27 de diciembre de 2013

El espíritu de la risa

Alberto Luque

Frans Hals, Peeckelhaering [1628–1630,
óleo sobre lienzo, 75×62 cm,
Staatliche Kunstsammlungen, Kassel].
Todos los años son iguales, todos distintos… O bien: todos los hombres son iguales (no quizá frente a la ley, frente a la muerte seguro), y todos son distintos; todos los átomos son iguales, y también distintos… No pretendo iniciar aquí y ahora ningún curso de lógica dialéctica. Había pensado en proponer el tradicional ejercicio intelectual (o sentimental) típico de cada final de año consistente en rememorar y hacer balance de las experiencias vividas en el que acaba. Pero enseguida me he dado cuenta de que era más interesante reflexionar acerca de ese mismo ejercicio mental, acerca de lo que significa hacer balance, comparar lo esperado con lo logrado, recordar lo memorable, y también lo que olvidamos proseguir… ¿Por qué es esto más interesante que el simple y tradicional recuerdo y resumen del año? Pues porque es muy distinto lo que cada cual concibe como digno de rememorar, o mejor dicho, porque son inagotables los aspectos a juzgar y los fines con que cada cual lo hace. La dirección de un partido político, el jefe de estudios de una titulación universitaria, el contable de una empresa, un comisario de policía, un ama de casa, un estudiante… cada club, cada individuo, en cada rol o circunstancia, ha de llenar ese balance con unos contenidos y unos propósitos muy diversos, y lo único común es el carácter abstracto de la razón de ser de un balance.

Los aspectos que interesan a cada cual, de los infinitos que contienen los avatares de un año, son distintos, qué duda cabe, y yo no deseo convencer a nadie de que son más importantes los que yo mismo destaco. Pero ¿son diferentes también las formas en que se hace balance, el método y el sentido? Desde luego que sí. Lo que yo aconsejaría, si sólo un consejo sirviera, es el pensar de acuerdo con ese método comparativo universal que nos hace conscientes de lo igual y lo distinto, y de la relatividad o historicidad de todo cuanto acaece, un poco a la manera de los antiguos presocráticos, y especialmente de Heráclito. Pero para quienes no conozcan la dialéctica, este consejo es inútil si no va acompañado de una explicación suficiente de en qué consiste, lo que no puede hacerse brevemente, ni es el propósito de las casuales reflexiones muy personales que ahora me ocupan.
Si se tratase —lo que tampoco es el caso— de sintetizar y juzgar lo que ha propalado este blog, habría que destacar especialmente cómo el polémico tema del nacionalismo catalanista ha resurgido aquí en varias ocasiones, muy en consonancia con la entusiástica bulla que meten sus propugnadores, lo cual me ha parecido muchas veces algo así como contribuir involuntariamente a intensificar una farsa, haciéndola parecer cosa más seria. Por mi parte, lo único que veo de serio en todo ello es su lado latente, tremebundo y trágico, y no su lado manifiesto, entusiástico, festivo y carnavalesco. Si realmente hubiese visos de que ese energetismo independentista pueda poner en paréntesis la unidad territorial de la nación (i.e. verdadera y fácticamente, y no ya en las fantasías descabelladas de los independentistas), entonces estaríamos a las puertas de una nueva violencia incivil de las de toda la vida. Las noticias del recientemente proyectado referéndum de autodeterminación ilegal para el 9 de noviembre de 2014 (coincidiendo con la efemérides de la noche de los cristales rotos en la Alemania nazi, de triste memoria) vinieron envueltas en ropas grotescas con adornos siniestros. Me causó una espeluznante impresión la forma en que los noticiarios catalanistas anunciaron la reacción inmediata del gobierno de la nación, por boca de su presidente Rajoy, y que se reducían a la sencilla explicación de que tal evento no podrá tener lugar, siendo ilegal, pues indiscutiblemente la soberanía de una nación democrática reside en toda su población, y no en una parte cualquiera de la misma (y en cualquier régimen, democrático o no, la ejerce su gobierno, y no cualquier pedazo de su entramado institucional). Pues bien, fueron los mismos periodistas que difundían esta respuesta quienes se adelantaban a añadir el chulesco comentario de que Rajoy no había explicado ¡de qué manera iba a impedirlo! Frente a esa insidiosa y recalcitrante pregunta, el presidente se había limitado a decir algo así como: «No quiero adelantar acontecimientos». En fin, ¿no puede cualquiera de esos bravucones, esos aventureros políticos, «adelantar acontecimientos» en su diminuto cerebro? ¿Acaso no es el más siniestro y deseado (por ellos mismos) de esos posibles acontecimientos el más obvio, y el único que pretenden provocar como respuesta? Estaría cantado: la disolución del Parlament y el encarcelamiento y juicio de los dirigentes sediciosos; pero los muy valientes esperan que esta obvia, única y legítima reacción del gobierno de la nación desacreditaría a los antinacionalistas, lo que demuestra únicamente hasta qué demencial extremo llega su pérdida de realidad.
