18 de noviembre de 2012

De la racionalidad católica

Alberto Luque

Hemos iniciado un interesante tema de debate: el de la racionalidad del catolicismo. Quiero justificar de antemano por qué digo “interesante”. No es asunto secundario éste de calibrar el interés o desinterés del catolicismo. A veces, frente al tema de un debate, uno puede decir “no me interesa”. Si yo dijese que el tema del catolicismo, por ejemplo, no me parece interesante, creo que cualquiera podría replicarme que estaría incurriendo en una paradoja pragmática: en efecto, me ha de parecer lo suficientemente interesante como para declarar que lo considero intrascendente; si realmente no fuese interesante, debería simplemente ignorarlo (y aun así, los demás tendrían todo el derecho a incluir mi desdén y el de otros entre las virtudes interesantes del catolicismo: entre ellas estaría el provocar indiferencia, y su análisis se enriquecería incluso con las deducciones ex silentio).
Un conocimiento negativo no es la negación de un conocimiento. El primer y segundo principios de la termodinámica, por ejemplo, establecen no cómo ha de acaecer el desarrollo de cualquier sistema físico, sino cómo no puede acaecer. Y esto es un saber: un saber que no es posible tal cosa. Un decaedro regular es una idea vacía, pero saber que es una idea vacía es un conocimiento. Si alguien pretendiese que el catolicismo no es importante porque, como cualquier religión, se opone a la indagación racional, o traslada los problemas prácticos, morales o metafísicos al mundo de la trascendencia y de la palabra revelada, y que en todo caso esos modos de sentir, razonar u obrar deben reducirse a la experiencia privada, no estaría demostrando que el catolicismo no es importante, sino que estaría juzgándolo como un peligro, intromisión u obstáculo para la racionalidad de la vida social. A mí siempre me ha interesado, como a Lévi-Strauss, el punto de vista de Dios, o sea considerar las cosas sub specie æternitatis, pese a que la creencia en la existencia de Dios me parece el ejemplo cumbre de una irreflexión (del mismo modo que para Hilbert tenía sentido que enunciados y supuestos pudieran entrar en mutua contradicción, pero jamás que los hechos y acontecimientos pudieran contradecirse entre sí).
Voy a referirme a tres aspectos de la cuestión del catolicismo, parte de los cuales ya se ha insinuado aquí y allá en los comentarios a las dos entradas anteriores: (1) el del anticlericalismo, reacción para mí intolerable frente al carácter racional de la ética católica, indiscutiblemente más cohesionada, social, colectivista, que la de otras religiones; (2) el problema de la enseñanza del catolicismo en la escuela, y (3) el tema de la sexualidad en el catolicismo.

(1) Del anticlericalismo. —Sobre este tema ya he dicho lo esencial de cuanto pensaba en mi comentario a la anterior entrada (Josep Maria Viola, “Catolicismo y racionalidad”). Recurro ahora a una expresión mucho más eficaz que la del discurso filosófico para mostrar que el anticlericalismo sólo es un sentimiento, irrazonable, que choca contra otro sentimiento mucho más prudente. Esa expresión es, por supuesto, la de la propia emoción religiosa convertida en poesía, de la pluma de Gabriel y Galán, cuyos poemas extremeños son para mí una fuente de gozo, como los de Luis Chamizo. Transcribo la segunda parte del poema “Cara al cielo”, de José María Gabriel y Galán:

