8 de febrero de 2013

“Una estadística horripilante”: El suicidio como acusación

Alberto Luque

Sir John Everett Millais, Ophelia (1852).
He aquí una interesante nota publicada en Scientific American en 1863:
A shocking record. —The suicides in France now average ten a day; the number for the present century, thus far, is over three hundred thousand. Not a day passes in which a suicide may not be directly traced to want of success in life; to the false moralities inculcated by wicked or ignorant writers; to the failure of parents in obtaining a proper influence over their children; to unrestrained appetites and passions; and to the inability of multitudes “to get along in the world” prosperously, for want of thoroughness of preparation for their calling or station in life. —Hall’s Journal of Health. [Scientific American, t. viii, núm. 9 (28 de enero de 1863), p. 131.]
(No he hallado esta texto en el Hall’s Journal of Health de 1862, que sin embargo contiene otra media docena de referencias a casos de suicidio.) Este extracto es realmente sorprendente por la densa y rigurosa síntesis de motivos sociales del suicidio en un párrafo tan breve —algo tan inhabitual en nuestros días, en que caudalosas cataratas textuales inundan a diario todos los medios con ocurrencias superfluas, banales y vacías.
El motivo que me ha conducido a consultar este viejo ejemplar de Scientific American es que la actual versión española, Investigación y Ciencia, lo ha seleccionado entre sus habituales recordatorios de noticias publicadas hace exactamente 50, 100 y 150 años:
[1963] Una estadística horripilante. —«La media de suicidios en Francia llega ya a los diez diarios. No pasa un día sin que se pueda relacionar directamente algún suicido con la frustración vital; con la falsa moralidad que inculcan escritores perversos o ignorantes; con el fracaso de los padres en conseguir una influencia adecuada sobre sus hijos; o con unos apetitos y pasiones sin freno.» [«Hace… 150 años», en Investigación y Ciencia, núm. 436 (febrero de 2013), p. 96.]
Esta reproducción de la noticia ha obviado la última de las causas recogidas por la breve nota de Scientific American en 1863: la incapacidad de las muchedumbres para «arreglárselas en la vida» prósperamente, por falta de rigor en su preparación…
Hay muchas cosas que decir aún sobre el suicidio; y la simple tarea de mencionar algunas de las más importantes que ya se han dicho requeriría todo un tratado, uno más a sumar a los innumerables que ya se han publicado en los dos últimos siglos. Que nadie espere, pues, que yo vaya a profundizar aquí en ningún sentido, ni a descubrir las sopas de ajo. A lo mejor, incluso sólo consigo volver confusas algunas ideas que a muchos otros les parecerán claras.
El término «suicidio» es un cultismo, y no una palabra que se usase en la Antigüedad ni en la Edad Media, que se conformó con la perífrasis «se ipsum uccidere» —señal quizá de que el fenómeno era los suficientemente extraño como para no merecer ni nombre propio. Fue el abate jesuita Pierre-François Guyot Desfontaines el primero en emplear el término suicidio, en el diario del abate Prévost Le pour et le contre, en 1734. También lo usó Voltaire en fecha tan temprana como 1739, en un artículo que más tarde incorporaría a su Diccionario filosófico: «Du suicide ou de l’homicide de soi-même»; en el mismo diccionario volvemos a hallar el tópico bajo la entrada «De Catón, du suicide (et du livre de l’abbé Saint-Cyran qui légitime le suicide)»; y también en la voz «Contradictions», donde dice que en las Cartas persas se hace apología del suicidio. El término se empezó a usar públicamente con creciente frecuencia en esa época, pero no era aún corriente a mediados del siglo xviii, pues de otro modo resultaría casi obligado que el propio Voltaire lo pusiese en boca de los personajes de que hablaba, como por ejemplo su amigo Bacon Morris, cuando relata un episodio que había ocurrido años atrás: acusado de haber ido a Roma para asesinar a un gobernador, lo desmintió explicando que de haberlo planeado así ya lo habría hecho a buen seguro dos semanas antes, disparándole en una oportuna ocasión y reservándose el segundo disparo para matarse a sí propio («je me serais tué du second»); algunas traducciones del Diccionario de Voltaire se permiten hacerle decir «me habría suicidado», licencia legítima que sin embargo oscurece el hecho históricamente importante de que en esa época la palabra apenas empezaba a cobrar vida. Concluye Voltaire que «es indudable que no carece de valor el que tranquilamente se mata, que se necesita gran fuerza de voluntad para sobreponerse al instinto más poderoso de la naturaleza; en una palabra, el suicidio es un acto que prueba más ferocidad que flaqueza». Muchos otros pensadores han sido capaces de huir de las consabidas monsergas que hacen recaer hipócritamente sobre el suicida, que es la víctima, una metafísica culpa que a buen seguro él no tiene.
Pero vayamos por partes, y sigamos para ello la magnífica enumeración de motivos de la nota del Scientific American. El primero de éstos se refiere a «la falsa moralidad que inculcan escritores perversos o ignorantes».
En nuestros días debe de resultar muy chocante esta clase de reproches a la irresponsabilidad de los artistas. Toda inculpación moral a un poeta parecerá odiosa, como en el caso cumbre de la persecución homicida que el ayatolá Ruhollah Jomeini lanzó contra Ahmed Salman Rushdie a causa de sus Versos satánicos. Pero de estas bárbaras reacciones se deduce que debamos preocuparnos por garantizar la integridad física y los derechos civiles de los poetas, ni más ni menos que de cualquier otra persona, no que debamos también garantizar su irresponsabilidad cultural. Que el caso es, como mínimo, problemático o controvertido, y no se presta a una semejante fácil disculpa, lo prueba el hecho de que hay quienes opinan que, por ejemplo, al cine de contenidos escabrosos y macabros puede atribuírsele parte de la responsabilidad en el aumento de los índices de delincuencia o comportamientos antisociales, mientras que otros están dispuestos a no ver en ese cine una causa, sino un reflejo de tales rasgos anómicos, y exculparlo así de toda responsabilidad. Sea como fuere, insisto, lo más corriente y moliente será que aquella alusión a los escritores «perversos e ignorantes» choque mucho al lector moderno, tan moralmente anestesiado, tan cuasi-irreversiblemente acostumbrado a no juzgar moralmente a los novelistas, como si la literatura fuese un puro entretenimiento inocente y ajeno a la vida, y de suyo enteramente irresponsable. Yo, por supuesto, no me alineo con quienes juzgan de ese modo; en mi opinión la literatura y el arte no son fenómenos estéticos puros, exentos, ajenos a la vida, sino que incluso la literatura más fantástica, más «evasiva», está condenada a jugar algún papel determinante en la experiencia real, al menos hasta que construyamos un mundo en que ya no parezca un delito «hablar sobre árboles».
En una carta a Inés Armad, Lenin esbozó esta breve pero muy penetrante crítica de la novela Los mandatos de los padres, de Vladimir Vinnichenko:
¡Qué galimatías y qué estupidez! ¡Juntar el mayor número de “horrores” de todas clases, reunir en un todo el “vicio,” la “sífilis”, la maldad novelesca, el chantaje (y la transformación de la hermana del sujeto desplumado en una amante) y el juicio contra el doctor! Y todo con histerismos, con excentricidades, con pretensiones de presentar una teoría “propia” de organización de la prostitución. Dicha organización no representa en absoluto nada malo, pero precisamente su autor, el mismo Vinnichenko, hace de ella un absurdo, la saborea, la transforma en ‘‘muletilla”.
