagonista se enfrenta, como cada día, a la pandilla de cafres que son sus alumnos:</div>
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<blockquote class="tr_bq">
—[…] Vosotros sois capaces de poner malo a cualquiera.<br />
—Tuvimos un tipo que fue y se gaseó. Se llamaba Pinkerton. Nos tuvo un curso y nos hizo leer ese libro, <i>Judas el Oscuro</i>. Un libro bastante deprimente. Sobre todo ese bobo de Judas.<br />
—Tenía idea de que lo era, sí —dijo Wilt.<br />
—Al curso siguiente el amigo Pinky no volvió. Bajó hasta la orilla del río, metió un tubo por el escape y se gaseó.<br />
—No puedo decir que se lo reproche, desde luego —dijo Wilt.<br />
—Pues yo sí. En teoría tenía que darnos ejemplo.<br />
Wilt contempló sombríamente a sus alumnos.<br />
—Estoy seguro de que pensaba precisamente en eso cuando se metió el tubo en la boca —dijo—. […]</blockquote>
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Y puesto que incluso aquellos que se suicidan desquiciados, al menos en parte deben su desquiciamiento al medio social, podríamos decir que el suicidio inductivo y el deductivo confluyen en un solo y mismo acto de coraje; una sociedad que induce al suicidio a tantas personas, y que a una gran cantidad del resto le deja con la desagradable impresión de que no merece la pena seguir viviendo, de que vivir es sólo sobrevivir, tener tripas suficientes para soportar una vida inhumana, es una sociedad indeseable y culpable. Esta indeleble impresión se resume a las mil maravillas en la frase que, por un feliz error de traducción, lanzaba Gaff (magníficamente incorporado por Edward James Olmos) a Deckard (Harrison Ford) en la versión española de <i>Blade Runner</i>: «Lástima que ella tenga que morir, pero ¿quién vive?»… «¿Quién vive?», Dios mío, parece la típica pregunta del centinela al recién llegado que llama a las puertas; pero no: en realidad es la amarga respuesta de éste a esa misma pregunta. El suicida por deducción puede haber lanzado explícita o casi explícitamente una acusación imborrable contra el mundo capitalista; el suicida por inducción lo hace también, involuntariamente.</div>
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Contemplamos las cifras atroces de miserias entre los que aún no se han suicidado; sin ir más lejos, la lacerante estadística que nos señala que 8 de cada 10 niños de las familias que se catalogan «en riesgo de exclusión social» ni siquiera están bien alimentados, amén de carecer hasta de los más inocentes caprichos que pueden permitirse los otros niños. Y ¿quién puede persuadirlos de que en la vida le esperan cosas maravillosas, y amigos, y amor, y amigos…?</div>
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En Barcelona han aumentado los suicidios un 60% el último año. En el primer trimestre de 2011 hubo en esa ciudad 28 suicidios, y 60 en el primer trimestre de 2012. En Cataluña fueron 541 los que se suicidaron en 2011, y 492 al año anterior, o sea un incremento anual del 10%. Las tentativas de suicidio aumentaron un 22% en el mismo período. Las cifras son del mismo orden en el resto del país: en Galicia aumentó un 10% en 2011, en el País Vasco se llegó el mismo año a la cifra cumbre de 179 suicidios; en Vizcaya aumentó ese año un 56% el índice de suicidios, en Málaga un 6%… Cuando algún periodista insiste en pedir aclaraciones a los expertos sobre la relación de los suicidios con la crisis económica, es posible que reciba respuestas tan tontas como la de Jordi Medallo, director del Instituto de Medicina Legal de Cataluña, que dice: «Rara vez hay un banquero o alguien que esté involucrado en algún caso espectacular mediático de estafa o corrupción» [<i>La Vanguardia</i>, 15 de agosto de 2012]. Pero supongo que nadie espera ya actos tan heroicos como los de los capitalistas arruinados que en el siglo <span style="font-variant: small-caps;">xix</span> acababan con un pistoletazo; en quienes pensamos como víctimas de la desesperación es en los pobres. Si se lee una novela de Dickens, o cualquier exposición de la pobreza en el siglo <span style="font-variant: small-caps;">xix</span> (por ejemplo, el cap. <span style="font-variant: small-caps;">xi</span>, «El trabajador pobre», de <i>Las revoluciones burguesas</i> [1962], de Hobsbawm) y luego se echa una hojeada a alguna ínfima parte de la realidad social actual, se tendrá la desagradable impresión de que el capitalismo no ha logrado mejorar el mundo en lo más mínimo. Las salidas o alternativas vitales que tenían los pobres en la época de Victor Hugo son poco más o menos las mismas que tienen hoy, y su número no se ha reducido sensiblemente: intentar hacerse rico, volverse un delincuente, el alcohol, el suicidio y vivir de la caridad. Ya me dirán si alguna de estas alternativas confiere a la vida el rango de «digna de ser vivida».</div>
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¿Se puede uno escabullir de la crítica social, política, para obliterarse sus cuatro o cinco sentidos en consideraciones metafísicas sobre la moralidad, la libertad y otras monsergas humanísticas? Se puede, en efecto, y a menudo es lo que se hace, quizá porque esa huida proporciona también un bálsamo contra la insoportable realidad y el desagradable suplicio de mirarla cara a cara. Hermann Cohen escribió en su <i>Kants Begründung der Ästhetik</i> (Berlín, Ferdinand Dümmler, 1889, p. 133):</div>
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<blockquote class="tr_bq">
Wenn wir als Naturwesen der Statistik überliefert sind, wie wir als soziale Maschinen dem Lohngesetze feilstehen, so sind wir bei alledem nicht sittlich ausgerechnet: weil wir sittlich gar nicht berechenbar sind, weil die Sittlichkeit eine andere Rechnung führt, als die des Durchschnitts.</blockquote>
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Lo que, traducido del bárbaro alemán al sencillo español, quiere decir esto: «Si como seres naturales nos avasalla la estadística, y como máquinas sociales nos manda la ley del salario, en todo esto no se nos contempla justamente como seres morales: porque no somos moralmente calculables, ya que la moralidad nos conduce a un resultado distinto del promedio.» A los insensibles les debe de tranquilizar mucho que un genio como Kant también afirmara cosas tan absurdas e irreflexivas como ésta que extraigo de su <i>Fundamentación de la metafísica de las costumbres</i> (1785) (ed. Luis Martínez de Velasco, Madrid, Espasa-Calpe, 2008, pp. 107 y s.): «Según el concepto de deber necesario para consigo mismo, quien ande pensando en el suicidio tendrá que preguntarse si su acción puede resultar compatible con la idea de la humanidad como fin en sí. Si para escapar de una situación dolorosa se destruye a sí mismo, hace uso de una persona como simple medio para conservar una situación tolerable hasta el fin de la vida. El hombre no es una cosa ni es algo, pues, que pueda usarse como simple medio, sino que debe ser considerado, en todas las acciones, como un fin en sí. En consecuencia, no puedo disponer del hombre, en mi persona, para mutilarle, estropearle o matarle.» El kantismo buscó entonces en una moralidad absoluta, metafísica, regida por un inasible y poco convincente <i>imperativo categórico</i>, el fundamento de nuestra ficticia libertad, de la libertad que <i>debería</i> definirnos, pero que el orden social nos escatima. Una pura ilusión, desde luego, y tremendamente idealista, y hasta hipócrita e imbele, pero que no deja de tener también su fuerza crítica, porque, pese a parecer producto de una insana verborragia y de una pérdida de realidad, hiere nuestras conciencias recordándonos nuestra obligación de pelear por lo que <i>debe ser</i>, por lo que obstinadamente nos niega un orden social corrompido. Claro que esto sería muy estúpido si sólo funcionase como consuelo. El propio Kant, esa insuperable inteligencia que por momentos parece un majadero, no tuvo la hombría suficiente como para sacar otra conclusión que un cobarde «obedecer» aun cuando nos sintamos «libremente» inclinados a disentir. Pero a menos que una inaudita domesticación haya secado en nosotros hasta la última gota de rebeldía, lo que debemos hacer no es lamentarnos de que «la ley del salario» nos determina como «máquinas sociales» o la estadística nos define como seres naturales, sino sacar de nuestro sentimiento de libertad —llámesele imperativo categórico o de cualquier otra forma peregrina— el coraje suficiente para oponernos fanáticamente, con toda nuestra alma y nuestra sangre, a todo cuanto lo contradice. ¿Es esto voluntarismo e idealismo? No, en absoluto; está claro por el uso del plural.</div>
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Pero la tendencia a contemplar la esfera de lo ético como exenta, como independiente de lo real, lo natural y lo social, sigue siendo muy fuerte, como digo, y así hay todavía muchos que siguen ateniéndose a la posibilidad de juzgar el suicidio como una suerte de deserción, tan condenable como la deserción de un ejército. Y bien, algo de razón llevan: se trata de desertar. Pero ¿acaso esa caracterización equivale a un juicio moral, ni a un juicio a secas, de cualquier tipo? No, porque desertar estará bien o mal según sea malo o bueno el grupo del que uno deserta, así como el amor será bueno o malo según sea bueno o malo aquello que se ama, y viceversa con el odio… Si un bandido deserta de su banda, sólo sus antiguos compinches podrán juzgarlo mal. Esto es lo que sucede con el suicida: sólo aquellos que encuentren todavía soportable el mundo podrán decir que hizo mal. Y ¿quiénes son éstos sino los satisfechos que lo han hecho insoportable para los demás? Es a ellos a quienes se dirige la inapelable acusación del suicida.</div>
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He iniciado estas reflexiones con el tema de la responsabilidad o irresponsabilidad de los escritores, y he defendido que hay responsabilidad moral en la literatura, aunque sólo sea por el hecho de que refleja la realidad, y ayuda a comprenderla mejor, o por el contrario sirve, deliberada o inconscientemente, a la domesticación y el lavado de cerebros. Con todo, yo diría que en general la literatura ayuda más que entorpece a la formación de un espíritu crítico. También los poetas ayudan al universo a realizar sus fines, como decía Aníbal Ponce. Y hasta dicen muchas veces las verdades que otros no se atreven ni a pensar. Ahí tenemos a Hamlet acariciando muy reflexivamente los oscuros motivos que nos disuaden de dar término a los infortunios «con un simple estilete»:</div>
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<blockquote class="tr_bq">
¿Qué es más levantado para el espíritu: sufrir los golpes y dardos de la insultante fortuna, o tomar las armas contra un piélago de calamidades y, haciéndoles frente, acabar con ellas? ¡Morir..., dormir; no más! ¡Y pensar que con un sueño damos fin al pesar del corazón y a los mil naturales conflictos que constituyen la herencia de la carne! […] ¡Morir..., dormir! ¡Dormir!... ¡Tal vez soñar! […] Porque ¿quién aguantaría los ultrajes y desdenes del mundo, la injuria del opresor, la afrenta del soberbio, las congojas del amor desairado, las tardanzas de la justicia, las insolencias del poder y las vejaciones que el paciente mérito recibe del hombre indigno, cuando uno mismo podría procurar su reposo con un simple estilete? ¿Quién querría llevar tan duras cargas, gemir y sudar bajo el peso de una vida afanosa, si no fuera por el temor de un algo, después de la muerte, esa ignorada región cuyos fines no vuelve a traspasar viajero alguno, temor que confunde nuestra voluntad y nos impulsa a soportar aquellos males que nos afligen, antes que lanzarnos a otros que desconocemos? Así la conciencia hace de todos nosotros unos cobardes; y así los primitivos matices de la resolución desmayan bajo los pálidos toques del pensamiento, y las empresas de mayores alientos e importancia, por esa consideración, tuercen su curso y dejan de tener nombre de acción.</blockquote>
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O como lo expresa un actor en graciosa versión modernizada en una escena de <i>El hijo de la novia</i> (2001), de Juan José Campanella: «Como decía el Bardo… ser o no ser, ahí está la cosa. ¿Será más piola sufrir los cachetazos de esta malaria horrenda, o pelearla hasta que quede aplastada como un pucho? Mejor morirse, ¿no? Total… es como quedarse dormido… Hacés de cuenta que todo está bien. Morirse, dormir, soñar… Pero… ¿quién sabe qué soñamos, ahí en el jonca? Quietitos, ahí, desnuditos… ¿Quién sabe? Ése es el intríngulis, si no… ¿quién aguantaría la bronca, la suerte que es grela, los delirios del poder, la facha del careta, la justicia que no existe, los insultos del gobierno…?»</div>
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Los escritores, en suma, son quienes, salvo lamentables excepciones, mejor esclarecen que hasta las más trágicas vivencias están siempre determinadas por el orden social, y ponen al descubierto la estrecha relación que tiene la metafísica de la «condición humana» con el modo de producción.</div>
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Además del punto de vista moral-psicológico y del punto de vista sociológico, tenemos, es cierto, el enfoque biológico, genético. Si, como muestran las estadísticas, el índice de suicidios es 5 veces mayor entren quienes tienen antecedentes familiares suicidas, no estamos autorizados a desentenderemos de esta clase de causa, en principio ajena al orden social. Además, son en rigor inconciliables los enfoques que buscan causas sociales o morales y los que los adscriben a causas biológicas: uno se suicida porque a ello le impulsa su constitución genética, o una insania particular, o bien porque le induce a ello una determinada experiencia trágica, o porque coinciden ambos tipos de causas, pero estas causas son obviamente independientes. Ahora bien, el hecho ya señalado de que no en todas las formaciones sociales existe la misma tendencia al suicidio debería obligar a la misma psiquiatría a ponderar mejor el factor genético. Aunque no podamos obviar totalmente la evidencia genética, me parece incontestable que la principal raíz del suicidio sólo la podemos hallar en la naturaleza de la vida social.</div>
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Sin embargo, antes del siglo <span style="font-variant: small-caps;">xix</span> ningún filósofo se propuso examinar el suicidio desde un punto de vista sociológico. Marx seleccionó gran parte de las <i>Mémoires tirés des archives de la police de Paris, pour servir à l’histoire de la morale et de la police, depuis Louis XIV jusqu’à nos jours</i> (6 vol., París, A. Levavasseur et C<sup>ie</sup>, 1838), de Jacques Peuchet, para demostrar el violento desprecio de la vida que reina bajo el régimen capitalista. (El texto de Marx ha sido publicado dos veces en español: <i>Acerca del suicidio</i>, trad. Ricardo Abduca, Buenos Aires, Las Cuarenta, 2012, y <i>Sobre el suicidio</i>, trad. Nicolás González Varela, Barcelona, El Viejo Topo, 2012.) «¿Qué clase de sociedad es esta en la que se encuentra en el seno de millones de almas la más profunda soledad, en la que uno puede tener el deseo inexorable de matarse sin que nadie pueda presentirlo? Esta sociedad no es una sociedad; como dice Rousseau, es un desierto poblado por fieras salvajes.» (<i>Acerca del suicidio</i>, trad. cit. Ricardo Abduca, p. 71.) La conclusión de Marx, como cabe esperar de cualquier hombre inteligente y honesto por parte de cualquier otro hombre inteligente y honesto, debía ser radical, sin medias tintas: «fuera de una reforma total del orden social actual, todos los intentos los intentos de cambio serán inútiles» (<i>ibíd.</i>). Que tomen buena nota todos los socialdemócratas y toda laya de veleidosos reformistas, de cuyas buenas intenciones cada día estoy más asqueado y en cuya sinceridad cada día me cuesta más creer…</div>
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Pasar a contemplar el suicidio como un índice de anomía social, en lugar de como una inclinación individual malsana, equivale a tomar en serio al suicida —excluyendo quizá a una pequeña parte de verdaderos desquiciados, que se suicidan por su desquiciamiento, pero no de forma distinta a como sobrevivirían por su desquiciamiento. Se suicida el hombre a quien el mundo se lo ha puesto muy, pero que muy difícil; y nos está diciendo, con ese terrible e irreparable acto, que hay que tener tripas o carecer de vergüenza para seguir vivos. Los amos del mundo nos han venido a decir: «Éste no es sitio para pusilánimes, aquí sólo sobrevive el más despiadado»; llevan razón, y esa razón que llevan es lo que convierte automáticamente a cada superviviente en un desalmado, y a cada suicida en un santo mártir.</div>
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Iris Marion Young ha hablado de «irresponsabilidad privilegiada sistémica» (en <i>Responsabilidad por la justicia</i> [2006], Madrid, Morata, 2011). En efecto, a menudo se habla, y muy tópicamente —como en el extracto del <i>Scientific American</i> con que hemos iniciado estas reflexiones— de la responsabilidad de los pobres, pero no de la impune irresponsabilidad de los privilegiados, que queda «legalizada», como sostiene Young. Los que, como Robespierre en su día, se atreven a señalar valientemente la crueldad e irresponsabilidad homicida de los ricos, su sistemático ataque al «derecho a vivir», son rápidamente estigmatizados. A toda costa quiere ocultarse que la causa principal del suicidio no es natural, sino social: la desprotección completa y general de la vida, sacrificada al supremo afán de lucro. Los pobres no son en rigor más <i>vulnerables</i> al suicidio, sino que más bien son socialmente <i>vulnerabilizados</i>.</div>
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Pero ¿puede ocultarse tanto esta lacra? ¿Es posible que el suicidio se contemple como una posibilidad remota y rara, a pesar de las terribles estadísticas? Earl A. Grollman decía que «casi todo el mundo ha contemplado el suicidio en un momento u otro de sus vidas» (<i>Suicide: Prevention, intervention, postvention</i>, Boston, Beacon Press, p. 2). Es plausible; por supuesto, no se trata de que todo el mundo haya «contemplado», como testigo, algún acto suicida, sino que ha pensado alguna vez en la idea de quitarse la vida. No me atrevería a asegurarlo tan rotundamente. En todo caso, si alguna vez pensó uno en el suicidio, lo corriente es que, al llegar a la adultez, le sorprenda la noticia de un suicidio como algo inconcebible; es decir que en realidad casi nadie piensa en el suicidio a menudo, ni en el suyo propio ni en el de otros. Salvo para algunas clases de profesionales (psiquiatras, policías, juristas, sociólogos…), el tema del suicidio es poco más que «algo de que hablar» —y muy ocasionalmente—, en el sentido de que tiene escasa o nula relación con su experiencia común y su vida cotidiana. Incluso para otra clase de profesionales, los literatos, es en rigor «algo de que hablar», sólo que éstos tiene por oficio hablar de cualquier cosa. Pero aunque el suicidio esté estadísticamente exento de nuestras vidas, aunque sea muy rara la ocasión en que se nos ocurra pensar en el tema, me parece que, en efecto, es muy raro que queden personas que no hayan sabido de algún conocido que se ha suicidado. Y me parece también que lo habitual será considerar casi siempre el caso <i>sorprendente</i> de algún modo. Porque incluso cuando se sabe de la relativa «inevitabilidad» —por el carácter depresivo del individuo en cuestión, o alguna otra razón poderosa y manifiesta—, incluso entonces se ha de juzgar indeseable ese final, y por tanto <i>evitable</i>, quiero decir <i>evitandum</i>, que requiere evitarse. Y esto, de nuevo, acusa la raíz puramente social del suicidio.</div>
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En su célebre y casi fundacional estudio sobre el suicidio, Durkheim operó con una definición del mismo tan amplia que por momentos casi es incapaz de excluir más que las muertes por enfermedad, accidente u homicidio: «Hay suicidio cuando la víctima, en el momento en que realiza la acción, sabe con toda certeza lo que va a resultar de él.» Dicho así, un acto manifiestamente temerario es sin embargo ambiguo respecto a esta definición, que apela a la conciencia del agente. El esquiador experto que se lanza por una inclinada pista llena de obstáculos puede estar persuadido de que saldrá ileso… El batallón que ataca una fortaleza manifiestamente inexpugnable es decididamente suicida…</div>
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Aunque en la mayoría de los casos podrá determinarse concretamente y sin lugar a dudas si se trata o no de suicidio, la incontable casuística de las circunstancias particulares difícilmente nos podría proporcionar un criterio general y útil para determinarlo. De aquí que el sociólogo proceda al expediente de conceptuarlo en función de sus <i>causas</i> (sociales, claro está). Un hecho que prueba cuán prometedor y plausible es este modo de análisis es el ya señalado de que los índices de suicidio son diferentes en distintas sociedades y en el seno de distintos grupos sociales. Un inconveniente del mismo es la enorme dosis de abstracción que requiere, y el peligro de tomar por causas lo que quizá sólo sean fenómenos estadísticamente correlacionados. Algunas de las correlaciones estadísticas pueden examinarse concienzudamente para descartar que se trate de relaciones de causalidad. Por ejemplo, en el siglo <span style="font-variant: small-caps;">xix</span> se había comprobado que el índice de suicidios es mayor entre los casados que entre los solteros. Pero tras un examen más riguroso se cayó en la cuenta de que esta correlación es engañosa, y que el verdadero factor de relación es la edad. Evidentemente, los casados se hallan en una determinada franja de edad. Tomando a los solteros en conjunto, se descubre que son también quienes se hallan en esa misma franja de edad los que más se suicidan, y no los jóvenes célibes. Más aún, contrastando el grupo de los solteros con el de los casados, se constata que el índice de suicidios entre estos últimos se reduce a la mitad. En conclusión, si bien es cierto que la mayor parte de los suicidios se produce entre los casados, esto es simplemente porque hay más de éstos, pero la probabilidad de suicidarse estando casado es significativamente menor. El matrimonio, pues, sería más bien un factor de freno al suicidio.</div>
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Presumimos vivir en una sociedad racionalmente educada, y sin embargo a diario nos aturden con falacias de este tenor. Otro caso interesante, y de más actualidad, del mismo tipo de error lo tenemos en una estadística publicada hace años que pretendía establecer una relación estrecha entre la tendencia a suicidarse y la afición al juego <i>Dungeons and Dragons</i>. La «prueba» era que 28 adolescentes que solían jugar a ese juego se habían suicidado. Pero teniendo en cuenta que se vendieron millones de ejemplares del juego (se estimaba que unos tres millones de adolescentes jugaron al mismo) y que la tasa anual de suicidio para ese grupo de edad es de unos 12 por cada 100.000, la cantidad de jóvenes aficionados al juego que debería esperarse que se suicidaran era de 360, y no sólo 28. Más bien habría que haber inferido que el juego era un poderoso atenuante de la tendencia al suicidio —a falta de otros datos, claro (cf. John Allen Paulos, <i>El hombre anumérico: El analfabetismo matemático y sus consecuencias</i> (1988), Barcelona, Tusquets, 1990, p. 195).</div>
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Como es sabido, Durkheim observó que el índice de suicidios es mayor en los países protestantes que en los católicos, y mayor también que entre los judíos. De esto infirió una cierta influencia de la religión: los protestantes conceden al libre examen de la propia conciencia una función rectora que los católicos no pueden admitir. De ese modo cabe que en la mentalidad protestante uno sea libre de decidir por su cuenta quitarse la vida sin pedir permiso a nadie. Allá cada cual. La mentalidad católica es más social y responsablemente cohesiva, y por tanto se protege colectivamente mejor de las desgracias individuales.</div>
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Pero en conjunto, del examen durkheimiano del factor religioso se concluye que, al menos en época moderna, las religiones son un débil freno al suicidio. Y aun ese ínfimo efecto tiene, diría yo, un turbio carácter hipócrita. Dice Machado: «Algunos desesperados/ sólo se curan con soga;/ otros con siete palabras:/ la fe se ha puesto de moda.» A esto es a lo que se reduce la dudosa ayuda que la religión presta al instinto de conservación; quienes no se acaban suicidando «deductivamente» es porque aún poseen la capacidad de seguir engañando y engañándose. Si acaso las religiones contribuyeron a mitigar el suicidio en sociedades anteriores, de seguro que no se trataba propiamente de una influencia de la religión misma, sino más bien del hecho de que esas sociedades <i>in toto</i> no producían suicidas del modo tan sistemático como lo hace el capitalismo.</div>
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La mayor protección contra el suicido que proporciona la familia ha de entenderse bajo el mismo principio: a falta de un amparo social bien organizado y dirigido, la familia es el único resguardo eficaz de la vida. Pero bien se comprende que este colchón se deshace cuando toda la vida económica se encamina a la destrucción inmisericorde de los medios de vida de millones de personas, lo que significa destruir a las mismas familias.</div>
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Obviemos ahora esa otra tremenda causa abstracta a que apelaba el <i>Hall’s Journal of Health</i> en 1863 los «unrestrained appetites and passions». Por supuesto que habría mucho que hablar de esto: ninguna sociedad humana ha elevado a la categoría de único motor de la vida social los más abyectos apetitos y pasiones, empezando por el afán de lucro. Queda aún aquella última razón: la torpeza de las masas para «arreglárselas en la vida» prósperamente, por falta de rigor en su preparación… No soy capaz de negarlo. Los pobres no están bien «preparados» para «prosperar» en la vida. Pero sólo un imbécil creería que se trata de un defecto del sistema educativo. Los obstáculos que impiden una vida próspera se resumen en tres palabras: el orden capitalista.</div>
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Los cabronazos que aún defienden el capitalismo forman legión. Sería una mala cosa que llevasen razón en eso de que la humanidad jamás se regirá por los principios verdaderamente humanos del comunismo y de la ayuda mutua. Si es así, quizá no sirva de consuelo, o quizá sí, pensar que esta pobre humanidad, con toda su rudeza, crueldad y afán destructivo, apenas dejará ni un leve rasguño en el tenue manto de la biosfera, y que en un futuro no muy lejano sólo quedarán aquí las bacterias, quizá para dar paso a un nuevo ciclo evolutivo del que al fin surja una raza más venturosa. Amén.</div>
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Constelaciónhttp://www.blogger.com/profile/07698794212069170490noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-8578161740634862640.post-82774595610652306452013-01-11T00:56:00.000+01:002013-01-13T10:09:07.275+01:00Fútbol, o De la complejidad de lo banal<span style="font-size: 18pt; font-variant: small-caps;">Alberto Luque</span><br />
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<table cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="float: right; margin-left: 1em; text-align: right;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj3Vo273OeFCYNRMQ38i6dHsTvintyE-JQceBC-_cnTd0UfM4IBs_S1bS6lYJ6m2xfoQATghIIHlzPMZmYzMW6kJNx8lBQRaBACH025AdDdtAfhR9DgA-dT1O_hMnD9EXjn9EjdbHLZOiqv/s1600/Real+Madrid,+homenaje+a+la+21%C2%AA+Brigada+Mixta+%5B1937%5D.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; margin-bottom: 1em; margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" height="273" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj3Vo273OeFCYNRMQ38i6dHsTvintyE-JQceBC-_cnTd0UfM4IBs_S1bS6lYJ6m2xfoQATghIIHlzPMZmYzMW6kJNx8lBQRaBACH025AdDdtAfhR9DgA-dT1O_hMnD9EXjn9EjdbHLZOiqv/s400/Real+Madrid,+homenaje+a+la+21%C2%AA+Brigada+Mixta+%5B1937%5D.jpg" width="400" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;"><span style="font-size: small; text-align: justify;">Jugadores del Real Madrid —entonces Madrid CF—</span><br />