¡Qué nochi tan rica!,
¡qué luna tan guapa!
No hay ná que me sepa
como estalme tumbau a la larga
mirandu p’al cielu.
y escuchandu cantar la caraba,
los capachus, los bujus, los grillus
y tamién las ranas
cuandu cantan asín algu lejus,
que ampié de las charcas
me ponin moorru
con aquel sonsoneti que arman.
¡Miá que está una nochi
jasta allí de clara!…
¿Quién habrá jecho aquellu de arriba?…
¡Miá que es cosa guapa!
¡Mentira paeci
que no se mus caiga,
porque mira que están las estrellas
en el airi n’amas!
¡Y cuidiau que son unas pocas!
¡Y cuidiau que están todas altas,
que si se cayeran
bien mos estripaban!
Y la luna tamién, ¡miá que es cosa!
¡Qué bien jecha que tieni la cara!
¡Esa sí que paeci imposibli
que no se mus caiga
porque está como cuasi esprendía
si te queas parau a mirala!
¡Miá que es cosa esa!
¿Quién dirás que la ha jecho?…
—¡Pus vaya
con unas preguntas
que jacis tan cándidas!
¿Pus quién jizu el mundu?
¡Pus Dios! No sé na’ mas,
porque estoy cuasi ya trascordau
de cómo lo jizu, que bien lo galraba
cuandu anduvi de chico a la escuela
aprendiendu esas cosas tan guapas.
Pero tienis al mi Gelipinu
que ahora mesmu de golpi te galra
qué jizu Dios hoy,
qué jizu mañana,
qué jizu al desotru…
y asín te lo acaba.
Yo no pueu palralu seguíu
porque ya la memoria me falla
y además se me enrea la lengua
con tantas palabras.
—¡Lo mesmu, compadri,
lo mesmu me pasa!
se me jaci un ñúo
que no pueu siquiá meneala
cuantis güeli que vienin en ringla
dos palabras u tres de las malas.
Pero mira, tamién yo me acuerdu
de que altoncis asín lo enseñaban,
y siempre se ha oíu
de que Dios jizu el mundu…
—Y mos basta
sabel quién lo jizu:
eso sé yo na’ más.
—¡Es que no falta genti de estudiu
que se poni a lleval la contraria!
Mos estaba jerrandu las bestias
hogañu en la plaza
don Silvestri, el albéital, pa dilnus
a la Virgen del Valle, a pujala.
¡Juy, Dios, si lo oyis!
¡Juy, cómo galraba!
Daba gustu oílu,
pero daba también repunanza,
porque jizu tamién de la Virgen
asín como guasa.
Yo no pueu explicalti el sentíu
de tantas palabras,
pero vinon a dal a que el mundu
no lo ha jechu el de arriba y que na’ más
que él solu se ha jechu,
pero asín, sin que naide lo jaga.
¡Miá que es cosa esa
tamién algu parda!
Entavia le diju
tío Prudencio con algu de guasa:
“¡Jaga usté las bolas
más chiquinas, que asín no mus pasan!”
¡Juy, cómu se pusu!
Mos llamó genti bruta, de rabia
y mos dijo: “¡El que puea, que aprenda,
que yo tengu pa’ mí que me basta!”
—¡Pus más le valía,
ya que tantu jabla,
aprendel a curalmus las bestias,
polque a mí me queó sin pollanca,
y a Giniu sin burru
y a ti sin guarrapa!…
—¡No la mientes, porque un garrabuñu
se me jacin las tripas, de rabia!
Di que no jué acuerdu,
cuando tantu galraba en la plaza,
pero ya verás tú si le igu
cuantis yo me lo jechi a la cara:
“¡No se jabla tan mal del de arriba
pa jechalsi usté mesmu alabancias,
que la genti tamién comprendemus
lo que ca’ unu jaga,
lo que ca’ unu envente,
lo que ca’ unu valga…
Y si no, ya ve usted, yo le pongu
esta comparanza:
El de arriba mos da los ganaus
y usté mos los mata!”

