[DE: Alberto Luque]
[Lo que sigue es lo que había
escrito para este club de lectura antes de tratar directamente de Robespierre,
con cierta parsimonia, con cierta reserva. Una reserva que proviene de lo tabú del
tema: la mayoría de las personas creen que la palabra «Robespierre»
significa malvado, y muy pocas saben que significa justiciero.]
Hay muchos asuntos en el
«asunto»: Chénier, Hugo, Robespierre, Chávez… y más. Pero hay vínculos entre
todos ellos, que justifican que los trate como un solo asunto —aunque a
expensas de hacerme algo prolijo, para los estándares de la comunicación
«electrónica». Una charnela que vincula todos esos planos temáticos es
precisamente Robespierre, personaje al que todavía hay que aproximarse con
cautela, por la montaña de prejuicios acumulados contra él. Incluso entre los
historiadores, cuya formación se supone que los ha entrenado contra el
prejuicio fácil, ha cundido la leyenda negra de Robespierre. No hace mucho, un
colega y amigo […] me preguntaba durante una reunión festiva cuál era mi
«autor» favorito. Yo no lo dudé un segundo: —Robespierre. «¡No me jodas,
Alberto, hablo en serio!», me replicó. Yo procuré hacerle comprender que
hablaba en serio —cosa difícil en medio de una velada en que básicamente se bromeaba, se bebía
y hasta se contaban chistes procaces [usar el pronombre «se»
es una manera de camuflarme, de disimular mi responsabilidad en la cosa, una
astucia del lenguaje…]. Lo mismo le sorprendió mi enorme simpatía hacia Hugo
Chávez. Total, que tuve que darle una segunda opción (no lo recuerdo muy bien,
pero creo que elegí a Aníbal Ponce). No cuento anécdotas porque me parezcan
relevantes, sino más bien por hablar(-escribir) distendidamente, entre amigos,
por hacer la charla menos académica —vicio al que tiendo inconteniblemente.
(Quienes me conocen saben que no exagero la precisión de las referencias y
citas por un prurito pedante, sino por facilitar las cosas a quienes sientan
interés especial en usarlas, sin entorpecer la lectura a quienes simplemente
pueden saltárselas.)
Como el tema (Robespierre) me
parece espinoso, incluso entre amigos, no es cuestión de entrar a saco. De aquí
que mi estrategia discursiva sea, amén de espontánea, un tanto elusiva,
dilatoria, llena de prevenciones. Y antes de hablar de Robespierre —y dando aún
tiempo a que hayáis podido leer los excerpta de la edición de Žižek que envié—
prefiera dar rodeos sobre asuntos afines, acercándonos progresivamente a ese
terrible tema que se llama Robespierre.
Como adjuntos os envío: un
fragmento de Los miserables de Hugo; una reseña de Hillary
Mantel sobre la novela de Ruth Scurr Fatal purity, mencionada por
Žižek en su introducción a Robespierre; y un artículo de la profesora María
José Vilalta —quien, como sabéis, se halla entre los destinatarios de esta
lista— sobre Andrea Chénier, la ópera de Umberto Giordano.
