[DE: Alberto Luque]
Hacía semanas que me
guardaba un tema nuevo de conversación, al que sin embargo he aludido en alguna
ocasión, al referirme a Judt: la necesidad de reconstruir un lenguaje eficaz
para viejas y nuevas luchas sociales, para una política emancipadora. No quiero
soltar todo lo que tengo que decir sino a pequeñas dosis, y ahora me limitaré a
poner algún ejemplo y a procurar persuadiros de lo importante de la cuestión.
Os recomendaba hace días
la visita a una página de La Lamentable en que, a raíz de un
artículo de Josep Maria Cuenca, se había generado un pequeño debate en que yo
mismo me interesé. He sostenido allí que al tremebundo horror de la inculpación
a las víctimas del capitalismo hay que unir el tremebundo horror de la
intimidación. Al hilo de mi argumentación, y un tanto retóricamente, he
defendido la utilidad y claridad que se deriva del uso del rotundo concepto
de culpa —en lugar del diluyente “culpabilidad” (uno puede
decir rotundamente: “Tú tienes la culpa”, pero quedaría extraño decir “tienes
culpabilidad”; el reproche perdería, francamente, toda su fuerza). Otro lector
me ha objetado que éste le parece un “concepto religioso y, por tanto, de poca
utilidad para tratar cuestiones sociales”. He expuesto mi parcial desacuerdo en
el mismo lugar, y no lo voy a reiterar aquí.
Creo que nuestra
formación científica nos impide en general menospreciar las terminologías
técnicas, pero esa misma formación científica, en el terreno humanístico, nos
debería impedir hacer lo mismo con el lenguaje común. Más aún, sostengo que es
en el terreno del lenguaje común donde más interesa el rigor. Las ciencias
proceden siempre a asegurarse de un vocabulario inequívoco. ¿Cómo, si no,
podrían avanzar ni un milímetro en sus investigaciones? Pero entonces el
lenguaje común queda a expensas del error, de la ambigüedad, de la falacia…
Necesitamos un lenguaje coherente y eficaz, que no pueda usarse para mixtificar
las cuestiones sociales. (Algo así como esa lengua de los houyhnhnm, en Los
viajes de Gulliver, que carecía de un término equivalente a “mentir”, por
lo que, cuando comprendieron de qué se trata, debieron traducirlo por la
perífrasis “decir lo que no es”.)
Una solución es la jerga
científica, desde luego, pero esto plantea un serio problema a las ciencias
sociales. ¿Cuál? Pues muy sencillo: las otras ciencias no requieren que todo el
mundo las cultive, salvo, si se quiere —en una sociedad que tiene el ideal de
la ilustración universal—, que todo el mundo esté medianamente bien informado.
En cuanto a las muy técnicas o especiales, ni eso: la sociedad sólo necesita
confiar a unos pocos el cuidado de hacerlas progresar y producir beneficios al
resto. Pero el objeto de las ciencias sociales es la vida civil, la existencia
común de todos los hombres, y es en mi opinión indeseable que ese objeto común
se convierta en tema esotérico, sólo manejable por un puñado de expertos. En
todo caso, en interés de un propósito socialmente emancipador, hay que evitar a
toda costa que la vida social se exponga a los horrores de la manipulación mental,
la desinformación, la mistificación, el engaño… Pero esto es inevitable si
dejamos que, como realmente viene sucediendo, el lenguaje común se corrompa, si
los intelectuales no hacen todo lo posible por impedir que alguien pueda abusar
de una contaminación de las palabras. El tema fue genialmente intuido por
Orwell en 1984: la inverosímil nevlengua de esa
tremenda ficción me parece lo más cercano al lenguaje común actual.
Hemos casi iniciado una
conversación sobre la cuestión de la resistencia social al deterioro que el
gran capital financiero inflige al «derecho a vivir». Es una resistencia
material y áspera. Pero en ella participa también esa sutil sustancia que
llamamos el lenguaje —y esa otra sutil sustancia a que éste está
indisolublemente ligado: el pensamiento. Difícilmente puede una sociedad
cualquiera defenderse de sus enemigos si sólo dispone de palabras que han sido
diseñadas por éstos con el cuidadoso propósito de que no puedan perjudicarles.
Y ¿qué palabras —de toda clase: sustantivos, adjetivos, verbos y adverbios—
necesitamos? Y ¿qué uso o valor debemos darles? Entre las palabras —y conceptos
asociados—, tanto viejas como nuevas, que necesitamos rescatar y afilar como
cuchillos, están éstas que propongo:
DEMOCRACIA y PODER
(democracia popular, poder obrero, etc.);
DICTADURA (y en especial
“dictadura democrática”, o “dictadura democrática de los trabajadores”, algo
redundante);
EXPLOTACIÓN;
SALUD PÚBLICA (medidas de
s.p., y toda la jerga asociada: civismo, ciudadanía, civilización vs. barbarie,
etc.);
ESTADO;
ORDEN (sociedad ordenada
[=socialismo, “nuevo orden” —apud Gramsci]).
