27 de diciembre de 2010

«Prólogo a la cuarta edición alemana de El capital» (1890)

Friedrich Engels

[Karl Marx, El capital, t. i (1859, 4ª ed. 1890), trad. Wenceslao Roces, México–Bogotá, F.C.E., 1959, pp. xxxiv–xxxix.]

La cuarta edición me obliga a dar al texto y a las notas de la obra, en lo posible, una redacción definitiva. Informaré al lector en pocas palabras de cómo he cumplido esta misión.
Previa una nueva confrontación de la edición francesa y de las notas manuscritas de Marx, he incorporado al texto alemán algunas nuevas adiciones tomadas de aquéllas. Estas adiciones figuran en la p. 80 (p. 88 de la 3ª edición), pp. 458–460 (pp. 509–510, 3ª ed.), pp. 547–551 (p. 600, 3ª ed.), pp. 591–593 (p. 644, 3ª ed.) y en la nota 79 a la p. 596 (p. 648, 3ª ed.). También he incorporado al texto (pp. 461–477, 4ª ed.), siguiendo el precedente de las ediciones francesa e inglesa, la larga nota referente a los obreros de las minas (pp. 509–415, 3ª ed.).[1] Las demás correcciones carecen de importancia y tienen un carácter puramente técnico.
Además, he introducido en esta edición algunas notas adicionales aclaratorias, sobre todo allí donde me pareció que las nuevas condiciones históricas así lo reclamaban. Todas estas notas incorporadas por mí al texto figuran entre corchetes y van acompañadas de iniciales o de la indicación “N. del ed.”[2]
La edición inglesa, últimamente publicada, hizo necesaria una revisión completa de las numerosas citas contenidas en la obra. La hija menor de Marx, Eleanor, se impuso la tarea de confrontar con el original todos los pasajes citados por el autor, con objeto de que en las citas de fuente inglesa, que son las más de la obra, no fuese necesario hacer una retraducción del alemán y pudiera transcribirse directamente el texto original inglés. Al dar a la imprenta la cuarta edición, creí que debía compulsar estos textos. De este modo, pude advertir toda una serie de pequeños errores: referencias a páginas falsas, des-lizadas unas veces por confusión al copiarlas en los cuadernos y otras veces por erratas que habían ido acumulándose a lo largo de tres ediciones, comillas mal puestas y lagunas, cosa inevitable en citas tomadas en su mayor parte de extractos recogidos en apuntes; alguna que otra traducción desacertada; pasajes citados a base de los viejos cuadernos de París (1843–1845), en los tiempos en que Marx no conocía aún el inglés y leía a los economistas ingleses en traducciones francesas y en que, por tanto, la doble traducción cambiaba con harta facilidad el matiz del lenguaje, que era lo que sucedía por ejemplo con Steuart, Ure y otros autores, haciéndose necesario, de consiguiente, volver a los textos ingleses, amén de otros errores y descuidos de poca monta. Si se compara la cuarta edición con las precedentes, se verá que todo este fatigoso proceso de correcciones no ha alterado el libro absolutamente en nada que merezca la pena señalar. Sólo ha habido una cita que no ha sido posible encontrar: la de Richard Jones (p. 562, n. 47, 4ª ed.);[3] tal vez Marx se confundiese al dar el título de la obra citada. Las demás conservan, después de confrontadas, todo su vigor.
Y ahora permítaseme que traiga aquí una vieja historia.
Sólo sé de un caso en que fuera puesta en tela de juicio la veracidad de una cita de Marx. Como se trata de un caso que ha venido arrastrándose hasta después de su muerte, no quiero omitirlo.
En la Concordia de Berlín, órgano de la Liga de fabricantes alemanes, apareció el 7 de marzo de 1872 un artículo sin firma titulado “Cómo cita Karl Marx”. En este artículo se afirmaba, con gran derroche de indignación moral y gran abundancia de frases poco parlamentarias, que la cita tomada del discurso pronunciado por Gladstone el 16 de abril de 1863 en el debate sobre presupuestos (cita que figura en la alocución inaugural de la Asociación Obrera Internacional de 1864 y se repite en El capital, t. i, 4ª ed., pp. 617 [y 671] de la 3ª ed.),[4] era falsa. Según el articulista, la frase que dice “Este embriagador incremento de poder y de riqueza… se circunscribe por entero a las clases poseedoras” no aparece ni por asomo en la referencia taquigráfica (cuasi oficial) que el Hansard da del discurso. “Pero esta frase —dice el articulista— no figura para nada en el discurso de Gladstone. Lo que se dice allí es precisamente todo lo contrario.” Y ahora, en cursiva: “Marx ha inventado, formal y materialmente, esta frase.
Marx recibió en mayo este número de la Concordia, el 1º de junio contestó al anónimo articulista en el Volksstaat. Como no se acordaba ya del periódico de que había tomado la referencia del discurso, limitábase a reproducir la cita literal de dos fuentes inglesas y a continuación copiaba la referencia del Times, que ponía en boca de Gladstone las palabras siguientes: “That is the state of the case as regards the wealth of this country. I must say for one, I should look almost with apprehension and with pain upon this intoxicating augmentation of wealth and power, if it were my belief that it was confined to classes who are in easy circumtances. This takes no cognizance at all of the condition of the labouring population. The augmentation I have described and which is founded, I think, upon accurate returns, is an augmentation entirely confined to classes of property.”
Como se ve, Gladstone dice aquí que él lamentaría que fuese así, pero que así es: que este embriagador incremento de poder y riqueza se limita enteramente a las clases poseedoras. Por lo que respecta a la referencia cuasi oficial del Hansard, Marx comenta: “En esta edición aliñada después, Mr. Gladstone fue lo suficientemente hábil para borrar un pasaje que era, ciertamente, harto comprometedor en boca de un Ministro del Tesoro inglés. Trátase, por lo demás, de una práctica parlamentaria inglesa bastante usual y no, ni mucho menos, de una invención del pequeño Lasker contra Bebel.”
El anónimo articulista se irrita cada vez más. Dejando a un lado en su réplica (Concordia del 4 de julio) las fuentes de segunda mano, sugiere un poco tímidamente que es “costumbre” citar los discursos parlamentarios ateniéndose a las referencias taquigráficas; pero que, además, la referencia del Times —en que figura la frase “inventada”— y la del Hansard —en que no figura— “coinciden materialmente en un todo”, y que la referencia del Times dice también “todo lo contrario de lo que afirma aquel célebre pasaje de la alocución inaugural.” Sin embargo, el hombre se cuida de silenciar que en la aludida referencia, junto a ese supuesto “todo lo contrario”, aparece también, explícitamente, “aquel célebre pasaje”. No importa; el anónimo articulista sabe que no pisa terreno firme y que sólo un nuevo subterfugio puede salvarle. Y así, salpicando su artículo, que, como acabamos de demostrar, rebosa “mentiras descaradas”, de insultos edificantes como son los de “mala fe”, “deslealtad”, “referencias mendaces”, “aquella cita falsa”, “descaradas mentiras”, “una cita falsificada de los pies a la cabeza”, “este falseamiento”, “sencillamente infame”, etc., etc., le parece conveniente desplazar la polémica a otro campo y nos promete “explicar en un segundo artículo el sentido que nosotros [es decir el anónimo y no “mendaz” articulista] atribuimos al contenido de las palabras de Gladstone”. ¡Como si su voluntaria y personal interpretación no tuviese absolutamente nada que ver con el asunto! Este segundo artículo vio la luz en la Concordia del 11 de julio.
