16 de abril de 2012

Más sobre el lenguaje


[DE: Alberto Luque]

Hace unos días os proponía tratar del problema de la contaminación de significantes en el vocabulario político. Quiero insistir un poco.
El tema de la corrupción del lenguaje empleado en la vida política no tiene mucho que ver con cuestiones de pureza o rigor filológicos. No se trata del mismo daño que se hace cuando se usan palabras con significados distintos de los tradicionales (i.e. de las acepciones consignadas hasta el momento en el diccionario), como por ejemplo ocurre cada vez con más frecuencia con palabras como “deleznable” o “latente”, ni tampoco cuando se fabrican espontáneamente palabras anómalas, como por ejemplo “preocupante”, o expresiones absurdas o chocantes, como “espacio de tiempo” —que suena como “madera de hierro”—, etc. Recordaba en mi anterior mensaje la evidente necesidad que tiene toda ciencia u oficio de elaborar un vocabulario técnico inequívoco. Un matemático llama a ciertos entes números “naturales”, “irracionales” o “imaginarios”, y nos habla de “funciones monótonas” y otras especies intrigantes, sin que ni por asomo le vengan a la mente ideas como la de (números) “salvajes”, “lunáticos” o “inexistentes”, ni la de “espectáculos aburridos” (por “funciones monótonas”)…
Sólo en el terreno sociológico, en el terreno común, político, nos vemos arrojados a un espacio sin lenguaje bien definido, a una selva de monstruos proteicos y engañosos —que es lo que devienen algunas palabras comunes—, de cuya naturaleza hostil o afable nunca podamos estar seguros. La realidad es aquí como la ficción de 1984 (y en especial parece realizarse por momentos la pesadilla de la nevlengua).
El problema con la corrupción del significado de términos políticos —o sociológicos— es que se convierten en lo que Ogden y Richards llamaban “Irritantes”, es decir términos sin verdadero significado denotativo, pero, lo que es más peligroso, con una gran carga de significaciones emocionales, irracionales.  Cuando esto sucede, no basta con proceder a usar —y propugnar el uso de— otros términos bien definidos y no contaminados, (1) porque esto sólo saca de la confusión a una minoría de personas ideológicamente advertidas, y (2) los términos contaminados siguen influyendo o condicionando o reforzando la actitud acrítica de la mayoría.
Me gusta recordar a menudo el topos de Ortega de que el lenguaje, más que para expresar los pensamientos, sirve para ocultar los sentimientos… Ya desde, al menos, la Grecia clásica se advirtió la facultad prodigiosa del lenguaje para confundir y engañar, tanto como —o incluso más que— para comunicar hechos ciertos, información verdadera. (Gorgias, por ejemplo, en su Encomio de Elena…) En nuestros días ese uso falaz del lenguaje se ha vuelto incluso zafio —al contrario que en los sofistas, donde el refinamiento paradójico alcanza las máximas cotas de profundidad intelectual. Hoy se hace creer a casi todos que un problema se resuelve cambiándole el nombre a la variable independiente, como jocosamente decía Hilbert. Recuerdo a un pequeño delincuente juvenil de mi pueblo que rechazaba un día el reproche de haber robado, corrigiendo así a su acusador: “No lo he robado, sólo lo he sustraído”. Y como el decálogo mosaico no prohíbe literalmente “sustraer”, sino sólo “robar”, aquel pilluelo seguramente creía haber hallado un modo legítimo de probar su inocencia. (La cosa no es tan sencilla si nos atenemos a los modernos códigos penales, que hilvanan, por ejemplo, la diferencia entre hurto y robo, etc.; pero no se crea que no habría escapatoria para un listillo que quisiera atenerse a la letra; en el artículo 244 de nuestro Código Penal, por ejemplo, se usan casi indistintamente los verbos “sustraer” y “utilizar”, referidos a vehículos, de un modo que se presta a sofisterías más interesantes que las de la época de Protágoras: “El que sustrajere o utilizare sin la debida autorización un vehículo a motor o ciclomotor ajenos, cuyo valor excediere de 400 euros, sin ánimo de apropiárselo, será castigado con la pena de trabajos en beneficio de la comunidad de 31 a 90 días o multa de seis a 12 meses si lo restituyera, directa o indirectamente, en un plazo no superior a 48 horas, sin que en ningún caso la pena impuesta pueda ser igual o superior a la que correspondería si se apropiare definitivamente del vehículo.”)
Tomemos de nuevo la palabra “democracia”, es decir el hecho de que tel quel haya llegado a hacerse sinónima de sistema capitalista con gobierno parlamentario. Una salvación está en la multiplicación o añadido de epítetos (“directa”, “popular”, “socialista”, etc.); pero este expediente, como decía, es inocuo, en la medida en que el uso a secas de la palabra “democracia” sigue aludiendo al falaz y superficial escenario (farsa) en que se depositan papeletas en urnas cada cierto lapso para votar a distintos partidos organizados —momento a partir del cual los distintos políticos, según las cotas de poder alcanzadas, hacen y deshacen sin transparencia, publicidad ni responsabilidad alguna.
Lo mismo con la palabra “igualdad”, que se reduce a su significación puramente jurídica de igualdad formal “ante la ley”, ignorando lo que tiene de farsa el hecho de que las condiciones en que cada parte se halle sean tremendamente desiguales. Si uno pretende estirar el concepto y arrastrarlo al terreno de la igualdad económica, veremos alzarse indignados a todos los ricos, que nos reprocharán nuestra “envidia”, como hace Escohotado en Los enemigos del comercio. Durante el período de transición del feudalismo al capitalismo, la burguesía adhería al lema de la igualdad, pero realmente sólo pensaba en igualarse a la nobleza; nada más lejos de un verdadero igualitarismo, del comunismo maduro que ya empezó a desarrollarse políticamente en la misma época de la Revolución francesa. El Imperio napoleónico no tendría otro objetivo que el de socavar esos mínimos e incipientes destellos de lucidez social.
Y ¿qué sucede con términos como “resistencia” o “indignación”? En mi opinión son buenos y malos, útiles e inútiles, dependiendo de cómo se usen, de cómo se incardinen en un tejido social de ideas claras y compartidas —o mejor, dependiendo de si tal tejido existe o no. “Indignarse” y “resistir”, en rigor, es algo que de momento hacen mucho mejor los ricos que los pobres: se indignan contra toda reclamación de justicia, y se resisten terca y eficazmente contra toda presión igualitarista. Si no disponemos de ese tejido social que vuelve unas palabras patrimonio casi exclusivo de un bando, que las vuelve directa e inequívocamente útiles sólo para un propósito racional, no engañoso, entonces (con palabras como “indignación” o “resistencia”, etc.) caemos en la actitud imbele, inocua, idealista, del sentimentalismo.
Pero no caigamos tampoco en exageraciones sobre el condicionamiento —mal llamado “relativismo”— lingüístico. No existe realmente algo así como una “lengua de la clase dominante”, por oposición a la cual habrían de construirse otras para uso de las clases subalternas, ni de ningún grupo social en particular. Eso lo dejó muy claro Stalin, en el que Sebastiano Timpanaro juzgó el único escrito de aquél con un verdadero valor teórico (quizá también habría que concedérselo a sus textos sobre el nacionalismo, y en particular a su desarrollo del leninismo en el tema de valor político de las luchas anticolonialistas). La lengua es común; y no sólo es común a todos los ciudadanos de un país, ocupen la posición social que ocupen, sino que, en un sentido universal, “generativista”, el lenguaje es común a toda la humanidad: cualquier lengua es la misma lengua. Las diferencias entre los diversos usos lingüísticos constituyen jergas, no lenguas.
Se trata, por tanto, siempre, de combatir en el terreno de las ideas, usando la misma lengua que usan quienes no las comparten. Incluso si se trata de corregir el uso o las connotaciones de unas determinadas palabras, estamos en el terreno del combate ideológico, y no en un terreno académico puramente lingüístico; y esa corrección sólo puede ser propuesta o discutida, de nuevo, en la misma lengua, ya parcialmente corrompida, que se pretende refinar. Esto no significa en modo alguno negar que el vocabulario, como medio, como instrumento, sea por supuesto un arma decisiva —cuando no sintomática. Por sí solas, las palabras no hacen ningún daño, ni tampoco ningún bien. Pero mediatizan un daño o un bien que procede de las relaciones sociales, del entramado social, y por tanto ideológico, en que tales palabras han de usarse.
Que “jesuítico” signifique hipócrita, falaz —o, atenuándolo un poco, cauteloso o astucioso—… que estas denotaciones estén recogidas en nuestro diccionario dice mucho acerca del recelo con que generalmente se ha mirado a los distinguidos miembros de la Compañía de Jesús (una “compañía” que no es ni la primera ni la última, como bromeaba Benavente: la primera un par de mulas, y la última dos ladrones).
Que “gitano” signifique gracioso, brioso, pero también algo así como embaucador, alguien que sabe engañar con zalamerías… otro tanto. Y eso cuando no se asocia este gentilicio al amor a lo ajeno, como en la primera rotunda frase de “La gitanilla” de Cervantes —que hoy pasaría por una deliciosa y absoluta “incorrección política”—: “Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones y finalmente salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo, y la gana de hurtar y el hurtar son en ellos como accidentes inseparables, que no se quitan sino con la muerte.” Y que “ir hecho un gitano” signifique presentar un aspecto lamentable, zarrapastroso, harapiento, sin duda no le resulta chocante a nadie. Lo que no quita para que, en otro contexto (i.e. con otra connotación) pueda expresarse satisfacción u orgullo, como cuando Camarón pronunciaba “zhoy ’itano”…
Y ¿qué pasa con la palabra “inmigrante”? Bueno, aquí ya hay un inevitable deje de desprecio y de racismo. Aunque el mal no está, insisto, en la palabra misma —desde luego impropia—, sino en la mentalidad xenófoba y clasista, en los prejuicios que revela. Uno puede seguir la inculta costumbre de llamar inmigrantes a los inmigrados y sin embargo rechazar todo tipo de discriminación antidemocrática. Eso es así: la impropia palabra la usan, para denotar a las mismas personas, tanto quienes defienden los derechos de los trabajadores extranjeros como quienes azuzan la xenofobia. Así que no se trata de un problema meramente lingüístico. (En todo caso, nunca puede tratarse de inmigrantes propiamente hablando, sino de trabajadores extranjeros, o de inmigrados. A finales del siglo xviii o principios del xix habría resultado inconcebible, por estúpido, llamar émigrants a los émigrés. Este gerundio perpetuo parece como una novísima forma verbal, para designar la acción que permanece como tal aun después de acabada… O sea que ser “inmigrante” no tiene fecha de caducidad, por más que uno ya no se mueva de su sitio. Claro que “inmigrante” suena más como “currante” —condición, esta sí, perpetua—, mientras que “inmigrado” suena como “currado”…)
Lo dejo aquí. Quería distraerme un poco con algunas reflexiones entre melancólicas y jocosas.


