25 de febrero de 2012

Hugo y Chávez, ‘Andrea Chénier’ y André Chénier, Robespierre…

[DE: Alberto Luque]

[Lo que sigue es lo que había escrito para este club de lectura antes de tratar directamente de Robespierre, con cierta parsimonia, con cierta reserva. Una reserva que proviene de lo tabú del tema: la mayoría de las personas creen que la palabra «Robespierre» significa malvado, y muy pocas saben que significa justiciero.]
Hay muchos asuntos en el «asunto»: Chénier, Hugo, Robespierre, Chávez… y más. Pero hay vínculos entre todos ellos, que justifican que los trate como un solo asunto —aunque a expensas de hacerme algo prolijo, para los estándares de la comunicación «electrónica». Una charnela que vincula todos esos planos temáticos es precisamente Robespierre, personaje al que todavía hay que aproximarse con cautela, por la montaña de prejuicios acumulados contra él. Incluso entre los historiadores, cuya formación se supone que los ha entrenado contra el prejuicio fácil, ha cundido la leyenda negra de Robespierre. No hace mucho, un colega y amigo […] me preguntaba durante una reunión festiva cuál era mi «autor» favorito. Yo no lo dudé un segundo: —Robespierre. «¡No me jodas, Alberto, hablo en serio!», me replicó. Yo procuré hacerle comprender que hablaba en serio —cosa difícil en medio de una velada en que básicamente se bromeaba, se bebía y hasta se contaban chistes procaces [usar el pronombre «se» es una manera de camuflarme, de disimular mi responsabilidad en la cosa, una astucia del lenguaje…]. Lo mismo le sorprendió mi enorme simpatía hacia Hugo Chávez. Total, que tuve que darle una segunda opción (no lo recuerdo muy bien, pero creo que elegí a Aníbal Ponce). No cuento anécdotas porque me parezcan relevantes, sino más bien por hablar(-escribir) distendidamente, entre amigos, por hacer la charla menos académica —vicio al que tiendo inconteniblemente. (Quienes me conocen saben que no exagero la precisión de las referencias y citas por un prurito pedante, sino por facilitar las cosas a quienes sientan interés especial en usarlas, sin entorpecer la lectura a quienes simplemente pueden saltárselas.)
Como el tema (Robespierre) me parece espinoso, incluso entre amigos, no es cuestión de entrar a saco. De aquí que mi estrategia discursiva sea, amén de espontánea, un tanto elusiva, dilatoria, llena de prevenciones. Y antes de hablar de Robespierre —y dando aún tiempo a que hayáis podido leer los excerpta de la edición de Žižek que envié— prefiera dar rodeos sobre asuntos afines, acercándonos progresivamente a ese terrible tema que se llama Robespierre.
Como adjuntos os envío: un fragmento de Los miserables de Hugo; una reseña de Hillary Mantel sobre la novela de Ruth Scurr Fatal purity, mencionada por Žižek en su introducción a Robespierre; y un artículo de la profesora María José Vilalta —quien, como sabéis, se halla entre los destinatarios de esta lista— sobre Andrea Chénier, la ópera de Umberto Giordano.
Quería que hablásemos de Robespierre, y me acordé —¡cómo iba a olvidarlo!— del capítulo de Los miserables en que monseñor Myriel, el bondadoso obispo de Digne, dialogaba con el convencional G. momentos antes de que expirase. Os he mandado, como decía, el texto original y en español. Para ahorrarme trabajo, lo busqué en la red, y he aquí que topé con algo maravilloso, una emisión de AMLibre del 22 de octubre de 2008, que dramatiza ese diálogo. No os lo perdáis, sólo son unos minutos:


Se trata de la adaptación de ese fragmento de la novela de Victor Hugo (t. i, lib. i, cap. x), “El obispo en presencia de una luz desconocida”, insertado entre dos fragmentos de un discurso de mi cada vez más admirado Hugo Chávez en la Explanada de la Intendencia Municipal de Montevideo, el 2 de marzo de 2005 [Voces: Alberto Rivero (Convencional G.) y Jorge Temponi (Monseñor Myriel). Narrador: Mariana Lobo.] ¿Cómo no iba a conmoverme, al saber que Chávez encontraba delicioso justamente ese mismo episodio que de joven me había llegado hasta lo más hondo? Sólo por esa obra, ni aun después de leer la inmisericorde y justa crítica que Paul Lafargue hizo de la hipocresía del gran poeta (La légende de Victor Hugo, 1885), y por más irreales, artificiosos y lacrimógenos que sean los cuadros que nos presenta su fantasía, Victor Hugo será siempre mi debilidad. (Puedo, y quiero, contaros otra anécdota personal —lo que hará esta carta algo más prolija, pero también más «legible», en cierto modo. Una vez alguien muy querido me vindicó ante un círculo de buenas personas muy piadosas, para quienes, debido a su educación, la palabra «ateo» venía a ser sinónima de desalmado. No podían comprender por qué motivo uno de ellos se relacionaba con un hombre ajeno a la Iglesia. Pues bien, mi respetabilidad entre tales personas quedó completamente rescatada —antes de que tuvieran un directo conocimiento de mí— cuando éste les aseguró que la persona a quien yo más admiraba era ni más ni menos que el obispo de Digne, Monseñor Myriel. Esas credenciales bastaron; nadie recordó que se trataba de un personaje de Los miserables. En realidad eso no importaba, porque era cierto que un obispo podía merecer toda mi admiración; ficticio, sí, pero ni más ni menos admirado que si estuviese vivo. Y tan real como lo era para mí, debía ser para aquellas personas piadosas ese ejemplo. De hecho, pensaba yo, no eran menos fingidos o imaginarios los personajes reales en quienes depositaban su confianza.)
(El episodio de Los miserables que más veces he recordado —por ejemplo en mis clases de historia de la estética— es este breve diálogo entre Bienvenu Myriel y su criada, sobre la estrecha y compleja relación entre belleza y utilidad:

—Monseñor, vos que sacáis partido de todo, tenéis ahí un cuadro de tierra inútil. Más valdría que produjera frutos y no flores.
—Señora Magloire —respondió el obispo—, os engañáis; lo bello vale tanto como lo útil. —Y añadió, después de una pausa—: Tal vez más.

Daría para escribir una interminable summa æsthetica…)
El fragmento que os envío tiene una relación directa con el tema de la mala fama de Robespierre, con esa prolongación de Termidor que dura hasta nuestros días, como decía Fleischmann. Bienvenu Myriel sufrirá una conmoción espiritual al dialogar con un convencional, un regicida —aunque éste en particular no había votado la muerte de Luis XVI, pero esto es secundario y tiene además interesantes lecturas: sin duda Hugo no era tan valiente ni honesto como para haber convertido en héroe moral a un robespierrista radical, pero también había una necesidad argumental, lógica, para que G. no hubiese sido un verdadero regicida, pues de otro modo habría sido represaliado más severamente, no habría podido evitar el exilio, y la escena del encuentro con Myriel no podría haberse producido. El buen obispo concluyó que el alma de un ateo también puede ir al cielo. (Por lo demás, Robespierre odiaba el ateísmo, una cuestión que más adelante me gustaría tratar.) Y el lenguaje del convencional G. es el de Robespierre. Comparemos su alegato, cuando se refiere, por ejemplo, a «Bossuet cantando el Te Deum sobre las dragonadas», con estas encendidas palabras de Robespierre contra los reyes coaligados para aplastar la Revolución [Virtud y terror, ed. de Žižek, pp. 194 y s.]:

Ilustres defensores de la causa de los reyes, príncipes, ministros, generales, cortesanos, detalladnos vuestras virtudes cívicas; contadnos los importantes servicios que habéis hecho a la humanidad; habladnos de las fortalezas conquistadas por la fuerza de vuestras guineas; alabadnos el talento de vuestros emisarios y la prontitud de vuestros soldados a huir ante los defensores de la República; ensalzadnos vuestro noble desprecio por el derecho de gentes y por la humanidad; nuestros prisioneros muertos a sangre fría, nuestras mujeres mutiladas por vuestros jenízaros, los niños masacrados sobre el regazo de su madre… y los dientes asesinos de los tigres austriacos que desgarraban sus miembros palpitantes; enaltecednos sobre todo vuestra suprema habilidad en el arte del envenenamiento y de los asesinatos. ¡Tiranos, he ahí vuestras virtudes!