Seguramente no se podrá eludir que a lo largo del próximo año de nuevo se repitan las críticas que se han vertido en este blog contra el nacionalismo, pero, como ya he manifestado en otras ocasiones, el tema es de lo más aburrido, así que no voy a insistir ahora, en esta época navideña que sólo invita al entusiasmo y el goce de comer y beber, a algo así como la disipación transitoria del principio de realidad, al espectáculo festivo, a la experiencia estético-hedonista, a la suspensión voluntaria de la adultez, la seriedad de la vida y la incredulidad.
Yo esperaba —deseaba— haber tenido más de una ocasión de completar algunas entradas desde el verano, y sobre todo una ya prometida con preciosas reflexiones de varios pensadores sobre el tiempo y la historicidad. También tenía la esperanza de poder hacer un pequeño ejercicio literario-filosófico en forma de cuento de Navidad. No me ha alcanzado el tiempo… (quizá alguno de los amigos y lectores se anime a enviarnos algo así, cuentos de Navidad, de la forma y fondo que deseen, tristes o alegres, solemnes o sardónicos, esperanzadores o descorazonadores, breves o dilatados…). En compensación, describiré algo de una experiencia personal muy reciente: la pasada Noche Buena, mi queridísima amiga Assumpció Linares, excelente soprano que posee una preciosa voz cuya interesante progresión he ido gozando desde hace varios años, y un servidor como instrumentista de nuestro delicioso dúo diletante, acompañamos la Misa del Gallo en una pequeña población cercana de nuestra comarca. Yo sabía lo que es una Misa del Gallo, pero ni siquiera porque la hubiese visto ni oído alguna vez, sino por la abstracta descripción de tal liturgia y por comparación fragmentaria con otras clases de misa. Me pareció que, además del habitual placer que también los intérpretes sentimos en los conciertos, ésta era una ocasión maravillosa para obtener observaciones antropológicas desde dentro, es decir para enriquecer mi experiencia de lo sagrado contemporáneo con conocimientos adquiridos de près et de loin. Luego comentaré al menos una de estas observaciones.
Mientras tanto, mi mente se deja conducir por esas ensoñaciones, típicas quizá, propiciadas por estas milenarias efemérides. La Navidad es algo tan proteico (¡qué hermosa palabra! —«proteico», no «Navidad»), tan proteico como monótono, tan fascinador como vulgar, tan sublime como grotesco, no sólo para los ateos como yo, sino también para los creyentes —que tan a menudo se sienten inclinados a juzgarla como si sólo les perteneciese a ellos, como si sólo ellos fuesen expertos en distinguir la «auténtica» Navidad de la falsa—; y lo es tanto para los consumistas como para los sobrios, para los soñadores y para los que no creen en más cera que la que arde. En estos días se intensifican las impresiones e intuiciones mundanas, filosóficas o emotivas, que se nos ocurren también en cualquier otro segmento del calendario. Yo, por ejemplo, contemplo fugazmente los rostros de los miles de personas desconocidas con que me cruzo en la calle, sobre todo en la noche, a la cálida luz artificial, cuya mitigación respecto a la poderosa invasión lumínica del astro rey da un extraño impulso a la reflexión y la fantasía, como observaron Fontenelle y otros muchos. Contemplo, por ejemplo, lo que es siempre verdadero y evidente, tanto que se vuelve transparente e inadvertido: que la expresión habitual del 99% es seria, ensimismada, incluso de introspectiva inquietud, pero una inquietud por asuntos banales que sólo a ellos y a nadie más interesan. De tanto en tanto, un solo rostro que sonríe, ya sea con los labios o con la mirada o con cualquier otro ademán, un semblante alegre se destaca de la muchedumbre como una sorpresa, casi como un insulto. «Mira qué feliz es o parece…», digo para mis adentros; y pienso en lo que añadiría aquel a quien semejante expresión singular le llegue al alma en efecto como un insulto: «…el muy imbécil». Pero no, ese otro 99% no puede aquí sentirse insultado, porque en su ensimismamiento —o idiotismo— ni siquiera percibe a ninguna otra alma inmortal de las que pasean a su alrededor envueltas en sus efímeras ropas. Ya podría tratarse de ángeles —o de demonios—, que ninguna impresión dejarían en ellos a su paso. Es mucho más probable que el que se deja magnetizar por una sonrisa, por una mirada gozosa, por un rostro alegre —ya sea auténtico o fingido, inteligente u obtuso— transporte él mismo una fisonomía muy semejante. Así, sólo los felices «se reconocen».
