30 de septiembre de 2015

Lo ingenioso y lo juicioso (Podemos, España)

Alberto Luque

La reciente campaña electoral en Cataluña necesariamente ha tenido que parecer escandalosa y repugnante a muchos. Porque lo ha sido, de la cabeza a los pies. Ha sido, ante todo, una campaña ingeniosa. Una verdadera apoteosis de ingenio, lunatismo y extravagancia. Las ocurrencias de unos y otros —incontables y reiteradas hasta la náusea— han alcanzado, en efecto, las más altas cumbres históricas de lo ingenioso, que es —para Kant y para cualquiera que razone bien— lo opuesto a lo juicioso. Como habitualmente en este blog se plantean y se discuten temas de alto vuelo teórico, y además se hace de propósito también con método y filosofía, casi les parecerá a muchos —a veces a mí mismo— un error descender al fango oscuro del griterío mal llamado «político», que en nuestros días está más cerca de la verdulería, la superstición o la prensa amarilla que de la filosofía. Pidámosle a cualquier militante o dirigente de cualquier partido político, al azar, que tome algún libro de historia de las ideas políticas (el de Sabine, por ejemplo), y me juego el páncreas a que le produce algún brutal efecto somático: desorientación, vértigo, náuseas, escozor… o bien lo deja estupefacto e inquieto, al comprobar la insalvable sima que se abre entre su ignorancia, lo que él llama «política», y lo que significa realmente la política.
Este abismo es fácil de constatar —de uno y otro lado del mismo, tanto para la minoría de estudiosos como para la mayoría de ignorantes—, pero no es unívoco el modo de conceptuarlo ni la conducta civil o personal a seguir frente al mismo —también desde ambos lados. Un hombre común, no entrenado filosóficamente, puede pensar que le convendría ejercitarse en el terreno dialéctico, leer o escuchar a los sabios de uno u otro signo político, o bien puede ser incapaz de distinguir quiénes son esos sabios, y limitarse a seguir a los líderes ignorantes que toma por intelectuales; puede, pues, intentar alcanzar el otro lado de la sima o bien quedarse satisfecho en su caverna. Lo mismo puede suceder entre los estudiosos: o bien deciden, para su propia felicidad y salud mental, ignorar el mundanal ruido de la turba ignorante de politicastros y masas que les siguen, o bien puede decidir «bajar a la caverna», como Platón, para intentar llevar a ella un poco de luz y, de paso, familiarizarse mejor con sus sombras. En mi opinión, es esto último lo que han procurado hacer siempre los filósofos, sin que hasta el momento hayan logrado evitar la condena de ser ignorados por las masas. Pero este fracaso no debe imputársele a la filosofía, sino al régimen social, y más concretamente a la ineficacia de los sistemas educativos. (Quizá no sea ocioso advertir que la distinción filósofos/masa no es correlativa de la distinción inteligentes/estúpidos; a veces sí y a veces no; la masa tiene su inteligencia e instinto, y la elite intelectual tiene, demasiado a menudo, sus charlatanes egregios.) Bajemos, pues, de nuevo a la Caverna.

Ingenio y juicio

Muchos recordarán quizá el grotesco episodio que hace unos meses protagonizó un concejal del nuevo ayuntamiento de Madrid, que fue obligado a dimitir ¡por haber contado chistes! Se decía que alguno de esos chistes eran «racistas» y ofensivos para la moral pública. Uno de ellos, si no recuerdo mal, era acerca de meter a 500 judíos en un cenicero, y se calificaba como chiste «nazi». Francamente, yo quedé bastante sorprendido de esta calificación: me parecía, y me sigue pareciendo, que un nazi estaría más bien obligado a negar el Holocausto, de manera que difícilmente podría ser el autor de un chiste que revela brutalmente esa realidad; por supuesto que también puede muy bien ser un cínico degenerado con sentido del humor macabro, pero es a todas luces evidente que la crueldad del chiste parece más propia de la indignada fuerza moral de un judío