En Riech se dice de la novela que es una imitación de Dostoievski, y buena. Imitación hay, a mi juicio, y archidetestable imitación del archidetestable Dostoievski. En la vida se dan sueltos, naturalmente, todos esos “horrores” que describe Vinnichenko. Pero juntarlos todos y de esa manera, significa pintar los horrores, asustar su imaginación y la del lector, “aturdirse” y aturdirle.
En cierta ocasión hube de pasar la noche con un camarada enfermo (de delirium tremens). En otra ocasión tuve que “disuadir” a un camarada que había intentado suicidarse (después del intento) y que posteriormente, unos años más tarde, acabó, pese a todo, por quitarse la vida. Son dos recuerdos a lo Vinnichenko. Pero en los dos casos fueron pequeños pedazos de la vida de ambos camaradas. Mas ese estúpido redomado y pretencioso de Vinnichenko, admirándose a sí mismo, ha reunido una colección de horrores sin fin: una especie de “dos peniques de horrores”. ¡Uf!... Un lío, disparates, lamento haber perdido el tiempo en leerlo. [“Carta a Inés Armand”, junio de 1914, en V.I. Lenin, La literatura y el arte, Moscú, Progreso, 1976, pp. 191 y s.]
El homicidio, la sofocación sexual y el suicidio se encuentran entre los motivos que más juego dan al gusto de lo escabroso en la literatura. Lo que indica Lenin es muy sensato: el suicidio, ni más ni menos que cualquier otro tipo de experiencia angustiosa o trágica, que cualquier otro tipo de horror, puede presentarse realmente en nuestras vidas, pero es absurdo pretender que «el sentido de la vida» misma puede ser asociado absolutamente con semejantes tragedias. En primer lugar, porque no existe tal cosa, eso que llamamos «el sentido de la vida». Lo expresaba muy bien Freud: «en cuanto un hombre comienza a formularse preguntas sobre el significado y valor de la vida está enfermo, pues objetivamente ni uno ni otro existen» [carta a Marie Bonaparte, del 13 de agosto de 1937, en Sigmund Freud, Epistolario, Barcelona, Orbis, 1988, t. iii, p. 485]. Y en segundo lugar porque, si bien carece de sentido absoluto la vida, no carece de sentido la vida de cada cual, la vida para nosotros, o más precisamente, la necesidad de dar una respuesta cualquiera a la pregunta: ¿qué hago yo con mi vida? Y entonces todo adquiere sentido, pero no un sentido absoluto ni metafísico, sino un sentido concreto, contextual. En la vida se presentan generalmente situaciones felices y otras indeseables en mayor o menor grado; y puesto que es absurdo esperar que sólo sean de un signo, nada nos autoriza a confiar en esa extravagante metonimia que consiste en tomar como «sentido» (absoluto) de la vida lo que no es sino uno de sus componentes más o menos frecuentes o inevitables. Y el mismo error comete quien llega a un concepto trágico-absoluto de la «condición humana» que quien cifra en la «felicidad», también de un modo absoluto e incondicional, ese «sentido» —insisto, ilusorio, inexistente.
Si se tratase sólo o principalmente de una indeterminada clase morbidez que aqueja a cierto tipo de literatura, el tema del suicidio no mercería apenas crédito. Simplemente podríamos reaccionar críticamente diciéndonos que obedece a un gusto frívolo y que es absurdo frivolizar sobre el suicidio. Al menos ésa sería mi propia reacción, por más ingratamente moralista —pero también indulgente, por pura indiferencia— que a alguien se le antoje. Como soy de los que consideran, como Platón, que el arte y la literatura no son cosa baladí, que reflejan la temperatura moral de una sociedad, como diría Taine, y que a su vez influyen en la formación de las generaciones sucesivas, me parece bueno preguntarse hasta qué punto es prudente tomar el asunto de esa manera «estetizante», sin sentido real, práctico o médico, sino como especie para la contemplación, para la emoción pura, ajena a lo práctico, a lo lógico y a lo ético. Frente a una descripción mórbida y decadente del suicidio como experiencia sublime, me será imposible desoír esa débil voz interior a la que llamamos «conciencia» —y que, no lo niego, bien pudiera reducirse a simple «angustia social», como pretende el freudismo—, ese Pepito Grillo que hay en mi interior: «¡Oh, de ningún modo debemos frivolizar sobre el suicidio!» Y creo que ese Pepito Grillo no estaría apelando a ningún tipo de prurito mojigato o supersticioso, como el que a veces nos impide —o nos hace avergonzarnos de no haberlo evitado— sugerir o imaginar la muerte de otro. Este otro caso seguramente también es supersticioso, pero al mismo tiempo obedece a una clase muy diferente de sentimiento, que tiene mucho de compromiso razonable y práctico con lo que llamamos cortesía o afabilidad, que no es cosa de despreciar. (Recuerdo una vez que fui al banco a hacer unos trámites, y el director de la sucursal me ofreció espontáneamente, sin que viniese a cuento, un seguro de vida. Le contesté que no me seducía la idea de asegurar mi vida —porque además pensé, sin decirlo, que en rigor se trataba de asegurar mi muerte—, en fin, que me gustaba, como diría Nietzsche, «vivir peligrosamente». El tipo hizo un comentario estúpido sobre esa expresión, que no comprendía en absoluto, y yo lo ignoré. Entonces se puso a «argumentar»: «Porque imagínate, Dios no lo quiera, que tú te mueres, entonces la familia…» En ese momento le interrumpí terminantemente, aunque de nuevo sin transmitirle exactamente las palabras que se formaban en mi interior, y que más o menos venían a ser: «¿Cómo que me imagine que yo me muero? ¡Pues imagínate mejor que te mueres tú, desgraciado!…») Volviendo al tema del suicidio, creo que esa suerte de extraña apología de la autodestrucción que a veces nos transmite algún romántico, esa imagen de la inclinación suicida como experiencia sublime y trascendente, no se le ocurrió seriamente a ningún poeta ni filósofo antes de la época moderna. A lo sumo se cantó a la desesperación o se habló, figuradamente muchas veces, de morir de amor, o bien se glorificaron con las más conmovedoras notas trágicas los actos heroicos de inmolación altruista. Pero ni el sacrificio ni las tribulaciones eróticas a que conducen experiencias muy contrariadas tienen que ver con el verdadero concepto de suicidio, que es más bien de orden irracional, anómalo y morboso, o bien de casi todo lo contrario, del orden de la lucidez y el coraje. Y una cosa es que cualquier persona sensata y no desnaturalizada procurará disuadir a otro de que se suicide, si es un amigo (yo al menos no sería capaz de intentar disuadir de ello a un enemigo), arropándole, procurándole el consuelo y la fe que le han fallado, y otra cosa muy distinta es juzgar invariablemente que el suicida comete alguna ofensa.
El caso es que los suicidios ocurren realmente, con frecuencia más o menos variable de una cultura a otra, de una época a otra. Incluso hay culturas en que no existe; se dice que los tártaros nunca se suicidan. Ni los individuos de cualquier otra especie: al parecer, cuando el escorpión se hinca su propio aguijón se debe a una consecuencia casi mecánica de un estado de tensión nerviosa. En alguna época o lugar la idea del suicidio podría llegar a ser, para una sociedad moralmente más vigorosa que la nuestra, sencillamente incomprensible —o intraducible, como lo era la palabra «mentir» para los Houyhnhnms de Los viajes de Gulliver. Pero al menos en Europa, y al menos en época moderna, ha habido suicidas, y puesto que casualmente han tenido que fracasar también algunos de ellos en cada tiempo y lugar, siempre ha habido ocasión para indagar, mediante interrogatorios y otras observaciones y revelaciones, lo que pasaba por sus cabezas.