Marx replicó nuevamente en el Volksstaat de 7 de agosto, reproduciendo las referencias que del pasaje en cuestión daban el Morning Star y el Morning Advertiser del 17 de abril de 1863. Según ambas referencias, Gladstone dice que contemplaría con preocupación, etc., este incremento embriagador de poder y riqueza si creyese que se circunscribía a las clases verdaderamente acomodadas (classes in easy circumstances), y añade que ese incremento de riqueza y poder se limita, en efecto, enteramente a las clases poseedoras (entirely confined to classes possessed of property). Como se ve, estas referencias insertan también literalmente la frase que se dice “inventada”. Además, confrontando los textos del Times y del Hansard, Marx probaba una vez más que la frase recogida como parte integrante del discurso en tres referencias de periódicos coincidentes entre sí aunque independientes las unas de las otras, faltaba en la versión del Hansard, versión corregida por el orador según la consabida “práctica”; es decir que Gladstone, para decirlo con todas las palabras de Marx, “había amputado después de pronunciarla” esa frase, y finalmente declaraba que no disponía de tiempo para seguir gastándolo con el anónimo articulista. Por su parte, éste pareció darse también por contento; por lo menos Marx no volvió a recibir más números de la Concordia.
Con ello parecía que el asunto quedaba muerto y enterrado. Posteriormente, gentes que mantenían relaciones con la Universidad de Cambridge hicieron llegar a nosotros, por una o dos veces, rumores misteriosos acerca de no sé qué indecible tropelía literaria cometida por Marx en El capital; pero a pesar de todas las indagaciones no fue posible averiguar nada en concreto. De pronto, el 29 de noviembre de 1883, a los ocho meses de morir Marx, aparece en el Times una carta fechada en el Trinity College de Cambridge y firmada por un tal Sedley Taylor, en la que, sin venir a cuento, este hombrecillo, criado dentro del más servil espíritu gremial, nos abría por fin los ojos no sólo acerca de las murmuraciones de Cambridge, sino también acerca del anónimo autor de la Concordia.
“Y lo verdaderamente peregrino —dice el hombrecillo del Trinity College— es que estuviese reservado al profesor Brentano (que a la sazón regentaba una cátedra en la Universidad de Breslau y actualmente profesa en la de Estrasburgo) el poner al descubierto la mala fe en que se inspira palpablemente la cita que se hace del discurso de Gladstone en la alocución (inaugural). El señor Marx, esforzándose por defender su cita, tuvo en las convulsiones de la agonía (deadly shifts) en que los ataques magistrales de Brentano le hicieron morder rapidísimamente el polvo, la osadía de afirmar que Mr. Gladstone había aliñado la referencia de su discurso publicada en el Times de 17 de abril de 1863 antes de que el Hansard la recogiese, para borrar un pasaje que era, indudablemente, comprometedor en labios de un Ministro del Tesoro inglés. Y cuando Bren-tano, mediante una confrontación detallada de los textos, le probó que la referencia del Times y la del Hansard coincidían en no admitir ni por asomo el sentido que aquella cita arteramente descoyuntada atribuía a las palabras de Gladstone, Marx se batió en retirada, alegando que no disponía de tiempo.”
¡Ésa es, pues, la madre del cordero! Así es como se refleja, de un modo bien poco glorioso por cierto, en la fantasía cooperativista de Cambridge la campaña anónima sostenida por el señor Brentano desde las columnas de la Concordia. ¡Este San Jorge de la Liga de Fabricantes alemanes se yergue y blande su espada, en “ataques magistrales”, mientras el dragón infernal que se llama Marx se revuelve a sus pies “en las convulsiones de la agonía”!
Sin embargo, todo este relato épico, digno de un Ariosto, sólo sirve para encubrir los subterfugios de nuestro San Jorge. El inglés ya no habla de “mentiras” ni de “falsificaciones”, sino de “cita arteramente descoyuntada” (craftily isolated quotation). Como se ve, todo el problema queda desplazado, y el San Jorge y su escudero de Cambridge saben perfectamente bien por qué lo desplazan.
Como el Times se negase a insertar la réplica en sus columnas, Eleanor Marx hubo de contestar desde la revista mensual To Day, en febrero de 1884, centrando la discusión sobre el único punto puesto a debate, a saber: si Marx había “inventado” o no aquella cita. A esto replicó Mr. Sedley Taylor diciendo que en la polémica entre Marx y Brentano “la cuestión de si en el discurso de Mr. Gladstone aparecía o no una determinada frase” era, a su juicio, una cuestión de “importancia muy secundaria” “comparada con la cuestión de si la cita había sido hecha con la intención de reproducir o desfigurar el sentido de las palabras de Gladstone”. A continuación reconoce que la referencia del Times “contiene, en efecto, una contradicción en sus palabras”; pero… que en lo demás y juzgando por el contexto, esa referencia, interpretada de un modo exacto, es decir en un sentido liberal y gladstoniano, indica lo que Mr. Gladstone quiso decir (To Day, marzo de 1884). Y lo más cómico del caso es que ahora nuestro hombrecillo de Cambridge se empeña en no citar el discurso ateniéndose a la referencia del Hansard, como es “costumbre” según el anónimo Brentano, sino basándose en la referencia del Times, que el propio Brentano califica de “forzosamente precipitada”. ¡Naturalmente, como que en la referencia del Hansard no aparece la frase fatal!
A Eleanor Marx no le fue difícil echar por tierra toda esta argumentación en el mismo número del To Day. Una de dos: o el señor Taylor había leído la controversia mantenida en 1872, en cuyo caso “mentía” ahora, no sólo “inventando” sino también “suprimiendo”, o no la había leído, y entonces lo mejor que hacía era callarse. En todo caso, era evidente que no se atrevía a mantener en pie ni por un momento la acusación de su amigo Brentano según la cual Marx había “inventado” una cita. Lejos de ello, achacaba a Marx el pecado de haber omitido una frase importante. Pero es el caso que esta frase aparece reproducida en la página y alocución inaugural, pocas líneas antes de la que se dice “inventada”. Y por lo que se refiere a la “contradicción” contenida en el discurso de Gladstone, ¿quién sino el propio Marx habla en El capital, p. 618 (3ª ed., p. 672, n. 105)[5], de las “constantes y clamorosas contradicciones de los discursos pronunciados por Gladstone en 1863 y 1864 en el debate sobre los presupuestos”? Lo que ocurre es que Marx no tiene la osadía de conciliar estas contradicciones en una complaciente fórmula liberal. He aquí la conclusión final a que llega Eleanor Marx en su réplica: “Nada más lejos de la verdad; Marx no omite nada digno de mención ni añade tampoco por su cuenta lo más mínimo. Lo que hace es restaurar y arrancar al olvido… cierta frase tomada de un discurso de Gladstone, frase pronunciada indudablemente por el orador y que, por las razones que fuese, no figuraba en la referencia del Hansard.”
Con esto se dio también por contento Mr. Sedley Taylor. Y el resultado de toda esa intriga profesoral urdida durante veinte años y a través de dos grandes naciones fue que ya nadie se atreviese a dudar de la escrupulosidad literaria de Marx y que en lo sucesivo la gente otorgase a Mr. Sedley Taylor, en punto a los partes literarios de guerra del señor Brentano, tan poca confianza como a éste en punto a la infalibilidad pontificia del Hansard.
Friedrich Engels
Londres, 25 de junio de 1890.


