19 de julio de 2013

Contar la historia hacia atrás (1)

Alberto Luque

Más de un historiador o filósofo se ha preguntado alguna vez si no se obtendría algún beneficio de ensayar un relato histórico invertido, desde el presente hacia el pasado. No tengo noticia de que tal empresa se haya llevado a cabo, ni fallida ni exitosamente. De entrada, la juzgo imposible. En cambio, sí se ha practicado esa inversión del tiempo narrativo en la fantasía literaria. Propongo examinar no sólo estrictamente qué posibles virtudes lógicas y pedagógicas tendría una historia contada al revés, sino también a qué aspectos filosóficos es obligado atender para que este divertimento intelectual sea algo más que hablar por hablar.

Cuando se sugiere intentar un estudio de la historia hacia atrás, o más exactamente, una narración regresiva (es decir, que ya vaya relatada hacia atrás, y no sólo que el estudiante lea sus capítulos en orden inverso), al objeto de comprenderla mejor, se da por supuesto que ya se conoce de un modo suficiente explicada en sentido normal, progresivo, lo cual es mucho suponer. Si se trata de defender la necesidad (intelectual, moral, política, filosófica) de la enseñanza de la historia, se requiere empezar constatando que ésta es muy deficiente todavía, aun examinada al modo tradicional, del pasado al presente. Quizá el conocimiento histórico que ha adquirido el ciudadano medio en nuestros días no es más precario que el que posee acerca del álgebra o del latín, pero esto, por supuesto, no es ningún consuelo. Importa no perder de vista el contexto más amplio del problema de la educación: se requiere garantizar un aprendizaje de la historia tanto como de las demás ciencias y artes, antes o al mismo tiempo que se dilucida la mejor manera de procurarlo. A una población analfabeta hay que enseñarla a leer, la mecánica de la lectura y escritura, antes o al mismo tiempo que se decide cuáles son las mejores lecturas a ofrecerle. En el caso de la historia, ya sería un progreso contar con una población versada en ella, en cuyo seno tendría sentido discutir acerca de cuál es la manera correcta de interpretarla, o también esto de si valdría la pena estudiarla o contarla hacia atrás. Si la población es analfabeta, pierde sentido discutir si es mejor o peor este o aquel tipo de literatura. Si la población sabe leer, pero sólo ha leído la Biblia, entonces ya sí tiene sentido plantear la necesidad de otras lecturas. Mi impresión es que el conocimiento común de la historia es muy escaso, por no decir completamente ficticio. Incluso los estudiantes de esta materia en la universidad tienen notables lagunas, conocen muchos asuntos sólo superficialmente y, sobre todo, carecen de un método y una filosofía para coherentizar lo que saben, y sólo son entrenados para continuar sus investigaciones del mismo modo enciclopédico, sin orientación filosófica y general. El carácter fragmentario, o enciclopédico, casual e invertebrado de los conocimientos históricos es también común entre muchos profesores.
Hechas estas escépticas observaciones, me temo que el proyecto de contar la historia al revés pierde mucho interés, cuando el problema es que la historia no se ha aprendido ni al derecho. (La idea de una «historia al revés» tiene más sentido como oposición crítica a una historia en la que ya se han invertido los juicios: por ejemplo, sería una historia verídica en la que Robespierre o Lenin son los héroes, no los villanos, o sea una contrahistoria, una inversión de su interpretación, no del orden de su exposición). Es más, incluso ignorando el estado real de la educación básica en nuestros días, eso de estudiar o explicar la historia hacia atrás no parece ni original, ni raro, ni interesante. Porque, en un sentido muy preciso, eso es lo que inevitablemente se hace al estudiar la historia: no es que la relatemos hacia atrás —lo que en rigor es imposible, por la misma naturaleza temporal del lenguaje—, sino que ese estudio consiste en observar lo que ocurrió antes; un libro de historia no la cuenta hacia el pasado, pero nos conduce al pasado.
(Obviaré aquí la complicada y aún controvertida cuestión acerca de si la historia es una ciencia idiográfica o nomotética, de si permite explicar los hechos o se limita a describirlos, de si es o no lo mismo, en un sentido muy estricto, la historia y la mera crónica, &c. No desestimo ahora este problema porque sea irrelevante para mi examen, sino porque es excesivo.)
Permitidme insertar aquí unas marginales observaciones sobre la distorsión, fractura o inversión del tiempo en los relatos literarios y en algunas discusiones científicas y filosóficas, de las que más adelante daré mejores detalles. Al fin y al cabo, debemos a la literatura, y sobre todo al cine, la mayor parte de lo que el público general conoce de la historia. La imaginación artística sí que nos ha ofrecido —se comprende que no muy a menudo— maravillosos relatos narrados al revés, y otras parecidas distorsiones del orden habitual y único del tiempo. Tenemos, por ejemplo, esa ingeniosa —aunque algo aburrida— historia de Fitzgerald, «El extraño caso de Benjamin Button» (1922), que recientemente ha llevado al cine David Fincher tomando sólo la idea y transformando completamente el relato —mejorándolo, ciertamente, aunque con elementos extraídos de otras obras del propio Fitzgerald, incluyendo, si la memoria no me traiciona, la «luz verde» al final del malecón. Y ¿no es este mismo autor quien nos obliga, quizá sin haberlo premeditado, a percatarnos de que no decidimos nacer, ni decidimos morir, ni nada nos asegura estar preparados para la época en que vivimos? ¿No es este mismo autor el que, en las páginas finales de El gran Gatsby, nos vuelve a sobrecoger con aquella extraña fe que su protagonista tenía en «el orgiástico futuro que año tras año retrocede ante nosotros»? «Y así —concluye— vamos adelante, botes que reman contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado.» Más interesante que la historia de Benjamin Button es la pieza teatral de Enrique Jardiel Poncela Cuatro corazones con freno y marcha atrás (1936). Otro singular relato que violenta el curso del tiempo, pero esta vez del tiempo narrativo, no del tiempo real, y obliga a un tan fatigante como delicioso ejercicio intelectual, lo tenemos en el filme Memento (2000), de Christopher Nolan. Y ¿quién que la haya visto podrá olvidar esa joya maravillosa del séptimo arte que es Atrapado en el tiempo (Groundhog Day, 1993), de Harold Ramis, en el que vuelve a ser el tiempo real, y no meramente la narración, lo que altera su natural curso irreversible para reiterarse hasta la náusea, y más allá, hasta procurar el logro de la perfecta humanidad? Si se quiere, ya el Rashomon (1950) de Akira Kurosawa plantea, amén del problema de la dificultad de reconstrucción objetiva a partir de distintas observaciones, el tema de la repetición de los mismos sucesos paulatinamente modificados hasta casi hacernos dudar, como a algunos filósofos antiguos o a Bradley, de que el tiempo en sí mismo no sea más que una ilusión, o una gelatinosa sustancia envolvente fabricada por un dios bromista y borracho. En otra ocasión* me he referido a la opinión de Poe sobre el hecho de que Godwin escribiese su Caleb William al revés, es decir comenzando por el final, cosa que a Poe se le antojaba imposible. Y en el «Examen de la obra de Herbert Quain», Borges nos explica uno de los experimentos de este autor ficticio, consistente en una «novela regresiva, ramificada», titulada April March, y que debe traducirse literalmente como Abril marzo, no como La marcha de abril —lo cual ya de por sí ofrece un inagotable tema de reflexión tanto sobre el tiempo como sobre el lenguaje: porque ¿cuál sería «la marcha de abril» sino la marcha hacia atrás, la marcha hacia marzo…? En ese texto Borges alude a un autor real, cuyas verdaderas ideas cita literalmente y también amplificándolas en un sutil prodigio de síntesis: en Appearance and reality (1897), en efecto, Bradley niega la objetividad del tiempo, como casi tres siglos antes había hecho Berkeley con la objetividad del mundo, y se refiere a la perfecta posibilidad o coherencia de un mundo en el que «la muerte precede al nacimiento, la cicatriz a la herida y la herida al golpe». Lo que literalmente escribió Bradley fue (p. 215): «La muerte vendría antes del nacimiento, el golpe sucedería a la herida, y todo habría de parecer irracional.» Pero según dice Borges respecto a la novela de Quain, no son regresivos los mundos que propone —como en el caso de Bradley, de Button o de la citada pieza de Jardiel Poncela, donde son las leyes naturales las que se conducen al revés—, sino la manera de narrarlos. Si algún modelo discursivo, lógico o narrativo pudiera servir para ese fabuloso proyecto de una historia real contada al revés, sería del tenor de lo que ocasionalmente han ofrecido los poetas. Pero si incluso como ejercicio literario no pueden practicarse estas anomalías salvo como entretenimientos ocasionales, mucho me temo que no sean de utilidad alguna a una ciencia que, como cualquier otra, se ciñe a lo real y verdadero.
Una de las mayores virtudes habitualmente —y también retóricamente— esgrimidas para aquilatar la importancia del estudio de la historia consiste en que presuntamente nos ayuda a comprender el presente. Pero hay siempre muchas formas, no sólo diversas, sino incluso incompatibles, y hasta inconmensurables, de comprender (concebir, juzgar) el presente, o la vida, o nuestra propia vida, tanto si se conoce la historia de algún modo —de los también diversos en que puede concebirse— como si se la ignora. Una sociedad que no registre ni estudie la historia —la suya propia o la de otras sociedades— no carece de instrumentos culturales eficaces para ordenarse, darse sentido o conocerse. Una sociedad primitiva, por ejemplo, donde reine el principio del eterno retorno —o para ser más precisos, del «terror a la historia», como lo caracterizó Eliade— no es una sociedad cuyos individuos no tengan modo de comprender certeramente y de enjuiciar lo que son, su razón de ser, el «sentido de la vida», &c. Lo que sucede en tal caso es simplemente que dan a estas cuestiones una solución mítica, intuitiva o irracional, no objetiva, que nosotros rechazamos como precaria y en esencia falsa. Pero no todo es falso en las conclusiones a que llegan los individuos que no estudian objetivamente su historia, porque gran parte de tales conclusiones se basan en conocimientos y experiencias actuales y comunes, de naturaleza no sólo práctica, sino también filosófica. Y a la inversa, sólo lo que saben y comprenden por experiencia proporciona las herramientas intelectuales con que, más o menos satisfactoriamente, se hacen una idea de la historia los hombres que sí la estudian. La ausencia de un relato histórico no nos impide comprender y juzgar acerca de la conveniencia o inconveniencia de una determinada organización del trabajo, de la conservación o modificación de las costumbres, del ensayo de tales o cuales planes educativos, de la implantación de tales o cuales formas de gobierno, de la orientación de las investigaciones científicas… Si uno conoce determinados hechos históricos, puede esgrimirlos, ejercitando la comparación, para incidir en el modo en que se conduce en el presente, para persuadir a otros, para defender sus opiniones o intereses; tendrá un acervo de ejemplos con que comparar cualquier cosa que acaezca o que se proponga, pero nada nos garantiza que los exempla históricos le puedan ser de más utilidad que la rica experiencia actual. Entre las utilidades de la historia de las que podrá intentar sacar partido se encuentra su valor ideológico, demostrativo; aunque sea erístico o falso la mayor parte de las veces, no deja de mostrarse eficazmente persuasivo. Es innegable que la historia misma, desde que se la cultiva más o menos sistemáticamente (digamos, desde Herodoto), no produce un tipo de conocimiento crítico de signo unívoco; va acompañada siempre, explícita o implícitamente, de un conjunto de criterios —de una filosofía de la historia— que tienen sentido actual —lo que también quiere decir que tienen un sentido histórico. Y así se ha practicado sucesiva o simultáneamente una historia cíclica, una historia providencial, una historia marcada por los actos de grandes personajes, una historia dialéctica o una historia materialista. Además, tratándose siempre, hasta el presente, de una historia elaborada en el seno de una sociedad dividida en clases, cualquiera de estos estilos intelectuales está sujeto al interés que posee como arma ideológica.
