11 de enero de 2013

Fútbol, o De la complejidad de lo banal

Alberto Luque

Jugadores del Real Madrid —entonces Madrid CF—
en mayo de 1937, antes de comenzar un partido de
homenaje a la 21ª Brigada Mixta, en Chamartín.
Los antiguos griegos despreciaron el trabajo manual. Era inevitable, tratándose de una sociedad esclavista: el trabajo muscular era plebeyo. No por otra cosa, como apuntaba Marx, ni siquiera ese gigante del pensamiento que fue Aristóteles pudo descubrir cuál es la verdadera naturaleza del valor (de cambio) de las mercancías, pues no es otra que el trabajo (medio y socialmente necesario) invertido en su fabricación: “Aristóteles no podía descifrar por sí mismo, analizando la forma del valor, el hecho de que en la forma de los valores de las mercancías todos los trabajos se expresan como trabajo humano igual, y por tanto como equivalentes, porque la sociedad griega estaba basada en el trabajo de los esclavos y tenía por tanto como base natural la desigualdad entre los hombres y sus fuerzas de trabajo.” (El capital, t. i [1867], lib. i, cap. i.)
La moral del trabajo de la antigua sociedad aristocrática se resume en estas reflexiones que nos transmiten Plutarco y Luciano de Samosata: “La ocupación personal en tareas ruines ofrece por sí misma el esfuerzo en asuntos inútiles como testimonio de su indiferencia en lo que respecta a las cosas bellas. Y no hay ningún joven bien nacido que al contemplar el Zeus de Olimpia desee ser Fidias, o Policleto al contemplar la Hera de Argos, ni Anacreonte o Filemón o Arquíloco, porque le agraden los poemas de éstos. Pues no es forzoso, aunque la obra deleite por su encanto, que el autor sea digno de estima.” (Plutarco, Vida de Pericles, 2.1.) “Supongamos que te conviertes en un Fidias o en un Policleto, y que realizas numerosas obras maestras; todo el mundo admirará entonces tu arte, pero ninguna persona razonable deseará ser como tú, porque siempre serás considerado un operario o un artesano, y te degradarán igual que quien se gana la vida trabajando manualmente.” (Luciano, Sueño, 9.) Es de notar que Plutarco extiende el desprecio social a los poetas, cuyo trabajo es sin embargo puramente intelectual y no manual, y además fue altamente valorado por la sociedad de su época. La Edad Media mitigó mucho este desprecio a lo artesanal —sobre todo con la regla benedictina—, rescatando la dignidad del trabajo bien hecho. Si los antiguos se hubiesen limitado a despreciar las labores psicomotrizmente más rudas, habría sido comprensible, pero su actitud es paradójica, porque admiraban a los atletas. Y es que los atletas eran aristócratas y no plebeyos, y las competiciones olímpicas eran lo opuesto a cualquier trabajo; en el deporte, los amos del mundo ejercitaban su ocio y exhibían su superioridad. De manera que eran capaces de admirar la habilidad sin provecho de un atleta, pero no la habilidad provechosa de un artesano, sin percatarse de la contradicción —porque percatarse de ello habría sido equivalente a cuestionar el orden social. Nada de cuanto se desarrolle en la cultura de una sociedad clasista cualquiera puede estar exento de contradicción; en realidad, toda la mentalidad hegemónica de una sociedad —que es, no lo olvidemos, la mentalidad de la clase hegemónica— tiene forzosamente que orientarse a procurar el mayor grado de justificación del status quo.
Enjuiciar lo que significa el deporte desentendiéndose de que éste se practica en una sociedad de clases conduce a curiosas confusiones, porque se amalgama inconscientemente lo que el deporte puede o debe ser, en abstracto o inherentemente, con lo que es realmente en un medio social que lo condiciona. Se mezclan así confusamente sus rasgos propios con los rasgos circunstanciales, cayendo en la falacia de tomar unos por otros, de un modo que conduce a absurdas controversias —como si alguien intentase extraer una ética de una estética, o al revés, o sea como si intentase destilar tocino de la velocidad.
En ocasiones se han producido interesantes debates en torno a los rasgos distintivos de la afición al fútbol y la afición a la tauromaquia. Incluso se han elaborado ingeniosos chistes, como aquel obsceno del forofo que, ante la triunfal conclusión de un taurófilo, “Donde esté una buena corrida, que se quite el fútbol”, concedía: “Di que sí… ¡y los toros!” Pero sobre todo ha sido el toreo lo que, por sí solo, ha motivado buenas reflexiones intelectuales. Sólo el anecdotario taurino, si se quiere banal, ofrece un inmenso acervo de experiencias y dichos de lo más conmovedor, como aquel del Espartero (Manuel García), “Más cornás da el hambre” —que sirvió de título a una controvertida novela que escribió en 1951 el mexicano Luis Spota—, o como aquel otro atribuido al Gallo (Rafael Gómez Ortega) —aunque otros lo asocian al Guerrita (Rafael Guerra)—, “Hay gente pa’ to’” —contestando a la definición que, en presencia de Ortega y Gasset, le dieron de lo que es un filósofo. La tauromaquia me parece el espectáculo primitivo más sofisticado —valga el oxímoron—, equivalente a una representación al mismo tiempo concreta y abstracta —o sea genuinamente artística— de todo cuanto debía contener una tragedia según la Poética de Aristóteles. Tiene la tauromaquia una grandeza trágica que el fútbol jamás podrá soñar, de modo que jamás podrá despreciarse aquélla del mismo modo —aunque sí por otros motivos— como Borges despachaba al fútbol: “Detesto el fútbol, es un juego brutal que no requiere un coraje especial, porque nadie se juega la vida…” (Siete Días, núm. 989, 19 de junio de 1986; recopilado en Esteban Peicovich, El palabrista: Borges, visto y oído, Buenos Aires, Marea, 2006, p. 72.) Tanto en la historia del toreo como en la del fútbol se encontrarán a raudales maravillosas expresiones de lo más conmovedor de la experiencia humana, ni más ni menos que si nos adentramos en la vida íntima de una estultificada ama de hogar entre los fogones, o en las oficinas de una delegación de Hacienda, o en las cabañas de una tribu de guaraníes. Todo eso no vale, pues, como motivo particular para enaltecer la riqueza ética del espectáculo en cuestión, en sí mismo, sencillamente porque es común y universalmente humano. En todo caso, lo que hace posible que tanto los toros como el fútbol sean “buenos para pensar”, como diría Lévi-Strauss, es su común naturaleza de espectáculo, amén de, claro está, el análisis del tipo de destrezas que en cada caso se desarrollan.
Así como hay aficionados al fútbol que aborrecen los toros, y aficionados a los toros que aborrecen el fútbol, hay también entusiastas de ambos espectáculos, y quienes los abominan por igual. Carlos Puyol declaró hace un par de años que era partidario de prohibir los toros, a Xavi Hernández el tema le dejaba indiferente, mientras que Albiol, Ramos, Del Bosque o Casillas se manifestaron partidarios de la fiesta taurina. La misma exhaustiva distribución de entusiasmos se puede encontrar entre los intelectuales. Pero me parece que con mucha más frecuencia éstos desprecian el espectáculo deportivo, y a lo sumo conceden al deporte físico, como los antiguos romanos, sólo una importancia —que no es poca— para la salud corporal, algo de los prota kata physin de los antiguos estoicos; es decir un valor no moral, sino previo a la moral, como todas las condiciones físicas de la existencia, del bienestar. La exageración del valor moral del ejercicio físico es propia del “hombre fisiológico”, por decirlo a la manera de Zola. No escasean, sin embargo, entre los “hombres metafísicos” quienes deducen virtudes éticas del deporte. Mi propia opinión al respecto es de estirpe romana y estoica: los motivos por los que el deporte es vitalmente necesario son los mismos por los que carece en sí de virtudes propiamente éticas, y lo que me parece un extravío es mezclar ambas cosas, lo fisiológico y lo metafísico. Por otro lado, el deporte es, como cualquier otra actividad humana, un asunto propio para el enjuiciamiento ético, pero no, insisto, un fenómeno ético en sí.
Nunca he sido aficionado a los deportes —salvo la fumada lenta, la marcha montañesca y el ciclismo, y como espectáculo sólo me fascina el pugilismo, y encuentro también interesante la esgrima. Mi concepto del deporte, ya lo he dicho, es romano y no griego: su objeto racional es la salud, no el espectáculo —por aquello de la mens sana in corpore sano, que Juvenal, por cierto, predicaba de la oración, no de la gimnasia. Mis preferencias, va de suyo, se dirigen además al deporte individual. Es más, observo que cuando un deporte colectivo, como el fútbol, suscita una verdadera emoción estética es cuando ocasionalmente destaca alguna figura que sobrepasa al equipo. De ahí que lo más característico y emotivo del entusiasmo futbolístico se exprese no con lemas ni proposiciones, sino con signos más elementales y primarios, con simples nombres propios: Pelé, Di Stéfano, Gento, Kubala, Maradona… “palabras” cuyo solo sonido desata intensos embelesos. Es, pues, siempre la hombría, el valor individual —y la etimología de la virtus—, lo que se revela bajo ese entusiasmo como único motivo verdaderamente ético y a la vez estético.
¿Qué rasgos intrínsecos del fútbol podrían justificar una admiración intelectual? Yo creo que ninguno. El jugador de fútbol no requiere más habilidad que la puramente muscular. En comparación con las destrezas de un neurocirujano o un pianista virtuoso, las de un futbolista —correr, driblar y manejar un balón con el pie—, por inauditas y singulares que puedan llegar a ser, se quedan tristemente reducidas a puras monerías. Y que nadie insista en que jugar bien al fútbol requiere destrezas de orden mental, como si se tratase de concebir y prever con rapidez una serie de movimientos estratégicos, a semejanza de los que debe concebir, pongamos por caso, un jugador de ajedrez. En modo alguno: lo que hace el jugador de ajedrez es en efecto un tremendo esfuerzo mental, porque, tarde lo que tarde en decidir su jugada, debe examinar con toda precisión un sinfín de procedimientos, mientras que al jugador de fútbol de nada le serviría imaginar —caso de que lo intentase— una o muchas “jugadas maestras”, porque a cada instante se modificará el escenario de lo posible, a tenor con lo que, imprevisiblemente, harán los otros jugadores; su habilidad mental se reduce a adaptarse con suma rapidez a cada variación instantánea, lo que desde luego es una facultad psicomotriz, pero instintiva y completamente ajena a la reflexión racional. Digo bien: “se reduce”. La inteligencia —en el genuino sentido de comprensión— tiene mucho que ver con la parsimonia, y nada que ver con la celeridad de la respuesta fisiológica a un estímulo cualquiera. Podría decirse que cuanto más nervioso es un individuo, menos apto es para la reflexión; y viceversa, que los inteligentes suelen ser, como el teniente Colombo, un tanto lerdos y como atolondrados; de ahí que, por ejemplo, las tremendas habilidades de rapidez de respuesta que desarrollan los niños que pasan horas entrenándose con videojuegos, inconcebible ejercicio de celeridad, suelan mermar sensiblemente su disposición al estudio, que requiere una virtud completamente opuesta: la paciencia.
