13 de abril de 2013

Arte, belleza, sensibilidad…

Palmira López

Hace un tiempo, compartía conversación con un querido amigo mío sobre la fascinación que provoca cierta música, la pasión que puede contagiarnos, y la agitación a la que puede inducirnos, hasta el punto de poder llegar a perturbar nuestro ánimo. Decíamos entonces que cuando oímos una pieza musical que nos ha cautivado, nos referimos a una sensación que agrada a los sentidos y que, normalmente, de manera natural, la explicamos asociándola con lo bello porque nos parece tiene que ver con la perfección, lo ordenado y lo armónico. Por otra parte, comentábamos que no tenemos la necesidad de saber técnicamente qué o cuál cosa tiene que ver con el logro de su belleza, sino que más bien experimentamos esa emoción de acuerdo a cómo percibimos esa realidad que nos conmueve.
Llevados por estas cavilaciones, aquella mañana, conversando, llegamos a la música de Bach como ejemplo de orden, perfección y belleza, además de espiritualidad. Nos llamaba la atención la capacidad del músico alemán para emocionar a través de unas composiciones que resultan tan técnicamente refinadas como conmovedoras. Una dualidad que, comentábamos, se manifiesta en su constante combinación de consonancias y disonancias, soberbia y casi incomprensiblemente transformadas en una unidad musical turbadora. Es como si Bach —decíamos— pudiera percibir la música, llegara concebirla como un objeto único, acabado y perfecto, como un átomo; es como si pudiera visualizar los sonidos distribuidos por el espacio, quedando éstos ordenados en él, de modo que la música pudiera tomar forma al mismo tiempo que fuera capaz de manifestar su significado, su esencia. Una esencia de lo bello que tiene que ver con un saber sensible: la estética.
Actualmente entendemos por estética «la ciencia que trata de la belleza y la teoría fundamental y filosófica del arte»,[1] aunque de este modo la estamos comprendiendo sólo en relación a uno de los significados que se le ha otorgado al término. Algunas veces también lo utilizamos con relación a una cualidad sobre lo bello, otras en referencia a un discurso sobre el arte, y en otras ocasiones particularizamos su uso sobre una apreciación artística determinada. Esta multiplicación asimilación de sus significados ha venido dada por la misma transformación del término a lo largo del tiempo, aunque en su origen no estaba relacionado con ninguno de los significados anteriormente comentados, sino propia y simplemente con la idea de «sensación».[2]
Desde la Antigüedad, la estética había estado relacionada con lo sensible; de hecho αἰσθητικός (estético) significa sensible,[3] pero será la de la Ilustración la época en que se plantearán otras reflexiones sobre el objeto y el efecto del arte, tanto en relación a la actividad creativa como con relación al objeto creado, es decir como obra de arte. Será el momento en que surgirá la inquietud por cómo el ser humano percibe y explica el mundo. El debate entre «sensación» y «razón» —como medio de comprender la realidad— se manifestará de forma concreta con relación al interés que suscitó el tema de las ideas estéticas, el saber qué es la «belleza» y qué será considerado «bello» de acuerdo al espíritu psicológico de la época. La belleza será entendida a partir de tres dominios: el análisis de la mente, la teoría del gusto y la experiencia estética.[4] Tales reflexiones serán abordadas desde diferentes sistemas filosóficos que abarcarán, durante el transcurso del siglo, desde el empirismo al enciclopedismo.[5] Recordemos también que con la Ilustración se transformará el concepto de «arte» al circunscribirse a la noción de «Bellas Artes», a partir del examen y clasificación de las misas que en 1747 ofreció Charles Batteaux (1713-1780). Éste propició el nuevo uso del término «Bellas Artes», englobando en ellas a la pintura, la escultura, la música, la poesía, la danza, la arquitectura y la elocuencia.[6]
Además, el moderno concepto de «arte» puede decirse que fue engendrado entonces. Teniendo en cuenta las transformaciones propias del tiempo, hoy podríamos definir el «arte», de un modo polisémico o cumulativo, como aquella acción creativa que puede diseñar, reproducir cosas o expresar experiencias si el resultado de ello hace disfrutar, emocionar o provocar una reacción en el ser humano. La obra de arte será, por tanto, el diseño, la reproducción de cosas o la expresión de ciertas experiencias que hace disfrutar, emocionar o reaccionar a quien la contempla.[7]
Aun sin que estemos obligados a admitir que el contenido concreto de sus análisis e ideas tuviesen una gran relevancia filosófica, es imposible exagerar la importancia de la aportación intelectual de Alexander Gottlieb Baumgarten (1714-1762) al proporcionarnos un término técnico con el que referirnos adecuadamente al dominio de lo artístico, lo bello y la sensación e general (ya con la publicación en 1735 de su obra Meditationes philosophicæ de nonullis ad poema pertinentibus).[8] El filósofo alemán fue, en efecto, el primero en crear el término «estética» para referirse a la ciencia que trata de lo bello. En la teoría del arte, su figura es imprescindible para comprender el origen de lo que hoy entendemos por arte, belleza y sensibilidad, debiéndole no sólo su concreta aportación semántica, sino el haber delimitado la independencia de lo estético respecto a la ética, la lógica y la metafísica. Esta distinción respecto a las demás secciones de la filosofía,[9] le valió el honor de ser considerado el fundador de la estética moderna como disciplina filosófica.[10]