<span style="font-size: small; text-align: justify;">en mayo de 1937, antes de comenzar un partido de</span><br />
<span style="font-size: small; text-align: justify;">homenaje a la 21ª Brigada Mixta, en Chamartín.</span></td></tr>
</tbody></table>
<div style="text-align: justify; text-indent: 18pt;">
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Los antiguos griegos despreciaron el trabajo manual. Era inevitable, tratándose de una sociedad esclavista: el trabajo muscular era plebeyo. No por otra cosa, como apuntaba Marx, ni siquiera ese gigante del pensamiento que fue Aristóteles pudo descubrir cuál es la verdadera naturaleza del valor (de cambio) de las mercancías, pues no es otra que el trabajo (medio y socialmente necesario) invertido en su fabricación: “Aristóteles no podía <i>descifrar</i> por sí mismo, analizando la forma del valor, el hecho de que en la forma de los valores de las mercancías todos los trabajos se expresan como <i>trabajo humano</i> igual, y por tanto <i>como equivalentes</i>, porque la sociedad griega estaba basada en el <i>trabajo de los esclavos</i> y tenía por tanto como <i>base natural la desigualdad entre los hombres y sus fuerzas de trabajo</i>.” (<i>El capital</i>, t. <span style="font-variant: small-caps;">i</span> [1867], lib. <span style="font-variant: small-caps;">i</span>, cap. <span style="font-variant: small-caps;">i</span>.)</div>
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<a name='more'></a>La moral del trabajo de la antigua sociedad aristocrática se resume en estas reflexiones que nos transmiten Plutarco y Luciano de Samosata: “La ocupación personal en tareas ruines ofrece por sí misma el esfuerzo en asuntos inútiles como testimonio de su indiferencia en lo que respecta a las cosas bellas. Y no hay ningún joven bien nacido que al contemplar el Zeus de Olimpia desee ser Fidias, o Policleto al contemplar la Hera de Argos, ni Anacreonte o Filemón o Arquíloco, porque le agraden los poemas de éstos. Pues no es forzoso, aunque la obra deleite por su encanto, que el autor sea digno de estima.” (<span style="font-variant: small-caps;">Plutarco</span>, <i>Vida de Pericles</i>, 2.1.) “Supongamos que te conviertes en un Fidias o en un Policleto, y que realizas numerosas obras maestras; todo el mundo admirará entonces tu arte, pero ninguna persona razonable deseará ser como tú, porque siempre serás considerado un operario o un artesano, y te degradarán igual que quien se gana la vida trabajando manualmente.” (<span style="font-variant: small-caps;">Luciano</span>, <i>Sueño</i>, 9.) Es de notar que Plutarco extiende el desprecio social a los poetas, cuyo trabajo es sin embargo puramente intelectual y no manual, y además fue altamente valorado por la sociedad de su época. La Edad Media mitigó mucho este desprecio a lo artesanal —sobre todo con la regla benedictina—, rescatando la dignidad del trabajo bien hecho. Si los antiguos se hubiesen limitado a despreciar las labores psicomotrizmente más rudas, habría sido comprensible, pero su actitud es paradójica, porque admiraban a los atletas. Y es que los atletas eran aristócratas y no plebeyos, y las competiciones olímpicas eran lo opuesto a cualquier trabajo; en el deporte, los amos del mundo ejercitaban su ocio y exhibían su superioridad. De manera que eran capaces de admirar la habilidad sin provecho de un atleta, pero no la habilidad provechosa de un artesano, sin percatarse de la contradicción —porque percatarse de ello habría sido equivalente a cuestionar el orden social. Nada de cuanto se desarrolle en la cultura de una sociedad clasista cualquiera puede estar exento de contradicción; en realidad, toda la mentalidad hegemónica de una sociedad —que es, no lo olvidemos, la mentalidad de la clase hegemónica— tiene forzosamente que orientarse a procurar el mayor grado de justificación del <i>status quo</i>.</div>
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Enjuiciar lo que significa el deporte desentendiéndose de que éste se practica en una sociedad de clases conduce a curiosas confusiones, porque se amalgama inconscientemente lo que el deporte puede o debe ser, en abstracto o inherentemente, con lo que es realmente en un medio social que lo condiciona. Se mezclan así confusamente sus rasgos propios con los rasgos circunstanciales, cayendo en la falacia de tomar unos por otros, de un modo que conduce a absurdas controversias —como si alguien intentase extraer una ética de una estética, o al revés, o sea como si intentase destilar tocino de la velocidad.</div>
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En ocasiones se han producido interesantes debates en torno a los rasgos distintivos de la afición al fútbol y la afición a la tauromaquia. Incluso se han elaborado ingeniosos chistes, como aquel obsceno del forofo que, ante la triunfal conclusión de un taurófilo, “Donde esté una buena corrida, que se quite el fútbol”, concedía: “Di que sí… ¡y los toros!” Pero sobre todo ha sido el toreo lo que, por sí solo, ha motivado buenas reflexiones intelectuales. Sólo el anecdotario taurino, si se quiere banal, ofrece un inmenso acervo de experiencias y dichos de lo más conmovedor, como aquel del Espartero (Manuel García), “Más cornás da el hambre” —que sirvió de título a una controvertida novela que escribió en 1951 el mexicano Luis Spota—, o como aquel otro atribuido al Gallo (Rafael Gómez Ortega) —aunque otros lo asocian al Guerrita (Rafael Guerra)—, “Hay gente pa’ to’” —contestando a la definición que, en presencia de Ortega y Gasset, le dieron de lo que es un filósofo. La tauromaquia me parece el espectáculo primitivo más sofisticado —valga el oxímoron—, equivalente a una representación al mismo tiempo concreta y abstracta —o sea genuinamente artística— de todo cuanto debía contener una tragedia según la <i>Poética</i> de Aristóteles. Tiene la tauromaquia una grandeza trágica que el fútbol jamás podrá soñar, de modo que jamás podrá despreciarse aquélla del mismo modo —aunque sí por otros motivos— como Borges despachaba al fútbol: “Detesto el fútbol, es un juego brutal que no requiere un coraje especial, porque nadie se juega la vida…” (<i>Siete Días</i>, núm. 989, 19 de junio de 1986; recopilado en Esteban Peicovich, <i>El palabrista: Borges, visto y oído</i>, Buenos Aires, Marea, 2006, p. 72.) Tanto en la historia del toreo como en la del fútbol se encontrarán a raudales maravillosas expresiones de lo más conmovedor de la experiencia humana, ni más ni menos que si nos adentramos en la vida íntima de una estultificada ama de hogar entre los fogones, o en las oficinas de una delegación de Hacienda, o en las cabañas de una tribu de guaraníes. Todo eso no vale, pues, como motivo particular para enaltecer la riqueza ética del espectáculo en cuestión, en sí mismo, sencillamente porque es común y universalmente humano. En todo caso, lo que hace posible que tanto los toros como el fútbol sean “buenos para pensar”, como diría Lévi-Strauss, es su común naturaleza de <i>espectáculo</i>, amén de, claro está, el análisis del tipo de destrezas que en cada caso se desarrollan.</div>
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Así como hay aficionados al fútbol que aborrecen los toros, y aficionados a los toros que aborrecen el fútbol, hay también entusiastas de ambos espectáculos, y quienes los abominan por igual. Carlos Puyol declaró hace un par de años que era partidario de prohibir los toros, a Xavi Hernández el tema le dejaba indiferente, mientras que Albiol, Ramos, Del Bosque o Casillas se manifestaron partidarios de la fiesta taurina. La misma exhaustiva distribución de entusiasmos se puede encontrar entre los intelectuales. Pero me parece que con mucha más frecuencia éstos desprecian el espectáculo deportivo, y a lo sumo conceden al deporte físico, como los antiguos romanos, sólo una importancia —que no es poca— para la salud corporal, algo de los <i>prota kata physin</i> de los antiguos estoicos; es decir un valor no moral, sino previo a la moral, como todas las condiciones físicas de la existencia, del bienestar. La exageración del valor moral del ejercicio físico es propia del “hombre fisiológico”, por decirlo a la manera de Zola. No escasean, sin embargo, entre los “hombres metafísicos” quienes deducen virtudes éticas del deporte. Mi propia opinión al respecto es de estirpe romana y estoica: los motivos por los que el deporte es vitalmente necesario son los mismos por los que carece <i>en sí</i> de virtudes propiamente éticas, y lo que me parece un extravío es mezclar ambas cosas, lo fisiológico y lo metafísico. Por otro lado, el deporte es, como cualquier otra actividad humana, un asunto propio para el enjuiciamiento ético, pero no, insisto, un fenómeno ético <i>en sí</i>.</div>
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Nunca he sido aficionado a los deportes —salvo la fumada lenta, la marcha montañesca y el ciclismo, y como espectáculo sólo me fascina el pugilismo, y encuentro también interesante la esgrima. Mi concepto del deporte, ya lo he dicho, es romano y no griego: su objeto racional es la salud, no el espectáculo —por aquello de la <i>mens sana in corpore sano</i>, que Juvenal, por cierto, predicaba de la oración, no de la gimnasia. Mis preferencias, va de suyo, se dirigen además al deporte individual. Es más, observo que cuando un deporte colectivo, como el fútbol, suscita una verdadera emoción estética es cuando ocasionalmente destaca alguna figura que sobrepasa al equipo. De ahí que lo más característico y emotivo del entusiasmo futbolístico se exprese no con lemas ni proposiciones, sino con signos más elementales y primarios, con simples nombres propios: Pelé, Di Stéfano, Gento, Kubala, Maradona… “palabras” cuyo solo sonido desata intensos embelesos. Es, pues, siempre la <i>hombría</i>, el valor individual —y la etimología de la <i>virtus</i>—, lo que se revela bajo ese entusiasmo como único motivo verdaderamente ético y a la vez estético.</div>
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¿Qué rasgos intrínsecos del fútbol podrían justificar una admiración intelectual? Yo creo que ninguno. El jugador de fútbol no requiere más habilidad que la puramente muscular. En comparación con las destrezas de un neurocirujano o un pianista virtuoso, las de un futbolista —correr, driblar y manejar un balón con el pie—, por inauditas y singulares que puedan llegar a ser, se quedan tristemente reducidas a puras monerías. Y que nadie insista en que jugar bien al fútbol requiere destrezas de orden mental, como si se tratase de concebir y prever con rapidez una serie de movimientos estratégicos, a semejanza de los que debe concebir, pongamos por caso, un jugador de ajedrez. En modo alguno: lo que hace el jugador de ajedrez es en efecto un tremendo esfuerzo mental, porque, tarde lo que tarde en decidir su jugada, debe examinar con toda precisión un sinfín de procedimientos, mientras que al jugador de fútbol de nada le serviría imaginar —caso de que lo intentase— una o muchas “jugadas maestras”, porque a cada instante se modificará el escenario de lo posible, a tenor con lo que, imprevisiblemente, harán los otros jugadores; su habilidad mental se reduce a adaptarse con suma rapidez a cada variación instantánea, lo que desde luego es una facultad psicomotriz, pero instintiva y completamente ajena a la reflexión racional. Digo bien: “se reduce”. La inteligencia —en el genuino sentido de <i>comprensión</i>— tiene mucho que ver con la parsimonia, y nada que ver con la celeridad de la respuesta fisiológica a un estímulo cualquiera. Podría decirse que cuanto más nervioso es un individuo, menos apto es para la reflexión; y viceversa, que los inteligentes suelen ser, como el teniente Colombo, un tanto lerdos y como atolondrados; de ahí que, por ejemplo, las tremendas habilidades de rapidez de respuesta que desarrollan los niños que pasan horas entrenándose con videojuegos, inconcebible ejercicio de celeridad, suelan mermar sensiblemente su disposición al estudio, que requiere una virtud completamente opuesta: la paciencia.</div>
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Como explicaba Godfrey Harold Hardy en su hermoso libro <i>Apología de un matemático</i> (1940), “hay que tener en cuenta las diferencias de valor entre las distintas actividades”: es razonable que si uno posee una innata ventaja por sus dotes como corredor, decida dedicarse a eso que hace mejor, en lugar de, pongamos por caso, a la poesía; desde luego que será una desgracia que el individuo en cuestión considere la poesía de un valor incalculablemente superior al del atletismo, y podría esto hacer más difícil su elección (cf. <i>A mathematician’s apology</i>, University of Alberta Mathematical Sciences Society, 2005, pp. 5 y s.); en cualquier caso, se engañaría más tristemente si se forzase a fingir que el atletismo le parece una forma de poesía o algo parecido; eso sería algo así como la actitud de la zorra ante las uvas. Y si en efecto tomamos en consideración las diferencias de valor entre las distintas actividades, entonces al fútbol no puede reservársele sino uno de los escalones inferiores. Es un juego que requiere exclusivamente el desarrollo de la más tosca de las extremidades, y donde el uso de la más distintivamente humana, la mano, está prohibido. “Para colmo, el más popular de los deportes se juega con los pies, lo cual se opone a la historia de la evolución. El hombre desciende de un homínido que comía frutas y era incapaz de servirse del pulgar oponible; en consecuencia, una actividad que cancela el uso de las manos semeja un retorno a la barbarie.” (Juan <span style="font-variant: small-caps;">Villoro</span>, “El arte y el fútbol”, en <a href="http://www.lainsignia.org/2001/abril/cul_043.htm"><i>La Insignia</i></a>, 13 de abril de 2001.) No puede ser más ridícula la ingenua creencia de Kundera de que el fútbol no se juega con los pies, sino “con la cabeza” —salvo que se refiriese a una preferencia por el juego con balones altos y frecuentes cabezazos. En fin, la fascinación que pueda llegar a producir el dominio técnico de las patadas a un balón, o cualquier otro dominio psicomotriz de las extremidades inferiores, jamás será tan grande como la que suscitan los trapecistas, y aún mucho menos que la de los bailarines, y aún muchísimo menos que la de los pianistas…</div>
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(Me viene a la memoria una anécdota curiosa, en relación con el carácter “popular” que nadie puede disputar al “deporte rey”: la del origen del rugby, a partir de él. Al parecer, fue un muchacho de Rugby, incapaz de someterse a la tiránica regla de no usar las manos, quien decidió cambiarlas, inventándose ese otro parecido juego. Y hay algo verdaderamente “popular” e irreverente en ese gesto, en ese desprecio de las normas que arbitrariamente habrían definido un juego aristocrático; aunque también puede interpretarse que sólo un altanero aristócrata sería capaz de un desafío semejante a las reglas… Pero el caso es que ese desacato no fue sólo un gesto insolente, sino maravillosamente <i>racional</i>, por cuanto suponía renunciar al elemento bárbaro y agresivo de las patadas —pura animalidad— para hacer intervenir en la competición una parte del cuerpo mucho más cercana a lo mental, mucho más propia de la distinción psicofisiológica del hombre respecto al resto de mamíferos: el juego quedaba así más apropiadamente caracterizado según el uso de las manos, distintivo del <i>homo habilis</i>, y no el de las pezuñas…)</div>
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No hace falta extenderse en estos aspectos materiales del juego para justificar el hecho de que la mayoría de los intelectuales no puedan conceder al fútbol ninguna excelencia intelectual ni moral. Recurrir a autoridades como Schiller o Huizinga para enaltecer el juego en abstracto es hacer trampas, no sólo porque las teorías sobre lo lúdico de estos pensadores pueden en sí mismas ser críticamente rebatidas, sino porque aquellas observaciones profundas e inteligentes se refieren a otra cosa, a aspectos <i>ideales</i> de la experiencia humana, que apuntan a lo que soñamos como el reino de la libertad, completamente incompatibles con el reino de la necesidad en que se inscriben realmente los juegos practicados en nuestra sociedad. El hombre no es en modo alguno un <i>homo ludens</i>, aunque éste podría ser, razonablemente, el término de sus sueños más racionales; hasta hoy es más bien otras cosas, <i>homo faber</i>, en el mejor de los casos <i>homo habilis</i>, y sólo muy precariamente <i>homo sapiens</i>.</div>
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Pese a todo, no escasean, como he dicho, los intelectuales que hacen apología del deporte. Edgar Morin, o Evgueni Evtuchenko, o incluso Milan Kundera no tuvieron reparo en parangonar el fútbol con la poesía. Con ello hacían también algo de poesía —de la mala—, sin que para ello fuese necesario que el fútbol exhibiese intrínsecamente nada comparable; lo mismo puede hacerse poesía —incluso de la buena— a propósito de un calcetín sudado. No se trata en estos casos de hablar por hablar, sino de transmitir una sensibilidad y unas ideas propias con el motivo-excusa del fútbol. Otros egregios defensores del fútbol son Albert Camus, Miguel Delibes, Javier Marías (<i>Salvajes y sentimentales</i>, Madrid, Aguilar, 2000) o Eduardo Galeano (<i>El fútbol a sol y sombra</i>, Madrid, Siglo XXI, 1995). El fútbol es, en los deliciosos textos que estos autores le han consagrado, un motivo o excusa para revelar emociones propias y reflexiones que interesan por lo que nos enseñan de la sensibilidad y la inteligencia de quien escribe, y que con la misma eficacia podrían haberse elaborado en relación a cualquier otro asunto. Eduardo Galeano dijo que la mayoría de los escritores de América Latina son “futbolistas frustrados”; con toda probabilidad, se trata de una poética exageración. <i>El fútbol a sol y sombra</i> es una simpática historia, exposición y defensa de las virtudes del fútbol. Pero insisto en que no se trata del fútbol en sí, de sus cualidades objetivas, sino de otra cosa: de la experiencia vital que tanto puede asociarse al fútbol como a cualquier otra actividad. Y en particular se trata de la necesaria o ineludible “politización del deporte” —ni más ni menos necesaria o ineludible que la politización del arte.</div>
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Que Camus o Gramsci viesen en el fútbol algo así como una escuela de humanidad, una ocasión preciosa para el ejercicio de la camaradería, el coraje, la amistad, el esfuerzo, la autocrítica, &c., no empece que en el campo, y en la gradería, se puedan también ejercitar las más abyectas y salvajes inclinaciones, como la preparación para la guerra o el fanatismo nacionalista. De ahí que Borges no temiese hablar con toda franqueza contra el fútbol: cosa “tediosa”, “un juego totalmente convencional”, que hace de los espectadores, automáticamente, unos imbéciles, “una miseria, una cosa tan frívola”, que “es popular porque la estupidez es popular”, &c. Borges apuntaba certeramente a la más abyecta de las corrupciones morales asociadas al fútbol, a saber: que sólo interesa ganar. “Porque la gente cree que va a ver un espectáculo, pero no es así. La gente va a ver quién va a ganar. Porque si les interesara el fútbol, el hecho de ganar o perder sería irrelevante, no importaría el resultado, sino que el partido en sí fuera interesante…” (Cit. por Carlos A. <span style="font-variant: small-caps;">Garramuño</span>, “La vigilia con los ojos abiertos”, en <i>Pájaro de Fuego</i>, núm. 6, abril-mayo de 1978.) De modo que es bastante comprensible que Kipling “se burlara”, como dice Galeano, del fútbol y de las “almas pequeñas que pueden ser saciadas por los embarrados idiotas que lo juegan”. Ni tampoco han de sorprendernos estas declaraciones de otro insigne detractor, Guillermo Cabrera Infante, recordadas por Javier Marías: “Ese juego nefasto incita a la violencia porque es violento en sí mismo: se juega con los pies, y pocos movimientos hay tan feroces como el que supone dar una patada.” (Cit. en <i>Aquella mitad de mi tiempo: Al mirar atrás</i>, Barcelona, Mondadori, 2011 p. 62.)</div>
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Lo que significa esta disparidad de opiniones no tiene gran cosa que ver con que unos sepan observar entre los rasgos objetivos del fútbol unos aspectos que otros son incapaces de ver, o que evalúan de otro modo. Tiene que ver con unas diferencias de orden sentimental, experiencial, intelectual y moral, y tiene que ver también con el hecho de no haber sabido distinguir consciente y críticamente lo intrínseco de lo circunstancial. No es el fútbol en sí lo que se desacredita o se ensalza con tales reflexiones, sino las reflexiones mismas. El fútbol sigue teniendo sus cualidades objetivas, repito, de un orden extramoral, buenas según su naturaleza y sus fines propios, pero ajenas a todo criterio ético o estético. Vincular tales o cuales virtudes éticas de los rasgos objetivo-materiales del juego es como si decidiésemos cantar las excelencias morales de la relojería, o las de la pesca del esturión, o las virtudes “culturales” de la cocina. Objetivamente un plato cocinado no es más que un alimento, bueno o malo en función de sus efectos sobre la salud, pero nada hay de objetivo en considerarlo “exquisito”, ni “peculiar”, ni “original”, ni según cualquier otra categoría de orden estético, sentimental o moral; porque estos otros juicios dependen de las circunstancias sociales, no de las propiedades objetivas del alimento.</div>
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Pero entonces ¿cómo explicar el hecho innegable de que el fútbol, más que ningún otro espectáculo, sea fuente de los más intensos calambres emocionales? Quiero decir: ¿es esto también efecto de una “circunstancia” social, o hay que contarlo entre las virtudes intrínsecas del fútbol? Yo creo que es lo primero. La emoción está asociada a lo que representan los gestos más esforzados de jugadores individuales, pero la intensa simpatía que suscitan no puede explicarse sino como el efecto de un adoctrinamiento, de una <i>mentalidad</i> que vuelve tales embelesos una necesidad vital, sin que lo sea de suyo. Porque, a decir verdad, esa electrizante simpatía se produce en ocasiones respecto a los guardametas, que son una suerte de anti-jugadores o recíprocos imprescindibles —un poco como el Anteros lo es respecto a Eros. Y puesto que la función y el movimiento del portero es completamente ajena a la del resto del equipo, por fuerza debe de ser algo ajeno a sus rasgos objetivo-materiales-concretos lo que motive en el espectador una pasión semejante. El papel del guardameta es en efecto muy singular, como el de esos personajes clave de muchos relatos, que a pesar de no ser sino protagonistas muy secundarios, sin ellos la historia perdería lo principal de su sentido. Y también a esta figura le está reservado, aunque de modo mucho más tacaño, el premio de un entusiasmo popular. ¿Qué aficionado a la historia del fútbol olvidará la sobrenatural fascinación del legendario portero ruso Yashin, “la araña negra”? Por cierto, entre los eslavos egregios también aparecen intelectuales futbolistas, como Vladimir Nabokov —aunque practicó este deporte en Cambridge, en el exilio. El otro deporte que amaba Nobokov era el ajedrez; quizá no pueda imaginarse una complementación de opuestos más radical, y sobre todo si además se contrastan con su desconcertante afición a las mariposas. Así recordaba esta pasión en <i>Habla, memoria</i> (1966):</div>
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De todos los deportes que practiqué en Cambridge, el fútbol ha seguido siendo un ventoso claro en mitad de un periodo notablemente confuso. Me apasionaba jugar de portero. En Rusia y en los países latinos, ese intrépido arte ha estado rodeado siempre de un aura de singular luminosidad. Distante, solitario, impasible, el portero famoso es perseguido por las calles por niños en éxtasis. Está a la misma altura que el torero y el as de la aviación en lo que se refiere a la emocionada adulación que suscita. Su jersey, su gorra, su visera, sus rodilleras, los guantes que asoman por el bolsillo trasero de sus pantalones cortos, le colocan en un lugar aparte del resto del equipo. Es el águila solitaria, el hombre misterioso, el último defensor. Los fotógrafos, doblando reverentemente una rodilla, le sacan instantáneas cuando se lanza espectacularmente en plancha hacia un extremo de la meta para desviar con la punta de los dedos un disparo raso y veloz como un rayo, y el estadio entero ruge de aprobación mientras él permanece unos instantes tendido en el mismo lugar donde ha caído, intacta aún su portería.</blockquote>
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La experiencia futbolística, ni más ni menos que cualquier otro tipo de experiencia corporal, le sirve a Nabokov simplemente para ejercitar el arte maravilloso de la pura retórica, de la poesía, del hablar y hablar, del juntar adverbios tras adverbios, adjetivos tras adjetivos… Para explicarse a sí mismo por qué, a pesar de lo que acabamos de leer sobre la fascinación natural e irresistible que por fuerza ha de suscitar el guardameta, él mismo no consiguió celebridad en Gran Bretaña, esboza un típico discursito acerca del carácter nacional, y engalana este banal tópico con hermosas frases:</div>
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Pero en Inglaterra, como mínimo en la Inglaterra de mi juventud, el miedo nacional al exhibicionismo y la exageradamente inflexible preocupación por la solidez de la labor de equipo no permitieron que se desarrollase el excéntrico arte del guardameta. Ésta fue al menos la explicación que conseguí desenterrar cuando traté de enterarme de por qué motivo no disfrutaba yo de un tremendo éxito en los campos de fútbol de Cambridge.</blockquote>
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Ésta es la fascinadora retórica con que un hábil poeta es capaz de hacernos olvidar lo más obvio, a saber, que en definitiva sólo se trataba del simple y matemático hecho de que el juego no puede desarrollarse la mayor parte del tiempo en los extremos, sino a lo sumo en un escaso 10% del tiempo de juego. Las reflexiones de Nabokov participan de una suerte de perfección poético-artesana, algo de lo que el propio Nabokov es extrañamente consciente, cuando por ejemplo escribe: “me veía a mí mismo como un fabuloso ser exótico disfrazado de futbolista inglés, que componía versos en un idioma que nadie entendía, acerca de un país que nadie conocía”. Es más, tales reflexiones incluso son psicológicamente penetrantes, pero nada esclarecen sobre la naturaleza del deporte en general, ni del fútbol en particular, sino que se trata de observaciones de estados emocionales que pueden acaecer al hilo de experiencias material y socialmente muy distintas a las vinculadas a espectáculos deportivos. Lo que significa que el deporte no posee ninguna virtud especial por la que deba considerársele un medio indispensable, ni aun idóneo, para lograr tal o cual enseñanza emocional o ética, porque lo mismo se lograría con otros medios; el deporte, por tanto, no ha de ser absurdamente elevado a la categoría de un rito salutífero, pero tampoco puede, <i>por los mismos motivos</i>, ser descartado como un medio igualmente adecuado para tales o cuales propósitos.</div>