Como explicaba Godfrey Harold Hardy en su hermoso libro Apología de un matemático (1940), “hay que tener en cuenta las diferencias de valor entre las distintas actividades”: es razonable que si uno posee una innata ventaja por sus dotes como corredor, decida dedicarse a eso que hace mejor, en lugar de, pongamos por caso, a la poesía; desde luego que será una desgracia que el individuo en cuestión considere la poesía de un valor incalculablemente superior al del atletismo, y podría esto hacer más difícil su elección (cf. A mathematician’s apology, University of Alberta Mathematical Sciences Society, 2005, pp. 5 y s.); en cualquier caso, se engañaría más tristemente si se forzase a fingir que el atletismo le parece una forma de poesía o algo parecido; eso sería algo así como la actitud de la zorra ante las uvas. Y si en efecto tomamos en consideración las diferencias de valor entre las distintas actividades, entonces al fútbol no puede reservársele sino uno de los escalones inferiores. Es un juego que requiere exclusivamente el desarrollo de la más tosca de las extremidades, y donde el uso de la más distintivamente humana, la mano, está prohibido. “Para colmo, el más popular de los deportes se juega con los pies, lo cual se opone a la historia de la evolución. El hombre desciende de un homínido que comía frutas y era incapaz de servirse del pulgar oponible; en consecuencia, una actividad que cancela el uso de las manos semeja un retorno a la barbarie.” (Juan Villoro, “El arte y el fútbol”, en La Insignia, 13 de abril de 2001.) No puede ser más ridícula la ingenua creencia de Kundera de que el fútbol no se juega con los pies, sino “con la cabeza” —salvo que se refiriese a una preferencia por el juego con balones altos y frecuentes cabezazos. En fin, la fascinación que pueda llegar a producir el dominio técnico de las patadas a un balón, o cualquier otro dominio psicomotriz de las extremidades inferiores, jamás será tan grande como la que suscitan los trapecistas, y aún mucho menos que la de los bailarines, y aún muchísimo menos que la de los pianistas…
(Me viene a la memoria una anécdota curiosa, en relación con el carácter “popular” que nadie puede disputar al “deporte rey”: la del origen del rugby, a partir de él. Al parecer, fue un muchacho de Rugby, incapaz de someterse a la tiránica regla de no usar las manos, quien decidió cambiarlas, inventándose ese otro parecido juego. Y hay algo verdaderamente “popular” e irreverente en ese gesto, en ese desprecio de las normas que arbitrariamente habrían definido un juego aristocrático; aunque también puede interpretarse que sólo un altanero aristócrata sería capaz de un desafío semejante a las reglas… Pero el caso es que ese desacato no fue sólo un gesto insolente, sino maravillosamente racional, por cuanto suponía renunciar al elemento bárbaro y agresivo de las patadas —pura animalidad— para hacer intervenir en la competición una parte del cuerpo mucho más cercana a lo mental, mucho más propia de la distinción psicofisiológica del hombre respecto al resto de mamíferos: el juego quedaba así más apropiadamente caracterizado según el uso de las manos, distintivo del homo habilis, y no el de las pezuñas…)
No hace falta extenderse en estos aspectos materiales del juego para justificar el hecho de que la mayoría de los intelectuales no puedan conceder al fútbol ninguna excelencia intelectual ni moral. Recurrir a autoridades como Schiller o Huizinga para enaltecer el juego en abstracto es hacer trampas, no sólo porque las teorías sobre lo lúdico de estos pensadores pueden en sí mismas ser críticamente rebatidas, sino porque aquellas observaciones profundas e inteligentes se refieren a otra cosa, a aspectos ideales de la experiencia humana, que apuntan a lo que soñamos como el reino de la libertad, completamente incompatibles con el reino de la necesidad en que se inscriben realmente los juegos practicados en nuestra sociedad. El hombre no es en modo alguno un homo ludens, aunque éste podría ser, razonablemente, el término de sus sueños más racionales; hasta hoy es más bien otras cosas, homo faber, en el mejor de los casos homo habilis, y sólo muy precariamente homo sapiens.
Pese a todo, no escasean, como he dicho, los intelectuales que hacen apología del deporte. Edgar Morin, o Evgueni Evtuchenko, o incluso Milan Kundera no tuvieron reparo en parangonar el fútbol con la poesía. Con ello hacían también algo de poesía —de la mala—, sin que para ello fuese necesario que el fútbol exhibiese intrínsecamente nada comparable; lo mismo puede hacerse poesía —incluso de la buena— a propósito de un calcetín sudado. No se trata en estos casos de hablar por hablar, sino de transmitir una sensibilidad y unas ideas propias con el motivo-excusa del fútbol. Otros egregios defensores del fútbol son Albert Camus, Miguel Delibes, Javier Marías (Salvajes y sentimentales, Madrid, Aguilar, 2000) o Eduardo Galeano (El fútbol a sol y sombra, Madrid, Siglo XXI, 1995). El fútbol es, en los deliciosos textos que estos autores le han consagrado, un motivo o excusa para revelar emociones propias y reflexiones que interesan por lo que nos enseñan de la sensibilidad y la inteligencia de quien escribe, y que con la misma eficacia podrían haberse elaborado en relación a cualquier otro asunto. Eduardo Galeano dijo que la mayoría de los escritores de América Latina son “futbolistas frustrados”; con toda probabilidad, se trata de una poética exageración. El fútbol a sol y sombra es una simpática historia, exposición y defensa de las virtudes del fútbol. Pero insisto en que no se trata del fútbol en sí, de sus cualidades objetivas, sino de otra cosa: de la experiencia vital que tanto puede asociarse al fútbol como a cualquier otra actividad. Y en particular se trata de la necesaria o ineludible “politización del deporte” —ni más ni menos necesaria o ineludible que la politización del arte.
Que Camus o Gramsci viesen en el fútbol algo así como una escuela de humanidad, una ocasión preciosa para el ejercicio de la camaradería, el coraje, la amistad, el esfuerzo, la autocrítica, &c., no empece que en el campo, y en la gradería, se puedan también ejercitar las más abyectas y salvajes inclinaciones, como la preparación para la guerra o el fanatismo nacionalista. De ahí que Borges no temiese hablar con toda franqueza contra el fútbol: cosa “tediosa”, “un juego totalmente convencional”, que hace de los espectadores, automáticamente, unos imbéciles, “una miseria, una cosa tan frívola”, que “es popular porque la estupidez es popular”, &c. Borges apuntaba certeramente a la más abyecta de las corrupciones morales asociadas al fútbol, a saber: que sólo interesa ganar. “Porque la gente cree que va a ver un espectáculo, pero no es así. La gente va a ver quién va a ganar. Porque si les interesara el fútbol, el hecho de ganar o perder sería irrelevante, no importaría el resultado, sino que el partido en sí fuera interesante…” (Cit. por Carlos A. Garramuño, “La vigilia con los ojos abiertos”, en Pájaro de Fuego, núm. 6, abril-mayo de 1978.) De modo que es bastante comprensible que Kipling “se burlara”, como dice Galeano, del fútbol y de las “almas pequeñas que pueden ser saciadas por los embarrados idiotas que lo juegan”. Ni tampoco han de sorprendernos estas declaraciones de otro insigne detractor, Guillermo Cabrera Infante, recordadas por Javier Marías: “Ese juego nefasto incita a la violencia porque es violento en sí mismo: se juega con los pies, y pocos movimientos hay tan feroces como el que supone dar una patada.” (Cit. en Aquella mitad de mi tiempo: Al mirar atrás, Barcelona, Mondadori, 2011 p. 62.)
Lo que significa esta disparidad de opiniones no tiene gran cosa que ver con que unos sepan observar entre los rasgos objetivos del fútbol unos aspectos que otros son incapaces de ver, o que evalúan de otro modo. Tiene que ver con unas diferencias de orden sentimental, experiencial, intelectual y moral, y tiene que ver también con el hecho de no haber sabido distinguir consciente y críticamente lo intrínseco de lo circunstancial. No es el fútbol en sí lo que se desacredita o se ensalza con tales reflexiones, sino las reflexiones mismas. El fútbol sigue teniendo sus cualidades objetivas, repito, de un orden extramoral, buenas según su naturaleza y sus fines propios, pero ajenas a todo criterio ético o estético. Vincular tales o cuales virtudes éticas de los rasgos objetivo-materiales del juego es como si decidiésemos cantar las excelencias morales de la relojería, o las de la pesca del esturión, o las virtudes “culturales” de la cocina. Objetivamente un plato cocinado no es más que un alimento, bueno o malo en función de sus efectos sobre la salud, pero nada hay de objetivo en considerarlo “exquisito”, ni “peculiar”, ni “original”, ni según cualquier otra categoría de orden estético, sentimental o moral; porque estos otros juicios dependen de las circunstancias sociales, no de las propiedades objetivas del alimento.