[1] En la presente edición, los pasajes aquí citados figuran en las pp. 81, 440–442, 531, 533–534, 572–573, 575, 434, 451–452. (Ed.)
[2] En esta edición llevan al pie las iniciales F.E. (Ed.)
[3] P. 543 de la presente edición. (Ed.)
[4] P. 596 de la presente edición. (Ed.)
[5] P. 596 de la presente edición. (Ed.)

«Manifiesto inaugural de la Asociación Internacional de Trabajadores» (1864)

Karl Marx

[Karl Marx y Friedrich Engels, Obras escogidas, 3 vol., Moscú, Progreso, 1973, t. ii, pp. 5–12.]
[Manifiesto inaugural de la Asociación Internacional de Trabajadores, fundada el 28 de septiembre de 1864, en una asamblea pública celebrada en Saint Martin’s Hall de Long Acre, Londres.][1]

Trabajadores:
Es un hecho notabilísimo el que la miseria de las masas trabajadoras no haya disminuido desde 1848 hasta 1864, y sin embargo este período ofrece un desarrollo incomparable de la industria y del comercio. En 1850 un órgano moderado de la burguesía británica, bastante bien informado, pronosticaba que si la exportación y la importación de Inglaterra ascendían un 50%, el pauperismo descendería a cero. Pero, ¡ay!, el 7 de abril de 1864 el canciller del Tesoro[2] cautivaba a su auditorio parlamentario anunciándole que el comercio de importación y exportación había ascendido en el año de 1863 «a 443.955.000 £, cantidad sorprendente, casi tres veces mayor que el comercio de la época, relativamente reciente, de 1843». Al mismo tiempo hablaba elocuentemente de la «miseria». «Pensad —exclamaba— en los que viven al borde de la miseria», en los «salarios… que no han aumentado», en la «vida humana… que de diez casos, en nueve no es otra cosa que una lucha por la existencia.» No dijo nada del pueblo irlandés, que en el Norte de su país es remplazado gradualmente por las máquinas, y en el Sur, por los pastizales para ovejas. Y aunque las mismas ovejas disminuyen en este desgraciado país, lo hacen con menos rapidez que los hombres. Tampoco repitió lo que acababan de descubrir en un acceso súbito de terror los más altos representantes de los «diez mil de arriba». Cuando el pánico producido por los «estranguladores»[3] adquirió grandes proporciones, la Cámara de los Lores ordenó que se hiciera una investigación y se publicara un informe sobre los penales y lugares de deportación. La verdad salió a relucir en el voluminoso Libro azul de 1863, [4] demostrándose con hechos y guarismos oficiales que los peores criminales condenados, los presidiarios de Inglaterra y Escocia, trabajaban mucho menos y estaban mejor alimentados que los trabajadores agrícolas de esos mismos países. Pero no es eso todo. Cuando a consecuencia de la guerra civil de Norteamérica[5] quedaron en la calle los obreros de los condados de Lancaster y de Chester, la misma Cámara de los Lores envió un médico a los distritos industriales, encargándole que averiguase la cantidad mínima de carbono y de nitrógeno, administrable bajo la forma más corriente y menos cara, que pudiese bastar por término medio «para prevenir las enfermedades ocasionadas por el hambre». El Dr. Smith, médico delegado, averiguó que 28.000 granos de carbono y 1.330 granos de nitrógeno semanales eran necesarios, por término medio, para conservar la vida de una persona adulta… en el nivel mínimo, bajo el cual comienzan las enfermedades provocadas por el hambre. Y descubrió también que esta cantidad no distaba mucho del escaso alimento a que la extremada miseria acababa de reducir a los trabajadores de las fábricas de tejidos de algodón.[6]
Pero escuchad aún: algo después el docto médico en cuestión fue comisionado nuevamente por el Consejero Médico del Consejo Privado para hacer un informe sobre la alimentación de las clases trabajadoras más pobres. El Sexto informe sobre la sanidad pública, dado a la luz en este mismo año por orden del Parlamento, contiene el resultado de sus investigaciones. ¿Qué ha descubierto el doctor? Que los tejedores en seda, las costureras, los guanteros, los tejedores de medias, etc., no recibían por lo general ni la miserable comida de los trabajadores en paro forzoso de la fábrica de tejidos de algodón, ni siquiera la cantidad de carbono y nitrógeno «suficiente para prevenirlas enfermedades ocasionadas por el hambre». «Además —citamos textualmente el informe—, el examen del estado de las familias agrícolas ha demostrado que más de la quinta parte de ellas se hallan reducidas a una cantidad de alimentos carbonados inferior a la considerada suficiente, y más de la tercera parte a una cantidad menos que suficiente de alimentos nitrogenados; y que en tres condados (Berks, Oxford y Somerset), el régimen alimenticio se caracteriza en general por su insuficiente contenido en alimentos nitrogenados.» «No debe olvidarse —añade el dictamen oficial— que la privación de alimento no se soporta sino de muy mala gana, y que por regla general la falta de alimento suficiente no llega jamás sino después de muchas otras privaciones… La limpieza misma es considerada como una cosa cara y difícil, y cuando el sentimiento de la propia dignidad impone esfuerzos por mantenerla, cada esfuerzo de esta especie tiene que pagarse necesariamente con un aumento de las torturas del hambre.» «Estas reflexiones son tanto más dolorosas cuanto que no se trata aquí de la miseria merecida por la pereza, sino en todos los casos de la miseria de una población trabajadora. En realidad, el trabajo por el que se obtiene tan escaso alimento es, en la mayoría de los casos, un trabajo excesivamente prolongado.»