Si se piensa bien, se concederá que es del todo imposible que un individuo o una sociedad ignoren la historia, simplemente porque siempre poseen memoria, experiencia acumulada. La dicotomía más razonable, pues, no debe establecerse entre sociedades (o individuos) con historia y sin ella (inconcebiblemente amnésicas), sino (1) entre sociedades que registran y tienen en consideración una historia dilatada, de horizontes más amplios que los reducidos a la común experiencia actual, una historia que se adentre en el pasado remoto, o en las que este pasado remoto se distinga sensiblemente del presente, y otras sociedades que limitan estos recuerdos y saberes a la experiencia vivida (al presente) y la transmitida por la generación o un par de generaciones anteriores a lo sumo, siendo el resto pura leyenda (esto por lo que hace a sus límites cronológicos), o (2) entre sociedades que elaboran su historia mediante expedientes ideológicamente muy contaminados, míticos, sin aparato adecuado para garantizar la objetividad, la falsabilidad o la veracidad, y otras que han aprendido a introducir mecanismos correctores de la fantasía y de la falacia (o sea sociedades en que el principio de realidad se siente con más fuerza que las veleidades de los sueños compensatorios). Tanto la primera distinción, cuantitativa, como la segunda, cualitativa, son filosóficamente importantes; y están lógicamente vinculadas, porque el descubrimiento, por ejemplo, de que la humanidad cuenta con milenios de evolución —que el mundo no fue creado en la noche del sábado del 22 de octubre de 4004 a.C., como calculó el extravagante James Ussher, obispo de Armagh, en 1650—, por fuerza debía generar un modo más razonable de concebir la historia. Se cumple aquí, como siempre, la ley dialéctica de la conversión de la cantidad en cualidad. Empecemos, pues, por considerar el hecho de que la nuestra, desde hace al menos casi tres siglos, es una sociedad conocedora de la titánica dimensión del tiempo de evolución de la especie humana y, más aún, de la casi inconmensurable edad del cosmos. Este conocimiento, que es en sí mismo de naturaleza histórica, podría explicar el hecho de que admitamos sin violencia la importancia de la mentalidad historicista, del «pensar históricamente», como rasgo fundamental de la concepción moderna del mundo; pero al mismo tiempo que se dilatan hasta lo inconcebible las cifras que expresan las dimensiones de la historia y del universo, se acumulan asombrosamente toda clase de circunstancias que, en cierto modo, contribuyen a disipar o mitigar la importancia de lo histórico en la vida social.
En nuestra actual civilización es innegable que el acervo de experiencias diversas y cambiantes que se suceden en el lapso de la vida de una sola generación sobrepasa o puede sobrepasar en muchos aspectos (cuantitativa y cualitativamente) todo cuanto puede registrar la historia de 20 ó 30 siglos. Esto conduce de forma natural u obligada a un reexamen del valor explicativo que pueda tener para el presente el conocimiento de la historia pasada, tanto en lo que afecta al sentido cuantitativo de sus límites cronológicos como al sentido cualitativo del tipo de experiencias y ejemplos que proporciona y el modo en que se interpretan. La exponencial acumulación demográfica tiene consecuencias cualitativas sorprendentes, y entre ellas, me atrevo a decir, estaría el hecho de que parece tener cada vez menos peso la historia remota a la hora de explicar lo que hemos llegado a ser. Un poco como, por lo general, las experiencias de la primera infancia carecen de importancia a la hora de explicar la personalidad de un hombre adulto, siendo más decisivas las que tuvo en su adolescencia y su juventud (porque, salvo casos excepcionales, la vida de la mayoría de los niños está muy estandarizada, muy llena de pautas comunes, y sólo en casos de personalidades anómalas creen oportuno los psicólogos acudir a la búsqueda de claves interpretativas en los primeros años de vida).
Tomemos, por ejemplo, el estudio de la historia antigua o de la medieval. Desde el Renacimiento hasta el final del siglo xix podía apreciarse sin gran controversia el alto valor que aún tenía esa historia para la comprensión del presente. Durante el siglo xix la Edad Media consumía la mayor parte de las lecciones de historia. Este privilegio en el seno de los planes de estudio obedecía a que era en la Edad Media, y no en la Antigüedad, donde podían encontrarse los orígenes —y por tanto las legitimaciones, según una estrategia argumental no del todo lógica, pero sí persuasiva— de las naciones modernas, de su singularidad y su razón de ser. Y es que, en rigor, la historia medieval era a la moderna lo que ésta a la contemporánea, es decir sus precedentes o fundamentos más sensibles e inmediatos. Ahora bien, esto planteaba un tremendo conflicto ideológico: los historiadores liberales se veían empujados a explicar el mundo moderno en términos de antítesis respecto al pasado feudal, y de aquí que durante la segunda mitad del siglo xix se entablase una batalla para incrementar en las escuelas el peso de la historia moderna y contemporánea, cuna de las ideas burguesas y liberales que no tenían precedentes medievales. (Como demostró Arno Mayer, el Antiguo Régimen persistió verdaderamente hasta la I Guerra Mundial [The persistence of the Old Regime: Europe to the Great War, Nueva York, Pantheon Books, 1981].) Lograda la hegemonía del pensamiento liberal —y también, en reñida lucha, del socialista—, siguió defendiéndose el engrosamiento del papel de la historia medieval en los currículos escolares, pero ahora con una nueva prudencia científica, que desactivaba el uso ideológico oscurantista de los relatos de hechos tan remotos. Aun así, no estamos del todo libres de la caprichosa tendencia a extraer superficiales conclusiones de apresuradas y gratuitas comparaciones; Jacques Le Goff, por ejemplo, en un libro divulgador sobre la historia y la idea de Europa [Europa explicada als joves (1996), Barcelona, Anagrama/Empúries, 1999], a fin de contribuir a la legitimación del proyecto político de la Unión Europea, no ha ahorrado insinuaciones y sugerencias, a veces un tanto peregrinas, para demostrar que Europa es un destino sociopolítico poco menos que ineludible desde el momento en que queda configurada como auténtica civilización en la Edad Media (entre otras cosas, compara la tesitura del actual «eje franco-alemán» con la situación del reparto de los territorios europeos tras Carlomagno [pp. 34 y s.]; ya Ortega y Gasset, exacto precursor de las divulgadas ideas actuales sobre el multiculturalismo, hizo reflexiones de parecido tenor, por ejemplo en el «Prólogo para franceses» de La rebelión de las masas [1937]). Es difícil negar que la idea de Europa tiene su raíz en la ecúmene cristiana medieval, que rescata el proyecto universal del Imperio romano. Como decía Henri Focillon: «La Edad Media es la expresión occidental de la civilización europea» [L’art d’Occident: Le Moyen Âge roman et gothique, París, Armand Collin, 1938, p. 12]. La historia medieval obliga a formarse una idea de civilización unitaria, por encima de o incluso incompatible con los diversos nacionalismos; pero es curioso observar que el medievalismo decimonónico legitimador de las naciones ha sido suplantado por un medievalismo legitimador de la unión supranacional.
Ahora bien, es cada vez más dudoso que sobre la dinámica económico-política del mundo actual pueda pesar unívoca y decisivamente un pasado medieval o antiguo, y por consiguiente es también una falacia pretender que el examen histórico de la sociedad medieval pueda servir de gran cosa para explicar el mundo moderno. Eso se parecería mucho a intentar explicar los motivos de la miseria y el hambre en el mundo a partir de las leyes de la digestión. Basta pensar en esa sencilla ley numérica (demográfica) a que antes me refería para percatarse del peso menguante que el pasado tiene sobre el presente y a fortiori sobre el futuro: en una población que aumenta exponencialmente, la cantidad de personas vivas es poco más o menos la misma que la de todas las personas que han existido antes. (Por cierto, un conocido chiste cuenta que un estudiante de matemáticas expuesto ante este dato sacó la siguiente conclusión extravagante: que entonces ¡uno de cada dos hombres es inmortal!) Esto significa que una sola generación actual puede acumular tantas experiencias de todo orden (políticas, morales, artísticas, científicas…) como el resto de las generaciones pasadas. Y entonces parece imponerse la idea de que las claves principales para comprender el mundo se hallan en la historia reciente —lo que no desmiente la necesidad de una historia universal e incluso de una filosofía de la historia, sino que simplemente desacredita la pretensión de que la historia remota pueda considerarse decisiva en asuntos prácticos; y de aquí que la historia antigua o medieval tenga preferiblemente un uso ideológico, o que este uso ideológico, en rigor un anacronismo o presentismo, una proyección del presente sobre la historia, sea más fácil de practicar que el ejercicio contrario, el de buscar en un estudio desprejuiciado del pasado una explicación objetiva del presente.
Pues bien, esa sorprendente constatación demográfica casi sugiere que sería muy eficaz explicar la historia hacia atrás, procediendo a examinar el pasado sólo después de que la familiaridad sociológica con los fenómenos presentes sea amplia y precisa, y profundizar la comprensión de éstos por comparaciones cada vez más frecuentes con aquéllos. Sobre esta sugestión de una historia al revés planean viejas y difíciles controversias, y especialmente el espectro del croceanismo; se trataría de elucidar cómo comprendemos el pasado, intuitivamente, en función de nuestra experiencia contemporánea, pero también, críticamente, a la inversa… Esto no es lo mismo que relatar la historia en sentido regresivo, pero sí consiste, vuelvo a decir, en investigarla en sentido alternativamente progresivo y regresivo, cosa que se hace siempre, ineludiblemente, dialécticamente: interpretamos y juzgamos lo que descubrimos del pasado en función de nuestra mentalidad modelada en y por el presente, y a su vez procedemos a reinterpretar el presente en función de lo que averiguamos del pasado. Así, el conocimiento de la historia se incorpora a los factores que modelan el presente, empezando por nuestra propia manera de comprender los hechos. Pero esto no resuelve nada, porque hay maneras diferentes de pensar en el presente, que se corresponden con maneras diferentes de proceder en este intercambio con el aprendizaje de la historia. Por inverosímil que debiera parecer, todavía se escribe en libros de texto una historia falsificada, mítica y esencialista, por ejemplo en Cataluña, para avalar proyectos políticos separatistas.