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Pero volvamos a lo de la raíz de la fascinación, del entusiasmo que suscita el espectáculo —en apariencia de un libre orden estético. He dicho antes que ese entusiasmo se transfunde mediante signos simples, nombres propios (Di Séfano, Pelé, Gento, Maradona…). Recuerdo que sentía de niño la emoción con que los mayores pronunciaban esos sagrados nombres, como si se tratase de una sustancia tangible adherida a su sonido, a pesar de que yo mismo no había contemplado las hazañas a que tales nombres se vinculaban. Se transmitían como una suerte de talismanes, de palabras mágicas, sinónimos de “glorioso” o “heroico” o algo así. En los recuerdos de los aficionados se quedaban guardados para siempre, más o menos inevitablemente deformados, algunos momentos victoriosos de corajudas proezas musculares. Y los que no habían gozado de semejantes emociones frente a espectáculos reales, podían remedarlas viendo películas como la de John Huston <i>Evasión o victoria</i> (<i>Victory</i>, 1981), basada en hechos reales —aunque para una factura más genuinamente realista de la misma inspiración es mucho mejor el filme del húngaro Zoltan Fabri <i>Match en el infierno</i> (<i>Két félidö a pokolban</i>, 1963). Hasta el hecho de que entre los actores figurasen grandes jugadores reales (Pelé, Bobby Moore, Osvaldo Adiles, Kazimierz Deyna y Paul Van Himst) añadía al filme de Huston una paradójica aura de hecho mítico. Recuerdo también con qué fanática admiración hablaba mi padre del Real Madrid, sólo comparable a la que sentía por el comunismo soviético. Se comprenderá la poca mella que podía hacerle ese pueril lema “izquierdosista” de que el Real Madrid era “el equipo de Franco”. Entre las reminiscencias que me transmitió se hallaba una acerca de un partido en el extranjero, no recuerdo en qué ciudad europea, en el que un nutrido grupo de españoles en el exilio acudieron a vitorear a su equipo con banderas republicanas; y los jugadores saludaron a la bandera republicana. Bueno, ésa podía ser una interpretación formalmente correcta del hecho objetivo de que saludaron a sus paisanos, quienes llevaban tales banderas; pero tanto en un caso como en otro —se obviase o no la bandera—, el caso era igualmente emotivo.</div>
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Naturalmente, lo que transmiten los recuerdos y los discursos sobre hazañas deportivas no es tanto una información objetiva e importante por el hecho en sí, sino un estado de ánimo o una ética del propio narrador. Cada entusiasta del fútbol proyecta en el juego, como interpretación, poco más o menos toda su propia moral. Y así el individualista lo contempla como expresión del esfuerzo personal y de la rivalidad, y el colectivista, en cambio, como supremo espectáculo de la camaradería y la ayuda mutua. Sin embargo, es frecuente que tanto uno como otro no sean conscientes de que están proyectando su propia ética sobre el juego, sino que, al contrario, crean que es el juego el que objetivamente les enseña, les revela o refuerza dicha ética. No de otro modo se engañaba Albert Camus, que llegó a decir que todo cuanto había aprendido de ética lo debía al fútbol. Es fácil compartir esa ilusión camusiana de que el fútbol representa esquemáticamente toda una “filosofía de la vida”. Pero ¿cuál? Para unos, la de la civilización, y para otros la de la barbarie belicista.</div>
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He dicho que es mucho más frecuente que el fútbol produzca repugnancia en los intelectuales, y he añadido que tal cosa me parece lo más natural. Podría sospecharse que se trata esencialmente de elitismo, pero el elitismo de esta clase no es el de quien procura activamente una discriminación, una distinción artificial, y goza con ella, sino más bien el contrario, el de quien percibe una infranqueable distancia entre lo sofisticado y lo vulgar, y lo lamenta —es decir, lamenta el amargo hecho social de que unos estén condenados a vivir lo vulgar, y otros, indultados, destinados a gozar de lo sofisticado. Quienes, como Camus, Delibes o Galeano, han elogiado las virtudes morales del fútbol lo han hecho en gran medida movidos por su dulce afecto a los humildes —quizá, por momentos, un poco como el archielitista Erasmo fue capaz de elaborar, aunque mezclado con ironías y sutiles reproches, un verdadero elogio de la vida de los simples.</div>
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Si quizá no es del todo cierto, sino sólo parcial, eso de que el fútbol (<i>i.e.</i> el ejercicio que hacen los jugadores y el desarrollo del juego mismo) refleja toda una geometría moral, es en cambio indudable que la actitud de la afición sí que representa íntegramente una cuestión ética, y no estética (lo estético sería una esfera superior a lo ético, casi inconcebiblemente intelectualizada y abstracta…). Porque, para empezar, el hincha debe responder a un dilema genuinamente moral, como planteaba Aurelio Arteta (“El ocaso del espectador de fútbol”, en <i>El País</i>, 23 de julio de 1994, recogido en <i>Parva política</i>, Madrid, Huerga & Fierro, 1995, pp. 273 y ss.): ¿Es preferible perder mereciendo ganar a ganar mereciendo perder? Cada una de las dos opuestas soluciones a este argumento cornuto define una clase de ética. (Por supuesto, también hay, por lo menos, una tercera clase, dialéctica y materialísticamente superadora de ambos extremos, pero no es necesario ahora enredar con sutilezas esta sencilla y significativa casuística). Como decía Arteta, los tiempos que corren no permiten dudar de la automática respuesta unánime que darán todos los “aficionados de verdad”: “Ni siquiera el más sensible de los aficionados se indignaría ya frente a una victoria deshonrosa de los suyos o hallaría consuelo en su honrosa derrota. Hoy cualquier derrota es, por sí misma, deshonrosa, de igual modo que toda victoria, sin más, honra al vencedor. Y es que la honra y la deshonra sólo las acaba poniendo el resultado.” Es exactamente el mismo asunto al que apuntaba Borges, con toda razón, cuando decía: “Todos hablan de fútbol y pocos lo entienden de forma correcta, entonces hacen de un triunfo o una derrota una cosa de vida o muerte.” Arteta recordaba la ocasional fullería de Maradona al ayudarse con el brazo para meter un gol, sin que fuese advertido por el árbitro —aunque sí por las cámaras, y por tanto por todo el resto del universo. Ejemplo muy bien traído para mostrar la tremenda y ramplona inmoralidad que de ordinario caracteriza al fútbol, y cualquier otra cosa que caiga en la diabólica esfera de la mercantilización.</div>
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Pero lo que decía Arteta es aún demasiado superficial, un puro ejercicio de lamentación retórica cargado de melindrosa moralina —y no digo esto porque no la comparta, que sí la comparto, sino porque todo eso es una fracción insignificante de “lo que hay en juego”… Aun sin salirse gran cosa del extremo de quienes apuestan incondicionalmente por la victoria a cualquier precio —y también en el extremo opuesto—, hallaríamos mil matices del sentimiento y del temperamento moral, todos distintos, y hasta incompatibles entre sí. Desde el simple fanático embrutecido a quien sólo el olor a victoria le sienta como un bálsamo para sus desquiciados nervios de cafre, hasta el que celebra la alegría de glorificar siempre a su equipo, como los del Betis, “manque pierda”…</div>
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Hay algo tremendamente e inevitablemente triste en toda competición deportiva, y algo que se magnifica cuando los competidores son muchos, a saber: que sólo uno gana, <i>ergo</i> que todos (menos uno) pierden. De modo que lo que se celebra siempre e indefectiblemente es la derrota, el hacer morder el polvo, y no lo contrario. Los Mundiales de fútbol, las Olimpíadas o cualquier otro masivo evento deportivo, son la ocasión perfecta para los crueles, para quienes experimentan placer con el dolor ajeno (sádicos se les suele llamar, palabra que aquí suena muy fuerte), tanto como para los otros, los masoquistas, pues la mayoría, repito, está condenada a perder. En esto la afición a los espectáculos deportivos se parece mucho la afición a los juegos de azar: todos (menos uno) deben siempre perder. (A propósito, ¿nadie se ha preguntado alguna vez a qué extraño sentido del pudor puede deberse que nuestro lenguaje tenga palabras como “ninguno”, “uno”, “dos”, “varios” y “todos”, pero que debamos usar perífrasis para expresar “todos menos uno”, o “casi todos”? Una vez, bromeando, le dije a un amigo con quien discutía: “Los dos tenemos razón, excepto tú…”, o sea que “casi todos” teníamos razón…) Los partidarios del juego y del riesgo suelen decir: “Quien no se arriesga, no gana”, como si eso fuese una razón de peso. ¿Acaso no es mucho más cierto lo correlativo: “quien no juega, no pierde”? Aunque sin duda hay poderosas razones de orden natural para que siga pareciendo útil la inclinación supersticiosa…</div>
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Lo de Arteta es entonces, también, la retórica, el saber artesanal de un intelectual, puesto en esta ocasión al servicio de aquilatar un disgusto, un sentimiento de penuria intelectual y moral: que si lo importante es el estado moral, o inmoral, o desmoralizado, del espectador, que si el embrutecimiento y servidumbre ante los designios implacables del negocio, &c. Y todo eso también es cierto, pero no es más que uno (otro) de los múltiples aspectos del entramado social del deporte, y por ello no hay que sorprenderse de que otros intelectuales, como Camus o Galeano, pongan también su sabia escritura, su artesanía literaria, al servicio del elogio y el entusiasmo. Y es que cada cual, intelectual u obrero, puede gozar o detestar ese espectáculo, sin que ni lo uno ni lo otro le convierta automáticamente en ninguna “clase de persona”. Sólo para los fanáticos puede la participación en un accidente externo cualquiera (hablar una lengua, asistir a un espectáculo, tener un determinado gusto estético…) interpretarse, reductivamente, estúpidamente, como el signo inequívoco que caracteriza a una “clase de persona” (naturalmente, esa “clase” es una clase vacía, cuyo imaginario contenido sólo existe en la hueca cabeza del reduccionista). Yo, como ya he confesado, soy de los que no disfrutan en absoluto de tales espectáculos, que me dejan frío, y sin embargo siento una potente y magnética afinidad moral con algunos que se entusiasman hasta el delirio.</div>
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Me doy cuenta ahora de que he iniciado este tema sin plantear siquiera qué importancia puede tener, o cuál es la perspectiva que considero más interesante adoptar. Como mero asunto de aficiones particulares y mundanas, su importancia es escasa, a menos que lo tomemos como índice, según las estadísticas, para el análisis de los rasgos culturales salientes de nuestra civilización —o de nuestra barbarie. Pero en tal caso no se trata de saber si hace más o menos felices, o más o menos inteligentes, o más o menos virtuosas a las personas que juegan al fútbol, o a quienes disfrutan contemplando los partidos, ni si se emocionan mucho ni poco. Igual que si se tratase de la afición al póker, o al cine… Más interesante es saber por qué, con todo derecho, unos consideran, como Kipling, que el fútbol es para idiotas, mientras que otros, como Camus, ponen en este juego los más altos valores morales. Mi opinión al respecto es neutra, o mejor dicho, es más bien una metaopinión, un juicio sobre el sentido de tales opiniones distintas, a saber: que no responden a la naturaleza objetiva, a los rasgos intrínsecos del juego, sino más bien a sus “accidentes”, que pueden ser muchos y contradictorios, y también a las experiencias previas de cada crítico. Todas las actitudes ante el juego y ante el espectáculo me parecen sentimentalmente sanas, y lo único que tiene importancia y sentido ético es lo que cada cual juzga al respecto: son estas opiniones encontradas el verdadero objeto moral, y no el fútbol. Me parece por ello que todas esas opiniones deben ser públicamente expresadas, sin que nadie deba ofenderse por ser <i>contradicho</i> [aún no me hago a esta nueva irregularidad del participio de <i>contradecir</i>, que cuando era niño se conjugaba como <i>bendecir</i>, y no como <i>decir</i>, de manera que se decía “contradecido”; me pregunto qué se gana al cambiar una irregularidad por otra, y más cuando la nueva es aún más irregular que la antigua.]</div>
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Voy concluyendo. Cuando el aficionado tipo llega a la aparentemente “teológica” conclusión de que el resultado de las contiendas es siempre el que tenía que ser, dista aún mucho de haberse “vuelto teólogo”, como concluía Arteta. Todo lo contrario, diría yo. No se trata en este caso de una resignación o abandono en la Providencia en la forma de un acatamiento general, incondicional y abstracto, ni tampoco de una mansa aceptación de cada resultado particular acaecido, sino de una hipócrita y contradictoria amalgama de ambas resignaciones, que es justamente lo opuesto a una verdadera resignación: se trata más bien de una “prueba” de tipo calvinista, según la cual, si se vence, se esgrime el inapelable <i>dictum</i> de que el éxito corresponde al destino o al mérito, sin que dejen de albergarse deseos contrarios en el caso de perder. Digamos que esto no es resignación, sino insultante exigencia de los que ganan para que los otros se “resignen” en el abyecto sentido de reconocer la superioridad del vencedor y su propia inferioridad, lo que equivale a conceder el mérito del vencedor y el demérito del perdedor; en suma, la apoteosis de esa falsa filosofía moderna, calvinista y capitalista, que se obstina en confundir el mérito con el éxito —y que es lo que Arteta quería realmente recriminar.</div>
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Pero lejos de hallarnos ante un “ocaso del espectador”, me parece que casi se trata de todo lo contrario, de la apoteosis el espectáculo como “síntoma”, como signo espurio del valor intrínseco: sólo lo que es objeto de culto de las masas, como un <i>best-seller</i>, se acredita como valioso, cuando toda persona inteligente sabe y siente que es justo al revés… Desde luego que esa brutal adhesión al lema de ganar a toda costa, como advierten Borges y Arteta, supone el ocaso del espectáculo como contemplación desinteresada, como verdadera y libre experiencia estética. Significa la renuncia completa al goce estético, la renuncia a la propia libertad gozadora en la contemplación, en pos de la servidumbre a los intereses y el éxito de <i>otros</i>, tomando a esos otros como los representantes únicos y legítimos, providenciales y plenipotenciarios de la propia sensibilidad —sin duda porque se carece ya de toda verdadera sensibilidad. Porque, en rigor, todas esas posturas, tanto afectivas como intelectuales, frente al deporte no sólo son tolerables y legítimas —ni más ni menos que las inclinaciones estéticas, o incluso los credos sinceros—, sino que además cabe compartir aspectos aparentemente contradictorios o posturas eclécticas. Uno, por ejemplo, puede estar de acuerdo en que el fútbol es una actividad banal y más apropiada para idiotas en su aspecto técnico-material, y sin embargo apreciar en alto grado las oportunidades que ofrece al ejercicio de la amistad y otras loables virtudes. Uno podría llegar a la conclusión, por ejemplo, de que es banal, estúpida e inmoral la comedia, o la literatura fantástica, &c., salvo como fenómenos para pensar <i>en</i> ellos, no <i>a través</i> de ellos; es más, aun juzgándola de ese modo, uno podría gozar estéticamente de esa literatura, o incluso practicarla, del mismo modo que sería capaz de saborear una <i>delicatessen</i> aun sabiendo que nada es importante en un alimento sino su valor nutritivo.</div>
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En fin, también es oportuno observar que esa pérdida del verdadero valor estético apuntada por Arteta no sólo afecta a los espectadores, sino que ha conseguido desnaturalizar el goce que cabría suponer a los propios jugadores (también esto lo insinúa Arteta, al decir que para ellos no se trata de un juego, sino de un trabajo).</div>
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Quiero acabar estas intempestivas reflexiones con un emotivo y anecdótico recuerdo, el del entrenador de un equipo juvenil con jugadores poco esforzados, que no cejaba jamás en su empeño de transmitir entusiasmo y de inculcar el gozo por el juego mismo. En cierta ocasión, tras acabar un partido, reunió a los chicos en el vestuario y les dijo: “Muchachos, estoy muy orgulloso de vosotros. ¡Hoy hemos jugado como nunca!… y hemos perdido, ¡como siempre!”<br />
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PS 1. He tomado la fotografía que acompaña esta entrada del blog <a href="http://franjamoradamadrid.blogspot.com.es/2011/08/llamamiento-de-la-franja-morada.html">La Franja Morada</a>, que publica un breve pero interesante “Llamamiento” el 2 de agosto de 2011, en el que se recuerda a la afición izquierdista del Real Madrid. Un artículo que suscita simpáticas adhesiones de los lectores: “¡Hala Madrid y viva la República!” Aunque también hay unos pocos que se indignan contra esa intromisión de lo político en lo deportivo que juzgan irritante (y creo yo que lo juzgan así no por motivos verdaderamente racionales, que no los hay, sino porque en este caso les irrita el signo político concreto, izquierdista y republicano; si el rechazo de la “politización del deporte” fuese racional y sincero —cosa que, insisto, no puede ser <i>hic et nunc</i>—, habría de producir, automática y paradójicamente, la contestación política, ciudadana, democrática, contra todo el entramado financiero-propagandístico del deporte; otra cosa es que los eventos deportivos —o más banalmente, la adhesión a un equipo— sirvan para hermanar temporalmente, en muchos importantes aspectos vitales, a personas con intereses políticos inconciliables).<br />
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PS 2. Deliberadamente me he colocado, según creo, en un plano ajeno a la polémica, o más exactamente, en un plano <i>metapolémico</i>. Lo que he pretendido en estas dispersas, casuales y algo erráticas apuntaciones —y temo que ni siquiera me he acercado a mostrarlo con alguna eficacia— ha sido justificar: (1) por qué la afición o el aborrecimiento del fútbol es una cuestión polémica, y (2) que lo que debería ser claramente polémico no es el hecho de que a uno le aburra o le entusiasme el fútbol —lo que sería como el vano empeño que la sabiduría popular descarta como una inútil “disputa sobre gustos”—, sino que uno comprenda o no comprenda la naturaleza ética o política de una parte de los argumentos a favor y en contra del fútbol (tanto del deporte en sí como del espectáculo a que da lugar); y en fin, (3) recalcar que esa parte —difícilmente discernible— de los argumentos no tiene que ver con la naturaleza real y objetiva del deporte, sino con la posición (sentimental, intelectual, política) de quien lo juzga.<br />
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgX2Oy6WfzzQbYAZX63j4As7Gf2Kdiv0bnXhRpOnC-dK5Px22TPujX29vrIzHg7tqRlLJF_yrrjqMlvEeeXuUM_2xzuDm1ipu7Qw7ca4i6mWKQvGQa05ayxQvoK3Yn8VrBdDFSA2V50odHh/s1600/Iv%C3%A1n+Fern%C3%A1ndez+Anaya+y+Abel+Mutai+(Burlada,+2-12-12).jpg" imageanchor="1" style="clear: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgX2Oy6WfzzQbYAZX63j4As7Gf2Kdiv0bnXhRpOnC-dK5Px22TPujX29vrIzHg7tqRlLJF_yrrjqMlvEeeXuUM_2xzuDm1ipu7Qw7ca4i6mWKQvGQa05ayxQvoK3Yn8VrBdDFSA2V50odHh/s320/Iv%C3%A1n+Fern%C3%A1ndez+Anaya+y+Abel+Mutai+(Burlada,+2-12-12).jpg" width="320" /></a>PS 3. Si antes he recordado la fullería de Maradona que justamente Arteta trajo a colación, como ejemplo cumbre del tipo de inmoralidad que la mayoría está arrogantemente dispuesta incluso a hacer pasar por “astucia”, bueno es también poner algún conmovedor ejemplo de lo contrario. Helo aquí. El pasado 2 de diciembre, en Burlada (Navarra), se celebraba una prueba atlética, en la que Abel Mutai (medalla de oro en 3.000 m obstáculos en Londres), yendo en cabeza, se despistó al final, creyendo falsamente haber rebasado la línea de meta, y aflojó el paso para saludar al público. Iván Fernández Anaya le alcanzó y, al verle pararse antes de llegar a la meta, en lugar de aprovechar el despiste y rebasarle, se quedó a su espalda y le indicó su error, casi empujándole, conduciendo al keniata hasta la meta. Iván Fernández declaró luego: “Aunque me hubiesen dicho que ganando tenía plaza en la selección española para el europeo, no me habría aprovechado. Creo que es mejor lo que he hecho que si hubiese ganado. Y esto es muy importante, porque hoy en día, tal como están las cosas en todos los ambientes, en el fútbol, en la sociedad, en la política, donde parece que todo vale, un gesto de honradez viene muy bien.” ¡Y que lo digas!<br />
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Constelaciónhttp://www.blogger.com/profile/07698794212069170490noreply@blogger.com10tag:blogger.com,1999:blog-8578161740634862640.post-12789487398734079682012-12-10T22:50:00.000+01:002012-12-10T23:29:47.575+01:00República Hispánica, o De la ficción interesante<span style="font-size: 18pt; font-variant: small-caps;">Alberto Luque</span><br />
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgKV8XUrdLy1O9r_j9N4N3AxKOQJ2P1ipsopYeHvLvxN-V3ew2Z1xPB-vJBdIS49wcKY1mdvtd2qZQlL4Qf-_JqRiVI2U17Knf_eGzhtXRcxogqjq1zzEfodwRkyinUe3L2rhpaMmiuUuUn/s1600/Bandera+de+la+Rep%C3%BAblica+Hisp%C3%A1nica+%5BRa%C3%BAl+Ortega%5D.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" height="191" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgKV8XUrdLy1O9r_j9N4N3AxKOQJ2P1ipsopYeHvLvxN-V3ew2Z1xPB-vJBdIS49wcKY1mdvtd2qZQlL4Qf-_JqRiVI2U17Knf_eGzhtXRcxogqjq1zzEfodwRkyinUe3L2rhpaMmiuUuUn/s320/Bandera+de+la+Rep%C3%BAblica+Hisp%C3%A1nica+%5BRa%C3%BAl+Ortega%5D.jpg" width="320" /></a>Estaba seleccionando algunos casos interesantes de argumentación erística, para una serie de entradas sobre lógica, cuando cae en mi buzón el fragmento de ficción que reproduciré a continuación, y que data del año 2005. Me ha parecido ahora más interesante por muchos conceptos. La ficción tiene un valor muy relativo, o mejor dicho, muy variable: puede ser sugestiva y contener elementos valiosos para una reflexión filosófica —aun si el mismo relato carece intrínsecamente de reflexión filosófica y es, como en el caso que presento, la proyección más o menos feliz de una veleidad política invertebrada y llena de hipocresía—, y puede ser puro entretenimiento intrascendente. (Y también debería formar parte de un manual corriente de lógica el tema de los argumentos de un mundo ficticio, novelesco.) Pero vayamos primero al relato.<br />
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<span style="text-indent: 18pt;">“Iberia 2040”, por Rafael L. Bardají (publicado en </span><i style="text-indent: 18pt;">La Razón</i><span style="text-indent: 18pt;">, 10 de octubre de 2005):</span></h4>
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Elvas, 14 de marzo de 2040. Agencias. “Por tercera vez consecutiva desde que se formara la República Ibérica entre Portugal y las regiones castellanas de la antigua España en el 2024, el Partido Popular Ibérico (PPI) ha vuelto a revalidar su mayoría absoluta en las urnas. Su líder, Carlos Joao Almeida será confirmado de nuevo como presidente de la república y contará como vicepresidente con Rodrigo Díez de Abellán. Ambos dirigentes han hecho hincapié durante toda su campaña en la necesidad de que el país mantenga firme sus lazos transatlánticos y siga disfrutando de los beneficios de formar parte del gran área económica atlántica establecida hace ya una década para integrar en un mercado único a las Américas y aquellos países europeos como Reino Unido, Irlanda, Noruega y Holanda, además de la República Ibérica, de vocación atlántica. La aplicación de políticas liberales y reformistas ha garantizado desde entonces un crecimiento constante para los miembros de esta zona económica, desarrollo que contrasta con la crisis instalada en la Unión Europea Continental.</div>
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El PPI ha sido la fuerza política dominante desde que Andalucía decidiera no incorporarse a la República a finales de 2023 y que su población, mayoritariamente compuesta por marroquíes, expresara en referéndum su deseo de convertirse en un territorio asociado al sultanato de Marruecos. De esa forma, una región que tradicionalmente votaba socialista favoreció la constitución de un área políticamente homogénea en el centro de la antigua España. Los socialistas de la anterior república de Portugal, que se opusieron ferozmente al plan de fusión con las regiones españolas que no deseaban seguir los pasos de Cataluña, el País Vasco y Galicia, fueron progresivamente abandonados por el electorado a favor de partidos de nuevo cuño de índole liberal o religiosos.</div>
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El reto más urgente del nuevo gobierno estriba en acelerar las negociaciones con Galicia, muy castigada económicamente e incapaz de salir de la crisis por sí misma, para su incorporación a la república, pero el más importante es hacer frente a la presión demográfica de la población norteafricana sobre su suelo. Los líderes del PPI ya han anunciado su compromiso con una política de inmigración selectiva que prime a aquellos ciudadanos provenientes de naciones con similar régimen de valores y que cuenten con las habilidades personales apropiadas al mercado laboral que los demanda. Así como el endurecimiento del proceso de nacionalización. Ser nacional de la República Ibérica debe ser producto de un compromiso activo, público y reiterado hacia el ordenamiento legal y el marco moral del país.</div>
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En el PPI recuerdan con amargura la transformación social de gran parte de Europa continental a causa de las grandes bolsas de emigrantes musulmanes que rechazaron en la gran crisis del 2010 todo los intentos de asimilación e integración y acabaron imponiendo la aplicación de su ley, la <i>sharia</i>, por encima del código civil y penal de los países de acogida. Tal y como, por otra parte, el gobierno socialista español aceptó para la comunidad musulmana de Ceuta y Melilla antes de anunciar que ya no formaban parte de España sino que se cedían a Marruecos. Conviene recordar que este proceso, donde los historiadores marcan el comienzo del fin de España, se realizó y fue posible por el clima político que entonces existente en el país, volcado en una reforma enmascarada de su marco constitucional y que a su vez comenzó en el 2006 con la aprobación del estatuto de Cataluña, cuando el gobierno central reconoció y admitió el derecho a que dicha región pasara a ser considerada una nación, en pié de igualdad a la misma España. De hecho, España dejó de ser una nación unitaria para convertirse en un marco amplio como nación de naciones. En el 2012, la nación catalana exigió contar con su propio Estado, al hilo de la ruptura de Bélgica y la aparición en ese país de dos estados autónomos, uno francófono y otro flamenco; y en el 2014 el País Vasco se convirtió de manera unilateral también en un Estado independiente. Ambos solicitarían formar parte de la Unión Europea y aunque lo lograrían con rapidez, durante su adhesión se produciría la ruptura interna de la UE motivada por quienes veían en el ingreso de Turquía un grave riesgo para su coherencia interna. El auge del Islam radical entre los emigrantes en Europa, cuyo primer brote fue el asesinato en Holanda de un director de cine poco conocido, Theo van Gogh, pero que se volvió más agresivo con el asalto a los principales museos, entre ellos el desaparecido El Prado, para destruir obras de arte que los imanes agitadores juzgaban contrarias al buen orden musulmán por mostrar desnudos, rompió el frágil consenso sobre el ser de Europa. Francia y Alemania, temerosos de suscitar mayor violencia por parte de sus poblaciones inmigrantes aceptaron que Europa perdiera sus señas de identidad y equipararon la <i>sharia</i> a su marco legal, a la vez que abrieron sus puertas a más emigrantes musulmanes. Es en este giro motivado por el impacto doméstico del Islam donde puede explicarse también los movimientos para abandonar el euro y la UE por parte de los más proatlánticos y la formación del área económica en esa zona. Cuando la familia real española se instaló en Granada bajo la protección directa del rey-sultán de Marruecos, la formación de la República Ibérica fue un hecho natural para escapar del creciente caos por una España en desmembración. Es el recuerdo de una España deshecha como un azucarillo por el socialismo lo que explica la nueva victoria de los conservadores.”</div>
