[DE: Alberto
Luque]
Hace unos días
os proponía tratar del problema de la contaminación de significantes en el
vocabulario político. Quiero insistir un poco.
El tema de la
corrupción del lenguaje empleado en la vida política no tiene mucho que ver con
cuestiones de pureza o rigor filológicos. No se trata del mismo daño que se
hace cuando se usan palabras con significados distintos de los tradicionales (i.e.
de las acepciones consignadas hasta el momento en el diccionario), como por
ejemplo ocurre cada vez con más frecuencia con palabras como “deleznable” o
“latente”, ni tampoco cuando se fabrican espontáneamente palabras anómalas,
como por ejemplo “preocupante”, o expresiones absurdas o chocantes, como
“espacio de tiempo” —que suena como “madera de hierro”—, etc. Recordaba en mi
anterior mensaje la evidente necesidad que tiene toda ciencia u oficio de
elaborar un vocabulario técnico inequívoco. Un matemático llama a ciertos entes
números “naturales”, “irracionales” o “imaginarios”, y nos habla de “funciones
monótonas” y otras especies intrigantes, sin que ni por asomo le vengan a la
mente ideas como la de (números) “salvajes”, “lunáticos” o “inexistentes”, ni
la de “espectáculos aburridos” (por “funciones monótonas”)…
Sólo en el
terreno sociológico, en el terreno común, político, nos vemos arrojados a un
espacio sin lenguaje bien definido, a una selva de monstruos proteicos y
engañosos —que es lo que devienen algunas palabras comunes—, de cuya naturaleza
hostil o afable nunca podamos estar seguros. La realidad es aquí como la
ficción de 1984 (y en especial parece realizarse por momentos la
pesadilla de la nevlengua).
El problema
con la corrupción del significado de términos políticos —o sociológicos— es que
se convierten en lo que Ogden y Richards llamaban “Irritantes”, es decir
términos sin verdadero significado denotativo, pero, lo que es más peligroso,
con una gran carga de significaciones emocionales, irracionales. Cuando
esto sucede, no basta con proceder a usar —y propugnar el uso de— otros
términos bien definidos y no contaminados, (1) porque esto sólo saca de la
confusión a una minoría de personas ideológicamente advertidas, y (2) los
términos contaminados siguen influyendo o condicionando o reforzando la actitud
acrítica de la mayoría.
Me gusta
recordar a menudo el topos de Ortega de que el lenguaje, más que para
expresar los pensamientos, sirve para ocultar los sentimientos… Ya desde, al
menos, la Grecia clásica se advirtió la facultad prodigiosa del lenguaje para confundir
y engañar, tanto como —o incluso más que— para comunicar hechos ciertos,
información verdadera. (Gorgias, por ejemplo, en su Encomio de Elena…)
En nuestros días ese uso falaz del lenguaje se ha vuelto incluso zafio —al
contrario que en los sofistas, donde el refinamiento paradójico alcanza las
máximas cotas de profundidad intelectual. Hoy se hace creer a casi todos que un
problema se resuelve cambiándole el nombre a la variable independiente, como
jocosamente decía Hilbert. Recuerdo a un pequeño delincuente juvenil de mi
pueblo que rechazaba un día el reproche de haber robado, corrigiendo así a su
acusador: “No lo he robado, sólo lo he sustraído”. Y como el
decálogo mosaico no prohíbe literalmente “sustraer”, sino sólo “robar”, aquel
pilluelo seguramente creía haber hallado un modo legítimo de probar su
inocencia. (La cosa no es tan sencilla si nos atenemos a los modernos códigos
penales, que hilvanan, por ejemplo, la diferencia entre hurto y robo, etc.;
pero no se crea que no habría escapatoria para un listillo que quisiera
atenerse a la letra; en el artículo 244 de nuestro Código Penal, por ejemplo,
se usan casi indistintamente los verbos “sustraer” y “utilizar”, referidos a
vehículos, de un modo que se presta a sofisterías más interesantes que las de
la época de Protágoras: “El que sustrajere o utilizare sin la debida
autorización un vehículo a motor o ciclomotor ajenos, cuyo valor excediere de
400 euros, sin ánimo de apropiárselo, será castigado con la pena de trabajos en
beneficio de la comunidad de 31 a 90 días o multa de seis a 12 meses si lo
restituyera, directa o indirectamente, en un plazo no superior a 48 horas, sin
que en ningún caso la pena impuesta pueda ser igual o superior a la que
correspondería si se apropiare definitivamente del vehículo.”)