Me detengo un instante frente al escaparate de un estudio fotográfico que exhibe en grandísimo formato lo que seguramente su mismo dueño juzga sus más logrados recientes retratos: una madre madura abrazada a su joven hija, ambas guapas y bien vestidas, peinadas y maquilladas, con sonrisas de anuncio para dentífrico; un grupo de 6 hermanas jóvenes y de mediana edad (éste me recuerda mucho a mi familia política), todas encantadoras, una de ellas incluso seductora, todas también con la indefectible y estereotípica sonrisa… Ahí está el tema: la sonrisa (o la risa, tanto da). ¿De qué o por qué se ríen las personas que se dejan retratar, o que son retratadas porque lo desean, lo piden y lo esperan? ¿Acaso acababan de oír un buen chiste? Me temo que cualquier antropólogo, o psicólogo, o sociólogo, o historiador tendrá serias dificultades para descifrar este enigma. Enseguida distinguimos si un retrato fotográfico es de nuestra época, no tanto por el aspecto material o técnicamente nuevo ni por el escenario, el vestuario o las poses, sino porque los retratados aparecen invariablemente sonriendo. En los retratos de antaño —tanto las fotografías como, no digamos, las pinturas— el modelo nunca sonríe —o sólo muy excepcionalmente. ¿Por qué? Pues porque desea ser verdaderamente retratado, es decir que su imagen no sea simplemente fisiológica, sino metafísica, no sólo mera prosopografía, meros rasgos musculares, biotipológicos, sino también etopeya, que transmita su carácter, su expresión habitual o típica, su personalidad, su verdadera apariencia y su verdadero ser (en la mirada y en los labios, en la frente y el mentón, quizá un poco también en una levísima insinuación de un ademán). Todo esto desaparece en el acto cuando uno ríe (y también, aunque algo menos, cuando llora). Salvo al retratar a un borracho o un bobo (pensemos en Velázquez), o a un individuo singular y característicamente risueño, por naturaleza o temperamento o bien por hallarse en un transitorio pero motivado estado de incontenible alegría (pensemos en Hals), o bien cuando se «retrataba» a Demócrito (el filósofo que ríe) o a Heráclito (el filósofo que llora), esas horrendas deformaciones faciales no se consideraban ni siquiera artísticamente interesantes. (Por cierto, Edgar Wind reveló en un capítulo tan breve como erudito de La elocuencia de los símbolos la preferencia, en la tradición cristiana, de la representación de Demócrito a la de Heráclito, lo cual da mucho que pensar.) Aparte de un calambre más o menos involuntario, la risa no es más que una máscara, que nos hace a todos indistinguibles, que nos oculta mejor que las caretas de cartón. Y ¿qué clase de personas son quienes están tan preocupados por camuflarse tras esa común máscara que uno tiene siempre al alcance? Es completamente natural y lógico que disimulen su personalidad los espías, los terroristas, los miembros de sociedades secretas, los que asisten a una fiesta de disfraces, por juego o por intriga, por necesidad o por miedo, por frivolidad o malicia. Pero ¿qué clase de civilización es una íntegramente compuesta de gentes que se despersonalizan sistemáticamente mediante el pueril expediente de ensayar en sus rostros la más universal expresión de la estupidez, la risa, cuando se disponen a ser inmortalizados por una cámara fotográfica? Me diréis que con estos erotemas me parezco a aquel antipático Jorge de Burgos (personaje de la célebre novela de Eco El nombre de la rosa), que estaba firmemente determinado a asesinar a todo aquel que se atreviese a reír o que tan siquiera se mostrase indulgente con el gozo de lo alegre. Y en cierto modo me reconozco en ese Jorge de Burgos; quiero decir que, salvo por su criminal conducta, me parece que tenía razón filosóficamente. La irritación muscular que llamamos risa es una incontinencia nerviosa que revela nuestro más malicioso placer; basta repasar los motivos que suelen provocarla: el daño ajeno (caídas, tropiezos, fracasos estrepitosos), los engaños, las trampas, las debilidades del prójimo… en general, la risa que provoca un chiste expresa el regocijo que se resume en el siguiente pensamiento: «¡Qué suerte que no me pasa a mí!» En suma, que si la tragedia, según Aristóteles, debía purgar nuestras pasiones provocando terror y piedad, lo cómico hace algo semejante mediante la alegre y soberbia inmisericordia. Poca cosa más significa la risa, en general. El hombre capaz de reír demuestra con ese vicio que no es íntegra o absolutamente bueno. El hombre justo, el santo, el hombre absolutamente bueno no ríe: de lo grotesco o frívolo, porque es igual de banal o estúpido concederle la menor atención, y de lo penoso o lo perverso, porque no puede serle grato, sino odioso; la única risa tolerable para el bondadoso o el inteligente es la que carece de sentido moral, la puramente fisiológica inducida por las cosquillas, el vino, los baños o cualquier otro agradable estímulo sensual, o bien la puramente intelectual que procuran los acertijos, los juegos de palabras, los argumentos paradójicos, lo absurdo abstracto. (Y podría escribirse toda una tesis doctoral sobre ese otro misterio que consiste en el escaso efecto que producen los chistes sofisticados, abstractos y surrealistas, frente a la salvaje hilaridad que provocan los de contenidos escabrosos, groseros, obscenos o crueles.) Ahora bien, si el acto de reír demuestra que un hombre no es absolutamente bueno, tiene la compensación de que al mismo tiempo demuestra que no es absolutamente malo. En efecto, el malvado perfecto tampoco ríe jamás, y el motivo viene a ser algo así como que su maldad le impide incluso esa gozosa manifestación de perversa satisfacción, simplemente porque para él lo perverso no es ni anómalo ni grotesco. Lo que acabo de explicar no me lo he inventado; lo anotó muy perspicazmente en 1913 Sandor Ferenczi en su jerga psicoanalítica: «La risa es un fracaso del rechazo, un síntoma de defensa contra el placer inconsciente. Permanecer serio es un rechazo conseguido. Un hombre absolutamente malo desarrolla su placer sin defensa con lo que es cómico (lo que es indecente o incongruente) en los demás (o sea que él no se ríe, no produce un contraveneno que lo defienda del placer). Un hombre cuya maldad está imperfectamente rechazada estalla en risas siempre que una incongruencia extraña despierta en él placer. Un hombre totalmente moral ríe tan poco como el hombre absolutamente malo. Falta la liberación del placer.» [Obras completas (Psicoanálisis), t. iv (1927–1933), Madrid, Espasa-Calpe, 1984, p. 227.] Pero luego está esa otra risa, o sonrisa, bastante tonta, y en rigor inmotivada, a la que me he referido antes, la sonrisa-máscara, la típica de las fotografías, para la que hasta se han ideado curiosos métodos propiciatorios, de facilitación mecánica, como el de prolongar la pronunciación de un nombre acabado en «i»: «Luiii-i-i-is». ¡Habráse visto juego más estúpido! «¿De qué se ríe (o de quién, o por qué, o para qué…)?» es casi lo único que se me ocurre pensar cada vez que veo una fotografía así. Es una risa ingénita, abstracta, absoluta, incondicional, inmotivada, sin objeto, un poco como lo es el amor en los adolescentes, sin ideas, sin comercio verbal. La risa por la risa, como el arte por el arte, como el color por el color en un cuadro de Delacroix, o como el placer de hacer daño por el puro placer de hacerlo, que según Mérimée es el más universal de los vicios.
