2 de junio de 2013

Un dudoso reciente auge del esoterismo en el arte

Alberto Luque

Vassily Kandinsky, Komposition VI (1913, 195×300 cm,
San Petersburgo, Museo Nacional de L’Ermitage)
En la discusión sobre el caso de Hilma af Klint propuesto por Vicenç Furió en la anterior entrada se ha planteado no sólo el problema de si la obra de esta artista merecía incorporarse con pleno derecho a la historia de los orígenes de la abstracción, sino también el problema de si esta incorporación afectará, positiva o negativamente, al perturbador papel que el esoterismo declarado juega en la fundamentación de la teoría de la vanguardia. Aunque casi nadie ha ignorado nunca las motivaciones místicas de muchos pintores contemporáneos —desde Kandinsky o Mondrian hasta Tàpies o Beuys—, lo corriente es no considerar esas motivaciones más que como una anecdótica anomalía. Es incómodo para cualquier historiador o crítico de mentalidad racionalista tener que admitir que la más vulgar superstición sea un factor de peso en la génesis del arte abstracto. Para resguardar la legitimidad intelectual de la vanguardia del letrón del oscurantismo místico, era necesario contemplar esas creencias espiritistas como simples caprichos personales, y como la tendencia a la abstracción también se da con la misma fuerza entre artistas que no las comparten, la estrategia de considerarlas irrelevantes no parece errónea ni arbitraria.
Mi opinión es diferente. Pese a que las supercherías espiritistas son irrisorias para la mayoría de los artistas y de los críticos, me parece casi evidente que la teoría que procura dar sentido al arte abstracto está irremediablemente calcada de los patrones irracionalistas del ocultismo. Para comprender la relación estrecha entre vanguardia y esoterismo es indiferente que un artista crea o no en el espiritismo; de hecho son una minoría los que creen, pero el propio estilo retórico y las categorías que se usan para avalar el arte abstracto responden exactamente a la misma trayectoria mental, mística e irracionalista. En rigor, la cuestión es netamente filosófica: se trata de idealismo. Adorno ensayó una defensa invertebrada y ambigua de «lo espiritual en el arte», procurando mantenerse en el terreno del materialismo, y desestimando un tanto a la ligera el hecho de que el concepto de lo espiritual estuviese tan ligado a una actitud francamente antirrealista. «El concepto estético de espíritu —decía Adorno— tiene adquiridos algunos malos compromisos no sólo por sus relaciones con el idealismo, sino también por ciertos escritos de los comienzos del arte radical moderno; los de Kandinsky, por ejemplo. Rebelándose con razón contra un sensualismo que, aun en el Jugendstil, daba en arte la máxima importancia a lo agradable a los sentidos, aisló mediante un proceso de abstracción el principio opuesto y lo cosificó, hasta el punto de que era difícil distinguir el “debes creer en el espíritu” de una superstición o de un artificial delirio por lo superior.» [Teoría estética (1970, póst.), Madrid, Taurus, 1986, p. 120.] Adorno mantuvo su perspicacia y su clarividencia cuando mostró la íntima afinidad entre el ocultismo y el fascismo, pero la perdió un tanto y un cuanto al ignorar la que media entre el arte abstracto y el ocultismo.
Como decía, es común entre los críticos e historiadores desestimar esta última relación. No obstante, algunos autores opinan que recientemente se ha incrementado el interés por esta relación, y bastante de esta renovada atención proviene de la inclusión de la obra de Hilma af Klint en la exhibición de 1986 en Los Angeles County Museum of Art [The spiritual in art: Abstract painting 1890–1985, Nueva York–Londres–París, Abbeville Press, 1986]. Lars Bang Larsen [«The other side», en Frieze, núm. 106 (abril de 2007), pp. 114-119], por ejemplo, estima que en los últimos años se ha intensificado el ocultismo en el mundo artístico. Por momentos, Larsen recupera, en un lenguaje más moderno —o sea más impreciso—, el simple y racional escepticismo crítico que en otra época se expresó más claramente contra la superstición (por ejemplo en la época de Lavoisier o de Faraday). Pero viene también a conceder a las novísimas formas de ocultismo artístico un sentido crítico-irónico del que en mi opinión carecen por completo. Viene a decir que en el fondo esas experiencias extravagantes que se dirigen a la percepción suprasensorial de «lo oculto» nos acaban mostrando cosas que en verdad existen y en verdad son invisibles, como nuestros propios sentimientos, &c.; en suma, como si esas chifladuras ayudasen a la introspección y la reflexión. Es un modo nuevo de repetir la clásica falacia de los inicios de la hipnosis, según la cual los fenómenos mediúmnicos no eran en esencia falsos, sino falsamente interpretados: no se trataba de comunicaciones con los espíritus del más allá, sino de revelaciones del «inconsciente».
