17 de mayo de 2015

De la hegemonía en abstracto y en concreto

Alberto Luque

El de hegemonía es un concepto tan polisémico que incluye categorías inconmensurables. Sólo su sentido formal es común a todas las acepciones, sentido más o menos estrechamente vinculado a su etimología, como poder de dirección, autoridad o influencia dominante. En sentido político, es extensivamente sinónimo de poder, o sea que acompaña a éste como la sombra al cuerpo. Aun así, no significa lo mismo —como no son lo mismo el cuerpo y su sombra—, y es necesario distinguir partes en tal concepto, y especialmente conviene distinguir la «hegemonía cultural». En los fundadores del marxismo ya queda meridianamente claro que la ideología dominante no es otra cosa, regularmente, que la ideología de la clase dominante. «Regularmente» significa: en los estadios históricos, más o menos dilatados, en que el orden socioeconómico es invariable y tenaz, en que la clase dominante lo es incontestablemente, porque las relaciones de producción se corresponden muy coherentemente con el modo de producción —es decir cuando éste no acusa una crisis global, no se resquebraja en su raíz, sino que soporta bien una miríada de pequeñas contradicciones ocasionales o más o menos persistentes. Así, el orden feudal es estable y hegemónico durante siglos tras la desintegración del orden esclavista, y el orden capitalista resulta ineludible tras la disolución del feudal. El endémico problema de la vivienda, o el de la delincuencia, o la corrupción, etc. son contradicciones soportables mientras no se intensifican, y no se intensifican por sí mismas, autónomamente —salvo en casos anómalos—, sino cuando todas las relaciones sociales acusan agudamente su contradicción con el modo de producción (la estructura de la propiedad, la propiedad privada de los medios de producción).
Hasta aquí, todo es de manual —lo que no significa que sea sabido ni por una suficiente minoría, sino que ocurre como con otros saberes fundamentales: las leyes de la termodinámica, el planteamiento y la resolución de sistemas de ecuaciones, la distinción de argumentos y falacias, el reconocimiento de figuras retóricas de dicción o de pensamiento, etc.; todo eso es de manual, se aprende —se debe aprender— en la escuela, y sin embargo hallaremos por cientos de miles, o millones, a graduados universitarios que lo ignoran; por tanto, no está de más insistir en el catecismo. Necesariamente, pues, hemos de dar por sabidas muchas nociones científicas que en realidad —estadísticamente— son ignoradas. Porque nos interesa aquí y ahora una problematización, una indagación más penetrante de esas categorías que por petición de principio damos por garantizadas. (Dicho entre paréntesis: me hago cargo de la necesidad práctica, civil, política, de argumentar ad ignorantiam, pero no lo sé hacer en un sentido estricto; lo que sí puedo hacer es tener en cuenta la ignorancia general para problematizarla sociológicamente, o sea para incluirla entre los factores reales que deben ser examinados, pero no con argumentos ad ignorantiam, sino con el mismo aparato crítico científico que cualquier otro asunto sociológico.)
¿Donde empiezan, pues, las dificultades, una vez asumido el saber de manual? Por todas partes, a decir verdad. Por ejemplo, ¿qué significa exactamente la «regularidad» o estabilidad relativa, durante lapsos históricos dilatados, de un modo de producción? ¿Acaso que en esos períodos se atenúa la lucha de clases? No esto exactamente, pero sí el hecho de que, mientras las fuerzas de producción y todo un proceso de coherentización jurídica y cultural no hayan agotado sus posibilidades históricas de desarrollo, toda alternativa al modo de producción es utópica, impracticable, salvo muy parcial y precariamente. Pero junto a esa densificación o intensión de la cultura dominante hasta agotar sus posibilidades, se desarrolla también la oposición a la misma. Y puesto que siempre hay contradicción u oposición, pero no siempre tiene ésta la misma intensidad ni indica el mismo grado de desintegración o crisis, se plantea el problema de las ideologías y las utopías, de la diferencia entre lo subjetivo y lo objetivo, lo posible y lo quimérico. Y este problema es tremendamente dialéctico, en todos los sentidos; para empezar, el análisis político que conduce a la dilucidación de si existen o no condiciones objetivas y subjetivas suficientes para la adopción de una estrategia cualquiera, de unos objetivos cualesquiera, pero sobre todo de unos objetivos revolucionarios, o dicho de otro modo, la averiguación de si un determinado programa político de emancipación social es o no viable, contará o no con apoyo popular suficiente, con garantías de éxito, es en sí misma una acción subjetiva, una reflexión de los sujetos, que están más o menos limitados por sus propios prejuicios y su propia experiencia personal. El problema aquí puede llamarse «voluntarismo», al menos en parte.