Quería que hablásemos de
Robespierre, y me acordé —¡cómo iba a olvidarlo!— del capítulo de Los
miserables en que monseñor Myriel, el bondadoso obispo de Digne, dialogaba
con el convencional G. momentos antes de que expirase. Os he mandado, como
decía, el texto original y en español. Para ahorrarme trabajo, lo busqué en la
red, y he aquí que topé con algo maravilloso, una emisión de AMLibre del
22 de octubre de 2008, que dramatiza ese diálogo. No os lo perdáis, sólo son
unos minutos:
Se trata de la adaptación de ese
fragmento de la novela de Victor Hugo (t. i,
lib. i, cap. x), “El obispo en presencia de una luz
desconocida”, insertado entre dos fragmentos de un discurso de mi cada vez más
admirado Hugo Chávez en la Explanada de la Intendencia Municipal de Montevideo,
el 2 de marzo de 2005 [Voces: Alberto Rivero (Convencional G.) y Jorge Temponi
(Monseñor Myriel). Narrador: Mariana Lobo.] ¿Cómo no iba a conmoverme, al saber
que Chávez encontraba delicioso justamente ese mismo episodio que de joven me
había llegado hasta lo más hondo? Sólo por esa obra, ni aun después de leer la
inmisericorde y justa crítica que Paul Lafargue hizo de la hipocresía del gran
poeta (La légende de Victor Hugo, 1885), y por más irreales,
artificiosos y lacrimógenos que sean los cuadros que nos presenta su fantasía,
Victor Hugo será siempre mi debilidad. (Puedo, y quiero, contaros otra anécdota
personal —lo que hará esta carta algo más prolija, pero también más «legible»,
en cierto modo. Una vez alguien muy querido me vindicó ante un círculo de
buenas personas muy piadosas, para quienes, debido a su educación, la palabra
«ateo» venía a ser sinónima de desalmado. No podían comprender por
qué motivo uno de ellos se relacionaba con un hombre ajeno a la Iglesia. Pues
bien, mi respetabilidad entre tales personas quedó completamente rescatada
—antes de que tuvieran un directo conocimiento de mí— cuando éste les aseguró
que la persona a quien yo más admiraba era ni más ni menos que el obispo de
Digne, Monseñor Myriel. Esas credenciales bastaron; nadie recordó que se trataba
de un personaje de Los miserables. En realidad eso no importaba,
porque era cierto que un obispo podía merecer toda mi admiración; ficticio, sí,
pero ni más ni menos admirado que si estuviese vivo. Y tan real como lo era
para mí, debía ser para aquellas personas piadosas ese ejemplo. De hecho,
pensaba yo, no eran menos fingidos o imaginarios los personajes reales en
quienes depositaban su confianza.)
(El episodio de Los
miserables que más veces he recordado —por ejemplo en mis clases de
historia de la estética— es este breve diálogo entre Bienvenu Myriel y su
criada, sobre la estrecha y compleja relación entre belleza y utilidad:
—Monseñor, vos
que sacáis partido de todo, tenéis ahí un cuadro de tierra inútil. Más valdría
que produjera frutos y no flores.
—Señora Magloire
—respondió el obispo—, os engañáis; lo bello vale tanto como lo útil. —Y
añadió, después de una pausa—: Tal vez más.
Daría para escribir una
interminable summa æsthetica…)
El fragmento que os envío tiene
una relación directa con el tema de la mala fama de Robespierre, con esa
prolongación de Termidor que dura hasta nuestros días, como decía Fleischmann.
Bienvenu Myriel sufrirá una conmoción espiritual al dialogar con un
convencional, un regicida —aunque éste en particular no había votado la muerte
de Luis XVI, pero esto es secundario y tiene además interesantes lecturas: sin
duda Hugo no era tan valiente ni honesto como para haber convertido en héroe
moral a un robespierrista radical, pero también había una necesidad argumental,
lógica, para que G. no hubiese sido un verdadero regicida, pues de otro modo
habría sido represaliado más severamente, no habría podido evitar el exilio, y
la escena del encuentro con Myriel no podría haberse producido. El buen obispo
concluyó que el alma de un ateo también puede ir al cielo. (Por lo demás,
Robespierre odiaba el ateísmo, una cuestión que más adelante me gustaría
tratar.) Y el lenguaje del convencional G. es el de Robespierre. Comparemos su
alegato, cuando se refiere, por ejemplo, a «Bossuet cantando el Te Deum sobre
las dragonadas», con estas encendidas palabras de Robespierre contra los reyes
coaligados para aplastar la Revolución [Virtud y terror, ed. de Žižek,
pp. 194 y s.]:
Ilustres
defensores de la causa de los reyes, príncipes, ministros, generales,
cortesanos, detalladnos vuestras virtudes cívicas; contadnos los importantes
servicios que habéis hecho a la humanidad; habladnos de las fortalezas
conquistadas por la fuerza de vuestras guineas; alabadnos el talento de
vuestros emisarios y la prontitud de vuestros soldados a huir ante los
defensores de la República; ensalzadnos vuestro noble desprecio por el derecho
de gentes y por la humanidad; nuestros prisioneros muertos a sangre fría,
nuestras mujeres mutiladas por vuestros jenízaros, los niños masacrados sobre
el regazo de su madre… y los dientes asesinos de los tigres austriacos que
desgarraban sus miembros palpitantes; enaltecednos sobre todo vuestra suprema
habilidad en el arte del envenenamiento y de los asesinatos. ¡Tiranos, he ahí
vuestras virtudes!