(1) Sobre la palabra
“democracia”.
Para una política de la
emancipación habría sido necesario que esta palabra fuese —o mejor, que siguiese
siendo— sinónima de socialismo, más aún, sinónima de comunismo.
¿Cómo se ha ido consintiendo en que a lo largo de un siglo la palabra
“democracia” se llegase a convertir en sinónimo de capitalismo?
¿Cómo es posible tolerar que se llame democrático a un sistema en el que el
poder, en todas sus formas, directa e indirectamente ejercido, está en manos de
los grandes capitalistas y no de la gran masa de trabajadores —y ni siquiera de
las clases medias? Lo único formal y superficialmente democrático es el hecho
de que se nos permita elegir diputados. Realmente se trata de una plutocracia.
La palabra “democracia”
fue durante siglos, y en especial en época moderna, sinónima de comunismo;
sonaba horrenda en los oídos de los poderosos. Cánovas del Castillo se indignó
contra la inocua expresión de Renan “plebiscito de todos los días”, creyendo
acaso que el genial francés, conservador hasta la medula, se estuviese
deslizando al socialismo.
Por un lado podemos observar
que tras la Revolución rusa y la subsiguiente creación de la III Internacional,
el uso de la palabra “comunismo” se recuperó para distinguirse del claudicante
“socialismo democrático”, como hasta entonces se había llamado al movimiento
revolucionario que perseguía una sociedad sin clases. En su momento pareció una
buena y eficaz idea ésta de disponer de una palabra única y distintiva para
designar la verdadera democracia total. Sobre todo teniendo en cuenta que la
palabra “democracia” —e incluso “socialismo”— ya estaba comprometida con la
herencia revisionista, completamente aburguesada, de la II Internacional; es
decir, teniendo en cuenta que con esas palabras se seguían autodenominando unas
fracciones políticas que en modo alguno combatían francamente por el
socialismo.
Por otro lado, tenemos
también que observar que el movimiento comunista nunca renunció al término
“socialismo” para designar el nuevo orden democrático basado en el poder obrero
—aunque, eso sí, se sintió casi siempre obligado a añadir el epíteto
“revolucionario”. O sea que sólo se renunciaba a medias al viejo vocabulario
político, pero esa mitad ya fue un tremendo error, una concesión verbal
irresponsable, aunque involuntaria. Habría valido más renunciar al feo y torpe
adjetivo “revolucionario”, que suena como “incendiario”, “exagerado”,
“intemperante”… (Si se piensa bien, no hay nadie más revolucionario, anarquista
e irresponsable que un banquero, o que un nazi. Por otro lado, el uso del
término “revolucionario”, tan caro a la izquierda comunista, tiene un sentido
dramático, emocional, que quiere sugerir intimidación, fortaleza, valentía,
resolución… pretende que no se pierda la conciencia de que existe una lucha de
clases que no acabará sino con la extinción de la clase dominante; pretende,
sobre todo, advertir de la trampa que supone la colaboración, el consenso con
la clase dominante, típica por ejemplo de los sindicatos.)
(2) Y ¿qué decir del
clásico término “proletariado”? En este caso no me parece oportuna su
recuperación sino para la historia, para contextualizar una etapa
de la historia del movimiento obrero, a fin de evitar anacronismos —y sobre
todo por lo que involucra en la expresión “dictadura del proletariado”—, pero
no para la lucha actual, en la que me parece preferible hablar de trabajadores o asalariados;
en parte porque el proletariado clásico, básicamente industrial, no es ya
ninguna fuerza mayoritaria ni poderosa, ni inclinada a adoptar puntos de vista
revolucionarios “por necesidad”. Los trabajadores asalariados que forman la
mayoría de la población sometida a explotación más o menos intensa incluyen a
muchas más capas.
(3) Me parece interesante
examinar cómo el sentido de la clásica expresión marxista “dictadura del
proletariado” significó, sencillamente, democracia. (A este
propósito [es interesante] el artículo «Marx y la dictadura del proletariado»
[1962] de Hal Draper, síntesis de otro más extenso —y aún es más sintético en
comparación con un libro posterior, The “dictatorship of the
proletariat” from Marx to Lenin, 1987.)
Puede que aún resulte
útil, ahora, la incoherente antítesis democracia/dictadura, o
mejor, democracia/totalitarismo. Pero debe explicarse que esta antítesis no
tiene demasiado sentido para la historia anterior a la II Guerra Mundial, donde
al usarla cometeríamos un absurdo anacronismo.