Concretemos en el aquí y ahora: ¿Hay o no hay, en España ahora, condiciones necesarias y suficientes para una transformación socialista? Puesto que de momento este propósito ni siquiera está en el discurso de los partidos herederos de la tradición comunista, cabría responder que no; al menos está claro que no entra en el horizonte de lo subjetivo, de lo consciente y voluntario. Los comunistas son un conjunto lo bastante minoritario, disperso, invertebrado y sin ascendiente como para dudar de que estemos a las puertas de tal proceso de transformación; no sólo el concepto de revolución social, sino la palabra misma «revolución», ni ninguna otra que se le aproxime semánticamente, forma parte del ideario ni del vocabulario ni del «imaginario» social de una suficiente minoría activa que pueda actuar como colimador y generador de una conciencia semejante entre las masas. De modo que el tema de la revolución socialista en España parece todavía una cuestión, como mucho, académica.
Pero si la perspectiva clásica, marxista, de la inminencia del socialismo, de la sustitución del corrupto Estado capitalista por un poder democrático, por un Estado de trabajadores que concentre todo el poder político, militar y económico, si esta perspectiva parece todavía ilusoria, a juzgar por la ausencia misma de tal propósito consciente y explícito en alguna vanguardia activa, comunista, en cambio sí existe tal perspectiva comunista para la burguesía, en su lenguaje, su imaginación y sus inquietudes explícitas. En efecto, los líderes del PP gritan a coro, señalando a Podemos: ¡Que viene los comunistas! ¡Que si gana Podemos, entonces se acabará «nuestra» democracia! ¡Que nos expropiarán!, etc., etc. Cualquiera que, agitado por esos gritos de socorro de la burguesía, se entretenga un rato en leer las propuestas de Podemos, quedará al momento muy defraudado: no encontrará allí nada que se parezca ni de lejos al socialismo. Se da entonces la siguiente extraña contradicción subjetiva: la conciencia y los propósitos de transformación socialista que no proclama Podemos, resulta que sí los proclama el PP. ¿Quién está en lo cierto, y quién sufre pérdida de realidad? No me parece nada fácil dilucidar este dilema. Intentemos avanzar un par de pasos en la solución.
(1) Primer paso: la simplificación, la eliminación de factores secundarios, meramente aparentes. Lo que a mí, aquí y ahora, me parece descartable, inerte, es la izquierda tradicional. Y no sólo lo es ahora, sino desde hace tres décadas. Cuando la mayoría de partidos comunistas europeos procedentes de la III Internacional adoptaron la vía del «eurocomunismo», lo que hacían realmente era renunciar a objetivos revolucionarios y a las enseñanzas de su propia experiencia; en cierto modo, parecía haber una cierta oportunidad de convertirse en la nueva socialdemocracia reformista no absolutamente claudicante, toda vez que la socialdemocracia tradicional había a su vez abandonado sus políticas reformistas para ocupar el espacio todavía más a la derecha, liberal, de completa colaboración con el gran capital, sin más que defender unos diminutos vestigios de democracia social. Pero la derrota internacional de las posiciones socialistas, ratificada con la caída del régimen soviético, produjo un completo repliegue del movimiento obrero, hasta el punto de que CC.OO., que había sido una potente y ejemplar correa de transmisión del PCE, corrió la misma suerte burocratizadora y corruptora que el resto de los sindicatos de masas. Sencillamente, el espacio socialdemócrata, reformista, no existía, por lo que no podía ser ocupado por los vestigios del Partido Comunista sino ilusoriamente, testimonialmente, pasiva o ineficazmente. Desde entonces, los partidos de esta «izquierda indefinida» —heredera de la «quinta generación» de la Izquierda, según la taxonomía cronológica de Gustavo Bueno— no han sido sino piezas menores del engranaje institucional que, lejos de combatir al Estado capitalista, le sirven de inocua legitimación.
Sé que muchos marxistas o tardocomunistas o como se quieran describir, que simpatizan aún con estos partidos y se suman a sus debilitadas filas, se resistirán a aceptar esta convicción mía de que tales partidos deben ser descartados entre los factores en juego, que no pintan nada, que pertenecen al territorio de lo ilusorio, lo falso y lo desactivado. Pero creo que no podrán oponerme ninguna objeción razonable, aparte de su ciega fe, a la que tienen derecho, pero que obviamente no es un argumento de peso.