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¿Ficción? Esperen y vean. La Historia se vive hacia delante, pero sólo se sabe interpretarla mirándola hacia atrás. Y ya lo dijo [Edmund] Burke: “Para que el mal triunfe basta con que los hombres buenos no hagan nada.” [<span style="font-variant: small-caps;"><a href="http://www.gees.org/articulos/iberia_2040_1750">Fuente</a></span>.]</div>
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No voy a descubrir las sopas de ajo recalcando lo más evidente de las peticiones de principio ideológicas del relato, cuyo autor es el fundador del Grupo de Estudios Estratégicos, intelectual orgánico de los que invierten sus energías en presentar las patrañas del PP en un envoltorio de apariencia científica. Eso es demasiado zafio y evidente. Lo que me interesa es otra cosa: las complejas relaciones que tienen no sólo las mentiras podridas, sino incluso las más aparentemente inverosímiles fantasías, con la realidad.</div>
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Una de las obras de ciencia ficción más fascinadoras y más fecundas por sus implicaciones filosóficas que yo haya leído es <i>Tropas del espacio</i>, de Robert A. Heinlein [<i>Starship Troopers</i>, 1959]. El Estado mundial imaginado en esa ficción es lo más parecido a la República de Platón. Para un lector superficial y que no haya resistido la fuerte tendencia a naturalizar lo dado (<i>i.e.</i> los prejuicios que impiden reconocer el carácter transitorio de sus costumbres, sus modas, su economía y hasta gran parte de la doctrina jurídica), el Estado descrito en esa novela le parecerá un régimen militarista y totalitario, cuando en realidad viene a ser la apoteosis de un imperio rigurosamente democrático. Esa interpretación superficial, y en esencia falaz, es por cierto la que caracterizó a la mayor parte de las críticas que se cernieron contra la fantasía de Heinlein, tildándola no sólo de militarista, sino hasta de fascista y racista. Bobadas e ignorancia filosófica. El también escritor de ciencia ficción Poul William Anderson fue una de las pocas excepciones, al advertir que es el Estado suizo, y no el Tercer Reich, el modelo real más parecido a la ficción. (También lo habría podido ser, a posteriori, el cubano.) En ese relato los magnates, por ejemplo, están excluidos del gobierno, exclusivamente reservado al ejército, esto es, a hombres y mujeres que lo subordinan todo, sus intereses particulares (los negocios, el arte, los deportes, la ciencia…), al deber patriótico, personas de la más absoluta integridad moral. El régimen no es antidemocrático, aristocrático o discriminatorio en ningún sentido propio, porque cualquier ciudadano, sin importar su condición social, raza, sexo, &c., es libre de renunciar a su vida burguesa, a sus negocios y sus placeres, para consagrarse al servicio público, al gobierno. El trasfondo social de <i>Star Trek</i> es quizá la imagen más popular de ese imaginario imperio mundial democrático. En suma, se trata de la más cristalina, honesta y libre división social del trabajo. Y por supuesto es la <i>Ética</i> de Spinoza la que vertebra el fondo ideológico de todo el relato. (Fue un brillante acierto de Verhoeven, en su versión cinematográfica, el de colocar un retrato del filósofo holandés en la pared de un aula en una de las primeras escenas —un detalle que no está en la novela, como tampoco ninguna referencia explícita a Spinoza.)</div>
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Con todo, eso de imaginar el futuro se presta casi siempre al cultivo de lo más disparatado e inverosímil. A menudo se ha puesto de manifiesto lo estrechamente supeditados a lo real contemporáneo que, pese a las apariencias superficiales, están los relatos futuristas, ni más ni menos que la mayoría de las novelas históricas (por decirlo brevemente, una película de romanos no habla en realidad de los antiguos romanos, sino de los hombres contemporáneos, de la época en que la película se hace, y una futurista no habla del futuro, sino nuevamente del presente, más o menos enmascarado; este casi inevitable anacronismo funda la teoría presentista que esbozó, por ejemplo, Vico). Y sólo por casualidad, cuando alguien acierta en adelantarse a imaginar algún hecho que acabará sucediendo, y sólo a posteriori, nos merecerá un interés especial aquel vaticinio, aunque sigamos, con razón, juzgándolo en general como una bobada o un mero y casual acierto. Uno de los ejemplos más curiosos de tales casualidades lo tenemos en la anticipación de la tragedia del <i>Titanic</i> en una novela publicada en 1898 por Morgan Robertson:</div>
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En 1898 un esforzado escritor llamado Morgan Robertson fraguó una novela acerca de un fabuloso vapor transatlántico, mucho más grande que cualquiera de los que se había construido. Robertson cargó su barco con gente rica y complaciente y después lo hizo naufragar una fría noche de abril contra un témpano de hielo. Esto ponía de manifiesto en cierta manera la total futilidad de todo, y de hecho el libro se llamó <i>Futility</i> cuando lo publicó aquel año la compañía de M.F. Mansfield.</div>
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Catorce años después una compañía naviera británica llamada White Star Line construyó un navío extraordinariamente parecido al de la novela de Robertson. El nuevo barco tenía 66.000 toneladas de desplazamiento, el de Robertson 70.000. El barco real tenía 882,5 pies de largo; el de ficción tenía 800 pies. Ambos navíos tenían triple hélice y podían alcanzar los 24-25 nudos. Ambos podían transportar a 3.000 gentes y ambos tenían únicamente salvavidas suficientes para una fracción de este número. Pero esto no parecía importar, porque ambos estaban calificados de “inhundibles”.</div>
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El 10 de abril de 1912 el barco real partió de Southampton en su primer viaje a Nueva York. Su carga incluía una inapreciable copia del <i>Rubaiyat</i> de Omar Jayyam y una lista de pasajeros que valían colectivamente doscientos cincuenta millones de dólares. En su travesía de ida, el navío chocó también con un iceberg y se hundió una fría noche de abril.</div>
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Robertson llamó a su barco el <i>Titan</i>; la White Star Line llamó a su barco el <i>Titanic</i>. [Walter Lord, <i>A night to remember</i>, Nueva York, Bantam Books, 1983, pp. <span style="font-variant: small-caps;">xi</span> y s. (trad. esp.: <i>La última noche del ‘Titanic’</i>, Barcelona, Grijalbo, 1985); cit. en Slavoj Žižek, <i>El sublime objeto de la ideología</i> (1989), México, Siglo XXI, 1992, pp. 104 y s.]</div>
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Todavía recuerdo un curioso episodio menor, y casi oculto, de la época en que yo era un adolescente, relativo a la historia política inmediatamente precedente a la Transición, tras la muerte de Franco. Lo expuse en los siguientes términos hace años a propósito de un interesante diálogo en el grupo de discusión <a href="http://www.filosofia.org/gru/sym/sym001.htm#0011">Symploké</a> (18 de septiembre de 1996): «Poco antes de la muerte de Franco hubo en París una reunión de intelectuales que militaban en el Partido Comunista o adherían a sus tesis, para reflexionar sobre el futuro político inmediato de España. Tras profundísimas discusiones semifilosóficas, donde entraban en juego “herramientas científicas” de “crítica”, como el “materialismo dialéctico”, el “materialismo histórico” y toda una serie de potentes argumentaciones lúcidas y racionales, llegaron a la conclusión de que, dado el auge del movimiento de resistencia a la dictadura, con la muerte del tirano se llegaría a una huelga general política que impondría un gobierno de coalición provisional de la oposición, el cual se encargaría de preparar elecciones libres, y que a continuación España se convertiría en una república constitucional, &c. Pues bien, por la misma época en que se celebraba esa importante reunión, un aristócrata español de cuyo nombre no quiero ni puedo acordarme hizo unas declaraciones a la prensa sobre el mismo tema. Este hombre, que ni disponía de “herramientas científicas” como el materialismo histórico ni otras, ni tenía de ellas la más puñetera idea, ni maldita la falta que le hacían, llegó a la siguiente “conclusión” (¡vaya Dios a saber por qué medios irracionales llegó a ella!): que tras la muerte de Franco no habría ninguna ruptura del régimen, sino una transición pacífica y controlada hacia un régimen constitucional, exactamente hacia una monarquía parlamentaria, en la que se estudiaría la medida en que los partidos revolucionarios podrían participar, &c. ¿Qué os parece? Los intelectuales marxistas pertrechados de todos sus instrumentos de crítica verdadera no dieron ni una, y aquel ignaro monárquico, simplemente por el bonito “método” de expresar sus deseos, lo acertó todo.»</div>
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El caso de “Iberia 2040” tiene ya suficientes componentes casuales de los que llaman poderosamente la atención, como el antes citado del <i>Titan/Titanic</i>. Pero al margen de estas curiosas coincidencias, hay en él varios tópicos que interesa analizar. Sobre todo tres: (1) la cuestión del racismo y de la guerra de civilizaciones, (2) la falsa ideología liberal en que se sustenta, y (3) el “atlantismo”. De los asuntos (2) y (3) no trataré, por el momento, y me limito a señalar sólo dos pequeños apuntes. El liberalismo, pese a corresponderse materialmente con un régimen realmente existente, no ha dejado jamás de presentarse ideal y utópicamente, hasta el punto de haber inspirado incluso ficciones más interesantes que las antes mencionadas, como la utopía paradójicamente comunista y liberal al mismo tiempo que hace más de 120 años escribió Theodor Hertzka, <i>Freiland: Ein soziales Zukunftsbild</i> (Dresde/Leipzig, E. Pierson’s, 1890; hay muchas ediciones en inglés disponibles en Internet Archive, y también está la edición francesa de Téodor de Wyzewa [<i>Un voyage à Terre-Libre: Coup d’œil sur la société de l’avenir</i>, París, Léon Chailley, 1894], disponible en Gallica). Ejemplo cumbre de cómo la hipocresía y la pérdida de realidad del pensamiento liberal puede llegar hasta proponer la falacia de una sociedad íntegramente comunista basada en los mismos principios que conducen a la más caótica y antiigualitaria sociedad real capitalista. Y respecto al “atlantismo”, digamos sólo de momento que se trata de un estúpido derivado de la fascinación que sienten los liberales españoles por el imperialismo liderado por los EE.UU. Centrémonos, pues, ahora en la primera cuestión, la del aparente racismo del breve relato.</div>
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En rigor, el racismo es —pasada ya la época del error del racismo científico, parecido al de la frenología—, una actitud de discriminación de los individuos, en virtud de su pertenencia a una etnia, o incluso a una cultura particular. Eso lo prohíbe nuestro sentido racional y universalista de los derechos llamados “humanos”. Pero no es lo mismo que el enjuiciamiento crítico y comparativo de la potencia real, cívica, intelectual, política, &c. de cada cultura, ni puede evitar que en muchos aspectos fundamentales éstas entren en conflictos a muerte entre sí, incompatibles con cualquier ficción armonista. Las relaciones entre culturas o civilizaciones se parecen en algunos rasgos importantes a las relaciones ecológicas entre especies. Llega el momento en que los requisitos vitales de algunas se vuelven incompatibles con las características materiales del entorno, y entonces desaparecen ineludiblemente para dejar sitio a otras especies, o a una mutación de ellas mismas. Estas semejanzas han dado cierto barniz de aparente racionalidad a las teorías organicistas, como la de Leo Frobenius, que alimentaron ideológicamente al nazismo. Pero hay una diferencia crucial entre las culturas y las especies animales: que aquéllas las integran hombres, seres sociales o <i>culturales</i>, y no brutos ni máquinas. Lo más característico de nuestra especie es que sus <i>animales</i>, sus <i>individuos</i>, poseen conciencia propia, <i>personal</i>, desde luego que muy supeditada, en un complejo y firme engranaje con un medio formativo que no es ya del todo naturalmente condicionado, sino que posee una creciente autonomía racional-social. El individuo animal de una especie condenada a la extinción, por ejemplo frente al crecimiento súbito del número de sus depredadores, no tiene otra alternativa que la de sucumbir junto al resto de sus congéneres. El individuo humano que pertenece a una cultura premoriente puede siempre —y de hecho es lo que sucederá siempre— convertirse en un miembro de la cultura vencedora. Los lusitanos o los numantinos de época romana podían resistirse cuanto quisieran o pudieran al invasor, pero también podían convertirse en romanos. La desaparición de una cultura no es, como en el caso natural, la desaparición física de sus individuos. Toda cultura (tradiciones, tecnología, formas de organización, lenguas, &c.) está destinada a desaparecer, y no sólo, en el caso general, frente a otra cultura coetánea y coextensiva, sino frente a la cultura de las propias generaciones que se suceden.</div>
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No hay que confundir entonces el racismo con cualquier política de inmigración más o menos restrictiva. Los flujos migratorios han de regularse con prudencia social, mediante políticas más o menos rigurosas, más o menos permisivas o limitadoras, según las circunstancias, y sobre todo según la intensidad de aquéllos. Si un flujo inmigratorio es tan intenso que supera la capacidad de absorción del tejido social y económico, es evidentemente un problema —no racial ni “cultural”, sino puramente material, económico-social—, ni más ni menos que si se tratase de una emigración intensa que amenazase con desertizar el país a un ritmo catastrófico. Podemos decir que desde un punto de vista estrictamente práctico y racional —que nada tiene que ver con etnias ni folclores—, la necesidad de una política de inmigración es de la misma índole que podría serlo una de emigración, o una de natalidad (la fertilidad general de un país podría variar, a la alza o a la baja, de manera que sus consecuencias fuesen insoportablemente destructivas).</div>
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Ahora bien, una vez que unas poblaciones más o menos numerosas han emigrado a algún lugar, se produce inevitablemente un roce o contraste cultural, que puede ser o no áspero y problemático. Muchos rasgos de cualquier cultura logran ser asimilados por otra y contemplados como un fortalecimiento, mientras que otros resultan dañinos para los otros, y en consecuencia rechazados. Si los tiempos son malos —de destrucción de la economía, como es ahora el caso—, con índices de desempleo y de pobreza muy por encima de lo tolerable, la misma miseria material se vuelve caldo de cultivo para el racismo en particular, y para la xenofobia en general. Pero, bien mirado, esto significa que se “disfraza” de racismo un cálculo que <i>en principio</i> parece lógico y razonable, y que por tanto no tiene ninguna necesidad de infestarse con prejuicios: que no hay trabajo para todos. La situación es entonces muy paradójica: si en verdad se trata simplemente de que “no hay para todos”, es absurdo introducir como argumento las falacias racistas; simplemente bastaría con que las autoridades del país dijesen con toda claridad y cortesía: “Sres. trabajadores extranjeros, nos llenaría de satisfacción poderles acoger en nuestra patria y contar con su ayuda, su laboriosidad y sus talentos, pero desgraciadamente estamos atravesando unas dificultades materiales que no sabemos aún cómo solventar y que vendrían a agravarse si aumentásemos nuestras cotas de inmigración, &c., &c.” Siendo esta explicación tan clara, razonable y ajena a cualquier mito racial, ¿por qué se produce un incremento de la xenofobia en estas circunstancias? La respuesta no es simple, pero creo que sería bueno contemplar en ella la siguiente posibilidad: que nuestra propia cultura está muy lejos de ser ni razonable ni racional ni sensata ni práctica, sino que también los europeos civilizados —o, incluso, sobre todo los europeos civilizados— son en conjunto una masa de cafres abotonados.</div>
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Por último, es también cierto que se pueden presentar actitudes intolerables de la población inmigrada, como contumacia en la práctica de unas costumbres que entren en contradicción áspera con las de la población autóctona, o peor aún, incluso con las leyes del país. La cosa debería también aquí tratarse sin roce de racismo ni de culturalismo: si una <i>persona</i> no respeta una ley o molesta de un modo intolerable a sus vecinos, debe ser justamente amonestada y castigada, con independencia de su credo religioso, su raza, su sexo y todos sus demás accidentes. Se trata siempre de juzgar a individuos, según leyes que tienen carácter universal, para todos. Ahora bien, esas masas no obran muchas veces de un modo irritante sólo por componerse de individuos que resisten a la ley, sino que adquieren una inercia “cultural”, colectiva. Entonces el caso no sólo puede afectar a un ministerio de justicia o de trabajo, sino también a uno de educación y a otros.</div>
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Pero concluyamos, de momento, con un extremo del aspecto <i>crítico</i>: la República Hispánica (“Ibérica” no es en mi opinión un adjetivo más conveniente, aunque en la práctica da lo mismo, porque “hispánico” e “ibérico” son a la postre tan sinónimos, por el uso, como “castellano” y “español”) que se presenta como posible futuro político de nuestra península —y quién sabe, también es como posibilidad el futuro de un imperio transatlántico—, de ningún modo podría surgir de las putrefactas políticas anárquicas del liberalismo, sino sólo de un proyecto socialista. ¿Acaso el liberalismo no está en flagrante contradicción incluso con el designio keynesiano de defender siempre, mediante el Estado, a la economía nacional, en lugar de supeditarla a los intereses de un puñado de imperialistas extranjeros? Y otra cosa, jamás una república universal, ni ideal ni real, podría construirse en base a esas falacias culturalistas latentes en ese torpe relato de Bardají. No niego que prácticamente toda la civilización musulmana en bloque debe ser rechazada, porque es incompatible con los ideales universales, racionales y socialistas que han despuntado en el mundo católico, pero de ningún modo equivale eso a defender toda la podredumbre cultural de nuestra propia “modernidad”.<br />
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<span style="color: #783f04; font-family: Trebuchet MS, sans-serif;">Descripción de la bandera de la ilustración, procedente de un concurso en <a href="http://izquierdahispanica.wordpress.com/concurso-simbolo-de-la-izquierda-hispanica/">Izquierda Hispánica</a>: </span><span style="color: #783f04; font-family: 'Trebuchet MS', sans-serif; text-indent: 18pt;">“Creado por Raúl Ortega —[…]. Un símbolo también político, pero no para la ideología, sino para la gran unión política que consideramos más revolucionaria, racional y universalista: Iberoamérica (la Iberoamérica de Ismael Carvallo, la de todos los hombres y mujeres que en el mundo hablan español y portugués). La bandera de Bolívar (tres franjas iguales horizontales: la superior azul, representando al océano que nos une; la del medio amarilla o gualda, representando al Sol y a la Tierra y la inferior roja, representando a la Sangre de los ciudadanos de la Hispanidad y a la clase trabajadora), con el Escudo de unión iberoamericana: el Sol Indígena flanqueado por las Torres de Hércules (símbolo hispano), en su centro la Esfera Armilar (símbolo luso) y en primer plano la Estrella Roja de Cinco Puntas, representando al socialismo y al materialismo. El escudo a la izquierda, representando a la séptima izquierda, la iberoamericana, la Izquierda Hispánica.”</span></div>
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Constelaciónhttp://www.blogger.com/profile/07698794212069170490noreply@blogger.com11tag:blogger.com,1999:blog-8578161740634862640.post-91284611993542341482012-11-27T15:43:00.002+01:002012-11-29T17:30:18.974+01:00A vueltas con el catalanismo: Una nueva Edad Media a contracorriente<span style="font-size: 18pt; font-variant: small-caps;">Alberto Luque</span><br />
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<table cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="float: right; margin-left: 1em; text-align: right;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiPjomR4vXdnIlUPyGvpqi6qg2s49bB_SvLwhiPHPR_f0BHdtPzkhFRn9W_mKodGmGKrMd7UeqPiUpFR6pbLCxp7MS1t71zTpVJdGeHtaQMyVf01YSFq0VCe6RqKA4lXN3b7Zl7Nqdw-vw6/s1600/Blaeuw%252C+G.%252C+Mapa+de+Europa+%255B1660%252C+Amsterdam%255D.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; margin-bottom: 1em; margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" height="235" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiPjomR4vXdnIlUPyGvpqi6qg2s49bB_SvLwhiPHPR_f0BHdtPzkhFRn9W_mKodGmGKrMd7UeqPiUpFR6pbLCxp7MS1t71zTpVJdGeHtaQMyVf01YSFq0VCe6RqKA4lXN3b7Zl7Nqdw-vw6/s320/Blaeuw%252C+G.%252C+Mapa+de+Europa+%255B1660%252C+Amsterdam%255D.jpg" width="320" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Guilielmo Blaeuw, <i>Mapa de Europa</i><br />
(1640-1643, Amsterdam).</td></tr>
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Si algún <i>motto</i> simple y espontáneo se impone como moraleja “histórica” para caracterizar las recientes elecciones catalanas es el de que Artur Mas —que ya es, definitivamente, Artur Menos— se ha caído con todo el equipo. Pero ha dicho este iluminado que su proyecto (la cosa esa que él llama “proyecto de futuro”) “no lo pararán ni los tribunales ni las constituciones”. ¿Qué podemos responderle? ¿Bastará con decirle, quienes no compartimos ni sus estupideces mesiánicas ni sus políticas capitalistas, que no le secundamos?<br />
<a name='more'></a></div>
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Acatar las leyes y las sentencias de los tribunales es insufrible para los fanáticos y los revolucionarios… Lo único formalmente aceptable de su actitud sería el hecho de que ellos quieren otros tribunales y otras leyes, que sí estarían dispuestos a respetar. Pero la ley es la que hay en cualquier momento, y es para todos, no a la medida de cada cual —sin perjuicio de que coincida en mayor o menor grado con los criterios morales de unos u otros, y sin perjuicio de que el cuerpo jurídico vaya transformándose ininterrumpidamente. Los nacionalistas —de derecha o de izquierda— hablan en nombre de un “pueblo” y de una “nación” ficticios; Mas, en particular, se refiere a sus insondables propósitos como un “proyecto de futuro” (notable redundancia: ¿quién hace “proyectos” para intentar cumplirlos en el pasado?, y ¿quién puede llamar a lo que hace ahora mismo un “proyecto”?). Sea lo que sea ese proyecto, ha surgido de la mente enferma de unos irresponsables e ignorantes, aunque bien podría seducir a la mayoría de los ciudadanos (pues está muy lejos de ser cierto lo que afirman aquellas célebres palabras atribuidas a Lincoln, acerca de que no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo: se puede engañar a —y peor aún, autoengañar— casi todo el mundo casi todo el tiempo).</div>
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La cosa más abominable del nacionalismo es el nacionalismo <i>in toto</i>: pretende hacer de los residuos de fantasías raciales el fulcro de la vida política. Pero con semejantes banderías sólo consigue, a lo sumo, <i>encubrir</i> la verdadera raíz de la vida política. Eso lo hace medio bien, y se comprende que el nacionalismo es más útil cuando hay mucha mierda que esconder, y menos cuando se mitiga el malestar social. Hemos reproducido aquí una minúscula gota del océano de corrupciones denunciadas por <i>Café amb llet</i> y otros grupos de ciudadanos críticos y responsables. El “desmantelamiento del Estado de bienestar” es ya una frase insuficiente y demasiado trillada; se trata del más crudo asalto al “derecho a vivir” (hay que recuperar esta potente idea, crucial en el análisis de Polanyi, y que se remonta a la época de la Revolución francesa). Aún están sobre el tapete el escándalo de las comisiones ilegales (el caso del llamado 3%), el caso Palau, el de las ITV, la corruptela de la sanidad pública… Pero la política no consiste sólo en los hechos objetivos, sino también en el manejo de sustancias subjetivas que se materializan en actos cruciales y decisivos: el estado de ánimo, el lenguaje, las costumbres, las fantasías, las satisfacciones, los rencores…</div>
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El domingo por la noche, al tiempo que ponía una oreja en la TV, donde líderes políticos y otros opinadores exhibían la grotesca dialéctica que ellos llaman “análisis” de los resultados electorales, releía yo, para mi solaz, la <i>Erística</i> de Schopenhauer. Y el efecto de esa simultaneidad perjudicó un grado mi estima por el filósofo del pesimismo. Al lado de la grosería dialéctica de los charlatanes profesionales, o mejor aún, de la de los líderes de los partidos para los que aquéllos laburan, los <i>exempla</i> de Schopenhauer son miserables muestras de una estupidez “humana” que en nuestros días cosecha los frutos más gordos y podridos que jamás se vieron ni se sospecharon.</div>
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Lo que más llama la atención en esas maneras de razonar son esas mismas maneras de razonar: la imbecilidad y la contumacia en masa y químicamente puras, sin diluir. Esto puede parecer decepcionante a quien esté ávido de sutilezas dialécticas, de matices interesantes. Pero, bien mirado, se trata de un fenómeno en sí mismo muy singular: que no haya matices, que todo sea payasesco, pueril y ramplón, he ahí un espectáculo digno de considerarse <i>filosóficamente</i>.</div>
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Cada líder político ha hablado repitiendo en su propio y corrompido lenguaje de tribu lo que dice a diario (excluyo a los <i>Ciudadanos</i>, precioso nombre que cada día se me hace más simpático, quizá por sus resonancias jacobinas). Sin entrar a analizar lo que dicen, queda claro de antemano que sus palabras sólo se dirigen a “los suyos”, es decir a aquellos a quienes no tienen necesidad de persuadir. Lo razonable sería que los políticos orientasen sus discursos a conquistar las mentes y los corazones, si no de sus contrincantes directos (los líderes de los otros partidos), al menos de los seguidores de éstos entre la opinión pública. <i>Faute de mieux</i>, hacen lo único que saben hacer, repetir hasta la náusea sus mismas convicciones, sus vacíos catecismos, a ver si por hipnosis o por fatiga logran desmarcar a algún despistado del otro bando.</div>
