[DE: Alberto Luque]
Celebro que al menos a José Ramón [
*]
no le haya parecido intrascendente el ejemplo que puse sobre el “extraño” modo
de Burton de justificar las falsificaciones fotográficas. Como mínimo le ha
parecido chocante, paradójico, que es lo menos. Mi opinión es que esta
diferencia en la manera de juzgar una falsificación es tan paradójica como
otros muchos casos de diferencias culturales que estamos muy acostumbrados a
aceptar cuando los antropólogos relativistas, a menudo con mucha razón, nos las
explican en relación con costumbres de pueblos salvajes, pero que estamos menos
preparados para entender cuando las diferencias no son tan fuertes, sino
sutiles, y entre civilizaciones igualmente desarrolladas en la línea
histórico-cultural, como es el caso entre los chinos y los europeos.
Herskovits ponía un ejemplo muy vívido del modo en que erróneamente
tendemos a naturalizar nuestros juicios, tomando como costumbres
incondicionalmente lógicas lo que no son sino convenciones más o menos eficaces
para un determinado entorno social: el del asco que nos produciría observar a
un campesino hindú sacándose los mocos de su nariz y lanzándolos al suelo; sin
embargo, a ese campesino le parecería verdaderamente marrana y nauseabunda
nuestra costumbre de guardarnos una sustancia tan tóxica en los bolsillos (MT. Segall, D.T. Campbell, y M.J.
Herskovits, The influence of culture on visual perception,
Indianápolis–Nueva York, Bobbs Merrill, 1969, pp. 13 y s.).
Pero insisto, estos casos más extremos, de contrastes más exagerados, son
los más fáciles de comprender, y no nos hacen caer estúpidamente en el
etnocentrismo. Lo difícil es darse cuenta de la relatividad de nuestros propios
juicios cuando los enfrentamos a otros que no son tan antagónicos, sino mucho
más concomitantes con los nuestros, como en este caso del sentido de una
falsificación fotográfica.
Para facilitar las cosas a quienes no tengan tiempo ni quizá motivación
suficiente para leer todo el libro de Bettelheim, transcribo ahora un contexto
algo más amplio del debate entre éste y Burton en el que se inscribía el
párrafo que cité en mi anterior comunicación. (Luego defenderé la postura de
Burton en este extremo, a pesar de que me siento inclinado a darle la
razón en general a Bettelheim, y a considerar que la condena de los “cuatro”
fue el equivalente chino de Termidor.)
Bettelheim se refirió en estos términos a la acusación de la dirección del
PCCh. a la “banda de los cuatro” (la viuda de Mao,
Jiang Qing, y tres de sus colaboradores, Zhang Chunqiao, Yao Wenyuan y Wang
Hongwen) de haber trucado, manipulado
o falsificado fotografías:
La manera en que se ha conducido y se conduce la
“crítica” de los “cuatro” no tiene nada en común con las enseñanzas del
presidente Mao. En todo cuanto se ha publicado no se halla ningún análisis
marxista, sino sólo calumnias y murmuraciones, cuyo bajo nivel revela la
incapacidad de la dirección actual del PCCh para enunciar una crítica seria de
lo que habría podido ser la línea política de los “cuatro”.
En el curso de la campaña dirigida contra éstos,
se encuentran acusaciones que se vuelven directamente contra las prácticas de
la dirección actual. Así, puede leerse que los “trucajes” de las fotos de
prensa a que han recurrido los “cuatro” demuestran que éstos “eran a la vez
unos viles conspiradores y unos arribistas que se entendían como ladrones de
feria para hacerse con el poder del partido y del Estado” (comunicado de
Hsinhua del 27 de marzo de 1977). La condena de los “trucajes” de las fotos y
de toda distorsión de la verdad histórica es ciertamente justa; por desgracia,
estas prácticas predominan también en la actualidad, como lo muestra por
ejemplo el número doble de noviembre-diciembre de 1976 de La China en
construcción donde figuran unas fotos visiblemente trucadas. [P. 122
de la versión francesa, p. 10 de la inglesa.]