(2) Segundo paso: una vez descartadas las principales vanas ilusiones (la izquierda indefinida, que ya podemos llamar «tradicional»), calibrar la posibilidad real de la insurgencia de una nueva fuerza política capaz de ocupar esos espacios hasta ahora vacíos —salvo nominalmente— del reformismo socialdemócrata y, más allá, del socialismo. El único candidato a ocupar algunas de estas posiciones que se ha presentado real y ruidosamente es Podemos. Volvamos a recordar los gritos de alarma de los vocingleros y perros guardianes del gran capital: según las declaraciones de los dirigentes del PP, es temible para ellos que gane Podemos, porque entre otras cosas, aseguran, eso significaría que se acabaría en España «la democracia tal como la conocemos», o sea la «democracia» compatible con que el PP gobierne y su clase esquilme a los trabajadores y saquee el país. Ojalá tuvieran razón: que en lugar de esta «democracia que conocemos», Podemos gane las elecciones e imponga la democracia «que no conocemos», la del reparto equitativo de la riqueza, la del poder en manos de los trabajadores. Diríamos, pues, que los más destacados representantes de la astuta burguesía comparten el sintético diagnóstico que he expuesto: también ellos consideran descartable a la izquierda tradicional, a IU por ejemplo, como enemigos inocuos o pseudoenemigos. Los dirigentes del PP no han puesto el grito en el cielo ante la posibilidad de que algún día IU gane las elecciones, porque entonces se acabaría «la democracia tal como la conocemos». Esto puede explicarse principalmente por dos motivos: (a) o bien no desconfían de la lealtad de IU, o sea de su compromiso para mantener el sistema capitalista básicamente inmodificado, (b) o bien no tienen la menor necesidad de plantearse tal cuestión, porque IU está muy lejos de poder generar una adhesión en las masas que les lleve al poder, por lo que da lo mismo que pretendan o no acabar con «la democracia tal como la conocemos».
Pero si está claro para los representantes de la burguesía que el único enemigo a tener en cuenta es Podemos, entonces ¿por qué Podemos —como tampoco claramente Syriza— no es consciente y deliberadamente el partido del socialismo, como temen sus enemigos? Repito mi anterior pregunta: ¿cuál de los dos partidos sufre pérdida de realidad, el PP o Podemos?
Desde hace mucho tiempo, viene a ser éste un lema capital de mi método: «El enemigo siempre tiene razón». En un sentido primario, es evidente: él tiene su razón o sus razones (propósitos, experiencias, conocimientos, astucias, etc.); incluso si deliberadamente miente, tiene también una razón para ello; pero ninguna estrategia política puede basarse sólo ni principalmente en mentir: eso es útil cuando se trata de difamar al adversario, pero no cuando se trata de racionalizar la propia línea política u ofrecer un análisis que la avale. Sólo son tontos quienes creen que lo es el enemigo —además, claro está, de quienes lo toman erróneamente por amigo, lo cual viene a dar en lo mismo, pues ni aquéllos ni éstos le conocen bien.
Sin embargo, cuando los voceros de la burguesía presentan a Podemos como un partido que pretende una revolución socialista (la expropiación del gran capital, la nacionalización de la banca, la supresión de «la democracia tal como la conocemos»), no sólo contradicen lo que explícita y programáticamente plantea Podemos (por ejemplo, las heterogéneas «215 medidas para un proyecto de país», o los más inconcretos planteamientos de su «Documento Político»), sino que también contradicen lo que ellos mismos dicen en otras ocasiones, a saber: que Podemos carece de orientación definida, que no es derecha ni izquierda, que no plantea medidas concretas, que cambia de parecer a cada momento, etc. ¿Cuándo llevan razón: cuando dicen que Podemos es una amenaza revolucionaria o cuando dicen que es un movimiento invertebrado, o quizá en ninguno de los casos? Pues llevan razón, parcialmente, en todos los casos. Si dicen que Podemos no es nada definido, no podemos creer que lo piensen real y literalmente, porque en tal caso no tendrían motivos para alarmarse tanto. Lo mismo cuando dicen que son utópicos y que sus proyectos (ahora sí, admitiendo que los tienen) son irrealizables: ¡señor mío, si son irrealizables, no hay que ponerse tan nerviosos porque se realicen! En realidad quieren decir que son «indeseables» —para ellos, claro, y eso sí se comprende. Así que la relativa «razón» que les asiste para declarar que Podemos es un movimiento indefinido, sin programa, sin propósitos, etc., es una razón táctica, polémica: son maneras retóricas de intentar desacreditar. Pero cuando dicen lo contrario, que Podemos anuncia el fin de «la democracia tal como la conocemos» (lo que, traducido del zafio lenguaje del anticomunismo al claro lenguaje socialista quiere decir: el inicio de la verdadera democracia, la que se sustenta en el poder absoluto en manos de los trabajadores), entonces su razón relativa no puede ser meramente retórico-polémica, sino la convicción verdadera de que es así, de que lo sienten así. ¿Qué va a ser, pues: que los capitalistas creen en el comunismo más que los trabajadores —es decir en la posibilidad del socialismo? Pues eso parece.