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Y ¿cuál es el tema primordial? El nacionalismo, sin duda alguna. Más que tema, es obstáculo o trinchera. Es otras cosas también, no lo niego: cortina de humo, opio para el “pueblo”, calambre incivil… (Cuando los líderes del PSC o IC denuncian el oportunismo y la retórica independentista de CiU al convocar unas absurdas elecciones con el propósito evidente de disimular los “verdaderos” problemas sociales, no es que no lleven razón, sino que incurren ellos mismos en una lamentable contradicción, pues también a ellos les parece un “verdadero” problema el tema del mayor autogobierno de Cataluña, y también ellos adhieren al catalanismo, con las enmiendas que se quiera. Unas veces la “justificación” del catalanismo se cifra en un “sentimiento” —y no uno auténtico, personal, sino uno “colectivo”, trascendente—, y otras se cifra en unas motivaciones económicas o “prácticas”; ni uno ni otras son verdaderos, pero lo importante es que los catalanistas los usan <i>indistintamente</i>, de manera que jamás podamos recapitular con un “¿en qué quedamos?”) Así que el nacionalismo es, cierto, cortina de humo y opio y todo eso, pero es ante todo obstáculo, prejuicio compartido, en un sentido muy absoluto, muy incondicional. Los nacionalistas se han acostumbrado a naturalizar sus fantasías peculiares, que se resumen todas en la peregrina idea de que “Cataluña” es el nombre de una “nación”. Esto no es sorprendente; todo lo contrario, es su <i>raison d’être</i>. Lo inquietante es que se han acostumbrado también a creer que esa naturalización es obligada para los demás, para quienes no podemos compartir sus alucinaciones. Porque esto no es ya su culpa, no es alarmante por ellos mismos, pues tal creencia también forma parte de su razón de ser, de su naturaleza; esa costumbre es ya culpa de los antinacionalistas, que no les hemos hecho sentir, con nuestro explícito desprecio y nuestra explícita censura, que aquello en lo que dicen creer suena en nuestros oídos exactamente igual que la farfulla de un demente. Puestos a expresar libremente qué forma de gobierno y de orden social deseamos, no está bien que debamos castrar nuestros ideales y nuestro lenguaje hasta que encajen en el lóbrego, miserable cubículo de lo real-actual, hasta que no se encumbren por encima del rastrero nivel de los torpes y corruptos órdenes de administración real-actualmente practicados. No está bien, por ejemplo, que demos por supuesto que debe haber algún grado de descentralización, de delegación de la soberanía nacional en pedazos coordinados o subordinados; del mismo modo que uno puede creer, con el PSOE, que el régimen autonómico debe incrementarse un grado hasta alcanzar la forma de un Estado federal, otros pueden juzgar que es justo al revés, que no debería existir más que una única administración nacional. Si la vida política ha de seguir siendo tan decepcionantemente extravagante como lo es ahora, eso no puede impedirnos pensar y decir <i>cómo deberían ser</i> las cosas. Yo, por cierto, me alineo con quienes piensan que deberían suprimirse todos los órdenes de administración autonómicos, y que todo el aparato judicial, policial, sanitario, educativo, fiscal, &c. debería ser uno y el mismo en toda España. Y desearía poder contar con una opción política nacional que se acercase a mis intereses, y no un grupo más o menos afín pero de alcance local —y menos aún que hiciese de la patria chica, como los catetos, la clave de bóveda de toda posibilidad política.</div>
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Lo que sugiero es que debemos volver a un lenguaje de más alto vuelo, más teórico, más cristalino, a una perspectiva filosófica desde la cual lo realmente acaecido no sea más que un caso particular, una contingencia más o menos acorde con lo predecible o lo posible, y que el juicio al que sometamos lo realmente acaecido no sea nunca en virtud de la propia contingencia, de “lo que hay”, sino en virtud de la teoría, de “lo que debería ser”. El pensamiento político al que me refiero debería ser en efecto de un orden filosófico; la política teórica a la que me refiero sería a la politiquería real-actual lo que la poesía a la historia, según la definición de la <i>Poética</i> de Aristóteles: la segunda trata de lo contingente, la primera de lo necesario y universal; aquélla de lo verdadero-concreto, ésta de lo verosímil, plausible y deseable. Se comprenderá que si alguien prefiere leer a Spinoza, a Aristóteles o a Marx, le encuentre bien poco atractivo al torpe balbuceo de unos políticos que no leen ni los sellos de correos —desde Artur Mas a Joan Herrera, por cubrir el espectro de lo que tenemos— cuando se ponen a “analizar” (eso dicen ellos, no yo) los resultados electorales. Artur Mas, como iluminado mesías del catalanismo triunfante, me ha sorprendido por su humana resignación, ya que no rompió de rabia las Tablas de la Ley al ver al “pueblo” de indolentes traidores adorando al becerro de oro (ese “pueblo” insensible que “optó por la extinción”, en palabras de ese otro gran <i>celebro</i> que es Alfons López Tena; o sea que confunde la extinción de un “pueblo” con la extinción de su propio grupo político; y no se engaña, porque el “pueblo” imaginario del que habla no es otra cosa que las veleidades de los iluminados como él). Más allá de esa loable continencia, y a pesar de haber quedado tan grotescamente disminuido, el gallito sigue sacando pecho para desafiar a “Madrit” asegurando que debe cumplir con el “mandato del pueblo” de convocar un referéndum por la autodeterminación en el lapso de la actual legislatura. ¿Qué iba a decir, el pobre? En el otro extremo, Herrera también cree su deber seguir atronándonos con su exigencia del “derecho a decidir”, que es, según su peculiar retórica, “una cuestión de todos y todas” (me pregunto si entre “todos” y “todas” habrá sido lo suficientemente correcto como para no excluir a nadie; al renunciar al género universal, uno no puede ser exhaustivo a menos de nombrar a todos los géneros; y al confundir el género —categoría gramatical— con el sexo —categoría biológica y social—, uno no puede estar tan seguro de que sólo haya dos clases; es lo que tiene la estupidez: te vuelve más estúpido a fuerza de practicarla). Y —no nos lo perdamos— en medio están los socialistas diciendo en qué consistirá su papel: ni más ni menos que en “aportar talante”. Si al escuchar esto alguien no se ha muerto de risa, es porque el chiste está muy gastado, y seguro que ya se lo conocía. Parece que no son tan majaderos cuando utilizan palabras más técnicas, que suenan como a una reflexión política, como eso del “modelo federal”. Pero también esto es para morirse de risa, cuando uno se cerciora de que el esfuerzo intelectual invertido en la doctrina del federalismo es del mismo orden que el del tiempo que nuestros políticos dedican a la lectura —de algo que no sean panfletos y miserables folletones—, o sea nulo.</div>
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Esto es lo que hay; la mezquina “realidad” no da para más. Comprenderéis mi repugnancia a tomar en consideración ni una sola frase salida de tales eminencias. Pero no quiero parecer un insensible ante “lo que pasa en la calle” (que es como Mairena aprobaba que nos refiriéramos a “los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa”). Los números son inequívocos: hay mayoría nacionalista, y hay mayoría de derechas. Y aunque <i>la mayoría</i> no sea ambas cosas a la vez, es esa amalgama lo que caracteriza la resultante vectorial de las opciones políticas de la ciudadanía. De modo que CiU es el partido que mejor representa la voluntad general, no como <i>media</i>, pero sí, al menos, como <i>moda</i>. Es, digamos, el vector más cercano, en dirección y en módulo, a la suma total. Que la moda no coincida con la media es un claro signo de inestabilidad política, pero ni positivo ni negativo (ya sea desde la perspectiva de los objetivos socialistas o desde los de la burguesía). De momento, pues, la población simplemente ha mostrado una mínima resistencia al delirio nacionalista —que sin embargo sigue siendo el ideario compartido por la mayoría de los diputados electos. El fracaso del nacionalismo en conjunto es innegable, pero sólo relativo: ha fracasado porque no se ha fortalecido, pero tampoco se ha debilitado gran cosa. Hay que celebrar, si acaso, que <i>Ciudadanos</i> haya triplicado su representación; sin duda esto revela la toma de conciencia de muchos catalanes que han dejado de contemplar el nacionalismo como algo inocuo y hasta legítimo, que están ya convencidos de que el catalanismo significa el odio a España, el imperio totalitario de lo paleto, del monolingüismo, de la ofensa étnica, de la mentira histórica y de la mentira política. Además, hay que celebrar también la orientación socialdemócrata de este aún indeterminado partido. Alguno dirá que IC o el PSC son más netamente, y hasta “históricamente” socialdemócratas. Permítanme dudarlo mucho. Esa izquierda tradicional, que en efecto se enraíza históricamente en la secular tradición de los diversos sectores del movimiento socialista, hace ya mucho que abandonó todo propósito verdaderamente emancipador, vendiendo los vestigios que aún le quedaban de socialismo al venenoso dios del nacionalismo. Y si tenemos en cuenta que el origen de <i>Ciudadanos</i> se halla en los militantes y simpatizantes del PSC que habían ya llegado a la conclusión de que las concesiones al catalanismo habían acabado de pudrir lo poco que quedaba de socialdemocracia en ese partido, tendremos que admitir que <i>Ciudadanos</i> recoge, <i>eo ipso</i>, aquella histórica tradición socialdemócrata y se enraíza en la misma, con no menos derecho que aquéllos. (Qué grotesco es, incluso, el nombre de lo que ha quedado de la antigua izquierda: “Iniciativa per Catalunya” —algo así como “Todo por la patria chica”— y “Verds” —o sea ecologistas, vegetarianos y otras nuevas especies de rousseaunianos espiritualistas; ¿de dónde vendrá la fascinación del verde? “Verde como la albahaca,/ verde como el trigo verde”, verde como la Guardia Civil, verde como Juanito en matemáticas…)</div>
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El “derecho a decidir” es una bonita perífrasis para edulcorar una aberración mental —pues su fondo es una ficción: que el “sujeto” convocado a “decidir” es la “nación catalana”. Hay cosas que se pueden —y deben— decidir, democráticamente o de cualquier otro modo consensuado, y otras cosas que no se “deciden” en ese sentido voluntario, sino por otros medios (porque las “decide” la naturaleza, o la lógica, o la fuerza, o la locura…): no se pueden “decidir” —en el primer sentido, según la “libre voluntad” de quienes sean—, por ejemplo, cuáles han de ser las dosis adecuadas de un medicamento, o cuáles han de ser los coeficientes de tolerancia o de seguridad de las estructuras ingenieriles, o cuál ha de ser el resultado de la integral completa de la función <i>e<sup>–x</sup></i><sup>²</sup>, o si la ley debe autorizar el suicidio, o si una nación debe fragmentarse o la soberanía nacional debe compartirse… El “derecho de autodeterminación” es un sinsentido, porque toda nación es soberana e indivisible, por definición. Lo único que puede destruir una nación es una catástrofe, una invasión, &c., no un acto jurídico. Me preguntaban hace unos días qué pensaba yo del hecho hipotético de que se convocase un referéndum de autodeterminción en Cataluña y que en él ganase la opción secesionista. Respondí que tal referéndum es improbable, y desde luego sería ilegítimo, irracional o absurdo, incluso si lo aprobase toda la nación española, ni más ni menos que si se consultase acerca de una ley que permita el suicido, o de una que establezca que 2+2=4. Y respondí también que no me cuesta imaginar que eso pueda suceder —porque lo que acaece no es necesariamente racional—, que el resultado de semejante plebiscito fuese la independencia de Cataluña, como no me cuesta imaginar que la mayoría de la población, estúpida o enferma, votase a favor del suicidio. Todo eso, y cosas más aberrantes, <i>pueden</i> suceder, pero ahora de lo que se trata es de que <i>no deben</i> suceder. (Una ley no puede evitar que la gente se suicide, pero debe repudiar que lo haga.)</div>
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Que nuestro sistema educativo sea tan deficiente como para que se lleguen a presentar tesis doctorales no sólo sin la menor enjundia científica, sino hasta llenas de anacolutos y faltas ortográficas, es lamentable, pero tan indeseable como como cierto. El sistema se puede corregir o se puede seguir corrompiendo, como un organismo vivo. Pero que llegue hasta producir la ignorancia y el desprecio más absolutos hacia la historia, le lengua y la cultura españolas, como ocurre en Cataluña, es un caso de anomía mucho más inquietante.</div>
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Pero insisto, la hegemonía sigue siendo derechista y nacionalista. Esta innegable constatación sólo deja margen para los matices (<i>Pas la couleur, rien que la nuance!</i>, decía Mallarmé; esto es lo que pasa en épocas de decadencia: no hay color, sólo sombras, carices y “matices”). Los matices, además, nos los proporcionan involuntariamente los mismos políticos que son incapaces de matizar nada, sino sólo de recitar de corrido cada día la misma monserga que el día anterior. <i>Para ellos</i> eso no es matizar, sino pontificar, pero para los demás, cada una de sus superficiales y groseras afirmaciones es un matiz de la gris palestra política. Que la correlación de tendencias, tanto en el eje izquierda/derecha como en el eje nacionalismo/antinacionalismo, no se haya modificado sensiblemente tras estas elecciones es algo, insisto, que da relieve crítico a los matices. Un matiz importante es el que han celebrado los grandes partidos nacionales, PP y PSOE: el catalanismo fracasa, porque aunque no retroceda, demuestra su impotencia y su perfidia con la celebración de elecciones injustificables con el tema explícito del soberanismo (perfidia por convocarlas, impotencia por no haberles aprovechado). Otro matiz es que, en mi opinión, ahora se hace más urgente y más notoria la necesidad de reclamar a la izquierda nacionalista (PSC e IC) que aprendan la lección de esa inanidad y perversidad del catalanismo, y dejen ellos mismos de mezclar la cuestión social con la cuestión nacionalista (ya sea bajo el tonto lema del “derecho a decidir” o bajo el falaz del federalismo). Me parece cristalinamente claro que desde el punto de vista de un propósito de transformación social igualitarista, un ciudadano responsable sólo debería adherir a un Frente Cívico con un programa socialista y sin sombra de nacionalismo, una izquierda nacional, española. Muchos seguirán creyendo que recuperar ese temple teórico (socialismo, centralismo democrático) es utópico o incomprensible para las masas. Yo creo justo lo contrario. Lo que las masas ya no comprenden, por más cotidiano y epidérmicamente sensible que sea, es esa opaca degradación micropolítica de la vida social a la farfulla intemperante de las adhesiones incondicionales, personales e irracionales, esa degradación del juicio a un simple comulgar con “lo que hay”, con las borrosas sombras de la caverna. Hay que recuperar un lenguaje más claro, más eficaz y más universal: capitalismo/socialismo/economía mixta, Estado de bienestar, derecho a vivir, nuevo orden social, oposición al imperialismo europeo, capital monopolista, capital financiero, plusvalía, pleno empleo, emancipación social, revolución social, &c. Todo esto es más claro y cualquiera puede comprenderlo en poco rato, a poco que lo compare con la confusa maraña de pseudoideas que a diario oye de boca de los políticos al uso.</div>
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Es preferible volver a un lenguaje de grandes distinciones teóricas, hablar de “lo que debe ser” en lugar de seguir el juego de la miserable retórica de “lo que hay”. ¿Por qué ha de ser como digo? ¿Por qué habría de regir este orden maximalista en el juicio y en la acción política, esta dialéctica del todo o nada? Creo haberlo sugerido ya: porque es más diáfano, deseable y comprensible alinearse con modelos sociales globalmente considerados (capitalismo/socialismo) que soportar el deprimente, confuso, falaz y áspero simulacro de la politiquería real-actual. Porque, una vez agotada la creatividad delicuescente de los matices, no hay más remedio que volver a introducir los colores sólidos.</div>
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Seguir consintiendo ese lenguaje engañoso y vacuo que naturaliza los más abyectos sentimientos antipatrióticos es un tremendo error. Cada vez que se pronuncie la palabra “Cataluña” con el pseudosignificado irritante y alucinógeno de una prosopopeya espiritualista, debemos negar la mayor y la menor. Debemos exigir que “Cataluña” se use con cualquiera de las acepciones registradas en el diccionario o acreditadas en el lenguaje científico-social (el territorio con sus rasgos físicos concretos si hablamos de geografía, su población si hablamos de demografía, sus instituciones si hablamos de política, &c.). De otro modo, estaremos condenados a sólo percibir las sombras de la caverna. De las sombras hemos de pasar a las cosas, y para ello debemos sustituir el pseudolenguaje de las sombras por el lenguaje de las cosas reales, debemos pasar —insisto en la metáfora— de los matices a los colores. Las cosas reales son las cosas filosóficas, y entre ellas está, por supuesto, el tema del buen gobierno, de la más conveniente organización del Estado. Ahí cada cual que diga la suya. La mía, por cierto, es el centralismo y el socialismo, ya lo he dicho. Si alguien quiere hablar de federalismo, de autonomía, &c., muy bien, mientras podamos discutirlo —lo que requiere que como causa o motivación de sus designios no invoque de nuevo a un fantasma (a la <i>terra</i> o la <i>sang</i>, al <i>Volkgeist</i>, a la “<i>nació catalana</i>”…).</div>
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Puesto que la distribución de fuerzas, globalmente considerada, no ha cambiado gran cosa tras las elecciones, podríamos concluir —erróneamente— que las cosas mismas, la <i>situación</i>, no ha cambiado. No es así: las cosas han cambiado sensiblemente, porque <i>si duo idem dicunt non est idem</i> (cuando dos dicen lo mismo, no es lo mismo). Más aún, cuando todos siguen diciendo lo mismo después de que ha ocurrido algo que antes no había, no es lo mismo. Y finalmente, si los nacionalistas siguen diciendo lo mismo cuando <i>no ha ocurrido</i> lo que según ellos mismos debía ocurrir para justificar sus “proyectos” (a saber: un avance electoral de sus posiciones), entonces la <i>situación</i> es decididamente distinta. Mas se cae con todo su equipo, mientras que <i>Ciudadanos</i> triplica sus votantes. En conjunto, ya digo, las posiciones no cambian mucho, salvo que ahora se ha <i>demostrado</i> algo crucial de lo que antes no teníamos prueba manifiesta: que es posible rechazar el nacionalismo; más que posible, factible.</div>
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Total, que las cosas no van a peor: el catalanismo ha tocado techo, y ahora sólo le queda empezar a desacreditarse y a consumirse en su propio seno, con el poco oxígeno que le queda. Esto podría servir para tranquilizarnos, si no fuese porque a los fanáticos no los para ni Dios, “ni las constituciones ni los tribunales”, como dice Mas. Se ha dicho que nuestra civilización, heredera espuria de la Ilustración, está moribunda, que la modernidad está agotada, si se la compara con el tremendo empuje de la árabe, por ejemplo, con miles de hombres dispuestos a morir por sus creencias. Que a nosotros esas creencias nos parezcan —porque en verdad lo son— extravagantes y bárbaras, no les quita fuerza. ¿Quién está en Occidente dispuesto a morir por su occidental <span style="text-indent: 18pt;">—y casi accidental</span><span style="text-indent: 18pt;">—</span><span style="text-indent: 18pt;"> civilización (sus comodidades, sus derechos adquiridos, el Estado de bienestar, la libertad de opinión, &c.)? Nadie. Pero no carecemos de nuestros propios talibanes, sólo que éstos no quieren inmolarse por los valores ilustrados, ni por los superiores del socialismo, sino por valores falaces, anacrónicas e inciviles. El mesianismo nacionalista es el único que se atreve a amenazar con chulería. Ni la Constitución ni los tribunales, dice Mas, frenarán su “proyecto de futuro”. Aunque la ciudadanía catalana en particular, y toda la española en general, le muestre el poco respeto que le inspira ese “proyecto”, los nacionalistas no tienen ojos ni oídos para la ciudadanía real, sino sólo para ese espectro al que llaman “pueblo”, un monstruo adormecido al que intentan despertar.</span></div>
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Erwin Panofsky escribió hace siete décadas: “Si la civilización antropocrática del Renacimiento tiende, como así lo parece, a una suerte de «Edad Media a contracorriente» (una satanocracia contrapuesta a la teocracia medieval), no sólo entonces las humanidades, sino también las ciencias de la naturaleza, como nosotros las conocemos, desaparecerán y nada quedará excepto lo que esté sometido a los dictados de lo infrahumano.” Y hace cuatro décadas se expresaba así Ranuccio Bianchi-Bandinelli: “No quiero resignarme a considerar concluida y sobrepasada aquella civilización en la cual el pensar históricamente era el criterio más elevado del comportamiento humano, porque en un predominio del mundo que tuviese como modelo la técnica veo un enorme peligro para la libertad racional del humano pensamiento y de la humana acción. El mundo construido sobre el modelo de una civilización predominantemente técnica, que no necesita ser historizado, está regido en realidad por las fuerzas políticas que gobiernan la técnica. En él, bajo formas diversas (que pueden adoptar aspectos sociológicos, psicoanalíticos, estructuralistas), recobran un espacio mitos metafísicos: aquella metafísica que al pensamiento histórico tanto le había costado expulsar de la investigación. Sólo el pensamiento histórico se ha opuesto en el pasado y puede oponerse en el futuro a los designios de dominio absoluto de los políticos […].”</div>
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En realidad, el capitalismo es ya esa satanocracia de la que habla Panofsky; la “modernidad” y la herencia Ilustrada son una pura monserga bajo este régimen, que sólo conduce a la barbarie porque procede de la barbarie. El único dios que rige este mundo bárbaro disfrazado de “civilización” es el dios Dinero. El dinero puede —y debe— ser un insustituible instrumento para racionalizar el mundo. Incluso los más animales instintos (la <i>hybris</i>) pueden ser sometidos por el dinero, aun en la grosera forma de su reducción a un negocio <span style="text-indent: 18pt;">—</span><span style="text-indent: 18pt;">como en la pornografía. Pero no es tan fácil como parece. Aunque los móviles de la manipulación ideológica sean cálculos monetarios, la corriente nerviosa del nacionalismo, como la del islamismo, engendra un monstruo indomeñable con el barro de la incertidumbre y el malestar. Ahí tenemos el escaso oído que han prestado Mas y sus secuaces a los prudentes cálculos de la patronal catalana cuando le advierte de la absurda y temeraria —incluso desde su propio punto de vista objetivo de clase— vía del independentismo. Pero el fanatismo tiene razones que la razón no entiende… ni siquiera la abstracta y formal razón del dinero.</span></div>
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Bien sé que lo que digo hará poca mella en los oídos de quienes se desayunan, almuerzan, meriendan y cenan con catalanismo puro. Además del problema de qué discutir está el tema de con quién discutir, y para qué. Llega un momento en que ya no hay que discutir, como enseñaba Brecht en la parábola del Buda y la casa en llamas, o como sabía muy bien Schopenhauer, que escribió esto en sus <i>Parerga y Paralipómena</i> (<span style="font-variant: small-caps;">ii</span>, cap. 2, § 26):</div>
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<blockquote class="tr_bq">
La <i>controversia</i>, la <i>discusión</i> sobre un asunto teórico, puede ser, sin lugar a dudas, algo muy fructífero para las dos partes implicadas en ella, ya que sirve para rectificar o confirmar los pensamientos de ambas y también motiva el que surjan otros nuevos. Es un roce o colisión de dos cabezas que frecuentemente produce chispas, pero también se asemeja al choque de dos cuerpos en el que el más débil lleva la peor parte mientras que el más fuerte sale ileso y lo anuncia con sones de victoria. Teniendo esto en cuenta, es necesario que ambos contrincantes, por lo menos en cierta medida, se aproximen tanto en conocimientos como en ingenio y habilidad, para que de este modo se hallen en igualdad de condiciones. Si a uno de los dos le faltan los primeros, no estará <i>au niveau</i>, con lo que no podrá comprender los argumentos del otro; es como si en el combate estuviera fuera de la palestra. Si le falta lo segundo, la indignación que esto le provocará, le llevará paso a paso a servirse de toda clase de engaños, enredos e intrigas en la discusión y, si se lo demuestran, terminará por ponerse grosero. Por eso, en principio, un docto debe abstenerse de discutir con quienes no lo sean, pues no puede utilizar contra ellos sus mejores argumentos, que carecerán de validez ante la falta de conocimientos de sus oponentes, ya que éstos ni pueden comprenderlos ni ponderarlos. Si, a pesar de todo, y no teniendo más remedio, intenta que los comprendan, casi siempre fracasará. Es más: con un contraargumento malo y ordinario acabarán por ser ellos quienes a los ojos del auditorio, compuesto a su vez por ignorantes, tengan razón. Por eso dice Goethe: <i>Nunca, incauto, te dejes arrastrar/ a discusiones;/ que el sabio que discute con ignaros/ expónese a perder también su norte.</i></blockquote>
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Me he resistido a entregar estas dispersas, espontáneas y hasta melancólicas reflexiones a este blog. Preferiría hablar de los presocráticos, o de la teoría del juicio, o de cine. Pero también la áspera realidad-actualidad del erial político cotidiano es “buena para pensar”, como cualquier otra cosa. Y creo que hay en lo que he escrito las suficientes dosis de ambigüedades objetivas como para que muchos, o pocos, o algunos me contesten y me contradigan. No deseo más.</div>
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Constelaciónhttp://www.blogger.com/profile/07698794212069170490noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-8578161740634862640.post-22884077294291721662012-11-22T16:15:00.001+01:002012-11-22T16:15:40.437+01:00La Ilustración española: ¿Crónica de un desierto?<span style="font-size: 18pt; font-variant: small-caps;">Josep Maria Viola</span><br />
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<table cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="float: right; margin-left: 1em; text-align: right;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh3ao9JKDf-kRiERYr6_kU3B1HMApXJIZcb4ICxHZxCQUkdoh3ncgnCQVwvosJc23YEV9ywcfTYADPRnEjiG_10ZGckBc1GyMJm12aOYVM98-Z4fX0EfYvqkacDkjLxfO03PUxaaFHOh1V5/s1600/Goya,+Fr.+de,+Jovellanos+%5B1798%5D.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; margin-bottom: 1em; margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh3ao9JKDf-kRiERYr6_kU3B1HMApXJIZcb4ICxHZxCQUkdoh3ncgnCQVwvosJc23YEV9ywcfTYADPRnEjiG_10ZGckBc1GyMJm12aOYVM98-Z4fX0EfYvqkacDkjLxfO03PUxaaFHOh1V5/s320/Goya,+Fr.+de,+Jovellanos+%5B1798%5D.jpg" width="201" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Francisco de Goya, <i>Jovellanos</i><br />
<span style="text-indent: 18pt;">(1798; Museo del Prado).</span></td></tr>