Parecerá que me pongo un pelín amargo, pero mis observaciones no tienen por objeto una censura moral, y mucho menos pretendo sugerir que la mayoría somos unos bobos risueños sin motivo alguno; todo lo contrario, soy incapaz de imaginar a alguien tan obtuso como para no sorprenderse, si se le pide que reflexione, de lo extraño de esta costumbre. ¿Acaso no he empezado diciendo que es muy raro contemplar un rostro que ríe entre la muchedumbre que pasa? Sí, lo es; la gente no ríe a menudo, ni con motivo ni sin él, en la realidad real, sólo en las fotografías. Por lo tanto, nuestros típicos álbumes familiares (y muchas otras fotografías públicas) no son un buen reflejo de lo real-real, sino una mistificación. Y no vale la pena que me extienda —porque es que no acabaría nunca— sobre los lastimosos conceptos a que nos conduce esta simple observación. Que lo pruebe cada cual, y al cabo de poco rato se dirá: «¡Ya basta!, pensemos en algo menos deprimente, más serio y más feliz.» Además, no me parece que tenga verdadera importancia, que en verdad sea esta risa tonta una prueba de que estamos entontecidos; simplemente es una costumbre absurda, como lo son muchísimos otros de nuestros hábitos, lo que no nos impide darnos cuenta de ello y hasta cambiarlos.
«Pareces un cerdo vitoriano.» «Me juego los cojones a que esto me sale bien.» Son dos expresiones que me han hecho reír hoy. La risa naturalmente motivada, si se piensa bien, es la manifestación corporal más extraña, un verdadero e insondable enigma. Las reacciones violentas y reflejas que responden al dolor, al cosquilleo, al calor o al frío repentinos, a las caricias, al ruido, a la oscuridad o a la luz intensos y súbitos, etc., son puramente fisiológicas. Pero la risa —salvo la provocada por cosquillas o por óxido nitroso, o debida a algún tic nervioso— consiste en una enérgica respuesta muscular ¡a un estímulo mental! No hay risa sin el pensamiento —o el descubrimiento, la apercepción y el juicio. Pero este enigma al menos lo hemos conocido o reconocido siempre como tal. Lo que resulta mucho más extraño y en verdad nuevo en la historia humana es esa otra risa universal, a la vez mecánica y deliberada, socialmente obligada y sin verdadero objeto en el pensamiento, que se ensaya cuando nos toman una fotografía. Éste sí que es un enigma de los gordos, una clave casi indescifrable (para la historia, para la psicología, para la ética, para la antropología). Por supuesto, muchas veces la risa postiza, sin objeto, la risa-máscara de las fotografías contemporáneas es indistinguible de una risa espontánea, real y bien motivada. Es como una falsificación perfecta, mucho más de lo que un Van Meegeren lo es de un hipotético Vermeer (porque ésta es otra: un Van Meegeren es una falsificación perfecta no de un verdadero Vermeer, sino de un Vermeer falso, inexistente, de un cuadro que Vermeer nunca pintó; es decir que se trata de un verdadero Van Meegeren, fraudulenta y falsamente atribuido a Vermeer). Y muchas veces esa fingida risa-máscara es idéntica a la verdadera (aunque anómalamente motivada) risa de, digamos, los líderes políticos en sus baños de masas u otras figuras públicas; pero de esto no hay que extrañarse, porque también estas risas-máscara auténticas están dirigidas a la cámara inmortalizadora.