Me diréis quizá que soy ingenuo al destacar en esos mensajes de la burguesía una claridad y un sentido de los que realmente carecen, pues cuando claman al cielo contra la posibilidad de un gobierno de trabajadores que expropie al gran capital, nacionalice la banca, etc., y, en fin, acabe con «la democracia tal como la conocemos», no están afirmando la fuerza transformadora radical de las filas del socialismo, sino atemorizando a la ciudadanía, ya que cuentan con el fuerte arraigo de los prejuicios anticomunistas. No pretendo negar tal cosa, que es evidente. Pero me parece a mí que nos allanan mucho el camino, y nos facilitan la adopción de la auténtica estrategia revolucionaria: porque frente a esas «acusaciones» del enemigo, que al fin y al cabo vienen a halagar nuestra potencia, en la que hasta ahora nosotros mismos no hemos confiado, sería (es) muy absurdo responder cobardemente: ¡que no, que no es así, no os asustéis; nosotros sí queremos conservar la democracia, ésta, la «democracia tal como la conocemos», la que es compatible con que realmente no mande el gobierno títere de la nación, sino los grandes capitalistas! A mi entender, nos lo ponen en bandeja: si la burguesía no desea ningún cambio radical en la economía, todos los que no deseamos que permanezca ni un minuto más decidiendo nuestros destinos tenemos que oponer abierta y frontalmente justo ese cambio radical, esa vuelta de la tortilla. ¿Qué sentido tiene seguir jugando con la retórica del acatamiento de la legalidad capitalista? Ningún sentido, o uno muy engañoso. El caso recuerda poderosamente el análisis de Lenin en la revolución de 1905: «Les prometo todo, todo lo que quieran —dice el zar—; déjenme sólo mi poder, permítanme que yo mismo cumpla mis promesas. A eso se reduce el manifiesto del zar, y se entiende que no pudo dejar de provocar una lucha decidida. Otorgo todo, menos el poder —declara el zarismo. Todo es fantasmal, salvo el poder —responde el pueblo revolucionario.» [V.I. Lenin, «Se aproxima el desenlace» (16 de noviembre de 1905), en Obras completas, t. ix (Junio–noviembre de 1905), Madrid, Akal, 1976, p. 453.]
Todavía no he respondido, es cierto, a esa presumible objeción contra mi presunta ingenuidad: en realidad, los ciudadanos españoles que puedan comprender tan claramente la necesidad de implantar un régimen socialista se cuentan con los dedos de dos o tres orejas. Pero no es eso lo que realmente importa, ni es eso lo que en verdad traduce objetivamente la realidad. Me permitiréis que acabe esta provocación con otro par de comparaciones:
(1) Relataba Nadezhda Konstantínovna Krúpskaya, la esposa de Lenin, la siguiente escena de la reunión en que se conocieron: «Recuerdo especialmente bien un momento de aquella reunión. Estábamos discutiendo la línea a seguir y parecía no haber un acuerdo general. Alguien dijo que lo más importante era trabajar en los comités contra el analfabetismo. Vladímir Ilich se rio con una risa fea que nunca más le oí, y comentó con ironía: “¡Muy bien; quien crea que la patria puede salvarse con comités contra el analfabetismo, que empiece a trabajar en eso!”» [Mi vida con Lenin, Barcelona, Mandrágora, 1976, pp. 8 y s.]
(2) Pierre Bourdieu afirmó hace más de 40 años que «la opinión pública no existe». ¿Qué quiso decir con ese exabrupto? No me propongo detenerme a desbrozar esto aquí; baste decir que «opinión pública» es un complejo concepto, bastante abstracto, que amalgama hechos objetivos pero superficiales (como las respuestas a encuestas que responden a lo que interesa a quienes las hacen, no a lo que espontáneamente estarían interesados en manifestar los entrevistados) con hechos muy ilusoriamente ideológicos y «simbólicos», de los que son víctima tanto los encuestadores como los encuestados. Traigo a colación esa conferencia de Bourdieu [«La opinión pública no existe» (enero de 1972), publicada en Les Temps Modernes, núm. 318 (enero de 1973), pp. 1292–1309; recogida en Cuestiones de sociología, Madrid, Istmo, 2000, pp. 220–232] porque en ella se alude con un buen ejemplo al error común de considerar la «opinión pública» como un cuerpo de doctrina definido e invariable, cuando sólo se lo enjuicia por sus manifestaciones más aparentes. «Aquí he de referirme —decía Bourdieu— a una tradición sociológica, muy extendida sobre todo entre determinados sociólogos de la política en Estados Unidos, que hablan habitualmente de un conservadurismo y autoritarismo de las clases populares. Estas tesis se basan en la comparación internacional de encuestas o de elecciones, que tienden a mostrar que cada vez que se interroga a las clases populares, sea en el país que sea, sobre problemas referentes a las relaciones de autoridad, la libertad individual, la libertad de prensa, etc., dan respuestas más “autoritarias” que las otras clases; y se concluye de manera global que existe un conflicto entre los valores democráticos (en el autor en que pienso, Lipset, se trata de los valores democráticos americanos) y