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En relación al benedictino Benito Feijoo y su contexto histórico, Marcelino Menéndez Pelayo decía lo siguiente: “Lo que me parece mal es estudiar a Feijoo solo, y mirarle como una excepción en un pueblo de salvajes, o como una perla caída en un muladar, o como el civilizador de una raza sumida hasta entonces en las nieblas del mal gusto y de la extrema insapiencia.” <sup>[1]</sup> Desde los tiempos de la propia centuria ilustrada viene fraguándose la discusión en torno a la existencia de una auténtica Ilustración en España durante los reinados borbónicos del siglo <span style="font-variant: small-caps;">xviii</span>. En efecto, bastará con recordar —sin perjuicio de su propensión conservadora— la acerada reacción del <i>gladiador literario</i>, Juan Pablo Forner, frente a los cuestionamientos y embates de los enciclopedistas europeos. Se trata, pues, de un añejo debate intelectual e historiográfico que, si bien una mayoría considerable de estudiosos parece coincidir en sus tesis centrales, no consideramos del todo estéril mantenerlo sobre el tapete. Habitualmente, en este tema se ha pecado, por decirlo de algún modo, de desmesura: se ha tendido a exagerar, e incluso a mitificar, una Ilustración europea al tiempo que se ha presentado una lóbrega y retrógrada imagen de la España dieciochesca. Todavía en nuestros días no faltan quienes, ya sea por motivos de su tradición académica, ya sea por oscuros intereses ideológicos, convienen en seguir manteniendo este cuadro distorsionado de una etapa de la historia de España. Así las cosas, son de recibo las investigaciones basadas en los presupuestos de la objetividad histórica, pues nos aportan una visión más ponderada y menos deformada de la Ilustración hispana. A ellas se debe este breve artículo.<br />
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Muchos han sido los que han propalado la idea de una falsa Ilustración en España, reflejo ésta de un supuesto “atraso histórico”. Así, juicios como el de Paul Hazard son muy frecuentes: “Únicamente España había cesado de resplandecer. No es que no proyectara sobre Europa algunas luces eternas; pero es una dura tarea para una nación el mantenerse en primera fila; es menester que no se canse, que no se agote, que sin cesar renueve y exporte su gloria. Pero España no vivía ya en el presente; los últimos treinta años del siglo <span style="font-variant: small-caps;">xvii</span>, como por otra parte, los treinta primeros del siglo <span style="font-variant: small-caps;">xviii</span>, están casi vacíos; en su historia intelectual, nunca como en aquél tiempo, ha dicho Ortega y Gasset, su corazón ha latido lentamente.”<sup>[2]</sup> De similar factura son los dictámenes de autores como Negro Pavón, para el cual no habría tenido lugar una auténtica Ilustración española; en todo caso, una “Ilustracioncita”; o como Eduardo Subirats, que despacha alegremente el asunto arguyendo que “la tesis de la inexistencia de una Ilustración española o de su insignificancia desde el punto de vista cultural, filosófico o científico, ha legitimado su simple olvido […] se ha convertido, de hecho, en la coartada metodológica de una Ilustración reprimida: puesto que no ha habido Ilustración, pongamos punto final y pasemos a otra cosa.”<sup>[3]</sup> Incluso un historiador de la talla de Miguel Artola parece adherir a la teoría de un “muladar” hispano: “Sin temor a pecar de exagerados —señala Artola—, bien puede decirse que España no llegó a conocer siquiera el espíritu ilustrado. En este siglo <span style="font-variant: small-caps;">xviii</span>, en que el racionalismo adquiere carta de naturaleza en toda Europa, incluso en la lejana Rusia, en este siglo en que el continente entero se considera ignorante y se educa con vistas a un futuro mejor, España, en la seguridad de su fe, permanece inalterable, se niega a verificar las transformaciones políticas, filosóficas y religiosas que caracterizan la época moderna [...] No existe una Ilustración española porque no existe en España un cuerpo de filósofos y tratadistas políticos imbuidos en las nuevas ideas.”<sup>[4]</sup></div>
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Sin embargo, y a pesar de los argumentos de los autores anteriormente citados, amén de tantos otros, la sociedad hispana de aquellos tiempos se hallaba en un hervidero de intensa renovación intelectual que, además, habría de acabar influyendo decisivamente en los acontecimientos posteriores a la centuria ilustrada. En los intentos de modernizar el país hallamos antecedentes en los proyectos de los Austrias menores, sobre todo en Felipe IV y su valido, el conde-duque de Olivares.<sup>[5]</sup> No obstante, dichos proyectos no se harían efectivos hasta la coronación de Felipe de Anjou, una vez proclamado vencedor de la contienda sucesoria. Las medidas políticas y económicas de racionalización puestas en práctica por la nueva dinastía resultaban imprescindibles para poder seguir el compás en el concierto internacional. De hecho, las reformas llevadas a cabo en la Monarquía hispánica habían encontrado su inspiración en las ideas ilustradas que impregnaban toda la atmósfera europea. Ideas como “progreso” o “felicidad”, entre otras, eran esenciales en los programas de los monarcas reformistas.<sup>[6]</sup> Hay que decir, no obstante, que aunque se tratase de un movimiento homogéneo en tanto en cuanto partía de unos postulados elementales, el absolutismo reformista hispano tuvo, como es natural, su propia idiosincrasia. En ocasiones, desatendiendo las particularidades históricas de la península y sus colonias de ultramar, se ha señalado como una insuficiencia de la Ilustración española el no haber seguido los pasos de otras potencias, a saber, la consolidación del parlamentarismo inglés y el estallido revolucionario en Francia.<sup>[7]</sup> La situación económica de la Monarquía a principios de siglo era poco halagüeña y con el tratado de Utrecht la hegemonía continental se había decantado en favor de los ingleses. Ante esta situación, los monarcas borbónicos apostaron, con mayor o menor fortuna en cada caso, por una reforma de España que permitiera mantener su extenso Imperio, mejorar su economía y realizar cambios culturales progresivos en la línea de otros países europeos. Así pues, como señala Roberto Fernández, “no se pretendía revolucionar sino reformar, no había que cambiar las estructuras sino remozarlas. Y en todo caso, cualquier cambio debía ser paulatino y procurando no desencadenar resistencias invencibles. Moderado y realista quería decir, pues, reformista.”<sup>[8]</sup> Las reformas que tenían que sacar a la Monarquía de esta coyuntura desfavorable estaban intrínsecamente ligadas a un necesario progreso técnico, científico y cultural. Obviamente, estas innovaciones provocaron encarnizados debates entre, por un lado, los partidarios de realizar reformas en la economía y en la ordenación social o política y, por otro lado, aquellos que desde una postura inmovilista pretendían aferrarse a la tradición.<sup>[9]</sup></div>
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Decir que el movimiento ilustrado español fue, en algunos aspectos, de menor enjundia intelectual o de menor trascendencia que en otros países como Francia, Alemania o Inglaterra, es muy distinto a afirmar —en la línea de Ortega o de Américo Castro— que nos faltó “el gran siglo educador”. En este sentido se nos presenta mucho más sensata la observación de Marañón: “España tal vez no se incorporó como nación al movimiento enciclopedista, que acaso fue en todas partes actitud de minorías selectas. Pero tuvo, como siempre, entre sus hombres los grandes titanes aislados encargados de que no se rompiese la línea de continuidad de la civilización.”<sup>[10]</sup> Sin caer en la exageración de Eugenio D’Ors, según el cual “España se hizo en el siglo <span style="font-variant: small-caps;">xviii</span>”, lo cierto es que hubo en la Monarquía hispana voces ilustradas que nada tienen que envidiar al resto de naciones europeas. El tema requeriría centenares de tomos, pero bastarán unas pinceladas a brocha gorda para desmentir la idea del páramo español dieciochesco. Que las ideas ilustradas, tal y como apunta Domínguez Ortiz,<sup>[11]</sup> sólo estaban al alcance de una minoría social (funcionarios, aristócratas, clérigos, juristas, etc.) no era una singularidad de la península, sino que era común a todo el continente. En el ámbito de la alta política, el reformismo borbónico conoció hombres de la talla de Macanaz, Alberoni, Carvajal, Floridablanca, Godoy, Campomanes, Ensenada, Jovellanos y un sinfín de nombres que compartieron unos objetivos comunes: planificar una política exterior más realista, aumentar la capacidad interventora del Estado, fomentar el crecimiento económico y ablandar el terreno para la innovación científico-cultural del país. Como prácticamente en toda Europa, estas reformas se incardinaban en la lógica interna del sistema tardofeudal, en el cual la preeminencia del poder residía en la figura del monarca. No obstante, dejando <i>hic et nunc</i> de lado las reformas de índole estrictamente económico-política, hemos de centrarnos en el ámbito cultural.</div>
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En la raíz de la renovación de la vida intelectual hispana hallamos el precedente de los <i>novatores</i> a finales del siglo <span style="font-variant: small-caps;">xvii</span>. Sus aportaciones fueron fundamentales para la apertura de España a las corrientes del pensamiento europeo, es decir, lo que habitualmente —y no siempre con acierto— se ha llamado “mundo moderno” (racionalismo, criticismo, empirismo, etc.). Como se ha sugerido anteriormente, el historiador debe recibir con cautela aquellos estudios que mistifican la cultura europea del Setecientos y sostienen, además, que la filosofía y la ciencia españolas estaban en una situación de precariedad frente a la ciencia y la filosofía francesa o alemana. Baste mencionar la “arcaicidad” del pensamiento de Descartes, presentado como paradigma de la modernidad y que si bien fue un gran matemático, como filósofo resultó ser bastante grotesco. Asimismo, no está de más recordar que toda su teoría del automatismo de las bestias la tomó de Gómez Pereira, un médico de Medina del Campo del siglo <span style="font-variant: small-caps;">xvi</span>.<sup>[12]</sup> Entre los <i>novatores</i> hallamos nombres como el del importante matemático Hugo de Omerique, obra del cual fue elogiada por Isaac Newton;<sup>[13]</sup> Diego Mateo Zapa, autor de la polémica obra <i>Ocaso de las formas aristotélicas</i> o Crisóstomo Martínez, con sus estudios de anatomía microscópica, así como una interminable lista que requiere un espacio del que aquí no disponemos. En todo caso, lo que hay que afirmar (y cualquier estudioso puede verificarlo por cuenta propia) es que no se trata de casos aislados en un desolador páramo hispano. Como señala María del Carmen Iglesias: “Desde finales del siglo <span style="font-variant: small-caps;">xvii</span>, coincidiendo por lo demás con una recuperación que los historiadores económicos sitúan muy claramente ya en los últimos años del reinado de Carlos II, hay una importante movilización de las capas más sensibles y cultas intelectual y científicamente. Novatores, eruditos y sabios de la primera mitad del <span style="font-variant: small-caps;">xviii</span> llevan a cabo una auténtica reconstrucción del patrimonio cultural e histórico del país, aunando el respeto a la tradición hispana y hundiendo sus raíces intelectuales en el Siglo de Oro y, al tiempo, abriendo España a la cultura europea.”<sup>[14]</sup> Con los <i>novatores</i> enlazarán muchas de las figuras clásicas del pensamiento ilustrado dieciochesco como puedan serlo Sarmiento, Mayans o el propio Feijoo. La decimoctava centuria abrió paso al desarrollo de campos como la medicina o la botánica, así como al resto de disciplinas naturalistas y físico-matemáticas. Contribuyeron a forjar esta “comunidad científica” figuras, entre tantas otras, como Ulloa, Ciscar, Antillón, Tofiño, Cavanilles o Mutis, este último amigo de Humboldt. También es patente el avance en la recepción del pensamiento económico y político europeo: Montesquieu, Voltaire, Rousseau, Hume, Mably o Adam Smith eran bien conocidos por los ilustrados españoles. Diremos, a título de mera ilustración, que la <i>Tableau économique</i> de Quesnay fue utilizada por Peñaflorida sólo cinco años después de su aparición. Toda esta actividad cultural estaba en gran medida dirigida por el Estado, así pues, durante todo el siglo se procedió a la fundación de diversas instituciones, como las Reales Academias Españolas de la Lengua y de la Historia, ambas ubicadas en Madrid. En otros núcleos importantes del país como Barcelona, Sevilla o Zaragoza se crearon también academias dedicadas al cultivo de las artes, las ciencias y las letras. Mención aparte merece la actividad de las sociedades económicas de amigos del país, quizá las instituciones más características de la España ilustrada.<sup>[15]</sup> Seguramente el mejor ejemplo de preocupación estatal por dirigir las reformas ilustradas lo constituya Carlos III. En palabras ajenas: “el reinado de Carlos III representa —afirma José Luis Abellán— la culminación del siglo <span style="font-variant: small-caps;">xviii</span> español, es decir, aquel momento en que la Ilustración española alcanza su esplendor”.<sup>[16]</sup> En cuanto a las relaciones del reformismo borbónico con la Iglesia católica hay que mencionar dos hechos significativos: la expulsión de la Compañía de Jesús en el año 1767 y un control mucho más severo de la Inquisición.<sup>[17]</sup> Estas políticas regalistas tenían como objetivo principal dotar de mayor independencia al Estado frente a la influencia y los dictados del papado. En definitiva, podríamos seguir citando nombres, instituciones y hechos significativos de la Ilustración española hasta la extenuación. Lo que interesa remarcar es que no se trata de meros casos anecdóticos, sino de una realidad constitutiva de la Monarquía hispánica setecentista. Cierto es que ante la experiencia de la Revolución Francesa muchos conservadores se radicalizaron y muchos reformistas se volvieron conservadores; no obstante, la Ilustración había plantado ya en suelo hispano la semilla ideológica de lo que posteriormente habría de ser el liberalismo decimonónico. Así pues, podemos afirmar que hubo una fecunda Ilustración española que además resultó tener trascendentales consecuencias. Autores como Herr y Sarrailh han subrayado todo lo que el pensamiento liberal debe al Siglo de las Luces hispano: “Lo que sí es indudable es que, gracias a la virtud de la ciencia y a la reforma de los espíritus y de los corazones, esta España del siglo <span style="font-variant: small-caps;">xviii</span> creyó asegurar la vuelta a la edad de oro. Si no lo consiguió, ¿quién será capaz de echárselo en cara? Los excesos de la revolución alarmaron en tal medida a su gobierno y a los propios reformadores, que éstos parecen haber suspendido todo progreso. Sin embargo, la simiente está echada y prosperará: prueba de ello son las Cortes de Cádiz. Así, el siglo <span style="font-variant: small-caps;">xviii</span> tiene derecho a un sitio de honor en la historia de la España liberal.”<sup>[18]</sup></div>
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Para concluir: no podemos entender el inicio y el desarrollo de la contemporaneidad española sin tener en cuenta los precedentes de la Ilustración hispana. Es muy probable que esta visión depauperada, no sólo de nuestro Siglo de las Luces sino de la historia de España en general, se incardine dentro de las coordenadas de la Leyenda Negra propalada desde el siglo <span style="font-variant: small-caps;">xvi</span> por potencias extranjeras.<sup>[19]</sup> Leyenda que muchos españoles como Quevedo en su <i>España defendida</i> o Cadalso en su <i>Defensa de la nación española</i> intentaron combatir. En cualquier caso, recordemos las palabras de Domínguez Ortiz cuando decía que “la España actual, en su inmensa mayoría, superados partidismos y rencores, asume su pasado, enaltece sus grandes figuras, se esfuerza por comprender y situar en su ambiente los hechos, las ideas, incluso aquellas que no tienen ya vigencia, pero que en su momento representaron una opción legítima y enriquecieron el patrimonio histórico de nuestra nación.”<sup>[20]</sup><br />
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[1] Marcelino Menéndez Pelayo, <i>Historia de los heterodoxos españoles</i> (1880-1882), 3 vol., Madrid, 1992, t. <span style="font-variant: small-caps;">ii</span>, l. <span style="font-variant: small-caps;">vi</span>, cap. <span style="font-variant: small-caps;">i</span>, p. 79.</div>
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[2] Paul Hazard, <i>La crisis de la conciencia europea (1680-1715)</i>, Madrid, 1988, p. 57. Asimismo, véanse juicios análogos en la obra del mismo autor <i>El pensamiento europeo en el siglo <span style="font-variant: small-caps;">xviii</span>, Madrid, 1998.</i></div>
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[3] Eduardo Subirats, <i>La ilustración insuficiente</i>, Madrid, 1981, p. 25.</div>
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[4] Miguel Artola, <i>Los afrancesados</i>, Madrid, 1989, pp. 19 y s.</div>
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[5] Cf. John Elliott, <i>El conde-duque de Olivares</i>, Barcelona, 1991.</div>
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[6] Sobre ambas ideas véase, respectivamente, John Bury, <i>La idea de progreso</i>, Madrid, 1971; y José Antonio Maravall, “La idea de felicidad en el programa de la Ilustración”, en <i>Estudios de la historia del pensamiento español (s. <span style="font-variant: small-caps;">xviii</span>)</i>, Madrid, 1991, pp. 162-189.</div>
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[7] Cf. Antonio Elorza, «Los límites del reformismo ilustrado», en <i>La modernización política de España</i>, Madrid, 1988, pp. 17-80.</div>
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[8] AA.VV., <i>Historia de España</i>, Madrid, 2004, t. <span style="font-variant: small-caps;">xi</span>, p. 30.</div>
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[9] Cf. José Antonio Maravall, <i>Antiguos y modernos</i>, Madrid, 1986.</div>
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[10] Gregorio Marañón, <i>Las ideas biológicas del P. Feijoo</i>, Madrid, 1935, p. 309.</div>
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[11] Antonio Domínguez Ortiz, <i>Sociedad y Estado en el siglo <span style="font-variant: small-caps;">xviii</span></i>, Barcelona, 1976, p. 494.</div>
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[12] Cf. José Manuel Rodríguez Pardo, <i>El alma de los brutos en el entorno del Padre Feijoo</i>, Oviedo, 2008.</div>
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[13] Véase también el interesante ensayo de Julio Rey Pastor, <i>Los matemáticos españoles del siglo <span style="font-variant: small-caps;">xvi</span>, Madrid, 1934, en el cual el autor pretende terciar en la famosa polémica sobre la ciencia española.</i></div>
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[14] María del Carmen Iglesias, “Introducción” a José Antonio Maravall, <i>Estudios de la historia del pensamiento…</i>, p. 13.</div>
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[15] Cf. Francisco Aguilar Piñal, <i>Las Sociedades Económicas de Amigos del País en el siglo <span style="font-variant: small-caps;">xviii</span>: Guía del investigador</i>, San Sebastián, 1974.</div>
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[16] José Luis Abellán, <i>Historia crítica del pensamiento español: Del Barroco a la Ilustración (siglos <span style="font-variant: small-caps;">xvii-xviii</span>), t. <span style="font-variant: small-caps;">iii</span>, Madrid, 1981, p. 806. Véanse, asimismo, las obras de J.L. Peset y A. Lafuente (comp.), <i>Carlos III y la ciencia de la Ilustración</i>, Madrid, 1988; Julián Marías, <i>La España posible en tiempos de Carlos III</i>, Madrid, 1963.</i></div>
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[17] Cf. Ricardo García Cárcel, <i>La inquisición</i>, Madrid, 1990; Ricardo García Cárcel y Doris Moreno, <i>Inquisición: Historia crítica</i>, Madrid, 2000; Antonio Álvarez de Morales, <i>Ilustración e Inquisición (1700-1834)</i>, Madrid, 1980.</div>
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[18] Jean Sarrailh, <i>La España ilustrada de la segunda mitad del siglo <span style="font-variant: small-caps;">xvii</span></i>, México, 1957, p. 709; Richard Herr, <i>España y la Revolución del siglo <span style="font-variant: small-caps;">xviii</span></i>, Madrid, 1973.</div>
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[19] La Leyenda Negra es el concepto definido y difundido por Julián Juderías para denunciar los infundios y exageraciones perpetrados por las potencias enemigas del Imperio español. Entre las difamaciones de dichas potencias —protestantes en su mayoría— resaltan dos pilares fundamentales, a saber, la conquista de América y el tribunal de la Inquisición. En base a esto, la idea negrolegendaria presenta a los españoles como codiciosos, incompetentes, crueles y despiadados. No sólo siguen siendo opiniones corrientes entre los ciudadanos, sino que en el gremio de los historiadores se ha recaído continuamente en la Leyenda Negra. Entre muchos otros, destaca la obra del hispanista anglobirmano Henry Kamen <i>Los desheredados: España y la huella del exilio</i> (Madrid, 2007), en la que se presenta una España intolerante que habría expulsado lo mejor de su intelectualidad. No obstante, existen hechos que Kamen olvida mencionar y que atinadamente apunta Rodríguez Pardo: “Expulsiones las hubo en toda Europa mucho antes de 1492. Por ejemplo, los judíos fueron expulsados de manera tajante, sin posibilidad de conversión al cristianismo, de Inglaterra (1290) y Francia (1394), por no hablar de las expulsiones posteriores de judíos de Rusia y otros lugares del mundo. La política de segregación racial en Estados Unidos o las expulsiones por persecuciones religiosas en Inglaterra, como la que sufrieron los colonos del <i>Mayflower</i> ya en el siglo <span style="font-variant: small-caps;">xvii</span>.” (“Henry Kamen corrige y aumenta la Leyenda Negra”, en <i>El Catoblepas</i>, núm. 72, 2008, p. 19.) Autores como García Cárcel o Carmen Iglesias, amén de tantos otros, impugnan el término acuñado por Juderías por falsario y niegan la Leyenda Negra reduciéndola a un mero «estado de ánimo» en el que recaerían los españoles en momentos de crisis, es decir, una especie de coartada psicológica para justificar lo injustificable de nuestra historia; como mecanismo tranquilizador que haría recaer la culpa sobre los demás (Cf. Ricardo García Cárcel, <i>La Leyenda Negra</i>, Madrid, 1992). A nuestro juicio, esta tesis constituye un reduccionismo psicologista a menudo tan pernicioso en la historiografía y en las ciencias en general. A fin de cuentas, los hechos empíricos que estos autores aportan en sus investigaciones ya constituyen una evidencia de la existencia objetiva de la Leyenda Negra. Así pues, y esto merece un estudio aparte, más que reducirlo a un concepto psicológico, la “Leyenda Negra” habría que incorporarla como categoría histórica gnoseológica.</div>
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[20] Antonio Domínguez Ortiz, <i>Carlos III y la España de la Ilustración</i>, Madrid, 1988, pp. 11 y s.</div>
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Constelaciónhttp://www.blogger.com/profile/07698794212069170490noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-8578161740634862640.post-9266394222827936112012-11-18T16:05:00.000+01:002012-11-19T16:27:44.637+01:00De la racionalidad católica<span style="font-size: 18pt; font-variant: small-caps;">Alberto Luque</span><br />
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjRK2VGsEtavaJYCPi4S8HOfvkflqJhwjkbVFP9EXhnKCTH2tGXueqRw1VfwclE5dOyp5v9Dsy_ktNRECxKSHoer1aUzn4rUtKzxkcqcduPR-B_X7oV7_IUciEFdkuqkiFD68edmkPoSclj/s1600/Dios+enfadado.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" height="154" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjRK2VGsEtavaJYCPi4S8HOfvkflqJhwjkbVFP9EXhnKCTH2tGXueqRw1VfwclE5dOyp5v9Dsy_ktNRECxKSHoer1aUzn4rUtKzxkcqcduPR-B_X7oV7_IUciEFdkuqkiFD68edmkPoSclj/s320/Dios+enfadado.jpg" width="320" /></a>Hemos iniciado un interesante tema de debate: el de la racionalidad del catolicismo. Quiero justificar de antemano por qué digo “interesante”. No es asunto secundario éste de calibrar el interés o desinterés del catolicismo. A veces, frente al tema de un debate, uno puede decir “no me interesa”. Si yo dijese que el tema del catolicismo, por ejemplo, no me parece interesante, creo que cualquiera podría replicarme que estaría incurriendo en una paradoja pragmática: en efecto, me ha de parecer lo suficientemente interesante como para declarar que lo considero intrascendente; si realmente no fuese interesante, debería simplemente ignorarlo (y aun así, los demás tendrían todo el derecho a incluir mi desdén y el de otros entre las virtudes interesantes del catolicismo: entre ellas estaría el provocar indiferencia, y su análisis se enriquecería incluso con las deducciones <i>ex silentio</i>).<br />
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Un conocimiento negativo no es la negación de un conocimiento. El primer y segundo principios de la termodinámica, por ejemplo, establecen no cómo ha de acaecer el desarrollo de cualquier sistema físico, sino cómo no puede acaecer. Y esto es un saber: un saber que no es posible tal cosa. Un decaedro regular es una idea vacía, pero saber que es una idea vacía es un conocimiento. Si alguien pretendiese que el catolicismo no es importante porque, como cualquier religión, se opone a la indagación racional, o traslada los problemas prácticos, morales o metafísicos al mundo de la trascendencia y de la palabra revelada, y que en todo caso esos modos de sentir, razonar u obrar deben reducirse a la experiencia privada, no estaría demostrando que el catolicismo no es importante, sino que estaría juzgándolo como un peligro, intromisión u obstáculo para la racionalidad de la vida social. A mí siempre me ha interesado, como a Lévi-Strauss, el punto de vista de Dios, o sea considerar las cosas <i>sub specie æternitatis</i>, pese a que la creencia en la existencia de Dios me parece el ejemplo cumbre de una irreflexión (del mismo modo que para Hilbert tenía sentido que <i>enunciados y supuestos</i> pudieran entrar en mutua contradicción, pero jamás que los <i>hechos y acontecimientos</i> pudieran contradecirse entre sí).</div>
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Voy a referirme a tres aspectos de la cuestión del catolicismo, parte de los cuales ya se ha insinuado aquí y allá en los comentarios a las dos entradas anteriores: (1) el del anticlericalismo, reacción para mí intolerable frente al carácter racional de la ética católica, indiscutiblemente más cohesionada, social, colectivista, que la de otras religiones; (2) el problema de la enseñanza del catolicismo en la escuela, y (3) el tema de la sexualidad en el catolicismo.<br />
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(1) <span style="font-variant: small-caps;">Del anticlericalismo.</span> —Sobre este tema ya he dicho lo esencial de cuanto pensaba en mi comentario a la anterior entrada (Josep Maria Viola, <a href="http://konstelacio.blogspot.com.es/2012/11/catolicismo-y-racionalidad.html">“Catolicismo y racionalidad”</a>). Recurro ahora a una expresión mucho más eficaz que la del discurso filosófico para mostrar que el anticlericalismo sólo es un sentimiento, irrazonable, que choca contra otro sentimiento mucho más prudente. Esa expresión es, por supuesto, la de la propia emoción religiosa convertida en poesía, de la pluma de Gabriel y Galán, cuyos poemas extremeños son para mí una fuente de gozo, como los de Luis Chamizo. Transcribo la segunda parte del poema “Cara al cielo”, de José María Gabriel y Galán:</div>
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¡Qué nochi tan rica!,</div>
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¡qué luna tan guapa!</div>
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No hay ná que me sepa</div>
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como estalme tumbau a la larga</div>