Respecto a los casos que comenta Larsen, no me parece que demuestren un incremento sensible de la afición a lo paranormal entre los artistas, sino que se trata de experiencias bastante casuales o marginales, y no de «la punta de un iceberg», como concede Marco Pasi [«A gallery of changing gods: Contemporary art and the cultural fashion of the occult», CHESNUR, 2010]. Al parecer, las recientes exhibiciones de arte esotérico se dividen entre las que tratan la superstición en términos tradicionalmente ilustrados, pero sin compromiso crítico, lo que da pie incluso a una concesión intelectual al ocultismo, como si éste proporcionase alguna clave para acercarse a «lo desconocido» real, o como si al fin y al cabo pusiera de relieve la «necesidad humana» de lo trascendente (en esta línea tendríamos quizá la exhibición Traces du sacré del Centro Pompidou, 7 de mayo–11 de agosto de 2008), y las que lo acreditan como una cierta forma de ironía contestataria (en este caso estaría la exhibición Great transformation: Art and tactical magic del Frankfurter Kunstverein y el Museo de Arte Contemporáneo de Vigo, 19 de septiembre de 2008–11 de enero de 2009). En mi opinión, el primer tipo es interesante en lo que tiene de informativo, a pesar de su superficialidad y ambigüedad críticas, mientras que el segundo es sencillamente absurdo. Sin embargo, entre los intelectuales que practican el arte de la contestación por la contestación, este último parece revestir un carácter crítico-irónico.
En gran parte, la crítica favorable a esta nueva asociación explícita entre esoterismo y vanguardia se nutre de algo que tiene que ver con la «leyenda negra» de la religión como factor reaccionario y oscurantista. La superstición se contempla como una tendencia contestataria, opuesta a la religión, y de ahí las simpatías que suscita entre quienes creen romántica y superficialmente que una actitud simplemente extravagante vale como una verdadera crítica. Así se atribuyen al lunatismo esotérico las virtudes intelectuales de la ironía y la provocación (en el Center for Tactical Magic de California, por ejemplo, que hace un uso tan extravagante del ideario marxista como para que cualquier persona sensata se vuelva inmediatamente anticomunista: se practican allí sesiones de «Marxist past-life regression», como las llama Larsen, en las que los majaderos se someten a la fantasía de incorporarse a sus pasadas encarnaciones en el seno de las clases explotadas, o también a la de visitar las áreas secretas del Pentágono por mediación de su cuerpo astral…).
Marco Pasi (loc. cit.) también adopta en este asunto una postura acríticamente concesiva, y evita aquilatar justamente ese conflicto permanente entre unas supersticiones manifiestamente absurdas y un arte institucionalizado que las calca: «De hecho —escribe—, el arte de comunicarse con los espíritus no se ha perdido en el arte contemporáneo, y está aún hoy muy vivo, como observamos por ejemplo en artistas tales como Carl Michael von Hausswolff, Raimundas Malašauskas, Nico Dockx y John Roach. Pero cuando tratamos del arte contemporáneo la cuestión no es tanto la recepción y transmisión de mensajes del más allá que tendrían una importancia espiritual profunda y de gran alcance para la humanidad, como era el caso de Hilma af Klint en los comienzos del siglo xx, sino más bien la exploración de los desconocidos, aún no mapeados territorios de la mente, tarea llevada a cabo a veces con una irónica sonrisa de desapego.» Pero esto es exactamente el mismo tipo de concesiones que se hacen en la exposición del Pompidou, y que tanto disgustan a los críticos entre los que se alinea el propio Pasi. En cambio, reprocha a los críticos que llama «burgueses», como Robsjohn-Gibbings, su actitud de completo rechazo del misticismo ocultista como pura superstición inframoral —cosa en la que, por otro lado, también coinciden la mayoría de los marxistas, incluso un defensor de la vanguardia como Adorno. Y aquí tenemos otra prueba de la superficialidad de Pasi, cuando insinúa el carácter retrógrado y burgués del rechazo del esoterismo como pura superstición, e ironiza a expensas del hecho de que los nazis condenaran el mismo arte «degenerado» que pensadores como Robsjohn-Gibbings asocian al fascismo. Éste es un caso que no se ha comprendido en absoluto: los nazis tenían una mentalidad mítica y completamente afín al irracionalismo vanguardista, y algunos de ellos, como el propio Goebbels, hubieron de corregir sus gustos