antifascista. En la magnífica versión cinematográfica que realizó Robert Altman de El juicio del motín del Caine (1988), el teniente Barney Greenwald (soberbiamente interpretado por Eric Bogosian), amargamente arrepentido de haber salvado de una merecida condena a los cobardes amotinados que retiraron del frente un buque de guerra en el momento más álgido de la contienda contra el Eje fascista, cuando los nazis contribuían a la industria jabonera alemana con la grasa de los cuerpos asfixiados en Auschwitz, pronuncia una estremecedora frase: «…mientras Goebbels se lavaba el culo con mi madre…». Ese humor cruel no puede atribuirse fácilmente al ingenio de los verdugos. Pero sea quien sea el autor de los chistes que hieren la sensibilidad de los delicados, a buen seguro que jamás es quien los cuenta. Yo mismo soy muy aficionado a contar chistes de todo tipo (sutiles y surrealistas, groseros, anticomunistas, racistas, feministas, antifeministas, de todos los colores), sin haberme sentido jamás responsable de ninguno de ellos. Pero reconozco que no es fácil escapar a la estúpida tentación de sentirse involucrado en el puro conocimiento contemplativo. Una vez, siendo yo adolescente, un buen amigo me reprochó que leyese el Mein Kampf de Hitler, como si fuese un pecado horrendo conocer en detalle las abominaciones de otros. Este mismo amigo solía salir muy irritado del cine cuando la película era muy mala, como si fuese culpa suya. Ya fue un espectáculo bochornoso de miseria intelectual y moral el de la caterva de necios que se rasgaron las vestiduras con la malicia de aquellos chistes, pero lo peor vino cuando el concejal responsable de aquella polémica salió públicamente, el muy imbécil, a ¡pedir disculpas! No tenía el mérito de ser el autor de los chistes, de manera que no le correspondía disculparse por, a lo mejor, ser un chiste malo. Lo que hacía era otra cosa: lo que hacen todos los conformistas, congraciarse con la «opinión pública»; diría también que renunciar a su propia «personalidad», si la tuvieran.
Los chistes que han circulado en esa última campaña electoral catalana han superado cum laude el ingenio de aquellos viejos buenos chistes, sólo que han sido de un gusto más que dudoso. Porque los viejos chistes que han resistido, como la buena literatura o lo mejor del folclore, el riguroso cedazo del tiempo, son cosa de humor universal, mientras que los nuevos son cosa de regocijo parroquial, para el autoconsumo de Juan Palomo, o sea del mismo modo que el nacionalismo, según Josep Pla idéntico a los pedos, que sólo le gustan a quien se los tira. De manera que, paradójicamente, toda esta broma no ha provocado polémicas, porque todo el mundo es indulgente con el carnaval: que cada cual disfrute su fiesta. Encomiable espíritu de tolerancia, pero, ya digo, un tanto y un cuanto paradójico: porque ¿cómo se explica que un humor histórica y literariamente consagrado, universal como si dijéramos, suscite aspavientos a una turba de nuevos hipócritas de derecha y de izquierda, repugnantes exhibicionistas de la bondad, y en cambio un dudoso humor ofensivo descaradamente idiótico se goce universalmente? Dejémoslo en enigma para Cuarto Milenio (una vez leí una interesante novela de ciencia ficción que hacía muy plausible, y antropológicamente coherente, la hipótesis de que el humor negro fuese obra de extraterrestres…), o para algún sesudo sociólogo.
Lo que pretendo aquí no es indagar en la esencia de lo cómico —tema no agotado, pero suficientemente tratado por muchos filósofos—, sino plantear el tema del empobrecimiento intelectual. No tengo objeciones para lo cómico ni para lo trágico, salvo, si acaso, la falta de oportunidad o la sobrevaloración de lo uno y lo otro. Además, muchas veces lo más inteligente es tomarse la broma en serio, y la seriedad a broma. Tanto en la fantasía cómica como en la trágica puede haber, en dosis variables, ingenio y juicio. Éste es mi tema.