Como es bien sabido, la Iglesia católica condena el suicidio. Y es que, amén de un pecado horrendo (si yo fuese teólogo creo que me inclinaría a pensar que se trata de un pecado mortal, sin que hubiese ironía ni redundancia de verdad, porque se trataría de la muerte como condenación eterna, una suerte de muerte más definitiva y absoluta que la «muerte mortal», mundana, cotidiana y familiar), lo que decía, además de un odioso pecado, el suicidio se consideró en tiempos, ordinaria y secularmente, un crimen grave; tan grave como para que se llegara a castigar ¡con la pena de muerte! (en Francia hasta la Revolución francesa, en Inglaterra aún durante el siglo xix, y hasta los años 1960 no se despenalizó por completo). Aunque parezca un chiste de los Luthiers, es rigurosamente cierto. Pero si en épocas pasadas los hombres pudieron interesarse por comprender la mentalidad y la experiencia del suicida, jamás se les ocurrió, como a algunos decadentes modernos, que tal experiencia mórbida tuviese algo de estéticamente atrayente.
(Voltaire recuerda en algún lugar que el suicidio —su intento frustrado, se entiende— era un delito castigado antes de 1789 con la pena capital, y describe el suplicio articular que se aplicaba al reo en tales casos. Como ya he dicho, siguió siendo considerado un delito en otros países durante mucho tiempo. Nuestra propia legislación tiene todavía algún punto de contradicción y de ambigüedad. Ni la Constitución ni el Código Penal condenan el suicidio ni su intento, pero sí la asistencia o la inducción al suicidio, o bien la denegación de socorro —o sea el no intentar impedirlo. Una ley que regulase —por supuesto autorizándola— la eutanasia requeriría la reforma de la Constitución. Pero la eutanasia es un asunto demasiado complejo para tratarlo aquí, y en mi opinión no tiene absolutamente nada que ver con el suicidio.)
Hay mojigatos que aún se plantean si debe o no debe ser «perdonado» el suicida. Pero de lo que se trata es de si debe o no debe ser perdonada la sociedad que le ha inducido a sacrificarse. Porque es el suicida quien acusa. ¿De qué le podría acusar a él el resto el mundo? ¿Acaso de no haber tenido tripas para soportar su inmundicia? ¡Menudo reproche! Si es cierto que el suicida es un «débil» y un «cobarde», si tienen razón los que así le inculpan, por no haber sabido soportar la vida, por no haber tenido el «coraje» suficiente para sobrevivir en un mundo enemigo e inhumano, entonces esto significa lo siguiente: que quienes no se han suicidado se convierten automáticamente en una clase inmunda de seres, y los suicidas en unos santos. Si se dice que el suicida es un débil y un cobarde porque escoge la solución más fácil, ¡qué frivolidad y qué cosa terrible!, piénsese seriamente: si suicidarse era la alternativa «fácil», ¿cómo de abominable debía de ser la otra? Si el pobrecillo tiene que decidir sacrificar lo único que tiene, su propia vida, ¿quién puede ser tan necio y tan insensible que aún se atreva a pronunciar una palabra de reproche? Que el suicidio sea un pecado… bueno, tiene su lógica. Me parecería justo pedir cuentas al suicida (en el más allá) si el Altísimo hubiese cumplido su parte del trato: protegernos como a sus hijos queridos. Afortunadamente, la mayoría de nosotros hemos sido casualmente protegidos de calamidades horrendas, así que podemos seguir confiando en que el Señor nos ha cuidado como a los lirios del campo. Pero está claro que a otros les ha conducido a una situación sin salida; ¿acaso no podemos reprochárselo, no por nosotros mismos, sino por esos otros? Sé que cualquier creyente honrado se escandalizará de mi argumento, y lógicamente lo juzgará blasfemo; no lo niego, pero me parece que, aun así, si el creyente tiene corazón admitirá que debería ofrecerme algún argumento más persuasivo que el de que el suicida ha dispuesto de algo, su vida, que en rigor no le pertenecía. Y no hace falta ser creyente para que mis palabras tengan sentido: pueden trasladarse punto por punto, si se sustituye a Dios por la humanidad entera; la «sociedad» no puede pedir cuentas al suicida, porque si en efecto el suicidio es un fracaso, no lo es de la víctima, sino del mundo que lo albergó y lo desamparó. Es el suicida, insisto, el único que tiene derecho a decir «yo acuso»; y más aún, en cierto modo todo aquel que se atreva acusar (a los poderosos) se convierte automáticamente en un suicida, porque se arriesga, a sabiendas, a que le hagan la vida cada día un poco más insoportable. Por otro lado, hay muchas maneras de suicidarse, distintos tempos del suicidio, o marchas, como en los automóviles: creemos que sólo comete suicidio quien consuma su acto en un tiempo prudencialmente breve; pero ¿qué decir de todos aquellos que se matan poco a poco, que llevan una vida matadora, que se matan a trabajar, que los matan a disgustos, que caen en la drogadicción y otros hábitos lentamente deletéreos…? Seguro que se pueden señalar ejemplos de heroica resistencia, como el de Menahem Mendel Beilis, el protagonista de El hombre de Kiev (The fixer, 1966) de Bernard Malamud, que resiste lo inconcebible y permanece también como testigo de una acusación total. Pero el pobre que se suicida, que destruye su propia vida, lo único que tiene, lo único que le queda, ¿qué gran hipócrita podrá rechazar la definitiva acusación que con ese horrible acto lanza al resto del mundo?