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mirandu p’al cielu.</div>
<div style="text-indent: 0pt;">
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y escuchandu cantar la caraba,</div>
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los capachus, los bujus, los grillus</div>
</div>
<div>
y tamién las ranas</div>
<div style="text-indent: 0pt;">
cuandu cantan asín algu lejus,</div>
<div>
que ampié de las charcas</div>
<div>
me ponin moorru</div>
<div style="text-indent: 0pt;">
con aquel sonsoneti que arman.</div>
<div>
¡Miá que está una nochi</div>
<div>
jasta allí de clara!…</div>
<div style="text-indent: 0pt;">
¿Quién habrá jecho aquellu de arriba?…</div>
<div>
¡Miá que es cosa guapa!</div>
<div>
¡Mentira paeci</div>
<div>
que no se mus caiga,</div>
<div style="text-indent: 0pt;">
porque mira que están las estrellas</div>
<div>
en el airi n’amas!</div>
<div style="text-indent: 0pt;">
<div>
¡Y cuidiau que son unas pocas!</div>
<div>
¡Y cuidiau que están todas altas,</div>
</div>
<div>
que si se cayeran</div>
<div>
bien mos estripaban!</div>
<div style="text-indent: 0pt;">
<div>
Y la luna tamién, ¡miá que es cosa!</div>
<div>
¡Qué bien jecha que tieni la cara!</div>
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¡Esa sí que paeci imposibli</div>
</div>
<div>
que no se mus caiga</div>
<div style="text-indent: 0pt;">
<div>
porque está como cuasi esprendía</div>
<div>
si te queas parau a mirala!</div>
</div>
<div>
¡Miá que es cosa esa!</div>
<div style="text-indent: 0pt;">
¿Quién dirás que la ha jecho?…</div>
<div style="text-indent: 140pt;">
—¡Pus vaya</div>
<div>
con unas preguntas</div>
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que jacis tan cándidas!</div>
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¿Pus quién jizu el mundu?</div>
<div>
¡Pus Dios! No sé na’ mas,</div>
<div style="text-indent: 0pt;">
<div>
porque estoy cuasi ya trascordau</div>
<div>
de cómo lo jizu, que bien lo galraba</div>
<div>
cuandu anduvi de chico a la escuela</div>
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aprendiendu esas cosas tan guapas.</div>
<div>
Pero tienis al mi Gelipinu</div>
<div>
que ahora mesmu de golpi te galra</div>
</div>
<div>
qué jizu Dios hoy,</div>
<div>
qué jizu mañana,</div>
<div>
qué jizu al desotru…</div>
<div>
y asín te lo acaba.</div>
<div style="text-indent: 0pt;">
<div>
Yo no pueu palralu seguíu</div>
<div>
porque ya la memoria me falla</div>
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y además se me enrea la lengua</div>
</div>
<div>
con tantas palabras.</div>
<div>
—¡Lo mesmu, compadri,</div>
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lo mesmu me pasa!</div>
<div>
se me jaci un ñúo</div>
<div style="text-indent: 0pt;">
<div>
que no pueu siquiá meneala</div>
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cuantis güeli que vienin en ringla</div>
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dos palabras u tres de las malas.</div>
<div>
Pero mira, tamién yo me acuerdu</div>
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de que altoncis asín lo enseñaban,</div>
</div>
<div>
y siempre se ha oíu</div>
<div style="text-indent: 0pt;">
<div>
de que Dios jizu el mundu…</div>
<div style="text-indent: 120pt;">
—Y mos basta</div>
</div>
<div>
sabel quién lo jizu:</div>
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eso sé yo na’ más.</div>
<div style="text-indent: 0pt;">
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—¡Es que no falta genti de estudiu</div>
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que se poni a lleval la contraria!</div>
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Mos estaba jerrandu las bestias</div>
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hogañu en la plaza</div>
<div style="text-indent: 0pt;">
<div>
don Silvestri, el albéital, pa dilnus</div>
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a la Virgen del Valle, a pujala.</div>
</div>
<div>
¡Juy, Dios, si lo oyis!</div>
<div>
¡Juy, cómo galraba!</div>
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Daba gustu oílu,</div>
<div style="text-indent: 0pt;">
<div>
pero daba también repunanza,</div>
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porque jizu tamién de la Virgen</div>
</div>
<div>
asín como guasa.</div>
<div style="text-indent: 0pt;">
Yo no pueu explicalti el sentíu</div>
<div>
de tantas palabras,</div>
<div style="text-indent: 0pt;">
<div>
pero vinon a dal a que el mundu</div>
<div>
no lo ha jechu el de arriba y que na’ más</div>
</div>
<div>
que él solu se ha jechu,</div>
<div style="text-indent: 0pt;">
pero asín, sin que naide lo jaga.</div>
<div>
¡Miá que es cosa esa</div>
<div>
tamién algu parda!</div>
<div>
Entavia le diju</div>
<div style="text-indent: 0pt;">
tío Prudencio con algu de guasa:</div>
<div>
“¡Jaga usté las bolas</div>
<div style="text-indent: 0pt;">
más chiquinas, que asín no mus pasan!”</div>
<div>
¡Juy, cómu se pusu!</div>
<div style="text-indent: 0pt;">
<div>
Mos llamó genti bruta, de rabia</div>
<div>
y mos dijo: “¡El que puea, que aprenda,</div>
<div>
que yo tengu pa’ mí que me basta!”</div>
</div>
<div>
—¡Pus más le valía,</div>
<div>
ya que tantu jabla,</div>
<div style="text-indent: 0pt;">
<div>
aprendel a curalmus las bestias,</div>
<div>
polque a mí me queó sin pollanca,</div>
</div>
<div>
y a Giniu sin burru</div>
<div>
y a ti sin guarrapa!…</div>
<div style="text-indent: 0pt;">
<div>
—¡No la mientes, porque un garrabuñu</div>
<div>
se me jacin las tripas, de rabia!</div>
</div>
<div>
Di que no jué acuerdu,</div>
<div style="text-indent: 0pt;">
<div>
cuando tantu galraba en la plaza,</div>
<div>
pero ya verás tú si le igu</div>
<div>
cuantis yo me lo jechi a la cara:</div>
<div>
“¡No se jabla tan mal del de arriba</div>
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pa jechalsi usté mesmu alabancias,</div>
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que la genti tamién comprendemus</div>
</div>
<div>
lo que ca’ unu jaga,</div>
<div>
lo que ca’ unu envente,</div>
<div>
lo que ca’ unu valga…</div>
<div style="text-indent: 0pt;">
Y si no, ya ve usted, yo le pongu</div>
<div>
esta comparanza:</div>
<div style="text-indent: 0pt;">
El de arriba mos da los ganaus</div>
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y usté mos los mata!”</div>
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<br />
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El rústico razona como un filósofo natural, con la ingenuidad del primitivo que contempla la naturaleza y no sólo siente un natural arrobo ante la maravilla, una verdadera emoción estética, sino que se hace preguntas cruciales, racionales: ¿Cómo es que no se caen las estrellas, que están ahí como flotando <i>na’ más</i>?, y ¡qué bien <i>hecha</i> está la Luna!, y ¿<i>quién</i> habrá hecho todo eso? Su amigo le contesta con la presteza que caracteriza a quienes aún no han sido corroídos por el demonio de la indagación y la sospecha: le basta saber que “lo hizo Dios”. Que “le basta” significa que es feliz con esa fe, que no tiene inquietudes, que no ve en esa explicación nada sospechoso ni absurdo ni que necesite aclaración. Pero el primero ha oído hablar a un hombre instruido, “gente d’estudiu”, el albéitar, que “se pone a llevar la contraria”, es decir que razona contra las ingenuas explicaciones de la fe religiosa. A esas explicaciones científicas en que se prescinde de Dios para explicar el mundo, el crítico añadía “algo así como guasa” de la beatería o la piedad popular. He aquí la fisura por la que se ha introducido el anticlericalismo. No hay nada de racional en la burla; a quien aún sostiene ideas precientíficas, primitivas, míticas o religiosas, el sabio debe explicarle lo que ignora, pero no burlarse de que aún sea esclavo de supersticiones. De otro modo, su presunta sabiduría queda rebajada al rango de un estúpido motivo de distinción, que tiene el mismo valor intelectual que la pertinacia del rústico en su fe, o sea ninguno. El sencillo campesino del poema reconocía lo lindo de escuchar las explicaciones del veterinario ateo —su relato científico de la formación del mundo—, pero al mismo tiempo se disgustaba porque en ese parlamento hiciese burla de la Virgen, o sea que tratase con desprecio los sentimientos piadosos. Insisto en que aquí el campesino ejercita de modo natural una crítica filosófica: el verdadero filósofo no ríe; porque la burla y la risa, amén de constituir una reacción fisiológica incontrolada, tienen por su sentido o propósito un carácter ofensivo, irracional y malicioso.</div>
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Uno puede preguntarse por qué en España, a fines del siglo <span style="font-variant: small-caps;">xix</span>, todavía había que ser indulgente con mentalidades, más que religiosas, casi míticas, supersticiosas, que fueron superadas ya por los griegos de época clásica. Hoy día sigue habiendo muchas personas que, pese a haber pasado por una escuela que enseña lógica, historia y ciencias, aún creen que tiene sentido la pregunta “¿quién hizo el mundo?” —pregunta que es en realidad un erotema, porque exige indicar a un sujeto (Dios). Responder “nadie” (no un sujeto que se llame “Nadie”, como Ulises…) será absurdo para el que hace la pregunta, o por lo menos muy antipático. Y es que al responder que “nadie hizo el mundo” se impugna la forma misma, y por tanto el sentido, de la pregunta. Ya no hay que preguntar <i>quién</i> hizo el mundo —lo que presupone, sin motivo lógico alguno, que ha de existir un creador y un acto de creación—, sino <i>cómo</i> ha surgido, cómo ha evolucionado desde configuraciones anteriores (y tampoco tiene sentido preguntar <i>para qué</i> se ha hecho).<br />
<br /></div>
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(2) <span style="font-variant: small-caps;">De la enseñanza del catolicismo en las escuelas.</span> —Josep Maria Cuenca incluía entre los “asuntos” caros a Gustavo Bueno y que en su opinión deberían desestimarse o rechazarse como propios de la derecha, éste: “Su pretensión, por fortuna desoída, de enseñar el catolicismo en las escuelas”. A esto contestaba Josep Maria Viola: “Al tema de la enseñanza del catolicismo (artículo el mío sobre dicha Institución que parece no haberle gustado demasiado a Josep Maria) en las escuelas tampoco tendríamos que darle la espalda sin entablar una larga y tendida discusión intelectual (sobre el carácter público o privado de la religión… o de qué modo se enseñaría el catolicismo —en el hipotético caso—; ¿como un dogma de fe o como una disciplina más sobre algo que pertenece a nuestra cultura, tal y como se puede enseñar la cultura y el arte del Siglo de Oro español?, &c.).” Luego Xavi López precisaba lo siguiente: “Si Bueno se refiere a enseñarlo [el catolicismo] junto con todas las demás religiones en una narrativa común, me parece bien; cualquier forma de prestigiarlo aislándolo de su desarrollo paralelo con otras corrientes ideológicas de la historia, o cualquier forma de justificar nuestra pertenencia a una tradición, la rechazo.”</div>
<div>
Lo que dice López suena bien, pero es erróneo. El catolicismo no es que requiera ser privilegiado o “prestigiado” respecto a otras religiones en la enseñanza, es simplemente que ya de suyo es un fenómeno religioso histórico-universalmente más relevante que cualquier otro. Ese realce histórico se enseñará en las clases de historia —explícita o tácitamente— en virtud de su “desarrollo paralelo con otras corrientes ideológicas de la historia”, y no, por supuesto, en el sentido de la historia providencial, como si su presencia en el mundo correspondiese a la verdad trascendente de las Sagradas Escrituras, y no a hechos sociales, materialmente trascendentes. Ahora bien, esto no quiere decir que el catolicismo pueda incardinarse <i>indistintamente</i> en una “narrativa común”; primero, porque no existe semejante narrativa común: cada religión tiene la suya propia, y la del historiador no es ninguna de ellas. Eso suena como si, en lugar de enseñar el catecismo católico, se hubiesen de enseñar los catecismos de otras religiones. Pero para el historiador el contenido de los catecismos no tiene valor por sí mismo, sino como expresión de mentalidades, de culturas históricamente desarrolladas. No puede adoptar el irracional criterio de que todas las religiones son verdaderas, sino más bien el de que todas ellas son falsas. También dice Xavi López: “cualquier forma de justificar nuestra pertenencia a una tradición, la rechazo”. En mi opinión sí se trata, justamente, de “justificar nuestra pertenencia a una tradición”. Que somos una civilización católica no sólo es un hecho innegable, sino que debe ser “justificado” históricamente; pero la explicación histórica no equivale a un catequismo, sino todo lo contrario. Uno debe comprender, por ejemplo, por qué el Barroco o el Romanticismo se desarrollan de una manera tan natural en los países católicos, o por qué se producen a partir del siglo <span style="font-variant: small-caps;">xviii</span> tantos conflictos entre los nuevos regímenes burgueses y los jesuitas, que son tan invariablemente expulsados de tantos países, o por qué entre ellos un Suárez desarrolla tan implacablemente la doctrina jurídica del tiranicidio.</div>
<div>
Enseñar la doctrina y la historia del catolicismo en las escuelas no sólo no podrá contribuir, en mi opinión, a “prestigiar” a la Iglesia Católica ni a la fe religiosa en general, sino que su efecto será justamente el opuesto: conducir a la mentalidad crítica, materialista, atea y libre de prejuicios. Hagamos una comparación con la enseñanza de otra esfera de la historia de la cultura: la historia del arte. El 90% del temario de la historia universal del arte en la enseñanza media o en cualquier universidad del mundo corresponde al arte europeo, desde la Antigüedad, que se reparte casi a medias entre un arte clásico y uno cristiano. Las manifestaciones artísticas de otras civilizaciones son marginales en estos estudios, sin perjuicio de que nuestro sistema académico garantice la formación de especialistas en esos ámbitos, del mismo modo que garantiza la existencia de sinólogos, de americanistas, arabistas, expertos en arameo, &c., &c., o del mismo modo que garantiza el estudio —y su interés cultural— de las lenguas locales en el terreno filológico (por cierto, el primer impulso para el estudio y preservación del bable lo debemos a Jovellanos: <i>Plan para la formación de un diccionario del dialecto de Asturias</i> [1790.], <i>Instrucción para la formación de un diccionario bable</i> [1801], <i>Apuntamiento sobre el dialecto de Asturias (Instrucción para la formación de un diccionario geográfico de Asturias)</i> [1804]; pero era inimaginable para Jovellanos que ese residuo folclórico pudiese algún día ser elevado a lengua oficial).<br />
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(3) <span style="font-variant: small-caps;">De la sexualidad en el catolicismo.</span> —Lo primero que me parece importante decir en este otro terreno es que el puritanismo sexual es una anomalía como contenido de las religiones, y no sólo de la cristiana. El horror a la naturaleza y la gazmoñería que caracterizan la era victoriana, que incluso forjó un lenguaje desnaturalizado para referirse con pudor a los asuntos sexuales, es algo que la historia anterior al siglo <span style="font-variant: small-caps;">xix</span> desconocía —y que, por cierto, surge en una cultura no católica, sino cismática. Incluso en época moderna era habitual un ritual que hoy se nos antoja vergonzoso: el párroco y los parientes de una pareja de recién casados tenían que presenciar cómo éstos, en su primera noche de bodas, cumplían con los sagrados votos del matrimonio uniéndose en cópula carnal. Eso no evitaba una espontánea comicidad, las risas y las bromas, pero el asunto era serio. Contra lo que opinan muchas personas desinformadas y superficiales, el sexo no es un <i>pecado</i> para el católico, sino todo lo contrario, una parte indefectible de un <i>sacramento</i>, el matrimonio (otra cosa es la lujuria, como desbordamiento animal de la natural pasión sexual, como incontinencia). Más aún, lejos de ser un pecado, es teológicamente considerado más bien como un castigo en sí mismo, resultado de la Caída, como el trabajo. La tesis se encuentra explícita en San Agustín, como recuerda Slavoj Žižek: “San Agustín desarrolló su teoría de la sexualidad en uno de sus textos menores, pero pese a ello cruciales, <i>De nuptiis et concupiscentia</i>. Su razonamiento es sumamente interesante porque desde el inicio difiere de lo que comúnmente se considera la premisa básica de la noción cristiana de la sexualidad: lejos de ser el pecado el que provocó la Caída del hombre, la sexualidad es, en cambio, el <i>castigo</i>, la <i>penitencia</i> por el pecado.” (<i>El sublime objeto de la ideología</i> [1989], México, Siglo XXI, 1992, p. 282.) Žižek aquilata este argumento con un chiste obsceno: “¿Cuál es el objeto más ligero sobre la tierra? —El falo, porque es el único que puede alzarse mediante el pensamiento.” (<i>Ibíd.</i>, p. 283.) No hay que darle más vueltas. El sexo es, como cualquier otra pasión, una servidumbre natural, una sujeción a nuestra parte animal. Y la moral se encarga, ya que no puede eliminar la pasión por completo, al menos de moldearla, de mitigarla o someterla mediante un condicionamiento social. La religión trata así el sexo con la misma naturalidad y racionalidad práctica que la antropología. El hecho, por ejemplo, de que la monogamia se haya impuesto en casi todas las sociedades del planeta obedece, como explicaba Lévi-Strauss, a una sencilla razón aritmética, a saber: que la naturaleza produce la misma cantidad de mujeres que de hombres. Por otro lado, la idea cristiana del matrimonio es lo que mejor se corresponde —porque en rigor la ha generado— con la idea romántica del amor eterno. Más aún, todo el romanticismo, creación estética de la sociedad moderna, no es sino catolicismo artísticamente expresado (y no por otra razón Hegel distinguió el arte clásico, pagano, del romántico-cristiano).</div>
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Más allá de esto, algunos anticlericales modernísimos querrán atribuir al católico un sentido morboso de repugnancia al sexo, por el hecho de que el catolicismo condena la pornografía o el adulterio. Pero eso es absurdo. La obscenidad se condena desde cualquier posición verdaderamente filosófica, y el adulterio es lo opuesto al amor romántico que caracteriza nuestras más delicadas emociones eróticas. Si alguna vez un romántico ha enaltecido el amor adúltero es porque éste se puede volver —o fingir—, según las circunstancias, un verdadero amor eterno, <i>i.e.</i> el único que sentimentalmente justifica el sacramento del matrimonio. Por otro lado, el catolicismo no exige un castigo para el adúltero, sino un arrepentimiento. Concede que los hombres pueden pecar, porque son continuamente tentados, pero les pide un acto de contrición o de atrición, y les promete el perdón. (Es cierto que, en cambio, a menudo se ha condenado a las mujeres por la misma causa; esto procede de otro aspecto de nuestras sociedades, según el cual ha sido frecuente el maltrato y la crueldad con las mujeres. Pero también esto ha sido contrario a las concepciones imperantes de la <i>virtud</i> —palabra que deriva de <i>vir</i>, hombre, y que significa por tanto “hombría”. Maltratar a una mujer es vil, propio de cobardes, lo contrario de la virtud. El maltrato a las mujeres quizá se ha hecho más frecuente en la actual sociedad secularizada, y la Iglesia lo condena, ni más ni menos que cualquier otra modalidad de abuso.) Quienes se ríen de la aparente mojigatería de los católicos respecto al sexo, en realidad sólo oponen una repugnante apología de la lascivia; el católico, en cambio, no se escandaliza ante la lujuria —ni ante los mayores crímenes—, sino que la contempla como una caída que requiere reparación y perdón, ni más ni menos que cualquier otro vicio. Si alguien pretende que la práctica burguesa de encornudarse mutuamente ha hecho felices a quienes la practican, que venga Dios y lo vea.</div>
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Constelaciónhttp://www.blogger.com/profile/07698794212069170490noreply@blogger.com4tag:blogger.com,1999:blog-8578161740634862640.post-39195103305718566772012-11-06T17:17:00.000+01:002012-11-11T16:04:55.183+01:00El término (de la) democracia<span style="font-size: 18pt; font-variant: small-caps;">Xavi López</span><br />
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhakPfQZoobVnQzKpRa1vMUy8D61EDamcvj2PgvfVsqBB3AxXXoZjZZA5HYZtqUxZM63RcJ7lEnYjY8GItqUaFnMAzo41xKQ4NL13VD3O_HHzo04h55ZkOnRSIFuYHGNh6xv0nYFdb47hC7/s1600/Protesta.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; float: right; margin-bottom: 0em; margin-left: 0em;"><img border="0" height="208" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhakPfQZoobVnQzKpRa1vMUy8D61EDamcvj2PgvfVsqBB3AxXXoZjZZA5HYZtqUxZM63RcJ7lEnYjY8GItqUaFnMAzo41xKQ4NL13VD3O_HHzo04h55ZkOnRSIFuYHGNh6xv0nYFdb47hC7/s320/Protesta.jpg" width="320" /></a>El recién desaparecido Eric Hobsbawm, en su libro <i>La era del imperio, 1875-1914</i>, hizo el siguiente comentario al hilo de su exposición del tema del imperialismo: «A diferencia del término <i>democracia</i>, al que apelan incluso sus enemigos por sus connotaciones favorables, el “imperialismo” es una actividad que habitualmente se desaprueba, y que, por tanto, ha sido siempre practicada por otros. En 1914 eran muchos los políticos que se sentían orgullosos de llamarse imperialistas, pero a lo largo de este siglo los que así actuaban han desaparecido casi por completo.» Es decir que el término ha caído en desuso debido a su reconocida mala prensa. Las crisis del colonialismo en el así llamado Tercer Mundo y el simultáneo auge de las democracias y de los poderes públicos en Occidente fueron las causas por las cuales el término «imperialismo» se convirtió en una evocación de todo lo abominable que hay en el mundo.<br />
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En el mismo libro, Hobsbawm abordó el difícil surgimiento de las democracias en las metrópolis de los imperios, en el período 1890-1910. En unos países donde los viejos mecanismos de subordinación al poder se estaban derrumbando, los Estados, ayudados por las empresas privadas, consiguieron sin embargo controlar los movimientos de masas que pedían más democracia, al menos hasta el inicio de la Primera Guerra Mundial. Hobsbawm, con su genio narrativo, dibujó un agitado panorama de democracias a medias y amaños electorales combinados con programas de asistencia social, cuando se daba el caso, en algunos países europeos. En esa época el término «democracia» aún no había adquirido el prestigio que tuvo después. Hubo que esperar a que terminase la Segunda Guerra y más allá, a la época del triunfo de las socialdemocracias occidentales, de las que quizá seamos unos indignos herederos. Hoy día hay mucha gente que sigue creyendo en el prestigio de la democracia, en su función como agente de transferencia de poder del ciudadano al gobernante. Porque aún escogemos a nuestros gobernantes, cuando se da el caso de que no somos ni Italia ni Grecia. Los escogemos, sí, pero lo hacemos mal informados, influidos por mentiras, y ni siquiera una gran mayoría vamos a votar: será porque somos tontos y no somos capaces de ponderar como se merecen las preclaras cabezas de los políticos de hoy. Fenómenos como el ocurrido con el grupo de punk rock Pussy Riot en Rusia son fenómenos de superficie, casi exclusivamente mediáticos; hace unos días salió a la luz una mentirijilla estadística en las elecciones gallegas, y pocos días después tuvimos que lamentar la condena a pagar 10.000 € a los integrantes de la revista <i>Cafè amb llet</i> por destapar una trama de corrupción de la sanidad pública en Cataluña, que salpica al entorno inmediato del mismísimo Rei Artur (<i>Constelación</i> publicó el vídeo en el que los «condenados» explican el caso). Hace muchos años que oímos las descalificaciones de los políticos llamándose entre sí «malos demócratas». Y todo esto por no mencionar lo que es evidente de un simple vistazo, esto es, la transferencia de soberanía de los ciudadanos al gran capital a través de los políticos. El término «democracia» ha sido tan manoseado que ya no se sabe qué es lo que designa exactamente. Movimientos como el 15-M o Democracia Real Ya, aunque ingenuos y desorganizados (y precisamente por eso, muertos en vida), piden lo que muchos ciudadanos: seguir siendo ciudadanos, y no clientes. Que la democracia sea algo más que ir a votar cada cuatro años, que el vocablo se corresponda con la cosa, la palabra con la realidad.</div>
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El mundo de hoy deriva hacia algo así como lo que dice Thomas Bernhard al principio de sus <i>Relatos autobiográficos</i>: «La ciudad, poblada por dos clases de personas, los que hacen negocios y sus víctimas…» Cambiemos «ciudad» por «mundo» y «negocios» por «grandes negocios» y obtendremos una radiografía fiel de la actualidad y del futuro inmediato. ¿En qué se diferencia este planteamiento, muy genérico y literario, es cierto, pero no menos acertado, de lo que entendemos que fue la época del imperialismo? El imperialismo, y de ahí su descrédito, se asocia inmediatamente con la crueldad, con el expolio económico, con una política de imposición de elites y de monopolios, y consecuentemente, con las víctimas de ese sistema. Esto es muy actual; nunca dejó de serlo. No hay que olvidar a este respecto la célebre mención de Lenin sobre el derecho de autodeterminación como un derecho de los pueblos a liberarse de sus opresores. Y aquí habría que añadir dos cosas: (1) que la defensa de la autodeterminación por parte de Lenin fue hecha en un contexto histórico singular, como es la desmembración del Imperio Austrohúngaro, y (2) que para justificar el derecho de autodeterminación hay que demostrar que <i>los expolios y las violencias son o han sido reales</i>. Lo cual nos llevaría, por ejemplo en el caso de España, a aplicar otra idea de Hobsbawm, la de «invención de la tradición», a las ideologías nacionalistas vasca y catalana (aunque, como demostró José Álvarez Junco en su magistral <i>Mater dolorosa</i>, no menos a la española). Y todo en nombre de la democracia, ese comodín o puta barata.</div>
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Hobsbawn publicó, en 1999, una <i>Entrevista sobre el siglo <span style="font-variant: small-caps;">xxi</span></i>. En este libro el gran historiador hace balances y predicciones. Como no fue un economista, algunas predicciones las acertó; como no fue astrólogo ni adivino, sino historiador, algunas otras no. Pero hace una afirmación que vale para trazar un esbozo de lo que viene siendo el mundo de hoy tras la debacle de 2008: «Mientras que para la economía es posible, en teoría, operar sin una serie de instituciones globales, a mí me parece imposible que la política pueda funcionar en un vacío análogo. Pero la realidad es que no existen instituciones políticas globales. La única que hay, la Organización de las Naciones Unidas, obtiene su poder de los estados existentes. Por eso en la situación actual (1999) coexisten dos sistemas diferentes: uno para la economía y otro para la política». Hoy estas tendencias que señaló Hobsbawm se han radicalizado, y la economía campa a sus anchas, absorbiendo y condicionando a la política. El mercado libre (la utopía neoliberal) es un mundo sin barreras, una especie de superficie lisa por la que corre el dinero, como una autopista liberada de peajes, gracias a tétricos avances informáticos como el programa Hexagon, que puede hacer volatilizar grandes fortunas de Suiza sin dejar rastro y hacerlas aparecer en Hong Kong. Y es que el mercado es mágico. Pero los seres de a pie tratan de saltar vallas cada vez más altas y de superar condiciones más adversas, entre ellas unos peajes que, por arte de magia, cada día suben de precio. Aquí abajo habita hoy la democracia, es un privilegio de los seres de a pie, de los atenienses, a un paso de convertirse de ciudadanos en clientes. Arriba, en el Olimpo, no hay democracia, porque ¿quién la necesita? Sólo hay esa nueva aleación del imperialismo que se llama «grandes corporaciones». Ahí arriba los dioses se pelean y se tiran los trastos a la cabeza; los trastos que luego caen a la tierra, encima de los mortales. Incluso hay ángeles caídos por revelar los secretos celestes: ahí están los procesados Hervé Falciani y Heinrich Kieber. Es cierto que coexisten dos sistemas diferentes, pero, como acertó a predecir Hobsbawm, el sistema económico tiene hoy en sus manos al político, como en la era del imperio, y si me apuras, lo tiene mucho más cabizbajo. Cada vez más, la tierra se divide entre los que hacen los negocios y sus víctimas.</div>