Si alguna catástrofe universal, como las de esos grandiosos espectáculos fílmicos del género apocalíptico, suprimiese la continuidad histórica con la superviviente humanidad futura, las fotografías de nuestra época que quedasen como vestigios inducirían a nuestros descendientes a la obligada conclusión, quizá no del todo errónea, de que fuimos una civilización somnolienta de selenitas aficionados al opio, respirando siempre algún gas hilarante, seres entontecidos, puerilizados, perpetuamente sonrientes. Estoy suponiendo, claro está, que se hubieren borrado los testimonios que pudiesen demostrar que esa pose la reservábamos exclusivamente para el instante en que nos poníamos ante una cámara. Y si los historiadores de ese hipotético futuro descubriesen que en nuestros reales hábitos mundanos nuestros ademanes corrientes eran normales, serios —e incluso que habitualmente presentábamos un aire apesadumbrado—, entonces conocerían sólo la verdad de que existe una contradicción, pero, como nosotros mismos, no sabrían cómo explicársela. Quizá se preservaran algunos casuales testimonios de esta perplejidad (por ejemplo esta misma entrada de Constelación), y entonces añadirían a sus conocimientos históricos el hecho de que nosotros mismos —algunos de nosotros— ya estábamos conscientes de lo raro del caso, y de que también ignorábamos su verdadera razón, o al menos nos era muy dudosa.
Razones fragmentarias, y en rigor falsas, las seguirían teniendo a puñados, como nosotros mismos: por ejemplo, que sonreír nos hace más simpáticos; pero ¿explica esto por qué nos sentimos obligados a parecer afables a seres que no conocemos ni nos conocen, en lugar de dejar que penetren nuestra alma en nuestra mirada y nuestra fisonomía habitual? ¿De verdad justificaría ese cortés afán por parecer cordiales nuestro otro presumible empeño sospechoso en camuflar nuestra personalidad (o al menos lo que de ésta pudiese deducirse si es verdad que la cara es el espejo del alma)? ¿No sugeriría más bien esa extraña mundial costumbre de sonreír ante la cámara la conclusión de que hemos asumido sin violencia, íntegramente, nuestro destino de hombres sin atributos?
Otra cosa son esas celebraciones y reuniones de amigos, colegas o parientes, especialmente frecuentes en Navidad, en que hectolitros de vino circulando por nuestras venas producen risas a granel, y hasta nos hacen redescubrir a veces el olvidado dominio universal de la ley de Newton, cuando alegremente damos tumbos por el suelo.
Así que la Navidad propicia la risa. Concluir cada año con celebraciones festivas en las que corre el alcohol a raudales, quiero decir, y no el contenido social o ideológico de la Navidad en particular: esto es lo que hace estadísticamente obligado rememorarlo con una sonrisa en los labios, de gozo por el momento, por la pura sensación abstracta e irrenunciable de estar vivos, carpe diem quam minimum credula postero; pero no sólo por el salvaje deleite de olvidar esos dos días sobrantes de nuestra vida, ayer y mañana, y disiparnos deliciosamente en el aquí y ahora, sino también por el ineludible impulso a renovar la esperanza, a proyectar los deseos, a dejarse fascinar por cualquier promesa de felicidad (salvo para aquellos, naturalmente, que casual pero también inevitablemente se hallen enfermos o hayan padecido el rotundo golpe inmisericorde de una infausta desgracia). Y claro que unos reirán con más energía que los otros: aquellos que hayan contemplado la realización de sus deseos; pero los demás reirán también, ayudados por el licor cordial, pensando en sus revanchas futuras. Recuerdo ahora una conmovedora escena de Sorgo rojo (Zhang Yimou, 1988), en la que los partisanos chinos, en la víspera de la cruel invasión japonesa, se preparan para la carnicería con una maravillosa oda al vino, que da coraje y vigor, y quien lo bebe «no se arrodilla ni ante el Emperador». Pero en los tiempos que corren, ni siquiera nos hace falta ningún estímulo alcohólico para que nuestra sangre se hinche en las venas produciendo el jubiloso impulso a la rebelión. Hace unos días fui a comprar unos libros para regalar. En la salida de la tienda había un hombre y una mujer, ya jubilados, que por un donativo para no recuerdo qué institución cuidadora de huérfanos pobres envolvía los objetos comprados en papel de regalo. Mientras manipulaba mi paquete, el hombre hizo unos agitados comentarios, de un modo muy tierno y sentido, de una muy contenida tristeza por la lacerante necesidad en que se ven obligados a vivir tantas personas, de modo que otros se movilizan para socorrerles. Yo le dije que un gobierno justo debería aumentar los impuestos a los muy ricos, a esos que incluso se enriquecen más todavía cuando producen la miseria de todos los demás. Y entonces su sentimiento de rebelión se desató, manifestando abiertamente que le sorprendía que tantos desgraciados cuya vida han arruinado unos banqueros bribones no salgan decididamente a degollarlos. Yo le dije que por mi parte no haría nada para defenderlos de semejante matanza, porque en verdad se lo merecen, ¡que se defiendan solos!, pero que los actos de terror individualistas, aunque sean justicieros, son socialmente inútiles, que se necesita la organización de los trabajadores bajo una dirección revolucionaria, con un programa claro, único y simple de medidas socialistas, y con el firme y diáfano objetivo de suplantar completamente todos los mecanismos de poder. Y entonces él se franqueó con más entusiasmo aún, abriendo su corazón rebelde y justiciero: «Ahí está: como en la Revolución francesa…» Y yo que me contagio y le interrumpo: «Di que sí, como Robespierre, el ángel vengador, el tiranicida, el Incorruptible… el mayor santo de mi devoción, después de Lenin…» Yo iba tocado con una gorra que acababa de estrenar, entre marino holandés y cadete ruso, que me daba un perfecto aire de bolchevique, y pensé que quizá también ese hecho banal pudo haber influido en nuestro momentáneo ánimo dialogador.