Pero trataré de Robespierre más
adelante, como ya dije.
Ahora, unas fugaces notas
sobre
Andrea Chénier y sobre André Chénier, tema suscitado por
el artículo de María José [Vilalta] que os envío. [Podéis leer el libreto de
Illica en
www.kareol.info/obras/andrea/andrea.htm.]
Este ejemplo presenta ante todo, como apreciamos en ese artículo, dos niveles
distintos de conflicto: (1) la contradicción entre libertad creativa y
compromiso político, (2) la diferencia entre los valores psicológicos,
dramáticos y esencialmente estéticos que, como obra de la fantasía, posee una
obra de arte y aquellos otros que vinculan su contenido, sus ideas, con hechos
y actitudes reales, o con interpretaciones históricas. En términos de teoría
del arte, diríamos que se trata de los problemas centrales planteados por: (1)
la concepción moralista del arte y (2) la concepción del arte como forma de
conocimiento —en este caso en la forma de conocimiento histórico, de relación
entre los hechos fantaseados y los hechos históricos. O más concisamente: (1)
arte/ética, (2) arte/verdad.
Es cierto que, como explica María
José, Andrea Chénier no es una pieza ni políticamente
revolucionaria, ni tampoco contrarrevolucionaria. La persecución de Chénier —en
la ópera— se debe al hecho de que Gérard sacrifica su integridad revolucionaria
a su voluptuosidad, a su amor por Maddalena. Sirve como paradigma del papel que
otros personajes reales jugaron en la Revolución, y el primero de ellos es
Danton. Esa actitud no vale, pues, como una condena política o filosófica o
moral de la Revolución, sino como una constatación de que los hombres realmente
involucrados en las luchas políticas no están en general hechos, como
Robespierre, de una pieza, no son incorruptibles. Pero sí que hay otro aspecto
clara y vulgarmente contrarrevolucionario en este cuadro, también señalado por
María José: la caricatura de las masas revolucionarias como chusma zafia e
insensata. Esta caricatura está maravillosamente trabajada en las breves
intervenciones del sans-culotte Mathieu. Por ejemplo, cuando
cede la palabra a Gérard, en la sección del tribunal revolucionario
(acto iii), para que con su mejor retórica conmueva los corazones de los
presentes y les decida a hacer donaciones para la causa revolucionaria:
Ma, to’: laggiù è Gérard!
Ei vi trarrà di tasca
gli ex luigi
con paroline ch’io non so!
M’infischio dei bei motti!
Ed anche me ne vanto!
[Pero ¡vaya, ahí
está Gérard!
¡Él os sacará de
los bolsillos
los ex luises
con palabrejas
que yo no sé!
¡Me la
repampinflan las palabras bonitas!
¡E incluso me
jacto de ello!]
Y ¿qué decir de ese delicioso
toque de sarcástico humor que hace interrumpir su discurso a Mathieu justo en
el momento en que se apercibe de que su pipa se le ha apagado:
Dumouriez traditore e girondino
è passato ai nemici
(muoian tutti!).
E la patria in pe…
Cedo la parola.
Iba a decir que «la patria está
en peligro»… La comicidad puede aquí ser tomada como índice de mordacidad, de
desprecio, pero no es así necesariamente. Comparémoslo con esta otra
descripción de una escena verídica durante la Revolución Rusa, que Reed nos da
en Diez días que estremecieron al mundo (1919) [texto completo
en Marxists Internet Archive]:
Yo pasaba mucho
tiempo en el Smolny. No era fácil entrar en el edificio. Una doble fila de
centinelas guardaba la verja exterior, y una vez franqueada ésta, veíase una
larga cola de personas que esperaban su turno bajo las arcadas. Se entraba por
grupos de a cuatro; después, cada uno tenía que identificarse y justificar sus
ocupaciones; por último, se recibía un permiso de entrada, cuyo modelo cambiaba
al cabo de unas horas, ya que continuamente conseguían filtrarse los espías.
Un día, al llegar
a la puerta exterior, vi ante mí a Trotski y su mujer. Un soldado les salió al
encuentro. Trotski se registró los bolsillos y no encontró su permiso.