los valores que han interiorizado las clases populares, valores de tipo autoritario y represivo. De ahí sacan una especie de visión escatológica: elevemos el nivel de vida, elevemos el nivel de instrucción y, como la propensión a la represión, al autoritarismo, etc., va unida a bajos ingresos, a bajo nivel de instrucción, etc., produciremos así buenos ciudadanos de la democracia americana. En mi opinión, lo que está en cuestión es la significación de las respuestas a determinadas preguntas. Supongamos un conjunto de preguntas de este tipo: ¿Está usted a favor de la igualdad entre los sexos? ¿Está usted a favor de la libertad sexual de los cónyuges? ¿Está usted a favor de una educación no represiva? ¿Está usted a favor de la nueva sociedad?, etc. Supongamos otro conjunto de preguntas del tipo: ¿Deben hacer huelga los profesores cuando ven amenazada su situación? ¿Deben ser solidarios los docentes con el resto de funcionarios en los períodos de conflicto social?, etc. Estos dos conjuntos de preguntas arrojan respuestas de estructura estrictamente inversa en relación con la clase social: el primer conjunto de preguntas, que se refiere a un determinado tipo de innovación en las relaciones sociales, en la forma simbólica de las relaciones sociales, suscita tantas más respuestas a favor cuanto más nos elevamos en la jerarquía social y en la jerarquía según el nivel de instrucción; a la inversa, las preguntas que tratan sobre las transformaciones reales de las relaciones de fuerza entre las clases suscitan cada vez más respuestas en contra a medida que nos elevamos en la jerarquía social.»
Así pues, ese cuento de la mentalidad conservadora de los trabajadores, sin llegar a ser una falacia, responde a un elemental equívoco, y además es muy viejo. Es una tontería heredada de la época ilustrada creer que una transformación revolucionaria de la sociedad no puede conseguirse sin una previa elevación del nivel cultural de las masas. Se trata de elevar su nivel de conciencia política, de clase, que es cosa distinta. Que uno se haga experto en química, astrofísica, arqueología, literatura o lo que sea que se estudie en las escuelas, no le acerca ni un milímetro, necesariamente, a abrazar el comunismo. Los trabajadores pueden ser, por término medio, tan catetos como nuestros políticos, y si se les pregunta por la mejor manera de enjuiciar una obra de arte, una doctrina moral o jurídica, o un problema de lingüística o de lógica, es muy posible que decepcionen a cualquier filósofo, adhiriendo a prejuicios de la Edad de Piedra; ahora bien, si se les pregunta si es preferible que los ricos paguen más impuestos, o abolir los impuestos indirectos, o la gratuidad completa de la enseñanza en todos los niveles, la sanidad completamente gratuita (incluida la dental), o la renta básica universal, o la inversión de toda la plusvalía social en servicios públicos, o la garantía real del derecho inalienable a la vivienda, en lugar de permitir que la riqueza social, que nace del trabajo, sea gozada sólo por los explotadores, entonces, me parece a mí que encontraremos muy pocos tontos. Aun así, es cierto que muchos responderán con prejuicios burgueses, convencidos de que todos esos propósitos socialistas son utópicos. Pero combatir esto es algo muy diferente a creer que hay factores misteriosos y perennes que aseguran el miedo y la contumacia.
Volvamos ahora al problema abstracto y general de la hegemonía política y cultural. Es un error creer que la hegemonía consiste en algo similar al programa de alfabetización del que se carcajeaba Lenin. Tampoco consiste en una cierta vaga unidad de criterios «democráticos», de defensa de los «derechos humanos» y otras especies falaciosas: la izquierda presume de tener una moral más avanzada que la derecha, pero no es así: tanto la derecha como la izquierda asumen como dogmas contemporáneos cierto conjunto de ideas correspondientes al derecho burgués, individual (al divorcio, a la elección de un oficio o una residencia, a la libre expresión y reunión, a la libre disposición de su sexualidad, de sus aficiones deportivas o artísticas, etc.); luego encontramos toda suerte de ridículas disputas estéticas y pseudomorales, por ejemplo entre los amantes de los animales y los partidarios de las corridas de toros, o sobre el derecho al matrimonio entre homosexuales, o sobre la extensión del derecho al aborto o sobre la pena de muerte, etc., que no se corresponden realmente con una diferencia entre izquierda y derecha. Lo único que puede marcar una diferencia real, de clase, política, es la postura frente a los derechos sociales, colectivos. Y ninguno de estos derechos queda garantizado si no es mediante el poder: en manos de los capitalistas, el derecho a la explotación, a la propiedad privada de medios de producción, pasa por encima de cualquier derecho social (vivienda, trabajo digno, escuela gratuita y de calidad, sanidad, etc.); esta incompatibilidad demuestra claramente la necesidad del socialismo.