El dictamen descubre el siguiente hecho extraño, y hasta inesperado: «De todas las regiones del Reino Unido», es decir Inglaterra, el País de Gales, Escocia e Irlanda, «la población agrícola de Inglaterra», precisamente la de la parte más opulenta, «es evidentemente la peor alimentada»; pero hasta los labradores de los condados de Berks, Oxford y Somerset están mejor alimentados que la mayor parte de los obreros calificados que trabajan a domicilio en el este de Londres.
Tales son los datos oficiales publicados por orden del Parlamento en 1864, en el siglo de oro del librecambio, en el momento mismo en que el Canciller del Tesoro decía a la Cámara de los Comunes que «la condición de los obreros ingleses ha mejorado, por término medio, de una manera tan extraordinaria, que no conocemos ejemplo semejante en la historia de ningún país ni de ninguna edad». Estas exaltaciones oficiales contrastan con la fría observación del dictamen oficial de la Sanidad Pública: «La salud pública de un país significa la salud de sus masas, y es casi imposible que las masas estén sanas si no disfrutan, hasta lo más bajo de la escala social, por lo menos de un bienestar mínimo.»
Deslumbrado por los guarismos de las estadísticas, que bailan ante sus ojos demostrando el «progreso de la nación», el Canciller del Tesoro exclama con acento de verdadero éxtasis: «Desde 1842 hasta 1852, la renta imponible del país aumentó en un 6%; en ocho años, de 1853 a 1861, aumentó ¡en un 20%! Éste es un hecho tan sorprendente, que casi es increíble… Tan embriagador aumento de riqueza y de poder —añade Mr. Gladstone— se halla restringido exclusivamente a las clases poseyentes.»
Si queréis saber en qué condiciones de salud perdida, de moral vilipendiada y de ruina intelectual ha sido producido y se está produciendo por las clases laboriosas ese «embriagador aumento de riqueza y de poder, restringido exclusivamente a las clases poseyentes», examinad la descripción que se hace en el último Informe sobre la sanidad pública referente a los talleres de sastres, impresores y modistas. Comparad el Informe de la Comisión para examinar el trabajo de los niños, publicado en 1863 y donde se prueba, entre otras cosas, que «los alfareros, hombres y mujeres, constituyen un grupo de la población muy degenerado, tanto desde el punto de vista físico como desde el punto de vista intelectual»; que «los niños enfermos llegan a ser, a su vez, padres enfermos»: que «la degeneración progresiva de la raza es inevitable» y que «la degeneración de la población del condado de Stafford habría sido mucho mayor si no fuera por la continua inmigración procedente de las regiones vecinas y por los matrimonios mixtos con capas de la población más robustas».
¡Echad una ojeada en el Libro azul al informe del señor Tremenheere, sobre las «Quejas de los oficiales panaderos»! Y ¿quién no se ha estremecido al leer la paradójica declaración de los inspectores de fábrica, ilustrada por los datos demográficos oficiales, según la cual la salud pública de los obreros de Lancaster ha mejorado considerablemente, a pesar de hallarse reducidos a la ración de hambre, porque la falta de algodón los ha echado temporalmente de las fábricas; y que la mortalidad de los niños ha disminuido, porque al fin pueden las madres darles el pecho en vez del cordial de Godfrey?
Pero volvamos una vez más la medalla. Por el informe sobre el impuesto de las rentas y propiedades presentado a la Cámara de los Comunes el 20 de julio de 1864, vemos que del 5 de abril de 1862 al 5 de abril de 1863, 13 personas han engrosado las filas de aquellos cuyas rentas anuales están evaluadas por el cobrador de las contribuciones en 50.000 £ y más, pues su número subió en ese año de 67 a 80. El mismo informe descubre el hecho curioso de que unas 3.000 personas se reparten entre sí una renta anual de 25.000.000 £, es decir más de la suma total de ingresos distribuida anualmente entre toda la población agrícola de Inglaterra y del País de Gales. Abrid el registro del censo de 1861 y hallaréis que el número de los propietarios territoriales de sexo masculino en Inglaterra y en el País de Gales se ha reducido de 16.934 en 1851 a 15.066 en 1861, es decir, la concentración de la propiedad territorial ha crecido en diez años en un 11%. Si en Inglaterra la concentración de la propiedad territorial en manos de unos pocos sigue progresando al mismo ritmo, la cuestión territorial se habrá simplificado notablemente, como lo estaba en el Imperio Romano cuando Nerón se sonrió al saber que la mitad de la provincia de África pertenecía a seis personas.
Hemos insistido tanto en estos «hechos, tan sorprendentes, que son casi increíbles», porque Inglaterra está a la cabeza de la Europa comercial e industrial. Acordaos de que hace pocos meses uno de los hijos refugiados de Luis Felipe felicitaba públicamente al trabajador agrícola inglés por la superioridad de su suerte sobre la menos próspera de sus camaradas de allende el Estrecho. Y en verdad, si tenemos en cuenta la diferencia de las circunstancias locales, vemos los hechos ingleses reproducirse, en escala algo menor, en todos los países industriales y progresivos del continente. Desde 1848 ha tenido lugar en estos países un desarrollo inaudito de la industria y una expansión ni siquiera soñada de las exportaciones y de las importaciones. En todos ellos «el aumento de riqueza y de poder, restringido exclusivamente a las clases poseyentes» ha sido en realidad «embriagador». En todos ellos, lo mismo que en Inglaterra, una pequeña minoría de la clase trabajadora ha obtenido cierto aumento de su salario real; pero para la mayoría de los trabajadores el aumento nominal de los salarios no representa un aumento real del bienestar, ni más ni menos que el aumento del