El rústico razona como un filósofo natural, con la ingenuidad del primitivo que contempla la naturaleza y no sólo siente un natural arrobo ante la maravilla, una verdadera emoción estética, sino que se hace preguntas cruciales, racionales: ¿Cómo es que no se caen las estrellas, que están ahí como flotando na’ más?, y ¡qué bien hecha está la Luna!, y ¿quién habrá hecho todo eso? Su amigo le contesta con la presteza que caracteriza a quienes aún no han sido corroídos por el demonio de la indagación y la sospecha: le basta saber que “lo hizo Dios”. Que “le basta” significa que es feliz con esa fe, que no tiene inquietudes, que no ve en esa explicación nada sospechoso ni absurdo ni que necesite aclaración. Pero el primero ha oído hablar a un hombre instruido, “gente d’estudiu”, el albéitar, que “se pone a llevar la contraria”, es decir que razona contra las ingenuas explicaciones de la fe religiosa. A esas explicaciones científicas en que se prescinde de Dios para explicar el mundo, el crítico añadía “algo así como guasa” de la beatería o la piedad popular. He aquí la fisura por la que se ha introducido el anticlericalismo. No hay nada de racional en la burla; a quien aún sostiene ideas precientíficas, primitivas, míticas o religiosas, el sabio debe explicarle lo que ignora, pero no burlarse de que aún sea esclavo de supersticiones. De otro modo, su presunta sabiduría queda rebajada al rango de un estúpido motivo de distinción, que tiene el mismo valor intelectual que la pertinacia del rústico en su fe, o sea ninguno. El sencillo campesino del poema reconocía lo lindo de escuchar las explicaciones del veterinario ateo —su relato científico de la formación del mundo—, pero al mismo tiempo se disgustaba porque en ese parlamento hiciese burla de la Virgen, o sea que tratase con desprecio los sentimientos piadosos. Insisto en que aquí el campesino ejercita de modo natural una crítica filosófica: el verdadero filósofo no ríe; porque la burla y la risa, amén de constituir una reacción fisiológica incontrolada, tienen por su sentido o propósito un carácter ofensivo, irracional y malicioso.
Uno puede preguntarse por qué en España, a fines del siglo xix, todavía había que ser indulgente con mentalidades, más que religiosas, casi míticas, supersticiosas, que fueron superadas ya por los griegos de época clásica. Hoy día sigue habiendo muchas personas que, pese a haber pasado por una escuela que enseña lógica, historia y ciencias, aún creen que tiene sentido la pregunta “¿quién hizo el mundo?” —pregunta que es en realidad un erotema, porque exige indicar a un sujeto (Dios). Responder “nadie” (no un sujeto que se llame “Nadie”, como Ulises…) será absurdo para el que hace la pregunta, o por lo menos muy antipático. Y es que al responder que “nadie hizo el mundo” se impugna la forma misma, y por tanto el sentido, de la pregunta. Ya no hay que preguntar quién hizo el mundo —lo que presupone, sin motivo lógico alguno, que ha de existir un creador y un acto de creación—, sino cómo ha surgido, cómo ha evolucionado desde configuraciones anteriores (y tampoco tiene sentido preguntar para qué se ha hecho).