Neil Burton replicaba así:
Permítame mostrarle cómo dos de los argumentos avanzados en su
carta podrían ser contemplados bajo una luz diferente tras un viaje aquí,
incluso breve. En primer lugar, si emprendiese Ud. una visita “tipo” a una
fábrica de su elección (digamos, por poner un ejemplo, la imprenta de la prensa
en lengua extranjera), podría, durante la habitual hora consagrada a las
preguntas, plantear la cuestión en apariencia contradictoria de la
falsificación de las fotografías. Las respuestas de sus anfitriones podrían
variar en los detalles, pero creo que en sustancia se reducirían a que la
presencia de ciertos dirigentes, o su retirada, en las fotos es esencialmente
una cuestión de aprobación general o de firme desaprobación de su línea
política. Podría Ud. replicar que eso es absurdo, que una foto no es jamás otra
cosa que el reflejo de un acontecimiento positivo. Tengo buenas razones para
pensar que esto chocaría con el desacuerdo de sus interlocutores y además le
enseñarían que, si en alguna ocasión alguien hubiese intentado obligar a los
impresores a publicar tales o cuales fotos de los dirigentes reunidos en
ocasión del servicio fúnebre del presidente Mao, en La China en construcción,
Pekín información o La China en imágenes, ello habría provocado
una obstrucción enérgica por parte de los mismos impresores. Si tales
argumentos no le satisficiesen e insistiese Ud. en inquirir por qué Hsihnua
podía ser entonces tan hipócrita como para calificar la misma técnica de
cobarde cuando se empleaba por orden de los “cuatro”, le recordarían
irónicamente cuáles eran los individuos a quienes los “cuatro” habían borrado
de la foto. Si se empeñase entonces en un monólogo sobre la mistificación y la
mala conciencia, alguno de sus anfitriones un pelín puntilloso podría muy bien
darle la vuelta a la cuestión y ponerle al corriente a propósito de las
costumbres de redacción y de edición en Francia. En fin, si alzase Ud. los
brazos al cielo en señal de desesperación y se preguntase en voz alta cómo
podría tener un sentido la historia, sus oyentes probablemente no comprenderían
su dilema —o si lo comprendían, podrían muy bien replicarle que la historia
revela el trabajo de los archiveros y los historiadores, que la práctica
incriminada no concierne a la “historia”, sino a la lucha de clases actual, y
que de todas formas ningún historiador digno de este nombre podría aspirar a
ilustrar un trabajo con las fotos de personas tan despreciables como los
“cuatro”. (Dicho sea de pasada, la publicación reciente de algunas de las fotos
de que se ha acusado a los “cuatro” de trucar da un cierto peso al argumento
sobre el trabajo de los archiveros, e incluso de los historiadores; los
negativos no han sido jamás destruidos.)
Ahora, puede que abandonase Ud. semejante entrevista con el
sentimiento de que la única explicación plausible a unas respuestas tan
“irracionales” es que tiene Ud. que vérselas con unos huéspedes dotados de un
nivel de comprensión teórica particularmente bajo; pero tras haber sometido en
ulteriores ocasiones las mismas “contradicciones” a otros anfitriones y haber
oído responderle unas variaciones sobre el mismo tema, sólo le quedaría escoger
entre dos explicaciones posibles (dejo de lado la tercera posibilidad, según la
cual es usted quien estaría equivocado y sus anfitriones tendrían razón). Una
primera explicación sería que se haya instruido sistemáticamente de antemano a
sus informadores sobre todo cuanto se sabía de usted y de sus dudas y que se
les hubiese dado consignas sobre lo que debían ser sus respuestas a todas sus
preguntas posibles e imaginables. Pensar esto sería, en mi opinión, absurdo. La
otra explicación posible sería que se hallase Ud. simplemente ante un hecho
objetivo, a saber, que en lo concerniente a las fotografías de los dirigentes
hay en China una opinión ampliamente extendida que no corresponde a la idea que
prevalece en algunos de los otros países que Ud. conoce. Como marxista, tendría
Ud. que destacar este hecho, asociarlo a otros hechos del mismo orden y someter
el conjunto a un análisis, utilizando los métodos que le son familiares. Pero
no veo en absoluto cómo una de esas explicaciones podría inclinarle a concluir que
una línea revisionista está triunfando hoy —por oposición a, digamos, hace dos
años, o hace diez años. Si quiere Ud. pruebas en apoyo de este argumento,
revise los números de La China en construcción de 1967 y de 1968 y
contemple las fotos. Ciertamente, le resultaría difícil atribuir la práctica
del trucaje a un único equipo dirigente. [pp. 142 y ss. de la v. fr., 27 y s. de la ing.]