El catalanismo y la poesía de Carles Riba


[DE: Alberto Luque]

[…] de un librito de Gabriel Ferrater, La poesia de Carles Riba, cinco conferencias dictadas durante el curso académico de 1965-1966, invitado por la Cátedra de Lengua y Literatura Catalanas de la UB, y editadas póstumamente en 1979. Es interesante el modo en que, aun muy sintéticamente, explica la tortura y el dominio de la expresión ajustada en la poesía acentual (y en particular los esfuerzos de Riba para componer auténticas elegías), y sobre todo es muy interesante la reflexión, inevitablemente truncada y esquematizada, pero muy penetrante, sobre el sentido de pura vitalidad, de pura animalidad, de “modestia”, completamente materialista de la poesía en general, y de la de Riba en particular. Pero lo traigo ahora a colación por otro tema, que surge incidentalmente, el del nacionalismo. Hace unos días me pidió Josep Maria Cuenca que le encontrase este librito, que no ha sido jamás reeditado —como tampoco, en general, las demás obras de Ferrater—, cosa que llama la atención. Pues bien, simplemente leyendo los pasajes en que se refiere al origen y sentido burgués, reaccionario y cateto del catalanismo, y en especial a Cambó, a quien no tiene reparos en llamar un auténtico “analfabeto”, se comprende el poco interés que pueden tener la mayoría de los editores catalanes en reeditarlo. Destaco aquí dos de esos pasajes [pp. 93 i pp. 105-113], por si alguno no siente tanta curiosidad como para leer completas estas cinco breves y deliciosas conferencias.
[…]
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[1]
En arribar a Barcelona, doncs, Riba es va trobar amb una situació personal complicadíssima i desagradabilíssima, entre altres coses per culpa del senyor Cambó, el propietari d’una petita i miserable editorialeta, a la qual, mentint com un condemnat, li ha donat el títol de Fundació Bernat Metge, cosa completament falsa, perquè mai no hi ha hagut cap fundació que hagi tingut ni deu duros en un banc. És a dir que l’editorial Alpha ha estat una petita editorialeta que sempre ha estat conduïda a base del senyor Cambó, que es treia un duro de la butxaca abans de la guerra, i dels sens successors, que es treuen mil pessetes de la butxaca ara, i a la qual Riba havia dedicat tota la seva activitat. Es va trobar que, com que el senyor Cambó no es fiava gaire dels «rojos», com ne deia, els primers anys Riba no tenia cap mena de seguretat. En fi, va passar uns anys difícils, i durant aquests anys només va escriure uns quants epigrames, la segona sèrie de tannkas, que es titula «Tannkas del retorn».

[2]
Quan Riba va fer seixanta anys, li van regalar una casa a Cadaqués. Aleshores Riba va enviar a totes les persones que havien donat diners per comprar-li la casa un poema, que va fer imprimir i que hi ha aquí, que és de la darrera sèrie, i el va enviar amb un gravat a tots aquests burgesos. És un poema que diu [pàgina 329]:

Dins la nit, els meus anys
han cridat i em desperten;

És sobre això, sobre el fet de fer seixanta anys:

semblen ocells perduts,
sóc d’ells i no em coneixen: (…)

Bé, amb això ja n’hi ha prou perquè vegin vostès el to del poema, i que vegin que, realment, poema més límpid, més simple, dins de Riba, no se’n podia donar. És un poema que justament el va escriure per això, per oferir-lo a aquestes persones que l’havien obsequiat, i el va fer excepcionalment simple, límpid i sense complexitats. Doncs bé, el dia d’abans d’aquest dia que els dic que el vaig anar a veure, ell s’havia trobat no sé on amb un d’aquests senyors, i aquest senyor li havia dit: «Però, Riba, ¿què fa vostè? Se’ns ha tornat modernista! Això no és la cosa seva: la cosa seva és la cosa clàssica!» I bé, en Riba es va enfilar en una còlera, però absolutament brutal. Perquè fixin-se la imbecil·litat que això representa: la cosa clàssica, la cosa clàssica, en la mentalitat d’aquest burgès, volia dir —probablement— traduir l’Odissea, però és que aquest burgès no havia llegit ni sis versos de l’Odissea traduïda per Riba, perquè si hagués llegit sis versos de l’Odissea traduïda per Riba, resulta que són infinitament més complexos, infinitament més moderns, infinitament més d’avantguarda que aquest poemet absolutament límpid. És una manifestació de la bàsica, sòlida i indestructible incultura d’aquest país.
Hi ha, hi havia, en el cas de Riba una tendència a acceptar des de fora la seva imatge d’humanista, de no anar a veure mai (perquè és del que s’haurien guardat més, més que de la pesta) què són Homer i Sòfocles i tota aqueta gent que Riba traduïa, i aleshores reduir-lo a una imatge de preservador de no se sap què, de certs valors culturals completament exteriors, no anant a veure què hi havia dins d’això, i aleshores convertir-lo en un mascaró de proa d’una espècie de soi-disant cultura catalana (la qual és clar que era abans que res un instrument de cultura per molta gent, però sobretot pel propi Riba).
És a dir, dit d’una manera precisa, Riba és l’últim escriptor català, l’últim en l’ordre cronològic, podríem dir, que ha viscut, que ha estat dins del que era el catalanisme i que ha sofert això. Precisament perquè ell n’ha sofert, és pel que els escriptors catalans que hem vingut després no hi som en absolut. Com diuen dos versos de Pere Quart, que deuen conèixer,

Temps era temps hi hagué una vaca cega!,
Jo sóc la vaca de la mala llet.