Tomemos de
nuevo la palabra “democracia”, es decir el hecho de que tel quel haya
llegado a hacerse sinónima de sistema capitalista con gobierno parlamentario.
Una salvación está en la multiplicación o añadido de epítetos (“directa”,
“popular”, “socialista”, etc.); pero este expediente, como decía, es inocuo, en
la medida en que el uso a secas de la palabra “democracia” sigue aludiendo al
falaz y superficial escenario (farsa) en que se depositan papeletas en urnas
cada cierto lapso para votar a distintos partidos organizados —momento a partir
del cual los distintos políticos, según las cotas de poder alcanzadas, hacen y
deshacen sin transparencia, publicidad ni responsabilidad alguna.
Lo mismo con
la palabra “igualdad”, que se reduce a su significación puramente jurídica de
igualdad formal “ante la ley”, ignorando lo que tiene de farsa el hecho de que
las condiciones en que cada parte se halle sean tremendamente desiguales. Si
uno pretende estirar el concepto y arrastrarlo al terreno de la igualdad económica,
veremos alzarse indignados a todos los ricos, que nos reprocharán nuestra
“envidia”, como hace Escohotado en Los enemigos del comercio. Durante el
período de transición del feudalismo al capitalismo, la burguesía adhería al
lema de la igualdad, pero realmente sólo pensaba en igualarse a la
nobleza; nada más lejos de un verdadero igualitarismo, del comunismo maduro que
ya empezó a desarrollarse políticamente en la misma época de la Revolución
francesa. El Imperio napoleónico no tendría otro objetivo que el de socavar
esos mínimos e incipientes destellos de lucidez social.
Y ¿qué sucede
con términos como “resistencia” o “indignación”? En mi opinión son buenos y
malos, útiles e inútiles, dependiendo de cómo se usen, de cómo se incardinen en
un tejido social de ideas claras y compartidas —o mejor, dependiendo de si tal
tejido existe o no. “Indignarse” y “resistir”, en rigor, es algo que de momento
hacen mucho mejor los ricos que los pobres: se indignan contra toda reclamación
de justicia, y se resisten terca y eficazmente contra toda presión
igualitarista. Si no disponemos de ese tejido social que vuelve unas palabras
patrimonio casi exclusivo de un bando, que las vuelve directa e inequívocamente
útiles sólo para un propósito racional, no engañoso, entonces (con palabras
como “indignación” o “resistencia”, etc.) caemos en la actitud imbele, inocua,
idealista, del sentimentalismo.
Pero no
caigamos tampoco en exageraciones sobre el condicionamiento —mal llamado
“relativismo”— lingüístico. No existe realmente algo así como una “lengua de la
clase dominante”, por oposición a la cual habrían de construirse otras para uso
de las clases subalternas, ni de ningún grupo social en particular. Eso lo dejó
muy claro Stalin, en el que Sebastiano Timpanaro juzgó el único escrito de
aquél con un verdadero valor teórico (quizá también habría que concedérselo a
sus textos sobre el nacionalismo, y en particular a su desarrollo del leninismo
en el tema de valor político de las luchas anticolonialistas). La lengua es
común; y no sólo es común a todos los ciudadanos de un país, ocupen la posición
social que ocupen, sino que, en un sentido universal, “generativista”, el
lenguaje es común a toda la humanidad: cualquier lengua es la misma lengua. Las
diferencias entre los diversos usos lingüísticos constituyen jergas, no
lenguas.