Sin embargo, ahí tenemos todavía a la izquierda imbele, ocupándose de suspicacias «culturales», «memorias históricas» y otras ilusiones. Hace unos días leía en un diario una exclamación de José Sacristán, lamentándose de la «mierda de país» en el que posiblemente vivimos, porque al parecer es altamente probable que los trabajadores vuelvan a votar a los mismos que se han destacado como campeones mundiales de la corrupción. Es un vicio habitual de las personas de izquierda lamentarse de tanto en tanto de la idiotez, la ignorancia o la desmoralización de las masas, y exclamar, como Sacristán, «¡qué mierda de país!» y otras expresiones del mismo tenor derrotistas. Lo irónico está en que justamente esa manera de pensar es una desmoralización y una estupidez. Es como si un jurista llegase a la conclusión de que la víctima es la culpable, de que, por ejemplo, el estafado es un tonto que se merece que lo estafen, lo cual nos exime de odiar y castigar al estafador. Eso es justamente lo que algunos amigos y abogados de los banqueros dijeron en el famoso caso de las preferentes, alegando que los estafados habían firmado un contrato sin leerlo, o sea confiando en los estafadores. No digo yo que no sea estupidez la credulidad, pero ¿en qué nos ayudan estas lamentaciones? Lo responsable es combatir a los explotadores, siempre y en cualquier lugar. Y si alguien ya no soporta más la mierda mundanal, que se haga monje cartujo y nos ahorre sus llantos de impotencia. Por otro lado, los millones de trabajadores que siguen votando a los lacayos de los explotadores lo hacen siguiendo un razonamiento o un instinto que puede y debe ser discutido. Rasgarse las vestiduras, como hacen los exquisitos izquierdistas de cafetín, es inútil para este propósito de educar, de inculcar un sentimiento combativo, una conciencia de clase. Quienes sucumben a ese vicio derrotista es evidente que carecen ellos mismos de tal conciencia de clase, puesto que renuncian al primer deber de combatir dialécticamente sin tregua ni descanso. ¿Acaso creen que sólo España es en esto «un país de mierda»? ¿Acaso creen que hay pueblos más inteligentes? Peor aún: creen que la bondad o maldad de los gobiernos depende de la inteligencia, con lo que demuestran ellos mismos tener muy poca (de la sociológica). Y todavía peor: creen que la motivación fundamental de una reflexión crítica debe ser «moral» y debe centrarse en el grado de «corrupción» tolerable o la calaña de las personas que gobiernan. Pero la corrupción de los gobernantes es una necesidad del capitalismo, ya demostrada hace siglo y medio por Marx y Engels, y no se trata de la pequeña diferencia entre quienes mienten y quienes dicen la verdad (porque las mentiras de aquéllos y las verdades de éstos tienen una razón de ser, una lógica práctica), ni de la pequeña diferencia entre quienes respetan las leyes y quienes las conculcan (porque las leyes mismas, en lo fundamental, son ya un instrumento de los explotadores). Todo el capitalismo es «una mierda», y no «este país». Es también «una mierda» que en lugar de vigorosos escuadrones de combatientes indoblegables y que no se desmoralicen, la izquierda exquisita nos regale con un irrisorio pelotón de plañideras.
Insisto, no hay verdadera inteligencia ni eficacia en la lucha social si no se comprende lo que significa hegemonía: significa inculcación de una conciencia de clase, hasta convertirla en un prejuicio inextirpable, en un fanatismo religioso, semejante al de los primeros cristianos, que con admirable obstinación negaban el panteón pagano para afirmar su única y verdadera fe, su único y verdadero Dios, porque eso significaba su único e indiscutible sueño de felicidad, incompatible con tolerar el orden esclavista y cualquiera de sus mitos, costumbres o prejuicios. Igual que entonces el paganismo y el esclavismo, lo que hoy debe combatirse con igual fanatismo es el orden capitalista y todas las ilusiones «democráticas» de esta «democracia tal como la conocemos», a la que debemos oponer la «democracia tal como no la conocemos», es decir el orden socialista.
Una palabra más, sobre mi aparente ingenuidad. No puedo asegurar que yo no esté siendo tan ingenuo y ridículo como les parecían los fanáticos cristianos primitivos a todos los intelectuales romanos. O sea: que el socialismo esté a las puertas puede ser y puede no ser una ilusión, como podía serlo el gobierno universal de la Iglesia en los primeros siglos de nuestra era. Ahora bien, en esto me creo con derecho a reivindicar el punto de vista filosófico, que se debe al problema de cómo las cosas deben ser, y no sólo al problema de examinar cómo son (pues esto último es evidente hasta para los más lerdos). En fin, que a mí, dígaseme ingenuo o lo que se quiera, me interesa, como a Lévi-Strauss, el punto de vista de Dios.

