12 de marzo de 2013

De la inteligencia (1)

Alberto Luque

Oímos y leemos muy a menudo que Twitter, o la televisión, o los videojuegos, &c. nos «entontecen». Aunque posiblemente nos sentimos inclinados a compartir semejante juicio al 90%, a veces no podemos evitar la natural reacción que consiste en preguntarnos si quien dice tales cosas no es él mismo un tonto del culo. Como mínimo deberíamos preguntarnos si, al hablar de la inteligencia y la estupidez, estamos seguros de comprender del mismo modo y claramente lo que esos conceptos significan. La mayoría de las personas conciben la inteligencia, más o menos vagamente, como un conjunto muy amplio y casi indefinido de habilidades cognitivas y psicomotrices, y esto es como si en realidad tuviésemos que usar un plural, y hablar de muchos tipos de inteligencia. Pero esto supone desestimar lo más genuino de este concepto, que es la capacidad de comprender, y que por tanto encierra todo su contenido en el saber —que tampoco es, de entrada, un concepto diáfano ni simple.
Sobre la inteligencia han dicho muchas cosas los filósofos que desde la Antigüedad la han ejercitado. Pero es chocante la lectura de artículos y ensayos de los psicólogos modernos sobre el tema. Esto se debe sin duda a la extrema vulgarización de la psicología, que se ha convertido en un 90% de charlatanería (uno encuentra mucha más precisión, exactitud y dilucidación en el Tratado de las pasiones de Santo Tomás que en los absurdos discursos de un Goleman, por ejemplo). Hay quien, como el delirante Maeterlinck, ha escrito hasta sobre la inteligencia de las flores y de los termes; pero también los entomólogos han estudiado seriamente la de esos bichitos invertebrados (aún recuerdo el fascinador efecto que me produjo, siendo un adolescente, la lectura de un artículo científico sobre la memoria de la drosófila: Yadin Dudai, «La inteligencia de la mosca», en Mundo Científico, núm. 2 [abril de 1981], pp. 120-130). Más atrevido aún, Konrad Lorenz se refería así al conocimiento como un atributo inherente a todo ser vivo, incluso un paramecio, animáculo cuya «primitiva reacción evasiva» cuando se enfrenta a un obstáculo implica ya el aprendizaje y la memoria: «primero retrocede un pequeño trecho y luego sigue nadando hacia delante en otra dirección elegida al azar, es decir sabe —en sentido literal— algo “objetivo” sobre el mundo exterior». Lo que el paramecio sabe tras esta sencilla experiencia es que «la marcha en línea recta ya no es posible» (y esta caracterización negativa del saber es muy atinada y muy interesante: el verdadero conocimiento consiste en general en saber lo que es imposible); en comparación con la típica contumacia de los hombres, por cuya persistencia es imposible progresar ni un milímetro, y así el mundo es el mismo basural cada mañana, la inteligencia del paramecio merece un monumento. Bromas aparte, admitiremos que la capacidad de corregir la conducta es parte de la inteligencia, y que el hombre, cuando se topa con un obstáculo, no busca un nuevo camino al azar, sino en virtud de una complejísima acumulación de experiencia.
Ese concepto tan lato del conocimiento y de la inteligencia es sin duda verídico, pero entraña un alejamiento del concepto común de la inteligencia humana que puede conducir a relativismos absurdos. Está claro que, desde ese punto de vista darvinista, todos los hombres —y todas las bestias— son de algún modo inteligentes; pero este concepto extenso de la inteligencia no nos permite comprender qué significado tiene la imbecilidad entre los hombres. Aunque sea innegable, por ejemplo, que los más tontos son los más listos para la vida vulgar, eso no nos autoriza a diluir en la nada el concepto de inteligencia, y su contrario, el de estupidez; simplemente nos advierte de los límites contextuales. Decir que es inteligente todo cuanto hacen los hombres —como si esto fuese la misma definición de lo humano, y entonces necesariamente todo lo humano es inteligente por definición— puede sonar a falacia naturalista, e incluso a algo peor. Como cuando los estoicos aseguraban que todo el universo es hermoso, y que incluso lo son sus partes, pues hasta cuando alguna de éstas es fea o repulsiva, sirve para destacar, por contraste, la belleza (symmetria) del conjunto. El carácter inteligente de todo lo humano es un atributo que sólo tiene sentido como definición que lo contradistingue de lo animal, o de lo vegetal…