El Diablo sabe más por viejo que por diablo. El hombre maduro, aunque sea un rústico que jamás ha leído un libro de historia, ha participado, por pasiva, accidental o torpemente que sea, en muchos acontecimientos que le atañen de manera vital e inmediata, ha visto, ha vivido un montón de experiencias que desconocía cuando era joven, y eso le permite comprender y juzgar de otro modo, posiblemente más realista y eficaz en la mayoría de los casos, muchos asuntos de la vida moral, política o práctica. Ya se trate de votar a un partido en las elecciones, de adherir o rechazar tal o cual proyecto político, o de comprometerse con tal o cual empresa, o de recomendar o censurar esto o lo otro a los jóvenes… el anciano reconocerá sus semejanzas y diferencias con lo que aconteció 30 ó 40 años antes, y el ejercicio de la comparación le aconsejará tal o cual proceder más eficazmente que hace 30 ó 40 años. Digamos que ha aprendido de la historia, al menos de su propia historia, de una parte de la historia contemporánea. No me detendré a evaluar el modo zafio en que también en la experiencia común opera la amnesia y la contumacia; diré sólo que, aun persistiendo los mismos prejuicios y falacias, la forma de equivocarse es sustancialmente distinta en el hombre maduro y en el joven (y tampoco excluyo que en muchos casos sean los jóvenes los que procedan con más clarividencia).
Es imposible carecer de sentido de la historia porque todo es historia, el presente, la existencia misma en su pleno sentido, porque uno está obligado a participar en la historia, aunque sea en el papel de comparsa, o de mero espectador, o de víctima. Claro que hay individuos que participan en ella de un modo más vigoroso y decidido que los otros, individuos de los que a menudo se dice que «hacen historia», ya sea esta expresión usada con indulgencia para quienes se significan pasajeramente por algún hecho que la generación siguiente ignorará —como los que escriben best-sellers o los deportistas que logran alguna espectacular proeza—, ya sea que aluda a científicos, artistas o revolucionarios que contribuyen a cambios más trascendentes y permanentes. Y desde luego la historia se hace al mismo tiempo que se estudia y se escribe, e incluso a veces hay que dejar de escribirla para hacerla. Lenin concluyó su libro sobre El Estado y la revolución, en noviembre de 1917, con estas entusiásticas palabras: «Escribí este folleto en los meses de agosto y septiembre de 1917. Tenía ya trazado el plan del capítulo siguiente […]. Pero […] no tuve tiempo de escribir ni una sola línea de dicho capítulo: vino a “estorbarme” la crisis política, la víspera de la Revolución de Octubre. “Estorbos” como éste sólo pueden causar alegría. La segunda parte de este folleto […] habrá que aplazarla, quizá por mucho tiempo; es más agradable y provechoso vivir “la experiencia de la revolución” que escribir acerca de ella.»
Podríamos decir entonces que toda sociedad posee una historia, está inmersa en un continuo e irreversible devenir, por más lenta e imperceptible que sea la marcha de sus transformaciones. Y no sólo posee historia en el sentido objetivo de existir y devenir, sino también en el de elaborar, imaginar o concebir de algún modo lo que acaeció en un tiempo anterior. Amén de la drástica disparidad en el ritmo de evolución, una importante diferencia estaría en los modos de narración y en la concepción que se tenga de esa ineludible historia, ya sea mítica, religiosa, legendaria o realista. Y aunque muchas personas hoy día no se interesen por conocer a fondo la historia, y menos por aprender a interpretarla científicamente, apenas hallaríamos individuos, entre los que no son delincuentes o desquiciados, tan cafres como para permanecer indiferentes frente a los vestigios, los monumentos y toda suerte de reliquias que subsisten como huellas del pasado. Conservar objetos que pertenecieron a los padres y abuelos, habitar en viviendas construidas hace un siglo o más, hojear libros antiguos, ver películas de romanos… son experiencias —de muy diverso sentido, ciertamente— muy comunes y que exigen un concepto cualquiera de lo histórico, un pensar históricamente en alguna medida.
La historia, pues, no puede ser absolutamente ignorada, porque el presente, toda experiencia vital, es ya historia, es devenir, es experiencia, aprendizaje, memoria… De lo que se trata es de demostrar si el conocimiento de la historia pasada, remota (y escrita), incrementa nuestra inteligencia social, nuestra comprensión de la sociedad presente. Se insiste generalmente en que así es; de otro modo, apenas se justificaría que sea una asignatura obligada en la escuela; pero raramente se demuestra de modo convincente esta convicción cultista, sobre todo por lo que respecta a la historia remota, la antigua o la medieval, es decir la de sociedades tan diferentes a la actual que son ya exóticas sin paliativos, ni más ni menos que las de nuestros contemporáneos primitivos, por lo que su estudio tiene un sentido más parecido al de la antropología (ahora bien, también el estudio de la antropología puede y debe ser culturalmente justificado). Ningún conocimiento, ya sea teológico, histórico, científico, artístico, técnico… está exento de esta necesidad de justificación de su «eficacia cultural», como decía el arqueólogo Ranuccio Bianchi Bandinelli. A menudo me he topado con profesores de griego o latín que se rasgan las vestiduras reclamando la importancia de sus estudios, pero nunca he recibido de ninguno de ellos una demostración. Personalmente, creo que sí existe una demostración, pero lo que digo es que habitualmente ésta no procede de los mismos intelectuales que cultivan esas humanidades. La crítica de Beraldo a los médicos, en El enfermo imaginario de Molière (que saben decir en griego y en latín los nombres de todas las enfermedades, sin saber curar ninguna), es muy pertinente en numerosos casos de abuso pedante. ¿Qué falta nos hace saber griego o latín para comprender lo que puede ser traducido al español? En todo caso, será necesario que haya un suficiente número de personas que nos proporcionen buenas traducciones. Pero no desviemos ahora nuestra atención a este asunto marginal. Ciñéndonos estrictamente a la justificación de la enseñanza de la historia, tenemos que plantearnos el tema de su uso ideológico: ¿Para qué es necesario enseñar la historia? El problema ¿no es más bien cómo enseñarla? La historia mitificada que escriben los nacionalistas sirve para sus propósitos ideológicos, y la historia estudiada científicamente, bajo la orientación filosófica del materialismo histórico, sirve para formar a una ciudadanía crítica capaz de empujar eficazmente hacia una transformación democrática y emancipadora, socialista; la historia estudiada sin ton ni son, enciclopédica y eclécticamente, no sirve para gran cosa.
En términos muy abstractos y generales, aunque no por ello irrelevantes, lo que primariamente enseña la historia es la dialéctica, la certeza de que todo es mutable y relativo. Eso es también lo que enseña la experiencia común y actual, salvo que una obstinada tendencia al esencialismo le empuje a uno a negar la experiencia misma. Ahora bien, no en todas las épocas ha enseñado esto la experiencia común con la misma fuerza. Las costumbres, los conocimientos, la tecnología o las estructuras sociales no se percibieron como cambiantes durante la mayor parte de la historia; de un modo palpable, no antes de la revolución industrial.
La razón principal por la que durante mucho tiempo existieron pueblos sin historia fue que su propio presente, su limitada experiencia actual, apenas se transformaba sensiblemente. Y digo «sin historia» en los dos sentidos, objetico y subjetivo: sin evolución real y sin verdadero concepto de lo histórico —o sea, no sólo sin registro escrito de una historia de hechos reales, sino sin comprensión del carácter evolutivo, irreversible, del tiempo. Las cosas que se conocían o se llegaban a aprender en el lapso una vida humana no eran apenas diferentes, ni en lo esencial ni en sus matices, de las que existían o se conocían en el tiempo de los abuelos o los tatarabuelos: seguían así sirviendo del mismo modo y con la misma eficacia las reglas de prudencia, de trabajo, los estilos artísticos, el concepto del amor, de la audacia, de la cobardía, de la franqueza, de la perfidia, del gozo, del sufrimiento… La férrea moral de nuestros antepasados, que ahora nos parece terrible y odiosa, era una moral de la necesidad, de la supervivencia en un mundo invariablemente hostil. Y su invariancia era insoslayable, y tan natural como la aparente invariancia de un mundo imperceptiblemente cambiante. Pero cuando, tras la revolución industrial, el ritmo de los cambios se aceleró hasta hacerlos perceptibles de día en día, fue ya también inevitable que la misma simple experiencia común —y no ya el ejercicio de la comparación en un dilatadísimo lapso histórico— se conceptuase como una historia en su pleno sentido, es decir como un curso de acontecimientos irrepetibles, como cambio perpetuo, inexorable, irrefragable e irreversible, en el que el pasado se vuelve obsoleto, inservible y extraño a cada minuto que pasa.
Es, pues, este ritmo vertiginoso a que se transforma a cada instante nuestro presente el que nos obliga a adoptar sensatamente una concepción histórica de lo real, y aún más, a identificar la lógica misma, el propio concepto de explicación, estrictamente con la narración histórica: comprender verdaderamente algo significa, en los casos más frecuentes y relevantes, saber de dónde procede, cuáles son sus causas, o sea sus antecedentes —aunque también muchas veces las causas no son antecedentes, sino estrictamente permanentes, es decir también actuales—, cómo ha llegado a ser. Nada, salvo una inconcebible catástrofe cósmica que nos devolviera de golpe a la Edad de Piedra, podrá ya desalojarnos del mundo lógico en que reina esta certeza dialéctica, donde carece de sentido la pregunta por el ser y sólo vale la pregunta por el devenir, porque nada sigue siendo lo que aparenta ser un minuto después de haberlo examinado… Ningún hombre inteligente se siente satisfecho aprendiendo cómo es o cómo se maneja algo pericialmente (un método, una norma, un instrumento, un razonamiento, un sentimiento…), sino que quiere saber su causa, su historia, y hasta se pregunta si no podría ser de otro modo. A veces le basta con la causa o el fundamento puramente lógicos o técnicos (por ejemplo, saber por qué es mejor un motor de cuatro tiempos, por qué es preferible la tipografía con serifas, o una dieta a base principalmente de hidratos de carbono acompañada de un moderado ejercicio físico). Pero en los casos más importantes lo que necesita es saber cómo y por qué hemos llegado a esto, sintiendo que se trata siempre de una contingencia o una necesidad explicables en términos genuinamente históricos, ya sea que sus causas se hallen al 90% en lo acontecido hace unos días o bien sea necesario remontarse un par de siglos, o veinte, para encontrarlas.
