22 de noviembre de 2012

La Ilustración española: ¿Crónica de un desierto?

Josep Maria Viola

Francisco de Goya, Jovellanos
(1798; Museo del Prado).
En relación al benedictino Benito Feijoo y su contexto histórico, Marcelino Menéndez Pelayo decía lo siguiente: “Lo que me parece mal es estudiar a Feijoo solo, y mirarle como una excepción en un pueblo de salvajes, o como una perla caída en un muladar, o como el civilizador de una raza sumida hasta entonces en las nieblas del mal gusto y de la extrema insapiencia.” [1] Desde los tiempos de la propia centuria ilustrada viene fraguándose la discusión en torno a la existencia de una auténtica Ilustración en España durante los reinados borbónicos del siglo xviii. En efecto, bastará con recordar —sin perjuicio de su propensión conservadora— la acerada reacción del gladiador literario, Juan Pablo Forner, frente a los cuestionamientos y embates de los enciclopedistas europeos. Se trata, pues, de un añejo debate intelectual e historiográfico que, si bien una mayoría considerable de estudiosos parece coincidir en sus tesis centrales, no consideramos del todo estéril mantenerlo sobre el tapete. Habitualmente, en este tema se ha pecado, por decirlo de algún modo, de desmesura: se ha tendido a exagerar, e incluso a mitificar, una Ilustración europea al tiempo que se ha presentado una lóbrega y retrógrada imagen de la España dieciochesca. Todavía en nuestros días no faltan quienes, ya sea por motivos de su tradición académica, ya sea por oscuros intereses ideológicos, convienen en seguir manteniendo este cuadro distorsionado de una etapa de la historia de España. Así las cosas, son de recibo las investigaciones basadas en los presupuestos de la objetividad histórica, pues nos aportan una visión más ponderada y menos deformada de la Ilustración hispana. A ellas se debe este breve artículo.
Muchos han sido los que han propalado la idea de una falsa Ilustración en España, reflejo ésta de un supuesto “atraso histórico”. Así, juicios como el de Paul Hazard son muy frecuentes: “Únicamente España había cesado de resplandecer. No es que no proyectara sobre Europa algunas luces eternas; pero es una dura tarea para una nación el mantenerse en primera fila; es menester que no se canse, que no se agote, que sin cesar renueve y exporte su gloria. Pero España no vivía ya en el presente; los últimos treinta años del siglo xvii, como por otra parte, los treinta primeros del siglo xviii, están casi vacíos; en su historia intelectual, nunca como en aquél tiempo, ha dicho Ortega y Gasset, su corazón ha latido lentamente.”[2] De similar factura son los dictámenes de autores como Negro Pavón, para el cual no habría tenido lugar una auténtica Ilustración española; en todo caso, una “Ilustracioncita”; o como Eduardo Subirats, que despacha alegremente el asunto arguyendo que “la tesis de la inexistencia de una Ilustración española o de su insignificancia desde el punto de vista cultural, filosófico o científico, ha legitimado su simple olvido […] se ha convertido, de hecho, en la coartada metodológica de una Ilustración reprimida: puesto que no ha habido Ilustración, pongamos punto final y pasemos a otra cosa.”[3] Incluso un historiador de la talla de Miguel Artola parece adherir a la teoría de un “muladar” hispano: “Sin temor a pecar de exagerados —señala Artola—, bien puede decirse que España no llegó a conocer siquiera el espíritu ilustrado. En este siglo xviii, en que el racionalismo adquiere carta de naturaleza en toda Europa, incluso en la lejana Rusia, en este siglo en que el continente entero se considera ignorante y se educa con vistas a un futuro mejor, España, en la seguridad de su fe, permanece inalterable, se niega a verificar las transformaciones políticas, filosóficas y religiosas que caracterizan la época moderna [...] No existe una Ilustración española porque no existe en España un cuerpo de filósofos y tratadistas políticos imbuidos en las nuevas ideas.”[4]