Decirle públicamente a Fulano que es un imbécil, «piénseselo en su casa» a Mengano en otra ocasión, demostrar un teorema matemático infecundo que se resistió durante siglos, ignorar los consejos de una vieja, decidir el momento justo de una rebelión, dedicar miles de horas a aprender a tocar el arpa, saber infundir miedo en un niño, saber infundirle coraje al día siguiente, dejarse seducir, fingir que no se ha oído lo que se ha oído… de un sinfín de conductas como éstas tiene sentido decir que son o no son inteligentes, según cada circunstancia, lo que da cuenta de la tremenda polisemia del concepto. Pero también puede carecer de sentido la categoría de inteligencia aplicada a muchas de esas mismas circunstancias: uno puede hablar o callar, acudir o no acudir a una cita, ver una película o darse un baño… sin que intervenga para nada en esas decisiones la inteligencia. No admitirlo equivaldría a considerar que todos y cada uno de nuestros actos están dictados por un cálculo racional; equivaldría a creer que la categoría de lo inteligente lo abarca todo, incluso lo casual, o lo fisiológico; equivaldría, en suma, a la disolución de la categoría de la inteligencia en un concepto vacío, puesto que podría predicarse de cualquier cosa; y si no existiera lo «no inteligente» —no en el sentido de ser estúpido, sino de ser ajeno a la comprensión racional, de pertenecer a otro orden de cosas—, entonces podríamos prescindir completamente de la palabra. Es por abuso de lenguaje que a veces decimos que algo es inteligente o estúpido, cuando es sencillamente otra cosa: bueno o perjudicial, hermoso o feo, placentero o dañino, oportuno o inoportuno, regular o extraordinario, deseable o indeseable, esperado o sorprendente, afable u hostil…
Sólo por abuso de lenguaje llamamos inteligente a una conducta que logra eficazmente y con frecuencia «salirse con la suya», obtener eficientemente algún tipo de ventaja, del tipo que sea. (Practicar la mala fe «deliberadamente, porque se la cree eficaz», es, por cierto, uno de los sofismas que tuvo en cuenta Schopenhauer en su célebre Erística.) Pero esta listura práctica va comúnmente asociada a una completa imbecilidad, en el sentido de que no encierra ninguna verdadera comprensión o saber. Según ese concepto pragmático de lo inteligente, serían más sabios todos los tiranos, listillos y delincuentes que logran vivir mejor que los demás a costa de los demás, sin necesidad de saber latín, ni matemáticas, ni historia ni filosofía alguna. Por esta vía de la amplificación, el concepto de inteligencia se vuelve absurdo y sofístico. Es lo que Schopenhauer caracterizó como la falacia «por extensión» del sentido, semejante a las falacias opuestas «por restricción», o en general por desplazamiento (como cuando se confunde el honor o el prestigio con el honor caballeresco, según un ejemplo de Schopenhauer).
Pero incluso cuando nos resignamos a tratar exclusivamente el componente propiamente cognitivo de la inteligencia, podemos caer en reduccionismos aún perores que aquella indeterminable ampliación. Por ejemplo, se puede llegar a confundir la inteligencia matemática con la capacidad de cómputo, o reducirla al dominio aritmético. Un tonto célebre, Kim Peek —en el que se inspira el personaje Raymond Babbitt, interpretado por Dustin Hoffman en Rain Man (Barry Levinson, 1988)—, se ha convertido en fascinadora y falsa imagen de la inteligencia pura. Peek sólo poseía una prodigiosa memoria —lo que indudablemente es un importante componente de la inteligencia, pero por sí sola, en ausencia de una capacidad dialéctica, o mejor, de una capacidad para resolver problemas, puede llegar a ser una simple anomalía mental, e incluso un inequívoco índice de idiocia. (El caso literario más notable que describe la desmesura de una facultad intelectual como la memoria asociada a la perfecta incapacidad para comprender es el del relato de Borges «Funes el memorioso».) Con toda razón se quejaba Peter Hilton de la insufrible e ignorante concepción popular que ve en la capacidad de cómputo el componente genuino de la inteligencia matemática [Peter Hilton, «The mathematical component of a good education», en Miscellanea mathematica, Berlín, Springer, pp. 145-154]. (El único caso de «savants» que ha podido levantar la sospecha de que poseían algún mecanismo realmente interesante y desconocido es el de unos gemelos autistas que se comunicaban mutuamente intercambiándose números primos de seis cifras; lo explicaba Oliver Sacks en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero; el reconocimiento inmediato de números primos es algo que desafía a cualquier fórmula o teoría hasta ahora conocidas.) A decir verdad, la mayoría de los matemáticos cometen errores al sumar. Confundir la inteligencia matemática con la capacidad aritmética es peor que confundir la arquitectura con la albañilería; aunque en cierto modo pueda muchas veces defenderse que un arquitecto no es sino un albañil que sabe latín, esto sólo apunta al hecho de que difícilmente un saber puede ser fecundo y correcto si no se asocia al trabajo y a la práctica, pero la idea es errónea si insinúa que el simple «saber práctico» puede constituir por sí sólo una verdadera inteligencia, que requiere el ejercicio de la abstracción, la comparación, la categorización, la clasificación, &c.