Hay entonces dos modos muy diferentes de querer evitar el suicidio —aunque ambos estén en última instancia motivados en un instinto natural—: uno responsable, que tiene que estar supeditado a la lucha por un nuevo orden social donde el suicidio no sea la salida natural para nadie, y otro irresponsable e hipócrita, que simplemente contempla cualquier remedio ad hoc que reduzca el índice de suicidios como una oportunidad para disimular el número de los acusadores. No tengo nada que objetar al deber de disuadir a un suicida, dándole ánimos para que «resista», pero sólo si ese «resistir» va a convertirse en un «acusar», en un «combatir» colectivamente los podridos cimientos morales del capitalismo. Porque también en esa lucha colectiva se halla el gozo de la amistad y del ingenio, y hasta la oportunidad para reír y para hablar de árboles… Pero si «resistir» consiste en seguir tragando aceite, pues…
Es muy interesante el tópico romántico de la íntima afinidad entre lo bello y lo triste. Pero me parece que aquí es posible distinguir dos clases muy diferentes, de hecho antagónicas e incompatibles, de romanticismo. Por un lado hay el romanticismo eterno que enfatiza el sentimiento trágico de la vida como lamento. Y por otro lado está el romanticismo mórbido y decadente que procede más bien a estetizar lo horrendo (pero no en el sentido de convertir lo nugatorio, lo sórdido o lo trágico en un motivo artístico, sino en el de presentarlo con los rasgos opuestos de lo deseable y lo gozoso). Y el tema particular del suicidio se presta maravillosamente a la elucidación de este contraste entre ambos tipos opuestos de romanticismo. Puesto que realmente existen y han existido siempre suicidas, el asunto es irremediablemente de tenor realista. Ahora bien, como cualquier otro tipo de experiencia trágica, su sentido objetivo es el de una desgracia, el de lo indeseable, lo demoníaco, lo enemigo de la vida. Si se produce un suicidio, no hay sentimiento «sublime» ni apoteósico que valga, no hay emoción deseable que pudiese funcionar como compensación estética del horror de la claudicación vital y el sentimiento de impotencia que realmente significa, y en especial del dolor irreparable que deja en los familiares y amigos del suicida —si los tenía, claro: el suicidio de un hombre odioso y odiado no provocará una repugnancia semejante, más bien al contrario, pero éste es otro tema… Ya Hegel se refirió críticamente al «mal infinito» de los románticos que creían alcanzar una apoteosis cósmica con un pistoletazo. La tendencia suicida es sencillamente anómala, desde el punto de vista natural que garantiza la propia existencia de la especie. Sociológicamente es índice de anomía, como puso de relieve Durkheim. Y psicológicamente es una merma del vigor vital, del sano impulso de vivir y pervivir. Si uno acaricia, aunque sea levemente, la fascinadora idea de suicidarse, lo mejor que puede hacer es tomar Prozac, y si el impulso es fuerte, acudir a tratamientos más severos. Si tiene amigos cerca, éstos harán todo cuanto esté en sus manos para desviarlo de su insano propósito. Otra cuestión serían los casos de inmolación (los únicos tipos de «suicidio» que antiguamente fueron contemplados como heroicos, valientes y morales, y no como una enfermedad ni una lacra social). Y también es distinto el caso de quienes se suicidan como única alternativa a un sufrimiento garantizado y objetivamente ineludible (p.ej. si van a ser masacrados…). Pero que estas manidas reflexiones no engañen a nadie, porque sería un detestable error intentar reducir cualquier suicidio a una patología mental, negando hipócritamente la evidencia social de que sólo en una sociedad podrida como la nuestra se niega a millones de seres el derecho a vivir, y que por tanto su suicidio es en el fondo una matanza social.
Así como Unamuno distinguió dos tipos de enamoramiento, uno por inducción y otro por deducción, creo que podría hablarse de suicidas inductivos y suicidas deductivos. Los primeros serían aquellos víctimas de algún desarreglo constitucional, de un sufrimiento mental que sólo la medicina podría remediar; los segundos serían todos aquellos que llegan al suicidio tras una reflexión, que lo abrazan como la única «solución» a un dilema que en rigor no tiene solución alguna, porque simplemente no existe ninguna alternativa real. «Hay suicidios que parten de la libre decisión de la persona acerca de cómo quiere vivir, y por tanto cómo y cuándo quiere morir. Hay suicidios por amores patológicos que alguna vez habría que entender como una asignatura pendiente de nuestros modelos educativos […]. Y también hay suicidios que se explican como reacción desesperada ante problemas de raíz económica.” (Antonio Madrid Pérez, «El suicidio y los suicidios: Ante la catástrofe», en Mientras Tanto, núm. 109, enero de 2013.) Concedamos que algunos suicidas fueron unos desequilibrados mentales; y ¿qué importancia moral tiene eso? Si se suicidaron en o por la locura, es que habrían vivido también, caso de no quitarse la vida, en o por la locura. Salvo quizá a los psiquiatras, a nadie le ha inquietado gran cosa el suicidio de los desequilibrados, porque si la muerte es por demencia, el problema no es la muerte misma, sino la demencia que se da en la vida; el suicidio es un problema en sí cuando no es un acto patológico, y hay que ser muy contumaz para creer que el suicidio en sí es invariablemente un acto de locura. Hace poco alguien recordó en mi presencia el caso de quienes se suicidaron en alguna fecha señalada, como el año 2000, convencidos de que llegaba el fin del mundo, es decir a causa de esa absurda convicción. Yo repliqué que el caso no tenía ninguna relevancia, porque esos individuos se habrían suicidado incluso si hubiese sido verdad que llegaba el fin del mundo. Mi interlocutor juzgó ininteligible lo que yo decía, pero piénsese bien y se me concederá que mi observación era lógica. Él habría querido que yo dijese algo así: «Pobrecillos, si alguien les hubiera persuadido de que en realidad el mundo no se iba a acabar, no se habrían suicidado.» (O quizá pensó que, de haber sido verdadera la profecía apocalíptica, entonces aquellos suicidios no habrían sido lamentables ni irracionales.) Pero el caso es que unos individuos que reaccionan con ese pánico irracional frente a una superstición carecen de una verdadera vida feliz. Y los motivos para no suicidarse hay que hallarlos en una vida para la verdad y el goce, no para la locura. El problema es aquí sólo para la medicina, no para la ética.
Es innegable que hay cuerdos que se suicidan, y éstos son suicidas por raciocinio, por deducción; y las razones que conduzcan a un individuo a quitarse la vida, discutibles o no, son motivos que sólo tienen sentido en el orden social. Incluso la Iglesia católica admite para los primeros una atenuación de la culpa; en cambio, considera un agravante el suicidio que se comete con la intención de servir de ejemplo, porque añade la gravedad del escándalo. Pero ¡si ésos son en general los mejores y los más heroicos! Ni por asomo se les ocurre a los doctores de la Iglesia que debamos buscar culpables entre quienes dirigen irresponsablemente el mundo, entre los poderosos que nos arruinan la vida. Muy mal.
Si el suicidio es «deductivo», si acaece tras una deliberación, tras un sopesar las consecuencias y las alternativas, vale como una severa crítica. No es el resto de la sociedad, presuntamente racional y sana sólo por el circunstancial hecho de pervivir, quien legítimamente ha de juzgar al suicida como un ser perverso o falto de vigor; es al revés, es el suicida quien con su trágico acto lanza un letrón imborrable contra la sociedad, una sociedad puerca en que individuos sensibles, creativos y bondadosos pueden llegar a la conclusión de que no vale la pena permanecer ni un minuto. Entonces queda una lección: quienes no nos suicidamos quedamos moralmente desarmados; sólo los más hipócritas podrán atreverse a hablar de claudicación, de cobardía, de desquiciamiento, &c. Los demás permaneceremos callados y entristecidos, y si lamentamos el acto del suicida no será por creerlo culpable al mismo, sino por saber que ha sido una víctima más.
Incluso en clave cómica —pero quizá no sólo cómica—, eso de condenar el suicidio que se presenta como ejemplo es muy propio de los hipócritas. He aquí una buena escena de Wilt de Tom Sharpe, cuando el protagonista se enfrenta, como cada día, a la pandilla de cafres que son sus alumnos:
—[…] Vosotros sois capaces de poner malo a cualquiera.
—Tuvimos un tipo que fue y se gaseó. Se llamaba Pinkerton. Nos tuvo un curso y nos hizo leer ese libro, Judas el Oscuro. Un libro bastante deprimente. Sobre todo ese bobo de Judas.
—Tenía idea de que lo era, sí —dijo Wilt.
—Al curso siguiente el amigo Pinky no volvió. Bajó hasta la orilla del río, metió un tubo por el escape y se gaseó.
—No puedo decir que se lo reproche, desde luego —dijo Wilt.
—Pues yo sí. En teoría tenía que darnos ejemplo.
Wilt contempló sombríamente a sus alumnos.