expresionistas en el momento en que vieron la oportunidad de distinguirse populísticamente de sus adversarios demócratas. El hecho de que aprovechasen, de manera totalmente oportunista, la ocasión de condenar aquel entartete Kunst, simplemente porque podían asociar demagógicamente sus abusos (en gran parte ficticios, como los precios de los cuadros en la época de la tremenda inflación de la posguerra) con la ideología de sus enemigos políticos, no cambia las cosas —así como el hecho de que los católicos reaccionarios puedan condenar el socialismo no desmiente el hecho de que la ética socialista es fundamental e íntegramente católica. (Y eso sin contar con que, por ejemplo, en la exposición Entartete Kunst se exhibían cuadros del nazi Emil Nolde, o que las obras del antifascista Rudolf Belling se exhibían allí y también en la Große Deutsche Kunstausstellung, ideológicamente supervisada y concebida por la burocracia hitleriana como un acto cumbre de propaganda nazi.)
Pasi termina con una superficial referencia a la idea, ya avanzada por Weber —pero no sólo por Weber—, de que el arte puede convertirse en un sustituto perfecto de la religión, en su esencial función «redentora» —o sea de sueño compensatorio. Pero es innegable que el arte de vanguardia funciona en efecto como una religión, y sustituye justamente la parte obsoleta de ésta, su teología, pero no su parte viva y útil, moral y práctica, su antropología, por decirlo a la manera de Feuerbach. El tema de la religión, dentro o fuera del arte, es mucho más complejo que el del esoterismo. Algo de su complejidad deriva de la polisemia del término mismo, de la pluralidad del concepto de religión —que ha sido muy escuetamente tenida en cuenta por James Elkins (On the strange place of religion in contemporary art, Nueva York–Londres, Routledge, 2004). Ya Camille [Faust] Mauclair hablaba de «la religión de la música» en un cierto sentido vago y trascendente (Essais sur l’émotion musicale: La religion de la musique, París, Fischbacher, 1909). No es el momento de abordar aquí este asunto, pero sí conviene esclarecer lo que en rigor, y no de un modo vago, podemos llamar religión. Sobre todo conviene no confundir el sentimiento religioso con cualquier clase de arrobo, con cualquier clase emocionalismo intenso: el sentimiento religioso sólo existe cuando se cree en la supervivencia tras la muerte. No encuentro explicación más justa y clara de este extremo que la contestación que dio Freud a su amigo Romain Rolland, a propósito de lo que éste llamaba un «sentimiento oceánico», en la que considero la más juiciosa, sintética y conmovedora defensa del ateísmo desde Lucrecio:
En este punto se nos opondrá seguramente la siguiente objeción: si hasta los escépticos más empedernidos reconocen que las afirmaciones religiosas no pueden ser rebatidas por la razón, ¿por qué no hemos de creerlas, ya que tienen a su favor tantas cosas: la tradición, la conformidad de la mayoría de los hombres y su mismo contenido consolador? No hay inconveniente. Del mismo modo que nadie puede ser obligado a creer, tampoco puede forzarse a nadie a no creer. Pero tampoco debe nadie complacerse en engañarse a sí mismo suponiendo que con estos fundamentos sigue una trayectoria mental plenamente correcta. La ignorancia es la ignorancia, y no es posible derivar de ella un derecho a creer algo. Ningún hombre razonable se conducirá tan ligeramente en otro terreno ni basará sus juicios y opiniones en fundamentos tan pobres. Sólo en cuanto a las cosas más elevadas y sagradas se permitirá semejante conducta. En realidad se trata de vanos esfuerzos para hacerse creer a sí mismo o hacer creer a los demás que permanece aún ligado a la religión, cuando hace ya mucho tiempo que se ha desligado de ella. En lo que atañe a los problemas de la religión, el hombre se hace culpable de un sinnúmero de insinceridades y de vicios intelectuales. Los filósofos fuerzan el significado de las palabras hasta que no conservan apenas nada de su primitivo sentido, dan el nombre de «Dios» a una vaga abstracción por ellos creada y se presentan ante el mundo como deístas, jactándose de haber descubierto un concepto mucho más elevado y puro de Dios, aunque su Dios no es ya más que una sombra inexistente y no la poderosa personalidad del dogma religioso. Los críticos persisten en declarar profundamente religiosos a aquellos hombres que han confesado ante el mundo su conciencia de la pequeñez y la impotencia humanas, aunque la esencia de la religiosidad no está en tal conciencia, sino en el paso siguiente, en la reacción que busca un auxilio contra ella. Aquellos hombres que no siguen adelante, resignándose humildemente al mísero papel encomendado al hombre en el vasto mundo, son más bien [ateos], en el más estricto sentido de la palabra. [El porvenir de una ilusión (1927), en Obras completas, Madrid, Biblioteca Nueva, 1973, t. iii, p. 2.978. —La palabra «ateos» que aparece entre corchetes es una corrección mía; la edición en cuestión pone «religiosos», en lugar de «irreligiosos», como ponía correctamente la primera edición en español, de 1930; el error se reproduce en las siguientes ediciones, a partir de 1948, y fue corregido en ediciones posteriores a la que cito. ¿Un curioso lapsus calami del editor?]