Els escriptors catalans som ara «la vaca de la mala llet». Som els últims, els que, resoludament i d’una manera total, no ens deixarem embarcar en el catalanisme, perquè sabem molt bé tot el que ha passat a Carner, tot el que va passar a Maragall, tot el que va passar a Riba, amb aquesta màquina de tortura.
Era una màquina de tortura per la raó següent. El catalanisme, no em ficaré ara a intentar esbrinar què va ser, perquè en principi les meves conferències no són pas d’història ni de sociologia, sinó de literatura, però, dit d’una manera esquemàtica, el catalanisme era un determinat moviment polític de determinats fabricants cata­lans que necessitaven modificar el règim d’aranzels de l’Estat espan­yol per poder competir amb avantatges il·lícits amb els fabricants anglesos de teixits. Com que eren uns incompetents i eren incapaços de fabricar bons teixits, si no hi havia protecció aranzelària no podien competir. Potser han llegit vostès una cosa d’Unamuno que conta, no sé si és Unamuno o Baroja qui ho conta, que, Unamuno o Baroja, va tenir durant una temporada un abric de tela de Sabadell, que era extraordinàriament pesat, extraor­di­nà­riament ineficaç per lluitar contra el fred de Castella, que en deia ell, Unamuno o Baroja, «la venganza catalana».* Doncs bé, «la venganza catalana» consistia exactament en això, en la necessitat d’obtenir la protecció de l’Estat per fer marxar la seva indústria d’incompetents i d’incapaços. Bé, per muntar —com que dóna la casualitat que, desgraciadament, els polítics són la gent més romàntica del món i no hi ha manera que se’ls presentin les realitats amb lucidesa— un moviment fins i tot de protecció aranzelària es necessiten motius nobles i romàntics i una aureola espiritual que permeti de fer propaganda, doncs bé, els escriptors catalans van ser utilitzats per fornir aquesta aureola, aquesta gloriola espiritual per al moviment de protecció aranzelària.
Bé, el resultat va ser una farsa grotesca, amb una… Podria contar una quantitat d’incidents dels quals he sentit parlar en gran part a Riba. Però, en fi, per contar només una cosa, que no és contar res, sinó simplement atreure l’atenció de vostès sobre un fet que és públic, però fer-los remarcar que és grotesc, hi ha el fet següent: que Riba, per a la Bernat Metge, va traduir les Vides paral·leles, de Plutarc. Ara bé, Plutarc és un escriptoret de quart ordre, que va tenir importància al Renaixement per una sèrie de circumstàncies que van confluir: la passió patriòtica que Plutarc expressa era una passió sòlida a l’època del Renaixement; va ser molt ben traduït al francès per Amyot, etcètera, etcètera. Resulta que Plutarc va tenir, en una època d’Europa, importància cultural. Actualment no en té cap. És un escriptoret de quart ordre i el podria traduir qualsevol. Doncs bé, el fet que Riba, un home que havia de traduir Sòfocles, que havia de traduir Eurípides, que havia de traduir Píndar, que el senyor Cambó el fes perdre deu anys de la seva vida traduint Plutarc, és absolutament grotesc. Només això ja és una manifestació d’aquesta explotació de l’escriptor al servei del catalanisme. Perquè, naturalment, per al senyor Cambó el fet de fer traduir Plutarc significava pretendre… significava un joc doble. La traducció —si miren el primer volum— està dedicada, amb una dedicatòria molt solemne, al senyor Francesc Cambó, patrici, mecenes, etcètera, etcètera. Doncs bé, per part del senyor Cambó, el fet de fer perdre temps a Riba traduint Plutarc significava el següent: significava afirmar que Plutarc era encara una força viva a la cultura europea, i això significava (perquè és per això que Plutarc va ser una força durant dos o tres segles) afirmar que el patriotisme és una força viva a la cultura europea, cosa que tots sabem que no és veritat. Espero que tots sabem que el patriotisme és una mena de residu innoble de les edats tenebroses d’Europa. I bé, el fet de dedicar el millor, l’únic —pràcticament— humanista de Catalunya a aquesta feina significava afirmar, per tant, l’existència del senyor Cambó, que pretenia ser el representant del nacionalisme a Catalunya; cosa que no era: ni ell ni els de la Lliga no van ser mai patriotes. És a dir: el moment que el catalanisme es va ensorrar d’una manera total va ser amb la història dels rabassaires i la Llei dels Contractes Conreu, que, en fi, dispensin… Vull dir: em desvio cap a parlar d’història i de sociologia quan la meva missió és parlar de literatura, però com que resulta que sobre la història del país hi ha tan poques idees clares, per raons molt objectives i molt òbvies, perquè fa vint-i-cinc anys que s’ha reprimit tota manifestació de les idees clares justament sobre la història del país, de vegades, en fi, he d’explicar les meves al·lusions perquè no puc donar per suposat que són valors entesos. Doncs bé, la història aquesta dels rabassaires (alguns de vostès la deuen saber, però potser la majoria no) va consistir en el fet que, com saben, Catalunya tenia un estatut d’autonomia des de poc després de proclamar-se la República, i un dels actes del govern català va ser donar una Llei de Contractes de Conreu modificant el sistema de la rabassa, que jo no conec gaire bé en detall, però, en fi, és un sistema d’arrendament de terres que és absolutament brutal contra el pagès, contra l’arrendatari. Bé, el govern català va donar una llei modificant aquest sistema, i aleshores… La llei, deixem a part si era ben feta o mal feta: probablement devia ser mal feta, perquè sobre el talent dels polítics catalans d’aquella època no tinc cap confiança, probablement devia ser mal feta, però en tot cas el que és absolutament innoble i inadmissible va ser la reacció dels burgesos de la Lliga, que, a part de ser fabricants, tots tenien terres també; eren, estaven molt directament interessats en aquesta història de la Llei de Contractes de Conreu, i aleshores, en comptes d’intentar tirar per terra la llei al Parlament Català, de jugar dins del Parlament i dins el Govern català contra la llei, el que van fer és apel·lar a Madrid, al Tribunal de Garanties Constitucionals, per fer-los decretar que el govern català no tenia facultats per donar una llei modificant un cert règim econòmic, que això eren facultats que només es podia atribuir l’Estat espanyol. Bé, és evident que amb això, si el govern català no tenia facultats per modificar el règim d’arrendament de la terra, és evident que no tenia facultats per res: no era un govern. O sigui que es va ensorrar completament la seva pretensió a ser catalanistes i nacionalistes. Va ser en aquell moment, com dic, que realment la vaca va deixar de ser cega i va passar a ser la vaca de la mala llet. Vull dir: a partir d’aquell moment es va produir l’escissió total i l’ensorrament de les  pretensions del catalanisme tradicional. I és en aquell moment que Riba va passar, m’imagino (jo naturalment no el coneixia: jo tenia dotze anys quan passava tot això), és aleshores que Riba va adoptar la seva còlera, que, com els he dit, era l’actitud gairebé constant en els seus darrers anys. Ell va seguir treballant…
Ah!, una cosa que aquesta sí que els he de contar, perquè realment és d’un divertit absolutament genial, és que un altre mirífic projecte del senyor Cambó, que era un analfabet (vull dir que no sabia ni llegir ni escriure), un admirable projecte del senyor Cambó és que, després de Plutarc, Riba havia de traduir Tucídides, i aleshores, en aquest Tucídides, ell, el senyor Cambó, hi posaria notes, hi posaria notes de polític de gran talent!!! Bé, sort que va venir la guerra civil, que va impedir la realització d’aquest projecte, perquè hauria estat… M’imagino, tanmateix, que Riba, a darrera hora, hauria dit que amb això no marxava. Però realment ens vam salvar d’una de bona. Perquè sobre l’experiència política del senyor Cambó, en fi, tinc idees clares.
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* [No és d’Unamuno ni de Baroja, sinó d’Antonio Machado, la invenció d’aques­ta «venganza catalana». Cf. Juan de Mairena: Sentencias, donaires, apun­tes y recuerdos de un profesor apócrifoxlv.]

12 de abril de 2012

RE: Nacionalismo


[DE: Rufino Fernández]

Alberto, no puedo estar más de acuerdo contigo. Me sumo a tus reflexiones convertidas en una proclama que llama a cambiar emociones por razón.
Creo que cuando tocas el tema de las amistades es cuando se puede ver más directamente el daño que produce caer en la trampa de los “nacionalismos”. Amistades basadas en el amor que se puede profesar a alguien con quien has vivido, a lo largo de los años, alegrías y tristezas; por lo tanto, alguien con quien “has vivido”. Sí, hablo de esa o esas personas con las que estableces lazos de solidaridad y fraternidad, que dan muchas veces sentido a la vida. Algo que parece enraizar tan fuerte como una conífera. Pues bien, eso que llegas a creer tan firme, puede ser socavado en el día a día, como lo haría un minero silencioso y tenaz, discutiendo de vez en cuando  sobre cualquier aspecto de los “nacionalismos”. No te sorprenda comprobar que la conífera comienza a cimbrearse con cada discusión y un tiempo después se derrumba estrepitosamente cuando la creías firme y sana.
Por encima de los sentimientos más humanos provenientes de esa memoria genética de la conservación de la especie: la ayuda y la colaboración para la supervivencia, se superponen las emociones falsamente creadas (El bucle melancólico de Juaristi las explica muy bien).
Me sumo a la llamada de Alberto para no caer en las trampas del lenguaje y las emociones.
[…]


11 de abril de 2012

RE: La economía lúgubre


[DE: José Ramón García]

[…]
Somos muchos los indignados que contemplamos atónitos lo que está pasando. No faltan personas lúcidas que nos desvelen el misterio de la cuestión, pero ¿qué podemos hacer? Ojalá hubiera líderes que fueran capaces de galvanizar las energías, canalizarlas y marcarnos un rumbo. El 15-M fue un poco eso, pero ahora falta algún faro bien visible. ¿No creéis?
[…]

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[DE: Rufino Fernández]

Amigos, soy de los que piensan que uno de los “errores” del movimiento 15M fue (y parece que sigue siendo) no admitir liderazgo entre sus filas. Creo que confundieron el trabajo asambleísta de propiciar las ideas y tamizarlas, hasta escoger las mejores, con la posibilidad de que alguien las hilvanara y las hiciera llegar a los foros que la “democracia” ha dotado para oírlas y aceptarlas/aprobarlas. Pero para hilvanar, hace falta hilo y quisiera recordar aquí las palabras de un escritor francés: Gustave Flaubert

Ce ne sont les perles qui font le collier, c’est le fil.
[No son las perlas las que hacen el collar, es el hilo.]