Tenemos así dos grandes espectáculos corrientes, permanentes, regulares, ininterrumpidamente reiterados, en que la risa es el principal o único protagonista: las fiestas que propician la alegre ebriedad juerguista que nos convierte en perfectos modelos para un cuadro «a la verdadera manera holandesa», y el de los deprimentes, estereotípicos retratos fotográficos. Nos mostramos risueños y alegres cuando transitoriamente somos en verdad felices, aunque sea a causa del efecto hilarante de la ebriedad, sin preocuparnos lo más mínimo de que la manifestación de ese gozo inmediato de vivir sea efímera, ni aun de que alguien la inmortalice con su cámara; y mostramos falsa, inmotivada y vacuamente una apariencia semejante cuando de lo que se trata no es de sentir nuestra propia alegría, sino de la intención y el acto de dejar un recuerdo de nosotros mismos para la posteridad; un «recuerdo» que, por tanto, será en sí mismo tan ficticio como esa pose y tan vacío como esa intención. Falsificamos así nuestra huella con la misma figura que espontáneamente componemos cuando experimentamos la verdad deliciosa y alegre de un momento de felicidad en que no nos inquietamos por la apariencia ni el porvenir.
Quiero excluir los casos, sean o no numerosos, en que la sonrisa dirigida a la cámara, aunque sólo eso parezca, es en realidad expresión sincera, natural y espontánea de un placer momentáneo y real, porque el modelo no la adopta ritualmente por ese absurdo imperativo de parecer agradable a perpetuidad, sino que la dirige al fotógrafo quizá, que le ha magnetizado con una simpática solicitación, o bien se la dirige a sí mismo, porque en ese momento ha sido presa de una ensoñación rozagante. Estas risas auténticas merecerían también un detenido examen, sobre todo por su similitud aparente con las otras, como la semejanza entre un original y una copia. Pero baste aquí dejar reconocido que existe una profunda e irreducible diferencia, aunque haya que convertirse en un experto para notarla.
Todos los niños ríen, y muy a menudo, salvo cuando caen enfermos. La frecuencia y la intensidad de las risas van disminuyendo paulatinamente mientras crecen, lo que nos permite asociar objetivamente esa expresión a la inmadurez. En un adulto, pues, reír equivale a un momentáneo hacerse niño, a una suspensión transitoria —y normalmente voluntaria, aunque inmediata— de su seriedad, y hasta de su incredulidad, como en la experiencia estética según Collingwood. No es que la sonrisa y la risa no sirvan también para expresar a veces la incredulidad, por ejemplo en la ironía, y así tenemos una variopinta selva cómica: risa irónica, sarcástica, sardónica… Pero el desentendernos ahora de estas variedades especiales no creo que dañe mucho a la exactitud de las observaciones generales que estoy haciendo.
Un efecto —o poder— también muy enigmático de la risa, casi más incomprensible que el sentido de la misma, es que posee, como fenómeno puramente fisiológico, un raro magnetismo: la de uno induce la de quienes la contemplan; el fenómeno es muy común y se produce con la más leve sonrisa, llegando en ocasiones al paroxismo de lo que llamamos «risa contagiosa». Esto se percibe claramente no cuando ambas risas proceden de un mismo estímulo compartido, sino cuando la sonrisa que se nos brinda es en sí misma el estímulo de la nuestra, que se genera así como pura simpatía (o si se quiere, como reflejo simpático o parasimpático). El efecto que produce una persona que no corresponde a una sonrisa con otra es devastador. Es como no devolver un saludo. Generalmente, quienes son refractarios a esta suerte de acto reflejo han de parecer por fuerza unos autistas o incluso unos psicópatas, y quizá lo sean la mayor parte. Lo mínimo que podrá decirse es que resultan antipáticos. Pero también nos parece muy sospechosa, falsa y desagradable una respuesta demasiado enérgica, exagerada. Y en fin, hay personas que aun manteniendo un semblante casi imperturbable, casi paralizados todos los músculos de su rostro, poseen una expresión dulce y afable (sobre todo en la mirada) que vale también por una sonrisa, o incluso más. Si a veces no somos capaces de apreciar esta discreta simpatía, y la juzgamos torpemente como frialdad u hostilidad, es a causa de aquel abominable exceso de histrionismo, de falsa exageración absurda de lo alegre que se expresa mejor que en ninguna otra ocasión en la obligada y típica pose para los retratos fotográficos.
