10 de diciembre de 2012

República Hispánica, o De la ficción interesante

Alberto Luque

Estaba seleccionando algunos casos interesantes de argumentación erística, para una serie de entradas sobre lógica, cuando cae en mi buzón el fragmento de ficción que reproduciré a continuación, y que data del año 2005. Me ha parecido ahora más interesante por muchos conceptos. La ficción tiene un valor muy relativo, o mejor dicho, muy variable: puede ser sugestiva y contener elementos valiosos para una reflexión filosófica —aun si el mismo relato carece intrínsecamente de reflexión filosófica y es, como en el caso que presento, la proyección más o menos feliz de una veleidad política invertebrada y llena de hipocresía—, y puede ser puro entretenimiento intrascendente. (Y también debería formar parte de un manual corriente de lógica el tema de los argumentos de un mundo ficticio, novelesco.) Pero vayamos primero al relato.

“Iberia 2040”, por Rafael L. Bardají (publicado en La Razón, 10 de octubre de 2005):

Elvas, 14 de marzo de 2040. Agencias. “Por tercera vez consecutiva desde que se formara la República Ibérica entre Portugal y las regiones castellanas de la antigua España en el 2024, el Partido Popular Ibérico (PPI) ha vuelto a revalidar su mayoría absoluta en las urnas. Su líder, Carlos Joao Almeida será confirmado de nuevo como presidente de la república y contará como vicepresidente con Rodrigo Díez de Abellán. Ambos dirigentes han hecho hincapié durante toda su campaña en la necesidad de que el país mantenga firme sus lazos transatlánticos y siga disfrutando de los beneficios de formar parte del gran área económica atlántica establecida hace ya una década para integrar en un mercado único a las Américas y aquellos países europeos como Reino Unido, Irlanda, Noruega y Holanda, además de la República Ibérica, de vocación atlántica. La aplicación de políticas liberales y reformistas ha garantizado desde entonces un crecimiento constante para los miembros de esta zona económica, desarrollo que contrasta con la crisis instalada en la Unión Europea Continental.
El PPI ha sido la fuerza política dominante desde que Andalucía decidiera no incorporarse a la República a finales de 2023 y que su población, mayoritariamente compuesta por marroquíes, expresara en referéndum su deseo de convertirse en un territorio asociado al sultanato de Marruecos. De esa forma, una región que tradicionalmente votaba socialista favoreció la constitución de un área políticamente homogénea en el centro de la antigua España. Los socialistas de la anterior república de Portugal, que se opusieron ferozmente al plan de fusión con las regiones españolas que no deseaban seguir los pasos de Cataluña, el País Vasco y Galicia, fueron progresivamente abandonados por el electorado a favor de partidos de nuevo cuño de índole liberal o religiosos.
El reto más urgente del nuevo gobierno estriba en acelerar las negociaciones con Galicia, muy castigada económicamente e incapaz de salir de la crisis por sí misma, para su incorporación a la república, pero el más importante es hacer frente a la presión demográfica de la población norteafricana sobre su suelo. Los líderes del PPI ya han anunciado su compromiso con una política de inmigración selectiva que prime a aquellos ciudadanos provenientes de naciones con similar régimen de valores y que cuenten con las habilidades personales apropiadas al mercado laboral que los demanda. Así como el endurecimiento del proceso de nacionalización. Ser nacional de la República Ibérica debe ser producto de un compromiso activo, público y reiterado hacia el ordenamiento legal y el marco moral del país.
En el PPI recuerdan con amargura la transformación social de gran parte de Europa continental a causa de las grandes bolsas de emigrantes musulmanes que rechazaron en la gran crisis del 2010 todo los intentos de asimilación e integración y acabaron imponiendo la aplicación de su ley, la sharia, por encima del código civil y penal de los países de acogida. Tal y como, por otra parte, el gobierno socialista español aceptó para la comunidad musulmana de Ceuta y Melilla antes de anunciar que ya no formaban parte de España sino que se cedían a Marruecos. Conviene recordar que este proceso, donde los historiadores marcan el comienzo del fin de España, se realizó y fue posible por el clima político que entonces existente en el país, volcado en una reforma enmascarada de su marco constitucional y que a su vez comenzó en el 2006 con la aprobación del estatuto de Cataluña, cuando el gobierno central reconoció y admitió el derecho a que dicha región pasara a ser considerada una nación, en pié de igualdad a la misma España. De hecho, España dejó de ser una nación unitaria para convertirse en un marco amplio como nación de naciones. En el 2012, la nación catalana exigió contar con su propio Estado, al hilo de la ruptura de Bélgica y la aparición en ese país de dos estados autónomos, uno francófono y otro flamenco; y en el 2014 el País Vasco se convirtió de manera unilateral también en un Estado independiente. Ambos solicitarían formar parte de la Unión Europea y aunque lo lograrían con rapidez, durante su adhesión se produciría la ruptura interna de la UE motivada por quienes veían en el ingreso de Turquía un grave riesgo para su coherencia interna. El auge del Islam radical entre los emigrantes en Europa, cuyo primer brote fue el asesinato en Holanda de un director de cine poco conocido, Theo van Gogh, pero que se volvió más agresivo con el asalto a los principales museos, entre ellos el desaparecido El Prado, para destruir obras de arte que los imanes agitadores juzgaban contrarias al buen orden musulmán por mostrar desnudos, rompió el frágil consenso sobre el ser de Europa. Francia y Alemania, temerosos de suscitar mayor violencia por parte de sus poblaciones inmigrantes aceptaron que Europa perdiera sus señas de identidad y equipararon la sharia a su marco legal, a la vez que abrieron sus puertas a más emigrantes musulmanes. Es en este giro motivado por el impacto doméstico del Islam donde puede explicarse también los movimientos para abandonar el euro y la UE por parte de los más proatlánticos y la formación del área económica en esa zona. Cuando la familia real española se instaló en Granada bajo la protección directa del rey-sultán de Marruecos, la formación de la República Ibérica fue un hecho natural para escapar del creciente caos por una España en desmembración. Es el recuerdo de una España deshecha como un azucarillo por el socialismo lo que explica la nueva victoria de los conservadores.”