Sin embargo, y a pesar de los argumentos de los autores anteriormente citados, amén de tantos otros, la sociedad hispana de aquellos tiempos se hallaba en un hervidero de intensa renovación intelectual que, además, habría de acabar influyendo decisivamente en los acontecimientos posteriores a la centuria ilustrada. En los intentos de modernizar el país hallamos antecedentes en los proyectos de los Austrias menores, sobre todo en Felipe IV y su valido, el conde-duque de Olivares.[5] No obstante, dichos proyectos no se harían efectivos hasta la coronación de Felipe de Anjou, una vez proclamado vencedor de la contienda sucesoria. Las medidas políticas y económicas de racionalización puestas en práctica por la nueva dinastía resultaban imprescindibles para poder seguir el compás en el concierto internacional. De hecho, las reformas llevadas a cabo en la Monarquía hispánica habían encontrado su inspiración en las ideas ilustradas que impregnaban toda la atmósfera europea. Ideas como “progreso” o “felicidad”, entre otras, eran esenciales en los programas de los monarcas reformistas.[6] Hay que decir, no obstante, que aunque se tratase de un movimiento homogéneo en tanto en cuanto partía de unos postulados elementales, el absolutismo reformista hispano tuvo, como es natural, su propia idiosincrasia. En ocasiones, desatendiendo las particularidades históricas de la península y sus colonias de ultramar, se ha señalado como una insuficiencia de la Ilustración española el no haber seguido los pasos de otras potencias, a saber, la consolidación del parlamentarismo inglés y el estallido revolucionario en Francia.[7] La situación económica de la Monarquía a principios de siglo era poco halagüeña y con el tratado de Utrecht la hegemonía continental se había decantado en favor de los ingleses. Ante esta situación, los monarcas borbónicos apostaron, con mayor o menor fortuna en cada caso, por una reforma de España que permitiera mantener su extenso Imperio, mejorar su economía y realizar cambios culturales progresivos en la línea de otros países europeos. Así pues, como señala Roberto Fernández, “no se pretendía revolucionar sino reformar, no había que cambiar las estructuras sino remozarlas. Y en todo caso, cualquier cambio debía ser paulatino y procurando no desencadenar resistencias invencibles. Moderado y realista quería decir, pues, reformista.”[8] Las reformas que tenían que sacar a la Monarquía de esta coyuntura desfavorable estaban intrínsecamente ligadas a un necesario progreso técnico, científico y cultural. Obviamente, estas innovaciones provocaron encarnizados debates entre, por un lado, los partidarios de realizar reformas en la economía y en la ordenación social o política y, por otro lado, aquellos que desde una postura inmovilista pretendían aferrarse a la tradición.[9]
Decir que el movimiento ilustrado español fue, en algunos aspectos, de menor enjundia intelectual o de menor trascendencia que en otros países como Francia, Alemania o Inglaterra, es muy distinto a afirmar —en la línea de Ortega o de Américo Castro— que nos faltó “el gran siglo educador”. En este sentido se nos presenta mucho más sensata la observación de Marañón: “España tal vez no se incorporó como nación al movimiento enciclopedista, que acaso fue en todas partes actitud de minorías selectas. Pero tuvo, como siempre, entre sus hombres los grandes titanes aislados encargados de que no se rompiese la línea de continuidad de la civilización.”[10] Sin caer en la exageración de Eugenio D’Ors, según el cual “España se hizo en el siglo xviii”, lo cierto es que hubo en la Monarquía hispana voces ilustradas que nada tienen que envidiar al resto de naciones europeas. El tema requeriría centenares de tomos, pero bastarán unas pinceladas a brocha gorda para desmentir la idea del páramo español dieciochesco. Que las ideas ilustradas, tal y como apunta Domínguez Ortiz,[11] sólo estaban al alcance de una minoría social (funcionarios, aristócratas, clérigos, juristas, etc.) no era una singularidad de la península, sino que era común a todo el continente. En el ámbito de la alta política, el reformismo borbónico conoció hombres de la talla de Macanaz, Alberoni, Carvajal, Floridablanca, Godoy, Campomanes, Ensenada, Jovellanos y un sinfín de nombres que compartieron unos objetivos comunes: planificar una política exterior más realista, aumentar la capacidad interventora del Estado, fomentar el crecimiento económico y ablandar el terreno para la innovación científico-cultural del país. Como prácticamente en toda Europa, estas reformas se incardinaban en la lógica interna del sistema tardofeudal, en el cual la preeminencia del poder residía en la figura del monarca. No obstante, dejando hic et nunc de lado las reformas de índole estrictamente económico-política, hemos de centrarnos en el ámbito cultural.