Si la risa, como explosión, como convulsión nerviosa exagerada, tiene ese sentido inmoral que antes he comentado, esto nada dice contra el deber moral de la alegría. No es que no haya siempre sobrados y serios motivos para ser pesimistas o entristecernos; pero bien mirado nunca es tiempo de lamentaciones. La lamentación es una grave falta moral, como lo es también toda clase de tristeza, una enfermedad, una impotencia; podrá ser inevitable, superior a nuestras fuerzas, pero jamás se podrá convencer a un hombre sano de que es también deseable, al modo en que los poetas románticos han hecho la apología del sufrimiento, del amor no correspondido, de la victoria moral a expensas del fracaso material, etc.; eso es una estética de tuberculosos. El tropezón, la caída, el fracaso, no deben ser concebidos más que como momentos dialécticos del eterno dinamismo de la vida, no como destinos metafísicamente trágicos de un acaecer cósmico y abstracto. Son etapas transitorias, ocasiones para la continuación, el alzamiento y el triunfo. La debilidad, la postración no son sino motivo adicional para redoblar los esfuerzos por recuperar la salud y la potencia. No me refiero al autoengaño que procuran las consolaciones, sino a todo lo contrario.
El sacerdote que ofició la Misa del Gallo a la que antes me he referido añadió en su sermón la lectura de un panfleto de no sé qué otra parroquia que recogía fielmente las denuncias de la Plataforma de Afectados por las Hipotecas. Al acabar la ceremonia, en el momento de saludarnos para despedirnos le dije —con una natural sonrisa en mis labios y un apretón de manos y de hombros— que me había gustado mucho el aire bolchevique de esa parte de su sermón. Tuve la impresión de que mis cariñosas palabras lo azoraron, un espontáneo rubor subió enseguida a sus mejillas y se despidió rápidamente (tenía unas ojeras lastimosas); pensé, con mucha más piedad que malicia, que al hombre le entró un tan repentino como ancestral temor al oír el inusual adjetivo «bolchevique», y como yo iba de punta en blanco, completamente abotonado y con un abrigo largo que me daba el aspecto de un ricachón bon vivant y cínico, me imaginé al pobre capellán conjeturando que yo era eso, y que mis palabras, acompañadas de mi sonrisa, sólo eran un broma de mal gusto, si no la más perversa expresión de una censura y una amenaza: «Ya te enterarás cuando se lo cuente al obispo…». Sentiría mucho haber acertado en esta fantástica intuición, porque eso querría decir que toda la aparente buena fe de este hombre no era más que otro vano ejercicio de hipocresía y cobardía. El pastor había explicado muy dulcemente a los parroquianos que era poco menos que un pecado el mostrarse siempre quejosos, y que es un deber cristiano, o humano, el esforzarse en estar alegres, sobre todo para hacernos más agradables a los otros, y yo completé en mi mente sus precarias y simples admoniciones añadiendo la idea de que ese imperativo debe llegar hasta lo que comúnmente llamamos «hacer de tripas corazón». Todo eso me parecía como una reiterada invitación a abandonarnos en la Providencia (¿acaso no somos nosotros lirios del campo, o incluso algo más y mejor?), a no temerle a nada ni a nadie (ni a la muerte, ni al diablo, ni a los dioses, ni al destino, como nos enseñó Epicuro), a no dejarse fascinar por las mentiras que a diario repiten los ricos, vanitatum vanitatem. Acabado el sermón, los ricos del pueblo se irían a continuar sus goces de siempre, y los pobres a consolarse durante algunas horas o días mediante el reposo, la cópula, los ensueños, el vino y algunos manjares. Pues a no temerle a nada ni a nadie, y a reírse de todo, también ayuda el vino. Y la risa, no digamos, puede ser la más temible y devastadora de las amenazas que llegan a sentir los poderosos. «Se ríe de su madre» es la grotesca, pero a la vez profunda síntesis que el garrulo compilador del Codex Coislinianus hace de la comedia. Sin embargo, el primero que abandonó el santo propósito de la simpatía obligada que había recomendado a sus feligreses fue el sacerdote, que no predicó con el ejemplo cuando oyó mi equívoca (para él) felicitación por haber recordado que Nuestro Señor es el dios de los pobres y no el de los satisfechos. (Claro que acto seguido había amalgamado esta teología comunista con la tradicional apología de la mansedumbre, lo cual podría neutralizar todo el contenido revolucionario del lema anterior, pero también podía quedar sin consecuencias: cuando un mensaje es contradictorio, o bien se lo ignora completamente, o bien se ignoran las partes del mismo que contradicen las otras, de manera que sólo cuenta la tesis que a cada cual le interesa recoger. La historia nos enseña que, pese a la invariabilidad esencial de sus contenidos dogmáticos, las religiones pueden jugar un papel revolucionario o conservador, según la coyuntura. Pero esto no viene ahora al caso.) Total, que tampoco el cura aquel había hecho el esfuerzo, más allá de resistir quizá 40 horas sin dormir, de parroquia en parroquia, por mostrar, al menos a mí, ese lado simpático, ingenuo y confiado que según él era el más precioso regalo que los hombres buenos pueden hacerse unos a otros (llámalo «amistad», como Aristóteles, o llámalo «x», como nos enseña la jocosa y abstracta abreviatura semántica que compensa la actual decadencia de la retórica).
Que estemos tan acostumbrados a escuchar las mismas gastadas monsergas navideñas sobre la fraternidad humana no me parece razón suficiente para desacreditar el fondo de lo que los melindrosos llaman «el espíritu de la Navidad», pues este fondo tiene otros nombres más universales y perennes: uno de ellos, muy hermoso, es «el corazón humano». La única pega es la de que, así como hay que ser un experto para distinguir la risa-máscara vacía en un retrato fotográfico de la franca expresión natural de felicidad verdadera, también hay que serlo para distinguir cuándo unas mismas hermosas palabras son mero formulismo y cantilena, y cuándo expresan una sincera y sólida convicción humanística.