¿Ficción? Esperen y vean. La Historia se vive hacia delante, pero sólo se sabe interpretarla mirándola hacia atrás. Y ya lo dijo [Edmund] Burke: “Para que el mal triunfe basta con que los hombres buenos no hagan nada.” [Fuente.]
No voy a descubrir las sopas de ajo recalcando lo más evidente de las peticiones de principio ideológicas del relato, cuyo autor es el fundador del Grupo de Estudios Estratégicos, intelectual orgánico de los que invierten sus energías en presentar las patrañas del PP en un envoltorio de apariencia científica. Eso es demasiado zafio y evidente. Lo que me interesa es otra cosa: las complejas relaciones que tienen no sólo las mentiras podridas, sino incluso las más aparentemente inverosímiles fantasías, con la realidad.
Una de las obras de ciencia ficción más fascinadoras y más fecundas por sus implicaciones filosóficas que yo haya leído es Tropas del espacio, de Robert A. Heinlein [Starship Troopers, 1959]. El Estado mundial imaginado en esa ficción es lo más parecido a la República de Platón. Para un lector superficial y que no haya resistido la fuerte tendencia a naturalizar lo dado (i.e. los prejuicios que impiden reconocer el carácter transitorio de sus costumbres, sus modas, su economía y hasta gran parte de la doctrina jurídica), el Estado descrito en esa novela le parecerá un régimen militarista y totalitario, cuando en realidad viene a ser la apoteosis de un imperio rigurosamente democrático. Esa interpretación superficial, y en esencia falaz, es por cierto la que caracterizó a la mayor parte de las críticas que se cernieron contra la fantasía de Heinlein, tildándola no sólo de militarista, sino hasta de fascista y racista. Bobadas e ignorancia filosófica. El también escritor de ciencia ficción Poul William Anderson fue una de las pocas excepciones, al advertir que es el Estado suizo, y no el Tercer Reich, el modelo real más parecido a la ficción. (También lo habría podido ser, a posteriori, el cubano.) En ese relato los magnates, por ejemplo, están excluidos del gobierno, exclusivamente reservado al ejército, esto es, a hombres y mujeres que lo subordinan todo, sus intereses particulares (los negocios, el arte, los deportes, la ciencia…), al deber patriótico, personas de la más absoluta integridad moral. El régimen no es antidemocrático, aristocrático o discriminatorio en ningún sentido propio, porque cualquier ciudadano, sin importar su condición social, raza, sexo, &c., es libre de renunciar a su vida burguesa, a sus negocios y sus placeres, para consagrarse al servicio público, al gobierno. El trasfondo social de Star Trek es quizá la imagen más popular de ese imaginario imperio mundial democrático. En suma, se trata de la más cristalina, honesta y libre división social del trabajo. Y por supuesto es la Ética de Spinoza la que vertebra el fondo ideológico de todo el relato. (Fue un brillante acierto de Verhoeven, en su versión cinematográfica, el de colocar un retrato del filósofo holandés en la pared de un aula en una de las primeras escenas —un detalle que no está en la novela, como tampoco ninguna referencia explícita a Spinoza.)
Con todo, eso de imaginar el futuro se presta casi siempre al cultivo de lo más disparatado e inverosímil. A menudo se ha puesto de manifiesto lo estrechamente supeditados a lo real contemporáneo que, pese a las apariencias superficiales, están los relatos futuristas, ni más ni menos que la mayoría de las novelas históricas (por decirlo brevemente, una película de romanos no habla en realidad de los antiguos romanos, sino de los hombres contemporáneos, de la época en que la película se hace, y una futurista no habla del futuro, sino nuevamente del presente, más o menos enmascarado; este casi inevitable anacronismo funda la teoría presentista que esbozó, por ejemplo, Vico). Y sólo por casualidad, cuando alguien acierta en adelantarse a imaginar algún hecho que acabará sucediendo, y sólo a posteriori, nos merecerá un interés especial aquel vaticinio, aunque sigamos, con razón, juzgándolo en general como una bobada o un mero y casual acierto. Uno de los ejemplos más curiosos de tales casualidades lo tenemos en la anticipación de la tragedia del Titanic en una novela publicada en 1898 por Morgan Robertson:
En 1898 un esforzado escritor llamado Morgan Robertson fraguó una novela acerca de un fabuloso vapor transatlántico, mucho más grande que cualquiera de los que se había construido. Robertson cargó su barco con gente rica y complaciente y después lo hizo naufragar una fría noche de abril contra un témpano de hielo. Esto ponía de manifiesto en cierta manera la total futilidad de todo, y de hecho el libro se llamó Futility cuando lo publicó aquel año la compañía de M.F. Mansfield.
Catorce años después una compañía naviera británica llamada White Star Line construyó un navío extraordinariamente parecido al de la novela de Robertson. El nuevo barco tenía 66.000 toneladas de desplazamiento, el de Robertson 70.000. El barco real tenía 882,5 pies de largo; el de ficción tenía 800 pies. Ambos navíos tenían triple hélice y podían alcanzar los 24-25 nudos. Ambos podían transportar a 3.000 gentes y ambos tenían únicamente salvavidas suficientes para una fracción de este número. Pero esto no parecía importar, porque ambos estaban calificados de “inhundibles”.
El 10 de abril de 1912 el barco real partió de Southampton en su primer viaje a Nueva York. Su carga incluía una inapreciable copia del Rubaiyat de Omar Jayyam y una lista de pasajeros que valían colectivamente doscientos cincuenta millones de dólares. En su travesía de ida, el navío chocó también con un iceberg y se hundió una fría noche de abril.