coste del mantenimiento de los internados en el asilo para pobres o en el orfelinato de Londres, desde 7 libras, 7 chelines y 4 peniques que costaba en 1852 a 9 libras, 15 chelines y 8 peniques en 1861, no les beneficia en nada a esos internados. Por todas partes la gran masa de las clases laboriosas descendía cada vez más bajo, en la misma proporción, por lo menos, en que los que están por encima de ella subían más alto en la escala social. En todos los países de Europa —y esto ha llegado a ser actualmente una verdad incontestable para todo entendimiento no enturbiado por los prejuicios y negada tan sólo por aquellos cuyo interés consiste en adormecer a los demás con falsas esperanzas—, ni el perfeccionamiento de las máquinas, ni la aplicación de la ciencia a la producción, ni el mejoramiento de los medios de comunicación, ni las nuevas colonias, ni la emigración, ni la creación de nuevos mercados, ni el libre cambio, ni todas estas cosas juntas están en condiciones de suprimir la miseria de las clases laboriosas; al contrario, mientras exista la base falsa de hoy, cada nuevo desarrollo de las fuerzas productivas del trabajo ahondará necesariamente los contrastes sociales y agudizará más cada día los antagonismos sociales. Durante esta embriagadora época de progreso económico, la muerte por inanición se ha elevado a la categoría de una institución en la capital del Imperio británico. Esta época está marcada en los anales del mundo por la repetición cada vez más frecuente, por la extensión cada vez mayor y por los efectos cada vez más mortíferos de esa plaga de la sociedad que se llama crisis comercial e industrial.
Después del fracaso de las revoluciones de 1848, todas las organizaciones de partido y todos los periódicos de partido de las clases trabajadoras fueron destruidos en el continente por la fuerza bruta. Los más avanzados de entre los hijos del trabajo huyeron desesperados a la república de allende el océano, y los sueños efímeros de emancipación se desvanecieron ante una época de fiebre industrial, de marasmo moral y de reacción política. Debido en parte a la diplomacia del gobierno inglés, que obraba a la sazón, como ahora, guiada por un espíritu de solidaridad con el gabinete de San Petersburgo, la derrota de la clase obrera continental esparció bien pronto sus contagiosos efectos a este lado del Estrecho. Mientras la derrota de sus hermanos del continente llevó el abatimiento a las filas de la clase obrera inglesa y quebrantó su fe en la propia causa, devolvió al señor de la tierra y al señor del dinero la confianza un tanto quebrantada. Éstos retiraron insolentemente las concesiones que habían anunciado con tanto alarde. El descubrimiento de nuevos terrenos auríferos produjo una inmensa emigración y un vacío irreparable en las filas del proletariado de la Gran Bretaña. Otros, los más activos hasta entonces, fueron seducidos por el halago temporal de un trabajo más abundante y de salarios más elevados, y se convirtieron así en «esquiroles políticos». Todos los intentos de mantener o reorganizar el movimiento cartista[7] fracasaron completamente. Los órganos de prensa de la clase obrera fueron muriendo uno tras otro por la apatía de las masas, y de hecho jamás el obrero inglés había parecido aceptar tan enteramente un estado de nulidad política. Así pues, si no había habido solidaridad de acción entre la clase obrera de la Gran Bretaña y la del continente, había en todo caso solidaridad de derrota.
Sin embargo, este período transcurrido desde las revoluciones de 1848 ha tenido también sus compensaciones. No indicaremos aquí más que dos hechos importantes.
Después de una lucha de 30 años, sostenida con una tenacidad admirable, la clase obrera inglesa, aprovechándose de una disidencia momentánea entre los señores de la tierra y los señores del dinero, consiguió arrancar la ley de la jornada de diez horas.[8] Las inmensas ventajas físicas, morales e intelectuales que esta ley proporcionó a los obreros fabriles, señaladas en las memorias semestrales de los inspectores del trabajo, son ahora reconocidas en todas partes. La mayoría de los gobiernos continentales tuvo que aceptar la ley inglesa del trabajo bajo una forma más o menos modificada; y el mismo Parlamento inglés se ve obligado cada año a ampliar la esfera de acción de esta ley. Pero al lado de su significación práctica había otros aspectos que realzaban el maravilloso triunfo de esta medida para los obreros. Por medio de sus sabios más conocidos, tales como el doctor Ure, profesor Senior y otros filósofos de esta calaña, la burguesía había predicho, y demostrado hasta la saciedad, que toda limitación legal de la jornada de trabajo sería doblar a muerto por la industria inglesa, que, semejante al vampiro, no podía vivir más que chupando sangre, y además sangre de niños. En tiempos antiguos el asesinato de un niño era un rito misterioso de la religión de Moloc, pero se practicaba sólo en ocasiones solemnísimas, una vez al año quizá, y por otra parte Moloc no tenía inclinación exclusiva por los hijos de los pobres. Esta lucha por la limitación legal de la jornada de trabajo se hizo aún más furiosa, porque —dejando a un lado la avaricia alarmada— de lo que se trataba era de decidir la gran disputa entre la dominación ciega ejercida por las leyes de la oferta y la demanda, contenido de la economía política burguesa, y la producción social controlada por la previsión social, contenido de la economía política de la clase obrera. Por eso la ley de la jornada de 10 horas no fue tan sólo un gran triunfo práctico, fue también el triunfo de un principio; por primera vez la economía política de la burguesía había sido derrotada en pleno día por la economía política de la clase obrera.