Me pregunto si puede haber cosa más estúpida que hablar de la inteligencia, o al menos hablar de ella de un cierto modo, a saber: creyendo que se sabe inequívocamente lo que es. Otra cosa, más prudente, es tratar de lo que se entiende por inteligencia.
A veces, incluso los juegos lingüísticos y las paradojas nos pueden enseñar a sopesar la complejidad de lo que consideramos racional o inteligente. Piénsese en este imaginario diálogo —que tiene algo entre juego tonto y sofisticación intelectual:
—¿Qué es eso?
—Un caballo.
—No, porque «un caballo» es un sintagma nominal, y eso no es un sintagma nominal, sino un caballo.
—Entonces ¿«un caballo» no es la respuesta correcta a la pregunta «qué es eso», sino a la pregunta «cómo se llama a eso en español»?
—Algo así.
O piénsese mejor en este otro interesante caso:
—Si alguien cree que la capital de España es París, sin duda es ignorante, porque París es la capital de Francia, pero ¿significa eso que tal individuo cree que la capital de Francia es la capital de España?
O en este otro: «¿Estás a favor o en contra?», pregunta un entrevistador, y el entrevistado contesta «Sí». Pese a lo perplejo que queda aquél, que incluso se va con la impresión de que su interlocutor es tonto de remate, resulta que la respuesta de éste era absolutamente lógica: sólo se puede estar a favor o en contra, según el principio del tercio excluido. En un juicio se produjo una carcajada del público cuando el abogado preguntó al testigo: «A qué distancia se hallaban ambos coches en el momento del impacto?» Sin embargo el testigo no tuvo ninguna dificultad en responder: «A unos 20 m.» ¿Cómo era posible que la interpretación espontánea del público fuese tan absurda como para creer que el abogado podía preguntar por la distancia «entre ambos coches», y no la de éstos al testigo?
Cosas aún más grotescas ocurren al tratar a lo tonto de la inteligencia, por su polisemia, y casi por su irremediable indefinición, o definición irremediablemente insegura o incompleta.
Cualquier estudio sobre la inteligencia tiene de entrada algo de inevitablemente irónico, porque él mismos ha de ser una expresión de la propia, mucha o poca, del estudioso. Atribuimos un grado máximo de inteligencia a los matemáticos que resuelven problemas difíciles, a los científicos que descubren leyes, a los compositores, a los jugadores de ajedrez, a los niños que sacan buenas notas en los exámenes… Pero queda siempre una seria duda acerca de si sabemos en qué consiste, en cada caso y en general, eso que llamamos inteligencia. Porque desde un punto de vista muy abstracto, como ya he indicado, se puede hablar hasta de la inteligencia de los insectos —y no sólo como lo hizo el místico Maeterlinck, sino como lo hacen los entomólogos—, e incluso de la inteligencia de una ameba. Pero entonces el de «inteligencia» es casi un concepto vacío, pues no habrá ser animado que carezca de ella; designaría casi justamente esa distinción de lo animado, lo vivo, frente a la naturaleza inorgánica; y añadiría la característica especial de no ser «mecánica», sino evolucionar, capacitando para responder de manera distinta a situaciones similares en ocasiones distintas, en fin, aprender, modificar la conducta, &c. Desde un punto de vista menos abstracto, pero todavía muy general, la inteligencia sería un conjunto de facultades compartidas por el hombre con un amplio conjunto de animales superiores (básicamente los mamíferos, y algunas aves), que indicaría una intensificación de las facultades adaptativas, de manera que la inteligencia humana sólo se distinguiría en grado, cuantitativamente, no cualitativamente. Todavía desde un punto de vista que restrinja el concepto de inteligencia a la conducta humana seguiría siendo tan general que simplemente serviría para contradistinguirlo como animal racional del resto de las especies, pero que no serviría para enjuiciar lo que damos a entender cuando nos referimos a la inteligencia de los filósofos, los matemáticos, los inventores, &c. Y en fin, desde el punto de vista mucho más concreto en el que la inteligencia se convierte en una facultad que distingue a unos hombres de otros, los psicólogos nos conducen hacia una curiosa ficción según la cual la inteligencia es casi una propiedad sensible, con peso, figura y proporciones precisas, de manera que hasta puede medirse mediante el artificio de unos tests especialmente diseñados para determinar lo que llaman cociente intelectual de cada individuo.