Robertson llamó a su barco el Titan; la White Star Line llamó a su barco el Titanic. [Walter Lord, A night to remember, Nueva York, Bantam Books, 1983, pp. xi y s. (trad. esp.: La última noche del ‘Titanic’, Barcelona, Grijalbo, 1985); cit. en Slavoj Žižek, El sublime objeto de la ideología (1989), México, Siglo XXI, 1992, pp. 104 y s.]
Todavía recuerdo un curioso episodio menor, y casi oculto, de la época en que yo era un adolescente, relativo a la historia política inmediatamente precedente a la Transición, tras la muerte de Franco. Lo expuse en los siguientes términos hace años a propósito de un interesante diálogo en el grupo de discusión Symploké (18 de septiembre de 1996): «Poco antes de la muerte de Franco hubo en París una reunión de intelectuales que militaban en el Partido Comunista o adherían a sus tesis, para reflexionar sobre el futuro político inmediato de España. Tras profundísimas discusiones semifilosóficas, donde entraban en juego “herramientas científicas” de “crítica”, como el “materialismo dialéctico”, el “materialismo histórico” y toda una serie de potentes argumentaciones lúcidas y racionales, llegaron a la conclusión de que, dado el auge del movimiento de resistencia a la dictadura, con la muerte del tirano se llegaría a una huelga general política que impondría un gobierno de coalición provisional de la oposición, el cual se encargaría de preparar elecciones libres, y que a continuación España se convertiría en una república constitucional, &c. Pues bien, por la misma época en que se celebraba esa importante reunión, un aristócrata español de cuyo nombre no quiero ni puedo acordarme hizo unas declaraciones a la prensa sobre el mismo tema. Este hombre, que ni disponía de “herramientas científicas” como el materialismo histórico ni otras, ni tenía de ellas la más puñetera idea, ni maldita la falta que le hacían, llegó a la siguiente “conclusión” (¡vaya Dios a saber por qué medios irracionales llegó a ella!): que tras la muerte de Franco no habría ninguna ruptura del régimen, sino una transición pacífica y controlada hacia un régimen constitucional, exactamente hacia una monarquía parlamentaria, en la que se estudiaría la medida en que los partidos revolucionarios podrían participar, &c. ¿Qué os parece? Los intelectuales marxistas pertrechados de todos sus instrumentos de crítica verdadera no dieron ni una, y aquel ignaro monárquico, simplemente por el bonito “método” de expresar sus deseos, lo acertó todo.»
El caso de “Iberia 2040” tiene ya suficientes componentes casuales de los que llaman poderosamente la atención, como el antes citado del Titan/Titanic. Pero al margen de estas curiosas coincidencias, hay en él varios tópicos que interesa analizar. Sobre todo tres: (1) la cuestión del racismo y de la guerra de civilizaciones, (2) la falsa ideología liberal en que se sustenta, y (3) el “atlantismo”. De los asuntos (2) y (3) no trataré, por el momento, y me limito a señalar sólo dos pequeños apuntes. El liberalismo, pese a corresponderse materialmente con un régimen realmente existente, no ha dejado jamás de presentarse ideal y utópicamente, hasta el punto de haber inspirado incluso ficciones más interesantes que las antes mencionadas, como la utopía paradójicamente comunista y liberal al mismo tiempo que hace más de 120 años escribió Theodor Hertzka, Freiland: Ein soziales Zukunftsbild (Dresde/Leipzig, E. Pierson’s, 1890; hay muchas ediciones en inglés disponibles en Internet Archive, y también está la edición francesa de Téodor de Wyzewa [Un voyage à Terre-Libre: Coup d’œil sur la société de l’avenir, París, Léon Chailley, 1894], disponible en Gallica). Ejemplo cumbre de cómo la hipocresía y la pérdida de realidad del pensamiento liberal puede llegar hasta proponer la falacia de una sociedad íntegramente comunista basada en los mismos principios que conducen a la más caótica y antiigualitaria sociedad real capitalista. Y respecto al “atlantismo”, digamos sólo de momento que se trata de un estúpido derivado de la fascinación que sienten los liberales españoles por el imperialismo liderado por los EE.UU. Centrémonos, pues, ahora en la primera cuestión, la del aparente racismo del breve relato.
En rigor, el racismo es —pasada ya la época del error del racismo científico, parecido al de la frenología—, una actitud de discriminación de los individuos, en virtud de su pertenencia a una etnia, o incluso a una cultura particular. Eso lo prohíbe nuestro sentido racional y universalista de los derechos llamados “humanos”. Pero no es lo mismo que el enjuiciamiento crítico y comparativo de la potencia real, cívica, intelectual, política, &c. de cada cultura, ni puede evitar que en muchos aspectos fundamentales éstas entren en conflictos a muerte entre sí, incompatibles con cualquier ficción armonista. Las relaciones entre culturas o civilizaciones se parecen en algunos rasgos importantes a las relaciones ecológicas entre especies. Llega el momento en que los requisitos vitales de algunas se vuelven incompatibles con las características materiales del entorno, y entonces desaparecen ineludiblemente para dejar sitio a otras especies, o a una mutación de ellas mismas. Estas semejanzas han dado cierto barniz de aparente racionalidad a las teorías organicistas, como la de Leo Frobenius, que alimentaron ideológicamente al nazismo. Pero hay una diferencia crucial entre las culturas y las especies animales: que aquéllas las integran hombres, seres sociales o culturales, y no brutos ni máquinas. Lo más característico de nuestra especie es que sus animales, sus individuos, poseen conciencia propia, personal, desde luego que muy supeditada, en un complejo y firme engranaje con un medio formativo que no es ya del todo naturalmente condicionado, sino que posee una creciente autonomía racional-social. El individuo animal de una especie condenada a la extinción, por ejemplo frente al crecimiento súbito del número de sus depredadores, no tiene otra alternativa que la de sucumbir junto al resto de sus congéneres. El individuo humano que pertenece a una cultura premoriente puede siempre —y de hecho es lo que sucederá siempre— convertirse en un miembro de la cultura vencedora. Los lusitanos o los numantinos de época romana podían resistirse cuanto quisieran o pudieran al invasor, pero también podían convertirse en romanos. La desaparición de una cultura no es, como en el caso natural, la desaparición física de sus individuos. Toda cultura (tradiciones, tecnología, formas de organización, lenguas, &c.) está destinada a desaparecer, y no sólo, en el caso general, frente a otra cultura coetánea y coextensiva, sino frente a la cultura de las propias generaciones que se suceden.