En la raíz de la renovación de la vida intelectual hispana hallamos el precedente de los novatores a finales del siglo xvii. Sus aportaciones fueron fundamentales para la apertura de España a las corrientes del pensamiento europeo, es decir, lo que habitualmente —y no siempre con acierto— se ha llamado “mundo moderno” (racionalismo, criticismo, empirismo, etc.). Como se ha sugerido anteriormente, el historiador debe recibir con cautela aquellos estudios que mistifican la cultura europea del Setecientos y sostienen, además, que la filosofía y la ciencia españolas estaban en una situación de precariedad frente a la ciencia y la filosofía francesa o alemana. Baste mencionar la “arcaicidad” del pensamiento de Descartes, presentado como paradigma de la modernidad y que si bien fue un gran matemático, como filósofo resultó ser bastante grotesco. Asimismo, no está de más recordar que toda su teoría del automatismo de las bestias la tomó de Gómez Pereira, un médico de Medina del Campo del siglo xvi.[12] Entre los novatores hallamos nombres como el del importante matemático Hugo de Omerique, obra del cual fue elogiada por Isaac Newton;[13] Diego Mateo Zapa, autor de la polémica obra Ocaso de las formas aristotélicas o Crisóstomo Martínez, con sus estudios de anatomía microscópica, así como una interminable lista que requiere un espacio del que aquí no disponemos. En todo caso, lo que hay que afirmar (y cualquier estudioso puede verificarlo por cuenta propia) es que no se trata de casos aislados en un desolador páramo hispano. Como señala María del Carmen Iglesias: “Desde finales del siglo xvii, coincidiendo por lo demás con una recuperación que los historiadores económicos sitúan muy claramente ya en los últimos años del reinado de Carlos II, hay una importante movilización de las capas más sensibles y cultas intelectual y científicamente. Novatores, eruditos y sabios de la primera mitad del xviii llevan a cabo una auténtica reconstrucción del patrimonio cultural e histórico del país, aunando el respeto a la tradición hispana y hundiendo sus raíces intelectuales en el Siglo de Oro y, al tiempo, abriendo España a la cultura europea.”[14] Con los novatores enlazarán muchas de las figuras clásicas del pensamiento ilustrado dieciochesco como puedan serlo Sarmiento, Mayans o el propio Feijoo. La decimoctava centuria abrió paso al desarrollo de campos como la medicina o la botánica, así como al resto de disciplinas naturalistas y físico-matemáticas. Contribuyeron a forjar esta “comunidad científica” figuras, entre tantas otras, como Ulloa, Ciscar, Antillón, Tofiño, Cavanilles o Mutis, este último amigo de Humboldt. También es patente el avance en la recepción del pensamiento económico y político europeo: Montesquieu, Voltaire, Rousseau, Hume, Mably o Adam Smith eran bien conocidos por los ilustrados españoles. Diremos, a título de mera ilustración, que la Tableau économique de Quesnay fue utilizada por Peñaflorida sólo cinco años después de su aparición. Toda esta actividad cultural estaba en gran medida dirigida por el Estado, así pues, durante todo el siglo se procedió a la fundación de diversas instituciones, como las Reales Academias Españolas de la Lengua y de la Historia, ambas ubicadas en Madrid. En otros núcleos importantes del país como Barcelona, Sevilla o Zaragoza se crearon también academias dedicadas al cultivo de las artes, las ciencias y las letras. Mención aparte merece la actividad de las sociedades económicas de amigos del país, quizá las instituciones más características de la España ilustrada.[15] Seguramente el mejor ejemplo de preocupación estatal por dirigir las reformas ilustradas lo constituya Carlos III. En palabras ajenas: “el reinado de Carlos III representa —afirma José Luis Abellán— la culminación del siglo xviii español, es decir, aquel momento en que la Ilustración española alcanza su esplendor”.