Pero trataré de Robespierre más adelante, como ya dije.
Ahora, unas fugaces notas sobre Andrea Chénier y sobre André Chénier, tema suscitado por el artículo de María José [Vilalta] que os envío. [Podéis leer el libreto de Illica en www.kareol.info/obras/andrea/andrea.htm.] Este ejemplo presenta ante todo, como apreciamos en ese artículo, dos niveles distintos de conflicto: (1) la contradicción entre libertad creativa y compromiso político, (2) la diferencia entre los valores psicológicos, dramáticos y esencialmente estéticos que, como obra de la fantasía, posee una obra de arte y aquellos otros que vinculan su contenido, sus ideas, con hechos y actitudes reales, o con interpretaciones históricas. En términos de teoría del arte, diríamos que se trata de los problemas centrales planteados por: (1) la concepción moralista del arte y (2) la concepción del arte como forma de conocimiento —en este caso en la forma de conocimiento histórico, de relación entre los hechos fantaseados y los hechos históricos. O más concisamente: (1) arte/ética, (2) arte/verdad.
Es cierto que, como explica María José, Andrea Chénier no es una pieza ni políticamente revolucionaria, ni tampoco contrarrevolucionaria. La persecución de Chénier —en la ópera— se debe al hecho de que Gérard sacrifica su integridad revolucionaria a su voluptuosidad, a su amor por Maddalena. Sirve como paradigma del papel que otros personajes reales jugaron en la Revolución, y el primero de ellos es Danton. Esa actitud no vale, pues, como una condena política o filosófica o moral de la Revolución, sino como una constatación de que los hombres realmente involucrados en las luchas políticas no están en general hechos, como Robespierre, de una pieza, no son incorruptibles. Pero sí que hay otro aspecto clara y vulgarmente contrarrevolucionario en este cuadro, también señalado por María José: la caricatura de las masas revolucionarias como chusma zafia e insensata. Esta caricatura está maravillosamente trabajada en las breves intervenciones del sans-culotte Mathieu. Por ejemplo, cuando cede la palabra a Gérard, en la sección del tribunal revolucionario (acto iii), para que con su mejor retórica conmueva los corazones de los presentes y les decida a hacer donaciones para la causa revolucionaria:

Ma, to’: laggiù è Gérard!
Ei vi trarrà di tasca
gli ex luigi
con paroline ch’io non so!
M’infischio dei bei motti!
Ed anche me ne vanto!

[Pero ¡vaya, ahí está Gérard!
¡Él os sacará de los bolsillos
los ex luises
con palabrejas que yo no sé!
¡Me la repampinflan las palabras bonitas!
¡E incluso me jacto de ello!]

Y ¿qué decir de ese delicioso toque de sarcástico humor que hace interrumpir su discurso a Mathieu justo en el momento en que se apercibe de que su pipa se le ha apagado:

Dumouriez traditore e girondino
è passato ai nemici
(muoian tutti!).
E la patria in pe…
Cedo la parola.

Iba a decir que «la patria está en peligro»… La comicidad puede aquí ser tomada como índice de mordacidad, de desprecio, pero no es así necesariamente. Comparémoslo con esta otra descripción de una escena verídica durante la Revolución Rusa, que Reed nos da en Diez días que estremecieron al mundo (1919) [texto completo en Marxists Internet Archive]:

Yo pasaba mucho tiempo en el Smolny. No era fácil entrar en el edificio. Una doble fila de centinelas guardaba la verja exterior, y una vez franqueada ésta, veíase una larga cola de personas que esperaban su turno bajo las arcadas. Se entraba por grupos de a cuatro; después, cada uno tenía que identificarse y justificar sus ocupaciones; por último, se recibía un permiso de entrada, cuyo modelo cambiaba al cabo de unas horas, ya que continuamente conseguían filtrarse los espías.
Un día, al llegar a la puerta exterior, vi ante mí a Trotski y su mujer. Un soldado les salió al encuentro. Trotski se registró los bolsillos y no encontró su permiso.
—Soy Trotski —dijo al soldado.
—Si no tiene permiso, no puede usted entrar —respondió obstinadamente el soldado—. A mí los nombres no me importan.
—Es que soy el presidente del Soviet de Petrogrado.
—Pues si es usted un personaje tan importante, debía llevar consigo algún documento.
Trotski, pacientemente, le dijo entonces:
—Llévame al comandante.
Titubeó el soldado, rezongando entre dientes que no se podía molestar a cada momento al comandante porque viniera éste o el otro, y al fin llamó al suboficial jefe del puesto. Trotski le explicó lo ocurrido.
—Soy Trotski —repitió.
—¿Trotski? —dijo el otro rascándose la cabeza—. Me parece haber oído ese nombre… Sí, efectivamente… Está bien: puede usted entrar, camarada.

Es igualmente cómico, ¿no? Entonces ¿cuál es la diferencia? La diferencia está en el objeto —o en los sujetos— donde se nos obliga a poner nuestras simpatías o antipatías en cada caso. En la ópera de Giordano los sans-culottes son mala gente; en el relato verídico de Reed los obreros y soldados bolcheviques, aun los más zafios, son hombres que tienen la razón de su parte. Así describe Reed en otro pasaje el ambiente del Smolny, contrastando el desprecio de ciertos izquierdistas exquisitos, revolucionarios de salón, con el vigoroso temple de los bolcheviques, quienes no se dejaban intimidar por nada y contestaban a esos insultos con el más filosófico desdén:

Al otro lado del pasillo, frente por frente al salón de sesiones, estaba la oficina de revisión de actas de los delegados al Congreso de los Soviets. Estuve observando la llegada de los nuevos delegados: soldados vigorosos y barbudos, obreros con blusas negras, campesinos de largos cabellos. Los recibía una joven, miembro del lediristvo de Plejánov, que sonreía desdeñosamente.
—Apenas se parecen —decía— a los delegados del primer congreso. Mire usted qué aire de ignorancia y de grosería. ¡Qué masa inculta!
Era exacto. Rusia había sido sacudida hasta lo más profundo y las capas bajas salían a la superficie. El comité de revisión, nombrado por el antiguo Tsik, discutía a cada delegado la validez de su mandato. Karajan, miembro del Comité Central bolchevique, se limitaba a sonreír.
—No os preocupéis —decía—. Cuando llegue el momento, lograremos que os den vuestros puestos.
Rabotchi i Soldat escribía sobre el particular: «Llamamos la atención de los delegados al nuevo congreso sobre los intentos de ciertos miembros del comité de organización de sabotear dicho congreso haciendo circular el rumor de que ya no va a celebrarse y de que los delegados deben abandonar Petrogrado… No os dejéis desorientar por esas mentiras… Se acercan grandes días…»

La cuestión de la simpatía o antipatía que suscitan los personajes que representan a las masas revolucionarias, y que pueden adquirir los mismos rasgos cómicos en uno y otro caso, no es completamente arbitraria, no es una cuestión puramente artística, sino ideológica siempre. Decidir que sean simpáticos o antipáticos no es una elección puramente técnico-artística: revela la confianza o la falta de confianza en eso que Robespierre llamaba el «pueblo», y que caracterizaba con palabras como éstas:

…el pueblo enérgico y sabio, temible y justo, que se une a la voz de la razón y aprende a reconocer a sus enemigos bajo la máscara del patriotismo; el pueblo francés que corre a tomar las armas para defender la magnífica obra de su valor y de su virtud… [Loc. cit., p. 193.]