—Estoy seguro de que pensaba precisamente en eso cuando se metió el tubo en la boca —dijo—. […]
Y puesto que incluso aquellos que se suicidan desquiciados, al menos en parte deben su desquiciamiento al medio social, podríamos decir que el suicidio inductivo y el deductivo confluyen en un solo y mismo acto de coraje; una sociedad que induce al suicidio a tantas personas, y que a una gran cantidad del resto le deja con la desagradable impresión de que no merece la pena seguir viviendo, de que vivir es sólo sobrevivir, tener tripas suficientes para soportar una vida inhumana, es una sociedad indeseable y culpable. Esta indeleble impresión se resume a las mil maravillas en la frase que, por un feliz error de traducción, lanzaba Gaff (magníficamente incorporado por Edward James Olmos) a Deckard (Harrison Ford) en la versión española de Blade Runner: «Lástima que ella tenga que morir, pero ¿quién vive?»… «¿Quién vive?», Dios mío, parece la típica pregunta del centinela al recién llegado que llama a las puertas; pero no: en realidad es la amarga respuesta de éste a esa misma pregunta. El suicida por deducción puede haber lanzado explícita o casi explícitamente una acusación imborrable contra el mundo capitalista; el suicida por inducción lo hace también, involuntariamente.
Contemplamos las cifras atroces de miserias entre los que aún no se han suicidado; sin ir más lejos, la lacerante estadística que nos señala que 8 de cada 10 niños de las familias que se catalogan «en riesgo de exclusión social» ni siquiera están bien alimentados, amén de carecer hasta de los más inocentes caprichos que pueden permitirse los otros niños. Y ¿quién puede persuadirlos de que en la vida le esperan cosas maravillosas, y amigos, y amor, y amigos…?
En Barcelona han aumentado los suicidios un 60% el último año. En el primer trimestre de 2011 hubo en esa ciudad 28 suicidios, y 60 en el primer trimestre de 2012. En Cataluña fueron 541 los que se suicidaron en 2011, y 492 al año anterior, o sea un incremento anual del 10%. Las tentativas de suicidio aumentaron un 22% en el mismo período. Las cifras son del mismo orden en el resto del país: en Galicia aumentó un 10% en 2011, en el País Vasco se llegó el mismo año a la cifra cumbre de 179 suicidios; en Vizcaya aumentó ese año un 56% el índice de suicidios, en Málaga un 6%… Cuando algún periodista insiste en pedir aclaraciones a los expertos sobre la relación de los suicidios con la crisis económica, es posible que reciba respuestas tan tontas como la de Jordi Medallo, director del Instituto de Medicina Legal de Cataluña, que dice: «Rara vez hay un banquero o alguien que esté involucrado en algún caso espectacular mediático de estafa o corrupción» [La Vanguardia, 15 de agosto de 2012]. Pero supongo que nadie espera ya actos tan heroicos como los de los capitalistas arruinados que en el siglo xix acababan con un pistoletazo; en quienes pensamos como víctimas de la desesperación es en los pobres. Si se lee una novela de Dickens, o cualquier exposición de la pobreza en el siglo xix (por ejemplo, el cap. xi, «El trabajador pobre», de Las revoluciones burguesas [1962], de Hobsbawm) y luego se echa una hojeada a alguna ínfima parte de la realidad social actual, se tendrá la desagradable impresión de que el capitalismo no ha logrado mejorar el mundo en lo más mínimo. Las salidas o alternativas vitales que tenían los pobres en la época de Victor Hugo son poco más o menos las mismas que tienen hoy, y su número no se ha reducido sensiblemente: intentar hacerse rico, volverse un delincuente, el alcohol, el suicidio y vivir de la caridad. Ya me dirán si alguna de estas alternativas confiere a la vida el rango de «digna de ser vivida».
¿Se puede uno escabullir de la crítica social, política, para obliterarse sus cuatro o cinco sentidos en consideraciones metafísicas sobre la moralidad, la libertad y otras monsergas humanísticas? Se puede, en efecto, y a menudo es lo que se hace, quizá porque esa huida proporciona también un bálsamo contra la insoportable realidad y el desagradable suplicio de mirarla cara a cara. Hermann Cohen escribió en su Kants Begründung der Ästhetik (Berlín, Ferdinand Dümmler, 1889, p. 133):
Wenn wir als Naturwesen der Statistik überliefert sind, wie wir als soziale Maschinen dem Lohngesetze feilstehen, so sind wir bei alledem nicht sittlich ausgerechnet: weil wir sittlich gar nicht berechenbar sind, weil die Sittlichkeit eine andere Rechnung führt, als die des Durchschnitts.
Lo que, traducido del bárbaro alemán al sencillo español, quiere decir esto: «Si como seres naturales nos avasalla la estadística, y como máquinas sociales nos manda la ley del salario, en todo esto no se nos contempla justamente como seres morales: porque no somos moralmente calculables, ya que la moralidad nos conduce a un resultado distinto del promedio.» A los insensibles les debe de tranquilizar mucho que un genio como Kant también afirmara cosas tan absurdas e irreflexivas como ésta que extraigo de su Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785) (ed. Luis Martínez de Velasco, Madrid, Espasa-Calpe, 2008, pp. 107 y s.): «Según el concepto de deber necesario para consigo mismo, quien ande pensando en el suicidio tendrá que preguntarse si su acción puede resultar compatible con la idea de la humanidad como fin en sí. Si para escapar de una situación dolorosa se destruye a sí mismo, hace uso de una persona como simple medio para conservar una situación tolerable hasta el fin de la vida. El hombre no es una cosa ni es algo, pues, que pueda usarse como simple medio, sino que debe ser considerado, en todas las acciones, como un fin en sí. En consecuencia, no puedo disponer del hombre, en mi persona, para mutilarle, estropearle o matarle.» El kantismo buscó entonces en una moralidad absoluta, metafísica, regida por un inasible y poco convincente imperativo categórico, el fundamento de nuestra ficticia libertad, de la libertad que debería definirnos, pero que el orden social nos escatima. Una pura ilusión, desde luego, y tremendamente idealista, y hasta hipócrita e imbele, pero que no deja de tener también su fuerza crítica, porque, pese a parecer producto de una insana verborragia y de una pérdida de realidad, hiere nuestras conciencias recordándonos nuestra obligación de pelear por lo que debe ser, por lo que obstinadamente nos niega un orden social corrompido. Claro que esto sería muy estúpido si sólo funcionase como consuelo. El propio Kant, esa insuperable inteligencia que por momentos parece un majadero, no tuvo la hombría suficiente como para sacar otra conclusión que un cobarde «obedecer» aun cuando nos sintamos «libremente» inclinados a disentir. Pero a menos que una inaudita domesticación haya secado en nosotros hasta la última gota de rebeldía, lo que debemos hacer no es lamentarnos de que «la ley del salario» nos determina como «máquinas sociales» o la estadística nos define como seres naturales, sino sacar de nuestro sentimiento de libertad —llámesele imperativo categórico o de cualquier otra forma peregrina— el coraje suficiente para oponernos fanáticamente, con toda nuestra alma y nuestra sangre, a todo cuanto lo contradice. ¿Es esto voluntarismo e idealismo? No, en absoluto; está claro por el uso del plural.