Todas las asambleas deben de tener su continuidad en alguien que haga llegar las ideas/decisiones a esos foros y ese alguien, además de exponer, deberá liderar los movimientos para aglutinar la mayor fuera posible. Supongo que es el faro que reclama el amigo José Ramón, con el que estoy de acuerdo.
El colmo de esta situación de austeridad/pobreza a la que quieren someternos, lo tenemos en las declaraciones de Alfredo Sáenz, el consejero delegado del Santander (indultado por el gobierno anterior en su último consejo de ministros), que ayer mismo hacía éstas declaraciones, en un encuentro financiero organizado por ABC y Deloitte:
«No podemos salir de la crisis basándonos exclusivamente en medidas de austeridad. Es necesario generar crecimiento en Europa y para ello es fundamental que se planteen reformas estructurales ambiciosas en economías en proceso de ajuste como la española.»
Lo que significa, y así lo aclaró, que serán necesarias medidas de impulso de la demanda interna. ¡Menuda cara! Pero… ¿cómo va a haber demanda interna si somos pobres en cola, en busca del plato de sopa delante de alguna de las casas de la caridad?
En fin, en eso estamos.

Nacionalismo


[DE: Alberto Luque]

No es el tema más inquietante, quizá, pero el nacionalismo me parece que ha llegado a convertirse en uno de los fenómenos más lacerantes de la vida civil.
Respecto a las posibilidades reales de una transformación social emancipadora uno puede tener razonablemente las mayores dudas, por más que por momentos no paren de intensificarse sus deseos de que ocurra. Yo casi sólo puedo extraer mi entusiasmo del subsuelo de lo maravilloso, de la esperanza en el milagro [del clinamen lucreciano, de la objetividad del azar, del materialismo “aleatorio”…]
Aun si científicamente podemos demostrar que es necesario imponer un orden social democrático (igualitarista, socialista) para impedir el deterioro de la vida hasta lo infrahumano, eso no quiere decir que basten para alcanzar ese orden las condiciones objetivas. La transformación social depende básicamente de las condiciones subjetivas, a saber, de la voluntad y de la costumbre: aquélla es la suma de todos los deseos individuales de felicidad, y ésta es la suma de todos los lastres ideológicos contra el cambio. Ambos son factores subjetivos (sus dos extremos), si bien tienen su base, su apoyo, sus condiciones en los factores objetivos.
Que una determinada política lleve el mundo a la mierda no es la razón inmediata según la cual resulta imposible prolongar tal política, porque ninguna providencia nos ha garantizado que esa mierda no sea el destino del mundo. Los aficionados a la teoría de juegos han abusado de una pueril confianza en los automatismos “lógicos”. Por ejemplo, Robert J. Aumann, que recibió en 2005 el Premio Nobel de economía, no se ha ruborizado al generalizar el principio “lógico-automático” de que el reame es lo que mejor garantiza la paz (lo decían los romanos: Si vis pacem, para bellum), sólo porque en la Crisis de los Misiles de Cuba fue efectivamente ése el principio que motivó la resolución “sensata”, pacífica, del conflicto; o porque ese mismo principio explica, inversamente, por qué Hitler, al no sentirse palpablemente amenazado, decidió iniciar su “guerra relámpago”. Es absurdo pretender que las cosas no podrían haberse desencadenado de otro modo incluso en esos casos, y más absurdo aún es pretender que el mecanismo de las decisiones se repite “matemáticamente” —como si los políticos computasen con toda pericia, con toda precisión, y evaluasen con toda exactitud todos los factores; o peor aún, como si ese cómputo racional se realizase “inconscientemente”, intuitiva pero infaliblemente. Se trata del mismo tipo de fantasía que alimenta la creencia en el resultado benefactor de la mano oculta del libre mercado.
Lo dicho, que no hay por qué confiar para nada ni en la lógica ni en la racionalidad como garantía contra el infierno; el infierno puede llegar del mismo modo que uno puede volverse loco, por más “insensato” que sea volverse loco…
Esta forma de razonar me autoriza a no reprocharle a nadie su pesimismo, pero también puede servir para todo lo contrario. Si reconocemos que sólo faltan condiciones subjetivas para transformar el mundo, es decir voluntad, ¿qué puede detenernos a la hora de gritar a los cuatro vientos que queremos invertir completamente el orden social? Ello será posible en el momento en que subjetivamente, arbitrariamente, lo quiera una cantidad suficiente de personas. Si los nazis pudieron realizar, aunque sólo fuese durante un decenio, su incierto, macabro, absurdo y alucinógeno sueño (pesadilla para los demás) de la sociedad depurada de comunistas y de judíos, ¿cómo podría negarse la posibilidad de que se realicen propósitos justos y racionales? Uno puede responder que el fracaso está garantizado, si adopta el punto de vista pesimista de que sólo los vicios, y no las virtudes, es lo que puede triunfar en la raza humana. Pero, pensémoslo bien, ese pesimismo no es en realidad la explicación, sino que es él mismo un factor que contribuye a impedir la transformación social, como en las profecías autocumplidas.
Dejemos ahora el tema de las posibilidades o imposibilidades de transformación social para deslizarnos a un terreno “cultural”, ese de la vida social en que se expresan los escupitajos nacionalistas a diario como si se tratase de un lenguaje legítimo, ese territorio inhabitable en que aún son menos las esperanzas de concordia que podemos albergar.
El fanatismo nacionalista no es el nuevo opio secular del pueblo, sino una nueva droga de diseño con principios activos verdaderamente dañinos y de efectos contrarios a los tradicionalmente opiáceos: en lugar de tranquilizar y confortar, lo que hace es generar adrenalina, agresividad, ganas de escupir, de arañar. Es extraño el modo en que ha llegado a naturalizarse como propio de la vida civil un lenguaje de la ofensa y del odio, el lenguaje del nacionalismo; y me refiero principalmente al catalán, o en general al separatista, no a esa absurda ficción de un “nacionalismo español” que “también es un nacionalismo” y otras monsergas… El “español” no puede ser ningún nacionalismo, porque España no es ninguna “nación”, sino un Estado, la mínima expresión de un imperio. (Yo, por cierto, simpatizo con los imperios; mi sueño social, desde niño, no ha sido la República de Platón, pequeña ciudad-Estado artificiosamente ordenada, sino el News from Nowhere de Morris, pero en el escenario galáctico de Star Trek, un imperio universal y democrático; odio lo pequeño, lo mísero, lo individual, lo egoísta, lo estrecho, lo miope, en suma, lo idiota…)
¿Cómo fue posible que la izquierda —tanto la moderada y parlamentaria como la extraparlamentaria y “radical”— dejase que se infiltrase en su ideario ese discurso nazi? Las “naciones”, sencillamente, no existen —o sólo son lo que decía Renan de ellas. Existen los Estados. Al menos en el terreno civil. En la poesía puede haber “naciones”, pero difícilmente lograremos nada bueno si involucramos esas fantasías folcloristas en el orden político.
Si nuestros oídos no se hubiesen insensibilizado a fuerza de escuchar tan a diario las estupideces nacionalistas, ¡qué espectáculo más terrorífico! ¡Qué absoluta falta de piedad! Escojo un par de hechos recientes, de los miles que recaman el tejido cultural catalán. Poco después de que una inteligencia tan dudosa como Duran i Lleida ofendió a los andaluces pobres tildándolos de holgazanes —como por los mismos días hizo ese otro señorito andaluz Cayetano Martínez de Irujo, típico golfo de esas tierras—, los jugadores del Sevilla salieron al campo, en un partido contra el Barça (en el Camp Nou), luciendo en sus camisetas el siguiente lema, inocuo y sentimental: “Orgullosos de ser andaluces”. Se produjo una ola de “indignación” entre los catalanistas. Me recordaba aquel chiste gráfico de Antonio Fraguas de Pablo “Forges”: “Señor juez, fue él quien empezó la bronca: golpeó mi hacha con los dientes.” Luego —o antes, ya no recuerdo la sucesión; tanto da, son fenómenos corrientes, continuos, que se prodigan a diario— el infame Joan Tardà, diputado de ERC, llamaba “hijo de puta” a Peces Barba por haberse atrevido a sugerir que la unión de Portugal, en su momento, habría sido más beneficiosa que la de Cataluña (sugerencia que, bien mirado, debería haber halagado los oídos de los separatistas). También por un comentario sobre los bombardeos de Barcelona. Tardà dijo responder en nombre de las “víctimas” (de nuevo como en el chiste de Forges, o como en el mundo al revés de lobos buenos y ovejas malas)… Y enseguida vino la continuación de la cruzada de la indignación contra una sentencia judicial que obliga a respetar los derechos lingüísticos (o sea de expresión). La madre del alumno quejoso, o quienes dirigieron su pleito, cometieron también un tremendo error; pero me parece un error preferible, disculpable, que se convierte en algo justo por compensación, como cuando en época de Lenin se decía que había que compensar a los ofendidos, que entonces sí eran las minorías nacionales, al revés de lo que sucede ahora. Pero el victimismo de este nacionalismo “minoritarista” se ha vuelto descarado y deletéreo. Quizá sólo se ha consentido porque queda algo de estilo imperial en España, una especie de convicción de que las pataletas de unos pocos no pueden hacer peligrar la concordia social.
Sé que este planteamiento tiene que escocer a muchos, entre quienes con seguridad se hallan incluso algunos de mis amigos. Eso no es razón para evitarlo, sino todo lo contrario. Hay que decir, si uno lo siente verdaderamente: “Hermanos, os estáis equivocando, estáis haciendo daño, estáis adoptando el lenguaje y las costumbres de los más viles…” Sembrar la discordia sólo conduce a cosechar tempestades, como se dice en el Génesis. Pero más que la discordia —que franca y libremente expresada podría pasar por síntoma de salud pública— lo que sufrimos es algo más odioso y terrible: la prohibición de discrepar, el pensamiento único, totalitario, y fundado en los más falaces y lunáticos principios.
En el caso vasco, por ejemplo, yo me siento inclinado a admitir que también, en parte, muchos ciudadanos que, equivocadamente, expresasen sus simpatías ideológicas con los fines políticos de ETA (nominalmente, independencia y socialismo) hayan sido objeto de ofensas y persecuciones intolerables. Pero ya hace mucho tiempo que las cosas funcionan al revés. En Cataluña, al menos, la situación es inequívoca, inequívocamente asimétrica: los soberanistas se pasan por el forro cualquier disposición legal, cualquier sentencia del Tribunal Constitucional que en su opinión “atente” contra lo que conciben como sus sagrados derechos a imponer su autoridad indiscutible.
Este insoportable clima de fanatismo disfrazado con monsergas “civilizadas” me parece que augura una tragedia (por el momento es sólo repugnante farsa). Impunemente se imprimen unas gigantescas letras en la ladera de un mogote para que a quilómetros pueda leerse “Puta España”. Imaginemos a un francés proclamando un insulto así a su patria, o un inglés a la suya. Puede estar irritado o explicando un chiste, o puede estar cometiendo un delito tipificado (que en caso de guerra puede llegar a ser gravísimo, de alta traición). Y ahora imaginemos no a un individuo, sino a amplios colectivos profiriendo ese salvaje insulto. No hay que imaginar nada: lo estamos presenciando a diario (pero quería hablar “como si”, para sugerir cómo “sería” una sociedad peligrosa e inhumana; porque sólo imaginando cómo sería la realidad si fuese inhumana, es como nos percatamos de que realmente lo es —como cuando Žižek explicaba su anécdota sobre la abominable sugerencia hippy del intercambio de parejas: “¡No!, porque se empieza intercambiando la pareja y se acaba intercambiando la comida.”) Pues muchos ayuntamientos catalanes permiten que los fanáticos perpetren eso en sus términos municipales. Y esos que como Tardà utilizan ese abyecto lenguaje procaz son los que se rasgan las vestiduras y se indignan de que alguien se haya atrevido a morder su machete, a ofender a su sacrosanto sentimiento nacionalista (porque hay “sentiments i sentiments”, según dicen), ni más ni menos que cuando los nazis enrojecían de rabia de sólo cruzarse en la calle con un apestoso judío.
¿Hay manera de “discutir” inteligentemente con —contra— los nacionalistas? Me temo que no. A lo sumo, y muy difícilmente, lo puede hacer uno con aquellos que, casualmente, son sus amigos (por otros motivos). Si se tratase de un asunto alejado en la historia, como el del Holocausto, toleraríamos examinarlo racional y desapasionadamente. Pero ¿cuál será la reacción emocional de un catalanista tipo si yo empiezo a exponer, por ejemplo, mis escasas opiniones sobre uno de los temas mencionados así:? «El catalán es un idioma “nacional”; de acuerdo —sea lo que sea que esto quiera decir. El “español”, entonces, no lo es, o no lo es solamente, sino algo más: un idioma internacional, o multinacional… y lo mucho es mejor que lo poco (que lo grande no deba imponerse de un modo innecesariamente destructivo es un principio fácil de entender, pero que se pretenda imponer lo estrecho y corto…)» Yo podría sintetizar mi opinión sobre el caso de aquella demanda para que los niños reciban instrucción en español de la siguiente manera geométrica: carece de causa, pero asimismo es irracional y falsa la postura de los catalanistas; la cuestión es que ambas partes confunden un derecho con un deber; nuestro país es bilingüe, legalmente bilingüe (además de ser bilingüe realmente), lo que significa que todo ciudadano tiene el deber de conocer dos lenguas, y el derecho de usar la que le plazca. Un padre no debe exigir que un profesor hable a su hijo en español —ni en catalán—, porque eso vulnera el derecho del profesor (salvo, obviamente, en clases de castellano, catalán, inglés, etc., que requieren el uso obligado de una lengua). Del mismo modo, el profesor no puede exigir que el alumno se exprese en tal o cual idioma (salvo, obviamente, en las clases antes mencionadas). El derecho es muy sencillo, y no puede dar lugar a que se vulnere, a que se entorpezca el que ambos tienen a expresarse en la lengua legal que deseen. ¿Hay manera más simple de entender lo que significa el respeto a los derechos? Pues no; y sin embargo unos y otros han aprovechado para introducir aquí los más monstruosos motivos de discordia y de ofensa: la exigencia de que “el otro” obre como nosotros deseamos. En verdad no creo que la sencilla geometría de este razonamiento hiciese la menor mella en la rabia de un nacionalista.
Podría añadir, incluso, que la falta es infinitamente más grave en los catalanistas, porque pretenden imponer el monolingüismo (y, puestos a escoger, era preferible el español, o el inglés, o el esperanto… para la vida pública, y cualquier jerga para la privada).
Me hago cargo de lo excesivo que resulta dilatarse en esos diversos aspectos de este espinoso problema del nacionalismo, al fin y al cabo banal para un voltaireano, que puede reducirlo todo a términos de ignorancia, malicia y superstición. Pero hemos dejado durante mucho tiempo de discutir —es decir de refutar— el nacionalismo, y ahora tenemos que pagar las consecuencias, contemplando cómo infesta nuestra vida civil, y hasta cómo corrompe los más recónditos lugares de nuestra vida privada y nuestra conciencia. Sucede un poco como cuando se empezó a tolerar el ideario fascista, o peor aún, se lo consideró inofensivo…
Quiero acabar, pero también quiero recalcar… Me parece tan odioso el tema que no temo a cansar al personal y hasta parecer un disco rayado. El parangón con el nazismo quizá parezca exagerado, pero si se piensa de qué inocua manera comenzaron los nazis a envenenar la vida pública, también es exagerada la comparación de ese nazismo primigenio con el del Holocausto, y sin embargo uno sucedió ineludiblemente del otro. He recordado un famoso poema del pastor luterano Martin Niemöller, «Cuando los nazis vinieron por los comunistas», que muchas veces ha sido erróneamente citado como salido de la pluma de Brecht (Niemöller incluso había apoyado, antes de la subida de Hitler al poder, su política antisemita y anticomunista, a la que luego se opuso y hubo de sufrir presidio por ello). El poema fue en su origen no un poema, sino algo muy parecido, un sermón («¿Qué habría dicho Jesucristo?») que Niemöller pronunció en la Semana Santa de 1946 en Kaiserslautern.