Pero estaba reservado a la economía política del trabajo el alcanzar un triunfo más completo todavía sobre la economía política de la propiedad. Nos referimos al movimiento cooperativo, y sobre todo a las fábricas cooperativas creadas, sin apoyo alguno, por la iniciativa de algunas «manos» («hands»)[9] audaces. Es imposible exagerar la importancia de estos grandes experimentos sociales que han mostrado con hechos, no con simples argumentos, que la producción en gran escala y al nivel de las exigencias de la ciencia moderna puede prescindir de la clase de los patronos, que utiliza el trabajo de la clase de las «manos»; han mostrado también que no es necesario a la producción que los instrumentos de trabajo estén monopolizados como instrumentos de dominación y de explotación contra el trabajador mismo; y han mostrado, por fin, que lo mismo que el trabajo esclavo, lo mismo que el trabajo siervo, el trabajo asalariado no es sino una forma transitoria inferior, destinada a desaparecer ante el trabajo asociado que cumple su tarea con gusto, entusiasmo y alegría. Robert Owen fue quien sembró en Inglaterra las semillas del sistema cooperativo; los experimentos realizados por los obreros en el continente no fueron de hecho más que las consecuencias prácticas de las teorías, no descubiertas, sino proclamadas en voz alta en 1848.
Al mismo tiempo, la experiencia del período comprendido entre 1848 y 1864 ha probado hasta la evidencia que, por excelente que sea en principio, por útil que se muestre en la práctica, el trabajo cooperativo, limitado estrechamente a los esfuerzos accidentales y particulares de los obreros, no podrá detener jamás el crecimiento en progresión geométrica del monopolio, ni emancipar a las masas, ni aliviar siquiera un poco la carga de sus miserias. Éste es quizá el verdadero motivo que ha decidido a algunos aristócratas bienintencionados, a filantrópicos charlatanes burgueses y hasta a economistas agudos, a colmar de repente de elogios nauseabundos al sistema de trabajo cooperativo, que en vano habían tratado de sofocar en germen, ridiculizándolo como una utopía de soñadores o estigmatizándolo como un sacrilegio socialista. Para emancipar a las masas trabajadoras, la cooperación debe alcanzar un desarrollo nacional y, por consecuencia, ser fomentada por medios nacionales. Pero los señores de la tierra y los señores del capital se valdrán siempre de sus privilegios políticos para defender y perpetuar sus monopolios económicos. Muy lejos de contribuir a la emancipación del trabajo, continuarán oponiéndole todos los obstáculos posibles. Recuérdense las burlas con que lord Palmerston trató de silenciar en la última sesión del Parlamento a los defensores del proyecto de ley sobre los derechos de los colonos irlandeses. «¡La Cámara de los Comunes —exclamó— es una Cámara de propietarios territoriales!»
La conquista del poder político ha venido a ser, por lo tanto, el gran deber de la clase obrera. Así parece haberlo comprendido ésta, pues en Inglaterra, en Alemania, en Italia y en Francia se han visto renacer simultáneamente estas aspiraciones y se han hecho esfuerzos simultáneos para reorganizar políticamente el partido de los obreros.
La clase obrera posee ya un elemento de triunfo: el número. Pero el número no pesa en la balanza si no está unido por la asociación y guiado por el saber. La experiencia del pasado nos enseña cómo el olvido de los lazos fraternales que deben existir entre los trabajadores de los diferentes países y que deben incitarles a sostenerse unos a otros en todas sus luchas por la emancipación, es castigado con la derrota común de sus esfuerzos aislados. Guiados por este pensamiento, los trabajadores de los diferentes países que se reunieron en un mitin público en Saint Martin’s Hall el 28 de septiembre de 1864 han resuelto fundar la Asociación Internacional.
Otra convicción ha inspirado también este mitin.
Si la emancipación de la clase obrera exige su fraternal unión y colaboración, ¿cómo van a poder cumplir esta gran misión con una política exterior que persigue designios criminales, que pone en juego prejuicios nacionales y dilapida en guerras de piratería la sangre y las riquezas del pueblo? No ha sido la prudencia de las clases dominantes, sino la heroica resistencia de la clase obrera de Inglaterra a la criminal locura de aquéllas, la que ha evitado a la Europa occidental el verse precipitada a una infame cruzada para perpetuar y propagar la esclavitud allende el Océano Atlántico. La aprobación impúdica, la falsa simpatía o la indiferencia idiota con que las clases superiores de Europa han visto a Rusia apoderarse del baluarte montañoso del Cáucaso y asesinar a la heroica Polonia; las inmensas usurpaciones realizadas sin obstáculo por esa potencia bárbara cuya cabeza está en San Petersburgo y cuya mano se encuentra en todos los gabinetes de Europa, han enseñado a los trabajadores el deber de iniciarse en los misterios de la política internacional, de vigilar la actividad diplomática de sus gobiernos respectivos, de combatirla, en caso necesario, por todos los medios de que dispongan; y cuando no se pueda impedir, unirse para lanzar una protesta común y reivindicar que las sencillas leyes de la moral y de la justicia, que deben presidir las relaciones entre los individuos, sean las leyes supremas de las relaciones entre las naciones.
La lucha por una política exterior de este género forma parte de la lucha general por la emancipación de la clase obrera.
¡Proletarios de todos los países, uníos!