—Soy Trotski
—dijo al soldado.
—Si no tiene
permiso, no puede usted entrar —respondió obstinadamente el soldado—. A mí los
nombres no me importan.
—Es que soy el
presidente del Soviet de Petrogrado.
—Pues si es usted
un personaje tan importante, debía llevar consigo algún documento.
Trotski,
pacientemente, le dijo entonces:
—Llévame al
comandante.
Titubeó el
soldado, rezongando entre dientes que no se podía molestar a cada momento al
comandante porque viniera éste o el otro, y al fin llamó al suboficial jefe del
puesto. Trotski le explicó lo ocurrido.
—Soy Trotski
—repitió.
—¿Trotski? —dijo
el otro rascándose la cabeza—. Me parece haber oído ese nombre… Sí,
efectivamente… Está bien: puede usted entrar, camarada.
Es igualmente cómico, ¿no?
Entonces ¿cuál es la diferencia? La diferencia está en el objeto —o en los
sujetos— donde se nos obliga a poner nuestras simpatías o antipatías en cada
caso. En la ópera de Giordano los sans-culottes son mala
gente; en el relato verídico de Reed los obreros y soldados bolcheviques, aun
los más zafios, son hombres que tienen la razón de su parte. Así describe Reed
en otro pasaje el ambiente del Smolny, contrastando el desprecio de ciertos
izquierdistas exquisitos, revolucionarios de salón, con el vigoroso temple de
los bolcheviques, quienes no se dejaban intimidar por nada y contestaban a esos
insultos con el más filosófico desdén:
Al otro lado del
pasillo, frente por frente al salón de sesiones, estaba la oficina de revisión
de actas de los delegados al Congreso de los Soviets. Estuve observando la
llegada de los nuevos delegados: soldados vigorosos y barbudos, obreros con
blusas negras, campesinos de largos cabellos. Los recibía una joven, miembro
del lediristvo de Plejánov, que sonreía desdeñosamente.
—Apenas se
parecen —decía— a los delegados del primer congreso. Mire usted qué aire de
ignorancia y de grosería. ¡Qué masa inculta!
Era exacto. Rusia
había sido sacudida hasta lo más profundo y las capas bajas salían a la
superficie. El comité de revisión, nombrado por el antiguo Tsik, discutía a
cada delegado la validez de su mandato. Karajan, miembro del Comité Central
bolchevique, se limitaba a sonreír.
—No os preocupéis
—decía—. Cuando llegue el momento, lograremos que os den vuestros puestos.
Rabotchi i
Soldat escribía
sobre el particular: «Llamamos la atención de los delegados al nuevo congreso
sobre los intentos de ciertos miembros del comité de organización de sabotear
dicho congreso haciendo circular el rumor de que ya no va a celebrarse y de que
los delegados deben abandonar Petrogrado… No os dejéis desorientar por esas
mentiras… Se acercan grandes días…»
La cuestión de la simpatía o
antipatía que suscitan los personajes que representan a las masas
revolucionarias, y que pueden adquirir los mismos rasgos cómicos en uno y otro
caso, no es completamente arbitraria, no es una cuestión puramente artística,
sino ideológica siempre. Decidir que sean simpáticos o antipáticos no es una
elección puramente técnico-artística: revela la confianza o la falta de
confianza en eso que Robespierre llamaba el «pueblo», y que caracterizaba con
palabras como éstas:
…el pueblo enérgico y sabio, temible y justo, que se une a la voz de la
razón y aprende a reconocer a sus enemigos bajo la máscara del patriotismo; el
pueblo francés que corre a tomar las armas para defender la magnífica obra de
su valor y de su virtud… [Loc. cit., p. 193.]
El mayor motivo que podemos
hallar para persuadirnos de que Andrea Chénier no es una obra
de contenido contrarrevolucionario es éste: que se trata de una historia de
amor romántico, y se toma tantas licencias poéticas —respecto a la exactitud
histórica de los hechos y los personajes— que se coloca sencillamente en el
plano de la pura fantasía. Si contemplamos entonces todo el espectáculo desde
el exclusivo punto de vista de las expresiones y motivaciones poético-eróticas,
nada tiene gran cosa que ver con las actitudes políticas, ni tampoco con la
historia real. (En todo esto es efectivamente parangonable al Doctor
Zivago.) Sin embargo, es imposible negar que esta ópera contribuye a
reforzar el ya de por sí aplastante prejuicio que lleva a identificar a los
revolucionarios con malvados. Lo más exagerado, en este sentido, es el modo en
que se sintetiza el proceso sumario a las varias docenas de acusados entre
quienes se hallaba Chénier (acto iii).