Bettelheim incidía sobre esta cuestión en otros dos interesantes pasajes,
donde la cuestión particular de la falsificación fotográfica se relacionaba con
la extirpación de la memoria histórica:
Cuando se trata de denunciar a antiguos cuadros
eliminados por haber actuado de una manera juzgada “errónea”, el recurso a
estereotipos se halla también entre los más corrientes. Casi todos son acusados
de haber sido “espías” o “agentes secretos”. En tales términos ha acusado Kiang
Ching a numerosos escritores y artistas a lo largo de la Revolución cultural, y
del mismo modo ha sido acusado él a su vez. De nuevo se “cuelgan etiquetas” en
lugar de presentar un análisis concreto. La repetición de un método semejante
implica que en lugar de dar explicaciones a las masas populares, se les niega
toda explicación. Se oscurece así su propia historia, del mismo modo que
se procura arrancarles su memoria histórica, y así desarmarlos,
utilizando documentos cercenados o distorsionados, o falsificando fotos. Aquí
no se trata sólo de una ausencia de análisis, sino de desprecio hacia las masas
populares. [P. 87, n. 66 en la v. fr.; p. 123, n. 40 en la v. ing.]
Y también:
En suma, sabemos que la emancipación de los
trabajadores no puede obra más que de los propios trabajadores. Obstaculizar el
desarrollo de la actividad de las masas equivale a oponerse a la continuación
de la revolución. Además, ésta no puede proseguirse cuando se ponen barreras a
la libre organización de los trabajadores; cuando se hacen tentativas de imponer
a las masas populares y a los miembros del partido un “pensamiento unificado”,
ya sea que esto se haga persiguiendo y reprimiendo a quienes “piensan distinto”
que los dirigentes, o bien organizando sesiones de discusiones que vuelven a la
repetición pura y simple de lo que se considera, en tal o cual momento, como
“justo”. La continuación de la revolución también se vuelve imposible cuando se
ponen obstáculos a la actividad de las masas instaurando un monopolio de la
información o deformando la verdad histórica —pues semejante deformación impide
a las masas populares apropiarse de su propia historia, y por tanto de actuar
con conocimiento de causa sobre el presente. A la larga, estos diversos
obstáculos no pueden conducir sino a derrotas en la lucha por el socialismo;
son contrarios a los requisitos de la emancipación de las masas, al desarrollo
de la experimentación social y de los conocimientos científicos, a la
apropiación general de estos conocimientos y a una acción política fundada
sobre los mismos. [pp. 112 y s. en ambas ediciones.]
Hasta aquí lo que respecta a este debate particular entre Bettelheim y Burton
sobre el sentido de las falsificaciones fotográficas. ¿Cómo lo interpreto y lo
sintetizaría yo mismo? De manera sencilla, creo: eliminar o incluir
artificialmente en una foto algún personaje o algún otro elemento obedece a un
propósito ideológico, es decir, tiene que ver con el hecho de que la foto en
cuestión sirva para ilustrar coherentemente un argumento, según el cual tal o
cual personaje u objeto debería estar lógicamente presente o ausente,
aunque de hecho no sucediese así en el momento de tomar la foto. El requisito
de conservar la foto tal como se tomó obedece a otros propósitos, y puede ser
indiferente o incluso contrario al del valor o la utilidad de su
contenido.