Pero entonces ¿cómo explicar el hecho innegable de que el fútbol, más que ningún otro espectáculo, sea fuente de los más intensos calambres emocionales? Quiero decir: ¿es esto también efecto de una “circunstancia” social, o hay que contarlo entre las virtudes intrínsecas del fútbol? Yo creo que es lo primero. La emoción está asociada a lo que representan los gestos más esforzados de jugadores individuales, pero la intensa simpatía que suscitan no puede explicarse sino como el efecto de un adoctrinamiento, de una mentalidad que vuelve tales embelesos una necesidad vital, sin que lo sea de suyo. Porque, a decir verdad, esa electrizante simpatía se produce en ocasiones respecto a los guardametas, que son una suerte de anti-jugadores o recíprocos imprescindibles —un poco como el Anteros lo es respecto a Eros. Y puesto que la función y el movimiento del portero es completamente ajena a la del resto del equipo, por fuerza debe de ser algo ajeno a sus rasgos objetivo-materiales-concretos lo que motive en el espectador una pasión semejante. El papel del guardameta es en efecto muy singular, como el de esos personajes clave de muchos relatos, que a pesar de no ser sino protagonistas muy secundarios, sin ellos la historia perdería lo principal de su sentido. Y también a esta figura le está reservado, aunque de modo mucho más tacaño, el premio de un entusiasmo popular. ¿Qué aficionado a la historia del fútbol olvidará la sobrenatural fascinación del legendario portero ruso Yashin, “la araña negra”? Por cierto, entre los eslavos egregios también aparecen intelectuales futbolistas, como Vladimir Nabokov —aunque practicó este deporte en Cambridge, en el exilio. El otro deporte que amaba Nobokov era el ajedrez; quizá no pueda imaginarse una complementación de opuestos más radical, y sobre todo si además se contrastan con su desconcertante afición a las mariposas. Así recordaba esta pasión en Habla, memoria (1966):
De todos los deportes que practiqué en Cambridge, el fútbol ha seguido siendo un ventoso claro en mitad de un periodo notablemente confuso. Me apasionaba jugar de portero. En Rusia y en los países latinos, ese intrépido arte ha estado rodeado siempre de un aura de singular luminosidad. Distante, solitario, impasible, el portero famoso es perseguido por las calles por niños en éxtasis. Está a la misma altura que el torero y el as de la aviación en lo que se refiere a la emocionada adulación que suscita. Su jersey, su gorra, su visera, sus rodilleras, los guantes que asoman por el bolsillo trasero de sus pantalones cortos, le colocan en un lugar aparte del resto del equipo. Es el águila solitaria, el hombre misterioso, el último defensor. Los fotógrafos, doblando reverentemente una rodilla, le sacan instantáneas cuando se lanza espectacularmente en plancha hacia un extremo de la meta para desviar con la punta de los dedos un disparo raso y veloz como un rayo, y el estadio entero ruge de aprobación mientras él permanece unos instantes tendido en el mismo lugar donde ha caído, intacta aún su portería.
La experiencia futbolística, ni más ni menos que cualquier otro tipo de experiencia corporal, le sirve a Nabokov simplemente para ejercitar el arte maravilloso de la pura retórica, de la poesía, del hablar y hablar, del juntar adverbios tras adverbios, adjetivos tras adjetivos… Para explicarse a sí mismo por qué, a pesar de lo que acabamos de leer sobre la fascinación natural e irresistible que por fuerza ha de suscitar el guardameta, él mismo no consiguió celebridad en Gran Bretaña, esboza un típico discursito acerca del carácter nacional, y engalana este banal tópico con hermosas frases:
Pero en Inglaterra, como mínimo en la Inglaterra de mi juventud, el miedo nacional al exhibicionismo y la exageradamente inflexible preocupación por la solidez de la labor de equipo no permitieron que se desarrollase el excéntrico arte del guardameta. Ésta fue al menos la explicación que conseguí desenterrar cuando traté de enterarme de por qué motivo no disfrutaba yo de un tremendo éxito en los campos de fútbol de Cambridge.
Ésta es la fascinadora retórica con que un hábil poeta es capaz de hacernos olvidar lo más obvio, a saber, que en definitiva sólo se trataba del simple y matemático hecho de que el juego no puede desarrollarse la mayor parte del tiempo en los extremos, sino a lo sumo en un escaso 10% del tiempo de juego. Las reflexiones de Nabokov participan de una suerte de perfección poético-artesana, algo de lo que el propio Nabokov es extrañamente consciente, cuando por ejemplo escribe: “me veía a mí mismo como un fabuloso ser exótico disfrazado de futbolista inglés, que componía versos en un idioma que nadie entendía, acerca de un país que nadie conocía”. Es más, tales reflexiones incluso son psicológicamente penetrantes, pero nada esclarecen sobre la naturaleza del deporte en general, ni del fútbol en particular, sino que se trata de observaciones de estados emocionales que pueden acaecer al hilo de experiencias material y socialmente muy distintas a las vinculadas a espectáculos deportivos. Lo que significa que el deporte no posee ninguna virtud especial por la que deba considerársele un medio indispensable, ni aun idóneo, para lograr tal o cual enseñanza emocional o ética, porque lo mismo se lograría con otros medios; el deporte, por tanto, no ha de ser absurdamente elevado a la categoría de un rito salutífero, pero tampoco puede, por los mismos motivos, ser descartado como un medio igualmente adecuado para tales o cuales propósitos.
Pero volvamos a lo de la raíz de la fascinación, del entusiasmo que suscita el espectáculo —en apariencia de un libre orden estético. He dicho antes que ese entusiasmo se transfunde mediante signos simples, nombres propios (Di Séfano, Pelé, Gento, Maradona…). Recuerdo que sentía de niño la emoción con que los mayores pronunciaban esos sagrados nombres, como si se tratase de una sustancia tangible adherida a su sonido, a pesar de que yo mismo no había contemplado las hazañas a que tales nombres se vinculaban. Se transmitían como una suerte de talismanes, de palabras mágicas, sinónimos de “glorioso” o “heroico” o algo así. En los recuerdos de los aficionados se quedaban guardados para siempre, más o menos inevitablemente deformados, algunos momentos victoriosos de corajudas proezas musculares. Y los que no habían gozado de semejantes emociones frente a espectáculos reales, podían remedarlas viendo películas como la de John Huston Evasión o victoria (Victory, 1981), basada en hechos reales —aunque para una factura más genuinamente realista de la misma inspiración es mucho mejor el filme del húngaro Zoltan Fabri Match en el infierno (Két félidö a pokolban, 1963). Hasta el hecho de que entre los actores figurasen grandes jugadores reales (Pelé, Bobby Moore, Osvaldo Adiles, Kazimierz Deyna y Paul Van Himst) añadía al filme de Huston una paradójica aura de hecho mítico. Recuerdo también con qué fanática admiración hablaba mi padre del Real Madrid, sólo comparable a la que sentía por el comunismo soviético. Se comprenderá la poca mella que podía hacerle ese pueril lema “izquierdosista” de que el Real Madrid era “el equipo de Franco”. Entre las reminiscencias que me transmitió se hallaba una acerca de un partido en el extranjero, no recuerdo en qué ciudad europea, en el que un nutrido grupo de españoles en el exilio acudieron a vitorear a su equipo con banderas republicanas; y los jugadores saludaron a la bandera republicana. Bueno, ésa podía ser una interpretación formalmente correcta del hecho objetivo de que saludaron a sus paisanos, quienes llevaban tales banderas; pero tanto en un caso como en otro —se obviase o no la bandera—, el caso era igualmente emotivo.
Naturalmente, lo que transmiten los recuerdos y los discursos sobre hazañas deportivas no es tanto una información objetiva e importante por el hecho en sí, sino un estado de ánimo o una ética del propio narrador. Cada entusiasta del fútbol proyecta en el juego, como interpretación, poco más o menos toda su propia moral. Y así el individualista lo contempla como expresión del esfuerzo personal y de la rivalidad, y el colectivista, en cambio, como supremo espectáculo de la camaradería y la ayuda mutua. Sin embargo, es frecuente que tanto uno como otro no sean conscientes de que están proyectando su propia ética sobre el juego, sino que, al contrario, crean que es el juego el que objetivamente les enseña, les revela o refuerza dicha ética. No de otro modo se engañaba Albert Camus, que llegó a decir que todo cuanto había aprendido de ética lo debía al fútbol. Es fácil compartir esa ilusión camusiana de que el fútbol representa esquemáticamente toda una “filosofía de la vida”. Pero ¿cuál? Para unos, la de la civilización, y para otros la de la barbarie belicista.
He dicho que es mucho más frecuente que el fútbol produzca repugnancia en los intelectuales, y he añadido que tal cosa me parece lo más natural. Podría sospecharse que se trata esencialmente de elitismo, pero el elitismo de esta clase no es el de quien procura activamente una discriminación, una distinción artificial, y goza con ella, sino más bien el contrario, el de quien percibe una infranqueable distancia entre lo sofisticado y lo vulgar, y lo lamenta —es decir, lamenta el amargo hecho social de que unos estén condenados a vivir lo vulgar, y otros, indultados, destinados a gozar de lo sofisticado. Quienes, como Camus, Delibes o Galeano, han elogiado las virtudes morales del fútbol lo han hecho en gran medida movidos por su dulce afecto a los humildes —quizá, por momentos, un poco como el archielitista Erasmo fue capaz de elaborar, aunque mezclado con ironías y sutiles reproches, un verdadero elogio de la vida de los simples.
Si quizá no es del todo cierto, sino sólo parcial, eso de que el fútbol (i.e. el ejercicio que hacen los jugadores y el desarrollo del juego mismo) refleja toda una geometría moral, es en cambio indudable que la actitud de la afición sí que representa íntegramente una cuestión ética, y no estética (lo estético sería una esfera superior a lo ético, casi inconcebiblemente intelectualizada y abstracta…). Porque, para empezar, el hincha debe responder a un dilema genuinamente moral, como planteaba Aurelio Arteta (“El ocaso del espectador de fútbol”, en El País, 23 de julio de 1994, recogido en Parva política, Madrid, Huerga & Fierro, 1995, pp. 273 y ss.): ¿Es preferible perder mereciendo ganar a ganar mereciendo perder? Cada una de las dos opuestas soluciones a este argumento cornuto define una clase de ética. (Por supuesto, también hay, por lo menos, una tercera clase, dialéctica y materialísticamente superadora de ambos extremos, pero no es necesario ahora enredar con sutilezas esta sencilla y significativa casuística). Como decía Arteta, los tiempos que corren no permiten dudar de la automática respuesta unánime que darán todos los “aficionados de verdad”: “Ni siquiera el más sensible de los aficionados se indignaría ya frente a una victoria deshonrosa de los suyos o hallaría consuelo en su honrosa derrota. Hoy cualquier derrota es, por sí misma, deshonrosa, de igual modo que toda victoria, sin más, honra al vencedor. Y es que la honra y la deshonra sólo las acaba poniendo el resultado.” Es exactamente el mismo asunto al que apuntaba Borges, con toda razón, cuando decía: “Todos hablan de fútbol y pocos lo entienden de forma correcta, entonces hacen de un triunfo o una derrota una cosa de vida o muerte.” Arteta recordaba la ocasional fullería de Maradona al ayudarse con el brazo para meter un gol, sin que fuese advertido por el árbitro —aunque sí por las cámaras, y por tanto por todo el resto del universo. Ejemplo muy bien traído para mostrar la tremenda y ramplona inmoralidad que de ordinario caracteriza al fútbol, y cualquier otra cosa que caiga en la diabólica esfera de la mercantilización.