Posiblemente no fueron del todo
reales las garantías jurídicas que los procesados tuvieron. No era tanto que se
les negase su derecho a una legítima defensa, sino más bien que no tenían
posibilidad de quedar a resguardo de los partis pris, del efecto
del acumulado e irrefragable odio de las masas; este odio debía ser letal sólo
porque la República estaba acosada por todas partes; de lo contrario, se habría
podido comprobar la infinita indulgencia de las gentes sencillas a quienes se
deja ser felices. El cuadro del proceso trazado en el tercer acto es, en todo
caso, una falsedad completa, más que una exageración: a ningún acusado, salvo
al propio Chénier y con brutales limitaciones, se le concede el derecho a
réplica (en la ópera). Podemos consultar las actas del proceso (por ejemplo en
la ed. de Louis Moland de las obras en prosa del poeta: Œuvres en prose
[précédées d’une notice sur le procès d’André Chénier et des actes de ce
procès], París, Garnier Frères, 1879) y comprobar que los interrogatorios
fueron dilatados —por más que el propio Moland, como antes Saint-Beuve, que fue
el primero en publicarlas, prefiera aquilatar lo que en ellas indica «el inepto
despotismo de los agentes del Terror»). La arbitrariedad no es, desde luego,
tan odiosa como en la artística síntesis del libreto de Illica, pero sin duda
deja aún mucho que desear desde el punto de vista estrictamente
jurídico. Ahora bien, es completamente absurdo creer que podía ejercerse
impecablemente una justicia imparcial y clemente en medio de una guerra social y
con todos los enemigos de la revolución amenazándola desde el extranjero y
desde el interior. Unas circunstancias tan terribles y decisivas tenían por
fuerza que producir una decantación radical, sin matices. El propio Robespierre
nos lo explica en el mismo lugar de un modo apodíctico:
Todas las
personas razonables y magnánimas son partidarias de la República; todos los
seres pérfidos y corrompidos son de la facción de vuestros tiranos. ¿Se
calumnia al astro que anima la naturaleza por las nubes ligeras que se deslizan
sobre su disco resplandeciente? La augusta libertad ¿pierde sus encantos
divinos porque los viles agentes de la tiranía traten de profanarla? Vuestras
desgracias y las nuestras son los crímenes de los enemigos comunes de la
humanidad. ¿Es ésa para vosotros razón para odiarnos? No: es razón para
castigarlos. [Loc. cit., p. 190.]
Y tampoco hay que exagerar el
Terror como episodio representativo de la Revolución, como advierte incluso un
hombre tan reaccionario como John Morley («Robespierre», en Critical
miscellanies, t. i (1877),
Londres, MacMillan & Co., 1913, pp. 58 y ss.). Este autor explicó
también con toda claridad que el Terror no fue sino una reacción a amenazas
inminentes, a sabotajes, a agresiones exteriores o interiores. La cuestión a
plantearse es: ¿qué era el Terror políticamente? Sobre esto me
explayaré en otra ocasión. Ahora quiero decir algo más a propósito de los temas
suscitados por el ejemplo artístico de Andrea Chénier.
El tema del conflicto entre
poesía y política, o entre libertad de creación y conciencia moral, aparece muy
explícito en la ópera. El ser poeta se halla entre los motivos de condena que
Gérard repasa, entre remordimientos:
Nemico della patria?
È vecchia fiaba
che beatamente ancor la beve il popolo.
Nato a Costantinopoloi? Straniero!
Studiò a Saint-Cyr? Soldato!
Traditore! Di Dumouriez un complice!
È poeta?
Sovvertitor di cuori e di costumi!