(2) De la enseñanza del catolicismo en las escuelas. —Josep Maria Cuenca incluía entre los “asuntos” caros a Gustavo Bueno y que en su opinión deberían desestimarse o rechazarse como propios de la derecha, éste: “Su pretensión, por fortuna desoída, de enseñar el catolicismo en las escuelas”. A esto contestaba Josep Maria Viola: “Al tema de la enseñanza del catolicismo (artículo el mío sobre dicha Institución que parece no haberle gustado demasiado a Josep Maria) en las escuelas tampoco tendríamos que darle la espalda sin entablar una larga y tendida discusión intelectual (sobre el carácter público o privado de la religión… o de qué modo se enseñaría el catolicismo —en el hipotético caso—; ¿como un dogma de fe o como una disciplina más sobre algo que pertenece a nuestra cultura, tal y como se puede enseñar la cultura y el arte del Siglo de Oro español?, &c.).” Luego Xavi López precisaba lo siguiente: “Si Bueno se refiere a enseñarlo [el catolicismo] junto con todas las demás religiones en una narrativa común, me parece bien; cualquier forma de prestigiarlo aislándolo de su desarrollo paralelo con otras corrientes ideológicas de la historia, o cualquier forma de justificar nuestra pertenencia a una tradición, la rechazo.”
Lo que dice López suena bien, pero es erróneo. El catolicismo no es que requiera ser privilegiado o “prestigiado” respecto a otras religiones en la enseñanza, es simplemente que ya de suyo es un fenómeno religioso histórico-universalmente más relevante que cualquier otro. Ese realce histórico se enseñará en las clases de historia —explícita o tácitamente— en virtud de su “desarrollo paralelo con otras corrientes ideológicas de la historia”, y no, por supuesto, en el sentido de la historia providencial, como si su presencia en el mundo correspondiese a la verdad trascendente de las Sagradas Escrituras, y no a hechos sociales, materialmente trascendentes. Ahora bien, esto no quiere decir que el catolicismo pueda incardinarse indistintamente en una “narrativa común”; primero, porque no existe semejante narrativa común: cada religión tiene la suya propia, y la del historiador no es ninguna de ellas. Eso suena como si, en lugar de enseñar el catecismo católico, se hubiesen de enseñar los catecismos de otras religiones. Pero para el historiador el contenido de los catecismos no tiene valor por sí mismo, sino como expresión de mentalidades, de culturas históricamente desarrolladas. No puede adoptar el irracional criterio de que todas las religiones son verdaderas, sino más bien el de que todas ellas son falsas. También dice Xavi López: “cualquier forma de justificar nuestra pertenencia a una tradición, la rechazo”. En mi opinión sí se trata, justamente, de “justificar nuestra pertenencia a una tradición”. Que somos una civilización católica no sólo es un hecho innegable, sino que debe ser “justificado” históricamente; pero la explicación histórica no equivale a un catequismo, sino todo lo contrario. Uno debe comprender, por ejemplo, por qué el Barroco o el Romanticismo se desarrollan de una manera tan natural en los países católicos, o por qué se producen a partir del siglo xviii tantos conflictos entre los nuevos regímenes burgueses y los jesuitas, que son tan invariablemente expulsados de tantos países, o por qué entre ellos un Suárez desarrolla tan implacablemente la doctrina jurídica del tiranicidio.
Enseñar la doctrina y la historia del catolicismo en las escuelas no sólo no podrá contribuir, en mi opinión, a “prestigiar” a la Iglesia Católica ni a la fe religiosa en general, sino que su efecto será justamente el opuesto: conducir a la mentalidad crítica, materialista, atea y libre de prejuicios. Hagamos una comparación con la enseñanza de otra esfera de la historia de la cultura: la historia del arte. El 90% del temario de la historia universal del arte en la enseñanza media o en cualquier universidad del mundo corresponde al arte europeo, desde la Antigüedad, que se reparte casi a medias entre un arte clásico y uno cristiano. Las manifestaciones artísticas de otras civilizaciones son marginales en estos estudios, sin perjuicio de que nuestro sistema académico garantice la formación de especialistas en esos ámbitos, del mismo modo que garantiza la existencia de sinólogos, de americanistas, arabistas, expertos en arameo, &c., &c., o del mismo modo que garantiza el estudio —y su interés cultural— de las lenguas locales en el terreno filológico (por cierto, el primer impulso para el estudio y preservación del bable lo debemos a Jovellanos: Plan para la formación de un diccionario del dialecto de Asturias [1790.], Instrucción para la formación de un diccionario bable [1801], Apuntamiento sobre el dialecto de Asturias (Instrucción para la formación de un diccionario geográfico de Asturias) [1804]; pero era inimaginable para Jovellanos que ese residuo folclórico pudiese algún día ser elevado a lengua oficial).