Als die Nazis die Kommunisten holten,
habe ich geschwiegen;
ich war ja kein Kommunist.
Als sie die Sozialdemokraten einsperrten,
habe ich geschwiegen;
ich war ja kein Sozialdemokrat.
Als sie die Gewerkschafter holten,
habe ich nicht protestiert;
ich war ja kein Gewerkschafter.
Als sie die Juden holten,
habe ich nicht protestiert;
ich war ja kein Jude.
Als sie mich holten,
gab es keinen mehr, der protestieren konnte.

[Cuando los nazis se llevaron a los comunistas
guardé silencio;
yo no era comunista.
Cuando encarcelaron a los socialdemócratas
guardé silencio;
yo no era socialdemócrata.
Cuando se llevaron a los sindicalistas,
no protesté;
yo no era sindicalista.
Cuando se llevaron a los judíos
no protesté;
yo no era judío.
Cuando vinieron a por mí
no quedaba nadie que pudiese protestar.]

Pero por más que se nos haya amaestrado, por más habituados que se nos tenga a ese obsceno lenguaje del nacionalismo, si recapacitamos, si somos sinceros, tendremos que reconocer que hay alguna fibra en nuestra alma que se rebela, tendremos que reconocer que se nos está haciendo comulgar con ruedas de molino. No hace falta mencionar aquí esos repugnantes extremos de la anticultura que han hecho convertir en lengua oficial el bable o el aranés que hablaban los palurdos. Tampoco es necesario observar que el euskera batua es una invención de lingüistas, tan artificial como el esperanto —aunque de signo completamente opuesto: no universal, sino idiótico. Tampoco hay que rememorar la obsesión de Sabino Arana, que no le dejó dormir tranquilo hasta que pudo rastrear los 126 apellidos vascos de la familia de su prometida, y asegurar a sus secuaces que no había en ella ni una gota de impura sangre “española”.
En esta misma lista sé que hay quien podría escribir la versión catalana de El bucle melancólico (no quiero decir la traducción al catalán del libro de Juaristi, sino la demostración crítica de las raíces racistas del catalanismo). ¿Cómo es posible que hayamos consentido en que, insensiblemente, la palabra “catalanismo” indique ese fanatismo nacionalista —por no decir simplemente nazi— que infesta la vida política y lo hace sinónimo de un singular patrioterismo o chovinismo? No son ni imaginables correspondencias con otros países: “francesismo”, “rusismo”, “alemanismo”… “Galicismo” o “italianismo” no podrían pasar de ser términos filológicos. “Americanismo” designaba la simpatía hacia actitudes desenvueltas y democráticas de los norteamericanos. Casi todos los demás términos semejantemente derivados de gentilicios sólo pueden tener el significado de “folclorismo”. La excepción del “catalanismo” por sí sola me parece una tremenda corrupción del lenguaje. ¿Por qué una palabra así puede designar algo políticamente tolerable? ¿Por qué motivo el catalanismo debe santificarse? No tendría que tener ni más ni menos sentido que el de inclinarse al japonismo, es decir manifestar un determinado, libre y arbitrario gusto. Nada, en definitiva, que pudiese tener el menor valor político. Estetizar la política es el monstruoso crimen que cometieron los nazis, y aún perdura.
[…]