No hay que confundir entonces el racismo con cualquier política de inmigración más o menos restrictiva. Los flujos migratorios han de regularse con prudencia social, mediante políticas más o menos rigurosas, más o menos permisivas o limitadoras, según las circunstancias, y sobre todo según la intensidad de aquéllos. Si un flujo inmigratorio es tan intenso que supera la capacidad de absorción del tejido social y económico, es evidentemente un problema —no racial ni “cultural”, sino puramente material, económico-social—, ni más ni menos que si se tratase de una emigración intensa que amenazase con desertizar el país a un ritmo catastrófico. Podemos decir que desde un punto de vista estrictamente práctico y racional —que nada tiene que ver con etnias ni folclores—, la necesidad de una política de inmigración es de la misma índole que podría serlo una de emigración, o una de natalidad (la fertilidad general de un país podría variar, a la alza o a la baja, de manera que sus consecuencias fuesen insoportablemente destructivas).
Ahora bien, una vez que unas poblaciones más o menos numerosas han emigrado a algún lugar, se produce inevitablemente un roce o contraste cultural, que puede ser o no áspero y problemático. Muchos rasgos de cualquier cultura logran ser asimilados por otra y contemplados como un fortalecimiento, mientras que otros resultan dañinos para los otros, y en consecuencia rechazados. Si los tiempos son malos —de destrucción de la economía, como es ahora el caso—, con índices de desempleo y de pobreza muy por encima de lo tolerable, la misma miseria material se vuelve caldo de cultivo para el racismo en particular, y para la xenofobia en general. Pero, bien mirado, esto significa que se “disfraza” de racismo un cálculo que en principio parece lógico y razonable, y que por tanto no tiene ninguna necesidad de infestarse con prejuicios: que no hay trabajo para todos. La situación es entonces muy paradójica: si en verdad se trata simplemente de que “no hay para todos”, es absurdo introducir como argumento las falacias racistas; simplemente bastaría con que las autoridades del país dijesen con toda claridad y cortesía: “Sres. trabajadores extranjeros, nos llenaría de satisfacción poderles acoger en nuestra patria y contar con su ayuda, su laboriosidad y sus talentos, pero desgraciadamente estamos atravesando unas dificultades materiales que no sabemos aún cómo solventar y que vendrían a agravarse si aumentásemos nuestras cotas de inmigración, &c., &c.” Siendo esta explicación tan clara, razonable y ajena a cualquier mito racial, ¿por qué se produce un incremento de la xenofobia en estas circunstancias? La respuesta no es simple, pero creo que sería bueno contemplar en ella la siguiente posibilidad: que nuestra propia cultura está muy lejos de ser ni razonable ni racional ni sensata ni práctica, sino que también los europeos civilizados —o, incluso, sobre todo los europeos civilizados— son en conjunto una masa de cafres abotonados.
Por último, es también cierto que se pueden presentar actitudes intolerables de la población inmigrada, como contumacia en la práctica de unas costumbres que entren en contradicción áspera con las de la población autóctona, o peor aún, incluso con las leyes del país. La cosa debería también aquí tratarse sin roce de racismo ni de culturalismo: si una persona no respeta una ley o molesta de un modo intolerable a sus vecinos, debe ser justamente amonestada y castigada, con independencia de su credo religioso, su raza, su sexo y todos sus demás accidentes. Se trata siempre de juzgar a individuos, según leyes que tienen carácter universal, para todos. Ahora bien, esas masas no obran muchas veces de un modo irritante sólo por componerse de individuos que resisten a la ley, sino que adquieren una inercia “cultural”, colectiva. Entonces el caso no sólo puede afectar a un ministerio de justicia o de trabajo, sino también a uno de educación y a otros.
Pero concluyamos, de momento, con un extremo del aspecto crítico: la República Hispánica (“Ibérica” no es en mi opinión un adjetivo más conveniente, aunque en la práctica da lo mismo, porque “hispánico” e “ibérico” son a la postre tan sinónimos, por el uso, como “castellano” y “español”) que se presenta como posible futuro político de nuestra península —y quién sabe, también es como posibilidad el futuro de un imperio transatlántico—, de ningún modo podría surgir de las putrefactas políticas anárquicas del liberalismo, sino sólo de un proyecto socialista. ¿Acaso el liberalismo no está en flagrante contradicción incluso con el designio keynesiano de defender siempre, mediante el Estado, a la economía nacional, en lugar de supeditarla a los intereses de un puñado de imperialistas extranjeros? Y otra cosa, jamás una república universal, ni ideal ni real, podría construirse en base a esas falacias culturalistas latentes en ese torpe relato de Bardají. No niego que prácticamente toda la civilización musulmana en bloque debe ser rechazada, porque es incompatible con los ideales universales, racionales y socialistas que han despuntado en el mundo católico, pero de ningún modo equivale eso a defender toda la podredumbre cultural de nuestra propia “modernidad”.