(3) De la sexualidad en el catolicismo. —Lo primero que me parece importante decir en este otro terreno es que el puritanismo sexual es una anomalía como contenido de las religiones, y no sólo de la cristiana. El horror a la naturaleza y la gazmoñería que caracterizan la era victoriana, que incluso forjó un lenguaje desnaturalizado para referirse con pudor a los asuntos sexuales, es algo que la historia anterior al siglo xix desconocía —y que, por cierto, surge en una cultura no católica, sino cismática. Incluso en época moderna era habitual un ritual que hoy se nos antoja vergonzoso: el párroco y los parientes de una pareja de recién casados tenían que presenciar cómo éstos, en su primera noche de bodas, cumplían con los sagrados votos del matrimonio uniéndose en cópula carnal. Eso no evitaba una espontánea comicidad, las risas y las bromas, pero el asunto era serio. Contra lo que opinan muchas personas desinformadas y superficiales, el sexo no es un pecado para el católico, sino todo lo contrario, una parte indefectible de un sacramento, el matrimonio (otra cosa es la lujuria, como desbordamiento animal de la natural pasión sexual, como incontinencia). Más aún, lejos de ser un pecado, es teológicamente considerado más bien como un castigo en sí mismo, resultado de la Caída, como el trabajo. La tesis se encuentra explícita en San Agustín, como recuerda Slavoj Žižek: “San Agustín desarrolló su teoría de la sexualidad en uno de sus textos menores, pero pese a ello cruciales, De nuptiis et concupiscentia. Su razonamiento es sumamente interesante porque desde el inicio difiere de lo que comúnmente se considera la premisa básica de la noción cristiana de la sexualidad: lejos de ser el pecado el que provocó la Caída del hombre, la sexualidad es, en cambio, el castigo, la penitencia por el pecado.” (El sublime objeto de la ideología [1989], México, Siglo XXI, 1992, p. 282.) Žižek aquilata este argumento con un chiste obsceno: “¿Cuál es el objeto más ligero sobre la tierra? —El falo, porque es el único que puede alzarse mediante el pensamiento.” (Ibíd., p. 283.) No hay que darle más vueltas. El sexo es, como cualquier otra pasión, una servidumbre natural, una sujeción a nuestra parte animal. Y la moral se encarga, ya que no puede eliminar la pasión por completo, al menos de moldearla, de mitigarla o someterla mediante un condicionamiento social. La religión trata así el sexo con la misma naturalidad y racionalidad práctica que la antropología. El hecho, por ejemplo, de que la monogamia se haya impuesto en casi todas las sociedades del planeta obedece, como explicaba Lévi-Strauss, a una sencilla razón aritmética, a saber: que la naturaleza produce la misma cantidad de mujeres que de hombres. Por otro lado, la idea cristiana del matrimonio es lo que mejor se corresponde —porque en rigor la ha generado— con la idea romántica del amor eterno. Más aún, todo el romanticismo, creación estética de la sociedad moderna, no es sino catolicismo artísticamente expresado (y no por otra razón Hegel distinguió el arte clásico, pagano, del romántico-cristiano).
Más allá de esto, algunos anticlericales modernísimos querrán atribuir al católico un sentido morboso de repugnancia al sexo, por el hecho de que el catolicismo condena la pornografía o el adulterio. Pero eso es absurdo. La obscenidad se condena desde cualquier posición verdaderamente filosófica, y el adulterio es lo opuesto al amor romántico que caracteriza nuestras más delicadas emociones eróticas. Si alguna vez un romántico ha enaltecido el amor adúltero es porque éste se puede volver —o fingir—, según las circunstancias, un verdadero amor eterno, i.e. el único que sentimentalmente justifica el sacramento del matrimonio. Por otro lado, el catolicismo no exige un castigo para el adúltero, sino un arrepentimiento. Concede que los hombres pueden pecar, porque son continuamente tentados, pero les pide un acto de contrición o de atrición, y les promete el perdón. (Es cierto que, en cambio, a menudo se ha condenado a las mujeres por la misma causa; esto procede de otro aspecto de nuestras sociedades, según el cual ha sido frecuente el maltrato y la crueldad con las mujeres. Pero también esto ha sido contrario a las concepciones imperantes de la virtud —palabra que deriva de vir, hombre, y que significa por tanto “hombría”. Maltratar a una mujer es vil, propio de cobardes, lo contrario de la virtud. El maltrato a las mujeres quizá se ha hecho más frecuente en la actual sociedad secularizada, y la Iglesia lo condena, ni más ni menos que cualquier otra modalidad de abuso.) Quienes se ríen de la aparente mojigatería de los católicos respecto al sexo, en realidad sólo oponen una repugnante apología de la lascivia; el católico, en cambio, no se escandaliza ante la lujuria —ni ante los mayores crímenes—, sino que la contempla como una caída que requiere reparación y perdón, ni más ni menos que cualquier otro vicio. Si alguien pretende que la práctica burguesa de encornudarse mutuamente ha hecho felices a quienes la practican, que venga Dios y lo vea.