Por lo que ya he advertido a medias, debería parecer grotesco que yo mismo propusiera una reflexión sobre la inteligencia, porque esa misma reflexión sería un ejercicio de la nuestra propia, y quizá nos estaríamos engañando sobre nuestra capacidad de comprender. Pero lo que pretendo no es tan pedante como pudiera parecer a primera vista. Para empezar, porque rechazo el singular: no existe en mi opinión una clase de inteligencia, sino muchas. Más aún, es casi por definición inteligente todo cuanto hace o piensa un hombre cualquiera. La inteligencia es memoria, habilidad psicomotriz, capacidad de observación, lógica, fantasía, sensibilidad y delicadeza, imaginación, prudencia, gusto… Es todo cuanto nos permite elaborar y sentir, individual y colectivamente, nuestro sistema nervioso. También el mito y la superstición son formas de inteligencia, que sólo se vuelven su contrario dialéctico una vez superado un determinado estadio cultural. Aun así, queda como inteligencia la facultad de modificar el propio pensamiento: un individuo supersticioso, o inhábil, o inculto, no lo es, sino que más bien está en ese estadio, y su inteligencia sigue siendo su potencia, su facultad de aprender. Sin necesidad de llegar a la exageración de un Jacotot, me parece sensato conjeturar que cualquier persona es capaz de aprender, de modificar eficazmente sus estrategias mentales.
Mi concepto de la inteligencia, desde la adolescencia, se ha visto siempre comprometido con una gran contradicción, que soy incapaz de resolver: por un lado, es muy frecuente que yo considere que en general los hombres son estúpidos y no inteligentes; se dirá que éste es un tipo de lamentación, de pesimismo, común, y que deriva de exagerar las experiencias grotescas o extravagantes; se dirá además que para sentir esa decepción hace falta una buena dosis de vanidad, pues está claro que uno mismo, el que emite tal juicio, se excluye del grupo de los imbéciles; y esto es también algo curioso, porque yo creo que hay muchos imbéciles que juzgan a la humanidad entera en los mismos términos literales, diciendo que los demás son tontos. A menos que recurriéramos provisionalmente a uno de esos test para asegurarnos del CI del que habla así, no tendríamos ninguna prueba segura de que razonar de ese modo es inteligente —ni tampoco de que sea estúpido. Nadie puede dudar de la gran inteligencia de un Russell, por ejemplo, que expresó ese juicio de un modo bastante intemperante, al decir que había viajado por tres continentes sin hallar jamás prueba alguna de esa extendida creencia en que el hombre es un ser racional. Supongo que desistió de buscarla en los otros dos continentes. Luego se entera uno de que hay científicos que consagran todas sus energías a buscar pruebas de vida inteligente fuera del planeta, señal de que también ellos han renunciado a encontrar vida inteligente dentro del planeta.
Pero por otro lado —y aquí está mi tremenda contradicción—, siempre me he inclinado —no muy reflexivamente, lo reconozco— a pensar que todo el mundo es inteligente, muy inteligente, en el sentido de que cualquiera podría llegar a aprender —y comprender— cualquier cosa, a dominar las más intrincadas técnicas, a resolver los enigmas más indescifrables: a tocar virtuosísticamente el piano, jugar al ajedrez como un campeón nacional, resolver los problemas matemáticos más difíciles, componer las más perfectas poesías, dibujar y pintar como los grandes maestros, hablar docenas de idiomas, &c., &c. Esto es lo que podríamos llamar jacototismo. No es mi intención aportar aquí y ahora razones para avalar esta convicción; me limitaré a mencionar un solo caso en su apoyo: muchos estudiantes de matemáticas —y también de otras disciplinas complejas y abstractas— han comprobado cómo, habiéndose aprendido de memoria demostraciones y técnicas que no comprendían, llegaba un momento en que sí las comprendían, y podían a partir de entonces prescindir de la memoria mecánica. Pero lo que quiero traer aquí a colación es el modo en que el tópico de la inteligencia se incardina en la falsa conciencia social.
Se supone que existe una preocupación a la vez científica y social por procurar una formación universal lo más eficaz posible, de manera que haga a todos los hombres, cuando aún son niños, más inteligentes. Pero no se pretende, por ejemplo, que las metas a que haya de dirigirse ese deseable aumento de inteligencia consistan en, por ejemplo, cambiar la base del mundo, y sustituir una sociedad clasista por otra igualitaria. Se supone que el estímulo intelectual debe ser algo así como una ventaja individual que no afecte al orden social. Pero la primera dificultad a que se enfrenta el estudio de la inteligencia es justamente la división de la sociedad en clases. Esto puede observarse incluso en el restringido aspecto de la medida del cociente intelectual mediante tests.