El de autenticidad no es un concepto unívoco ni fácil de comprender.
Menos aún lo es el de la originalidad. (Recordemos a T.S. Eliot cuando
aseguraba que el poeta completamente original es el poeta completamente malo,
opinión que han compartido la mayoría de los teóricos del arte y de la
literatura; para el arte clásico esto es muy claro, pero generalmente se admite
que el juicio sirve para toda clase de expresión creativa: ser universal
es el ideal de la creación artística, y ello se opone, en un sentido muy
riguroso, a ser “original”; lo absolutamente original es lo absolutamente idiota;
la extravagancia de cada lunático, el capricho espontáneo de cada quisque, es
perfectamente original y a menudo francamente inimitable; la genialidad de
quien demuestra un teorema o produce una obra de la fantasía universalmente
comprensible y significante es lo que debería o desearía lograr cualquier
hombre inteligente…)
Pero volvámonos hacia el sentido objetual u objetivo de la
autenticidad y la originalidad, referido a la materialidad del monumento o
documento (por oposición al sentido subjetual o subjetivo, referido al
valor intelectual de la fantasía artística o la imaginación científica.)
Una de mis pocas convicciones tempranas que no se ha ido deteriorando con
el tiempo es la de que, como afirmaba el arqueólogo Ranuccio
Bianchi-Bandinelli, lo más característico, la victoria intelectual más grande
de la mentalidad moderna occidental consiste en «pensar históricamente» —lo que
en mi opinión es sinónimo de pensar «lógicamente», en términos de antecedentes
y consecuentes que valen como causas y efectos, por más difícil que sea
identificarlos correctamente. Y esto se percibe sobre todo en el moderno empeño
institucional en conservar todo cuanto tiene —o se cree que tiene— valor
histórico, en una palabra, los monumentos y documentos. Pero
hay un grado superior, quintaesenciado, del moderno culto a los monumentos —se
diría que nuestra única y verdadera religión—, que es lo que Alois Riegl, hace
un siglo, llamó el valor de antigüedad. Así como el valor artístico (o
en general el valor intelectual) pudo, sobre todo a partir del Renacimiento,
relegar el valor de utilidad, el valor histórico acabó también, durante el
siglo xix, por subordinar casi
completamente al valor artístico. Y aún más radicalmente, el más puro y simple valor
de antigüedad acaba por reinar indiscutiblemente, como nuestro más sagrado
valor, sobre el sofisticado y “culto” valor histórico. Que es como decir que
sólo queremos la verdad, caiga quien caiga; que es también como decir que
aspiramos siempre a la objetividad. Porque la antigüedad de un
documento es su propia realidad material, su autenticidad, con
independencia de que adquiera o no valor histórico o cultural, con
independencia de que se incardine o no significativamente, trascendentalmente,
en nuestra historia, o sea con independencia de la importancia intelectual que
le atribuyamos.
Voy a procurar no extenderme fatigosamente en este asunto, aunque también
evitaré ser demasiado sintético, porque ello acarrearía muchos malentendidos.
Me permitiréis, pues, realizar una pequeña excursión dialéctica.
Sería precipitado creer que este valor supremo e insubordinable de
autenticidad (o de antigüedad) reina ya soberanamente y sin obstáculos sobre
nuestras modernas conciencias y nuestros juicios habituales. Ni siquiera los
expertos en conservación de monumentos están siempre dispuestos a renunciar a,
por ejemplo, proteger los valores históricos y artísticos aun cuando éstos
entren en colisión con una autenticidad radical. Sólo Riegl fue tan
inhumanamente consecuente y lógico, recalcando que el destino de cualquier obra
natural o artificial, como el destino de los hombres, es la muerte.