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La decadencia de la democracia corre pareja del abuso del término. Hoy sólo viene siendo útil para socializar las pérdidas y las deudas de juego de las «corporaciones». Los estados-nación, de cualquier calaña, grandes o pequeños, viejos o nuevos, cuya función debería ser proteger los intereses de sus ciudadanos, han pasado a formar en las filas del gran capital. Papá Estado se cansó y empezó a ceder su lugar a un primo-hermano más severo y castigador, aunque no menos paternal, el familiar lejano que estuvo esperando su oportunidad para quedarse con el patrimonio familiar. Ya advirtió el gran Tony Judt de los peligros de investir con una moralidad paternal a las grandes empresas privadas. Mi sentido crítico así me lo indica cuando veo por televisión los anuncios del Deutsche Bank o del Banc de Sabadell, esas Arcadias donde uno satisface todos sus deseos, esas panaceas de «impagable» fraternidad (Mastercard), esas manos de raza distinta que se unen como en un anuncio de Coca-Cola. Son anuncios que ni siquiera retratan bien el mundo de despachos y yates en el que viven los banqueros. Y cuánto menos el de la gente que usa los pies para ir de un sitio al otro. ¿Reflejan correctamente el de algunos «demócratas»?</div>
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Los dirigentes de hoy, los verdaderos, son imperialistas globales, imperialistas financieros cuyas armas ya no son cañones ni bayonetas, sino la varita mágica llamada Hexagon; y ya casi no tienen enemigos, a no ser que la democracia equivalga a los reinos zulús, lo cual es poco probable. Si yo no soy un miope y la democracia me impide ver la realidad, cuanto más ricos, son más cínicos. Sólo les falta un pasito para ser como los de principios del siglo <span style="font-variant: small-caps;">xx</span>: el de abandonar de una vez el consenso socialdemócrata (lo que un colaborador de este blog ha llamado «el buen rollito burgués») y empezar a sentirse ufanos de ser «neoimperialistas», esto es, dominadores globales que aprietan botones de ordenador en lugar de prender mechas de cañón. Quizá este pasito no lo dan porque aún no han encontrado un término, vocablo o palabra con la que disfrazar sus desmanes, y «democracia» ya va dejando de serles útil.</div>
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Puede que unos años más adelante veamos claro que el abuso del término «democracia» viene indefectiblemente acompañado de la erosión de la cosa, esto es, el lamentable término (fin) de la democracia. Quién sabe, puede que por entonces ya hayamos constatado y contrastado su no existencia. Habrá que esperar hasta que las personas que vivan en los nuevos estaditos de Europa, formados de ilusiones vanas y de rapiña a gran escala, se den cuenta de que lo único que les han dado las urnas es una ilusión de independencia, la ilusión de influir poderosamente en sus propios destinos. Esperar, a riesgo de perder en la espera las constantes vitales, hasta que se den cuenta de que la realidad de hoy es una nueva y grotesca versión de la Grecia antigua: los dioses en el Olimpo, la democracia en Atenas. Al fin y al cabo, todo empezó en Grecia. Puede que pasados los años ya se haya consumado la erosión del término democracia, y que las nuevas generaciones, ya no tan bienpensantes y respetuosas con las instituciones en quiebra, empiecen a asociar la democracia con un sistema político pusilánime, y lo que es peor, totalmente inútil.<br />
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<span style="font-variant: small-caps;">Fuentes:</span></div>
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<a href="http://www.facebook.com/photo.php?fbid=381385011938115&set=a.124268327649786.25342.116291108447508&type=1">Democracia Real Ya</a> [Facebook].</div>
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<i>Café amb llet</i>, <a href="http://www.youtube.com/watch?&v=wNNawj7MMVo">“Ens han condemnat • Nos han condenado”</a>, 23 de octubre de 2012 [Youtube].</div>
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César <span small-caps="small-caps">Pérez Navarro</span>, <a href="http://kaosenlared.net/component/k2/item/35354-herv%C3%A9-falciani-y-heinrich-kieber-dos-empleados-de-la-banca-que-pusieron-en-jaque-la-connivencia-de-los-estados-europeos-con-las-grandes-fortunas-defraudadoras.html">“Hervé Falciani y Heinrich Kieber: dos empleados de la banca que pusieron en jaque la connivencia de los estados europeos con las grandes fortunas defraudadoras”</a>, en <i>Kaos en la Red</i>, 26 de octubre de 2012.<br />
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Constelaciónhttp://www.blogger.com/profile/07698794212069170490noreply@blogger.com92tag:blogger.com,1999:blog-8578161740634862640.post-3861579606041751862012-11-04T23:45:00.000+01:002012-11-05T00:15:58.096+01:00El negocio del agua en Cataluña<span style="font-size: 18pt; font-variant: small-caps;">Constelación</span><br />
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjKnGUnzHZUwve8sorASoFe6QDI0Rf5EmxXhsaGwGBPGz9He_gsPpKywMNUTwh7qxY-6uyeZol7TZ9dKV4YeKGCeCl_YBKKgoYNM-IqVUjBvV2NSTWcv-2BrlHbk-kn_wIQdkTAOSlerpT0/s1600/Agbar.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjKnGUnzHZUwve8sorASoFe6QDI0Rf5EmxXhsaGwGBPGz9He_gsPpKywMNUTwh7qxY-6uyeZol7TZ9dKV4YeKGCeCl_YBKKgoYNM-IqVUjBvV2NSTWcv-2BrlHbk-kn_wIQdkTAOSlerpT0/s320/Agbar.jpg" width="320" /></a><span style="color: #b45f06; font-family: Trebuchet MS, sans-serif;">
El agua es, con el aire, la sustancia más decisivamente vital, no sólo para los hombres, sino para toda especie. Apenas tres días puede durar un individuo sano sin ingerir una gota del diáfano líquido de la vida. Pero no hay que alarmarse por lo exiguo de este perentorio plazo, porque en el planeta hay agua de sobra, no sólo para los 7.000 millones de almas que ahora lo pueblan, sino para una cantidad de bebedores inimaginablemente mayor. Ahora bien, las infraestructuras para distribuir este recurso a esa inmensa población son enormes y han de estar bien diseñadas. Aunque nuestros pantanos rebosasen, se podría producir una catástrofe si simplemente se descuidase el mantenimiento de las obras realizadas para su distribución, ni más ni menos que si acaeciese una severa sequía en una economía tradicional en que el agua se obtiene sin esa mediación tecnológica. De aquí que la explotación de este recurso natural sea, en la mayoría de los países, una responsabilidad pública. No sucede así en Cataluña, donde los trapicheos capitalistas alcanzan ahora a este supremo bien vital y público, como denuncia la Plataforma Aigua és Vida en el siguiente texto: <a href="http://www.acordem.org/2012/10/24/ens-parlen-destat-propi-i-es-venen-el-pais/" target="_blank">“Ens parlen d’Estat propi i es venen el país”</a> [Acordem: Justícia econòmica global].</span>
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Constelaciónhttp://www.blogger.com/profile/07698794212069170490noreply@blogger.com15tag:blogger.com,1999:blog-8578161740634862640.post-86140885800210550502012-10-30T12:59:00.001+01:002012-10-30T13:09:31.480+01:00Wert y la tentación metonímica<span style="font-size: 18pt; font-variant: small-caps;">Josep
Maria Cuenca</span><br />
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<span style="color: #b45f06; font-family: Trebuchet MS,sans-serif;">[Artículo
originalmente publicado el 17 de octubre en <i>La Lamentable</i>
(lamentable.org).]</span><br />
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<table cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="float: right; margin-left: 1em; text-align: right;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhlfWaDi02VAcQy-Mitg3ClOAQz950cWRpOD3dgo4Z4UN3YDtML_4akj_gi_fIHhpwWgNbpzKXtHmUoqAysbOjCupKudfDqy7yg0uohqcERVSeqIO0hD64JPGLBW-MMpkSZ_3VCRkkrJz7I/s1600/Catalonia+is+not+CiU+%5Bcaricatunya.blogspot.com%5D.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; margin-bottom: 1em; margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhlfWaDi02VAcQy-Mitg3ClOAQz950cWRpOD3dgo4Z4UN3YDtML_4akj_gi_fIHhpwWgNbpzKXtHmUoqAysbOjCupKudfDqy7yg0uohqcERVSeqIO0hD64JPGLBW-MMpkSZ_3VCRkkrJz7I/s320/Catalonia+is+not+CiU+%5Bcaricatunya.blogspot.com%5D.jpg" width="320" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Foto <i>caricatunya.blogspot.com</i>.</td></tr>
</tbody></table>
Es una pena que el alud de comentarios y opiniones provocado por las acéfalas palabras del ministro Wert no haya servido para introducir un poco de racionalidad en el debate del así llamado problema catalán. De hecho, para lo único que ha servido ha sido para que la comunidad nacionalista catalana ponga en marcha una vez más su deletéreo oportunismo y para que la candidez de mucha gente lo secunde sin más (y con Mas, claro está). Me entristece y agota comprobar cómo gentes que considero honestas han recurrido a argumentos simplistas, incompletos y en el fondo falsos para impugnar la estúpida torpeza del ministro de educación, cultura y deporte. Me refiero exclusivamente a las personas de convicciones igualitarias (por decirlo de un modo genérico), puesto que las opiniones de los nacionalistas de uno y otro lado, o sea, de los derechistas (por decirlo de un modo simple y claro), sólo las tomo en consideración para rebatirlas por su simplismo, incompletitud y falsedad.<br />
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A raíz de las palabras de Wert, la inmediata y enésima resurrección del fantasma del franquismo por parte de algunas voces públicas más o menos próximas a las izquierdas oficiales resulta a estas alturas un lugar común, un recurso facilón (como el estribillo de la canción del verano) e inoperante a cualquier efecto argumental. La restauración democrática tiene ya prácticamente la misma edad que el franquismo y resistirse a admitir que España y Europa han cambiado profundamente desde 1975 es una actitud tan incomprensible como un jeroglífico egipcio. Semejante resistencia mental sólo se puede sostener desde el más enfático izquierdismo pueril o desde el oportunismo reaccionario más irresponsable (una vez más, los extremeños se tocan). Si se reflexiona con honradez, la única conclusión posible ante la realidad política y económica europea de nuestros días es que los tics totalitarios son mucho más sutiles, cotidianos, generalizados y socialmente consentidos de lo que demasiado a menudo se cree. Ya no hace falta remontarse al ultramontano y caciquil franquismo para localizar en nuestra anestesiada sociedad pestilencias políticas. Nuestra democracia posee un amplísimo y variado repertorio de corruptelas, mangoneos, incumplimientos legales e impunidad que hacen innecesaria y absurda cualquier alusión al franquismo, y, sin embargo, apenas nadie habla en profundidad de toda la porquería que han movido y siguen moviendo los actores políticos y sus respectivos camaradas de partido que hoy están encaramados en el escenario representando una penosa función. Si hasta ahora la llamada memoria histórica (etiqueta problemática en la medida que mezcla lo objetivo y lo subjetivo) afectaba en exclusiva a la dictadura franquista, quizá vaya siendo hora de promover algo así como una memoria histórica de última hora para combatir la amnesia con respecto al pasado más reciente. Porque parece como si, de pronto, casi todo el mundo hubiese olvidado qué ha sucedido en los últimos diez minutos de nuestra historia. ¿Alguien recuerda, verbigracia: Banca Catalana, los GAL y el destino de los fondos reservados, el despachito del hermano de Alfonso Guerra, el glorioso zaplanismo en el país de la orchata, la indiferencia del PNV ante el fascismo etarra, el florecimiento nacional andaluz o asturiano, el faraonismo generalizado de todas las administraciones públicas, el aznarismo belicista, el pujolismo como devastación de la pluralidad catalana y de la promoción del catalanismo obligatorio, y así sucesivamente hasta llegar al <i>assenyat</i> señor Fèlix Millet y al actual duelo al sol entre esos dos indescriptibles estadistas llamados Mas y Rajoy? La responsabilidad de todo este inventario de pesadilla, ¿también hemos de hacerla recaer en el franquismo?</div>
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Ahora bien, si hablar del franquismo se hace inevitable, hagámoslo con el rigor y el sentido globalizador suficientes para no faltar a la verdad ni menospreciar la inteligencia de nadie. Que el PP es hijo de sus padres y que en sus filas los sectores ultraderechistas poseen una relevancia que le imposibilita ser algo más suavecito en sus modales (que no en sus ideas) no es ningún misterio. En consecuencia, no debería sorprender que Wert haya dicho lo que ha dicho en el peor de los sentidos imaginables (es decir, entendiendo eso de “españolizar” como sinónimo de adoctrinamiento). Lo que sí debería sorprender, en cambio, es que no se evoque al menos de vez en cuando de dónde viene CiU, porque los señores de esta coalición también son hijos de sus padres. La actitud de la Lliga Regionalista (indiscutible antecedente histórico e ideológico del convergentismo pujoliano y de su evolución posterior) ante el golpe militar de 1936 (por no ir más atrás) y de su vanguardia económica durante toda la dictadura no ofrece dudas acerca de sus prioridades, es decir, de sus negocios: su patria siempre ha sido su <i>butxaca</i>. Por no hablar de la elocuente circunstancia de que, en las primeras elecciones democráticas tras la muerte de Franco, muchos de los candidatos convergentes de la “Catalunya Catalana” (maravillosa etiqueta acuñada por Pujol para devaluar la catalanidad de los charnegos) habían sido los últimos alcaldes franquistas de multitud de pueblecitos bucólicos con campanario, oficina de la Caixa y Guardias Civiles perfectamente integrados.</div>
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Los litigantes del así llamado problema catalán eluden lo esencial y airean sólo la parte que les conviene del mismo modo que se hace cuando desde la ideología dominante (la de dichos litigantes, entre otros) se habla de violencia. En efecto, para quienes desean perpetuar el estado de cosas actual, las coerciones de un piquete de huelguistas o la resistencia pasiva de algún colectivo que se opone al desmantelamiento del Estado social de derecho o a la salvación de la banca constituyen actos de violencia, al mismo tiempo que jamás admitirán el carácter violentamente despiadado que supone hacer pagar los crímenes financieros de bancos y especuladores a quienes no tienen ninguna responsabilidad en ello o que supone una reforma laboral anticonstitucional impulsada por el PP y apoyada por CiU, entre cuyos dirigentes, por cierto, no faltó quien objetó que le parecía una reforma moderada.</div>
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Conviene no olvidar, por otra parte, que las palabras del señor Wert revelan deseos (tan inquietantes como se quiera, pero hasta el momento sólo deseos), mientras que la situación educativa en Catalunya dista mucho de carecer por completo de rasgos doctrinales. Puedo aportar algún ejemplo al respecto por mi condición de docente, aunque creo que para suscribir lo que voy a decir a continuación no hace falta dar clases de nada: basta con mirar alrededor de uno y no temer describir lo que se observa.</div>
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Hace un par de años di clases (por cierto, entre otras asignaturas, impartía lengua catalana) en una escuela concertada estrechamente vinculada a CiU. Entre mis alumnos se encontraban los hijos de algunos dirigentes de CiU y de algún ex-conseller, de alguna <i>celebrity</i> de TV3, de algunos miembros de la junta directiva de Barça y de no pocos patriotas empresarios debidamente discretos. Como tutor de un grupo de cuarto de secundaria viví experiencias catalanizadoras bien poco gratificantes. Se me censuró varias veces (fueron “varias” porque siempre desoí las órdenes directivas) que hablara en español a padres hispanohablantes que hacía muy poco que se habían instalado en Catalunya; y el día de Sant Jordi toda la escuela cantaba, sí o sí, <i>Els segadors</i>. La directora de etapa incluso me hizo saber que una de las mayores preocupaciones de la dirección del centro era evitar que los chavales hablasen español en el patio. Pero lo que más me inquietó fue lo que presencié en una clase de segundo de secundaria cuando se trató el asunto de la relación entre Catalunya y España. La mayoría de alumnos intervino con una sulfuración histérica ante lo que ellos denominaban España recurriendo a eslóganes del tipo “Espanya ens roba”, “Espanya es queda els nostres diners”, etcétera. Hablo de chavales de doce años que viven en zonas residenciales de Sant Cugat, de Barcelona y de Esplugues y que pertenecen a familias de clase media y alta con segundas y terceras residencias en la Cerdanya y el Empordà y con varios coches de alta gama por familia. O sea que hablo de los que hablan de expolio fiscal con la cartera rebosante de euros. Cuando me vi en mitad de aquel festival de odio pueril me vino sin remedio a la cabeza el devastador final de la película de José Luis Cuerda <i>La lengua de las mariposas</i>.</div>
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El caso de la escuela pública catalana no es, en términos generales, tan recalcitrante como el que acabo de exponer pero también es posible encontrar en su seno episodios preocupantes. Dos amigas que trabajan en sendos centros de secundaria me contaron recientemente un par de anécdotas impagables. Una de ellas me explicó que la jefe de estudios de su centro le había indicado que hablara siempre en catalán aunque algún alumno pusiera cara de no entender nada; la otra se quedó atónita cuando, tras una baja médica prolongada hasta después del pasado 11 de septiembre, llegó a la sala de profesores y, ante el entusiasmo independentista de la mayoría de docentes, ella dijo no ser partidaria de un Estado catalán, a lo cual una colega le replicó que cómo era eso posible si les iban a dar 1.300 euros a cada profesor (me consta que la desinteresada profesora separatista no precisó si el dinero en cuestión tendría carácter diario, mensual, anual o único).</div>
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Otras constataciones son posibles. Por ejemplo, entre mis amigos nacionalistas (de momento aún me queda alguno que no se avergüenza de <i>fer un cafè</i> junto a un impresentable como yo) no falta quien se divierte muchísimo al comprobar que sus hijos adolescentes apenas saben hablar español. Y, por cierto, el libro de la asignatura de historia de segundo curso de bachillerato de la editorial Vicens Vives no ha tenido inconveniente alguno en imprimir que una de las principales víctimas del franquismo fueron los catalanes. En honor a la verdad hay que decir que en tan plurinacional obra no se dice que los andaluces, los extremeños y los gallegos se fueron de fiesta cuando emigraron hacia finales de los años cincuenta y principio de los sesenta del siglo pasado, o que Grimau, los fusilados anarquistas y todos los asesinados por la dictadura eran gente más mala que la tiña (salvo si eran catalanes). Hay que agradecer el detalle. Lo cual no evita que todavía hoy muchos integrantes de la comunidad nacionalista catalana sigan afirmando que la emigración que llegó a Catalunya desde diversos lugares del resto de España fue enviada por Franco para acabar con la lengua catalana. Por no recordar la exquisita opinión de Heribert Barrera cuando dijo en un librito entrañable que a Catalunya le hubiera ido mejor si no hubiesen llegado los inmigrantes en cuestión. Sospecho que la burguesía catalana tiene sobre el particular una opinión muy distinta.</div>
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Lo que digo acerca del adoctrinamiento patriótico de algunos escolares en Catalunya no admite la generalización. Desde luego (y por fortuna), la pluralidad del cuerpo docente y la diversidad de las realidades sociales y económicas en Catalunya impide hablar de un sistema educativo políticamente dirigido en su integridad. En muchos centros escolares de Barcelona y sus cercanías cualquier pretensión de adoctrinamiento está condenada al fracaso. No sólo he dado clase en colegios de élite pija. Mi nomadismo docente también me ha llevado a algunas aulas de, por ejemplo, el Baix Llobregat ocupadas por chavales de secundaria de barrios ignorados por todos los gobiernos de la Generalitat; chavales cuyas familias malviven del PIRMI y de algún que otro trapicheo abandonados unos y otras a su suerte. Supongo que se entenderá fácilmente que en este tipo de contexto de la Catalunya no catalana en que bastante se hace si se consigue reducir el absentismo escolar el rollete patriótico no cuaje lo más mínimo. De ahí que resulte grotesco escuchar a cualquier catalanista, ubicado entre CiU e Iniciativa, afirmar que la inmersión lingüística es garantía de cohesión social. No estaría mal que algún día se animaran a explicar cómo demonios se puede garantizar algo que no existe.</div>
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Lo que es seguro, en cualquier caso, es que en los despachos oficiales en los que viene diseñándose el modelo educativo de Catalunya desde el primer gobierno de Jordi Pujol hasta hoy siempre ha habido muy poco espacio para la inocencia. Si bien el ámbito educativo es sólo una parte de la multiplicidad de ámbitos interrelacionados que constituyen la realidad en que vivimos, dicha interrelación impide que pueda escapar por entero a las ideas dominantes. Además, se trata de un ámbito capital en términos de calidad cívica, por lo que ignorar su carácter diverso lingüística, social y genealógicamente en aras de cualquier proyecto político es una absoluta temeridad. Y especialmente en aras de un proyecto de secesión etnicista. Y el proceso nacionalista catalán, al igual que el vasco, lo es por mucho que se disfrace de tolerante, democrático y exquisitamente civilizado. Basta con escuchar a Alfons López Tena diciendo, el día de su coronación como candidato electoral, que los funcionarios españoles no tienen nada que hacer en Catalunya al día siguiente de la independencia. Basta con recordar las palabras de Artur Mas con motivo de la muerte de ese portento de las letras que fue Joan Triadú (quien por cierto adoctrinó a casi la totalidad de la crítica literaria doméstica indicando que no había que dar palos a ningún libro escrito en catalán): “Triadú es un català de primera divisió”, de lo cual se colige que hay catalanes de divisiones inferiores. O basta con leer las declaraciones de la dicharachera señora <a href="http://www.tornaveu.cat/edicio-62/entrevista">Patrícia Gabancho en una entrevista a <i>Tornaveu</i></a> en la que dice cosas como ésta: “(…) El problema aquí és el mantenir l’hegemonia catalana en el tronc central de la societat i deixar que les perifèries s’organitzin i s’acomodin com puguin. Ara bé, si la perifèria castellanoparlant assoleix l’hegemonia… aleshores estem perduts. De moment no ha passat, però”; o como esta otra: “(…) Si tu no parles català, aquest món no hi ha manera de guanyar-lo. En aquest món es viu parlant català i si no parles català en quedes fora, i aquest és el tronc central de la societat. És el lloc on hi ha el talent: el talent parla català”. Ya hace tiempo que Gabancho acumula méritos para ser condecorada el día después de la independencia, ese proceso que tantos nacionalistas consideran <i>democràtic i irreversible</i> simultáneamente (a ver si algún día me explica alguien cómo se comen juntas ambas cosas). Lo hizo, por ejemplo, en su exitoso libro de 2007 <i>El preu de ser catalans</i>, en el que dice (ahí es nada): “La cultura catalana ha d’aprendre a renunciar als llibres espanyols de Mendoza, i a Vila-Matas, i a Marsé, i també a la producció de Jordi Herralde (…), i de Beatriz de Moura” (p. 73). Sabido es que desde el experimento nazi el racismo basado en la biología es políticamente incorrecto e ineficiente y que ha sido paulatina y exitosamente sustituido por el basado en la cultura.</div>
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Mi conclusión es clara: está muy bien criticar las oscuras pretensiones del ministrillo Wert, pero sólo es legítimo hacerlo si se acompaña de la oposición a cualquier forma de adoctrinamiento en cualquier sistema educativo y si, asimismo, se admite que en Catalunya la intención gubernamental de adoctrinar a los estudiantes no es una invención de Intereconomía. Por mucho que la actual consellera Irene Rigau, la psicológa que resultó no serlo, mire hacia otro lado y silbe cuando alguien le pide explicaciones sobre asuntos incómodos.</div>
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Wert no es más que la enésima caída en la fácil y oportunista tentación metonímica de tomar la parte por el todo, tal como se ha hecho con ese militar perfectamente imbécil que quiere pasear en tanque por la plaza de Sant Jaume o como ese impresentable de Vidal-Quadras que suspira por llevarse un tricornio a la cabeza. La de estos dos individuos, ¿acaso es la opinión mayoritaria en ese país vecino llamado España? En esto también juegan sucio la mayoría de dirigentes nacionalistas catalanes: sólo quieren ver la catalanofobia al tiempo que se desentienden de la hispanofobia en que han fundamentado desde hace años su proyecto de construcción nacional. Resulta muy fácil cargarse de “razón” con las sinrazones de un par de mentecatos.</div>
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Constelaciónhttp://www.blogger.com/profile/07698794212069170490noreply@blogger.com13tag:blogger.com,1999:blog-8578161740634862640.post-83929800024140705912012-10-27T08:59:00.000+02:002012-10-27T09:14:40.822+02:00Cicuta para el café con leche<span style="font-size: 18pt; font-variant: small-caps;">Constelación</span><br />
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<span style="color: #b45f06; font-family: Trebuchet MS, sans-serif;">El pasado 30 de septiembre, Alberto Luque publicó en <i>Constelación</i> un texto sobre el periodismo crítico de <a href="http://www.cafeambllet.com/press/">cafeambllet.com</a> y sobre las consecuencias penales a que se podían ver expuestos sus miembros tras denunciar públicamente a varios individuos vinculados a CiU por hacer negocio con la sanidad pública catalana (<a href="http://konstelacio.blogspot.com.es/2012/09/en-defensa-del-periodismo-critico.html">“En defensa del periodismo crítico: <i>cafeambllet.com</i>”</a>). Pues bien, la gente de <a href="http://www.cafeambllet.com/press/">cafeambllet.com</a> ya ha sido condenada, como se explica en el vídeo adjunto. El asunto indigna e inquieta a partes iguales, pero también resulta muy informativo acerca del “palo” de que va el equipo humano que acompaña al Gran Timonel Artur Mas hacia la libertad y la democracia denominación de origen CAT. Algo huele a podrido en Neopàtria (la de aquí, no la de Grecia).</span><br />
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<iframe allowfullscreen="allowfullscreen" frameborder="0" height="360" src="http://www.youtube.com/embed/wNNawj7MMVo?feature=player_embedded" width="640"></iframe></div>
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Constelaciónhttp://www.blogger.com/profile/07698794212069170490noreply@blogger.com0