Pero la tendencia a contemplar la esfera de lo ético como exenta, como independiente de lo real, lo natural y lo social, sigue siendo muy fuerte, como digo, y así hay todavía muchos que siguen ateniéndose a la posibilidad de juzgar el suicidio como una suerte de deserción, tan condenable como la deserción de un ejército. Y bien, algo de razón llevan: se trata de desertar. Pero ¿acaso esa caracterización equivale a un juicio moral, ni a un juicio a secas, de cualquier tipo? No, porque desertar estará bien o mal según sea malo o bueno el grupo del que uno deserta, así como el amor será bueno o malo según sea bueno o malo aquello que se ama, y viceversa con el odio… Si un bandido deserta de su banda, sólo sus antiguos compinches podrán juzgarlo mal. Esto es lo que sucede con el suicida: sólo aquellos que encuentren todavía soportable el mundo podrán decir que hizo mal. Y ¿quiénes son éstos sino los satisfechos que lo han hecho insoportable para los demás? Es a ellos a quienes se dirige la inapelable acusación del suicida.
He iniciado estas reflexiones con el tema de la responsabilidad o irresponsabilidad de los escritores, y he defendido que hay responsabilidad moral en la literatura, aunque sólo sea por el hecho de que refleja la realidad, y ayuda a comprenderla mejor, o por el contrario sirve, deliberada o inconscientemente, a la domesticación y el lavado de cerebros. Con todo, yo diría que en general la literatura ayuda más que entorpece a la formación de un espíritu crítico. También los poetas ayudan al universo a realizar sus fines, como decía Aníbal Ponce. Y hasta dicen muchas veces las verdades que otros no se atreven ni a pensar. Ahí tenemos a Hamlet acariciando muy reflexivamente los oscuros motivos que nos disuaden de dar término a los infortunios «con un simple estilete»:
¿Qué es más levantado para el espíritu: sufrir los golpes y dardos de la insultante fortuna, o tomar las armas contra un piélago de calamidades y, haciéndoles frente, acabar con ellas? ¡Morir..., dormir; no más! ¡Y pensar que con un sueño damos fin al pesar del corazón y a los mil naturales conflictos que constituyen la herencia de la carne! […] ¡Morir..., dormir! ¡Dormir!... ¡Tal vez soñar! […] Porque ¿quién aguantaría los ultrajes y desdenes del mundo, la injuria del opresor, la afrenta del soberbio, las congojas del amor desairado, las tardanzas de la justicia, las insolencias del poder y las vejaciones que el paciente mérito recibe del hombre indigno, cuando uno mismo podría procurar su reposo con un simple estilete? ¿Quién querría llevar tan duras cargas, gemir y sudar bajo el peso de una vida afanosa, si no fuera por el temor de un algo, después de la muerte, esa ignorada región cuyos fines no vuelve a traspasar viajero alguno, temor que confunde nuestra voluntad y nos impulsa a soportar aquellos males que nos afligen, antes que lanzarnos a otros que desconocemos? Así la conciencia hace de todos nosotros unos cobardes; y así los primitivos matices de la resolución desmayan bajo los pálidos toques del pensamiento, y las empresas de mayores alientos e importancia, por esa consideración, tuercen su curso y dejan de tener nombre de acción.
O como lo expresa un actor en graciosa versión modernizada en una escena de El hijo de la novia (2001), de Juan José Campanella: «Como decía el Bardo… ser o no ser, ahí está la cosa. ¿Será más piola sufrir los cachetazos de esta malaria horrenda, o pelearla hasta que quede aplastada como un pucho? Mejor morirse, ¿no? Total… es como quedarse dormido… Hacés de cuenta que todo está bien. Morirse, dormir, soñar… Pero… ¿quién sabe qué soñamos, ahí en el jonca? Quietitos, ahí, desnuditos… ¿Quién sabe? Ése es el intríngulis, si no… ¿quién aguantaría la bronca, la suerte que es grela, los delirios del poder, la facha del careta, la justicia que no existe, los insultos del gobierno…?»
Los escritores, en suma, son quienes, salvo lamentables excepciones, mejor esclarecen que hasta las más trágicas vivencias están siempre determinadas por el orden social, y ponen al descubierto la estrecha relación que tiene la metafísica de la «condición humana» con el modo de producción.
Además del punto de vista moral-psicológico y del punto de vista sociológico, tenemos, es cierto, el enfoque biológico, genético. Si, como muestran las estadísticas, el índice de suicidios es 5 veces mayor entren quienes tienen antecedentes familiares suicidas, no estamos autorizados a desentenderemos de esta clase de causa, en principio ajena al orden social. Además, son en rigor inconciliables los enfoques que buscan causas sociales o morales y los que los adscriben a causas biológicas: uno se suicida porque a ello le impulsa su constitución genética, o una insania particular, o bien porque le induce a ello una determinada experiencia trágica, o porque coinciden ambos tipos de causas, pero estas causas son obviamente independientes. Ahora bien, el hecho ya señalado de que no en todas las formaciones sociales existe la misma tendencia al suicidio debería obligar a la misma psiquiatría a ponderar mejor el factor genético. Aunque no podamos obviar totalmente la evidencia genética, me parece incontestable que la principal raíz del suicidio sólo la podemos hallar en la naturaleza de la vida social.
Sin embargo, antes del siglo xix ningún filósofo se propuso examinar el suicidio desde un punto de vista sociológico. Marx seleccionó gran parte de las Mémoires tirés des archives de la police de Paris, pour servir à l’histoire de la morale et de la police, depuis Louis XIV jusqu’à nos jours (6 vol., París, A. Levavasseur et Cie, 1838), de Jacques Peuchet, para demostrar el violento desprecio de la vida que reina bajo el régimen capitalista. (El texto de Marx ha sido publicado dos veces en español: Acerca del suicidio, trad. Ricardo Abduca, Buenos Aires, Las Cuarenta, 2012, y Sobre el suicidio, trad. Nicolás González Varela, Barcelona, El Viejo Topo, 2012.) «¿Qué clase de sociedad es esta en la que se encuentra en el seno de millones de almas la más profunda soledad, en la que uno puede tener el deseo inexorable de matarse sin que nadie pueda presentirlo? Esta sociedad no es una sociedad; como dice Rousseau, es un desierto poblado por fieras salvajes.» (Acerca del suicidio, trad. cit. Ricardo Abduca, p. 71.) La conclusión de Marx, como cabe esperar de cualquier hombre inteligente y honesto por parte de cualquier otro hombre inteligente y honesto, debía ser radical, sin medias tintas: «fuera de una reforma total del orden social actual, todos los intentos los intentos de cambio serán inútiles» (ibíd.). Que tomen buena nota todos los socialdemócratas y toda laya de veleidosos reformistas, de cuyas buenas intenciones cada día estoy más asqueado y en cuya sinceridad cada día me cuesta más creer…
Pasar a contemplar el suicidio como un índice de anomía social, en lugar de como una inclinación individual malsana, equivale a tomar en serio al suicida —excluyendo quizá a una pequeña parte de verdaderos desquiciados, que se suicidan por su desquiciamiento, pero no de forma distinta a como sobrevivirían por su desquiciamiento. Se suicida el hombre a quien el mundo se lo ha puesto muy, pero que muy difícil; y nos está diciendo, con ese terrible e irreparable acto, que hay que tener tripas o carecer de vergüenza para seguir vivos. Los amos del mundo nos han venido a decir: «Éste no es sitio para pusilánimes, aquí sólo sobrevive el más despiadado»; llevan razón, y esa razón que llevan es lo que convierte automáticamente a cada superviviente en un desalmado, y a cada suicida en un santo mártir.