Lo que acabo de decir parece una ya trillada apología del cambio y de la aceleración. Se diría que es una ventaja intelectual haber nacido tras la revolución industrial, porque ahora no podemos caer en la antigua ficción de un universo inmutable y en unas leyes naturales y humanas también fijas y perennes. Y desde luego que es preferible no caer en esas ficciones fijistas. La manifiesta y brutal fugacidad de todo cuanto nos rodea nos obliga a ser más realistas, relativistas, nos aleja del pensamiento mítico, del estilo metafísico, de la creencia en dogmas absolutos e inmutables, en fin, de la fantasía y la pérdida de realidad y objetividad. Pero no de un modo automático, sino a condición de mantenernos alerta, en continua tensión intelectual y nerviosa. En primer lugar no olvidemos que la concepción metafísica de un mundo inmutable no fue una ficción en el pasado, sino una aproximación racional, una interpretación bastante exacta de un mundo, de un modo de vida que realmente no cambiaba a un ritmo claramente perceptible. Y en segundo lugar reconozcamos que la sensación de inseguridad y de fugacidad es terrible. Si Eliade tiene toda la razón cuando caracteriza el pensamiento primitivo como «terror a la historia», no está libre ese juicio del defecto de constituir en cierto modo un anacronismo, una proyección, un dictamen que sólo puede hacer —y sólo tiene sentido para— el hombre moderno. Se basa en una hipótesis razonable, pero irreal, y no explícitamente formulada, a saber: que si a los hombres primitivos se les hubiese inducido de algún modo a reconocer el carácter irreversible de la historia, habrían sentido terror —un poco como muchos teólogos sintieron un vértigo insufrible en época de Copérnico, y su terror no les permitía reconocer la horrenda verdad de estar flotando en el espacio infinito, sin fulcro ni destino, como un barco a la deriva en un océano angustiosamente ilimitado. Poseer historia, entrar en el río tumultuoso que nos lleva, sentir cómo a cada momento se desvanece en el aire todo lo que antes se sintió como perpetuo, sólido y sagrado, lo que tenía sentido, para vagar eternamente en la incertidumbre, en el escepticismo, en la ausencia de sentido, de coherencia, de persistencia, habría sido en efecto una sugestión terrorífica para los hombres antiguos. Pero es evidente que no son los hombres primitivos los que pueden sentir el terror a la historia, sencillamente porque no la poseían, no la sufrían, y ni siquiera la imaginaban. Sólo los hombres que entran en la historia pueden, al menos en las primeras fases, sentir esa corrosiva nostalgia. (La exagerada metáfora «entrar en la historia» significa aquí, naturalmente, entrar en la fase acelerada de la historia, en la fase en que el cambio social es fácilmente perceptible de generación en generación, la fase en que la idea de un eterno retorno, de una inmutabilidad cíclica, se vuelve manifiestamente falsa.) El concepto de «terror a la historia», aunque describa muy bien el estado mental del que vive en un mundo sin historia, sirve mejor para comprender la tensión emocional del que sufre su aniquiladora acción. Claro que también se acostumbra a ella, como se acostumbra uno a viajar en vehículos cada vez más veloces, y aun goza con ello hasta el delirio. Pero puede también, por momentos, sentir nostalgia, entristecerse con la visión de todo lo que se nos escapa tan cruelmente, tan indelicadamente, lo que siempre incluye muchas cosas que merecerían no ser tan perecederas. De aquí proceden también las estrategias conservadoras, no sólo ni principalmente en el sentido hipócrita que este concepto tiene en el terreno político, sino sobre todo en el sentido de la conservación o protección del patrimonio cultural.
(Más aún que el primitivo «terror a la historia», es el simple terror al movimiento lo que muchas veces conduce al consolador refugio de la metafísica. Mientras escribía esta frase, se ha precipitado una de esas repentinas y breves tormentas de verano, y un par de titánicos truenos me han puesto la carne de gallina. Me he acordado del don Víctor de La Regenta, que le tenía horror al éxtasis y al magnetismo: «¡Ni electricidad ni misticismo!» La primera le asustaba, y en cuanto al Dios Supremo, sentirle era emoción superior a sus energías: «Yo no necesito de eso para creer en la Providencia. Me basta con una buena tronada para reconocer que hay un más allá y un Juez Supremo. Al que no le convence un rayo, no le convence nada.»)
Si en un sentido simple y crudo es imposible carecer de historia, de ello no se concluye que carezca de importancia la diferencia entre una historia mítica y una científica. Podemos imaginar sin mucha dificultad que aun en los estadios inferiores de la evolución humana los hombres aprendieron a concentrar su atención y su memoria en la composición y repetición de relatos permanentes (cuentos, poemas, leyendas…), con la misma inexorabilidad con que insensiblemente se iban fijando unos sonidos para fabricar palabras permanentemente atadas a su concepto. En una etapa ya muy avanzada de esa evolución los hombres podían reunirse a escuchar los relatos de Homero sintiendo que se trataba de la verdadera historia de sus antepasados, aunque ya en esa fecha los más avispados han aprendido que se trata de meras leyendas. (Muchos siglos después todavía se tomará el Antiguo Testamento como relato exacto y verídico.) Es ya en el período clásico, con Herodoto, cuando se despierta, como un saludable prurito, la inquietud por la objetividad y la veracidad. ¿Cómo podría haberse estrangulado por completo, ni aun en una sociedad primitiva, la natural inteligencia que nos hace percibir de inmediato la diferencia, más aún, la contradicción entre el modo fantástico en que suceden los hechos relatados en las leyendas heroicas y el modo real, ajeno a lo milagroso, en que ocurren las cosas en la experiencia actual? Aunque uno fuese tan crédulo como para no dudar de las leyendas, como mínimo debía preguntarse qué había sucedido en el ínterin para que las cosas hubiesen dejado de funcionar de ese modo. La reflexión histórica, la reconstrucción de una historia real, verídica, era empujada por el mismo instinto o facultad que conduce a la reflexión racional, filosófica, a la investigación de la naturaleza, del lenguaje, del pensamiento mismo. Claro que esto, por muy natural que nos parezca, no era una tarea fácil ni feliz, porque el ideal de la verdad entraba siempre en conflicto permanente con la también comprensible obstinación ideológica necesaria para defender los privilegios conquistados por los más poderosos. Si esto continúa siendo así en nuestros días, en que se ha alcanzado, de jure y de facto, la libertad de opinión y de investigación científica, no es difícil hacerse una idea de la prometeica dosis de heroísmo que se requería antiguamente para defender la inteligencia.
En las sociedades tradicionales, anteriores a la revolución científica, en las que las cosas cambian tan insensiblemente que a efectos prácticos el universo parece estable e inmutable salvo en breves e infrecuentes episodios catastróficos, los hombres sienten al menos ese impagable gozo de la sensación de seguridad y de certidumbre. En la sociedad contemporánea, en cambio, sólo podemos resguardar nuestra salud mental habituándonos casi inhumanamente al cambio —a la continua destrucción mefistofélica, acompañada, claro, de una continua creación; en suma, a la rápida e incesante modificación. ¿Estamos los hombres modernos tan bien preparados para esta tremenda movilidad como lo estaba el antiguo para soportar una existencia invariable? Por supuesto, no podemos demostrar que aquella vida antigua fuese en general preferible a la moderna, pero sabemos que ésta no sólo proporciona satisfacciones, sino también nuevas dificultades que nos desmoralizan y nos agobian: los padres no saben cómo tratar y educar razonablemente a los hijos, por ejemplo. El dilema que una amarga experiencia obligaba a Red Tevye, en Las hijas de Tevye, de Sholem Aleichem (personaje tan maravillosamente incorporado en la gran pantalla por Chaim Topol en El violinista en el tejado [1971], de Norman Jewison), dividido entre el respeto a una santa tradición y el amor a sus hijas, cuyo sentido de la felicidad les obligaba a rechazarla, es el dilema que, bien o mal, todos estamos obligados a resolver, pero que el orden capitalista nos impide resolver en un sentido conservador, ni aun como cambio prudente y planificado. No cabe duda, vuelvo a insistir, de que la mayoría de las personas no sólo soportan —¡qué remedio!— este vértigo del acaecer incierto y desmesurado, sino que hasta pueden disfrutar del mismo dionisíacamente, o irresponsablemente, normalizando unas conductas que en otro tiempo fueron, si no inconcebibles, consideradas como mínimo imprudentes o descabelladas: la promiscuidad, el adulterio y los altos índices de divorcio, o de aborto, o de cambio de residencia, de trabajo, de amigos… Sin duda parecerá que lamentarse a estas alturas de estas modificaciones de la psicología de las masas es un ejercicio absurdo de mentes atrasadas, y creo que así es en efecto en la mayoría de los casos, pero me parece que la actitud que consiste en desacreditar de ese modo una resistencia sentimental o moral indica también una superficialidad, un lunatismo y un nuevo fanatismo. Porque esta acomodación al orden de lo precario, de lo fugaz, este inconsciente y falso individualismo y hedonismo, no es tan feliz ni perfecto como pretenden sus apologistas, sino que va asociado a la aparición de un sinfín de perturbaciones morales y emocionales, prácticas e intelectuales. Dejando aparte las tensiones que todavía produce en hombres inteligentes bien entrenados en la práctica crítica del escepticismo y que comprenden la inexorabilidad del cambio —ya lo juzguen deseable o indeseable—, tenemos el inquietante problema del efecto que esta tensión permanente produce en las personas menos reflexivas, siempre dispuestas a aferrarse a cualquier mito que les prometa una estabilidad ficticia, a fin de mitigar su inquietud. Y entonces, paradójicamente, la tentación del pensamiento dogmático y metafísico es ahora, por reacción, más fuerte que nunca.
Descrita con estos carices, nuestra actual existencia no parece preferible a la vida en sociedades tradicionales: excluyendo a una minoría de personas filosóficamente bien formadas, la masa se divide entre los gozadores sin corazón, hedonistas irresponsables que confunden la anarquía con la felicidad, obliterándose todos los sentidos de modo que no colaboren en el juicio, sino sólo en el desgaste vital, en el pasar el tiempo, en la consunción completa, y los aterrorizados nostálgicos, que se oponen a ese caos mediante una fanática adhesión a mentiras periclitadas —lo que, dicho sea de paso, no sirve para mitigar el desorden, sino todo lo contrario, para remover e intensificar nuevos conflictos y desgastes culturales. En ambos extremos lo único que tenemos es una misma actitud de consuelo: a la mayoría se la consuela mediante filmes, por ejemplo, que muestran lo interesante y feliz, o vigorizantemente peligroso, que es vivir en un mundo frenético, aunque, a diferencia de los héroes de la pantalla, difícilmente las experiencias reales se salvan de la rutina, el tedio, el miedo o la frustración; a otros muchos se les consuela con el falso manto protector de pertenecer a una raza de resistentes morales.