La economía lúgubre


[DE: Alberto Luque]

El destino señalado a los parias de Europa, ya lo podemos contemplar en Grecia, donde el sueldo de profesor de secundaria oscilaba entre 600 y 1200 euros, antes de aprobar las crueles medidas de austeridad que ahora se le dictan desde el Cuarto Reich: reducción de los presupuestos para enseñanza en un 60%, despido de 150.000 funcionarios, reducción del salario mínimo en un 20%… El Frente de Izquierdas en Francia se opone frontalmente a esta “austeridad para los pobres”, correlato lógico de la lujuria para los ricos: exige el impuesto progresivo, elevar el salario mínimo a 1.700 euros, prohibir el despido en las empresas que tengan beneficios, imponer tanto un salario máximo (del orden de 20 veces el salario medio) como uno mínimo, y asimismo una renta máxima, etc. En fin, oponerse sin complejos a esa farsa de la templanza para los pobres y la voracidad para los ricos…
¿Acaso hay algo nuevo en todo esto? ¿No nos llega al alma el lamento del Eclesiastés: Nihil novum sub sole? Es la enésima repetición de las invariables consecuencias de la “economía lúgubre” manchesteriana. El Gobierno de la Generalitat se propone implantar el próximo curso la jornada intensiva en colegios e institutos al objeto de ahorrar (15.000 millones de euros). Pero ¿qué es lo que se ahorra con medidas así? Los servicios públicos, lo que el Estado está obligado a garantizar a los ciudadanos. Y con toda desfachatez, unos ignaros “economistas” del tres al cuarto, que sin entender ni palotada del funcionamiento real de la economía capitalista pasan por “expertos” porque conocen las “recetas técnicas” para impedir que el gran capital financiero se derrumbe, nos dicen que es “lógico” ahorrar “cuando se ha gastado demasiado”. Esto será muy “lógico” para una racional economía doméstica: uno no puede gastar mucho más de lo que ingresa, a menos que se le amplíen los límites del crédito; pero ¿qué subnormal puede pensar que la economía del Estado se ha de basar en la misma “lógica” que la de un trabajador? Aquí es al revés: el Estado no puede ingresar menos de lo que necesita gastar; si se necesita más dinero para, digamos, policía, o escuelas, u hospitales, o jueces, o lo que sea que se considere bueno y deseable, entonces debe subir los impuestos hasta recaudar la cantidad justa. Pero los muy ricos, que pagaban entre el 55 y el 75% de su renta hasta los años 70, ahora apenas pagan un 12%-15% (sin contar con las amnistías a los más delincuentes). El “uno por ciento” al que a menudo se ha referido Stiglitz es dueño del 90% de la riqueza, y resulta que el Estado debe contentarse con recaudar sus fondos del restante 10% que poseen los más pobres. No hace falta ser ni muy espabilado, ni muy experto, sino sólo saber contar con los dedos, para comprender la tomadura de pelo.
Así que el gobierno va a “ahorrarnos” esos servicios que se nos deben, y se supone que, al oírles hablar de este modo, debemos aplaudir su prudencia y su previsión, que debemos alegrarnos de que ya no se despilfarre el dinero en nosotros, los pobres, que no sabemos cómo usarlo sensatamente, sino que se lo dejemos todo a los ricos, que, como decía de sí mismo Sir Humphrey Pengallan (Charles Laughton) en La Posada de Jamaica, de Hitchcock, son los únicos que realmente saben cómo gastarlo. Y aun así, supongamos que fuese razonable tolerar esos recortes —quizá porque los pobres debamos tener más sentido de la responsabilidad y estemos mejor entrenados para la austeridad—, supongamos que fuese sensato ser tan generosos con los ricos, que tanta necesidad tienen de ganar más y de “ahorrarnos” el disfrute de nuestras necesidades, porque así, se nos dice, ayudamos a mitigar la “crisis económica” —un curioso eufemismo para nombrar a una bacanal romana. ¿En qué partidas se “ahorra”, por ejemplo, al practicar la jornada intensiva en los colegios? En transportes escolares, comedores y calefacción, básicamente. Pero entonces, ¿de qué vivirán los autobuseros, los cocineros y los trabajadores de la industria eléctrica y de hidrocarburos? Cualquier niño es capaz de contemplar el ciclo vicioso que se desarrolla a partir de una situación semejante en una economía liberal: más desempleo — menos consumo — menos oportunidades de negocio — más desempleo. Un círculo maravilloso de retroalimentasión positiva, como una bomba de fisión.
Así está el tema…
[…]

Discurso de Mélenchon en Toulouse (05-04-12)


[DE: Alberto Luque]

He aquí el vínculo-e a la grabación del discurso de Jean-Luc Mélenchon el pasado jueves en Toulouse, donde se reunieron más de 60.000 personas, mitin “multiplaza”, como decían los organizadores, porque el público abarrotaba varias calles y plazas de la ciudad. (Por cierto, hubo amenaza de bomba, que la policía dijo haber recibido por teléfono a las 21.00 h., momento en que, acabado el mitin, la mayoría de los asistentes ya se había marchado.)
Mélenchon ha usado un hermoso y dulce lenguaje, ya casi olvidado, con el que antaño se expresaron los más justicieros deseos sociales. No le ha faltado hálito poético: “Mes amis, nous sommes au mois de Germinal…” Y dirigiéndose a Sarkozy, que presenta, como todos los demás lacayos del capital financiero, sus “cuentas” de austeridad para los pobres (¿cómo, si no, podrían los ricos seguir siendo cada vez más ricos?), Mélenchon le ha pedido cuentas a él por el vil deterioro a que esa economía egoísta somete a la mayoría de la población.  “Je vous demande des comptes pour avoir mis en cause ce que la grande et glorieuse Révolution de 1789 avait appelé comme le premier de tous les droits, le droit à l’existence.” Pero, como el mismo  Mélenchon ha expresado, no es “vivir” lo que se está asegurando a las masas depauperadas: apenas es “sobrevivir”…
Parece que, pasito a pasito —o golpe a golpe— se recupera la auténtica izquierda, la que se enfrenta radicalmente al liberalismo, la que, contra el dogma de la supeditación de todo al libre mercado, exige la supeditación de todo al “derecho a vivir”. Quizá podamos retornar, del “materialismo desolado” en que nos hemos postrado desde hace muchos años, al vigoroso “materialismo histórico” que nos permite comprenderlo todo con claridad y decirlo todo con franqueza. Es muy posible que Polanyi diera en el centro de la diana cuando planteó que hay tres cosas fundamentales que no pueden convertirse en mercancía: la tierra, el trabajo y el dinero mismo —lo que parecía un absurdo desde el punto de vista de la realidad de hecho del liberalismo. Lo que estaba diciendo no es que en efecto no se pueda mercantilizarlo todo, “disolver todo lo sólido en el aire”, como hace de hecho el capitalismo; lo que estaba diciendo es que no debemos permitir que eso ocurra, porque la mercantilización a ultranza del mundo equivale a la negación del “derecho a vivir”.