Descripción de la bandera de la ilustración, procedente de un concurso en Izquierda Hispánica“Creado por Raúl Ortega —[…]. Un símbolo también político, pero no para la ideología, sino para la gran unión política que consideramos más revolucionaria, racional y universalista: Iberoamérica (la Iberoamérica de Ismael Carvallo, la de todos los hombres y mujeres que en el mundo hablan español y portugués). La bandera de Bolívar (tres franjas iguales horizontales: la superior azul, representando al océano que nos une; la del medio amarilla o gualda, representando al Sol y a la Tierra y la inferior roja, representando a la Sangre de los ciudadanos de la Hispanidad y a la clase trabajadora), con el Escudo de unión iberoamericana: el Sol Indígena flanqueado por las Torres de Hércules (símbolo hispano), en su centro la Esfera Armilar (símbolo luso) y en primer plano la Estrella Roja de Cinco Puntas, representando al socialismo y al materialismo. El escudo a la izquierda, representando a la séptima izquierda, la iberoamericana, la Izquierda Hispánica.”

11 comentarios:

  1. Hay un sucinto pero interesante artículo sobre el iberismo en la Wikipedia. Allí se ofrece, por ejemplo, el resumen de los resultados de una encuesta promovida desde 2009 por La Universidad de Salamanca y el Centro de Investigación y Estudios de Sociología de Lisboa, que arrojan las siguientes cifras sobre la cantidad de partidarios de la unión de España y Portugal en un solo país: “En 2009, los porcentajes fueron del 30,3% en España y del 39,9% en Portugal. En 2010 los datos aumentaron al 31% en España y al 45% en Portugal. Finalmente, en 2011, los resultados dieron el 39,8% en el primer país y el 46,1% en el segundo.”
    Para mí, que soy también partidario de una República Hispánica, está también muy claro que semejante futuro sólo es posible bajo el socialismo. El capitalismo no puede servir para proteger ni consolidar la vida social —ni la económica— en ningún país, porque es intrínsecamente enemigo de la misma idea de Estado. Pero la utopía liberal cuenta con la fuerza emocional del anarquismo.
    El punto que me ha parecido más interesante de tu entrada es justamente la apodíctica reflexión final: en realidad es la “modernidad” lo que no nos sirve para nada. La modernidad es el capitalismo, tout court. Sí que es cierto que hay muchos componentes intelectuales, y ricas experiencias políticas y sociales que son genuinamente modernas, y llevaba razón en parte Habermas cuando hablaba de la modernidad como “proyecto inacabado” y propugnaba defender sus valores. Pero hay que aclararse: lo que tiene justamente de “inacabado” la modernidad, el proyecto ilustrado, es lo que no puede realizarse bajo el capitalismo. Los derechos universales del hombre y el ciudadano, la grandiosa conquista cultural, jurídica y filosófica (materialista) de la burguesía revolucionaria hasta la Revolución francesa, se tuvieron que ir completando con el añadido de derechos sociales, colectivos, de protección de los trabajadores frente a las agresiones del capital. Pero estos otros logros son incompletos, aún muy precarios, y siempre amenazados, como ahora mismo, a quedarse en agua de borrajas. El pleno triunfo del proyecto ilustrado es su consumación en el proyecto socialista. O al menos habría que dar pasos en esa dirección, por ejemplo ensayando una economía mixta y anulando radicalmente al gran capital financiero.
    Por cierto, la edición de Téodor de Wyzeva no es de este primer relato de Hertzka, sino de su continuación, Eine Reise nach Freiland, publicado en torno a 1893 (sin fecha). También considero que se trata de una extravagancia, dirigida en el fondo a combatir el socialismo, pretendiendo que una sociedad completamente igualitaria, o sea comunista, podía fundarse en los principios liberales. Se trata de una mezcla de romanticismo económico à la Sismondi y de libertarismo, y desde entonces no han dejado de practicarse ridículas experiencias cooperativistas para probar esa absurda idea, que ha tenido predicamento sólo entre anarquistas.
    PS. Y por cierto también, hace unos días Josep Maria Cuenca mencionó este caso del aumento reciente que se observa, tanto en España como en Portugal, entre la población partidaria de una unión política de ambos Estados; como era de esperar, lo hizo en el contexto de una limitada discusión sobre el sempiterno problema del nacionalismo, a raíz de una entrada suya en La Lamentable (“Seny y no seny”, del 3 del corriente).

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  2. Es interesante esa forma invertida —respecto a lo que es habitual— de presentar el racismo como “disfraz” de unos cálculos lógicos (o ecológicos; me hace pensar en los argumentos de Marvin Harris para explicar la base ecológica que se esconde tras costumbres o mitos aparentemente aberrantes e incomprensibles). Porque muchos dirían al revés en esencia y casi exactamente lo mismo: que las políticas y leyes de rechazo o de impedimentos para la inmigración son el “disfraz” racional-argumental de una xenofobia o racismo latentes. Interpreto así lo que apuntas acerca de la podredumbre moral y cultural del Occidente “civilizado”, montón de cafres abotonados, como dices. Y es que lo lógico se mezcla con lo ilógico: es lógico regular prudentemente los flujos migratorios, pero es ilógico inmiscuir en esa regulación la más mínima sombra de racismo; y sin embargo ambas cosas se dan amalgamadas, sin que sea posible saber cuál es en general el factor decisivo o preponderante, si la prudencia o la xenofobia.
    Otra cosa: es necesario destacar que en esas encuestas mencionadas sobre la voluntad unionista de portugueses y españoles se revela también que las forma preferida de Estado para una posible República Hispánica es la federal o confederal. No hay quien entienda que sólo el fortalecimiento del Estado, y no su debilitación o fragmentación, es lo único que puede garantizar la defensa de los derechos de los ciudadanos, y hasta de las comunidades, sobre todo frente a las agresiones de los grupos poderosos. La idea de que “lo pequeño es hermoso”, que habría horrorizado a Aristóteles y a cualquier gran pensador político, es hoy la falacia más compartida. Y es una lástima, porque veo en ello otro síntoma del deterioro de la idea de Estado racional (he escrito “racional”, sí, no “nacional”), prueba también de esa hegemonía de la ideología liberal a la que Colombo se ha referido al apuntar la estrecha relación entre liberalismo y anarquismo (es cierto, el irracional odio libertario al Estado es un buen apoyo sentimental al capitalismo, pese a la buena voluntad y la valentía de los propios obreros anarquistas cuando se enfrentan a la patronal). Estando así las cosas, no es extraño que el relato de Heinlein produzca en el lector común una desagradable impresión de sociedad insectólatra (me ha salido “insectólatra” espontáneamente; era una forma típica que tenían los anticomunistas de referirse a cualquier modelo social colectivista; y es curioso, porque en el relato de Heinlein la sociedad verdadera y rigurosamente insectólatra es la del imperio alienígena que combaten).
    Pero, retomando algunas cosas que se han dicho aquí en varias ocasiones, yo también albergo un cierto optimismo sobre la posibilidad de que se genere en España, y en otros países europeos, un amplio movimiento ciudadano socialista, como SYRIZA, o mejor, el FG de Mélenchon. En estos movimientos se han unido combatientes que tradicionalmente estuvieron enfrentados (trotskistas, maoístas, exestalinistas, exeurocomunistas, socialdemócratas, anarquistas…), porque los motivos ideológicos que justificaron sus desuniones son ya fantasías de otra época, puro humo, y lo que se presenta ahora es el asalto concreto al poder concreto. Sólo si la salida de esta apoteósica crisis general del capitalismo se orienta hacia esa reconstrucción de un gran frente cívico, podría también llevarse a cabo la unión de Portugal y España en una República Socialista Hispánica.

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  3. Me diréis que me dejo llevar por un fácil entusiasmo juvenil, puro idealismo. Puede que así sea. Pero, retomando lo que dijo Luque aquí hace varias semanas, a propósito de los optimismos “relativo” y “absoluto”, creo que las oportunidades para un cambio revolucionario de este sistema que se derrumba jamás se podrán descartar, y que el momento en que pueden estallar es cualquier momento, quizá la semana que viene, o el año que viene, o dentro de diez años —que lo mismo da sub specie æternitatis. Y si no llegara a ser así, al menos en el lapso de nuestras vidas, tampoco es razón para renunciar al pensamiento, a la filosofía, que consiste en averiguar y decir “lo que debería ser”.