Addendum

Me entretengo en hojear casi al azar en las noticias, y me topo, por ejemplo, con un dron exactamente igual a un mosquito. El mismo mundo que produce esas maravillas es uno en el que la policía echa a patadas a familias enteras de sus casas; esto ocurre a diario, y la razón jurídica es la sacrosanta propiedad privada capitalista. Allí las mentes maravillosas de los científicos, aquí la idolatría del dinero. Si uno quisiera escribir una novela de ciencia ficción, no imaginaría cosas muy diferentes de las que ya existen, pero difícilmente amalgamaría escenas tan incompatibles. ¿Os imagináis un episodio de Star Trek en el que, tras una exhibición de maravillosas tecnologías, se intercalase una violenta escena de desahucio? Cualquier espectador exclamaría: «¡Tío, te has equivocado de escena, ésa es de otra película!» La realidad, ya vemos, no es tan coherente como la ficción.
Sin embargo, la podredumbre moral y material del mundo no consigue eliminar en nosotros el sentimiento inmediato de tales contradicciones; digamos que nos anestesia un tanto y un cuanto, nos vuelve resistentes, pero no nos hace del todo insensibles, no nos vuelve comemierdas a fuerza hacernos comer mierda. Sólo puede conseguir, como el abuso de medicamentos, que nuestro organismo se habitúe, que aumente nuestra tolerancia, pero no eliminar nuestro deseo de sanear el mundo. La única razón un poco sensata, aunque con la debilidad que padecen todas las metáforas, consistiría en la prudencia de no remover la mierda seca, que no huele. Pero de lo que se trata, siguiendo la metáfora, no es de remover la mierda, sino de limpiarla (por lo demás, esa mierda no está realmente seca, sino continuamente removida). Quienes predican el freno, la paciencia, la moderación, el respeto a la propiedad privada, etc., aún se cuentan por miles entre los militantes y dirigentes de los partidos nominalmente anticapitalistas, incluyendo a Podemos (ya veis que en esto no soy nada ingenuo). No sé cuánto durará en este bando ese derrotismo; sólo sé que estas gentes débiles, ilusas y cobardes son la última garantía de supervivencia que le queda al capitalismo.

4 comentarios:

  1. La distancia entre la teoría y la práctica, para la lucha política, ¿se parece a la que para el científico hay entre la interpretación mediante leyes y los «hechos»? En muchos aspectos sí, pero en uno muy importante no: justamente en ese del «voluntarismo», de la «participación». Porque aquí cada cual es a la vez sujeto y parte del objeto (sociológico), y como objeto —o como víctima (del poder opresivo de otros, o de sus prejuicios o debilidades)— lo es también en el sentido de que su participación es a la vez objetiva y subjetiva. La ignorancia, por ejemplo, es sociológicamente objetiva tanto en los trabajadores como en los capitalistas. En sus últimos discursos Aznar se ha referido burlonamente a la apelación a Marx, Engels y Lenin por parte de algunos dirigentes de Podemos: ni Aznar ni su grey saben un pimiento de filosofía marxista. Rasgarse las vestiduras porque se apele a Marx es algo grotesco para un científico, ni más ni menos que si uno se escandalizara por oír hablar de Santo Tomás o de Aristóteles. Pero esa santa ignorancia de los anticomunistas tiene un sentido lógico y comprensible, pues el marxismo significa, incluso para quienes no saben nada, la lucha por el socialismo, o sea una impugnación de los privilegios de la burguesía.
    Es también lógico preguntarse si la hegemonía cultural pasa por la educación, por la divulgación de la filosofía marxista. Me inclino a pensar que no. La tesis del «no lo saben, pero lo hacen» sirve tanto para los sujetos revolucionarios como para los conservadores, tomados en masa. Salvo los intelectuales orgánicos del capital —los «perros guardianes», como los llamaba Nizan—, la defensa del capitalismo no va acompañada de ninguna ciencia política, económica o histórica, sino que es simplemente intuitiva, práctica —o «cavernácula», por decirlo con una inspiración platónica. De hecho, entre los teóricos de uno u otro bando se despliega siempre un sinfín de discrepancias; pero la vida supera a la imaginación, y lo real acaba imponiéndose como lo racional. A un intelectual tipo tiene que parecerle siempre decepcionante e «irracional» la conducta común de las masas, incluso las que se alinean en las filas de su propio bando. En el caso de la enérgica movilización que abandera Podemos, por ejemplo, a muchos les choca la distancia intelectual entre los análisis políticos de sus defensores y la traducción a lemas de agitación sobremanera basados en sentimientos de indignación por la «corrupción», etc. Tales sentimientos son a la vez fundamentales y superficiales. Por un lado, son lógicamente inevitables, una expresión necesaria de malestar público, y consecuencia de la objetiva descomposición económica; pero por otro lado son una pura ilusión, en el sentido de que la mayoría de las personas que se suman a esa indignación no van más allá de un reproche ético, como si el capitalismo pudiese mejorarse mediante la reeducación moral de sus dirigentes. No comprenden que toda esa corrupción es inherente y necesaria al capitalismo; y en esa incomprensión se fundan los nuevos engaños de la burguesía, como por ejemplo la creación de Ciudadanos, un partido que continúe sus mismas políticas con la ventaja aparente de no estar lleno de delincuentes.