10 de abril de 2012

Lenguaje (político)


[DE: Alberto Luque]

Hacía semanas que me guardaba un tema nuevo de conversación, al que sin embargo he aludido en alguna ocasión, al referirme a Judt: la necesidad de reconstruir un lenguaje eficaz para viejas y nuevas luchas sociales, para una política emancipadora. No quiero soltar todo lo que tengo que decir sino a pequeñas dosis, y ahora me limitaré a poner algún ejemplo y a procurar persuadiros de lo importante de la cuestión.
Os recomendaba hace días la visita a una página de La Lamentable en que, a raíz de un artículo de Josep Maria Cuenca, se había generado un pequeño debate en que yo mismo me interesé. He sostenido allí que al tremebundo horror de la inculpación a las víctimas del capitalismo hay que unir el tremebundo horror de la intimidación. Al hilo de mi argumentación, y un tanto retóricamente, he defendido la utilidad y claridad que se deriva del uso del rotundo concepto de culpa —en lugar del diluyente “culpabilidad” (uno puede decir rotundamente: “Tú tienes la culpa”, pero quedaría extraño decir “tienes culpabilidad”; el reproche perdería, francamente, toda su fuerza). Otro lector me ha objetado que éste le parece un “concepto religioso y, por tanto, de poca utilidad para tratar cuestiones sociales”. He expuesto mi parcial desacuerdo en el mismo lugar, y no lo voy a reiterar aquí.
Creo que nuestra formación científica nos impide en general menospreciar las terminologías técnicas, pero esa misma formación científica, en el terreno humanístico, nos debería impedir hacer lo mismo con el lenguaje común. Más aún, sostengo que es en el terreno del lenguaje común donde más interesa el rigor. Las ciencias proceden siempre a asegurarse de un vocabulario inequívoco. ¿Cómo, si no, podrían avanzar ni un milímetro en sus investigaciones? Pero entonces el lenguaje común queda a expensas del error, de la ambigüedad, de la falacia… Necesitamos un lenguaje coherente y eficaz, que no pueda usarse para mixtificar las cuestiones sociales. (Algo así como esa lengua de los houyhnhnm, en Los viajes de Gulliver, que carecía de un término equivalente a “mentir”, por lo que, cuando comprendieron de qué se trata, debieron traducirlo por la perífrasis “decir lo que no es”.)
Una solución es la jerga científica, desde luego, pero esto plantea un serio problema a las ciencias sociales. ¿Cuál? Pues muy sencillo: las otras ciencias no requieren que todo el mundo las cultive, salvo, si se quiere —en una sociedad que tiene el ideal de la ilustración universal—, que todo el mundo esté medianamente bien informado. En cuanto a las muy técnicas o especiales, ni eso: la sociedad sólo necesita confiar a unos pocos el cuidado de hacerlas progresar y producir beneficios al resto. Pero el objeto de las ciencias sociales es la vida civil, la existencia común de todos los hombres, y es en mi opinión indeseable que ese objeto común se convierta en tema esotérico, sólo manejable por un puñado de expertos. En todo caso, en interés de un propósito socialmente emancipador, hay que evitar a toda costa que la vida social se exponga a los horrores de la manipulación mental,  la desinformación, la mistificación, el engaño… Pero esto es inevitable si dejamos que, como realmente viene sucediendo, el lenguaje común se corrompa, si los intelectuales no hacen todo lo posible por impedir que alguien pueda abusar de una contaminación de las palabras. El tema fue genialmente intuido por Orwell en 1984: la inverosímil nevlengua de esa tremenda ficción me parece lo más cercano al lenguaje común actual.
Hemos casi iniciado una conversación sobre la cuestión de la resistencia social al deterioro que el gran capital financiero inflige al «derecho a vivir». Es una resistencia material y áspera. Pero en ella participa también esa sutil sustancia que llamamos el lenguaje —y esa otra sutil sustancia a que éste está indisolublemente ligado: el pensamiento. Difícilmente puede una sociedad cualquiera defenderse de sus enemigos si sólo dispone de palabras que han sido diseñadas por éstos con el cuidadoso propósito de que no puedan perjudicarles. Y ¿qué palabras —de toda clase: sustantivos, adjetivos, verbos y adverbios— necesitamos? Y ¿qué uso o valor debemos darles? Entre las palabras —y conceptos asociados—, tanto viejas como nuevas, que necesitamos rescatar y afilar como cuchillos, están éstas que propongo:
DEMOCRACIA y PODER (democracia popular, poder obrero, etc.);
DICTADURA (y en especial “dictadura democrática”, o “dictadura democrática de los trabajadores”, algo redundante);
EXPLOTACIÓN;
SALUD PÚBLICA (medidas de s.p., y toda la jerga asociada: civismo, ciudadanía, civilización vs. barbarie, etc.);
ESTADO;
ORDEN (sociedad ordenada [=socialismo, “nuevo orden” —apud Gramsci]).

(1) Sobre la palabra “democracia”.
Para una política de la emancipación habría sido necesario que esta palabra fuese —o mejor, que siguiese siendo— sinónima de socialismo, más aún, sinónima de comunismo. ¿Cómo se ha ido consintiendo en que a lo largo de un siglo la palabra “democracia” se llegase a convertir en sinónimo de capitalismo? ¿Cómo es posible tolerar que se llame democrático a un sistema en el que el poder, en todas sus formas, directa e indirectamente ejercido, está en manos de los grandes capitalistas y no de la gran masa de trabajadores —y ni siquiera de las clases medias? Lo único formal y superficialmente democrático es el hecho de que se nos permita elegir diputados. Realmente se trata de una plutocracia.
La palabra “democracia” fue durante siglos, y en especial en época moderna, sinónima de comunismo; sonaba horrenda en los oídos de los poderosos. Cánovas del Castillo se indignó contra la inocua expresión de Renan “plebiscito de todos los días”, creyendo acaso que el genial francés, conservador hasta la medula, se estuviese deslizando al socialismo.
Por un lado podemos observar que tras la Revolución rusa y la subsiguiente creación de la III Internacional, el uso de la palabra “comunismo” se recuperó para distinguirse del claudicante “socialismo democrático”, como hasta entonces se había llamado al movimiento revolucionario que perseguía una sociedad sin clases. En su momento pareció una buena y eficaz idea ésta de disponer de una palabra única y distintiva para designar la verdadera democracia total. Sobre todo teniendo en cuenta que la palabra “democracia” —e incluso “socialismo”— ya estaba comprometida con la herencia revisionista, completamente aburguesada, de la II Internacional; es decir, teniendo en cuenta que con esas palabras se seguían autodenominando unas fracciones políticas que en modo alguno combatían francamente por el socialismo.
Por otro lado, tenemos también que observar que el movimiento comunista nunca renunció al término “socialismo” para designar el nuevo orden democrático basado en el poder obrero —aunque, eso sí, se sintió casi siempre obligado a añadir el epíteto “revolucionario”. O sea que sólo se renunciaba a medias al viejo vocabulario político, pero esa mitad ya fue un tremendo error, una concesión verbal irresponsable, aunque involuntaria. Habría valido más renunciar al feo y torpe adjetivo “revolucionario”, que suena como “incendiario”, “exagerado”, “intemperante”… (Si se piensa bien, no hay nadie más revolucionario, anarquista e irresponsable que un banquero, o que un nazi. Por otro lado, el uso  del término “revolucionario”, tan caro a la izquierda comunista, tiene un sentido dramático, emocional, que quiere sugerir intimidación, fortaleza, valentía, resolución… pretende que no se pierda la conciencia de que existe una lucha de clases que no acabará sino con la extinción de la clase dominante; pretende, sobre todo, advertir de la trampa que supone la colaboración, el consenso con la clase dominante, típica por ejemplo de los sindicatos.)
(2) Y ¿qué decir del clásico término “proletariado”? En este caso no me parece oportuna su recuperación sino para la historia, para contextualizar una etapa de la historia del movimiento obrero, a fin de evitar anacronismos —y sobre todo por lo que involucra en la expresión “dictadura del proletariado”—, pero no para la lucha actual, en la que me parece preferible hablar de trabajadores o asalariados; en parte porque el proletariado clásico, básicamente industrial, no es ya ninguna fuerza mayoritaria ni poderosa, ni inclinada a adoptar puntos de vista revolucionarios “por necesidad”. Los trabajadores asalariados que forman la mayoría de la población sometida a explotación más o menos intensa incluyen a muchas más capas.
(3) Me parece interesante examinar cómo el sentido de la clásica expresión marxista “dictadura del proletariado” significó, sencillamente, democracia. (A este propósito [es interesante] el artículo «Marx y la dictadura del proletariado» [1962] de Hal Draper, síntesis de otro más extenso —y aún es más sintético en comparación con un libro posterior, The “dictatorship of the proletariat” from Marx to Lenin, 1987.)
Puede que aún resulte útil, ahora, la incoherente antítesis democracia/dictadura, o mejor, democracia/totalitarismo. Pero debe explicarse que esta antítesis no tiene demasiado sentido para la historia anterior a la II Guerra Mundial, donde al usarla cometeríamos un absurdo anacronismo.
Dictadura hacía entonces referencia a quien (o quienes) manda, no a cómo manda… La dictadura podía ser democrática (i.e. de la mayoría) o antidemocrática. Nadie podía excluir automáticamente, como por un acto reflejo, la idea de que alguien ejerciese una dictadura por el puro efecto de su prestigio (digamos una dictadura en el gusto, como hacían los petimetres o los estiticistas; el de arbiter elegantiæ era, por ejemplo, el título con el que en época del Imperio romano se conocía en la corte a Petronio). Se trataba de un poder de sugestión que podía ejercerse sin violencia, que nada tenía que ver con un acto de despotismo. Se trataba justamente de autoridad, la cual podía ejercerse legítimamente, sin coerción antidemocrática —aunque también pudiera llamarse así a una tiranía: la palabra no aludía al modo del poderío, sino al poderío mismo.
Es interesante el esbozo de crítica, un tanto críptica, que hace Žižek al “error fundamental del terror jacobino en Rousseau” (pp. 26 y s. de su introducción a Virtud y terror), y en especial su justa comparación de la “sustanciación de la voluntad general” con la “noción religiosa de la predestinación” (pp. 27 y s.). (En el fondo, se trata también de una cuestión de lógica —casi puramente verbal, y no ya metafísica—, que puede apreciarse en los paradójicos argumentos de los antiguos megáricos justamente criticados por Cicerón; pero éste es un bonito tema que reservo para otra ocasión). En el mismo discurso, Žižek se ha referido (pp. 33 y ss.) a la cuestión de renovar la idea de la “dictadura del proletariado”. Como he sugerido antes, lo obsoleto de esta perífrasis no estaría en el término “dictadura”, sino en el genitivo “del proletariado”. Verdad que no es meramente metafórico hablar por ejemplo del proceso de proletarización del trabajo intelectual. Con esta expresión aludimos no sólo al hecho de que la mayoría tiende a convertirse en asalariados, sino, sobre todo, al proceso de aumento de la explotación, de la eviterna tendencia a la disminución de los salarios (la vieja “ley de hierro de los salarios” que ya hace dos siglos postuló la “economía lúgubre” de Manchester). La vindicación que Žižek hace de la interpretación foucaultiana del estallido revolucionario en Irán (pp. 44 y s.) es oscura. Lo que a mi entender debe enfatizarse es algo más claro y más político: la revolución en Irán fue, en su inicio, popular-socialista, una verdadera guerra civil revolucionaria, inmediatamente pervertida e inleludiblemente transformada en un enfrentamiento antiimperialista. ¿Tiene sentido decir que en ese acontecimiento “todas las diferencias quedan anuladas, se vuelven irrelevantes” (p. 45)? Lo tiene si nos referimos al hecho de que la revolución disipa los falsos problemas “culturales” para poner en primer término, exclusivamente, los verdaderos problemas “sociales” —como ahora empieza a suceder, en parte, con el 15-M.
(4) Otro terreno en el que necesitamos afilar y vigorizar el lenguaje es el que afecta a ciertos principios fundamentales del derecho. Pongamos como ejemplos el derecho a la vivienda o el derecho al trabajo. Ambos están “reconocidos” por la Constitución, pero toleramos que un banco desahucie a una familia pobre (realmente, que 100 bancos desahucien a 100.000 familias; de ese orden de magnitud es la cuestión; es archievidente la contradicción entre derecho y hecho —que subsistiría aun cuando se tratase de un solo caso). Debemos por tanto negar que las sociedades capitalistas sean Estados “de derecho” (salvo, como recuerda Josep Maria, que todos lo son “por definición”, pero esto afecta a otro sentido de la cuestión): son sólo Estados “de hecho” —cuando no se corrompen más allá de toda medida y entonces se convierten más bien en Estados “de cohecho”). Hace unos meses leía en una entrevista a Josep Casadevall, el juez andorrano del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, cómo éste reconocía que en verdad es una contradicción, casi implícitamente admitiendo que no carecería de causa que un parado o un sin-techo acudiese a ese Tribunal para demandar al Estado; pero, siendo “pragmáticos” —es decir tolerantes, hipócritas, cobardes…— está claro que un juicio así no prosperaría; entre otras cosas porque, como ha discutido muy bien Josep Maria, no sólo no hay verdadera y efectiva separación de poderes, sino más precisamente porque su amalgama no tiene la estructura de una coordinación, sino de una subordinación; los aparatos ejecutivo y legislativo sólo en apariencia, y muy superficialmente, se “supeditan” al judicial, sino al revés: éste no puede imponerles ninguna corrección de cierto calibre, sino que se limita a garantizar que todo funcione en los márgenes permitidos de hecho, o por fuerza.
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‘Et cætera’