Iris Marion Young ha hablado de «irresponsabilidad privilegiada sistémica» (en Responsabilidad por la justicia [2006], Madrid, Morata, 2011). En efecto, a menudo se habla, y muy tópicamente —como en el extracto del Scientific American con que hemos iniciado estas reflexiones— de la responsabilidad de los pobres, pero no de la impune irresponsabilidad de los privilegiados, que queda «legalizada», como sostiene Young. Los que, como Robespierre en su día, se atreven a señalar valientemente la crueldad e irresponsabilidad homicida de los ricos, su sistemático ataque al «derecho a vivir», son rápidamente estigmatizados. A toda costa quiere ocultarse que la causa principal del suicidio no es natural, sino social: la desprotección completa y general de la vida, sacrificada al supremo afán de lucro. Los pobres no son en rigor más vulnerables al suicidio, sino que más bien son socialmente vulnerabilizados.
Pero ¿puede ocultarse tanto esta lacra? ¿Es posible que el suicidio se contemple como una posibilidad remota y rara, a pesar de las terribles estadísticas? Earl A. Grollman decía que «casi todo el mundo ha contemplado el suicidio en un momento u otro de sus vidas» (Suicide: Prevention, intervention, postvention, Boston, Beacon Press, p. 2). Es plausible; por supuesto, no se trata de que todo el mundo haya «contemplado», como testigo, algún acto suicida, sino que ha pensado alguna vez en la idea de quitarse la vida. No me atrevería a asegurarlo tan rotundamente. En todo caso, si alguna vez pensó uno en el suicidio, lo corriente es que, al llegar a la adultez, le sorprenda la noticia de un suicidio como algo inconcebible; es decir que en realidad casi nadie piensa en el suicidio a menudo, ni en el suyo propio ni en el de otros. Salvo para algunas clases de profesionales (psiquiatras, policías, juristas, sociólogos…), el tema del suicidio es poco más que «algo de que hablar» —y muy ocasionalmente—, en el sentido de que tiene escasa o nula relación con su experiencia común y su vida cotidiana. Incluso para otra clase de profesionales, los literatos, es en rigor «algo de que hablar», sólo que éstos tiene por oficio hablar de cualquier cosa. Pero aunque el suicidio esté estadísticamente exento de nuestras vidas, aunque sea muy rara la ocasión en que se nos ocurra pensar en el tema, me parece que, en efecto, es muy raro que queden personas que no hayan sabido de algún conocido que se ha suicidado. Y me parece también que lo habitual será considerar casi siempre el caso sorprendente de algún modo. Porque incluso cuando se sabe de la relativa «inevitabilidad» —por el carácter depresivo del individuo en cuestión, o alguna otra razón poderosa y manifiesta—, incluso entonces se ha de juzgar indeseable ese final, y por tanto evitable, quiero decir evitandum, que requiere evitarse. Y esto, de nuevo, acusa la raíz puramente social del suicidio.
En su célebre y casi fundacional estudio sobre el suicidio, Durkheim operó con una definición del mismo tan amplia que por momentos casi es incapaz de excluir más que las muertes por enfermedad, accidente u homicidio: «Hay suicidio cuando la víctima, en el momento en que realiza la acción, sabe con toda certeza lo que va a resultar de él.» Dicho así, un acto manifiestamente temerario es sin embargo ambiguo respecto a esta definición, que apela a la conciencia del agente. El esquiador experto que se lanza por una inclinada pista llena de obstáculos puede estar persuadido de que saldrá ileso… El batallón que ataca una fortaleza manifiestamente inexpugnable es decididamente suicida…
Aunque en la mayoría de los casos podrá determinarse concretamente y sin lugar a dudas si se trata o no de suicidio, la incontable casuística de las circunstancias particulares difícilmente nos podría proporcionar un criterio general y útil para determinarlo. De aquí que el sociólogo proceda al expediente de conceptuarlo en función de sus causas (sociales, claro está). Un hecho que prueba cuán prometedor y plausible es este modo de análisis es el ya señalado de que los índices de suicidio son diferentes en distintas sociedades y en el seno de distintos grupos sociales. Un inconveniente del mismo es la enorme dosis de abstracción que requiere, y el peligro de tomar por causas lo que quizá sólo sean fenómenos estadísticamente correlacionados. Algunas de las correlaciones estadísticas pueden examinarse concienzudamente para descartar que se trate de relaciones de causalidad. Por ejemplo, en el siglo xix se había comprobado que el índice de suicidios es mayor entre los casados que entre los solteros. Pero tras un examen más riguroso se cayó en la cuenta de que esta correlación es engañosa, y que el verdadero factor de relación es la edad. Evidentemente, los casados se hallan en una determinada franja de edad. Tomando a los solteros en conjunto, se descubre que son también quienes se hallan en esa misma franja de edad los que más se suicidan, y no los jóvenes célibes. Más aún, contrastando el grupo de los solteros con el de los casados, se constata que el índice de suicidios entre estos últimos se reduce a la mitad. En conclusión, si bien es cierto que la mayor parte de los suicidios se produce entre los casados, esto es simplemente porque hay más de éstos, pero la probabilidad de suicidarse estando casado es significativamente menor. El matrimonio, pues, sería más bien un factor de freno al suicidio.
Presumimos vivir en una sociedad racionalmente educada, y sin embargo a diario nos aturden con falacias de este tenor. Otro caso interesante, y de más actualidad, del mismo tipo de error lo tenemos en una estadística publicada hace años que pretendía establecer una relación estrecha entre la tendencia a suicidarse y la afición al juego Dungeons and Dragons. La «prueba» era que 28 adolescentes que solían jugar a ese juego se habían suicidado. Pero teniendo en cuenta que se vendieron millones de ejemplares del juego (se estimaba que unos tres millones de adolescentes jugaron al mismo) y que la tasa anual de suicidio para ese grupo de edad es de unos 12 por cada 100.000, la cantidad de jóvenes aficionados al juego que debería esperarse que se suicidaran era de 360, y no sólo 28. Más bien habría que haber inferido que el juego era un poderoso atenuante de la tendencia al suicidio —a falta de otros datos, claro (cf. John Allen Paulos, El hombre anumérico: El analfabetismo matemático y sus consecuencias (1988), Barcelona, Tusquets, 1990, p. 195).
Como es sabido, Durkheim observó que el índice de suicidios es mayor en los países protestantes que en los católicos, y mayor también que entre los judíos. De esto infirió una cierta influencia de la religión: los protestantes conceden al libre examen de la propia conciencia una función rectora que los católicos no pueden admitir. De ese modo cabe que en la mentalidad protestante uno sea libre de decidir por su cuenta quitarse la vida sin pedir permiso a nadie. Allá cada cual. La mentalidad católica es más social y responsablemente cohesiva, y por tanto se protege colectivamente mejor de las desgracias individuales.
Pero en conjunto, del examen durkheimiano del factor religioso se concluye que, al menos en época moderna, las religiones son un débil freno al suicidio. Y aun ese ínfimo efecto tiene, diría yo, un turbio carácter hipócrita. Dice Machado: «Algunos desesperados/ sólo se curan con soga;/ otros con siete palabras:/ la fe se ha puesto de moda.» A esto es a lo que se reduce la dudosa ayuda que la religión presta al instinto de conservación; quienes no se acaban suicidando «deductivamente» es porque aún poseen la capacidad de seguir engañando y engañándose. Si acaso las religiones contribuyeron a mitigar el suicidio en sociedades anteriores, de seguro que no se trataba propiamente de una influencia de la religión misma, sino más bien del hecho de que esas sociedades in toto no producían suicidas del modo tan sistemático como lo hace el capitalismo.