Escrito por K. Marx entre el 21 y el 27 de octubre de 1864.
Publicado en inglés en el folleto Address and provisional rules of the Workingmen’s International Association, established September 28, 1864, at a public meeting held at St. Martin’s Hall (Long Acre, London), editado en Londres en noviembre de 1864. Al mismo tiempo se publicó la traducción al alemán, hecha por el autor, en el periódico Sozial-Demokrat, núm. 2, y en el apéndice al núm. 3, del 21 y 30 de diciembre de 1864.
Se publica de acuerdo con el texto del folleto.
Traducido del inglés.


[1] El 28 de septiembre de 1864 se celebró en St. Martin’s Hall de Londres una gran asamblea internacional de obreros, en la que se fundó la Asociación Internacional de los Trabajadores (conocida posteriormente como la I Internacional) y se eligió el Comité provisional. Karl Marx entró a formar parte del mismo y, luego, de la comisión nombrada en la primera reunión del Comité, celebrada el 5 de octubre, para redactar los documentos programáticos de la Asociación. El 20 de octubre la comisión encargó a Marx la redacción de un documento preparado durante su enfermedad y escrito en el espíritu de las ideas de Mazzini y de Owen. En lugar de dicho documento, Marx escribió en realidad dos textos completamente nuevos —el Manifiesto inaugural de la Asociación Internacional de los Trabajadores y los Estatutos provisionales de la Asociación—, que fueron aprobados el 27 de octubre en la reunión de la comisión. El 1º de noviembre de 1864 el Manifiesto y los Estatutos fueron aprobados por unanimidad en el Comité provisional, constituido en órgano dirigente de la Asociación. Conocido en la historia como «Consejo General de la Internacional», este órgano se llamaba hasta fines de 1866, con mayor frecuencia, «Consejo Central». Karl Marx fue, de hecho, su dirigente, organizador y jefe, así como autor de numerosos llamamientos, declaraciones, resoluciones y otros documentos.
En el Manifiesto inaugural, primer documento programático, Marx lleva a las masas obreras a la idea de la necesidad de conquistar el poder político y de crear un partido proletario propio, así como de asegurar la unión fraternal de los obreros de los distintos países.
Publicado por vez primera en 1864, el Manifiesto inaugural fue reeditado reiteradas veces a lo largo de toda la historia de la Internacional, que dejó de existir en 1876.
[2] W. Gladstone. (N. del ed.)
[3] Estranguladores (garrotters), ladrones de los años 60 del siglo xix, que agarraban a sus víctimas por el cuello. (N. del ed.)
[4] Libros azules (Blue books), denominación general de las publicaciones de documentos del Parlamento inglés y de los documentos diplomáticos del Ministerio del Exterior, debida al color azul de la cubierta. Se editan en Inglaterra a partir del siglo xvii y son la fuente oficial fundamental de datos sobre la historia económica y diplomática del país.
En la p. 6 trátase del Informe de la comisión para investigar la acción de las leyes referentes al destierro y a los trabajos forzados, t. i, Londres, 1863; en la p. 90, de la Correspondencia con las misiones extranjeras de Su Majestad sobre problemas de la industria y las tradeuniones, Londres, 1867. (N. del ed.)
[5] La guerra civil de Norteamérica (1861–1865) se libró entre los Estados industriales del Norte y los sublevados Estados esclavistas del Sur. La clase obrera de Inglaterra se opuso a la política de la burguesía nacional, que apoyaba a los plantadores esclavistas, e impidió con su acción la intervención de Inglaterra en esa contienda. (N. del ed.)
[6] Dudo de que haya necesidad de recordar al lector que el carbono y el nitrógeno constituyen, con el agua y otras sustancias inorgánicas, las materias primas de los alimentos del hombre. Sin embargo, para la nutrición del organismo humano estos elementos químicos simples deben ser suministrados en forma de sustancias vegetales o animales. Las patatas, por ejemplo, contienen sobre todo carbono, mientras que el pan de trigo contiene sustancias carbonadas y nitrogenadas en la debida proporción.
[7] El cartismo era un movimiento revolucionario de masas de los obreros ingleses en los años 30–40 del siglo xix. Los cartistas redactaron en 1838 una petición (Carta del pueblo) al Parlamento en la que se reivindicaba el sufragio universal para los hombres mayores de 21 años, voto secreto, abolición del censo patrimonial para los candidatos a diputado al parlamento, etc. El movimiento comenzó con grandiosos mítines y manifestaciones y transcurrió bajo la consigna de la lucha por el cumplimiento de la Carta del pueblo. El 2 de mayo de 1842 se llevó al Parlamento la segunda petición de los cartistas, que incluía ya varias reivindicaciones de carácter social (reducción de la jornada laboral, elevación de los salarios, etc.). Lo mismo que la primera, esta petición fue rechazada por el Parlamento. Como respuesta, los cartistas organizaron una huelga general. En 1848 los cartistas proyectaban una manifestación ante el Parlamento a fin de presentar una tercera petición, pero el gobierno se valió de unidades militares para impedir la manifestación. La petición fue rechazada. Después de 1848 el movimiento cartista decayó. La causa principal del fracaso del movimiento cartista fue la falta de un programa y una táctica claros y precisos y de una dirección revolucionaria consecuente. No obstante, los cartistas ejercieron una gran influencia tanto en la historia política de Inglaterra como en el progreso del movimiento obrero internacional. (N. del ed.)
[8] La clase obrera de Inglaterra sostuvo la lucha por la reducción legislativa de la jornada laboral a 10 horas desde fines del siglo xviii. Desde comienzos de los años 30 del siglo xix, esta lucha se extendió a las grandes masas del proletariado.
La ley de la jornada laboral de 10 horas, extensiva nada más que a las mujeres y los adolescentes, fue adoptada por el parlamento el 8 de junio de 1847. Sin embargo, en la práctica muchos fabricantes hacían caso omiso de ella. (N. del ed.)
[9] Hands, «manos», significa también «obreros». (N. del ed.)