Es de Perogrullo que todo diálogo racional requiere un mínimo núcleo de lenguaje e ideas comunes. Es imposible, por ejemplo, entre un chino que no hable español y un español que no hable chino. Pero el lenguaje y el common sense no bastan más que en un territorio primario de comunicación, donde hay poca abstracción y los temas son verdaderamente universales, sencillos y comunes. Si se trata de discutir sobre la conjetura de Riemann, sobre la falacia intencional o sobre el modo de producción asiático se requiere compartir, además del idioma, un buen conjunto de conocimientos teóricos, de matemáticas, teoría del arte e historia, respectivamente. Si se trata de discutir (racionalmente, insisto) de política, es necesario conocer la historia de las ideas políticas y las doctrinas de los oponentes. Así, cada escala, cada territorio de discusión requiere sus propias bases compartidas. Y cada escala procede de la acumulación de un saber y una experiencia en escalas inferiores. De lo contrario, no se produce jamás un verdadero diálogo racional. Se produce, con todo, cierta clase de diálogo precario y corrompido, que no deja por ello de tener significado y consecuencias reales, como lo tiene una riña, un escalofrío o un terremoto, pero que nada tiene que ver con lo que en rigor significa la palabra ‘diálogo’. Siempre que se produzca un encuentro entre contendientes que carecen de esos mínimos conceptos y percepciones que requiere el diálogo racional, será necesario —y quizá también posible, si no lo impiden factores irracionales de fuerza mayor— retroceder un grado, o dos, o los que sean necesarios para encontrar el terreno de saber y experiencia comunes. Esto no quiere decir, como en las simplificaciones de la mayéutica clásica, que en cada estadio se hayan de mantener los mismos juicios u opiniones, sino simplemente que tales juicios, opiniones y percepciones deben ser universalmente inteligibles, se han de comprender en conjunto como racionalmente adecuados al sentido común, es decir dentro del horizonte de hechos e ideas comprensibles y comunes de ese estadio. De ese modo es posible mantener diferencias de opinión cuando se asciende a un nivel superior de dialéctica más compleja. Tampoco quiere decir que esas diferencias o contradicciones no desaparecerán nunca; todo lo contrario, acabarán desapareciendo (en el terreno racional) todas aquellas ideas u opiniones manifiestamente incapaces de superar una prueba crítica (ya sea lógica o empírica), sólo que el momento de morir no se vaticina clara y fácilmente; además, las ideas, como los individuos y las especies, se transforman adaptativamente durante muchos ciclos antes de desaparecer. Ahí tenemos el caso de las religiones, que a pesar de un sentido original común y más o menos intacto (la creencia en la inmortalidad del alma en un mundo de ultratumba) se van impregnando de contenidos y argumentos históricamente determinados, cada uno de ellos inconcebible en estadios anteriores, y que prolongan su existencia al modo de una erosión continua de sus fundamentos. Ocurre algo similar, pero más sencillo, en el progreso científico, en el que varias teorías opuestas y hasta incompatibles pueden mantenerse mientras no aparece la experiencia crucial que alguna de ellas no es capaz de superar. Por ejemplo, la errónea teoría del flogisto de Johann Becher era plausible hasta que Lavoisier la refutó midiendo la masa final tras la combustión de una cantidad de mercurio.
¿Es posible ahora en Cataluña dialogar sobre el separatismo con los separatistas? La mayor parte de las veces no será posible, en el sentido racional, porque los separatistas nada saben de lo racional. Pero siempre será posible, como he explicado, retroceder tantos grados como sea necesario en la escala intelectual y empírica para hallar un motivo, una experiencia, una percepción o una idea común, y proceder desde allí. Trabajo arduo y fatigoso, desde luego, pero sólo porque debe reiterarse hasta la náusea; las primeras veces que se realiza resulta como un paseo por floridos pensiles. De cualquier forma, ése es el trabajo de Sísifo de los maestros con sus alumnos: aunque son distintos cada curso, y para ellos todo es nuevo, son lo mismo para el maestro, al que toca volver a lo mismo una y otra vez; ni más ni menos que para un albañil, que a pesar de construir siempre un edificio nuevo, realiza siempre las mismas operaciones. Con toda seguridad, no es posible que los maestros, ni los soldados, los policías, los albañiles, los médicos, ni nadie, sean individualmente infatigables; pero en cambio sí es infatigable el trabajo de la especie, donde siempre hay más de un animal que cumple con el mandato de la naturaleza. Como yo soy un individuo, completamente irrelevante —e irresponsable— en el destino de la especie, puedo excusarme de permanecer en silencio y limitarme a contemplar el errático mundo a mi alrededor, o puedo limitarme —como de hecho estoy haciendo ahora— a comunicar mis observaciones a un limitado número de personas, algunas de ellas muy afines a mi modo de pensar, desentendiéndome de la eficacia o ineficacia civil de esa comunicación. Jamás he tenido el vigor o la virtud de persuadir a una asamblea, pero en cambio estoy satisfecho de la mayoría de mis diálogos con pocas personas. Sin embargo, lo que considero importante es aquella otra virtud de la que carezco, la de los líderes. Y lamento que ahora en España quienes pueden alzar su voz crítica alto y lejos no sean líderes políticos, sino sabios marginados, mientras que los que capitanean a las masas, a la derecha, la izquierda o el centro, son ignorantes y grotescos.