Pero lo que decía Arteta es aún demasiado superficial, un puro ejercicio de lamentación retórica cargado de melindrosa moralina —y no digo esto porque no la comparta, que sí la comparto, sino porque todo eso es una fracción insignificante de “lo que hay en juego”… Aun sin salirse gran cosa del extremo de quienes apuestan incondicionalmente por la victoria a cualquier precio —y también en el extremo opuesto—, hallaríamos mil matices del sentimiento y del temperamento moral, todos distintos, y hasta incompatibles entre sí. Desde el simple fanático embrutecido a quien sólo el olor a victoria le sienta como un bálsamo para sus desquiciados nervios de cafre, hasta el que celebra la alegría de glorificar siempre a su equipo, como los del Betis, “manque pierda”…
Hay algo tremendamente e inevitablemente triste en toda competición deportiva, y algo que se magnifica cuando los competidores son muchos, a saber: que sólo uno gana, ergo que todos (menos uno) pierden. De modo que lo que se celebra siempre e indefectiblemente es la derrota, el hacer morder el polvo, y no lo contrario. Los Mundiales de fútbol, las Olimpíadas o cualquier otro masivo evento deportivo, son la ocasión perfecta para los crueles, para quienes experimentan placer con el dolor ajeno (sádicos se les suele llamar, palabra que aquí suena muy fuerte), tanto como para los otros, los masoquistas, pues la mayoría, repito, está condenada a perder. En esto la afición a los espectáculos deportivos se parece mucho la afición a los juegos de azar: todos (menos uno) deben siempre perder. (A propósito, ¿nadie se ha preguntado alguna vez a qué extraño sentido del pudor puede deberse que nuestro lenguaje tenga palabras como “ninguno”, “uno”, “dos”, “varios” y “todos”, pero que debamos usar perífrasis para expresar “todos menos uno”, o “casi todos”? Una vez, bromeando, le dije a un amigo con quien discutía: “Los dos tenemos razón, excepto tú…”, o sea que “casi todos” teníamos razón…) Los partidarios del juego y del riesgo suelen decir: “Quien no se arriesga, no gana”, como si eso fuese una razón de peso. ¿Acaso no es mucho más cierto lo correlativo: “quien no juega, no pierde”? Aunque sin duda hay poderosas razones de orden natural para que siga pareciendo útil la inclinación supersticiosa…
Lo de Arteta es entonces, también, la retórica, el saber artesanal de un intelectual, puesto en esta ocasión al servicio de aquilatar un disgusto, un sentimiento de penuria intelectual y moral: que si lo importante es el estado moral, o inmoral, o desmoralizado, del espectador, que si el embrutecimiento y servidumbre ante los designios implacables del negocio, &c. Y todo eso también es cierto, pero no es más que uno (otro) de los múltiples aspectos del entramado social del deporte, y por ello no hay que sorprenderse de que otros intelectuales, como Camus o Galeano, pongan también su sabia escritura, su artesanía literaria, al servicio del elogio y el entusiasmo. Y es que cada cual, intelectual u obrero, puede gozar o detestar ese espectáculo, sin que ni lo uno ni lo otro le convierta automáticamente en ninguna “clase de persona”. Sólo para los fanáticos puede la participación en un accidente externo cualquiera (hablar una lengua, asistir a un espectáculo, tener un determinado gusto estético…) interpretarse, reductivamente, estúpidamente, como el signo inequívoco que caracteriza a una “clase de persona” (naturalmente, esa “clase” es una clase vacía, cuyo imaginario contenido sólo existe en la hueca cabeza del reduccionista). Yo, como ya he confesado, soy de los que no disfrutan en absoluto de tales espectáculos, que me dejan frío, y sin embargo siento una potente y magnética afinidad moral con algunos que se entusiasman hasta el delirio.
Me doy cuenta ahora de que he iniciado este tema sin plantear siquiera qué importancia puede tener, o cuál es la perspectiva que considero más interesante adoptar. Como mero asunto de aficiones particulares y mundanas, su importancia es escasa, a menos que lo tomemos como índice, según las estadísticas, para el análisis de los rasgos culturales salientes de nuestra civilización —o de nuestra barbarie. Pero en tal caso no se trata de saber si hace más o menos felices, o más o menos inteligentes, o más o menos virtuosas a las personas que juegan al fútbol, o a quienes disfrutan contemplando los partidos, ni si se emocionan mucho ni poco. Igual que si se tratase de la afición al póker, o al cine… Más interesante es saber por qué, con todo derecho, unos consideran, como Kipling, que el fútbol es para idiotas, mientras que otros, como Camus, ponen en este juego los más altos valores morales. Mi opinión al respecto es neutra, o mejor dicho, es más bien una metaopinión, un juicio sobre el sentido de tales opiniones distintas, a saber: que no responden a la naturaleza objetiva, a los rasgos intrínsecos del juego, sino más bien a sus “accidentes”, que pueden ser muchos y contradictorios, y también a las experiencias previas de cada crítico. Todas las actitudes ante el juego y ante el espectáculo me parecen sentimentalmente sanas, y lo único que tiene importancia y sentido ético es lo que cada cual juzga al respecto: son estas opiniones encontradas el verdadero objeto moral, y no el fútbol. Me parece por ello que todas esas opiniones deben ser públicamente expresadas, sin que nadie deba ofenderse por ser contradicho [aún no me hago a esta nueva irregularidad del participio de contradecir, que cuando era niño se conjugaba como bendecir, y no como decir, de manera que se decía “contradecido”; me pregunto qué se gana al cambiar una irregularidad por otra, y más cuando la nueva es aún más irregular que la antigua.]
Voy concluyendo. Cuando el aficionado tipo llega a la aparentemente “teológica” conclusión de que el resultado de las contiendas es siempre el que tenía que ser, dista aún mucho de haberse “vuelto teólogo”, como concluía Arteta. Todo lo contrario, diría yo. No se trata en este caso de una resignación o abandono en la Providencia en la forma de un acatamiento general, incondicional y abstracto, ni tampoco de una mansa aceptación de cada resultado particular acaecido, sino de una hipócrita y contradictoria amalgama de ambas resignaciones, que es justamente lo opuesto a una verdadera resignación: se trata más bien de una “prueba” de tipo calvinista, según la cual, si se vence, se esgrime el inapelable dictum de que el éxito corresponde al destino o al mérito, sin que dejen de albergarse deseos contrarios en el caso de perder. Digamos que esto no es resignación, sino insultante exigencia de los que ganan para que los otros se “resignen” en el abyecto sentido de reconocer la superioridad del vencedor y su propia inferioridad, lo que equivale a conceder el mérito del vencedor y el demérito del perdedor; en suma, la apoteosis de esa falsa filosofía moderna, calvinista y capitalista, que se obstina en confundir el mérito con el éxito —y que es lo que Arteta quería realmente recriminar.
Pero lejos de hallarnos ante un “ocaso del espectador”, me parece que casi se trata de todo lo contrario, de la apoteosis el espectáculo como “síntoma”, como signo espurio del valor intrínseco: sólo lo que es objeto de culto de las masas, como un best-seller, se acredita como valioso, cuando toda persona inteligente sabe y siente que es justo al revés… Desde luego que esa brutal adhesión al lema de ganar a toda costa, como advierten Borges y Arteta, supone el ocaso del espectáculo como contemplación desinteresada, como verdadera y libre experiencia estética. Significa la renuncia completa al goce estético, la renuncia a la propia libertad gozadora en la contemplación, en pos de la servidumbre a los intereses y el éxito de otros, tomando a esos otros como los representantes únicos y legítimos, providenciales y plenipotenciarios de la propia sensibilidad —sin duda porque se carece ya de toda verdadera sensibilidad. Porque, en rigor, todas esas posturas, tanto afectivas como intelectuales, frente al deporte no sólo son tolerables y legítimas —ni más ni menos que las inclinaciones estéticas, o incluso los credos sinceros—, sino que además cabe compartir aspectos aparentemente contradictorios o posturas eclécticas. Uno, por ejemplo, puede estar de acuerdo en que el fútbol es una actividad banal y más apropiada para idiotas en su aspecto técnico-material, y sin embargo apreciar en alto grado las oportunidades que ofrece al ejercicio de la amistad y otras loables virtudes. Uno podría llegar a la conclusión, por ejemplo, de que es banal, estúpida e inmoral la comedia, o la literatura fantástica, &c., salvo como fenómenos para pensar en ellos, no a través de ellos; es más, aun juzgándola de ese modo, uno podría gozar estéticamente de esa literatura, o incluso practicarla, del mismo modo que sería capaz de saborear una delicatessen aun sabiendo que nada es importante en un alimento sino su valor nutritivo.
En fin, también es oportuno observar que esa pérdida del verdadero valor estético apuntada por Arteta no sólo afecta a los espectadores, sino que ha conseguido desnaturalizar el goce que cabría suponer a los propios jugadores (también esto lo insinúa Arteta, al decir que para ellos no se trata de un juego, sino de un trabajo).
Quiero acabar estas intempestivas reflexiones con un emotivo y anecdótico recuerdo, el del entrenador de un equipo juvenil con jugadores poco esforzados, que no cejaba jamás en su empeño de transmitir entusiasmo y de inculcar el gozo por el juego mismo. En cierta ocasión, tras acabar un partido, reunió a los chicos en el vestuario y les dijo: “Muchachos, estoy muy orgulloso de vosotros. ¡Hoy hemos jugado como nunca!… y hemos perdido, ¡como siempre!”