Se trata, por
tanto, siempre, de combatir en el terreno de las ideas, usando la misma lengua
que usan quienes no las comparten. Incluso si se trata de corregir el uso o las
connotaciones de unas determinadas palabras, estamos en el terreno del combate ideológico,
y no en un terreno académico puramente lingüístico; y esa corrección sólo puede
ser propuesta o discutida, de nuevo, en la misma lengua, ya parcialmente
corrompida, que se pretende refinar. Esto no significa en modo alguno negar que
el vocabulario, como medio, como instrumento, sea por supuesto un arma decisiva
—cuando no sintomática. Por sí solas, las palabras no hacen ningún daño, ni
tampoco ningún bien. Pero mediatizan un daño o un bien que procede de
las relaciones sociales, del entramado social, y por tanto ideológico, en que
tales palabras han de usarse.
Que
“jesuítico” signifique hipócrita, falaz —o, atenuándolo un poco, cauteloso
o astucioso—… que estas denotaciones estén recogidas en nuestro
diccionario dice mucho acerca del recelo con que generalmente se ha mirado a
los distinguidos miembros de la Compañía de Jesús (una “compañía” que no es ni
la primera ni la última, como bromeaba Benavente: la primera un par de mulas, y
la última dos ladrones).
Que “gitano”
signifique gracioso, brioso, pero también algo así como embaucador,
alguien que sabe engañar con zalamerías… otro tanto. Y eso cuando no se asocia
este gentilicio al amor a lo ajeno, como en la primera rotunda frase de “La
gitanilla” de Cervantes —que hoy pasaría por una deliciosa y absoluta
“incorrección política”—: “Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron
en el mundo para ser ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones,
estudian para ladrones y finalmente salen con ser ladrones corrientes y
molientes a todo ruedo, y la gana de hurtar y el hurtar son en ellos como
accidentes inseparables, que no se quitan sino con la muerte.” Y que “ir hecho
un gitano” signifique presentar un aspecto lamentable, zarrapastroso,
harapiento, sin duda no le resulta chocante a nadie. Lo que no quita para que,
en otro contexto (i.e. con otra connotación) pueda expresarse
satisfacción u orgullo, como cuando Camarón pronunciaba “zhoy ’itano”…
Y ¿qué pasa
con la palabra “inmigrante”? Bueno, aquí ya hay un inevitable deje de desprecio
y de racismo. Aunque el mal no está, insisto, en la palabra misma —desde luego
impropia—, sino en la mentalidad xenófoba y clasista, en los prejuicios que
revela. Uno puede seguir la inculta costumbre de llamar inmigrantes a los
inmigrados y sin embargo rechazar todo tipo de discriminación antidemocrática.
Eso es así: la impropia palabra la usan, para denotar a las mismas personas,
tanto quienes defienden los derechos de los trabajadores extranjeros como
quienes azuzan la xenofobia. Así que no se trata de un problema meramente
lingüístico. (En todo caso, nunca puede tratarse de inmigrantes
propiamente hablando, sino de trabajadores extranjeros, o de inmigrados.
A finales del siglo xviii o
principios del xix habría
resultado inconcebible, por estúpido, llamar émigrants a los émigrés.
Este gerundio perpetuo parece como una novísima forma verbal, para designar la
acción que permanece como tal aun después de acabada… O sea que ser
“inmigrante” no tiene fecha de caducidad, por más que uno ya no se mueva de su
sitio. Claro que “inmigrante” suena más como “currante” —condición, esta sí,
perpetua—, mientras que “inmigrado” suena como “currado”…)
Lo dejo aquí.
Quería distraerme un poco con algunas reflexiones entre melancólicas y jocosas.