La mayor protección contra el suicido que proporciona la familia ha de entenderse bajo el mismo principio: a falta de un amparo social bien organizado y dirigido, la familia es el único resguardo eficaz de la vida. Pero bien se comprende que este colchón se deshace cuando toda la vida económica se encamina a la destrucción inmisericorde de los medios de vida de millones de personas, lo que significa destruir a las mismas familias.
Obviemos ahora esa otra tremenda causa abstracta a que apelaba el Hall’s Journal of Health en 1863 los «unrestrained appetites and passions». Por supuesto que habría mucho que hablar de esto: ninguna sociedad humana ha elevado a la categoría de único motor de la vida social los más abyectos apetitos y pasiones, empezando por el afán de lucro. Queda aún aquella última razón: la torpeza de las masas para «arreglárselas en la vida» prósperamente, por falta de rigor en su preparación… No soy capaz de negarlo. Los pobres no están bien «preparados» para «prosperar» en la vida. Pero sólo un imbécil creería que se trata de un defecto del sistema educativo. Los obstáculos que impiden una vida próspera se resumen en tres palabras: el orden capitalista.
Los cabronazos que aún defienden el capitalismo forman legión. Sería una mala cosa que llevasen razón en eso de que la humanidad jamás se regirá por los principios verdaderamente humanos del comunismo y de la ayuda mutua. Si es así, quizá no sirva de consuelo, o quizá sí, pensar que esta pobre humanidad, con toda su rudeza, crueldad y afán destructivo, apenas dejará ni un leve rasguño en el tenue manto de la biosfera, y que en un futuro no muy lejano sólo quedarán aquí las bacterias, quizá para dar paso a un nuevo ciclo evolutivo del que al fin surja una raza más venturosa. Amén.

2 comentarios:

  1. Ayer fue invitada Ada Colau, portavoz de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, al programa de Telecinco “El Gran Debate”, presentado par Jordi González. Colau ha llamado criminales —y cínicos y estafadores, y faltan las palabras— a los que siguen defendiendo las crueles imposiciones del gran capital financiero. En particular, ha llamado criminal al representante de las entidades bancarias, Javier Rodríguez, que con toda su desvergüenza sigue alabando el sistema hipotecario español que sigue conduciendo a la ruina total, incluyendo el suicidio, a cientos de miles de ciudadanos. Otro gran hipócrita, el presidente de la Comisión de Economía del Congreso, el diputado del PP Santiago Lanzuela, se rasgaba las vestiduras tachando las palabras de Colau de “gravísimas ofensas”. Y en efecto, son ofensas gravísimas, ero merecidas, verdades como puños; y se han dicho en legítima defensa, contra las ofensas mucho más graves, ofensas reales, materiales y no verbales, del gran capital. La valentía de Ada Colau es ejemplar y conmovedora: ha renunciado a la mala costumbre de la cordialidad con los explotadores y los cínicos a sueldo que les defienden, y ha resuelto llamar a las cosas por su verdadero nombre, y a señalarles, acusarles públicamente, con nombres y apellidos. A esto lo llaman “amenazar” y “coaccionar”; y es que los desalmados tienen buen olfato, porque realmente es —ojalá no me engañe— una verdadera amenaza, y ojalá se cumpla, como se vienen cumpliendo hasta ahora los crímenes impunes de los capitalistas. La noción de “crímenes económicos contra la humanidad” no es en modo alguno un exabrupto ni la expresión airada de una indignación, sino una categoría sociológica exacta. Y si la expresión es nueva, no lo es su realidad ni su concepto, que al menos se remonta a la Revolución francesa, donde las masas se alzaron contra los acaparadores y especuladores enemigos del “derecho a vivir”.
    Mientras yo redactaba esta entrada, en Córdoba se suicidó Francisco J. Lema, un joven de 36 años, agobiado por las impagables deudas hipotecarias que, como tantos otros, había contraído “legalmente” con esa raza de tramposos homicidas que son los banqueros especuladores. Es hasta el momento la última de las ya incontables víctimas de este lacerante hostigamiento de los ricos a los pobres. Los exquisitos defensores de la legalidad y de la rastrera cortesía se atreven a atribuir las acusaciones de Ada Colau a la irritación por este último suicidio. Aunque así fuese, un solo suicido a causa de la extorsión legal ya clama al Cielo, y quienes se lo reprocha, en lugar de callarse la boca, son unos cínicos desalmados.

    ResponderEliminar
  2. Al debate de ayer en Telecinco acudieron también un par de perros de presa al servicio de los poderosos: Hermann Tertsch y Fernando Sánchez Dragó. El primero dice que las cifras de desahuciados manejadas por la PAH no son correctas, que no son 400.000 mil familias, sino, pongamos por caso, entre 6.000 y 14.000. Buena cifra ésta, más bajita, para convencernos de que todo va bien y vivimos en el mejor de los mundos posibles, porque al parecer es imposible uno en que no existan opresores ni perros que los defiendan como Tertsch. Y añadía ésta que eso de recordar el reciente suicidio de F.J. Lema era frivolizar; cada uno usa las palabras como Dios le da a entender, y así el frívolo llama frívolos a quienes le hacen saber su crítica opinión. Y luego está ese otro celebro, ese artista del insulto reinado, Sánchez Dragó, que, a falto esta vez de coraje suficiente para chulearnos con argumentos más ofensivos, se limitó a decir, en su exquisita retórica, que Ada Colau se desacreditaba por usar palabras insultantes, como por ejemplo “criminal”, para acusar a un respetable banquero… Pero Ada no se deja ya intimidar fácilmente por ese falso lenguaje cortés de lacayo rastrero. Si alguien hace algo odioso y criminal, es un criminal según nuestro concepto, a pesar de que las leyes actuales, hechas a la medida de tal clase de criminales, lo protejan. Y así debemos decirlo, y acusarles, y acosarles hasta que logremos imponer un nuevo orden social en el que tanto ellos como sus lacayos tendrán un juicio justo previo a su justo castigo. Como digo, Sánchez Dragó se dejó el 90% de su chulería en el taxi que lo condujo al plató, pero con el otro 90% que le quedaba soltó una risita cuando el público aplaudió a Colau. Está claro que el olfato natural de los Sánchez Dragó, los Tertsch y toda esa chusma de intelectuales mercenarios no les llega para vislumbrar ese futuro redentor.

    ¿Saben lo que yo sospecho acerca del universo en que nos ha tocado vivir? Pues creo lo siguiente: de los mil millones, más o menos, de universos posibles —como seguramente algún físico matemático no tendría dificultad en ilustrar—, nosotros hemos caído en el más improbable, en el más inverosímil. Así es, señores, nos ha tocado la gorda. Los otros mil millones de universos están, algunos felizmente despoblados, y otros habitados por personas y cosas que se desenvuelven según principios lógicos, y no anárquicos como los del nuestro. Pero es que, además, la mayoría de las personas aquí sufre la fascinación pseudo-leibniziana de tomar por lógico lo que simplemente acaece, y sólo muy pocos descubren que lo racional es lo opuesto a lo real: los matemáticos, por ejemplo, que descubren las maravillosas leyes que rigen en esos otros innumerables mundos, pero no en el nuestro.

    ResponderEliminar