«Poeta… ¡Pervertidor de corazones
y de costumbres!» Es exactamente la acusación que excusó a Platón expulsar de
su República ideal a los poetas…
Que Chénier no fue
condenado qua poeta es evidente: su gloria artística es casi
completamente póstuma; en vida sólo llegó a publicar el Jeu de paume (1791)
y el Hymne aux Suisses de Châteauvieux (1792), que están aún
animados por el espíritu de la agitación revolucionaria —por más que en estas
celebraciones se uniesen aún, muy equívocamente, los radicales y los moderados
o indulgentes. Es innegable que fueron sus actividades políticas las que le
llevaron a la guillotina. Con Malesherbes y el Conde de Sèze, se atrevió a
defender abiertamente al Luis XVI, al mismo tiempo que su hermano Marie-Joseph
votaba, con todos los convencionales, la muerte del rey.
Sin embargo, es justamente qua poeta
que cierta hagiografía posterior —incluyendo el Andrea Chénier de
Illica— pretende presentar a Chénier como una víctima del radicalismo
igualitarista. Yo sólo puedo admitir que fue poeta y también
contrarrevolucionario; pero esto no es consecuencia de aquello. Y puedo admitir
también que el propio Chénier, así como sus admiradores literarios, eleven la
poesía por encima de todo orden de cosas mundano; pero entonces habría que
reprocharles como una contradicción y una hipocresía el que pongan su poesía, a
veces, al servicio de una facción política cualquiera —en este caso
contrarrevolucionaria. ¿Es el caso de Andrea Chénier —es decir
de Illica— distinto al caso de André Chénier? Sí y no. El servicio que Andrea
Chénier hace al espíritu contrarrevolucionario es involuntario, por
los dos motivos ya expuestos: (1) porque puede excusar su licencia poética, es
decir el hecho de que no reconstruye la historia con fidelidad, y (2) porque el
verdadero tema es el amor eterno trágicamente enfrentado a una adversidad
abstracta, casi cósmica. Chénier aparece en esta ópera defendiendo un credo
artístico puramente romántico, el de la superioridad de la poesía, ajena a toda
demanda, salvo la del amor. Que la poesía sólo se doblega al amor, y hasta se
identifica con éste, es la idea que más agudamente se destaca, desde el
principio, cuando Andrea se resiste a las frívolas peticiones para que recite
unos versos, hasta los apoteósicos «Bendico la morte!», «La
nostra morte è il trionfo dell’amor!», «Morte!», «Infinito!»,
«Amor!», etc., del final. En el primer acto dice Andrea:
…la fantasia
non si piega a comando
o a prece umile…
è capricciosa assai la poesia
a guisa dell’amor!
Y el delirante «Viva la morte!
Insiem!» con el que los enamorados coronan la obra es sin duda de un
patetismo extremo, que se coloca en una esfera muy alejada de lo que preocupa
al historiador, pero no tan alejada de lo que puede preocupar al filósofo, al
psicólogo, o al sociólogo —como es el caso de Žižek. Y en Andrea
Chénier esta apoteosis luctuosa sólo tiene que ver con el concepto
romántico del amor eterno, de la inflamación puramente individual de un
«sentimiento oceánico», por robarle un bello tópico —algo místico— a Rolland.
En cambio tenemos el mismo tema de la muerte como destino heroico, y casi como
ordalía de la razón universal, de la integridad moral, en Robespierre, sólo que
vinculado a otra clase de amor o de ideal: el de la felicidad social, el de la
fraternidad entre todos los hombres, el del amor a la humanidad. Es decir un amor político,
pero cuya índole racionalista no lo hace menos subjetivo, menos patético, sino
sólo más social que el amor romántico.
Yo tengo a Robespierre por un
gran poeta, amén de un gran filósofo político. Pero también de esto hablaré en
otro lugar. Ahora sólo quiero apuntar un par de cosillas a vuelapluma sobre
Chénier, y sobre la relación de este tema con el de la memoria histórica de la
figura de Robespierre.
Antes, al hablar de aquel
episodio de Los miserables, me he referido a su relación con esa mala
fama del Terror, y en particular de Robespierre, y he aludido a Hector
Fleischmann, que escribía en el prefacio a su encantador estudio Robespierre
et les femmes (París, Albin Michel, 1908, p. 8):
[Robespierre]
sigue siendo, para estos escritores de libros largos y documentaciones breves,
el Tigre, el Bebedor de sangre, el Tirano, Catilina,
exactamente como si la reacción termidoriana durase hasta nuestros días.