Hagámonos la siguiente pregunta introspectiva: ¿Por qué nos “gustan” las
ruinas?, y tratemos de respondernos con toda franqueza a nosotros mismos. Me
parece indiscutible que el placer estético sólo puede ser satisfecho, en un
temperamento normal, por una obra acabada y entera, y nunca por una ruina. Lo
que estéticamente produce la ruina no es placer, sino dolor. La reconstrucción
del Partenón de Nashville, salvo el enclave y la dudosa exactitud de los
detalles, nos impresiona estéticamente más que las ruinas de la Acrópolis. Sin
embargo, éstas son auténticas, y aquélla una suerte de decorado hollywoodiense
cartón-piedra. La emoción que nos produce la visita de las ruinas auténticas no
es estética, sino intelectual: es por el hecho de ser verdaderas, de no estar
falseadas ni reintegradas ni interpretadas, a pesar de que nos roben el placer
de contemplar cómo fueron realmente. Es decir que son verdaderas como entes
muertos, pero falsas (incompletas, precarias, inútiles) como entes vivos. Si al
visitar un castillo medieval lo hallásemos intacto, la experiencia sería
intelectualmente desagradable, porque nos causaría la impresión de un falso
completo. Si, por el contrario, visitásemos una iglesia barroca en ruinas, nos
produciría también una desagradable impresión, la de alguna catástrofe
antinatural, la de un deterioro accidental —porque no ha pasado tanto tiempo
como para que se halle en ruinas. Y es que nuestro sentido de lo verdadero
requiere que cada cosa parezca lo que es, que acuse el paso del tiempo que
realmente ha vivido. Así, ante un monumento exigimos el mismo tipo de veracidad
o sinceridad que ante una persona: si nos encontramos con un muchacho de 13
años lleno de arrugas, sentimos que su aspecto es anómalo, accidental, que su
avejentamiento es prematuro, consecuencia de alguna terrible enfermedad;
igualmente, si nos encontráramos con un anciano de 80 años que tiene el aspecto
de un joven de 20, nuestra impresión sería también terrible, como la de estar
ante algún diabólico prodigio. Pero me parece que consentiríamos en que este
último fenómeno llegase a hacerse común, mientras que quisiéramos que los casos
de envejecimiento prematuro se extinguiesen. Del mismo modo, todavía es fuerte
la tentación de retocar los monumentos para preservarlos de un ulterior
deterioro, incluso si es a expensas de su más radical autenticidad (como
consentimos en que la medicina intervenga para rejuvenecernos, aunque eso
signifique falsificar el aspecto que deberíamos mostrar de manera “natural”…)
En el siglo xix Viollet-le-Duc
y Ruskin personalizaron los dos polos de la actitud hacia los vestigios: el
primero pretendía restaurar los monumentos reintegrándolos a su estado original,
mientras que el segundo predicó el sagrado respeto a la autenticidad del
vestigio tal como el tiempo lo había dejado. Insensiblemente se fue imponiendo
el criterio de Ruskin, que a pesar de su aparente romanticismo es el único que
coincide rigurosamente con un propósito científico. Pero entre los orientales
no se ha producido en tan gran medida este deslizamiento hacia el valor de
antigüedad (autenticidad) como criterio supremo. Los japoneses conservan aún la
inveterada costumbre, ya olvidada y desacreditada entre nosotros, de restaurar
permanentemente sus templos, de manera que se preserven como el primer día.
Esto disgusta mucho a cualquier conservador occidental, produciendo incluso en
los turistas aficionados al arte la odiosa impresión de un falso histórico, de
manera que no les parece estar ante auténticos templos “restaurados”, sino ante
una reconstrucción integradora, como el Partenón de Nashville. Incluso las
columnas repintadas y los frescos restaurados en Cnossos por Arthur Evans hace
un siglo, aun siendo parciales, nos disgustan.