Puede muchas veces hallarse una inteligente solución de compromiso, un marco instrumental que permite manejar con acierto la contradicción entre la absurda actitud dogmática y el relativismo realista. Esta solución de compromiso proviene de la estadística. Aunque todo parezca acontecer de manera errática e imprevisible, la estadística nos procura el conocimiento de algunas pautas o vectores dominantes. Así, por ejemplo, se determinan las condiciones generales de la educación que conducen a conductas tan inquietantes como las de los jóvenes que se han dado en llamar «rebeldes del bienestar», o que por el contrario generan, aunque no al 100%, conductas más prudentes. Estas últimas requieren una titánica labor de resistencia contra la diabólica fuerza del individualismo consumista, y aun tienen en su contra el hecho de que convierte en modelo a un tipo de padre o de educador que parece surgido de una novela de Dickens, severo e intolerante (que no permite a sus hijos adolescentes volver solos a altas horas de la noche, o entretenerse con videojuegos, o llevar un smartphone, &c.). Pero aún parece que funciona esa moral severa en medio del canibalismo capitalista. Y poco importa aquí que los padres que se conducen de esta forma más eficaz y responsable lo hagan por motivos de una raíz francamente irracional, como los arbitrarios dictados de su religión, por ejemplo; lo que importa es que esas normas, esas técnicas, esos hechos conductuales-materiales producen un orden moral y unos individuos menos lunáticos, irresponsables y holgazanes, más capaces y voluntariosos, &c.
Es decir que no todo es caos o anarquía en el actual mundo capitalista; porque es también otra verdad de la dialéctica que no puede existir caos absoluto, que también el caos es un momento dialéctico que se resuelve tarde o temprano en su contrario. Subsiste siempre como un vector resultante dominante, una regularidad o tendencia mayoritaria, y la estadística nos proporciona por ello una guía relativamente dogmática. La anomía puede acercarse mucho al completo e indiferenciado caos, como en el movimiento browniano sin resultante dominante, homogéneo y entrópico. Pero en el caso de una sociedad, movida siempre por fuerzas internas permanentes, esto sería también una fase transitoria. La hegemonía del liberalismo ha conducido a una guerra de todos contra todos. La lucha de clases se ha desdibujado mucho con el declive de la ideología socialista tras la caída de la URSS. Los sindicatos siguen existiendo y no carecen de fuerza e influencia, pero al haber dejado de ser correas de transmisión de partidos marxistas abandonan su papel eficaz y bien dirigido en la lucha por la democratización, por llevar a un gobierno de los trabajadores, convirtiéndose en instrumentos atomizados que colaboran bastante bien a mantener el desorden capitalista. Claro que siguen estando obligados a enfrentarse, como otros múltiples, dispersos y heterogéneos movimientos ciudadanos, al gran capital monopolista y financiero, pero sin doctrina ni ideario social ni dirección política consciente y revolucionaria, sin programa, están condenados sin remedio a la impotencia. No obstante, me parece improbable que esta situación de revuelta anárquica y permanente no acabe resolviéndose en un movimiento mundial socialista claramente dirigido; tarde o temprano habremos de llegar al punto crítico en que el caos y la desorientación imbele se resuelvan dialécticamente en su contrario.
Me parece obligado reconocer que por sí mismo el conocimiento de la historia, ya sea contemporánea o más remota, no conduce automáticamente a un enjuiciamiento o unas conclusiones determinados y unívocos y que, por añadidura, tengan sentido y relevancia para la comprensión sociológica del presente —ni que, aun teniéndolos, sean correctos. Insisto en que más bien es al revés: según la mentalidad presente, la concepción del mundo que los hombres se han forjado del presente, en el presente y a partir de la experiencia presente, así será la filosofía o la interpretación que hagan de la historia. O se trata, si se quiere, de una influencia mutua, pero como tal una experiencia presente, porque en la formación de las ideologías actuales actúa el modo en que se ha estudiado la historia, y por supuesto las consecuencias materiales de los modos de vida anteriores, aunque esta impronta se evapora como las feromonas secretadas por las hormigas que se separan del hormiguero, y viceversa, las ideologías actuales determinan el modo en que se interpreta la historia. Uno puede recomendar el estudio de la historia contemporánea con el propósito de robustecer un ideario socialista, ni más ni menos que puede hacerlo un liberal con el fin de justificar su visión opuesta, porque la interpreta de otro modo. La historia es siempre una construcción literaria: los hechos históricos no se presentan ante nuestros ojos con etiquetas identificativas que nos den cuenta de lo que son objetivamente. Esto no quiere decir que sea incognoscible, que no pueda hacerse una historia objetiva; significa más bien que la historia es un problema científico, que exige entablar una prodigiosa batalla dialéctica para demostrar lo que objetivamente significa o enseña, para rescatarla del uso fantástico, torcido, ideológico. Pero esta batalla se libra siempre a partir de la mentalidad presente.
Ni que decir tiene, una historia científica puede explicar por qué y de qué modo han llegado los hombres actuales a adquirir tales o cuales hábitos mentales, y posiblemente esa explicación ayudará a muchos a sacudirse el manto de sus prejuicios, a corregir sus errores de interpretación, pero nada impide a nadie negarse simplemente a prestar oídos a un historiador o a un filósofo, sobre todo si dispone de otros historiadores y otros filósofos, intelectuales orgánicos, que laboran en pro de su propio parti pris. La clarividencia, la energía crítica y el rigor científico se adquieren al cabo de muchos años de estudio, y generalmente de un estudio precozmente iniciado. ¿Hay alguien tan entusiasta que crea que puede inducir a emprender un serio estudio de la historia a un adulto de 50 años que durante toda su vida se ha conformado con los prejuicios heredados?
Así, es posible que dos personas que han aprendido historia posean ideologías opuestas, o que dos personas, una de las cuales ha estudiado historia y la otra no, compartan la misma ideología. No es posible entonces deducir que el conocimiento de la historia conduce a una mejor concepción del presente; el liberal defiende una concepción falsa, o en todo caso discutible, aunque estudie la historia, no ya porque interprete ésta de un modo sesgado y erróneo, sino porque son unos intereses muy particulares, incompartibles, los que alimentan su ideología. Desde luego que procurará demostrar que el ideario liberal produce beneficios a la humanidad, pero tendrá que distorsionar muchos hechos y negar muchas evidencias para ese dudoso propósito. En todo caso, sí es posible concluir que el conocimiento de la historia, en uno u otro caso, enriquece las razones a esgrimir en cualquier debate en favor de la propia concepción del mundo, amplía el campo de análisis, el espectro de observaciones sociológicas discutibles y dirimibles.
¿Qué gran virtud, pues, hay que atribuir a la historia, i.e. al conocimiento de la historia, al menos de la contemporánea? Como mínimo, insisto, la historia enseña esto: que nada permanece mucho tiempo, que no existe fin en el proceso de transformación. Los dialécticos pesimistas podrán enfatizar que el cambio, inexorable, no tiene por qué conducir al socialismo, aunque desde luego conducirá a otro orden social, quizá incluso peor. No hay modo de demostrar que eso no pueda suceder, pero también sería un nuevo estadio transitorio, y me parece que de todos modos es inextinguible la llama de Prometeo, y que la sociedad no descansará hasta ver logradas las esperanzas de justicia y concordia grabadas a fuego en el corazón humano. Pero no nos deslicemos ahora a estas ensoñaciones poéticas, por más incontrovertibles que nos parezcan. Después de todo, yo no puedo censurar a los pesimistas que ven a las ciudadanía como una masa de caníbales motorizados, con capacidad de adaptarse a cualquier modo de vida aberrante y sin inteligencia ni coraje para proponerse fines racionales; las grandes transformaciones sociales las lleva siempre a cabo una numerosa, pero en definitiva minoritaria cantidad de hombres. Sólo puedo añadir que conozco el peligro civil de deslizarse maliciosamente a la misantropía, olvidando que, aun siendo minoría, la cantidad de hombres razonables, valientes y de buena fe es también inmensa.
Bien sé que hasta el momento no he dicho nada relevante acerca de «contar la historia hacia atrás». Y es que en el fondo me resisto a tomar el tópico en serio. Ya dije de entrada que no lo creo posible. Y, en todo caso, antes de discutir una ocurrencia semejante, deberíamos asegurarnos de que comprendemos bien los problemas que plantea la historia «contada hacia delante».
La historia se puede investigar hacia atrás, o bien en orden aleatorio, eligiendo en ella lapsos concretos. Pero una vez finalizada una investigación es absolutamente necesario explicar los hechos en orden cronológico, salvo para introducir aquí y allá incisos aclaratorios mediante precedentes de tal o cual suceso. A menudo el desarrollo histórico de experiencias y reflexiones que conducen a un saber seguro no tiene la menor relación, salvo una puramente casual, con el sentido definitivo y el fundamento teórico de ese saber. Tomemos el cálculo infinitesimal, por ejemplo, y nos sorprenderemos de que las técnicas de integración se desarrollasen antes que la derivación, y más aún, que ambas llegasen a la más alta e infalible eficacia antes de saber cómo fundamentar lógicamente sus procedimientos. Nos sorprende porque hoy cualquier manual de análisis matemático desarrolla esas fases justamente al revés, y no olvida empezar por los fundamentos rigurosos, que fueron los que se descubrieron más tarde (salvo alguna notable excepción, como la del Calculus de Tom M. Apostol, que procede según el orden histórico, haciendo preceder el cálculo integral al diferencial, aunque sin renunciar a la estricta fundamentación matemática). En verdad, teniendo en cuenta la secuencia lógica y constructiva con que hoy aprendemos el análisis, deberíamos sorprendernos de que desde Cavalieri, o sobre todo desde Kepler y Newton, se pudieran calcular difíciles integrales definidas careciendo de un concepto lógico y riguroso del paso al límite —que habría de esperar hasta Cauchy—, lo que dio lugar a la intemperante y dogmática, pero también lógica y fructífera, justa y estimulante censura crítica de Berkeley. ¿Necesita un estudiante de matemáticas de hoy, que aprende a reconstruir con todo rigor el análisis y el álgebra desde sus fundamentos, conocer el intrincado, errático, cumulativo y hasta contradictorio desarrollo histórico de su ciencia para comprenderla? No, en absoluto. Eso interesa más a los psicólogos. El conocimiento histórico del desarrollo de una ciencia produce comprensión, desde luego, pero sobre otras cosas distintas del sentido lógico de los conocimientos adquiridos: sobre el complejo proceso dialéctico de la obtención de esos conocimientos.