Fuera de las
injurias a esta gran memoria, nada.
Si hay alguna idea tópica del
Terror —por no decir de la Revolución francesa en conjunto— difundida urbi et
orbi desde hace dos siglos, es la que se sintetiza en los personajes de La
Pimpinela Escarlata (1905-1940), de la Baronesa Emmuska Orczy. Chénier
fue tratado por sus hagiógrafos como una ilustre víctima del furor sanguinario
de Robespierre, de Collot d’Herbois, de Fouquier-Tinville… Gabriel de Chénier,
sobrino del poeta, en una larga nota de la biografía de su tío que acompaña la
edición de sus poesías, comentando su participación en la fiesta en honor de
los suizos sublevados y amnistiados del regimiento de Châteauvieux (15 de abril
de 1792), llama a Collot d’Herbois y Robespierre «ces sanguinaires
représentants». Como aclara
Louis Becq de Fouquières (Documents nouveaux sur André Chénier et examen
critique de la nouvelle édition de ses oeuvres, accompagnés d’appendices
relatifs au Mis de Brazais, aux frères Trudaine, à F. de Pange, à Mme de
Bonneuil, à la duchesse de Fleury, París, Charpentier et Cie,
1875, p. 27, n.), el 15 de abril de 1792 Collot d’Herbois y Robespierre no
habían derramado aún una sola gota de sangre, además de no ser tampoco
representantes. Ese anacronismo puede parecer irrelevante, pero
indica hasta qué punto la reacción termidoriana se propuso ferozmente sepultar
la verdad histórica.
La segunda de las cuestiones
planteadas (la ocasional antítesis entre fantasía artística y conocimiento o
contenido de verdad) es de especial interés en el terreno de la teoría del
arte. Edgar Wind escribió muy certeramente sobre esta cuestión en «El miedo al
conocimiento» (en Arte y anarquía, 1963). El propio André Chénier
es un buen ejemplo de la posición racionalista —la defendida por Wind—, según
la cual los valores didácticos no pueden perjudicar al arte. El poeta tuvo el
propósito —que no logró llevar a cabo— de escribir en versos una síntesis de
la Encyclopédie de Diderot y D’Alembert (Hermes,
iniciado en 1783), del mismo modo que Lucrecio explicó toda la doctrina
epicúrea en su De rerum natura, o al modo en que Erasmus Darwin
puso su ciencia en innumerables versos (The botanic garden, The
Temple of Nature, or The origin of society, Zoonomia). Pero
como esto nos lleva a un tema muy amplio y complejo de la teoría del arte, lo
dejo simplemente apuntado, por si alguien se interesa —en cuyo caso no tendré
reparos en aquilatarlo.
Y otra cosilla del Andrea
Chénier, casi —sólo casi— sin relación. Un detalle puede ser irrelevante, o
adquirir el sentido de una frivolidad en una circunstancia, y volverse en
cambio serio síntoma de algo más terrible, en otra. Las quejas de Maddalena
contra la «tortura» de la moda, del «farsi belle», están aquí como botón
de muestra de la decadente frivolidad aristocrática —y nos hacen pensar en las
profundas reflexiones que Tolstoi desparramó en su Qué es el arte sólo
tres años después del estreno de esta ópera. Pero años antes de que Illica o
Tolstoi hicieran escarnio de esas frivolidades, August Bebel mostraba, en La
mujer y el socialismo (1879), su sensibilidad respecto a la opresión
de las mujeres advirtiendo justamente ese mismo motivo del vestuario, el corsé,
como símbolo de un verdadero martirio, de un verdadero sacrificio (del cuerpo,
de la felicidad, a la «belleza», al espectáculo…). (Y, N.B., la propia
ópera Andrea Chénier es una de esas diversiones frívolas de la
burguesía que Tolstoi denuncia; sólo que su tema abarca la crítica de esa misma
frivolidad en la aristocracia del Ancien Régime…)
Bueno, demasiado largo este
mensaje, ¿no? Y sin embargo tengo mucho más de lo que escribir a propósito.
Pero no debéis reprocharme que convierta los intercambios de este Club de
Lectura en entretenimientos de varias horas, en lugar de varios minutos: hay
muchos días, el porvenir es largo, carpe diem, etc.