Volvamos al problema de si estamos asistiendo a un revival del esoterismo explícito en el arte, y de si tiene sentido considerarlo irónico-crítico, como una suerte de nuevo surrealismo.
Cuando se juzgan las relaciones entre arte y esoterismo, se presentan dos series de problemas: (1) determinar si tales relaciones existen o no, y en qué grado, con qué intensidad; (2) analizar su sentido, y aquí caben dos posturas: la racional que considera el esoterismo una mistificación inframoral, y la acrítica que le concede alguna virtud creativa.
La exposición The spiritual in art: Abstract painting, 1890-1985 de Los Angeles County Museum of Art (1986) [ed. rev. de Maurice Tuchman, Nancy Grubb y Edward Weisberger, Abbeville Press, 1999] mostró con cierta claridad la natural derivación del simbolismo a la abstracción, así como la raíz netamente espiritualista (con cinco grandes temas: «Imaginería cósmica», «Dualidad», «Vibración», «Sinestesia» y «Geometría sagrada»). Es cierto que, como censuraba Hilton Kramer en su reseña de esta exhibición [«On the “Spiritual in art” in Los Angeles», en The New Criterion, abril de 1987], hay una ambigüedad y arbitrariedad innegables en estas selecciones, sobre todo porque los mismos cuadros podían ser indistintamente presentados como muestras de una u otra de tales categorías, y porque estos temas no ofrecen clave alguna para distinguir sus cualidades estéticas. Pero esa ambigüedad y arbitrariedad es consustancial al carácter místico de toda pintura abstracta, y en conjunto la define inequívocamente, con independencia de todas las diferencias formales que quieran destacarse.
Entre observaciones más o menos superficiales, Kramer lanzaba ésta, muy atinada: que el entusiasmo por la exhibición de este acervo de pinturas abstractas explícitamente vinculadas a las doctrinas espiritistas significa algo así como un ataque, o al menos una desconfianza hacia el principio formalista típico del arte contemporáneo según el cual el valor estético es independiente de los contenidos. En efecto, después de haber insistido tanto en que una pintura (abstracta, por supuesto) no debía representar nada, sino simplemente presentarse a sí misma como composición sin referente, resulta anómalo que se pretenda reevaluarla como expresión de unos contenidos, en este caso sobrenaturales. No obstante, el mismo fundador de la abstracción, Kandinsky, había ciertamente llevado a su conclusión definitiva el principio simbolista de la irrelevancia del tema, pero justamente para reclamar que el «tema» fuese «lo espiritual», o sea el mundo de los espíritus, la revelación del futuro, &c. (y por cierto, la mencionada exposición del Centro Pompidou recuperaba precisamente estos contenidos esotéricos como tema explícito de las composiciones abstractas de Kandinsky).
Me parece que no es aventurado concluir que no existe realmente un incremento del esoterismo manifiesto en el arte, y tampoco puede aumentarse el esoterismo latente, porque siempre ha estado en grado de saturación. Y tampoco ha crecido exageradamente el interés particular por la obra de Hilma af Klint desde la exposición de 1986. Apenas puede hallarse todavía —al menos en una lengua más accesible que el sueco—, más de media docena de estudios sobre su obra: Åke Fant, «The case of Hilma af Klint», en The spiritual in art: Abstract painting 1890–1985, Nueva York–Londres–París, Los Angeles County Museum of Art/Abbeville Press, 1986, pp. 155-163; Gurli Lindén, I describe the way and meanwhile I am proceeding along it: a short introduction on method and intention in Hilma af Klint’s work from an esoteric perspective, Hölö (Suecia), Rosengårdens, 1998; Catherine de Zegher y Hendel Teicher (ed.), 3×Abstraction: New methods of drawing by Hilma af Klint, Emma Kunz, Agnes Martin, Nueva York–New Haven–Londres, The Drawing Center/Yale University Press, 2005; Hilma af Klint (1862–1944): Une modernité révélée, París, Centre Culturel Suédois, 2008; Hedwig Saam y Miriam Windhausen (ed.), De geheime schilderijen van Hilma af Klint / The Secret Paintings of Hilma af Klint, Arnhem, Museum voor Modern Kunst, 2010.