A la tontería y la farsa política que llega a su cenit en Cataluña hay que añadir, para ser justo, que también han aparecido en la prensa, aquí y allá, notables reflexiones sabias y críticas, condenadas a ser ignoradas por casi todos. O sea que no todo han sido ingeniosidades estúpidas, sino también críticas inteligentes al nacionalismo, ahogadas en la algarabía de un carnavalesco regocijo. Por ejemplo, que el catalán no es tanto un «nacionalismo» como un separatismo (un propósito criminal), que, al igual que otros muchos casos de conducta colectiva, hay razones de orden psicológico que lo explican, la mentalidad borreguil del consuelo y la disipación en la secta, o que se alimenta de la ignorancia y la falsificación de la historia… (Todos estos tópicos y muchos más han sido varias veces expuestos y discutidos en este mismo blog.) Se ha vuelto a explicar pacientemente que el llamado «derecho a decidir», tal como lo esgrimen los nacionalistas —y hasta algunos despistados dirigentes no nacionalistas, como los de Podemos— es una sinrazón como un piano. García-Trevijano incluso nos concedió su precioso tiempo para ofrecernos una lección de historia del derecho romano («La independencia de Cataluña…»), al tiempo que declaraba, muy inteligentemente, que ya no se molestaba ni en escribir contra esas estupideces. En verdad, uno ha de sentirse ridículo explicando estas cosas de cajón; es como enfrascarse a enseñarle termodinámica a un bobo que cree en el poder milagroso de un fosfeno para incrementar la inteligencia. «Lo que a uno incumbe, uno tiene derecho a decidirlo»; lo que incumbe a dos, que lo decidan ambos; a tres… a cuatro… «Lo que a todos incumbe, todos tienen derecho a decidirlo.» ¡Bendito Perogrullo! Pero es que, previamente, debe hacerse la distinción lógica entre lo decidible y lo indecidible. No se decide si 1+1 ha de sumar 2 o ha de sumar 0,4; no se decide si mañana debe haber un eclipse de sol; no se decide si debe volver a implantarse la esclavitud por deudas, o el feudalismo; no se decide si debe negarse el voto a las mujeres… y, por supuesto, no se decide la existencia de las naciones. Todas esas cosas son hechos, lógicos o empíricos —algunos de los cuales se convierten formalmente, históricamente, en derechos, pero siendo siempre el hecho (la fuerza) su fundamento previo; en todo caso, hay una coherentización lógico-jurídica, concebida racional-idealmente, que también tiene su fundamento en la experiencia. Tampoco se niega que uno pueda tener respecto a tales hechos una «opinión» peregrina cualquiera: que crea poder provocar un eclipse por la omnipotencia de su pensamiento, o que le disguste, razonadamente o no, que las mujeres tengan voto o que se prohíba la esclavitud… Faltaría más, que en la patria del Quijote estuviese prohibido el lunatismo y la extravagancia. Simplemente, tales ocurrencias y sentimientos nos traen sin cuidado, y no son materia de derecho alguno, sino de capricho y libre fantasía. No nos importa un adarve si un francés «se siente» o no francés; cuenta como francés y punto (para la estadística, para la sociología, para la historia, para el derecho, para la economía, para todo); cuando muestre su pasaporte en una aduana, ningún agente se interesará por saber cuán francés se siente o se deja de sentir. Lo mismo vale para un español, aunque aquí abundan más los exhibicionistas que se imaginan que sus sentimientos nos importan. Fernando Trueba, sin que nadie se lo preguntase, declaró que no se siente español; al filósofo Gustavo Bueno esa espontánea confesión de intimidades le ha recordado aquello de Hegel: «Imposible es meter el espíritu en un perro dándole a mascar libros.» A mí me ha hecho rememorar a Gabi, Fofó, Miliki y Fofito. Pero, señor mío, ¿qué es eso de «sentirse» francés, español o alemán? Lo único que tiene sentido es ser o no ser, de hecho, francés, español o alemán. Y si bien lo de «sentirse» tal o cual cosa podría «decidirlo» cada cual (pero tampoco, porque más bien lo «deciden» por él sus glándulas y su educación), lo que de ningún modo puede decidir es (1) ni la nación a la que pertenece —salvo que emigre y se le conceda otra nacionalidad— (2) ni la existencia de la suya o de cualquier otra nación. Pero quizá los separatistas hayan malinterpretado a Renan cuando hablaba de un «plebiscito de todos los días»… Estas categóricas afirmaciones se hacen, claro está, del lado de la filosofía o del estudio científico de la historia, y desde este lado bien podemos abandonar a los mitólogos y oscurantistas líderes del catalanismo con su creencia en que una nación la deciden los sentimientos y las ocurrencias peregrinas. Sin embargo, me parece también, como ya he insinuado, una obligación de la filosofía la de bajar al fondo de la Caverna. Porque también las sombras son reales, como es real el espíritu, o Dios, o cualquier fantasía. Las sombras son reales quoad sombras; lo falso está en tomarlas como cuerpos, ignorar que son justamente las sombras de unos cuerpos.