[16] En cuanto a las relaciones del reformismo borbónico con la Iglesia católica hay que mencionar dos hechos significativos: la expulsión de la Compañía de Jesús en el año 1767 y un control mucho más severo de la Inquisición.[17] Estas políticas regalistas tenían como objetivo principal dotar de mayor independencia al Estado frente a la influencia y los dictados del papado. En definitiva, podríamos seguir citando nombres, instituciones y hechos significativos de la Ilustración española hasta la extenuación. Lo que interesa remarcar es que no se trata de meros casos anecdóticos, sino de una realidad constitutiva de la Monarquía hispánica setecentista. Cierto es que ante la experiencia de la Revolución Francesa muchos conservadores se radicalizaron y muchos reformistas se volvieron conservadores; no obstante, la Ilustración había plantado ya en suelo hispano la semilla ideológica de lo que posteriormente habría de ser el liberalismo decimonónico. Así pues, podemos afirmar que hubo una fecunda Ilustración española que además resultó tener trascendentales consecuencias. Autores como Herr y Sarrailh han subrayado todo lo que el pensamiento liberal debe al Siglo de las Luces hispano: “Lo que sí es indudable es que, gracias a la virtud de la ciencia y a la reforma de los espíritus y de los corazones, esta España del siglo xviii creyó asegurar la vuelta a la edad de oro. Si no lo consiguió, ¿quién será capaz de echárselo en cara? Los excesos de la revolución alarmaron en tal medida a su gobierno y a los propios reformadores, que éstos parecen haber suspendido todo progreso. Sin embargo, la simiente está echada y prosperará: prueba de ello son las Cortes de Cádiz. Así, el siglo xviii tiene derecho a un sitio de honor en la historia de la España liberal.”[18]
Para concluir: no podemos entender el inicio y el desarrollo de la contemporaneidad española sin tener en cuenta los precedentes de la Ilustración hispana. Es muy probable que esta visión depauperada, no sólo de nuestro Siglo de las Luces sino de la historia de España en general, se incardine dentro de las coordenadas de la Leyenda Negra propalada desde el siglo xvi por potencias extranjeras.[19] Leyenda que muchos españoles como Quevedo en su España defendida o Cadalso en su Defensa de la nación española intentaron combatir. En cualquier caso, recordemos las palabras de Domínguez Ortiz cuando decía que “la España actual, en su inmensa mayoría, superados partidismos y rencores, asume su pasado, enaltece sus grandes figuras, se esfuerza por comprender y situar en su ambiente los hechos, las ideas, incluso aquellas que no tienen ya vigencia, pero que en su momento representaron una opción legítima y enriquecieron el patrimonio histórico de nuestra nación.”[20]


[1] Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles (1880-1882), 3 vol., Madrid, 1992, t. ii, l. vi, cap. i, p. 79.
[2] Paul Hazard, La crisis de la conciencia europea (1680-1715), Madrid, 1988, p. 57. Asimismo, véanse juicios análogos en la obra del mismo autor El pensamiento europeo en el siglo xviii, Madrid, 1998.
[3] Eduardo Subirats, La ilustración insuficiente, Madrid, 1981, p. 25.
[4] Miguel Artola, Los afrancesados, Madrid, 1989, pp. 19 y s.
[5] Cf. John Elliott, El conde-duque de Olivares, Barcelona, 1991.
[6] Sobre ambas ideas véase, respectivamente, John Bury, La idea de progreso, Madrid, 1971; y José Antonio Maravall, “La idea de felicidad en el programa de la Ilustración”, en Estudios de la historia del pensamiento español (s. xviii), Madrid, 1991, pp. 162-189.
[7] Cf. Antonio Elorza, «Los límites del reformismo ilustrado», en La modernización política de España, Madrid, 1988, pp. 17-80.
[8] AA.VV., Historia de España, Madrid, 2004, t. xi, p. 30.
[9] Cf. José Antonio Maravall, Antiguos y modernos, Madrid, 1986.
[10] Gregorio Marañón, Las ideas biológicas del P. Feijoo, Madrid, 1935, p. 309.
[11] Antonio Domínguez Ortiz, Sociedad y Estado en el siglo xviii, Barcelona, 1976, p. 494.
[12] Cf. José Manuel Rodríguez Pardo, El alma de los brutos en el entorno del Padre Feijoo, Oviedo, 2008.