Entre los primeros críticos de El capital de Marx hubo uno que observó la diferencia entre el método de exposición del autor, que en su opinión era estrictamente lógico, exacto, realista, y el método dialéctico o hegeliano que el propio Marx juzgaba la verdadera guía de su investigación; otro dijo que se trataba del viejo «método deductivo de toda la escuela inglesa»; otro, en fin, le reprochaba haberse «limitado a analizar críticamente la realidad en vez de ofrecer recetas para la cocina de figón del porvenir». Pero el primero de éstos había expuesto, sin aludirlo, lo que en esencia era el método dialéctico empleado por Marx. A propósito de este malentendido, éste hacía la siguiente observación en el postfacio a la segunda edición: «Claro está que el método de exposición debe distinguirse formalmente del método de exposición. La investigación ha de tender a asimilarse en detalle la materia investigada, a analizar sus diversas formas de desarrollo y a descubrir sus nexos internos. Sólo después de coronada esta labor, puede el investigador proceder a exponer adecuadamente el movimiento real. Y si sabe hacerlo y consigue reflejar idealmente en la exposición la vida de la materia, cabe siempre la posibilidad de que se tenga la impresión de estar ante una construcción a priori.» Esa es, en efecto, la impresión que a menudo y en primera instancia produce la tremenda diferencia que media entre la abstracta lógica teorética, ideal, en que se exponen las fórmulas que describen los fenómenos naturales, digamos en un libro de mecánica o de electrodinámica, y el modo en que nos familiarizamos paulatina y caóticamente con esos mismos fenómenos, o el modo en que paulatinamente vamos aprendiendo los principales aspectos de las leyes que los gobiernan, antes de llegar a fórmulas tan depuradas y abstractas como las de Hamilton o las Maxwell. Así procede un matemático: tras ensayar miles de hipótesis y procedimientos y emborronar miles de páginas, descubre un teorema, un método o una estructura que procede a exponer metódica, clara e inequívocamente, según su abstracta lógica inherente, y no según el concreto vaivén psicológico de las vicisitudes históricas de su gestación. Esa claridad, esa lógica y ese método no son lo que ha acompañado la compleja, casual, contradictoria y fatigosa investigación, pero de nada nos aprovecharía que el matemático nos ofreciese el tumultuoso detalle de sus erráticas experiencias mentales, en lugar del cristalino y sencillo edificio que finalmente descubrió, eliminando, como decía Gauss, el artificioso andamiaje y otros miles instrumentos y pruebas ensayadas. Quizá muchos matemáticos gozarían con el examen de esas hojas emborronadas con tanteos, porque a menudo parte de lo que finalmente se desecha podría servir de apoyo a nuevas investigaciones, pero debemos conceder que el propósito principal del científico consiste en exponer con orden y claridad lógicos sus descubrimientos, no las tribulaciones de su investigación previa. No otra cosa podemos ni debemos esperar de la historia: el historiador puede seguir en sus investigaciones el orden que le plazca o que casualmente se le presente como más idóneo en cada momento, pero no nos debe luego explicar la historia dilucidada siguiendo ese mismo caótico orden, sino en un orden lógico (o sea, en este caso, estrictamente cronológico).
Se investiga y se escribe la historia tomando de ella los retazos necesarios para confeccionar un traje a medida y desestimando otros. Ni siquiera en conjunto, eclécticamente, consiste la historia en registrar e intentar elucidar todo lo importante que ha sucedido —en «recordarlo», como absurdamente se dice a menudo—, sino también en olvidar, como advirtió Renan. Sin el mecanismo del olvido sería imposible llegar a ninguna conclusión constructiva. La obsesión por el registro exhaustivo e indeleble sólo puede conducir a la idiocia, como le ocurría a aquel Funes el Memorioso, el idiot savant imaginado por Borges. No pocas veces me sorprende una sensación de perplejidad y hasta de náusea al escuchar la vehemencia retórica con que en nuestros días tantos charlatanes, historiadores de profesión, apelan a la memoria como una suerte de talismán o ritual sagrado que nos permitiría, como mínimo, conjurar los horrores del pasado, evitar que se repitan. Por ejemplo, respecto al Holocausto nazi. La solemnidad cuasi-religiosa con que se nos intimida desde el umbral al introducirnos en algún «Memorial democrático» (Oradour-sur-Glane, pongamos por caso), con sus patéticos, enfáticos y escuetos afiches («¡Recordad!», «¡Silencio!»…), es escalofriantemente perturbadora, y tengo serias dudas de su eficacia moral o pedagógica. En primer lugar, no me parece adecuado fundar una pedagogía de los valores humanistas en el drama, en la emoción trágica, es suma, en un sentimiento primario. Yo mismo he de confesar que albergo hacia los criminales de guerra un odio insondable, que no concibo para ellos trato más justo, ejemplar y educativo que la pena de muerte, y que el fascismo me provoca una reacción visceral. Pero por sí solo el sentimiento (en este caso de odio) no puede justificar una conducta civil racional. Las mismas masas de alemanes que adhirieron al Führer no se dejaron arrastrar sino por emociones intensas que en sí mismas, subjetivamente, no tenían nada de reprochables, porque eran similares a las mías o a las de cualquier otro visceral enemigo del nazismo; aprobaban el exterminio de judíos y comunistas porque estaban persuadidos de que eran enemigos peligrosos, criminales que perseguían ferozmente la ruina de su nación y de sus familias. Evidentemente, eso era una mentira podrida y pueril, pero si hubiese sido cierto, si en verdad los judíos y los comunistas de todo el orbe, y especialmente los de Alemania, hubiesen estado conspirando para esclavizar o aniquilar a nuestros familiares y amigos, ¿cómo habríamos osado insultar al sentido de la justicia protegiéndoles? De lo que se trata, pues, no es de infundir terrores o emociones de cualquier índole, sino de procurar un conocimiento verídico y objetivo.
En segundo lugar, no está demostrado que «recordar» algo, o mejor dicho, tener conocimiento de experiencias del pasado que no hemos vivido nosotros, sino nuestros padres o abuelos —y por tanto no se pueden en rigor «recordar», sino aprender o descubrir—, sirva ni mucho ni poco para conjurar lo indeseable. Eso es una actitud supersticiosa, como la de quien cree que, puesto que es muy improbable que ocurra lo que uno imagine caprichosamente, se asegura de que no ocurra una tragedia a fuerza de torturarse imaginándola, pero olvidando estúpidamente que existen otras infinitas tragedias que no tendrá tiempo de imaginar en toda su inquieta y temerosa vida. No basta saber que algo indeseable ya ha ocurrido para evitar que suceda algo parecido o peor; más aún, incluso puede ser que algo que en el pasado ocurrió y se juzgó indeseable, se parezca en algún aspecto a lo que se considera deseable ahora. Hay al menos dos reflexiones importantes a hacer sobre ese misticismo de la memoria como antídoto social: (1) las condiciones para la posible o imposible repetición de una tragedia nunca se repiten ellas mismas, de manera que, siendo la comparación histórica siempre parcial y limitada, aparecerán elementos nuevos que vuelvan absurdo o irrazonable el parangón, siendo lo decisivo, en cualquier caso, la experiencia y la inteligencia nueva, actual, no el caso histórico; (2) a veces lo único que puede evitar que algo odioso ocurra es no tener la menor idea de que pueda ocurrir ni de que haya ocurrido antes, en fin, que sea inimaginable. En cierto modo, el Holocausto es inimaginable, lo fue mientras ocurría y sigue siendo inconcebible después de que un sinfín de reportajes, películas, libros de memorias y análisis históricos, sociológicos y hasta psiquiátricos nos han descrito una miríada de sus inconcebibles aspectos. Si alguna vez nos visitase un extraterrestre inteligente y nos pidiera que le explicásemos algún acontecimiento histórico importante, y por ventura se nos ocurriera elegir este odioso capítulo de nuestra historia reciente, estoy seguro de que el visitante nos sonreiría y nos espetaría con sorna: «Bien; eso ha sido una buena historia de terror, un poco a lo Vathek, pero ahora cuéntame una historia verdadera.» No hay nada psicológicamente extraño en la actitud de los historiadores revisionistas que niegan el Holocausto —salvo la maliciosa contumacia de negar las pruebas. Sus tesis son en realidad lo más verosímil: que sea falso; porque, aun con la tremenda carga de credulidad y fantasía que requeriría creer que toda esa historia ha sido fabricada tan sistemáticamente durante tantos años, creer que realmente sucedió exige de nuestro corazón, nuestras tripas y nuestro cerebro una cantidad muchísimo mayor de fe. Y ahí radica uno de los factores más terribles de la historia del Holocausto: no sólo en el terror real de lo que efectivamente sucedió, sino en que fue tan excesivo que se vuelve sencillamente increíble, como si proporcionara una diabólica coartada a los verdugos. Y en verdad creo que es todavía una buena cosa que no se sepa de la misa la mitad, que todo cuanto se ha reconstruido en películas, reportajes y libros de memorias sólo sea una minúscula parte del inconcebible infierno, porque si hubiésemos —cosa imposible— saturado de información hasta la exhaustividad, aún parecería menos creíble. Nos conmueven las narraciones que captan el terror global de aquella época, como La lista de Schindler por ejemplo, sólo porque, de acuerdo con los requisitos mínimos de la poética, debe asegurarse un final más o menos feliz, o al menos lógico, o incluso unos supervivientes. Pero la única película que podría transcribir fielmente esa historia sería irrealizable, porque sería una película sin actores, una película muda, con sólo cadáveres.
Imaginemos ahora, sólo por un momento, que a una generación, la nuestra por ejemplo, se le ocurriera llevar a cabo una sistemática eliminación de toda huella del Holocausto, la destrucción de todos los libros que se refieren al mismo, de todos los filmes y novelas, de todos los vestigios, a fin de que la generación siguiente no tuviese ése entre los ejemplos históricos. No podría entonces ser más inconcebible de lo que ya es sabiendo que ha existido, pero lo sería de un modo más absoluto. ¿No sería este olvido completo una garantía para evitar la repetición, tan válida, o incluso mejor, que la del obsesivo y patético «recordar»? Sé que lo que digo parecerá una atrocidad o una bobada a muchos, y por supuesto no se trata más que de un inocente experimento mental, inocuo por imposible. Lo que pretendo no es convencer de la necesidad de borrar u «olvidar» tales o cuales episodios de la historia, sino de la necesidad de mitigar los mensajes irritantes, patéticos. Todavía no han llegado a un acuerdo unánime los sociólogos y psicólogos acerca de si el cine truculento, de «sexo y violencia» es un factor que contribuye a incrementar los índices de delincuencia, o sólo es un reflejo pasivo, aunque quizá exagerado, de la realidad social. Yo no creo que un hombre normal, honesto, pueda salir de un cine convertido en un homicida por la sugestión de la macabra historia que ha visto; si tras salir de la sala uno comete un crimen, es que ya era criminal antes de entrar en ella. Pero la mecánica social, en masa, no funciona exactamente igual que la individual, y son incontables los casos en que los horrores sociales proceden de una fiel imitación de la imaginación artística. En todo caso, creo que ninguna persona sensata pondrá serias objeciones a la prudencia que consiste en no dar ejemplos.