¿Cómo se expresa el santo gozo de la humildad y de la vida buena, y cómo y cuándo se hace mediante la alegría? Parece casi imposible; hay una miríada de obstáculos, externos e internos, del orden social y del orden moral, que lo impiden. Hojeando al azar páginas de Internet me encuentro a menudo blogs escritos con ingenio, bien cuidados, llenos de reflexiones interesantes. Pues bien, muchos de ellos están tan deliberadamente recortados contra un fondo hostil, que muchas veces es sólo ese fondo el que constituye, negativamente, todo su contenido. Me refiero a páginas muy bien escritas sobre cualquier cosa intelectualmente atrayente, pero que continuamente interrumpen sus discursos para referirse explícitamente a la parte que presumen excluir entre sus lectores, con advertencias tan odiosas y estúpidas como: «El que esperaba esto otro, puede dejar de leer»; algo que recuerda vagamente el razonable elitismo de Platón al grabar en el frontón de su Academia la advertencia «Nadie entre aquí que no sepa geometría». Este lema platónico no era en rigor un aristocrático y consolador gesto de distinción, sino más bien todo lo contrario, aunque formulado negativamente: «Aprended geometría», un consejo dirigido a todos. En los blogs a que me refiero, moderna versión cibernética de lo que antaño fueron los clubes, abunda mucho lo que Clive Staples Lewis llamó «el círculo cerrado», invención verdaderamente diabólica donde las haya. Traigo a colación este ejemplo porque también en estos blogs-clubs se experimenta el gozo del humor, de la risa y la sonrisa, que proviene del sentirse a gusto como privilegiado (intelectual), ya sea porque realmente se es o bien como una consolación más o menos opiácea, claudicante, imbele e impotente. El vigor moral de la alegría nunca debería practicarse como distinción, sino siempre como impulso a la comunión, como jubiloso deseo de interesar a todos, de no ignorar nada que sea humano.
Quiero acabar estas reflexiones comentando una graciosa broma que ha circulado estos días como felicitación navideña a través de mensajes electrónicos. A mí me la envió mi hermana, y luego la usé yo para bromear con los amigos. Se escribe así:
Poema árabe de felicitación de Navidad:
ناطيشلا بلجي نا يف، ةيفارخلاو تارحاسلا ، ةرحاس رمعلا نم غلبت ، ةأرماو ةاتف ، ةاتف ، رقفلاو لمعلا صرف نم ديدعلا هيدل تمكارت يتلا نيسمخو ةسمخل . ةدابع ةيفارخلا بئارض ةروص يف ةرودلا تلمكأ . ةملكلل وعدي بعلو ، اريثك ثدحتي يذلا وه صخش فلأ نيعبرأو ةسمخ .بردم باتعأ ىلع يشملاو، نيعبرألاو نيثالثو ةسمخل نكلو. لفلفلاو حلملا عم هلوانت نكمي نكلو ، جاهتبا ال بابسأل نيثالثو ةسمخل نيثالثلاو ! رصعلا كلذىظحي يذلا وه ةكرابملا ،نيثالث ىلا نيرشعو ةسمخ نم ينثو ةأرما باسحلاو ، نيرشعو ةسمخ ىلإ نيرشع ةبيط ةاتف , ةاتف نيرشعو ةرشع سمخ نيب نمو
¡Sublime! Casi se me saltan las lágrimas cuando dice lo de:
ةأرما فيط باسحلاو ، نيرشع
Pues no se crea que la broma es tan absurda como parece. Acerca de los valores caligráficos de la transcripción de un soneto de Góngora en una filigrana de Picasso, decía Abraham Horodisch que «sólo los ignorantes de los caracteres latinos podrían disfrutar plenamente. Un árabe o un chino dotados de sensibilidad y no familiarizados con el alfabeto occidental juzgarían esta página mejor que nosotros. Pero si somos capaces de contemplarla fijamente hasta que se borre el significado de las letras y sólo quede el entrelazado de las líneas rectas y curvas, entonces comenzará a emerger la belleza del diseño en blanco y negro y nos fascinará irresistiblemente.» [Picasso as a book artist (1957), Cleveland (Ohio)–Nueva York, The World Publishing Company, 1962, p. 69.]
He aquí la grotesca paradoja de que los eruditos se tomen en serio una estética de «ignorantes», mientras que cualquier rústico puede sonreírse del grotesco absurdo de semejante empeño místico que consiste en «contemplar fijamente hasta que se borre el entrelazado de las líneas» (ya sé que no es esto exactamente lo que escribió Horodisch, pero es la misma tontería, chistosamente expresada).
Aunque en rigor era innecesario, también compuse una breve línea de felicitación navideña en árabe casi auténtico:
فيليز نافيداد ذ بروسبيرو مريميه
es decir, en español castizo: «Feliz Navidad y Próspero Mérimée». Sigamos riendo de vez en cuando, de todo, hasta de nuestra madre como dice el Coislinianus, pero, por favor, no nos entontezcamos.

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