Los tests de inteligencia fueron rotundamente desacreditados en la década de 1930, sobre todo en la Unión Soviética, donde se llegaron a prohibir al constatarse que objetivamente sancionaban una desigualdad intolerable, e indudablemente engañosa y mistificadora: por ejemplo, los niños de zonas rurales obtenían resultados inferiores a los de zonas urbanas. Resultó claro para muchos antropólogos y psicólogos que esos tests no medían «la inteligencia», sino un determinado tipo de adaptación cultural. [Cf. Assomption Vloebergh, «Medida de la inteligencia: El debate vuelve a la actualidad», en Mundo Científico, núm. 6 (septiembre de 1981), pp. 604 y s.] Las tremendas diferencias sociales (económicas) que caracterizan el capitalismo no son algo muy distinto de la estratificación en anteriores sistemas clasistas. Pero mientras que la desigualdad se explicaba antes en virtud de la tradición, de la voluntad divina, de los méritos intrínsecos de la estirpe o de cualquier otra peregrina razón, en el capitalismo se naturaliza esa estratificación con el argumento del mérito indiviual, dada la jurídica igualdad de oportunidades que más o menos hipócritamente se considera garantizada. Y entonces también se incluye la inteligencia como razón natural de la estratificación socioeconómica. Evidentemente, se trata de un sofisma: (1) porque es notorio que entre los individuos más inteligentes los hay pobres y los hay ricos, así como entre los más lerdos, y (2) que una sociedad tolere la desigualdad económica sin límites o por el contrario imponga un determinado grado de igualitarismo o comunismo no altera las diferencias intelectuales individuales. Podemos imaginar un tipo de sociedad que otorgue a sus individuos intelectualmente más sobresalientes toda clase de honores y distinciones, sin incluir entre éstas una mayor riqueza. Dado que ya vivimos en una sociedad clasista, resulta inevitable que se justifique tal orden, más o menos convencional y variable, mediante razones que sean lo menos contestables posible. Pero ninguna razón es incontestable, porque la decisión de imponer límites a la riqueza y el poder individuales, o por el contrario garantizar la perpetuación de las diferencias ya existentes, no tiene fundamento ni en la naturaleza, ni en la fisiología, ni en la psicología, sino sólo en el grado de desarrollo de la lucha de clases. Involucrar a la inteligencia entre las «razones» de la desigualdad social no se distingue de cualquier otro sofisma clásico, como el de revestir a los ricos de honorabilidad, grandeza, moralidad, &c. Stephan L. Chorover dedicó un minucioso y profundo análisis al uso ideológico del cociente intelectual como garantía de la discriminación social [Del Génesis al genocidio: La sociobiología en cuestión (1979), Barcelona, Blume, 1982].
La educación consiste tanto en enseñar como en medir los resultados de la enseñanza, mediante exámenes o tests. El fin principal de esta medición debe ser el de proporcionar pistas para el perfeccionamiento pedagógico, pero es también una forma de seleccionar a los más adelantados para tareas competitivas. Y en una sociedad tan excesivamente individualista como la nuestra, esta selección entra en contradicción muchas veces con aquel propósito de mejoría colectiva. Se exagera entonces el valor de la selección individual, como si fuese ésta la función más importante, y eso sólo puede servir para reforzar la desigualdad social. Es como tomar el resultado del test por la prueba definitiva de un mérito intrínseco, del descubrimiento de unas facultades distintivas —que se usará falazmente en apoyo de las desigualdades sociales—, en lugar de una prueba para el perfeccionamiento de la instrucción. Pero incluso cuando este propósito se olvida, el test es engañoso como prueba de lo que se pretende, de la inteligencia personal como rasgo definitorio y permanente, porque uno puede quedarse bloqueado en el momento en que realiza el test. Si se pide al sujeto que nombre todos los animales que se le ocurran durante un minuto, podría responder: «Tábano, tijereta, pulga, santateresa, gorgojo, lagarta, mariposa, polilla, cucaracha, abeja, abejorro, avispa, grillo, libélula, chinche, escarabajo, antíope, escorpión, garapito, cigarra, saltamontes, pulgón, ortiguera…» Probablemente se trataría de un entomólogo que podría seguir durante horas. Pero alguien a quien no interese mucho la historia natural, y a quien ni siquiera le guste visitar el zoológico de vez en cuando, puede que contestase con mucha más lentitud, y que al cabo de una docena de nombres le resultase difícil convocar a más seres a su memoria: «elefante, perro, gato, lobo, jirafa, león, tigre, elefante (no, ése ya lo he dicho)… humm… cocodrilo… gaviota, águila, gallina… humm… mosca, mosquito, serpiente…»
Así, lo que mide un examen común en la escuela o en la facultad sólo es lo que el examinando es capaz de responder en las condiciones de nerviosismo en que se encuentre —que puede ser menos de lo que realmente conoce—; más aún, incluso cuando responde todo cuanto sabe, eso es lo que sabe en ese momento, y nada nos dice de la posibilidad de que dos semanas después sepa más que el examinador, o bien siga ignorando lo que ya ignoraba entonces.