Discípulo del filósofo alemán Christian Wolf (1679-1754)[11] e instruido en su doctrina —conocida como «racionalismo dogmático de Leibniz-Wolff»—,[12] Baumgarten seguiría el desarrollo de su teoría del conocimiento dividiendo lo gnoseológico en dos partes: la gnoseología inferior o estética —que trata del saber sensible— y la gnoseología superior o lógica —que trata del saber intelectual. Estos dos tipos de conocimiento —estético y lógico— quedarían establecidos con relación al conocimiento sensible como una percepción (oscura) del conocimiento intelectual y como una apercepción (clara),[13] respectivamente. Por consiguiente, aunque la percepción se limite a la esfera de la experiencia psicológica primaria, anterior a la conciencia, este conocimiento inferior (oscuro) produciría igualmente una ciencia que se encuentra situada en un dominio anterior a lo que sería la lógica o conocimiento superior (claro).[14] La novedad que introduce Baumgarten en el pensamiento filosófico consiste en reflexionar sobre la posible existencia de leyes que —al igual que en la lógica— permiten investigar el conocimiento sensible de manera racional, estableciendo principios lógicos que fundados en la filosofía conduzcan a un conocimiento estético, a una ciencia de lo bello.[15]
Baumgarten intentó sistematizar la estética como ciencia y la integró en la filosofía de la época a partir de la publicación de las referidas Meditationes philosophicæ,[16] donde planteó el vínculo entre filosofía y poesía.[17] En esta obra cabe resaltar la pericia del filósofo al ir definiendo la poesía como un «conocimiento», y no como una «composición» que acompaña al discurso intelectual. Este conocimiento sensible precede al —y se diferencia del— conocimiento lógico,[18] al tiempo que marca un límite a lo que propiamente llamamos racional.[19] Para comprenderlo mejor, quizá sería conveniente recordar lo que el filósofo alemán entendía por «estética»:
§ cxvi. […] Los filósofos griegos y los Padres de la Iglesia ya distinguieron siempre cuidadosamente entre αἰσθητὰ (cosas percibidas) y νοητὰ (cosas conocidas), y es bastante evidente que no equiparan las cosas percibidas únicamente en las cosas sensibles, porque también las no sensibles (las representaciones imaginarias, por tanto) se honraban con este nombre. Por consiguiente, las cosas conocidas (νοητὰ) deberán serlo por una voluntad superior como objeto de la lógica; las cosas percibidas (αἰσθητὰ) deberán serlo como objeto del conocimiento propio de la percepción (ἐπιστήμης αἰσθητικής) o estética.[20]
Recordemos que hoy entendemos por estética «la ciencia que trata de la belleza y la teoría fundamental y filosófica del arte»;[21] además también sabemos que, tal y como lo concibió Baumgarten, estaba relacionada con la idea de sensación.[22] Precisamente con relación a dicha idea podemos ver que incluso la imaginación forma parte de las cosas percibidas. Diremos que la imaginación —igual que la intuición— contribuye en el proceso gnoseológico, dado que —siguiendo la tradición aristotélica— el arte, como actividad humana, presenta ante nuestra vista unos objetos con rasgos psicológicos y sensibles que podemos contrastar con los proporcionados por la experiencia real, frente a los cuales ejercitamos nuestra capacidad de reconocimiento, de comparación y de juicio, y lo hacemos, además, experimentando un gozo. Pero no puede pasarse por alto el hecho de que esta contribución de la imaginación, en la creación artística, al dominio del conocimiento sensible, es muy claramente distinguible del conocimiento lógico.
Al cabo de unos días de aquella conversación, leía estas frases: «[…] Oye la vida en lo inaudible. Quizá la música consista en eso, en revelar las cosas antes de que adquieran nombre.»[23] Es una reflexión extraída del libro Johann Sebastian Bach: Los días, las ideas y los libros, del escritor navarro Ramón Andrés, que en mi opinión puede permitirnos comprender aquello sobre lo que mi amigo y yo hablamos aquella mañana con relación a la emoción que sentimos al escuchar la música de Bach, aunque entonces no reparamos en ese «conocimiento inaudible». La genial idea de Baumgarten nos permite esclarecer, comprender este misterio: tanto el conocimiento sensible como el conocimiento lógico forman parte de un todo que es la razón, entrelazándose ambos dominios en su fundamental independencia mutua. Como resultado, la obra de arte, el poema o, en este caso, la música de Bach, puede ser comprendida como aglomerado de una forma y un significado, en un «todo» en el que se manifiestan diferentes tipos de conocimiento.
Del recuerdo de aquella conversación vengo a estas palabras de Alberto Luque (en «De la inteligencia (2)…» ): «no me parece que la ciencia pueda perjudicar en modo alguno a la imaginación, antes al contrario, el realismo y la racionalidad me parecen buenos y necesarios para fecundar y vigorizar el arte; pero habremos de admitir sin violencia que éste es algo más, o que es otra cosa distinta a la reflexión metódica y analítica (incluso algo opuesto, al menos un opuesto complementario, si no incompatible).» Porque hablamos de arte, belleza, sensibilidad… no como cosas que puedan producirse o experimentarse en un mundo ajeno a la ciencia, en un mundo lunático o puramente sensual, sino como manifestaciones que sólo tienen sentido para seres inteligentes.
Ciegas están las almas de los hombres”, dice Píndaro (Peán 7b, 13 y ss.), “cuando exploran el camino del arte con sabiduría de mortales sin las Musas.” Pero si uno, continuando el sentido del poeta griego, se deja conducir por las Musas, es decir por la voz que sale sonando de la esencia misma de las cosas, entonces las palabras son inspiradas no solamente por lo vivido y por lo experimentado, sino lo mismo que lo cantado por la Musa: la manifestación del mundo y de lo divino. […] Porque lo que él dice no es una mera tentativa de expresar en palabras algo que le ha conmovido. Es la llama espectral desde lo más profundo del mismo ser: el fenómeno originario de la estructura tonal de la verdad que en su lengua ha llegado a ser habla perceptible.[24]