PS 1. He tomado la fotografía que acompaña esta entrada del blog La Franja Morada, que publica un breve pero interesante “Llamamiento” el 2 de agosto de 2011, en el que se recuerda a la afición izquierdista del Real Madrid. Un artículo que suscita simpáticas adhesiones de los lectores: “¡Hala Madrid y viva la República!” Aunque también hay unos pocos que se indignan contra esa intromisión de lo político en lo deportivo que juzgan irritante (y creo yo que lo juzgan así no por motivos verdaderamente racionales, que no los hay, sino porque en este caso les irrita el signo político concreto, izquierdista y republicano; si el rechazo de la “politización del deporte” fuese racional y sincero —cosa que, insisto, no puede ser hic et nunc—, habría de producir, automática y paradójicamente, la contestación política, ciudadana, democrática, contra todo el entramado financiero-propagandístico del deporte; otra cosa es que los eventos deportivos —o más banalmente, la adhesión a un equipo— sirvan para hermanar temporalmente, en muchos importantes aspectos vitales, a personas con intereses políticos inconciliables).

PS 2. Deliberadamente me he colocado, según creo, en un plano ajeno a la polémica, o más exactamente, en un plano metapolémico. Lo que he pretendido en estas dispersas, casuales y algo erráticas apuntaciones —y temo que ni siquiera me he acercado a mostrarlo con alguna eficacia— ha sido justificar: (1) por qué la afición o el aborrecimiento del fútbol es una cuestión polémica, y (2) que lo que debería ser claramente polémico no es el hecho de que a uno le aburra o le entusiasme el fútbol —lo que sería como el vano empeño que la sabiduría popular descarta como una inútil “disputa sobre gustos”—, sino que uno comprenda o no comprenda la naturaleza ética o política de una parte de los argumentos a favor y en contra del fútbol (tanto del deporte en sí como del espectáculo a que da lugar); y en fin, (3) recalcar que esa parte —difícilmente discernible— de los argumentos no tiene que ver con la naturaleza real y objetiva del deporte, sino con la posición (sentimental, intelectual, política) de quien lo juzga.

PS 3. Si antes he recordado la fullería de Maradona que justamente Arteta trajo a colación, como ejemplo cumbre del tipo de inmoralidad que la mayoría está arrogantemente dispuesta incluso a hacer pasar por “astucia”, bueno es también poner algún conmovedor ejemplo de lo contrario. Helo aquí. El pasado 2 de diciembre, en Burlada (Navarra), se celebraba una prueba atlética, en la que Abel Mutai (medalla de oro en 3.000 m obstáculos en Londres), yendo en cabeza, se despistó al final, creyendo falsamente haber rebasado la línea de meta, y aflojó el paso para saludar al público. Iván Fernández Anaya le alcanzó y, al verle pararse antes de llegar a la meta, en lugar de aprovechar el despiste y rebasarle, se quedó a su espalda y le indicó su error, casi empujándole, conduciendo al keniata hasta la meta. Iván Fernández declaró luego: “Aunque me hubiesen dicho que ganando tenía plaza en la selección española para el europeo, no me habría aprovechado. Creo que es mejor lo que he hecho que si hubiese ganado. Y esto es muy importante, porque hoy en día, tal como están las cosas en todos los ambientes, en el fútbol, en la sociedad, en la política, donde parece que todo vale, un gesto de honradez viene muy bien.” ¡Y que lo digas!