El mastermind es un delicioso juego que ha sido eficazmente usado para observar las estrategias deductivas de los niños. Los hay capaces de obtener el resultado correcto en el mínimo posible de jugadas, usando el máximo de una potencia de cálculo y de combinación lógica. Otros, menos calculadores pero sorprendentemente avispados, siguen el siguiente método bruto: colocan una sola cifra (o color) repetida en cada jugada, y averiguan así si tal cifra forma o no parte del número a adivinar; aunque en general esta estrategia requiere más jugadas, resulta sorprendente su eficacia, y sobre todo la productiva ratio resultado/esfuerzo. Se parece al chiste sobre el bolígrafo y el astronauta: al darse cuenta de que la tinta no se deslizaba en estado de ingravidez, los ingenieros de una agencia espacial invierten millones en una tecnología que permite a un bolígrafo escribir correctamente en el espacio, mientras que los de otra agencia espacial se limitan sencillamente a sustituir el bolígrafo por un lápiz. Es un buen ejemplo de estrategia resolutiva e inteligente que no llega a la grosería del «cortar por lo sano», como Alejandro con el nudo gordiano. Esa estrategia usada por niños poco calculadores revela inequívocamente una claridad de comprensión del problema, que podría ser injustamente despreciada por alguien que sólo valorase la optimación o economía del procedimiento.
Algunos se han burlado de las críticas sociológicas a la medición del CI, sosteniendo que se trata de un anatema ideológico —por ejemplo, de los marxistas soviéticos. Frente a tales críticas, se sostiene que las pruebas psicométricas proporcionan medidas objetivas e individuales, independientes de todo factor social o cultural. Pero esto, que no es del todo una falsedad ni un error, peca sin embargo de una parcialidad o reduccionismo absurdo y peligroso. Wilhelm Wundt, el fundador de la psicología experimental, e iniciador de la psicometría, pensaba por ejemplo que un test tan simple como el de la capacidad de retención de cifras en la memoria inmediata representa una medida justa de las diferencias de inteligencia entre los individuos. Ni siquiera reparó en el hecho, del que muy a menudo presumen los matemáticos, de que la potencia de cálculo aritmético es muy conspicua en algunos idiotas (tipo «Rain Man»), mientras que muchos grandes matemáticos se equivocan al sumar.
El clásico error de Wundt se reproduce en nuestros días de una forma aún más grotesca. Se dice, por ejemplo, que los videojuegos estimulan la inteligencia, queriendo decir sólo que vuelven a los niños más hábiles en el manejo repentino de una miríada de estímulos fugaces. Pero en mi opinión hoy, como en tiempos de Wundt y como en cualquier otra época, la inteligencia sigue siendo todo lo contrario de esa presteza, de ese nerviosismo de jugador de pimpón ante los saques y respuestas veloces. La inteligencia es sin duda un nerviosismo, una tensión caviladora, pero no un nerviosismo fisiológico, sino un ejercicio que requiere tanto sosiego como concentración. No se trata de saber algo una hora antes, sino de saberlo mejor. El individuo inteligente es tardo y reflexivo, como el teniente Colombo; en relación a los patrones de reacción inmediata y refleja, el individuo inteligente parece un tonto. La rapidez no es una buena virtud siempre, porque puede ser síntoma de versatilidad e incapacidad de retención y de reflexión. El historiador Henry Stuart Hughes llegó a creer que se producen sensibles cambios antropológicos en tiempo histórico, que, por ejemplo, los hombres eran más bajitos en la Edad Media —de lo que serían prueba, según él, las dimensiones de las armaduras conservadas—, o que los grandes humanistas del Renacimiento tenían dificultades para leer, y posiblemente lo hacían moviendo los labios —como hoy se considera típico de retrasados—, porque las suya era una cultura más oral que textual, etc. (Cf. Henry Stuart Hughes, «Historia, humanidades y cambio antropológico», cap. ii de La historia como arte y como ciencia [1964], Madrid, Aguilar, 1967, pp. 33-54; por cierto, hay un breve pero interesante artículo de Oriol Murall sobre la oralidad como base de la educación medieval, en