[1] Real Academia Española, Diccionario de la lengua española.
[2] Jacques Aumont, La estética hoy (1998), Madrid, Cátedra, 2001, p. 60.
[3] Diccionario de la RAE.
[4] Władysław Tatarkiewicz, Historia de seis ideas: Arte, belleza, forma, creatividad, mímesis, experiencia estética (2ª ed., 1976), Madrid, Tecnos, 1996, p. 356.
[5] Jacques Aumont, op. cit., p. 65.
[6] Władysław Tatarkiewicz, op. cit., pp. 48 y s.
[7] Ibíd., p. 67.
[8] Alexander Gottlieb Baumgarten, Esthétique [précédée des ‘Méditations Philosophiques sur quelques sujets se rapportant à l’essence du poème et de la Métaphysique’] (1750, 1735), trad. Jean-Yves Pranchère, París, L’Herne, 1988, p. 23.
[9] Raymond Bayer, Historia de la estética (1961), Madrid, F.C.E., 2002, p. 184.
[10] José Ferrater Mora, Diccionario de filosofía (1941), t. i (a-d), Barcelona, Ariel, 2009, p. 324.
[11] Ibíd., t. iv (q-z), p. 3.771.
[12] Cf. ibíd., t. iii (k-p), pp. 2.090-2.099, y t. iv (q-z), pp. 3.771 y s.
[13] Recordemos que la «escuela de Leibniz-Wolff» establecería los conceptos de «oscuro» y «claro» para referirse al conocimiento sensible y al lógico, respectivamente. Cf. J. Ferrater Mora, op. cit., t. iii (k-p), p. 2.094.
[14] Juan Plazaola, S.J., Introducción a la estética: Historia, teoría, textos (1973), Bilbao, Universidad de Deusto, 2007, p. 110.
[15] Raymond Bayer, op. cit., p. 184.
[16] Alexander Gottlieb Baumgarten, op. cit., p. 23.
[17] Götz Pochat, Historia de la estética y la teoría del arte: De la Antigüedad al siglo xix (1986), Madrid, Akal, 2008, p. 378.
[18] Juan Plazaola, loc. cit..
[19] Mateu Cabo, «Introducción: La importancia de los estudios estéticos del siglo Juan xviii, en Alexander Baumgarten et al., Belleza y verdad: Sobre la estética entre la Ilustración y el Romanticismo, Barcelona, Alba, 1999, p. 12.
[20] Alexander Baumgarten et al., Belleza y verdad: Sobre la estética entre la Ilustración y el Romanticismo, cit., pp. 77 y s.
[21] Diccionario de la RAE.
[22] Jacques Aumont, op. cit., p. 60.
[23] Ramón Andrés, Johann Sebastian Bach: Los días, las ideas y los libros, Barcelona, Acantilado, 2005, p. 220.
[24] Walter [Friedrich Gustav Hermann] Otto, Las Musas (1954), Madrid, Siruela, 2005, p. 85.