10 comentarios:

  1. Encuentro muy esclarecedor el método de análisis que propones: distinguir lo intrínseco de lo accidental. A mi modo de ver, lo primero se refiere fundamentalmente al jugo en sí, y lo segundo al espectáculo. Pero me doy cuenta de que, como sugieres, también en el análisis de los rasgos objetivos del juego se puede confundir lo intrínseco con lo accidental. Por ejemplo, cuando se enjuicia s grado de violencia. Para enfatizar —o justificar— que se trata de un juego “brutal”, Cabrera Infante y otro señalan el rasgo objetivo de que consiste en dar patadas. He aquí una genuina trampa erística, pero no de las que se elaboran deliberadamente para confundir al oponente, sino de las que se creen sinceramente, o sea del tipo del autoengaño. Porque “dar patadas” es, en efecto, un rasgo objetivo del juego, pero “brutal” es un concepto ético, y por tanto relativo, no independiente de las circunstancias. ¿A qué, por qué, para qué… se dan patadas? Para derribar un obstáculo, para defenderse de un agresor, para agredir cruelmente, para llamar la atención, para jugar al fútbol… no hay nada que pueda vincular intrínseca y absolutamente la patada (o el cabezazo, o el manotazo, o el grito, o el escupitajo…) con una clase de ética. En sí mismo, dar patadas, o esquivar, o saltar, o golpear, o gritar… son habilidades fisiológicas, no actos morales. Lo que les da un sentido ético —o estético, o incluso lógico— es la circunstancia, el contexto, los propósitos y la perspectiva con que se enjuicia… Eso no quiere decir que el juego en sí sea “brutal”, pero tampoco quiere decir que no lo sea, porque se puede jugar caballerosamente y también brutalmente. Entones sí hay moralidad o inmoralidad en el juego, pero no por el juego mismo, sino por la actitud del jugador. La misma distinción puede hacerse respecto a la actitud del espectador, que puede ser de gozo contemplativo o de brutal enfurecimiento, rasgos que no describen el espectáculo en sí.

    ResponderEliminar
  2. Poco más o menos, lo mismo puede decirse del toreo. Que el acto de matar a un ser vivo es objetivamente violento no lo define moralmente. Los animales que nos comemos se matan también, por definición, violentamente en mataderos, sin que sea razonable sostener que es inmoral alimentarnos de su carne. Otra cosa parece el hecho de que uno disfrute en la contemplación de esa violencia. Pero hay más cosas involucradas: el coraje, el riesgo de la propia vida, la habilidad… De semejante espectáculo puede muy bien prescindir el hombre racional, como puede prescindir de la risa y del juego, porque carecen de objeto y utilidad o por cualquier otro motivo que a uno se le antoje. Quizá crea uno que es más ético contemplar una película de crímenes, porque todo es fingido, que contemplar una destrucción real, pero (1) también la elaboración de esa ficción involucra muchos desgastes y destrucciones materiales —aunque sin riesgo inmediato para la integridad física de ningún ser vivo—, y (2) habría que explicar si, aparte de su carácter imaginario, el goce en la contemplación de lo tremebundo no es el mismo en ambos casos. El tema es peliagudo. Sólo añadiré que incluso cuando no se desea que un partido de fútbol se desenvuelva agresivamente en medio de continuas marranerías y fullerías, el público también suele disfrutar de esa violencia, al menos en este sentido: que en lugar de preferir verdadera y sinceramente que no hubiese existido tal violencia, goza de tener “algo de que hablar”; porque ésa es otra: si el gozo en la contemplación de la crueldad es censurable, también lo es el regodearse en su descripción y rememoración.

    ResponderEliminar
  3. En verdad que los asuntos más banales y mundanos son a veces los más difíciles de comprender. ¿Siquiera ha parecido claro lo siguiente: el hecho de que a uno le apasione o le repugne el fútbol (o en general el juego, puestos a maximalizar) no le define del todo moralmente, puesto que pueden compartir la misma ética dos individuos con inclinaciones opuestas al respecto? No del todo. Creer que un juego o un espectáculo tienen virtudes morales y creer lo contrario son ya dos clases de ética, aunque, cierto, aún muy indeterminadas. La primera es errónea, porque (1) ignora el hecho de que el juego en sí no es un fenómeno ético, sino fisiológico, y (2) se desentiende de la contradicción entre lo que es el juego en sí (para los jugadores) y el espectáculo. ¿Puede conciliarse una condena moral del espectáculo con una afición al mismo? Sí, si se concibe como una experiencia estética, no ética; pero es dudoso que se trate de lo primero. Esto requiere que se distinga entre lo que supone realmente el espectáculo entre las masas, episodio cumbre de alienación, y lo que “debería” o podría ser como contemplación estética. Pero esto último es justamente lo que se hace imposible bajo el capitalismo, como lamentaba Arteta.

    Como experiencia estética, el espectáculo deportivo puede parecerle a uno maravillosa o repugnante, así como puede fascinarle o disgustarle, pongamos por caso, la escultura precolombina. ¿Por qué entonces los que opinan como Borges o Cabrera Infante se vuelven antipáticos? Por lo dicho: el espectáculo deportivo no es de facto una experiencia estética, sino un ritual bárbaro que exige una adhesión visceral.

    Las reflexiones de Arteta me parecen justas, salvo que suponen que ha acaecido una transformación de la experiencia del espectador, que habría dejado de ser ya genuinamente estética. Pero yo me pregunto si el espectáculo deportivo fue alguna vez de naturaleza estética, y no un rito en que se experimentan otro tipo de pasiones, especialmente las que tienen que ver con la rivalidad, con la guerra y el nacionalismo. Es cierto que las antiguas olimpiadas griegas implicaban una suspensión de la guerra, pero en sí mismas representaban una lucha; la rivalidad se traía al plano individual. Pero en el estímulo activo de los hinchas a su equipo sólo podemos ver el reflejo de la rivalidad nacional y de otras primitivas inclinaciones tribales. ¿Cuántos, y quiénes, son los que disfrutan desinteresadamente, según el simple y caballeroso lema de “que gane el mejor”? ¿Han sido acaso el modelo de espectador en alguna época pasada? Más que del “ocaso”, creo que se trata del cenit del espectador deportivo. Esta de clase espectáculo jamás ha sido “estética”; jamás han acudido los hombres a esta clase de eventos a contemplar del mismo evocador o enriquecedor modo con que acuden al teatro o a los museos. De manera que nada se ha “perdido” de ese supuesto goce estético que nunca existió.

    ResponderEliminar
  4. Si lo que ocultaba la verdadera raíz del valor en época de Aristóteles era el hecho de que el trabajo lo realizaban los esclavos, hay que preguntarse si no existen en el capitalismo, sobre todo en la etapa postindustrial actual, otras fuentes aún más desconcertantes de ocultación. No sólo tenemos la anárquica trama de la especulación financiera, que hace creer durante algún tiempo a muchos que puede aumentarse el valor de una mercancía mediante operaciones que, lejos de suponer un incremento productivo, incluso proceden de una destrucción efectiva. Se trata de valores imaginarios, lo que implícitamente reconocen muchos economistas cuando hablan de “economía virtual”. Está además la publicidad, la “campaña de ventas”, pero aquí sí se trata realmente de trabajo incorporado. ¿Qué hace que un jugador de fútbol, o todo el club, adquiera en el mercado un precio astronómico? Ni más ni menos que el consumo o demanda que genera. Y como en cualquier campaña de ventas, también aquí está involucrado el trabajo. Sólo que, paradójicamente, la producción misma —y por tanto el valor— incluye principalmente el trabajo de los propios consumidores, de los espectadores, en su misma función de espectadores activos. ¿Alguien es capaz de imaginar qué clase de interés consumista generaría la transmisión de partidos de fútbol sin público? Ninguna, me atrevo a asegurarlo. Por tanto, lo que los espectadores pagan y consumen incluye el propio espectáculo que ellos mismos generan. Lo justo sería que cobrasen por asistir, en lugar de pagar.