El mayor motivo que podemos hallar para persuadirnos de que Andrea Chénier no es una obra de contenido contrarrevolucionario es éste: que se trata de una historia de amor romántico, y se toma tantas licencias poéticas —respecto a la exactitud histórica de los hechos y los personajes— que se coloca sencillamente en el plano de la pura fantasía. Si contemplamos entonces todo el espectáculo desde el exclusivo punto de vista de las expresiones y motivaciones poético-eróticas, nada tiene gran cosa que ver con las actitudes políticas, ni tampoco con la historia real. (En todo esto es efectivamente parangonable al Doctor Zivago.) Sin embargo, es imposible negar que esta ópera contribuye a reforzar el ya de por sí aplastante prejuicio que lleva a identificar a los revolucionarios con malvados. Lo más exagerado, en este sentido, es el modo en que se sintetiza el proceso sumario a las varias docenas de acusados entre quienes se hallaba Chénier (acto iii).
Posiblemente no fueron del todo reales las garantías jurídicas que los procesados tuvieron. No era tanto que se les negase su derecho a una legítima defensa, sino más bien que no tenían posibilidad de quedar a resguardo de los partis pris, del efecto del acumulado e irrefragable odio de las masas; este odio debía ser letal sólo porque la República estaba acosada por todas partes; de lo contrario, se habría podido comprobar la infinita indulgencia de las gentes sencillas a quienes se deja ser felices. El cuadro del proceso trazado en el tercer acto es, en todo caso, una falsedad completa, más que una exageración: a ningún acusado, salvo al propio Chénier y con brutales limitaciones, se le concede el derecho a réplica (en la ópera). Podemos consultar las actas del proceso (por ejemplo en la ed. de Louis Moland de las obras en prosa del poeta: Œuvres en prose [précédées d’une notice sur le procès d’André Chénier et des actes de ce procès], París, Garnier Frères, 1879) y comprobar que los interrogatorios fueron dilatados —por más que el propio Moland, como antes Saint-Beuve, que fue el primero en publicarlas, prefiera aquilatar lo que en ellas indica «el inepto despotismo de los agentes del Terror»). La arbitrariedad no es, desde luego, tan odiosa como en la artística síntesis del libreto de Illica, pero sin duda deja aún mucho que desear desde el punto de vista estrictamente jurídico. Ahora bien, es completamente absurdo creer que podía ejercerse impecablemente una justicia imparcial y clemente en medio de una guerra social y con todos los enemigos de la revolución amenazándola desde el extranjero y desde el interior. Unas circunstancias tan terribles y decisivas tenían por fuerza que producir una decantación radical, sin matices. El propio Robespierre nos lo explica en el mismo lugar de un modo apodíctico:

Todas las personas razonables y magnánimas son partidarias de la República; todos los seres pérfidos y corrompidos son de la facción de vuestros tiranos. ¿Se calumnia al astro que anima la naturaleza por las nubes ligeras que se deslizan sobre su disco resplandeciente? La augusta libertad ¿pierde sus encantos divinos porque los viles agentes de la tiranía traten de profanarla? Vuestras desgracias y las nuestras son los crímenes de los enemigos comunes de la humanidad. ¿Es ésa para vosotros razón para odiarnos? No: es razón para castigarlos. [Loc. cit., p. 190.]

Y tampoco hay que exagerar el Terror como episodio representativo de la Revolución, como advierte incluso un hombre tan reaccionario como John Morley («Robespierre», en Critical miscellanies, t. i (1877), Londres, MacMillan & Co., 1913, pp. 58 y ss.). Este autor explicó también con toda claridad que el Terror no fue sino una reacción a amenazas inminentes, a sabotajes, a agresiones exteriores o interiores. La cuestión a plantearse es: ¿qué era el Terror políticamente? Sobre esto me explayaré en otra ocasión. Ahora quiero decir algo más a propósito de los temas suscitados por el ejemplo artístico de Andrea Chénier.
El tema del conflicto entre poesía y política, o entre libertad de creación y conciencia moral, aparece muy explícito en la ópera. El ser poeta se halla entre los motivos de condena que Gérard repasa, entre remordimientos:

Nemico della patria?
È vecchia fiaba
che beatamente ancor la beve il popolo.
Nato a Costantinopoloi? Straniero!
Studiò a Saint-Cyr? Soldato!
Traditore! Di Dumouriez un complice!
È poeta?
Sovvertitor di cuori e di costumi!