el blog «Sàpiens», «Lo seny de l’oir: Educar en veu alta és patrimoni medieval».) En mi opinión, estas observaciones son fantasiosas y absurdas, pero han sido alimentadas, ingenuamente, por una cultura ultratecnológica que se deja fascinar por la velocidad y la volatilidad. Esto ha afectado incluso al gusto —o más bien, al deterioro del gusto—, y así las artes visuales nos han obligado a sustituir la reflexión y la contemplación dilatada en que consistía antiguamente la experiencia estética, por una saturación indiferente de estímulos dispersos, fortuitos e invertebrados. Incluso en un arte tan funcionalmente supeditado a lo verbal como el cine se disipa sensiblemente el diálogo, se desvanece el guión (si uno contempla una película casi elegida al azar de los años 40 ó 50 del siglo pasado, se quedará sorprendido de que con la décima parte de su guión —que en términos de los parámetros actuales podrá ser juzgado como un derroche de ingenio y de elocuencia— se podrían montar una docena de películas para el consumo actual). Y no es sólo la palabra, el arte de la conversación (lo que Aristóteles llama el pensamiento en la tragedia) lo que desaparece o se debilita hasta lo infrahumano; también se disipa el espectáculo visual, fragmentado hasta la náusea en secuencias fugaces que un cerebro acostumbrado reconstruye, pero para darse cuenta —o no darse cuenta— de que lo reconstruido era una acción banal. De manera que, si nos fijásemos sólo en la evolución cultural del último siglo, nuestra conclusión debería ser contraria a la de Suart Hughes, concluyendo que la población ha ido perdiendo sensiblemente sus facultades verbales, por no decir más.
He leído un curioso artículo reciente sobre el llamado «efecto Flynn»: Tim Folger, «¿Seremos cada vez más inteligentes?», en Investigación y Ciencia, núm. 434 (noviembre de 2012) pp. 22-25. Se trata del aumento, al parecer regular y continuo, a razón de un 3-10% por década, según los lugares, del CI de la población. Ya me parece una tremenda falacia tomar el CI como una medida de la inteligencia, porque significa pretender medir algo sin saber qué es; sin duda el CI mide algo, pero si antes no se ha definido lo que es la inteligencia, resulta que el CI sólo sirve para renunciar a esta investigación, concluyendo que la inteligencia es lo que mide el CI, que sin duda es otro algo, y sin duda tiene que ver con la inteligencia, aunque sólo parcialmente. Pero lo que me parece aún más peregrino y pueril es sentirse tan satisfecho con tales medidas parciales como para, además, concentrarse en calibrar su aparente aumento continuo. Hay aquí una falta tan completa de dialéctica que por sí sola podría servir para impugnar que haya inteligencia alguna entre los psicólogos. Es como si del aporte hídrico derivado de la construcción de una gran presa, los lugareños dedujesen que ha aumentado la cantidad de agua en el mundo. Los tests miden habilidades, a no dudarlo, de manera objetiva, pero tratándose de la inteligencia in toto, que se ejercita en una serie ilimitada y continuamente renovada de tareas, creer que los tests la pueden pesar es cometer un grave error de desplazamiento, de metonimia, tomando la parte por el todo. Si se mide un aspecto de la inteligencia, es que se deja de medir otro. Sin duda la población de una época posee habilidades que no tenían sus antepasados, pero al mismo tiempo también ha dejado de ejercitar otras que éstos tenían. Decir que aumenta —o que disminuye— la inteligencia de la población no tiene ningún sentido si no se demuestra un cambio genético, cosa que dese luego no ha ocurrido, pese a las exageradas conjeturas de Stuart Hughes y otros. Lo que sí podría mejorar radicalmente es el sistema educativo, logrando que la mayoría de la población adquiriese las máximas destrezas en muchos campos (que casi todo el mundo pudiese mantener una conversación inteligente sobre literatura, filosofía, historia de la ciencia, jugar bien al ajedrez, resolver problemas matemáticos difíciles, tocar virtuosísticamente un instrumento musical, &c.) Esto requeriría un orden social distinto, un régimen igualitario, socialista, además de una nueva moral, digamos algo más estoica.