«Recordar, recordar…», «memoria, memoria…», pero ¿y olvidar, no es acaso más necesario para la inteligencia? La historia no consiste en modo alguno en recordar, sino más bien en registrar. Y consiste también, ya lo he dicho, en olvidar. La memoria es una función biológica, no social. Para un individuo es tan imposible recordar el pasado que no vivió como recordar el futuro. Por cierto que tanto recordar el pasado como recordar el futuro son cosas que puede hacer, en un sentido muy especial, el historiador, o sea el que conoce la historia, una historia, cualquier historia, aunque sea ficticia. La expresión «recuerda el futuro» no tiene por qué significar el absurdo gramatical y absoluto de «recuerda lo que hiciste mañana», o de «lo haremos ayer». Basta haber leído la Odisea para que un alumno de la clase de literatura no se alarme si el profesor le pide que recuerde lo que le va a suceder a Ulises tras huir de la isla de los Lestrigones, es decir que recuerde el futuro (el de Ulises en esa parte de la historia, por supuesto, no el futuro del propio alumno en el momento en que es interpelado). Pero esto, naturalmente, nada tiene que ver con la memoria en sentido propio, biológico. Y si las funciones superiores de nuestro sistema nervioso tienen que involucrarse en una fundamentación teórica de la historia, sería justo que junto a la memoria no olvidásemos tampoco esa otra salutífera función de la amnesia.
He afirmado que la historia enseña ante todo a ser relativistas, a abandonar toda metafísica y todo dogma absoluto —salvo quizá unos pocos y elementales axiomas lógicos cuya validez resiste toda objeción imaginable—, enseña, en una palabra, la dialéctica, que ya comprendió perfectamente Heráclito, el eterno dinamismo del mundo. Esto es evidente por lo que respecta a la historia objetiva, pero lo curioso es que también enseña lo mismo, indirectamente, una historia mítica, como he sugerido más arriba. Expuestos a un relato fabuloso que se pretende hacer pasar por verídico, será imposible dejar de percibir la contradicción entre las fantásticas leyes que rigen el mundo mítico que presuntamente existió y las leyes más prosaicas que rigen el mundo real en que vivimos. Fuerza será reconocer que algo ha tenido que cambiar muy radicalmente, es decir que ha habido una evolución, aunque se sienta como una caída o una decadencia. Aun cuando uno sea tan ingenuo como para no albergar dudas acerca de la exactitud del relato bíblico, por ejemplo, tendrá que intentar explicarse cómo es que hoy vivimos en un mundo en el que han dejado de producirse milagros y otros prodigios, o de creerse en las mismas cosas; tendrá que explicarse cuándo, cómo y por qué decidió Dios abandonar a los hombres y marcharse con la música a otra parte. Puede ser tan obstinado que aún crea a pies juntillas que son íntegramente buenas y verdaderas las enseñanzas morales y prácticas de la Sagrada Escritura; y aun así se le pondrá en un difícil compromiso si se le obliga a intentar explicar por qué es hoy en la práctica mucho más difícil que en aquella santa época adherir al mismo conjunto de normas y de creencias, por qué se ha agotado su fuerza, por qué se ha desvanecido su razón de ser, en suma, por qué ha periclitado en lugar de vigorizarse y ganar ascendiente. Quizá no haya manera de persuadirle de que esas creencias antiguas son ya no sólo ineficaces, sino hasta dañinas si se defienden con imprudente fanatismo, y sin duda está en su legítimo derecho sentimental de creer que el mundo bíblico fue mejor que el actual, y la sociedad cristianizada mejor que la secularizada, pero aun así seguirá teniendo el problema de explicarse a sí propio y explicar convincentemente a los demás las causas de esa odiosa evolución. Frente a esta exigencia de explicación razonable, estamos obligados a caer en el realismo histórico, o en la idiocia.
He olvidado, bien que lo sé, tratar del tema anunciado en el título de esta entrada, salvo episódica y, tengo que reconocerlo, muy negativamente: eso de contar la historia hacia atrás. Pero creo haber advertido desde el principio que lo consideraba una idea peregrina e irrealizable, de manera que el tópico de la historia al revés sólo era una excusa para hablar de la historia a secas. Para no defraudar completamente las expectativas de quien se acercó a este texto esperando que tratase lo que estrictamente promete el título, tengo aún que ofrecer, como prometí, algunos oportunos ejemplos de la forma en que la idea de un tiempo transcurriendo hacia atrás —y no meramente relatado o examinado hacia atrás— ha sido a veces tratada con una rara penetración lógica, o un exceso de imaginación, junto a otros ejemplos de los diversos y curiosos razonamientos que de tanto en tanto ha motivado la reflexión sobre el tiempo en su sentido normal. Todo ello en la próxima entrada. Lamentaría concluir ésta dejando la ingrata impresión de que quise atraer la atención de los curiosos con un tema prometedoramente intrigante, como una pueril añagaza para hablarles de otros asuntos. Quiero desagraviar a estos lectores que se sientan de ese modo maltratados proponiendo un escenario en el que el ensayo de una historia regresiva podría ser seriamente considerado. No lo voy a analizar, porque este ejercicio me ha parecido ya demasiado fatigoso y demasiado anárquico: continuamente he tenido que luchar contra la tendencia a irme por las ramas, a involucrar aspectos incardinados que, en lugar de contribuir a esclarecer, lo harían todo aún más confuso. Me limitaré, pues, a proponerlo como tema de reflexión, por si alguno se anima a discutirlo (y, ¿por qué no?, a irse también por las ramas, para consolarme con la amistosa impresión de no ser el único que sufre esta pasión dialéctica). El tema es el siguiente: si relatar la historia hacia atrás no es tan interesante como la primera sugestión prometía, porque ya estamos obligados como mínimo a investigarla hacia atrás —ni más ni menos que como una indagación policial se remonta de los consecuentes a sus antecedentes, aunque al final el informe ordene el resultado de las pesquisas presentando el relato del crimen en sentido cronológico—, o dicho de otro modo, porque ese ejercicio intelectual «regresivo» ya va implícito, ya se hace en cierta fase, intermedia, de la labor del historiador, se me ocurre que quizá sí sería muy provechoso intentar un olvido hacia atrás, una amnesia regresiva, por decirlo atropelladamente. Este ensayo no sería menos razonable que el de «recordar el futuro», según el especial sentido al que ya me he referido (o sea el futuro de una historia conocida, que sólo es futuro para los protagonistas de la misma en un cierto momento de ella). No se trata de una idea peregrina, ni de ninguna anomalía discursiva, sino nuevamente de algo que se practica y se conoce bajo otros términos más familiares: ni más ni menos que del problema del anacronismo, y en especial del presentismo. El objeto sería esforzarse en desaprender, en cierto modo, en recordar lo que pensábamos o habríamos pensado antes de saber lo que ahora sabemos. Ciertamente, esto es lo que el historiador se esfuerza en lograr, y para lo que se requiere muchas veces una rara empatía, a fin de no juzgar las ideas ni los hechos del pasado mediante ideas y hechos que los hombres del pasado aún no podían concebir ni conocer. Esto no quiere decir que nos estorbe nuestro conocimiento actual, que es el imposible «conocimiento del futuro» para los hombres que nos precedieron; quiere decir que no debemos olvidar eso justamente, que tal conocimiento no lo teníamos antes de haberlo aprendido. De este modo, recordar cómo pensábamos antes de saber lo que ahora sabemos coincide, un poco paradójicamente, con intentar olvidar lo que sabemos —no olvidar que lo sabemos, que sería casi lo contrario, e imposible además, sino obviarlo, evitar que se mezcle anacrónicamente con el conocimiento tal como éste se hallaba antes. Como tal ejercicio, difícil, de amnesia regresiva sí que me parece interesante eso de recordar la historia hacia atrás. (¿No era esto, en suma, lo que quiso ensayar Fitgerald en su historia de Benjamin Button? No exageré al sugerir que algunos problemas teóricos de la historia pueden tomar como modelo las fantasías de los poetas, siempre que no pierdan el sentido de la prudencia y la realidad.)

6 comentarios:

  1. Me ha convencido este análisis, tan delicado como preciso, y tan lleno de sutilezas como de observaciones metódicas, que viene a desmentir ese topicazo de que el conocimiento de la historia proporciona automáticamente una mejor comprensión de la sociología presente. Está clarísimo que no todos juzgan y entienden los procesos sociales actiales del mismo modo, ni juzgan y entienden la historia del mismo modo, en caso de interesarse por ella. Es interesantísimo volver sobre estas cuestiones de filosofía de la historia. Y como es habitual, esta nueva entrada es tan densa, tan llena de ideas complejas, que invita más a discutir pormenorizadamente que en conjunto. Una de las cuestiones que has expuesto ha llamado mi atención particularmente: que la población mundial actual es equivalente a la población acumulada de todas las generaciones precedentes. Como dices, esto significa que una sola generación puede producir tantas obras de arte y literatura, científicas y técnicas, y experiencias de toda índole como las que registra toda la historia universal. Estrictamente, esto es una exageración, porque hay un factor decisivo que no se contempla en esta ecuación: la enorme diferencia del lapso en que transcurren esas dos experiencias, la de una generación y la de veinte o treinta. Pero me parce correcta en lo esencial. Y eso ¿no significa también que la sola generación presente contiene tantas sociedades y mentalidades distintas como registra la historia? ¿Que hay, en pleno siglo XXI —como en cualquier otro lapso— personas y estructuras que pertenecen culturalmente a épocas anteriores, al siglo XIX, al XVIII, o al II a.C.? Y ¿no es esto parecido a la coexistencia, en cada generación, de individuos de todas las edades? Los hombres maduros pueden haber olvidado cómo razonaban y se conducían cuando eran niños, pero ahí están sus hijos para recordárselo. Y en sus ancianos padres tienen el espejo en que contemplar lo que serán ellos mismos dentro de unos años, algo así como una máquina del tiempo. ¿Qué sucede entonces cuando los padres no comprenden a sus hijos? ¿Acaso su amnesia es tan aguda como para no reconocer que se les parecen, que no son muy distintos de lo que ellos mismos fueron a tan tierna edad? ¿O es que en el ínterin han ocurrido unos cambios catastróficos, aunque todavía desarrollados casi insensiblemente? La mefistofélica acción a la vez destructora y constructora del capitalismo ya se acusó muy dramática y tangiblemente durante la revolución industrial? La hermosa expresión de Marx «todo lo sólido se desvanece en el aire» sintetiza con toda exactitud ese brutal cambio de ritmo de la historia. No hay que sorprenderse entonces de que, a partir de ese momento, cada generación se encuentre obligada a ignorar toda herencia de la anterior, que no le sirve de gran cosa para conducirse eficazmente en un escenario completamente cambiado. Esto solo ya desacredita ese tonto tópico de que la historia nos ayuda a comprender el presente. Y sin embargo sigue siendo un tópico cierto, si se lo comprende bien. Porque se trata no sólo de aprender de ejemplos anteriores, de ensayos, éxitos y fracasos de nuestros antepasados, sino de comprender al mismo tiempo que tales modelos son irrepetibles, y que lo que ha de emularse no son sus rasgos concretos, circunstanciales, sino algo así como el método. La historia como fuente inagotable de experiencias humanas es buena para la literatura, para la ética, para el arte, para la ciencia, para la política. Pero como ciencia sólo es verdaderamente esclarecedora bajo la perspectiva filosófics del materialismo marxista.