«Poeta… ¡Pervertidor de corazones y de costumbres!» Es exactamente la acusación que excusó a Platón expulsar de su República ideal a los poetas…
Que Chénier no fue condenado qua poeta es evidente: su gloria artística es casi completamente póstuma; en vida sólo llegó a publicar el Jeu de paume (1791) y el Hymne aux Suisses de Châteauvieux (1792), que están aún animados por el espíritu de la agitación revolucionaria —por más que en estas celebraciones se uniesen aún, muy equívocamente, los radicales y los moderados o indulgentes. Es innegable que fueron sus actividades políticas las que le llevaron a la guillotina. Con Malesherbes y el Conde de Sèze, se atrevió a defender abiertamente al Luis XVI, al mismo tiempo que su hermano Marie-Joseph votaba, con todos los convencionales, la muerte del rey.
Sin embargo, es justamente qua poeta que cierta hagiografía posterior —incluyendo el Andrea Chénier de Illica— pretende presentar a Chénier como una víctima del radicalismo igualitarista. Yo sólo puedo admitir que fue poeta y también contrarrevolucionario; pero esto no es consecuencia de aquello. Y puedo admitir también que el propio Chénier, así como sus admiradores literarios, eleven la poesía por encima de todo orden de cosas mundano; pero entonces habría que reprocharles como una contradicción y una hipocresía el que pongan su poesía, a veces, al servicio de una facción política cualquiera —en este caso contrarrevolucionaria. ¿Es el caso de Andrea Chénier —es decir de Illica— distinto al caso de André Chénier? Sí y no. El servicio que Andrea Chénier hace al espíritu contrarrevolucionario es involuntario, por los dos motivos ya expuestos: (1) porque puede excusar su licencia poética, es decir el hecho de que no reconstruye la historia con fidelidad, y (2) porque el verdadero tema es el amor eterno trágicamente enfrentado a una adversidad abstracta, casi cósmica. Chénier aparece en esta ópera defendiendo un credo artístico puramente romántico, el de la superioridad de la poesía, ajena a toda demanda, salvo la del amor. Que la poesía sólo se doblega al amor, y hasta se identifica con éste, es la idea que más agudamente se destaca, desde el principio, cuando Andrea se resiste a las frívolas peticiones para que recite unos versos, hasta los apoteósicos «Bendico la morte!», «La nostra morte è il trionfo dell’amor!», «Morte!», «Infinito!», «Amor!», etc., del final. En el primer acto dice Andrea:

…la fantasia
non si piega a comando
o a prece umile…
è capricciosa assai la poesia
a guisa dell’amor!

Y el delirante «Viva la morte! Insiem!» con el que los enamorados coronan la obra es sin duda de un patetismo extremo, que se coloca en una esfera muy alejada de lo que preocupa al historiador, pero no tan alejada de lo que puede preocupar al filósofo, al psicólogo, o al sociólogo —como es el caso de Žižek. Y en Andrea Chénier esta apoteosis luctuosa sólo tiene que ver con el concepto romántico del amor eterno, de la inflamación puramente individual de un «sentimiento oceánico», por robarle un bello tópico —algo místico— a Rolland. En cambio tenemos el mismo tema de la muerte como destino heroico, y casi como ordalía de la razón universal, de la integridad moral, en Robespierre, sólo que vinculado a otra clase de amor o de ideal: el de la felicidad social, el de la fraternidad entre todos los hombres, el del amor a la humanidad. Es decir un amor político, pero cuya índole racionalista no lo hace menos subjetivo, menos patético, sino sólo más social que el amor romántico.
Yo tengo a Robespierre por un gran poeta, amén de un gran filósofo político. Pero también de esto hablaré en otro lugar. Ahora sólo quiero apuntar un par de cosillas a vuelapluma sobre Chénier, y sobre la relación de este tema con el de la memoria histórica de la figura de Robespierre.
Antes, al hablar de aquel episodio de Los miserables, me he referido a su relación con esa mala fama del Terror, y en particular de Robespierre, y he aludido a Hector Fleischmann, que  escribía en el prefacio a su encantador estudio Robespierre et les femmes (París, Albin Michel, 1908, p. 8):

[Robespierre] sigue siendo, para estos escritores de libros largos y documentaciones breves, el Tigre, el Bebedor de sangre, el TiranoCatilina, exactamente como si la reacción termidoriana durase hasta nuestros días.
Fuera de las injurias a esta gran memoria, nada.