La parcialidad y superficialidad de los razonamientos, y por tanto de las conclusiones de Folger y otros autores que estudian los mismos temas, se debe a su carencia de análisis histórico. «No parece probable —escribe Folger— que el efecto Flynn se detenga durante este siglo, lo cual presagia un futuro en el que los habitantes de principios del siglo xxi seremos considerados premodernos y carentes de imaginación.» Pero ¿acaso consideramos a los hombres de principios el siglo xx «premodernos y carentes de imaginación»? ¿O consideramos «carentes de imaginación» —lo de «premodernos» carece aquí de sentido— a los renacentistas del siglo xv, o a los griegos del siglo v a.C., o a los hombres de cualquier otra época? Esto es lo que se llama un completo anacronismo, una falta completa de inteligencia histórica, de relativismo histórico.
Ya he comentado el error de atribuir a la rapidez de respuesta a un estímulo la principal carga de lo que llamamos inteligencia. Esto es como la provinciana costumbre de creer que es mejor quien sabe algo una hora antes que quien la sabe mejor. Basta considerar que lo más inteligente, lo más propio del trabajo científico es tomarse el tiempo suficiente para repasar, cerciorarse, reflexionar, antes de dar una respuesta, y que la respuesta más rápida suele ser, en media, también la más torpe. Se dirá que los tests psicométricos evalúan la rapidez de respuestas correctas, y que de ese modo establecen diferencias entre los más inteligentes (i.e. los que responden correctamente a un estímulo de manera más pronta) y los menos. Esto supone ya la petición de principio de que la inteligencia es eso, la respuesta rápida e individual. Un individuo como el teniente Colombo, el famoso personaje creado por Richard Levinson y William Link, que reaccionaba parsimoniosamente, hasta la irritación, pero cuyo acercamiento a la verdad era inexorable y certero, es, en mi opinión, el mejor ejemplo de personalidad inteligente; al menos por lo que hace a la parte de la inteligencia socialmente más valiosa, aunque la lentitud pudiera suponer una desventaja en situaciones de presión que, por suerte, no son las que hemos creado socialmente ni las que queremos que imperen.
«La gente reacciona cada vez más rápido, estoy seguro», dice un experto en psicometría, David Hambrick. Y añade: «Una práctica habitual en los experimentos que miden tiempos de reacción consiste en descartar las respuestas que se producen en menos de 200 milisegundos. Se pensaba que era imposible reaccionar a algo en menos de 200 milisegundos. Pero si habla con alguien que realice este tipo de experimentos, le dirá que cada vez están teniendo que desechar más ensayos. La gente reacciona más rápido. Enviamos mensajes de texto, nos sumergimos en videojuegos y nos embarcamos en cada vez más actividades que requieren respuestas inmediatas. Creo que, una vez que dispongamos de datos suficientes, comenzaremos a medir un efecto Flynn asociado a la velocidad de percepción.» [Folger, loc. cit., p. 25.] Lo más sensato que concluye Folger es esto: «Tal vez el efecto Flynn no debería causarnos tanta sorpresa. Más llamativa sería su ausencia, pues eso significaría que habríamos dejado de responder al mundo que hemos creado. Por sí mismo, el efecto Flynn no es bueno ni malo: refleja nuestra capacidad de adaptación.» Bien, pero eso significa que ese efecto no mide un aumento de la inteligencia, sino que más bien postula una constancia en la eficacia de la adaptación. Los niños de 5º curso de primaria sacarán en media un 0,3% más de puntuación en los tests que los que hicieron la prueba el año anterior y ahora están en 6º. Pero es que aquéllos llevan un año más que éstos familiarizándose con el nuevo entorno, con los múltiples pequeños objetos, costumbres, palabras, programas de TV, videojuegos, &c. que éstos, quienes no tenían esa experiencia hace un año, pero que habrían sacado la misma puntuación de haberla tenido; por lo tanto, se trata de que cada generación tiene una experiencia tecnológica más elevada que la anterior, pero el mismo grado de adaptación o eficacia en su manejo, considerada en términos relativos. No por otra cosa se procede a «actualizar» cada 10 años los test de inteligencia de Wechsler para niños (WAIS), lo que equivale a corregir el anacronismo al que me he referido: los niños de nuestra década sacan mejores puntuaciones respecto a pruebas adaptadas a los de la década anterior; recíprocamente, el efecto Flynn llevaría a juzgar intelectivamente inferiores a los niños de décadas anteriores porque estaríamos considerando su capacidad, absolutamente ficticia, de resolver los problemas típicos del medio cultural de los actuales.

2 comentarios:

  1. qué gran artículo Alberto...qué bueno, me he reido y todo...gracias

    Raquel

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  2. Opino lo mismo que Raquel. Magnífico. Espero la continuación.
    Rufino

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