7 comentarios:

  1. Alfonso Claudiano3 de junio de 2013, 20:32

    Hay puntos sumamente interesantes en la relación entre esoterismo y arte abstracto. Me quedo con la distinción que propone Luque, a mi fe muy acertada, del arte abstracto como un compuesto de signos sin referente; una imagen sin contenido conceptual (que no es imagen de), sin tema, similar a ciertas músicas instrumentales. Como se sabe, Kandinsky exploró la sinestesia y quiso emular el “lenguaje musical”. Para ello se centró en las variaciones proporcionales de longitudes de onda dentro del espectro visible (los colores) con relación al espacio que ocupan y a la manera de ocuparlo (la mancha y, en menor medida, la línea), haciéndolas corresponder con las variaciones en la vibración del aire, con relación al silencio y a la duración, que sería el campo propio de la música. Todo esto con observaciones notables, como puede ser el hecho de que la forma de la mancha de color modifica en una proporción determinada el valor estético del elemento compositivo; entre otros particulares. En este caso, más que de un “lenguaje cósmico” (entendemos del orden de los elementos pictóricos simples), podríamos hablar con mayor precisión de una álgebra de las formas coloreadas, puesto que no expresa un contenido sino que suscita emociones según un orden previo que se quiere exponer en su talidad. Supongo que es precisamente en la idea de orden, y en el ordenamiento de sus relaciones, donde se incardina la intencionalidad esotérica de esta clase de pintores; a saber, afectar nuestra sensibilidad de tal manera que surja en nosotros una suerte de sentimiento místico –o de sentimiento oceánico– conectado a la totalidad, al infinito o al absoluto; cosa que, en mi opinión, podría suceder igualmente pescando en un lago, bebiendo whisky o contemplando manchas de humedad en una pared (si preferimos contemplarlas, o pensar tal vez en la lluvia, las nubes, los ríos, las viejas cañerías de plomo, quizá en la permeabilidad del revestimiento, que llamar al fontanero; por decir algo, derroteros por los que Tàpies campaba a sus anchas). Me explico, calificar de místico a un tono afectivo es bastante arbitrario y difícilmente objetivable; mucho más determinar su objeto. Pero, en fin, algo muy parecido le ocurrió a Cantor. En cualquier caso, el matiz esotérico sólo corresponde a un grupo de los artistas abstractos y, si no me equivoco, implica necesariamente una preocupación por el orden formal, las relaciones de cantidad entre los elementos simples del ámbito pictórico (¿los mathémata propios del campo?) y sus presuntos efectos iluminadores con relación a la sensibilidad; asimismo la pretensión de actualizar un orden previo y tal vez universal. En cuanto al abandono de la representación, más o menos natural –o del tema– creo que no hay tal recaída en la necesidad de interpretación “narrativa” de la obra por su causa; pues la imagen compuesta pretende funcionar a modo de nombre sagrado –una especie de mantra, salvando las distancias–, grafía que representa nada más que un sonido, o en el extremo lo impronunciable (para ilustrarlo se podría recurrir a las Variaciones fonovisuales de Cirlot, también relacionado con el esoterismo). Frank Kermode, refiriéndose a lo que identificó como transición de la mimesis a la mathesis en literatura, llegó a decir: «from proposition to surd». Se puede considerar que en esta trama late de algún modo la cuestión de los límites del conocimiento y del lenguaje, aunque sería demasiado imprudente tratarlo en este comentario. También opera en estas cuestiones, creo, la metáfora trillada de “el libro de la Naturaleza”. No obstante, soy consciente de lo imprecisa y burda que resulta la pretendida escisión tajante entre mimesis y mathesis (además de excluir, por ejemplo, la synousia y los pragmata), como también que tales términos, habida cuenta de su intrincado desarrollo histórico, oscurecen más que aclaran; sin embargo, creo que sirven para indicar algunos problemas conceptuales.