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  4. ¿Qué puedo deciros, Cosma y Saúl? Explicáis los temas que sugiero mucho mejor que yo.

    “Delitos económicos contra la humanidad”: he aquí una idea política y jurídica que viene abriéndose camino en nuestras aletargadas mentalidades “modernas”. Que el libre mercado debe tener límites dictados por la vergüenza, la dignidad y la prudencia, es lo que se impone contra la falacia del liberalismo, pero hay que esperar a ver y oler la miseria circulando a raudales para sentir el prurito de empezar a asear nuestra moral. Porque la modernidad, en efecto, no es otra cosa que el capitalismo, lo que el capitalismo ha llegado a ser en realidad, y no lo que esperaban los grandes apóstoles de la burguesía del siglo XVIII, empezado por Adam Smith. Porque a pesar de nuestra inmoral tolerancia del delito económico, fue justamente en los orígenes de la modernidad, durante la Revolución francesa, cuando se estimó claramente que debían castigarse con severidad los crímenes económicos, el bandidaje, el acaparamiento, la especulación, el sabotaje contra el Estado y contra el derecho a vivir de las masas. Cuando en China pillan a un alto funcionario que ha malversado o se ha apropiado de fondos públicos, lo condenan inmediatamente a muerte. (En la práctica, las sentencias casi nunca se cumplen, porque disponen los reos de un generoso lapso de un par de años para hacer acto de contrición o de atrición, o el equivalente maoísta de estas penitencias, n fin arrepentirse, portarse bien, prometer no volverlo ni a pensar, y reparar con su trabajo y sus bines el daño ocasionado.) En Europa una condena semejante (¡total, por roba!, ¡si eso aquí se ha hecho toda la vida sin que a nadie le escociera!), una condena semejante, digo, nos parece tremebunda y da escalofrío. Porque eso es justamente lo que tiene que dar, un terror cósmico, como para quitarle las ganas a nadie de estropearle la vida a los demás, de escatimarles sus medios de vida. Uno debe saber que el dinero de todos, un solo euro escatimado, podría haber servido para pagar una inyección vital a un moribundo, o el plato de lentejas de un niño hambriento, o los neumáticos nuevos de una ambulancia que derrapó en una curva, o mil otras cosas que podrían evitar daños terribles e irreparables. Que eso sea sólo una posibilidad no debe tomarse a la ligera, porque el hecho de saber que eso puede ser así, que el dinero público es para el resguardo de la vida de las personas, convierte su sustracción ilegítima, automáticamente, en un crimen de lesa humanidad. Las especulaciones de los banqueros han arruinado la vida de cientos de miles de personas; ¿podemos decir que han sido inocentes, porque no conocen personalmente, no han estrechada lo mano de ninguna de ellas, porque lo han hecho todo “abstractamente”, mediante tratos y conversaciones en elegantes hoteles? No imagino quién puede ser capaz de dudar de que si en España se condenase a muerte a quienes cometen crímenes económicos de la magnitud de los que se están cometiendo, se disuadiría a unos cuantos y otros tantos de intentarlo. Y si esa pena de muerte —ya que hemos entrado en el terreno de la ficción posible, de la futurología y “lo que debería ser”—, si esa pena de muerte se empezase a ejecutar en algunos de esos bribones sin escrúpulos, ¿quiénes y cuántos lo lamentarían? ¿quiénes y cuántos saldrían en su defensa? Me es difícil imaginar una clase de personas con semejante sentido de la indulgencia; tened por seguro que yo no me hallaría entre ellas.

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  5. He presentado este asunto de los crímenes económicos contra la humanidad de una manera demasiado tremebunda, bien que lo sé, para las grandiosas tragaderas que tenemos en Occidente, donde no hay límite de corrupción que no se merezca un poquito de indulgencia. Pero quizá baste aceptar que, sin llegar a la pena capital, ya ha empresarios y banqueros que ingresan en prisión por delitos que ni siquiera están tipificados como de lesa humanidad. Muy bien, Pero si sentimos que, a pesar de ello, nuestro sistema (jurídico, económico y político) no es capaz de castigar ni a una ínfima parte de los delincuentes capitalistas, ni mucho menos de evitar ni aun reducir esa clase de criminalidad, es que estamos sintiendo esa patente limitación de la “modernidad” tal como lo ha explicado Saúl.

    El derecho burgués está bien, es materialista y es necesario, pero limitado: es derecho puramente individual, y necesitamos un derecho superior, un derecho social. Porque los trabajadores no son explotados y humillados por los capitalistas en términos personales, sino en virtud de una debilidad y una desprotección colectivas, como clase. De manera que sólo mediante la completa democracia, el completo dominio del derecho social sobre el individual, el completo poder en manos de un Estado democráticamente dirigido por los trabajadores, podrá garantizarse el respeto total a los derechos individuales. Sin derecho social, el individual es pura retórica.

    Y sí, me parece muy cierto y exacto lo que decís sobre el cáncer libertarista que corroe nuestra moral, y sobre el horror al poder, al Estado, que es horror al orden, horror al derecho mismo. Veo con placer que también vosotros habéis interpretado filosóficamente la novela de Heinlein. En cambio, no os habéis referido a la estúpida interpretación liberal con que Bardají pretendía encandilarnos con la hermosa ensoñación de una República Hispánica (semejante al cuento chino de Hertzka al pretender que el comunismo se podía conseguir aplicando los criterios de Adam Smith). Supongo que, como yo, lo habéis obviado por evidente.

    La idea filosófica de Imperio —con sus distintas modalidades, tanto ideales como históricas— es algo que casi nadie entiende, porque no se le ha enseñado a casi nadie. El nacionalcatolicismo, variedad espuria de fascismo, parece que aún procuró al menos enseñar la grandeza histórico-universal del Imperio español, pero me parece también evidente que una ideología y una chusma tan falsa y corrompida como esa casta de idólatras y tiranos no podía sino desacreditar todo aquello que confesase adherir: como un “moderno” Midas redivivo, todo lo que tocaba lo convertía en mierda. Pero ahora me parece mucho más razonable —y eficaz— plantearse la idea de Imperio como objetivo último de la idea de Estado perfecto, y la idea de Estado perfecto como únicamente realizable bajo el socialismo. Y finalmente, yo también pienso como Cosma, no sólo “desde el punto de vista de Dios”, sino como observador más o menos inerte, que contempla el espectáculo e intuye sus posibles desenlaces, como el estratega que observa el movimiento del ariete y dice para sí: “Tranquilo, tarde o temprano, la torre caerá”. Un movimiento general de resistencia y de asalto completo al poder puede generarse en cualquier momento, y sus líderes sabrán dirigir, por un instinto infalible, cada jugada, cada gambito, aun si jamás antes se plantearon ni filosóficamente ni de ningún otro modo “lo que debía ser”.