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  2. En fin, dado que la interpretación científica de la política y la economía está aún muy lejos de formar parte del bagaje cultural de la mayoría, es útil el aprovechamiento de los sentimientos, la argumentación ‘ad terrorem’, pero no puede ser esto lo único ni lo principal. Yo también apoyo a Podemos, incondicionalmente incluso, pero me parece que su propaganda debería confiar menos en los sentimientos de indignación moral y mucho más en la explicación de las medidas económicas más perentorias: impuesto progresivo, nacionalización de la banca, nacionalización —llegando incluso a la expropiación sin indemnización— de los sectores del gran capital monopolista más esenciales (energía y transportes). Sé que me excedo al presentar esto como los objetivos declarados de Podemos, que sólo lo proclama hipotéticamente y con la boca pequeña (incluso en las medidas concretas se queda corto: por ejemplo, no propone la gratuidad completa de la enseñanza a todos los niveles); pero aun reducidas o suavizadas, deben ser las grandes medidas económicas las que se pongan en el primer término de la propaganda. Al fin y al cabo, son estas grandes cuestiones las que la propaganda capitalista presenta como los verdaderos objetivos de Podemos. Como tú mismo dices: parece que la derecha habla con más razón y clarividencia del sentido ineludiblemente comunista de la oposición al liberalismo.

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  3. Lo de Aznar choteándose a expensas de Marx y Engels —mejor dicho, de las ‘palabras’ «Marx» y «Engels», o lo que imbécil sugiere con ellas a su claca— tiene un interés especial. «Lobos con piel de cordero» y «comunistas del siglo XXI» son también expresiones que merecen un análisis desde muchos ángulos (incluido el psiquiátrico). O esta otra ocurrencia de Eduardo Inda, para quien Ciudadanos sí es un partido «nuevo», mientras que Podemos defiende ideas del siglo XIX. Incluso un deficiente como Inda se merece que le aconsejen y le expliquen algunas cosillas de manual de historia; pero para empezar, es un acto de pura piedad no dejarle en la completa oscuridad de su caverna, y advertirle de lo más evidente: lo que es más genuinamente del siglo XIX, lo «viejo» y caduco, es el capitalismo; el socialismo es aún la ‘agenda’, lo por hacer, o sea, hablando popularmente, lo «nuevo». Pero centrémonos ahora en lo de «¡que vienen los comunistas!» (Unos preciosos versos de Machado, de 1920: «—Y los bolcheviques/ (sobran rejas y tabiques)/ di, madre, ¿cuándo vendrán?/ —Si te oye Don Lino/ ¡válgame la Trinidad!/ La homrada mocita/ coser y esperar.» Un siglo después, la derecha española sigue siendo tan oscurantista como entonces: ésta es la «novedad» de ese «cateto harto ’e sopa» llamado Eduardo Inda.) Al oír esas estúpidas admoniciones de Aznar contra las palabras «Marx», «Engels» o «comunistas», los marxistas nos partimos de risa, porque sólo expresan su justificado miedo —y no sólo su ignorancia. Pero al mismo tiempo ese tono anatemizador tiene aún una relativa eficacia política. ¿A qué se debe esa eficacia? No se debe, por cierto, al hecho de que exprese su miedo y su ignorancia, que son debilidades, sino a que se alimentan de la cobardía y la estupidez de la izquierda. ¿Acaso no es cierto que son la mayoría de los votantes, simpatizantes, militantes y dirigentes de la izquierda indefinida (IU, principalmente) quienes repiten a coro esas mismas estupideces que salen de la boca de Inda: que el comunismo, Marx, Engels, etc., es cosa del pasado? Por supuesto, el marxismo es aún, y continuará siéndolo por mucho tiempo, la filosofía más avanzada de nuestra época, en todos los sentidos, y continuará inspirando creativamente la producción científica en muchas disciplinas; pero esta riqueza académica no es lo mismo que su papel como orientación principal de la praxis, de la movilización política. Por eso es muy vigorizante que también ahora empiecen a pronunciarse las palabras «Marx»,

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  4. .…«Engels» o «comunismo» en los mítines, incluso —o sobre todo— por boca de los personeros del gran capital.

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