    ResponderEliminar
  2. Alfonso Claudiano3 de junio de 2013, 20:33

    Tengo la impresión de que gran parte del arte abstracto, especialmente en sus cursos actuales, se aleja de las características genéticas vinculadas al esoterismo (sin olvidar que ese vínculo se puede aplicar a una gran variedad de estilos artísticos), digamos a la búsqueda y disposición del acceso a ciertas experiencias “místicas” –lo consiga o no lo consiga, aunque sea únicamente como relato teórico–, para aproximarse al gesto inane o, en el mejor de los casos, a lo meramente ornamental. Así Pollock, habiendo renunciado deliberadamente al orden y a la medida (no acepto la noción poética de “orden en el caos” aplicada a las obras de Pollock), en suma a todo grado de armonía (y, obviamente, de representación) –sin menoscabo de que el pintor lo negase–, en tanto que productor de obras abstractas “degeneradas”, sería equivalente a un atrevido “compositor” ruidista. Cabe decir, que las obras de Pollock se distinguen fácilmente de composiciones casuales, como algunas realizadas sobre los coches por palomas urbanas –una manifestación espontánea de action painting, sin duda–, porque el ritmo en el goteo de la pintura está limitado a otro conjunto de movimientos y de distancias, así como a cierta corrección intencional en las condensaciones de pintura que se perciben como distintas de la obra producida por un goteo despreocupado de llenar con alguna consistencia la superficie del lienzo; de ahí el famoso “orden en el caos”, supongo. Queda lejos de mis posibilidades enturbiar el valor indiscutible de las obras de un artista de tales dimensiones. Además, con toda seguridad existirán buenas razones para tenerlo en estima y disfrutar de sus obras; razones que a mí se me escapan. Por cierto, tampoco observo ironía precisamente en la abstracción reciente; la observo en chanzas como las de Cattelan, pero más que ironías son las befas resultantes de ideaciones funestas sin capacidad crítica alguna.

    ResponderEliminar
  3. Hay en los comentarios de Alfonso demasiados temas para abordarlos sintéticamente, a menos de producir más confusión que esclarecimiento. Quizá después de haberlos ido analizando pormenorizadamente, si lo logramos, estaremos en condiciones de adoptar conclusiones generales, aunque sean diversas y no unánimes. Empezaré, pues, concentrándome en dos de ellas, íntimamente vinculadas: (1) que la abstracción pictórica deba conceptuarse principalmente como rechazo de toda referencia, como mero juego óptico sin-significado, &c., y (2) que pueda compararse particularmente al formalismo algebraico.
    Lo primero no es estrictamente cierto en muchos casos, y en especial no lo es en sus inicios. Mondrian, por ejemplo, llega a composiciones íntegramente abstractas mediante series de abstracciones o estilizaciones progresivas (a partir de un almendro, o de una vaca, motivos que empiezan siendo representados con perfecto naturalismo y paulatinamente despojados de todos sus rasgos concretos, dilucidando su “estructura” visual global, hasta que tales motivos se hacen completamente irreconocibles, desaparecen virtualmente, en una pérdida irreversible; un poco a la manera en que una fotografía de alta definición se puede ir pixelando cada vez más groseramente, con pérdida irreversible de informació, o aumento de entropía). La caricatura, o más en general todo estilo expresionista, sigue un método similar, aunque aquí el proceso de desfiguración es parcial y se detiene justo antes de volver los objetos irreconocibles. Pero una vez ensayada la abstracción completa a partir de composiciones naturalistas, puede practicarse ya autónoma y directamente, sin referente último o modelo, y justificarse de otros modos (como gestualismo, por ejemplo, o como puro decorativismo, o como una suerte de pseudosimbolismo). Y ésta autonomía completa de la abstracción es lo que en definitiva acaba triunfando, paradigmáticamente en el expresionismo abstracto.