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  6. Eso último del “instinto infalible” de los líderes de un posible Frente Cívico que luche por la hegemonía, aun sin filosofía —o como dice Anguita, en términos más mundanos, sin “programa”— ¿no suena como un desentenderse de la necesidad de la teoría para que una transformación social sea eficaz y racional?

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  7. Tienes razón, Cosma, en efecto suena a puro idealismo, y hasta a soflama anarquista. No he querido insinuarlo. Pensaba en otra cosa, que se ha quedado en mi cabeza, sin llegar a la punta de mis dedos, por pura pereza. Pensaba en el hecho sabido de que la praxis revolucionaria es la mejor escuela filosófica, y que sólo cuando un movimiento emancipador se organiza, crece y se consolida, empiezan a surgir los grandes y los pequeños problemas reales, las grandes y pequeñas tareas a realizar, así como el modo de resolverlas, los instrumentos para cumplirlas. Esta agenda (= “cosas por hacer”) real, material, no puede ser en realidad avanzada por la teoría, por la reflexión filosófica, que está inevitablemente condenada a ser siempre “ideal” —lo cual no es ningún defecto—, por más que oriente real y eficazmente, y por más que acierte a plantear el sentido general de la transformación.

    Sé que muchas personas que ahora mismo están trabajando con generosidad y ahínco, diariamente, ayudando a la gente humilde, a los desahuciados, a los trabajadores explotados, rebelándose contra los recortes sanitarios o de educación, denunciando las corruptelas, &c. &c., muchas de esas personas ni siquiera estarían de humor para, por ejemplo, interesarse por los asuntos teóricos que se plantean aquí o en cualquier otro espacio de discusión. Muy posiblemente les suene todo esto a pura especulación, a entretenimiento de intelectuales acomodados y felices. Y sin embargo ellos están ya creando, sin ser conscientes del alcance cósmico que podría llegar a tener su trabajo, ese porvenir revolucionario. Y en el momento en que la agenda, las tareas a realizar pasen del estadio de la resistencia al estadio del control político, serán sólo esas personas antes entrenadas ásperamente en las pequeñas bregas cotidianas las que mejor sabrán qué hacer. Hasta en las asambleas del 15-M, movimiento invertebrado y casi ridículamente imbele donde los haya —como Josep Maria Viola demostró minuciosamente aquí hace unos meses—, incluso ahí se ha visto cómo la acción es la mejor escuela de la transformación social. Incluso la invención de nuevos rituales ciudadanos (como ese tan cándido de cogerse de las manos), o el entrenamiento para hablar en público, o para atender a un orador, o para organizar la detección y expulsión de provocadores, o para enfrentarse a la policía, &c., &c. son hechos culturalmente valiosísimos para la trasformación social. (Por cierto, también lo es el concurso para el diseño de una bandera.) Y además, sólo tras ese entrenamiento áspero y cotidiano empiezan a sentir las masas el jubiloso deseo de adquirir ideas generales, de escuchar a los filósofos.

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  8. Hay que preguntarse por qué “aciertan” los liberales como Bardají al percibir la potencia histórica que aún le queda a lo hispano en la ficción de una futura República Hispánica de la que se habrían excluido, pongamos por caso, Cataluña, Andalucía y el País Vasco. No es sólo “por casualidad” que suena esa flauta. Aunque el liberalismo es tan disgregador del Estado y de la misma sociedad civil como lo es el nacionalismo, el PP se apunta una gran baza al poder cargar entre los errores imputables a la izquierda (particularmente el PSOE de la época de Zapatero) el haber dado pábulo al separatismo.

    He echado un vistazo a esas páginas de La Lamentable que mencionó Saúl —y a otras recientes del mismo lugar. Debería ser “sorprendente”, si no estuviésemos ya tan habituados a ello, oír a alguien decir disparates como el de que a Cataluña “se le ha negado su esencia de nación” (el Prof. X. Cubedo en “Españolizar, o el pecado de ser catalán”, La Lamentable, 11 del corriente). Así usa el término “esencia” un profesor de lengua y literatura españolas —pero, a estas alturas, nada me sorprendería que una majadería semejante saliese de la boca de uno de filosofía. Aunque no esté en esa “esencia” lo que hacemos y pensamos los catalanes que hablamos en español y ni siquiera concebimos que la “catalana” catalanista sea ninguna cultura verdadera, es como mínimo una ineludible circunstancia, un accidente lo suficientemente vigoroso como para que jamás llegue a ser posible ese podrido ideal purista de una Cataluña catalana, no española. Esta sola petición de principio, la de que Cataluña sea una “nación”, es la extravagancia más absurda a la que la izquierda haya dado carta de creencia. También una derecha nacionalista, por supuesto, pero no ha fascinado del mismo modo a la derecha nacional, al PP. Total, que por esa idiotez nos hemos quedado sin izquierda nacional. Y ¿cómo vamos a poder batallar por un Estado democrático si los liberales lo desmantelan en su base económica y la izquierda lo disgrega en reinos de taifas? Es lo que apuntan Cosma y Saúl: se aúnan la seductora estética de lo pequeño, de lo idiótico, y el mito del liberalismo. Y con esta superstición radicada en el tuétano de la mentalidad hegemónica, los poderosos del planeta viven formando la única nación real y consistente, la nación de los ricos contra todos los otros, que no forman sino una tribu de salvajes y supersticiosos fácilmente domesticables. Que haya tanto mentecato diciendo que el catalán (¡el idioma!) es una “cultura” y vertebra una nación, cuando la mitad de los catalanes prefieren usar el español, y que pretendan convertirlo en la única lengua obligatoria en la enseñanza y en todo espacio público: ¿se puede concebir mayor y peor canibalismo? Sí, quizá lo supera ese delirante andalucismo que pretende haber hallado en el Islam la “esencia” de la “nación andaluza”. Semejantes delirios deberían tratarse en los manicomios, si no fuese porque, como en época de los hitlerianos, han infectado a una enorme cantidad de personas, incluidos los que componen las autoridades políticas representativas —también como cuando los nazis.