El hecho es que no se puede satisfacer simultáneamente el valor de novedad
(artístico) y el de antigüedad (autenticidad), porque son sencillamente
antagónicos y en rigor incompatibles. Entonces, depende de nuestros criterios,
de nuestra cultura, decidir cuál de ellos ha de sacrificarse, llegado el
momento de elegir.
Para nosotros es indiscutible que la autenticidad ha de ser el valor a
salvaguardar siempre, pero esta actitud es muy reciente en la historia. Y es,
por lo demás, el requisito prioritario para el archivero, el historiador o el
arqueólogo, como dice Burton en el caso de la conservación de los negativos
originales de las fotos. Los demás no tienen que sentir esta preservación como
una responsabilidad propia, ni como un imperativo de ningún tipo. Un parque de
atracciones o el Partenón de Nashville sirven a otros propósitos que no
perjudican la tarea de los conservacionistas.
Y también nosotros usamos las imágenes y otros objetos —y textos— según
propósitos que nada tienen que ver ni con la autenticidad ni con la
“objetividad”. No sólo se retocan las fotografías (en la publicidad y la
propaganda: un brillo en la nariz o los ojos, la eliminación de una mancha en
el pómulo, etc., en los retratos de los políticos durante las campañas
electorales, por ejemplo, o de toda clase de productos en reclamos
publicitarios), sino que ya cometemos una manipulación con sólo elegir
unas imágenes y descartar otras, o elegir unas palabras y descartar
otras, o unos argumentos, o unos hechos… nada de lo cual puede en
definitiva engañar al crítico ni al historiador avisados.
Se dirá que la eliminación de un personaje de una fotografía es una
intervención más fuerte, más descaradamente o más burdamente manipuladora. Pero
en mi opinión es al revés: esa falta de sutileza es también un signo de
franqueza, porque no puede engañarnos sobre la autenticidad material,
fetichísticamente. Sabemos que se trata de un montaje, y que por tanto
vale como símbolo, no como documento… Además, al añadir o
eliminar a un personaje de una foto, los chinos están apelando a los criterios
políticos, racionales, polémicos, es decir a la inteligencia de las masas,
mientras que al retocar los brillos y los colores nuestros propagandistas están
intentando aprovecharse de reacciones emocionales inconscientes o irracionales.
Supongamos que tenemos que ilustrar lo esencial de un partido de fútbol en
el que el equipo A jugó en general con un absoluto dominio, con una completa
superioridad sobre el equipo B. Tenemos un millar de fotografías de momentos
diversos del encuentro. Cada una de ellas es auténtica. Pero muy bien pudiera
ocurrir que ninguno de esos registros fotográficos casuales nos revelase
aquella manifiesta y verdadera diferencia; es más, podría incluso suceder que
casualmente todas esas fotografías sugiriesen que fue el equipo B el dominante
—o que algunas de ellas sugiriesen esto, y el resto no revelase nada
importante. Si en lugar de ellas se nos presentase un montaje que mostrase el
dominio de A sobre B, aunque supiésemos que no es una fotografía auténtica, la
aceptaríamos sin embargo como más verdadera, más real o menos engañadora. Lo
mismo podría suceder con un texto: si reproducimos literal y exactamente las
palabras pronunciadas por tal o cual escritor u orador, puede que estemos
falseando su expresión más que si parafraseamos atinadamente lo que en verdad
quiso decir y “realmente” dijo… (Una curiosidad: hay una web en que se
recopilan frases pronunciadas en algún momento por algún profesor universitario
en sus clases; no recuerdo el sitio, pero sí que estaban perfectamente
organizadas por universidades y facultades, etc.; en ella vi casualmente hace
unos años cuatro frases que yo mismo debía de haber formulado en mis clases, y
eran frases que, en su falta de contexto, tenían y no tenían sentido, podían
tener cualquier sentido, o ser completamente absurdas, y sin embargo no estoy