    ResponderEliminar
  4. Una de esas otras justificaciones de la abstracción es, en efecto, la de la sinestesia kandinskyana. Se trata aquí de que la pintura tenga otro referente que el propio de la visión normal, en particular un referente auditivo (ut musica pictura). Esta idea surgió ya en los medios simbolistas franceses del siglo XIX, y hasta tiene precedentes en el Manierismo (Arcimboldo, por ejemplo, inventó un gravicembalo a colori…). Pero el isomorfismo que puede matemáticamente establecerse, por simple homotecia, entre una escala de frecuencias auditivas y yna de frecuencias del espectro visible, no tendría nada que ver con la invanción o imaginación artística; además quedaría sin correspondencia justamente la dimensión espacial (figuras, contornos, tamaños), amén de que, en rigor, el color es, como impresión, inconmensurable con lo auditivo… Mucho mejor que el absurdo “sonido interior” del que hablaba Kandinsky, el lirismo abstracto puede defenderse apelando al “capricho interior”, como defendía Cassou, legítima extravagancia del temperamento artístico. Ahora bien, insisto en que no debemos obviar el hecho de que ni el capricho fantasioso ni el puro decorativismo eran admitidos por Kandinsky como justificación de su pintura, sino todo lo contrario, su supuesta capacidad mística de revelar significados objetivos y reales, aunque ocultos, en suma, su función mediúmnica. Y no deja de ser tan grotesco como revelador que incluso llegase a apelar, en favor de la sinestesia, las experiencias de los alienados. «Un médico de Dresde —nos dice en De lo espiritual en el arte— relata que uno de sus pacientes, al que caracteriza como una persona “de nivel intelectual extraordinariamente alto”, tenía la sensación de que una determinada salsa sabía “azul”, es decir la sentía como el color azul… El autor trata también de la “audición de colores” indicando que los gráficos comparativos no constatan ninguna ley general.» Pero Kandinsky se resiste a admitir la ausencia de correlación, y añade que un tal L. Sabajeneff “anuncia categóricamente el pronto descubrimiento de una ley”. Cuando Kandinsky dice que “la palabra es un sonido interno”, o nos habla del sabor de los colores, de la temperatura de un ángulo o de un punto, &c., no se trata de metáforas… Y no hace falta insistir sobre la gratuidad de sus atribuciones: para Kandinsky el negro es signo de muerte, pero para Matisse el negro era “color de luz”… Las ilusiones sinestésicas son rasgo típico de las doctrinas esotéricas, y de nuevo encontramos innumerables elucubraciones de este tenor en la literatura simbolista. Por supuesto, también los surrealistas abusaron de estas extravagancias, pero en ellos el amor a lo maravilloso tiene un sentido mucho menos “serio” y más provocativo; Bretón, por ejemplo, escribe en Nadja: «No tengo el culto de Flaubert, y sin embargo, si se me asegura que, según propia confesión, sólo quiso, con Salambó, “dar la impresión del color amarillo”, y con Madame Bovary sólo quiso “hacer algo parecido al color de ese moho de los rincones donde hay cucarachas” y que el resto le importaba un adarme, esas preocupaciones, al fin y al cabo extraliterarias, están lejos de dejarme indiferente.» Sólo los místicos y los desequilibrados se toman en serio tales tonterías.