4 comentarios:

  1. Entiendo que esta defensa del catolicismo es parcial, no en el sentido censurable de que se escore hacia una parcialidad ideológica, sino en el sentido de que pretende recalcar la parte más razonable del catolicismo, sin referirse —ni por tanto negar— a otras partes más impugnables. Esto es legítimo cuando se trata de insistir en lo que otros niegan. Pero estas otras partes deben tratarse también, si queremos contribuir a un juicio más correcto, más general y más ponderado.

    (1) Admito que el anticlericalismo es una manía, y no una posición filosófica. A pesar de ello, yo la sufro, o mejor dicho, la cultivo. No me impide admirar a muchos personajes religiosos individualmente, pero pesa en mí como una actitud permanente y, lo reconozco, irracionalmente, visceralmente irrefrenable cuando considero en conjunto a la religión, tanto en su sentido ideológico como en su materialización social (la Iglesia), y tanto al catolicismo como a cualquier otra confesión. Sin embargo, tengo que admitir que incluso en mi anticlericalismo se manifiesta también mi catolicismo. Quiero decir que hay una manera típicamente católica de ser anticlerical. Los chistes obscenos, los insultos dirigidos a los objetos sagrados, todos esos sacrilegios típicamente hispanos que se refieren al copón bendito, a la Virgen y a todos los santos, o al Dios personal… sólo pueden darse en una sociedad católica. El rencor hacia los curas es, en mi opinión, la resultante lógica de un cómputo estadístico: en general, los curas han mantenido posiciones hipócritas e intolerantes. Bien sé que hay mucho de Leyenda Negra en todo esto, pero también me parece que obedece a una inteligencia social la hostilidad genérica al clero. Es muy posible que yo esté picado de ideas voltaireanas, pero he de reiterar que también muchas veces me resulta grata, individualmente, la compañía de algún religioso.

    (2) La enseñanza del catolicismo en las escuelas, en cambio, me parece completamente necesaria. Es más, en los términos en que lo ha planteado Ud., ésa sería no sólo la historia de la Iglesia, sino también la del anticlericalismo.

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  2. (3) El tema de la sexualidad es el más parcial. Por supuesto que es razonable y muy naturalista la concepción católica de la sexualidad, como ha explicado. Pero las censuras eclesiásticas no se limitan a la lujuria, sino que se extienden de un modo particular a determinadas conductas sexuales no necesariamente lascivas: la homosexualidad, sin ir más lejos. No niego que también aquí se manifiesta la prudencia eclesiástica de un modo encomiable: véase, si no, el modo en que el Vaticano carga con la vergonzosa cruz de un gran número de religiosos pederastas, la mayoría de los cuales, por cierto, tienen inclinaciones homosexuales. De ningún modo se me ocurre defender la actitud ofensiva de los movimientos “gais”, que más que reclamar respeto al derecho legítimo e inocuo de satisfacerse sexualmente como a cada cual le plazca, se convierte fácilmente en una repugnante apología de la desvergüenza y la incontinencia. Al fin y al cabo, el sexo es una práctica privada, y a nadie le interesa, salvo a los pornógrafos, lo que cada cual hace con sus genitales. El exhibicionismo homosexual no es ni más ni menos repugnante, o pueril, que el exhibicionismo heterosexual. Pero me pregunto entonces a qué se debe la incapacidad de la Iglesia para aceptar la cuestión sexual en estos razonables términos: que se trata de un asunto privado. Conozco a homosexuales católicos y decentes, y ya me he referido al público escándalo de los indecentes curas homosexuales y pederastas. Se dirá que la Iglesia debe atenerse al dogma de que la única justificación del sexo es cumplir con el deber natural de la reproducción, para el que el pecado nefando es un crimen contra natura. Pero nuestras modernas sociedades ya no dependen tan vitalmente de cumplir con ese mandato (más bien al revés, haría falta reducir algo la fertilidad). Yo mismo sería menos anticlerical si la Iglesia no se inmiscuyera en esos rincones de la vida privada, si reconociese la escasa importancia que puede tener admitir el simple gozo carnal como un ejercicio natural, y socialmente inocuo. Seguramente hay razones poderosas para preferir la continencia al gozo, pero no tan serias como para convertir el asunto de la sexualidad en una cuestión crucial y escabrosa.