Dictadura hacía entonces referencia a quien (o
quienes) manda, no a cómo manda… La dictadura podía ser
democrática (i.e. de la mayoría) o antidemocrática. Nadie podía
excluir automáticamente, como por un acto reflejo, la idea de que alguien
ejerciese una dictadura por el puro efecto de su prestigio (digamos una
dictadura en el gusto, como hacían los petimetres o los estiticistas; el
de arbiter elegantiæ era, por ejemplo, el título con el que en
época del Imperio romano se conocía en la corte a Petronio). Se trataba de un
poder de sugestión que podía ejercerse sin violencia, que nada tenía que ver
con un acto de despotismo. Se trataba justamente de autoridad, la
cual podía ejercerse legítimamente, sin coerción antidemocrática —aunque
también pudiera llamarse así a una tiranía: la palabra no aludía al modo del
poderío, sino al poderío mismo.
Es interesante el esbozo
de crítica, un tanto críptica, que hace Žižek al “error fundamental del terror
jacobino en Rousseau” (pp. 26 y s. de su introducción a Virtud y terror),
y en especial su justa comparación de la “sustanciación de la voluntad general”
con la “noción religiosa de la predestinación” (pp. 27 y s.). (En el fondo, se
trata también de una cuestión de lógica —casi puramente verbal, y no ya
metafísica—, que puede apreciarse en los paradójicos argumentos de los antiguos
megáricos justamente criticados por Cicerón; pero éste es un bonito tema que
reservo para otra ocasión). En el mismo discurso, Žižek se ha referido (pp. 33
y ss.) a la cuestión de renovar la idea de la “dictadura del proletariado”.
Como he sugerido antes, lo obsoleto de esta perífrasis no estaría en el término
“dictadura”, sino en el genitivo “del proletariado”. Verdad que no es meramente
metafórico hablar por ejemplo del proceso de proletarización del trabajo
intelectual. Con esta expresión aludimos no sólo al hecho de que la mayoría
tiende a convertirse en asalariados, sino, sobre todo, al proceso de aumento de
la explotación, de la eviterna tendencia a la disminución de los salarios
(la vieja “ley de hierro de los salarios” que ya hace dos siglos postuló la
“economía lúgubre” de Manchester). La vindicación que Žižek hace de la
interpretación foucaultiana del estallido revolucionario en Irán (pp. 44 y s.)
es oscura. Lo que a mi entender debe enfatizarse es algo más claro y más
político: la revolución en Irán fue, en su inicio, popular-socialista, una
verdadera guerra civil revolucionaria, inmediatamente pervertida e
inleludiblemente transformada en un enfrentamiento antiimperialista. ¿Tiene
sentido decir que en ese acontecimiento “todas las diferencias quedan anuladas,
se vuelven irrelevantes” (p. 45)? Lo tiene si nos referimos al hecho de que la
revolución disipa los falsos problemas “culturales” para poner en primer
término, exclusivamente, los verdaderos problemas “sociales” —como ahora
empieza a suceder, en parte, con el 15-M.
(4) Otro terreno en el
que necesitamos afilar y vigorizar el lenguaje es el que afecta a ciertos
principios fundamentales del derecho. Pongamos como ejemplos el derecho a
la vivienda o el derecho al trabajo. Ambos están “reconocidos” por la Constitución,
pero toleramos que un banco desahucie a una familia
pobre (realmente, que 100 bancos desahucien a 100.000 familias; de ese orden de
magnitud es la cuestión; es archievidente la contradicción
entre derecho y hecho —que subsistiría aun cuando se
tratase de un solo caso). Debemos por tanto negar que las
sociedades capitalistas sean Estados “de derecho” (salvo, como recuerda Josep
Maria, que todos lo son “por definición”, pero esto afecta a otro sentido de la
cuestión): son sólo Estados “de hecho” —cuando no se corrompen más allá de toda
medida y entonces se convierten más bien en Estados “de cohecho”). Hace unos
meses leía en una entrevista a Josep Casadevall, el juez andorrano del Tribunal
Europeo de Derechos Humanos, cómo éste reconocía que en verdad es una contradicción,
casi implícitamente admitiendo que no carecería de causa que un parado o un
sin-techo acudiese a ese Tribunal para demandar al Estado; pero, siendo
“pragmáticos” —es decir tolerantes, hipócritas, cobardes…— está claro que un
juicio así no prosperaría; entre otras cosas porque, como ha discutido muy bien
Josep Maria, no sólo no hay verdadera y efectiva separación de poderes, sino
más precisamente porque su amalgama no tiene la estructura de una coordinación,
sino de una subordinación; los aparatos ejecutivo y legislativo sólo en
apariencia, y muy superficialmente, se “supeditan” al judicial, sino al revés:
éste no puede imponerles ninguna corrección de cierto calibre, sino que se
limita a garantizar que todo funcione en los márgenes permitidos de
hecho, o por fuerza.
[…]
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