    ResponderEliminar
  5. He confesado que nunca me han seducido los espectáculos deportivos, ni particularmente el del fútbol. En cambio, he solido considerar buena esa oportunidad de las masas de poner algo de conmovedor solaz en sus vidas con los pequeños placeres de la contemplación del esfuerzo muscular. Y si en el pasado, cuando regía la regla de oro de la inmiscibilidad de política y deporte, que permitía la feliz y mundana —aunque transitoria— experiencia de compartir una emoción “estética” con un enemigo social, yo no sentía inclinación alguna hacia tales fraternales eventos, menos la iba a sentir ahora que el deporte se infesta de servilismo cafre y rastrero ante la podredumbre ideológica del nacionalismo, el patrioterismo, el racismo incluso. Personalmente no tengo nada que lamentar, dado que, como digo, nunca disfruté del espectáculo deportivo cuando, presuntamente, era más amigable. Pero, si es cierto que se ha deteriorado lo que antaño fue un buen espectáculo, lo lamento por quienes disfrutaban quizá sencilla y humanamente de esas intensas y transitorias emociones. Esperemos que otros placeres mundanos, como el sexo o el tabaco, no lleguen jamás a convertirse en amarga oportunidad para el incivismo (ya casi lo es la costumbre de censurar a los fumadores; no es difícil imaginar que un apestoso viento puritano acabe por hacer odiosa hasta la censura de la lujuria…).

    Clint Eastwood nos ha ofrecido uno de sus más sobrios relatos en el filme Invictus, que narra lo que John Carlin llamó, en la novela que sirve de base al guión, “el partido que cambió a una nación”, en la Copa Mundial de Rugby celebrada en Suráfrica en 1995. Allí vemos cómo Mandela, con un insuperable sentido de la oportunidad histórica para el fortalecimiento de la paz social, aprovechó esas virtudes morales que, también a veces, permite consolidar el deporte. Pero aquí y ahora tenemos todo lo contrario: el perverso uso de la afición deportiva para ejercitar e incrementar la discordia social hasta el índice de ignición. Si no hubiese sucedido ya antes de Hitler, podríamos llamar a esto la concepción nazi del deporte.

    El pasado 7 de octubre se celebró un “clásico”, o sea un Real Madrid–Barça, en el Camp Nou. Tuvo algo de muy especial, a saber: la circunstancia de que se celebraba en una coyuntura álgida del entusiasmo catalanista previo a las últimas elecciones regionales. Yo no presencié el partido, por supuesto, pero me enteré del resultado, empate a 2, y pensé —y anoté en mi diario— lo siguiente:

    «De ser un aficionado a estas contiendas, me habría parecido fascinantemente simétrico. Los dos equipos rivales se dejan los hígados y el riñón persiguiendo una victoria que muchos, demasiados, interpretarán y gozarán como algo más que una victoria. La costumbre se lo hace fácil, porque, al menos en el caso del Barça, ya conciben espontáneamente que es algo más que un club, sea lo que sea ese “algo más”: un calambre, una palabra, un espejismo, un fingimiento, o el Espíritu Santo en píldoras. Además, la simetría es digna de un perfecto drama: quienes meten “sendos ambos dos” goles son los respectivos capitanes, que personalizan la eviterna rivalidad de los equipos. Creo, desde mi tibio punto de vista de observador al que el espectáculo deja frío, que de haber sido un aficionado me habría conmovido hasta la medula.

    ResponderEliminar
  6. »Pues bien: ¡cuál no sería mi perplejidad al contemplar los rostros cariacontecidos de los hinchas del Barça, que además habían concurrido enarbolando banderas catalanistas! Se produjo un silencio que, lejos de ser expresión de caballeroso respeto del resultado, tenía todos los colores de un luctuoso acontecimiento, como si se hubiesen visto hechas añicos las ilusiones de toda una vida! ¡Qué falta de entusiasmo, Dios mío! ¿Cómo era posible que no se sintiera gozo alguno en la contemplación de un partido tan, tan reñido, tan esforzado, tan comprometido a toda costa con la consigna de no dar ninguna satisfacción al contrario, de no perder? Y puesto que ¡ambos equipos lo lograron!, eso de no perder, todos tenían, más que nunca, motivos grandiosos para celebrarlo. Está claro, pues, que ninguno de aquellos hinchas albergaba ni una pizca de ese generoso sentimiento, sino que toda su sangre y sus nervios se consumían en la devoradora aspiración de humillar al contrario, no en demostrar que se le podía resistir. Ésta es la única explicación que se me ocurre de esa tristeza de los aficionados, que esperaban más: sólo la humillante derrota del adversario les habría hecho felices. Así se troca el civilizador papel de la tradición olímpica en perfidia, soberbia, ira, envidia y catorce pecados capitales más, que ni la imaginación de los griegos ni la de los teólogos medievales alcanzó jamás a dar forma ni nombre… Eso sí que es triste…

    »El empate nos sirve así como experimento sociológico: la respuesta emocional es deprimente, lo que sin duda es síntoma de una asombrosa carcoma moral. Pero como experimento sociológico, me atrevo a conjeturar que otro resultado nos habría dado más pistas sobre la verdadera temperatura moral de nuestros días. Imaginemos que hubiese vencido el Real Madrid. No quiero insinuar que yo haya deseado eso en el sentido entusiástico en que lo hace un forofo madridista (tengo que reiterar que el fútbol no induce en mi sistema nervioso la menor emoción, así que me deja igual de frío un resultado que otro, y soy incapaz de experimentar, aunque sí de comprender, la dramática vivencia del aficionado, la simpatía o identificación sentimental con el equipo). Lo que quiero sugerir es que habría sido interesante haber podido tener la oportunidad, por puro azar, de comprobar, como en un laboratorio, de qué índole real es la respuesta emocional de los que ahora se han quedado tan callados, en caso de haber sido derrotado el equipo-símbolo en el que proyectan todas esas fantasías independentistas ahora insensatamente manipuladas por los políticos. Si el empate les ha entristecido, conjeturo que una derrota les habría desmoralizado por completo —lo cual, por otro lado, habría sido de gran ayuda para el rescate del civismo, que requiere también mucho de resignación, de erosión de la soberbia. Es triste, pero no nuevo: el único combustible eficaz para el fanatismo y la barbarie es su victoria aplastante contra todo aquello que se atreva a ponerlo en cuestión, que se le oponga. Las masas idiotizadas que depositaron su frívola confianza en los sueños hitlerianos percibieron un poco que se trataba de un engaño —y un autoengaño— cuando ante las narices del Führer un negro derrotaba a los olímpicos representantes de la raza aria. No fue suficiente para parar los pies a los homicidas, pero fue un buen momento. Sólo la absoluta derrota bélica pudo acabar del todo con semejantes delirio, del mismo modo que sólo la atroz explosión de Hiroshima logró reducir a la nada la cruel soberbia militarista de los japoneses. […] En fin, una imaginaria victoria del Real Madrid habría quizá diafanizado que las fantasías sólo se alimentan de fantasías mientras lo-Real-y-lo-Racional hegeliano no las aplasta, cayéndoles encima como pesadas losas. Entonces se desinflan, y se percibe con claridad que sólo eran aire y humo. […]»

    ResponderEliminar
  7. Aunque entonces pensaba en el horrible asunto del nacionalismo, estas reflexiones sirven también para enjuiciar el de la presunta experiencia estética del espectáculo deportivo. Creo, como Cosma, que nunca fue realmente una cuestión de estética, sino una cuestión de pan y circo, o peor aún, de cultivo innoble de las más abyectas y bárbaras inclinaciones.

    Cuando un grupo de amigos o conocidos “discute” sobre fútbol, se asiste a un espectáculo extraño y paradójico. Por un lado no se suele tratar casi nunca de una verdadera discusión, sino de un ejercicio colectivo de autoexpresión; lo que significa que no se expresa nada, en el sentido propio de emitir proposiciones expresivas, sino que “se expresa” uno mismo, el que habla manifiesta su emoción, sus gustos, pero no los describe ni los expone de ningún modo verdaderamente “expresivo”. Esto es inevitable, porque hasta cierto punto se trata de una cuestión en verdad estética, en su más primario sentido de “emocional”. Es como cuando uno está furioso: entonces no está “expresando” la furia, como lo haría un poeta cuando la describe, sin estar él mismo enfurecido; el furioso no describe nada, no “expresa” nada, sino que exhibe en su propia conducta un caso que podría ser descrito o verdaderamente expresado sólo por un observador ecuánime. Pero por otro lado esas “discusiones” ponen de relieve diferencias notables en la forma de pensar o de sentir. En general, también es paradójico que se reconoce y no se reconoce la conveniencia de “discutir” sobre fútbol, como sobre “política”: por un lado se reconoce que es un tema interesante y ameno, y que, a diferencia de otros temas más “serios”, no puede degenerar en enemistad, pero por otro se teme muchas veces que sea justamente eso lo que ocurra. Es decir que se reconoce, parcialmente o a veces, que es una mera cuestión de gustos, y se reconoce, parcialmente u otras veces, que es una cuestión de máxima trascendencia. Todo eso es muy fácilmente observable, y la conclusión inevitable es bien triste: que en las discusiones sobre fútbol se reproduce la más absoluta alienación, en la que los individuos sustituyen la expresión de sus propias ideas o sentimientos por las de símbolos que son objetivamente ajenos a su vida (clubes, jugadores, banderas…).