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  2. ¿Ayuda ese ejercicio de amnesia regresiva, como de recorrido hacia atrás de nuestros propios estados de conciencia, a comprender objetiva y correctamente la realidad que nos circunda y nuestra posición en ella? En todo caso, es evidente que resulta muy difícil de hacer. No me detengo aquí en la dificultad paradójica de este ejercicio, que ya se insinúa en la entrada sin pararse tampoco a explorarla: en realidad no se trata de olvidar voluntariamente, que es imposible, sino de intentar recordar lo que pensábamos y cómo lo pensábamos antes de acumular los conocimientos y experiencias que poseemos ahora. El ejercicio ya es difícil cuando se trata de recordar cómo uno mismo pensaba de adolescente o de joven, porque justamente esos pensamientos han sido u olvidados o suplantados y hasta falsificados muchas veces. A lo más, en la mayoría de los casos sólo llegamos a recordar circunstancias y hechos ciertos, y nuestra conducta ante ellos, pero los seguimos juzgando con el aparato conceptual y la conciencia actuales. Mucho más difícil es entonces evitar este anacronismo a la hora de analizar hechos históricos en los que ni siquiera fuimos actores ni espectadores. Aprender a contextualizar requiere saber extraer los factores más determinantes de la cultura de una época, y requiere un esfuerzo de empatía con sentimientos y experiencias que no son los nuestros. Evidentemente, esto exige saber descartar de tales factores los que sólo aparecen en épocas posteriores a la examinada; por ejemplo, no puede pensarse en un filósofo de la Antigüedad que aprueba el esclavismo como si tuviese la misma abyecta moral inhumana de un esclavista norteamericano del siglo XIX.
    Estoy de acuerdo con Cosma en que sólo la perspectiva y el método del materialismo histórico proporciona una explicación correcta y objetiva del desarrollo histórico, aunque dicho así, tan apodícticamente, sonará a dogmatismo infundado a quienes no tengan del marxismo más que un conocimiento superficial. ¿Cuántas veces no habremos oído, y seguiremos oyendo, cosas tan peregrinas y absurdas como que el marxismo anula al individuo, por ejemplo? Lo que hace el marxismo es distinguir y evaluar el grado de influencia, en cada situación, de todos los factores que determinan la evolución social; entre ellos también se encuentra la personalidad dominante de los líderes políticos, por ejemplo, que ofrece una casuística apasionante en el dominio de las tácticas; pero en general insiste en que los procesos sociales no se explican por factores psicológicos, ya sean individuales o colectivos, porque estos mismos factores dependen de otros factores sociales (tradición, educación, distribución de la riqueza, desarrollo científico y tecnológico, formas de organización política, &c).

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  3. Del mismo modo que el conocimiento de hechos históricos no enseña a razonar mejor a alguien que no tiene ya una forma objetiva, realista y racional de comprender el mundo presente, tampoco ayudará, evidentemente, ese sugerido ejercicio de amnesia regresiva. Si uno está cargado ahora de prejuicios y sufre una pérdida de realidad y no sabe analizar científicamente lo que le sucede a él mismo, difícilmente sabrá realizar ese proceso de ir recordando cómo se formaron sus opiniones actuales; si éstas ya son lunáticas o místicas, es imposible que le sirva de antídoto ese ejercicio para el que de hecho no está preparado. La sugerencia estaba propuesta para el historiador juicioso, o si se quiere, para un hombre que ya en el presente esté libre de razonar de manera extravagante. Y ¿para qué le servirá a éste, si ya comprende bien la realidad? Para comprenderla mejor, para encontrar fisuras y enmendarlas, pero sobre todo, también, para comprender la lógica de otras mentalidades, de otras experiencias, de otros estadios anteriores de conciencia —que, ocasionalmente, pueden haber sido los suyos propios en el pasado. Si uno se vuelve racionalista y materialista a los 40 años, pero recuerda que creía en el espiritismo, o en Dios, a los 20, sin duda encontrará motivos y explicaciones interesantes que le harán comprender que su anterior mentalidad no fue sólo un azar ni una sinrazón, sino una etapa en cierto modo necesaria de su inteligencia. Pero al mismo tiempo comprenderá que no podría haber ocurrido al revés, o sea que pasase de una mentalidad científica a una mística, o mejor dicho, comprenderá que esto también le puede suceder a alguien, pero que entonces no se explica del mismo modo, sino como un trastorno o un retroceso de la inteligencia (aunque en la mayoría de los casos en que esto ocurre me parece que se tratará de una regresión sólo aparente: muchas personas se conducen racionalmente sólo porque también pueden mecanizarse los hábitos y métodos lógicos, por imitación o contagio, por presión ambiental, pero sin que ello vaya acompañado de una verdadera reflexión racional, un poco como se aprende a manejar un instrumental técnico sin tener la menor noción de sus fundamentos teóricos; en tales casos, si uno pasa de una racionalidad instrumental de contenido científico a otra racionalidad instrumental de contenido místico, no hay verdadera regresión; a este respecto la antropología ha mostrado el error de Levy-Bruhl y otros al atribuir a los primitivos una mentalidad “prelógica”: el zulú, por ejemplo, cree que puede provocar la lluvia mediante ciertos conjuros con el tam-tam, porque lo ignora todo sobre las leyes meteorológicas; nosotros, en cambio, sólo atendemos a las explicaciones autorizadas que el “hombre del tiempo” nos ofrece por TV, pero nuestro mecanismo mental es exactamente el mismo que el del zulú, o sea depositar su confianza en el brujo, porque en el caso general tampoco sabemos gran cosa de meteorología; la única diferencia está en el contenido social de las creencias, que es científico en nuestro caso y mágico en el del zulú, pero no en la forma de razonar).

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  4. ¿Podemos sacar algún partido, alguna ventaja, alguna enseñanza del intento de practicar esta amnesia regresiva, esta reconstrucción de la formación de la personalidad o de la evolución cultural o política, en una persona cuya actual mentalidad sea irracional, por ejemplo en un nacionalista? Creo que sí, en la mayoría de los casos, aunque el proceso no sería tan inmediato ni tan sencillo como idealmente cabría imaginar. El hombre que sabe calcular rápidamente una raíz cuadrada con varios decimales de precisión utilizando la diferencial, puede recordar y juzgar lo esotérico que resultaba el farragoso método aritmético que se enseñaba antiguamente en las escuelas, es decir que a él le proporciona la historia unas razones adicionales a lo que ya sabe; pero el que da crédito a los cuentos de la parapsicología, o el que teme que un gobierno socialista elimine el gran capital financiero y monopolista, porque cree que sin ellos la economía se derrumba, no adelantan mucho reexaminando la trayectoria de su formación, porque toda ella se ha desarrollado en una caverna. A éstos les falta asimilar aún toda la ciencia actual que es posible adquirir al margen de la historia. En cierto modo, podemos decir que están aún en una fase atrasada de la propia historia, porque la educación actual, si es completa, incluye todo lo conseguido históricamente. Se comprueba fácilmente que es ínfima la parte de la población que ha recibido una buena instrucción intelectual. Y por supuesto, la materia histórica es parte importante de esa deficiencia general. Volvemos así al problema que apunté al principio: antes o al mismo tiempo que se realiza ese ejercicio de historia regresiva, que en suma no es otra cosa sino aprender a contextualizar correctamente, a evitar los anacronismos, es necesario que la evolución histórica se aprenda con buen método, es decir en la perspectiva del materialismo.

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  5. De otro modo, me parece más sensata la actitud de quien se desentiende de la historia, sospechando que no es más que un campo de elucubración ideológica. Creo que los historiadores no deberían desear que la afición a la historia se extendiese, sino todo lo contrario, que se redujese, para mitigar su uso ideológico y su mixtificación popular (por ejemplo, en la historia que escriben los nacionalistas); del mismo modo que los buenos escritores han de detestar por fuerza el bestsellerismo. Igual que se hace un uso fraudulento de las ciencias, tomadas parcialmente y deformadas lógicamente, para aprobar toda clase de ideas descabelladas (por ejemplo, los libros espiritistas están llenos de majaderías inspiradas en absurdas interpretaciones de la mecánica cuántica), la historia social ofrece también un inagotable caudal de ejemplos con los que avalar toda clase de despropósitos políticos. Se comprende que no es racionalmente útil la historia tal cual, sino una historia científica. Y una clave esencial de ésta es la idea del contexto, la evitación del anacronismo. Necesariamente hay que ejercitar la comparación para comprender la historia, pero entonces el problema es entender correctamente en qué consiste una comparación. Ante todo hay que tener en cuenta los límites en que tiene sentido establecer semejanzas y diferencias entre dos situaciones históricas, y distinguir los factores más permanentes de aquellos otros puramente circunstanciales. Saúl ha puesto un buen ejemplo en el caso de la comparación de la esclavitud en época moderna, ya bajo el capitalismo, con el antiguo sistema esclavista. En varias ocasiones se ha comparado aquí la mentalidad etnicista y el mitologismo histórico de los catalanistas con las falacias nacionalsocialistas. ¿Es arbitraria o incorrecta esta comparación? ¿Constituye un caso de argumentum ad Hitlerium? Por supuesto que no, porque en esa comparación no se supone que toda la doctrina, toda la táctica, toda la experiencia social y toda la psicología involucrada en el catalanismo sea idéntica a la del fascismo alemán, sino que sólo se identifican unos determinados rasgos descollantes y verdaderamente comunes: la sustitución de los hechos por mitos, la mitificación del Volkgeist, el etnicismo, la demonización de un enemigo ficticio, la proyección anacrónica de los propios sentimientos a los catalanes del pasado feudal… En cambio, sí constituye una falsa comparación y un argumento ad Hitlerium deducir que, puesto que la derecha española defiende la integridad territorial de la nación, entonces esa defensa sólo interesa a la derecha. Está claro que la integridad territorial de cualquier nación es un principio de interés común, independiente del régimen político. Por lo mismo resulta absurdo deducir que, puesto que el mundo actual está sometido al imperialismo capitalista, toda clase de imperio es necesariamente capitalista; o bien, del hecho de que toda guerra es un acto destructivo y violento, deducir que no existen otras diferencias importantes y decisivas entre una guerra imperialista, injusta, y una guerra civil, justa (porque en la primera se enfrenta a los trabajadores de un país contra los de otro para defender a sus respectivos explotadores capitalistas, mientras que la guerra civil es una guerra de clases).

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  6. Hola, muy interesante el artículo. Desde la ficción, recomiendo de Alejo Carpentier “Viaje a la semilla” (La guerra del tiempo, 1944), el cual es superior a los buenos ejemplos propuestos porque se lo puede leer como una respuesta a tu pregunta.
    Saludos, Marcelo

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