[13] Véase también el interesante ensayo de Julio Rey Pastor, Los matemáticos españoles del siglo xvi, Madrid, 1934, en el cual el autor pretende terciar en la famosa polémica sobre la ciencia española.
[14] María del Carmen Iglesias, “Introducción” a José Antonio Maravall, Estudios de la historia del pensamiento…, p. 13.
[15] Cf. Francisco Aguilar Piñal, Las Sociedades Económicas de Amigos del País en el siglo xviii: Guía del investigador, San Sebastián, 1974.
[16] José Luis Abellán, Historia crítica del pensamiento español: Del Barroco a la Ilustración (siglos xvii-xviii), t. iii, Madrid, 1981, p. 806. Véanse, asimismo, las obras de J.L. Peset y A. Lafuente (comp.), Carlos III y la ciencia de la Ilustración, Madrid, 1988; Julián Marías, La España posible en tiempos de Carlos III, Madrid, 1963.
[17] Cf. Ricardo García Cárcel, La inquisición, Madrid, 1990; Ricardo García Cárcel y Doris Moreno, Inquisición: Historia crítica, Madrid, 2000; Antonio Álvarez de Morales, Ilustración e Inquisición (1700-1834), Madrid, 1980.
[18] Jean Sarrailh, La España ilustrada de la segunda mitad del siglo xvii, México, 1957, p. 709; Richard Herr, España y la Revolución del siglo xviii, Madrid, 1973.
[19] La Leyenda Negra es el concepto definido y difundido por Julián Juderías para denunciar los infundios y exageraciones perpetrados por las potencias enemigas del Imperio español. Entre las difamaciones de dichas potencias —protestantes en su mayoría— resaltan dos pilares fundamentales, a saber, la conquista de América y el tribunal de la Inquisición. En base a esto, la idea negrolegendaria presenta a los españoles como codiciosos, incompetentes, crueles y despiadados. No sólo siguen siendo opiniones corrientes entre los ciudadanos, sino que en el gremio de los historiadores se ha recaído continuamente en la Leyenda Negra. Entre muchos otros, destaca la obra del hispanista anglobirmano Henry Kamen Los desheredados: España y la huella del exilio (Madrid, 2007), en la que se presenta una España intolerante que habría expulsado lo mejor de su intelectualidad. No obstante, existen hechos que Kamen olvida mencionar y que atinadamente apunta Rodríguez Pardo: “Expulsiones las hubo en toda Europa mucho antes de 1492. Por ejemplo, los judíos fueron expulsados de manera tajante, sin posibilidad de conversión al cristianismo, de Inglaterra (1290) y Francia (1394), por no hablar de las expulsiones posteriores de judíos de Rusia y otros lugares del mundo. La política de segregación racial en Estados Unidos o las expulsiones por persecuciones religiosas en Inglaterra, como la que sufrieron los colonos del Mayflower ya en el siglo xvii.” (“Henry Kamen corrige y aumenta la Leyenda Negra”, en El Catoblepas, núm. 72, 2008, p. 19.) Autores como García Cárcel o Carmen Iglesias, amén de tantos otros, impugnan el término acuñado por Juderías por falsario y niegan la Leyenda Negra reduciéndola a un mero «estado de ánimo» en el que recaerían los españoles en momentos de crisis, es decir, una especie de coartada psicológica para justificar lo injustificable de nuestra historia; como mecanismo tranquilizador que haría recaer la culpa sobre los demás (Cf. Ricardo García Cárcel, La Leyenda Negra, Madrid, 1992). A nuestro juicio, esta tesis constituye un reduccionismo psicologista a menudo tan pernicioso en la historiografía y en las ciencias en general. A fin de cuentas, los hechos empíricos que estos autores aportan en sus investigaciones ya constituyen una evidencia de la existencia objetiva de la Leyenda Negra. Así pues, y esto merece un estudio aparte, más que reducirlo a un concepto psicológico, la “Leyenda Negra” habría que incorporarla como categoría histórica gnoseológica.
[20] Antonio Domínguez Ortiz, Carlos III y la España de la Ilustración, Madrid, 1988, pp. 11 y s.

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