    ResponderEliminar
  8. Envío, por sugerencia de Alberto, una pequeña colección de opiniones con las que algunos personajes célebres contestaron a una encuesta del semanario madrileño Estampa en 1929 (a partir del núm. 53, de 1º de enero). La pregunta formulada era “¿Qué le parece a usted el fútbol?”. Si alguna conclusión saco yo mismo de este pequeño botón de muestra es la de que el tema no parece estimular gran cosa las reflexiones muy profundas; todo es, ¿cómo decirlo?, banal y archievidente, a pesar de la discrepancia de gustos y valoraciones.

    PÍO BAROJA
    Mal se puede juzgar lo que no se conoce bien, y yo solamente he visto un partido de fútbol desde una casa que tengo cerca del campo del Real Unión, de Irún. No obstante, he podido apreciar el enorme interés que tiene este deporte para el público, pues tanto he oído citar a los futbolistas, que han quedado grabados en mi memoria los nombres de Echeveste, Gamborena, y otros, a los cuales no conozco personalmente.
    Demuestra también la importancia de este juego el hecho de que no existe rivalidad entre Irún y San Sebastián nada más que en lo que se refiere al fútbol, y en esto la lucha es enorme. Creo que el fútbol despierta tanto interés por lo que tiene de guerra, pero yo no he podido sentirlo, porque me alcanzó tarde la implantación del fútbol en España. Me sucedió igual que con las bicicletas: que cuando llegaron las que eran manuables, había pasado ya la edad necesaria para aficionarme, y nunca he montado en esa máquina.
    Ningún deporte puede interesar a quien haya perdido su juventud y no pueda imitar a los que juegan. La diferencia de edad impide que guste, y quien no haya tenido un entrenamiento no puede apreciar el mérito de las jugadas. Tiene de bueno este deporte que parece que va a acabar con la fiesta de los toros, y además tiene una finalidad, el triunfo; y esto, como en las guerras, anima siempre a los pueblos, mientras de los toros no puede esperarse otro resultado: siempre el mismo o uno lamentable.

    SR. BERMEJO. RECTOR DE LA UNIV. CENTRAL
    Todo deporte que exalta la reciedumbre corporal es conveniente desde el punto de vista del vigor físico, factor importantísimo en la vida del hombre; pero en deleite de mi espíritu, que ama lo genuinamente originario de mi raza —si bien veo con simpatía el robustecimiento del músculo del estudiante, por cuanto fortalece también su mente—, no está con las muchedumbres que se apasionan por los espectáculos de base material, siempre de condición subalterna, aunque respetable, sino con los que se entusiasman por el trabajo que germina y se moldea en la inteligencia y ve la luz en cualquiera de sus múltiples formas: Ciencia, Literatura, Arte… No hay que olvidar nunca que el cerebro es lo más excelso del humano ser…

    S. Y J. ÁLVAREZ QUINTERO
    No nos gusta. No vamos. Confesamos esta nuestra actitud, acaso injusta, y uno y otro, a la par, nos preguntamos: ¿No nos gusta, quizá, porque no vamos, o es que no vamos porque no nos gusta?

    ResponderEliminar
  9. RAFAEL LÓPEZ DE HARO
    El foot-ball como deporte, como ejercicio al aire libre, me parece tan aceptable como otro cualquiera; si bien le encuentro la desventaja de que es inarmónico. Los médicos nos dicen que ese esfuerzo de los pies, mientras los brazos penden inactivos, causa desequilibrios cardíacos. Preferible la pelota vasca. En fin, para los que juegan por su gusto es una diversión. Como espectáculo tiene los alicientes de toda lucha; pero adolece de un defecto esencial. El torero, el pelotari, el tirador de barra, el jugador de bolos… ofrecen actitudes bellas, graciosas, elegantes; el escultor, el pintor y el fotógrafo pueden tomar de ellos trasuntos que exaltan la figura humana. El foot-ball carece de esa buena condición. No hay más que ver las fotografías que publican los periódicos. Yo no sé cómo los futbolistas, después de verse en ellas, vuelven a jugar.

    JACINTO BENAVENTE
    Todos los deportes me parecen muy bien.

    RAMÓN PÉREZ DE AYALA
    El fútbol, como los toros, tiene, para el espectador reflexivo, interés trascendental. Los toros son la imagen trágica de la vida; o bien, la imagen de la vida en cuanto tragedia. El foot-ball es la imagen humorística de la vida; o si se quiere, la imagen de la vida en cuanto afán inútil y sin finalidad. Los toros son la lucha con la naturaleza ciega, con la muerte, con el destino. El foot-ball es la lucha del hombre con el hombre, lucha obstinada y a puntapiés, para… apuntarse un goal. Los toros podrán ser bárbaros, como lo es, esencialmente, la vida misma, ya que la vida no es otra cosa que lucha con la naturaleza, el destino y la muerte.
    El foot-ball, en cambio, es fundamentalmente estúpido, como lo son las luchas de hombres contra hombres, por naderías, no de mayor entidad que meter, por fin, una pelota en una red. Los toros podrán ser crueles y patéticos, pero no son tristes, como el foot-ball. Contemplar la vida y la historia como tragedia permanente del coraje y la inteligencia frente al instinto zoológico, irreducible, agresivo, destructivo —como lo hace el espectador de toros—, es saludable, vital, generacional, de energía optimista. Por el contrario, el foot-ball, para el espectador reflexivo, no puede por menos de ser infinitamente triste.
    Es triste, desde luego, contemplar cómo el grupo, la kabila, el pueblo o la nación se juzgan a sí propios, robustos y triunfantes porque su <team —compuesto de individuos, seleccionados y adiestrados más como fuertes ejemplares zoológicos que como armónicos ejemplares humanos— ha salido vencedor en un campeonato. Pero lo más triste es la psicología y la óptica frente a la vida y la historia a que el foot-ball induce a sus espectadores. En efecto, si contemplamos la historia y la vida como un formidable e inacabable partido de foot-ball —lucha de unos pocos profesionales, afanosa e inútil, sin finalidad, por una ridícula fruslería, en que la masa multitudinosa de la humanidad, en pasiva contemplación, no pone sino su actividad de encono y malevolencia hacia el bando contrario —el resultado será peor que pesimista; será abiótico, antivital, nihilista. Hablo, claro está, del foot-ball como espectáculo.

    ResponderEliminar
  10. EL CONDE DE ROMANONES
    El desarrollo extraordinario que en todos los países del mundo tiene el fútbol demuestra por sí solo que se trata de algo que es algo más que un juego; que tiene una trascendencia evidente en todos los aspectos de la vida, y será una de las características más determinadas del actual momento. El fútbol ha contribuido muchísimo al mejoramiento físico de la raza. Es por sí solo mucho más eficaz que todas las enseñanzas de la gimnasia. Yo, al ver su desarrollo, creo que desaparecerá la enseñanza de la gimnasia.
    En este juego no entra tan sólo la fuerza física, sino que hace falta para ello la intuición, el golpe certero de vista para apreciar el movimiento del adversario y desarrolla también esta parte espiritual del hombre. Pero… como no hay nada en la vida que no tenga sus inconvenientes, su extraordinario desarrollo está dañando, y no poco, al desenvolvimiento de la cultura intelectual. Lo que apasiona los ánimos, lo que atrae a las grandes masas de público hace que la prensa le dedique a diario una parte principalísima de sus columnas. Es posible que cuando pase el furor que por este juego se siente en los actuales tiempos, ya reducido a más normal medida, se quede de él sólo la parte buena y se suprima la mala. Para concluir, yo digo de este deporte como de todos los demás. Me parecen excelentes, necesarios, pero con una condición: que sean siempre algo adjetivo en la vida, no en sustantivo.

    FEDERICO RIBAS
    Me gusta el fútbol porque es de una gran belleza y por el ardor que ponen en el juego (…). Soy un entusiasta de los encuentros entre equipos de categorías inferiores, porque los jugadores de estos grupos ponen una codicia que les permite realizar jugadas de extraordinaria emoción. Yo, que fui jugador del Moncloa, el primer adversario del Madrid, en donde solamente conseguí figurar de reserva, creo que la práctica del fútbol es de gran eficacia para la educación moral del jugador. El soportar correctamente una falta del contrario y obedecer rápidamente las órdenes del árbitro en los momentos en que están más excitadas las pasiones, supone un dominio de sí mismos difícil (…).

    ResponderEliminar