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  3. Coincido tanto con Luque como con Violante —salvo en lo de sentir animadversión contra los curas, que éste reconoce como manía, y yo también, sin sufrirla. Lo de la “parcialidad” es una buena observación: se es parcial injustamente cuando se toma la parte por el todo, pero se es justo cuando se procede a analizar “por partes”, o cada parte de un asunto, el pro y el contra. Es importante aclarar que el catolicismo contempla la sexualidad de manera “naturalista”, pero también lo es advertir cómo la costumbre vuelve rígidas y perversas las normas sociales más allá de la etapa histórica que las generó, cuando ya son obsoletas. La Iglesia Católica es un modelo de evolución-adaptación prudente y paulatina. Muchos de sus mensajes anticuados han dejado de tenerse en cuenta, mientras que otros persisten, y aun resurgen viejas ideas completamente caducas, como por ejemplo su actual obstinación contra la ley del aborto por motivos de lo más peregrinos, metafísicos e irracionales. En el siglo XVIII, tenemos el manual para confesores de Jaime de Corella, en el que se trata la casuística del aborto de un modo mucho más preciso y menos dogmático de lo que lo hacen ahora esas hordas de furibundos fanáticos del “derecho a la vida”. La evolución-adaptación de la Iglesia es el resultado de un tira y afloja, o la suma vectorial de todas las tendencias (psicológicas, morales e intelectuales) de la comunidad eclesiástica. Es difícil saber, ante tantas idiosincrasias diferentes entre sus miembros, qué es lo genuinamente católico. Innegablemente, debe de haber una potente unidad orgánica, pues de otro modo esa titánica institución hace muchos siglos que se habría disuelto, víctima de esas luchas intestinas a las que se refirió hace días Rufino Fernández. Pero me pregunto si no ha llegado ya el momento en que la Iglesia Católica ha agotado todo su potencial “generador”, y el futuro de su religión, como de las demás, sólo puede ser la desaparición o la caída en la imbecilidad destructiva del fanatismo.

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  4. Es cierto, y al mismo tiempo extraño, que el catolicismo es “interesante”. Y, como ha apuntado Luque, una de las cosas más interesantes del mismo es la forma en que genera indiferencia. La intransigencia y astucia con que la Iglesia Católica defiende sus privilegios es cosa de no desdeñar. Y el modo en que los ateos y/o anticlericales se oponen a tales privilegios no es unívoco, desde luego. Yo tengo a la Iglesia Católica por un enemigo social, un baluarte del capitalismo, pese a reconocer, como Luque, que en su seno hay corrientes partidarias del socialismo. En general, me parece que debe enseñarse la tolerancia entendida como la siguiente norma práctica: que los sentimientos religiosos, los hábitos morales singulares y las efusiones metafísicas deben considerarse “asuntos privados” —ni más ni menos que los sentimientos anticlericales—, y que sólo sobre razonamientos comunes y hechos prácticos debemos contender en la vida social. De ese modo será posible que en un bando, digamos el del socialismo, militen tanto ateos como creyentes, lo mismo que en el bando contrario. Por último, me parece también importante reconocer la maestría de la Iglesia Católica en el arte del liderazgo y del ejercicio del poder, y tomarla como modelo frente a las imbeles fantasías anarcoides.

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