«Las clases sociales» (1883)

Karl Marx

[El capital, t. iii (1894), cap. lii, «Las clases» (Sección 7ª: «Las rentas y sus fuentes»), trad. Wenceslao Roces, México–Bogotá, F.C.E., 1959, pp. 817 y s.]

Los propietarios de simple fuerza de trabajo, los propietarios de capital y los propietarios de tierras, cuyas respectivas fuentes de ingresos son el salario, la ganancia y la renta del suelo, es decir los obreros asalariados, los capitalistas y los terratenientes, forman las tres grandes clases de la sociedad moderna, basada en el régimen capitalista de producción.
Es en Inglaterra, indiscutiblemente, donde más desarrollada se halla y en forma más clásica la sociedad moderna en su estructuración económica. Sin embargo, ni aquí se presenta en toda su pureza esta división de la sociedad en clases. También en la sociedad inglesa existen estados intermedios y de transición que oscurecen en todas partes (aunque en el campo incomparablemente menos que en las ciudades) las líneas divisorias. Esto, sin embargo, es indiferente para nuestra investigación. Ya hemos visto que es tendencia constante y ley de desarrollo del modo capitalista de producción el establecer un divorcio cada vez más profundo entre los medios de producción y el trabajo y el ir concentrando esos medios de producción desperdigados en grupos cada vez mayores; es decir el convertir el trabajo en trabajo asalariado y los medios de producción en capital. Y a esta tendencia corresponde, de otra parte, el divorcio de la propiedad territorial para formar una potencia aparte frente al capital y al trabajo,[1] o sea la transformación de toda la propiedad del suelo para adoptar la forma de la propiedad territorial que corresponde al régimen capitalista de producción.
El problema que inmediatamente se plantea es éste: ¿qué es una clase? La contestación a esta pregunta se desprende enseguida de la que demos a esta otra: ¿qué es lo que convierte a los obreros asalariados, a los capitalistas y a los terratenientes en factores de las tres grandes clases sociales?
Es, a primera vista, la identidad de sus rentas y fuentes de renta. Trátase de tres grandes grupos sociales cuyos componentes, los individuos que los forman, viven respectivamente de un salario, de la ganancia o de la renta del suelo, es decir de la explotación de su fuerza de trabajo, de su capital o de su propiedad territorial.
Es cierto que desde este punto de vista también los médicos y los funcionarios, por ejemplo, formarían dos clases, pues pertenecen a dos grupos sociales distintos, cuyos componentes viven de rentas procedentes de la misma fuente en cada uno de ellos. Y lo mismo podría decirse del infinito desperdigamiento de intereses y posiciones en que la división del trabajo social separa tanto a los obreros como a los capitalistas y a los terratenientes, a estos últimos, por ejemplo, en propietarios de viñedos, propietarios de tierras de labor, propietarios de bosques, propietarios de minas, de pesquerías, etc.
[Al llegar aquí se interrumpe el manuscrito. (F.E.)]


[1] F. List observa acertadamente: «El régimen predominante de las grandes finanzas cultivadas por cuenta propia sólo demuestra la ausencia de civilización, de medios de comunicación, de industrias nacionales y de ciudades ricas. Por eso encontramos generalizado este régimen en Rusia, Polonia, Hungría, Mecklemburgo. Antiguamente era también predominante en Inglaterra; pero al aparecer el comercio y la industria, las grandes fincas se desintegraron en explotaciones de tipo mediano y se impuso el régimen de arriendos.» (Die Ackerverfassung, die Zwergwirtschaft und die Auswanderung, 1842. p. 10.)