2 comentarios:

  1. (Esta entrada es el texto al que nos hemos referido en los comentarios de la anterior de A. Luque.)

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  2. El significado fundacional de la estética (Baumgarten) como ciencia de lo sensible, del conocimiento intuitivo, casi puramente fisiológico, no se conserva incólume ni íntegra ni conscientemente a lo largo y ancho de la teoría del arte, pero siempre permanece al menos implícito. Me he referido al carácter siempre engañoso de la metáfora; podría extenderse esto al carácter ficticio, irreal, de toda creación artística. Incluso el arte más naturalista o realista construye siempre una ficción. ¿Qué distingue, pues, al arte no realista? Algo así como un segundo grado de irrealidad. Una novela como Germinal de Zola, o como La madre de Gorki, o una novela histórica que no haga violencia al verdadero carácter de los acontecimientos, que no deforme los hechos verídicos, que no falsifique la mentalidad de los personajes ni disimule el carácter objetivo de las relaciones sociales, siguen siendo “falsas” en un sentido primario, pero su concordancia con lo verdadero, o lo típico, o lo verosímil… las acerca a la ciencia (historia, psicología, antropología, &c.). De aquí que, como insinuaba Cosma, no sea tan grave que Freud se inspirase en personajes ficticios para extraer conclusiones objetivas sobre la psicología real. Si la novela narra las fantásticas aventuras de un héroe solitario que encierra las falsas virtudes de los poderosos y se enfrenta a la perfidia, la zafiedad, la debilidad y la maldad de los trabajadores, la cosa funciona más bien como una apología clasista o elitista, es decir que refleja no ya la realidad, sino la falsa conciencia (también real como tal, como fenómeno social realmente existente) de la burguesía. Puesto que la visión del mundo de un nacionalista, o un imperialista, o un místico… es también un fenómeno social real, su reflejo artístico (como asunto) puede ser realista, pero sólo si el propio artista no comparte esa ilusión, sino que contempla los fenómenos con objetividad o sinceridad.
    Esto entronca con el tema de la inteligencia que he propuesto en mis dos últimas entradas. En cierto modo, la conducta y las interpretaciones que caracterizamos como falsa conciencia, o alienación, también reproducen una cierta inteligencia social; del mismo modo que existe una inteligencia social en las regularidades estadísticas: por ejemplo, en el hecho de que, aun con plena libertad jurídica, los ricos se casan con ricos y los pobres con pobres, los españoles con españoles y los árabes con árabes, &c. Esto no contradice el amor romántico sino como tendencia general, típica o mayoritaria. Sabemos que la conducta de los hombres, aunque infinitamente más libre que la de los animales, no es absolutamente libre, sino que sigue determinada en alto grado por muchos factores no personales, que no dependen de la conciencia (la educación, la tradición, la economía, la geografía, la biología…). Podríamos entonces distinguir una “inteligencia” de primer orden, como adaptación de la propia conducta a unas circunstancias y unos intereses particulares, de la inteligencia general, filosófica, que consiste en elevarse por encima de esos instintos para comprender su propio significado (histórico, principalmente), su propia relatividad.
    También la sensibilidad en general, y la sensibilidad artística en particular, está condicionada, por más que, en un sentido ideal pero también muy verdadero, el territorio de la fantasía artística y la ejercitación del gusto, en una palabra, lo estético sea —o tienda a ser— algo así como el reino de la más completa libertad. La música, ya que Palmira la ha traído a colación, es en opinión de algunos —y ésta es también, por cierto, mi propia opinión— expresión perfecta y acabada de lo real-sentimental, casi como una condensación o materialización del sentimiento mismo, muy superior a la poesía a este propósito. Sin embargo, también la música produce alienación; también se convierte, bajo el capitalismo, en mercancía, en fetiche consumista, que abotarga la sensibilidad, en lugar de refinarla.

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