[DE: Alberto Luque]

La última comunicación de Josep Maria Viola me ha parecido extraordinariamente precisa, profunda, exhaustiva y franca… y sobre todo incitadora a profundizar aún más en ideas importantes que por lo general se encuentran apantalladas por las ideologías mendaces que dominan el mediocre panorama político. El de Josep Maria ha sido un ejercicio verdaderamente (= filosóficamente) impío, que me compromete por lo menos a insistir en su misma línea. Hay que vencer toda esa timidez que nos impide a tantos hablar alto y claro, porque tememos quizá que nuestras palabras chirriarán en los delicados oídos de la estulta masa y los paladines de la izquierda exquisita.
(Un buen método —pero del que quizá sería inadecuado abusar— es el del poner cuestiones muy provocadoras, no sólo por su contenido, sino por el estilo, por el enfoque. Por ejemplo, rescatar a Lenin del submundo de las sombras ideológicas de la estulticia burguesa. O incluso a Stalin, como ha hecho Losurdo —y entre nosotros, por su mediación, el propio Josep Maria. Yo ya me atreví a rescatar a Robespierre. El caso de Stalin es más espinoso, porque representa casi todo aquello que todo movimiento de emancipación verdaderamente socialista debería evitar, pero también hay que reivindicarlo en parte para la teoría de la emancipación comunista. Desde luego que Robespierre no es comparable a Stalin, sino mucho más precisamente a Lenin —y el propio Trotski sugería esta comparación cuando calificaba el stalinismo de “reacción termidoriana”. En todo caso, la cuestión de ser “provocador” es un tanto falsa: ¿qué verdad puede dejar de ser provocadora en un mundo, por decirlo en términos bíblicos, gobernado por el “espíritu de la mentira”? )
Aquí se han juntado —y no por puro azar— varios asuntos cruciales:
(1)  el idealismo burgués en la concepción del Estado (con toda la metafísica de los derechos “universales”, etc.);
(2) el nacionalismo, que ha infestado a la izquierda oficial, contradiciendo sus principios más racionales y volviéndola aún más inocua;
(3) el 15-M, y la actitud burocrática de la izquierda oficial, negándole el pan y la sal;
(4) el tema del poder y la violencia.
Se trataría de ir desgranando una a una estas cuestiones interrelacionadas.
Josep Maria ha planteado estas cuestiones de un modo tan diáfano, riguroso y exhaustivo, que incluso si no estuviera de acuerdo con alguno de sus puntos de vista, no podría ser más feliz que viéndome llevado a discutir en esos términos tan inteligentes. “Desgraciadamente” no puedo “discutirlos”, y apenas me queda otra cosa que adherirme sin reservas. Pero como unas ideas realmente bien formuladas suscitan siempre otras concomitantes, me esforzaré en ampliarlas (un trabajo constructivo mucho más difícil, para mí, que el destructivo de “discutir” aquello que me resulta incoherente en algo ya formulado).
El tema del Estado no sólo como instrumento generado para consolidar los privilegios de clase, sino como institución generadora de esas diferencias, es interesante y complicado. Sobre todo porque se trata de una cuestión de reconstrucción histórica, o incluso antropológica; la cuestión del “origen del Estado” me parece difícil de elucidar científicamente sobre todo por el hecho de que no ayuda gran cosa a esa elucidación el examen de lo que los Estados han devenido. Actualmente el Estado sigue siendo un instrumento de dominación de clase, pero al mismo tiempo es un complejísimo aparato incapaz de funcionar como una máquina perfecta de dominación para convertirse, en parte, casi en su contrario, en un instrumento para resistir la dominación de clase, o incluso para servir a la lucha por la extinción de las clases. El Estado puede transformarse en socialista sin ser destruido —como fantasearon siempre los anarquistas—, sino sólo modificado, haciendo que sea dirigido por los trabajadores en lugar de por los capitalistas.
A estas alturas, y por haber dejado pasar demasiados días para proseguir nuestros debates, he acumulado tal cantidad de anotaciones que no me va a ser posible plantearlas con claridad si antes no procedo a diseccionarlas según sus “junturas naturales”, como diría Platón.
Propongo, por tanto, los siguientes campos de discusión:
(1) El tema del poder y del Estado, de la violencia, de la dictadura de clase, etc.
(2) El tema del nacionalismo.
(3) El tema del resurgir de unos movimientos de resistencia (tipo 15-M, o más vertebradamente, el del Frente de Izquierda de Jean-Paul Mélenchon en Francia, amén de los movimientos izquierdistas triunfantes de Hispanoamérica). (Por cierto, en el mitin celebrado por el FG en Toulouse el pasado día 5 se reunió a 60.00 personas; semanas antes se habían reunido más de 100.00 en París, y masas similares en Marsella y otros lugares; el grito de orden era “Résistance!”. Rufino Fernández me telefoneó, emocionado, desde Toulouse en el momento del mitin, y pude escuchar a través de las ondas electromagnéticas el estentóreo canto de “La Internacional”, que sonaba tan poderoso como se “siente” en un filme mudo de Eisenstein. Sería interesante discutir los planteamientos de este resurgente Frente de Izquierdas, que apela directamente a la “revolución ciudadana” liderada por Correa en Ecuador —y sobre sobre la que, por cierto, recuerdo que Víctor Bretón me habló en términos decepcionantes—; yo habría preferido una apelación al movimiento bolivarista de Chávez… pero en el fondo esto es muy secundario; el propio Mélenchon ha hecho explícita su mayor simpatía con Correa y Kirchner que con Chávez…)
Y como método para abordar todos ellos —pero sobre todo el (1)— propongo discutir una cuestión lingüística, pero que dista mucho de ser un mero entretenimiento filológico, sino un problema de primer orden político: el del uso corrompido, irritante, irracional, que se viene haciendo desde hace mucho tiempo de términos como “democracia”, “dictadura”, “violencia”, “poder”, “explotación”, “orden”, etc.
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