    ResponderEliminar
  5. ¿Es entonces apropiado comparar aquellos experimentos de Kandinsky al álgebra, como ha sugerido Alfonso? Creo que no. No podemos negar que la abstracción pictórica tenga algo de ejercicio combinatorio, pero ahí se acaba todo parecido con el álgebra. Es cierto que puede mecanizarse, tanto ideal como prácticamente, la producción de proposiciones y cadenas de demostraciones algebraicas a partir del conjunto de símbolos que usa y de unos axiomas y reglas de transformación precisas, renunciando al sentido, al significado —que puede siempre ser “puesto” a posteriori por el intérprete, mediante u modelo, &c. Incluso puede admitirse, como sostienen algunos, que el procesamiento de información se da en la misma naturaleza (en realidad, esto no es más que una manera formal de entender el desarrollo conforme a leyes: los principios de optimación, establecimiento de geodésicas, el principio de mínima acción, &c.). Pero hay en todo tratamiento matemático, sea puro o aplicado, un sentido de lo verídico y de lo necesario que no tiene equivalente alguno en la pintura. Es también cierto que, como recuerda Alfonso, Cantor interpretó místicamente sus lucubraciones; pero esas interpretaciones son completamente ajenas a su riguroso significado matemático; lo mismo podríamos recordar a Maupertuis, que estuvo persuadid de que su principio de mínima acción demostraba la existencia de Dios. Todos estos hombres sufrían lo que podríamos llamar la fascinación del relojero: deducen un cierto orden racional-moral en el universo del simple hecho de que posee, en efecto, un orden mecánico. Pero esto es absurdo, porque el hombre racional no es precisamente el que se conduce con otros seres como un relojero con sus artilugios… De donde podríamos deducir la existencia de espíritus o dioses con voluntad es más bien de que ocurriese lo contrario, que no hubiese regularidades, que todo fuese azaroso, caprichoso. Pero no quiero ahora desviarme tanto del tema.

    ResponderEliminar
  6. Muy interesantes son también las últimas alusiones de Alfonso a Pollock. Me gustaría mostrar que no es casual el uso que el MoMA —o directamente la CIA— hizo de este y otros artistas para avalar la lucha contra el comunismo, para presentar el expresionismo abstracto como la esencia artística de la libertad capitalista, como tampoco lo es la claudicación de un Greenberg, por ejemplo, que acaba defendiendo la autonomía de lo abstracto respecto a toda problemática social, para no morder la mano que le da de comer, en unas circunstancias políticas de completa represión y repliegue del movimiento socialista en los EE.UU. Ahora no tengo tiempo material de desarrollar esto en breves notas, pero prometo hacerlo en cuanto pueda.

    ResponderEliminar
  7. Alfonso Claudiano6 de junio de 2013, 18:28

    Interesantísimos comentarios. La descripción del proceso creativo de Mondrian y de la anamorfosis aplicada a la pintura –hasta el extremo de la negación del objeto– me ha parecido magnífica; sin obviar la calidad del resto de la exposición. Espero con alegría, cuando el tiempo lo permita, los siguientes desarrollos.
    Por otra parte, quisiera aportar al debate un par de precisiones rápidas sobre el asunto del álgebra. Entiendo que si nos referimos a un sistema axiomático (como puede ser el de Zermelo y Fraenkel, no necesariamente la lógica de predicados), y más en concreto a una gramática formal, creo que se puede afirmar que Kandinsky formuló un álgebra (adelantándose a Stiny y Gips, aunque en otro dominio y menos perfilada por el álgebra moderna). Porque cumple los requisitos de una gramática formal: un vocabulario definido –unos elementos– y unas leyes de composición sobre estos elementos. Puede que Kandinsky no sistematizase su teoría lo suficiente dada la confusión con “el lenguaje cósmico”, además de otras contaminaciones y desvaríos. Cabría especificar hasta qué grado la formalizó efectivamente, así como la consistencia de sus tentativas. Tal vez no lo hizo de una manera demasiado clara o acabada, cuando habla del punto y el ritmo hasta parece que se trataba de una gramática generativa (no lo creo); en favor de la viabilidad de este supuesto, indico que cosas más raras se han formalizado, v.gr. la medida estética de George D. Birkhoff. En el comentario anterior lo distinguía del lenguaje porque éste correspondería al conjunto de composiciones posibles con arreglo a la estructura algebraica –i.e. todas las obras de Kandinsky creadas según su teoría como subconjunto de ese lenguaje. Aunque releyendo la distinción, al apelar a un orden y medida de lo “profundo”, como motivación esotérica, con preferencia sobre el sentido técnico de los elementos y las leyes de “superficie”, caía un poco en lo órfico-pitagórico.

    ResponderEliminar