Si hay alguna idea tópica del Terror —por no decir de la Revolución francesa en conjunto— difundida urbi et orbi desde hace dos siglos, es la que se sintetiza en los personajes de La Pimpinela Escarlata (1905-1940), de la Baronesa Emmuska Orczy. Chénier fue tratado por sus hagiógrafos como una ilustre víctima del furor sanguinario de Robespierre, de Collot d’Herbois, de Fouquier-Tinville… Gabriel de Chénier, sobrino del poeta, en una larga nota de la biografía de su tío que acompaña la edición de sus poesías, comentando su participación en la fiesta en honor de los suizos sublevados y amnistiados del regimiento de Châteauvieux (15 de abril de 1792), llama a Collot d’Herbois y Robespierre «ces sanguinaires représentants». Como aclara Louis Becq de Fouquières (Documents nouveaux sur André Chénier et examen critique de la nouvelle édition de ses oeuvres, accompagnés d’appendices relatifs au Mis de Brazais, aux frères Trudaine, à F. de Pange, à Mme de Bonneuil, à la duchesse de Fleury, París, Charpentier et Cie, 1875, p. 27, n.), el 15 de abril de 1792 Collot d’Herbois y Robespierre no habían derramado aún una sola gota de sangre, además de no ser tampoco representantes. Ese anacronismo puede parecer irrelevante, pero indica hasta qué punto la reacción termidoriana se propuso ferozmente sepultar la verdad histórica.
La segunda de las cuestiones planteadas (la ocasional antítesis entre fantasía artística y conocimiento o contenido de verdad) es de especial interés en el terreno de la teoría del arte. Edgar Wind escribió muy certeramente sobre esta cuestión en «El miedo al conocimiento» (en Arte y anarquía, 1963). El propio André Chénier es un buen ejemplo de la posición racionalista —la defendida por Wind—, según la cual los valores didácticos no pueden perjudicar al arte. El poeta tuvo el propósito —que no logró llevar a cabo— de escribir en versos una síntesis de la Encyclopédie de Diderot y D’Alembert (Hermes, iniciado en 1783), del mismo modo que Lucrecio explicó toda la doctrina epicúrea en su De rerum natura, o al modo en que Erasmus Darwin puso su ciencia en innumerables versos (The botanic gardenThe Temple of Nature, or The origin of societyZoonomia). Pero como esto nos lleva a un tema muy amplio y complejo de la teoría del arte, lo dejo simplemente apuntado, por si alguien se interesa —en cuyo caso no tendré reparos en aquilatarlo.
Y otra cosilla del Andrea Chénier, casi —sólo casi— sin relación. Un detalle puede ser irrelevante, o adquirir el sentido de una frivolidad en una circunstancia, y volverse en cambio serio síntoma de algo más terrible, en otra. Las quejas de Maddalena contra la «tortura» de la moda, del «farsi belle», están aquí como botón de muestra de la decadente frivolidad aristocrática —y nos hacen pensar en las profundas reflexiones que Tolstoi desparramó en su Qué es el arte sólo tres años después del estreno de esta ópera. Pero años antes de que Illica o Tolstoi hicieran escarnio de esas frivolidades, August Bebel mostraba, en La mujer y el socialismo (1879), su sensibilidad respecto a la opresión de las mujeres advirtiendo justamente ese mismo motivo del vestuario, el corsé, como símbolo de un verdadero martirio, de un verdadero sacrificio (del cuerpo, de la felicidad, a la «belleza», al espectáculo…). (Y, N.B., la propia ópera Andrea Chénier es una de esas diversiones frívolas de la burguesía que Tolstoi denuncia; sólo que su tema abarca la crítica de esa misma frivolidad en la aristocracia del Ancien Régime…)
Bueno, demasiado largo este mensaje, ¿no? Y sin embargo tengo mucho más de lo que escribir a propósito. Pero no debéis reprocharme que convierta los intercambios de este Club de Lectura en entretenimientos de varias horas, en lugar de varios minutos: hay muchos días, el porvenir es largo, carpe diem, etc.





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