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  9. Claro que a la aplastante mayoría de los españoles no les hace falta saber mucha historia ni geografía, ni filosofía ni sociología, para sonreírse de estos lunatismos. Y si no fuese por las horribles consecuencias fascistas que fácilmente podemos adivinar, sería un alivio para todos que cada compañía de cafres (catalanistas, andalucistas, vasquistas…) se quedase aislada en su cachito. El problema es que también en esos cachitos hay una población que no alberga el menor interés en quedarse sin país. Teniendo, pues, las ficciones culturalistas de los separatistas un límite natural infranqueable, no es de temer que jamás puedan lograr su vesánico objetivo; pero aun como minorías revoltosas pueden hacer mucho daño, y ya han causado bastante, más de lo tolerable. Tras la derrota del nazismo, quedaron muy pocos alemanes que no se hubiesen sacudido la embriaguez homicida inspirada por el mito de la Ur-Vaterland; pero el daño ya estaba hecho.

    Si en el concurso de las futuras naciones las hispanas refuerzan su koiné, poco nos importará que unos pocos territorios se segregaren (como en esa ficción de Bardají le ocurre a Cataluña y a Andalucía). Al fin y al cabo, a penas son un 0,2% de la hispanidad. Es indeseable, pero posible. Lo que está claro es que a Cataluña, a Andalucía o a las Vascongadas les espera un penoso futuro, si es que alguno en absoluto, separadas de España. Y por lo mismo al catalán y al vasco (las lenguas). Allá quien prefiera renunciar a lo grande y potente y quedarse con lo chico e impotente. Ahora mismo se vive en Cataluña alimentando la consoladora ensoñación de que la “cultura catalana” es tan importante como la hispana. Demencia precoz: la cultura catalana sólo es importante en la medida en que forma parte de la española, y, como observó claramente Gabriel Ferrater —entre otros—, el catalanismo no puede producir sino ese excremento al que los ignorantes llaman “cultura catalana”, incapaz de competir con ninguna cultura verdadera. Del mismo modo que el nacionalsocialismo no podía conseguir sino enterrar el gran legado de la cultura alemana —que había extraído toda su grandeza de la cultura grecolatina. Y del mismo modo también que el nacionalcatolicismo no pudo sino sumir a España en el más lacerante atraso cultural y político.

    ¿Por qué, entonces, son los herederos liberales del nacionalcatolicismo los que ahora no sucumben a esa Última Thule de la geografía de la superstición que es el nacionalismo? No queda más remedio que admitir, o conjeturar, que juega aquí un papel latente la viva potencia histórico-universal de la cultura hispánica. Porque de no ser así, ya España no existiría, o le quedaría muy poco, a menos que se vigorizase esa raíz con un ordenamiento socialista. Quizá tengan razón los de Izquierda Hispánica al conceptuar a España como la periferia de la cultura hispánica, cuyo verdadero centro estaría en América. (Me gustaría azuzar a Josep María Viola y a Esquinas para que aportasen algo a esta tesis.)

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  10. Extraordinaria entrada. Leí, cuando era demasiado joven para comprender o juzgar muchas cosas, la fantástica novela a la que haces referencia y de la cual Verhoever hizo una versión cinematográfica. Precisamente, gracias a esta descubrí la novela en una vieja coleción de obras de ciencia ficción de los años ochenta que mi hermano mayor tenía en casa (recuerdo que tenía las tapas de color azul).

    Me gustaría leer luego los comentarios, si mis periodos de estudio me van dejando un tiempo. En cualquier caso, os felicito por este exigente y bien pertrechado blog que estáis haciendo. Salud.

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  11. Tengo que agradecer esta intervención nueva de Daniel por varios motivos, pero sobre todo por uno muy importante para mí: que no se refiere al tema del nacionalismo, sino al del principal ejemplo de literatura de ficción que se me ocurrió. Y es que en verdad ése pretendía ser el verdadero tema. Lo del nacionalismo, pues también es, bien mirado, una cuestión de ficción, porque todo cuanto albergan los nacionalistas no son sino sueños futuristas en que las fronteras se han modificado. Pero desde luego que esa imaginación delirante no es tan fascinadora como la de esos maravillosos “fantasistas” como Heinlein. Y lo más curioso, ¿no te parece?, es que las invertebradas, torpes y pobres fantasías de los separatistas tienen más probabilidades de realizarse que las fantasías racionalistas, como la de Heinlein. Y tienen más probabilidades en virtud de lo absurdas y dañinas que son. Bueno, lo más probable, realmente, es que el mundo no se modifique gran cosa, sustancialmente; pero lo que quiero decir es que, cuando se produce un cambio revolucionario, un cataclismo repentino, inesperado, en ese tris en que todo es posible, hasta lo más improbable, resulta que entre esas cosas inverosímiles hay muchas más de un orden indeseable; es como en el instante milagroso en que sale una bola del bombo de la lotería, y aunque en ese momento todo es posible, porque puede salir cualquiera, incluso la tuya, resulta que, con toda probabilidad, ésta no saldrá, porque hay muchas más de las otras.

    Pero aunque sean más factibles, no dejarán de ser irracionales y pobres, de manera que esa otra fantasía racionalmente vertebrada a lo Heinlein, será siempre, por lo menos, mucho más interesante.

    Me resulta muy grato saber que hay otros que han procurado leer el relato de Heinlein huyendo de los topicazos de toda esa chusma de la corrección política. Y aunque he (hemos) estado todo un mes sin hacer otra cosa que comer dulces navideños, redactar informes de fin de año y holgazanear de otros mil modos posibles, es también muy grato saber que hay seguidores atentos al desarrollo de este blog. Me gustaría animar a muchos de ellos a participar más activamente, siquiera sugiriendo temas de debate; y a algunos de los que conozco personalmente me cuesta comprender que extraña inercia o timidez les retiene. Pero sigue siendo alentador saber que al menos el blog está siendo bien recibido.

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