seguro de poder negar que objetivamente no fuesen frases literalmente
transcritas…) Y no se trata sólo del común error de descontextualización
—que también puede producirse—, sino de algo más serio, más inquietante. Algo
más parecido al problema que a veces plantea una traducción literal. A veces
las traducciones erróneas son más interesantes —y hasta podrían ser más
veraces— que las correctas. Aún recuerdo la sorpresa con que mi hijo mayor,
siendo aún un niño, vino a comunicarme el curioso pensamiento encerrado en una
frase de la traducción de La isla del tesoro que estaba utilizando, a
saber, que cierto personaje no sabía leer sino lo que está escrito; en
realidad, Stevenson sólo había indicado que aquel individuo no era muy
ilustrado, y no reconocía la escritura cursiva, sino sólo las letras de molde,
de imprenta; pero la traducción errónea era más jugosa: en efecto, hay personas
que no leen más que lo que está escrito, que no saben leer entre líneas,
intuir, interpretar… Pienso ahora en estas palabras que han sido pronunciadas
en mi presencia: “¿Creen ésos en Dios? Y no quiero decir si creen en su
existencia, porque es evidente que comparte esa alucinación, sino si creen en
Su palabra. Pues yo sí creo, creo en Cristo Nuestro Señor, que comprendía y
toleraba las pasiones, y pedía perdón por las faltas de los otros, que rogaba a
Nuestro Padre en los cielos que tuviese piedad de ellos, a pesar de que Él
mismo eligió el sufrimiento, eligió ser víctima y no verdugo, a pesar de que Él
mismo ahogó inhumanamente todas las pasiones de su pecho… etc.” El tipo que se
expresaba en semejantes términos tan conmovedores ¡es ateo! Pero cualquiera
podría utilizar sus palabras literalmente para mostrar a un cierto modelo de
católico. En varias ocasiones he oído y leído la estúpida afirmación de que
Einstein creía en Dios, porque dijo que «Éste no juega a los dados», como si el
simple hecho de mencionar al Altísimo involucrase creer en su existencia…
Y ya no os fatigo más, de momento. Dejadme sólo que vuelva sintéticamente
al asunto de las falsificaciones fotográficas de los chinos. Lo que Burton
decía con toda franqueza es que las fotografías tienen un uso polémico,
político, en la lucha de clases, que no suprime ni afecta en modo alguno a su
valor documental (puesto que se guardan los negativos, inútiles para la
propaganda, pero necesarios para el archivero y el historiador). Lo que yo
añado es lo siguiente: nosotros hemos aprendido a respetar y exigir
religiosamente la autenticidad, pero no podemos caer en el absurdo de creer que
la autenticidad es por sí misma el valor intelectual de un documento. Éste
puede ser auténtico y sin embargo carecer de significación, y viceversa.
PS. A propósito, envío en correo aparte varios documentos: un artículo de Gregorio
Morán, de 2007, sobre la diferencia entre autenticidad y originalidad, a
propósito de una célebre exposición de reproducciones (o sea falsificaciones)
de figuras de los famosos guerreros de Xian que se expusieron por aquellas
fechas en Hamburgo, junto a un par de noticias de prensa sobre el asunto, y
también el libro de Segall et al. que he mencionado más arriba y un
capítulo del libro de Nelson Goodman Los lenguajes del arte, que trata
sobre la imposibilidad del remedo perfecto (o sea de la falsificación
perfecta). Me interesa sobre todo que le echéis un vistazo al artículo de
Morán, porque es tan interesante como confuso y hasta absurdo. De hecho, en
aquel caso los chinos no sostuvieron un concepto de la autenticidad distinto al
nuestro, sino que las propias autoridades chinas denunciaron el caso como una
estafa. Sin embargo, como en el caso de las traducciones erróneas que dan más
juego que las correctas, es interesante plantearse el problema de qué es lo que
en verdad difiere en nuestra experiencia al contemplar, en lugar de una obra
auténtica, un remedo perfecto. Esto es lo que, con argumentos muy especiosos y
en mi opinión erróneos, trató también Nelson Goodman.