Concedamos, à la Sócrates, sólo para probar que nada se avanza con ello, la hipótesis nacionalista de que ‘Cataluña’ o ‘los catalanes’ tienen «derecho a decidir» si forman o no parte de España. ¿Incumbe sólo a los catalanes este asunto? Es evidente que incumbe a todos los españoles. Y a los españoles que no son catalanes me parece evidente que se les antoja absurdo «decidir» si España debe seguir siendo España o dejar de serlo o fragmentarse. Lo mismo debe parecérselo a los ciudadanos de Cataluña que no son catalanes ni quieren serlo, salvo jurídicamente, en el sentido estricto de habitar en esa región. Yo mismo. De ahí el espontáneo, entusiástico y liberador coro de los votantes de Ciudadanos la noche del escrutinio: «Yo soy español, español, español…» No hace falta que añada lo absurdo que me parece ese partido liberal en casi todo lo demás. Ese canto no puede comprenderse sino como defensa propia, como respuesta a las agresiones antiespañolas del separatismo, y especialmente a la gravosa y absurda imposición del catalán como única lengua. Ese fanatismo cateto pretende que se convierta en catalán, «culturalmente», todo el que venga a vivir en este rincón de España. Nadie ha visto jamás que a un catalán o a un gallego o a un andaluz que vaya a vivir a Toledo se le obligue a convertirse en castellano —o a «sentirse» castellano. Y puedo atestiguar que ninguno de mis amigos y parientes catalanes sería capaz de convertirse en gallego si emigrara a esa otra punta de esta piel de toro. Porque desde sus orígenes España ha sido constituida por esa abigarrada y fascinadora amalgama de pueblos, que tantas veces ha sido motivo de hondas reflexiones para viajeros instruidos. La posibilidad de que un andaluz se vuelva gallego por fuerza le ha de parecer a cualquier andaluz como la de fabricar un decaedro regular, o peor aún, un círculo cuadrado, es como «mezclar agua y aceite», según comprendió perfectamente Irving Babbitt en su magnífico ensayo «Spanish character». Pero al mismo tiempo, ni un gallego ni un andaluz naturales —que no hayan sido adoctrinados por las fantasías de andalucistas o galleguistas— pueden dejar de pensar que gallego, andaluz, manchego o catalán son otra cosa sino modalidades folclóricas de lo español, nada obligatorio desde ningún punto de vista, y nada que altere en lo más mínimo la condición jurídica de español.
¿De dónde surge entonces la peregrina idea de que cada comunidad «cultural», cada «nación» (en ese mismo sentido «cultural», no político) tiene «derecho» a constituirse en Estado? Como hecho político, es sencillamente secesionismo, contrario a derecho. En sentido «cultural» es algo que no tiene nada que ver con la razón de ser de una nación política. Ahora bien, resulta que los separatistas catalanes aducen una causa justa de «derecho de autodeterminación», para lo cual, previamente, deben convencerse a sí mismos y procurar persuadir a los otros de que son una «nación oprimida». En fin, que no salimos del terreno de las fantasías animadas de ayer y hoy. Me pregunto si realmente algún catalán ha creído alguna vez que cuando se desplaza a Segovia pierde sus derechos constitucionales o queda al margen del Código Civil o el Penal españoles, o si cree que esos códigos no rigen en Cataluña del mismo modo que en cualquier palmo cuadrado del territorio español. ¡Ah, que lo olvidaba!, no se trata para el separatista de hechos y de leyes, sino de sentimientos… y no se trata de ser juiciosos (tenir seny), sino ingeniosos. Lo que podríamos asegurar con toda razón es que si hay algún derecho y algún sentimiento que ha sido vulnerado en Cataluña es el de los ciudadanos a que sus hijos reciban una educación en español, a que se use el español institucionalmente. No añado los brutales atentados de la corrompida burguesía dirigente de la Generalitat a los derechos y servicios públicos, porque eso también se hace en el resto del país.
Mi conclusión personal es la misma que la de García-Trevijano: no hay ni que molestarse en discutir con los separatistas. Si quieren hacer una Declaración Unilateral de Independencia, con mayoría o sin ella, que tanto da, pues que la hagan, y a ver las consecuencias; como decían los ingleses, la prueba del puding es comerlo. Entonces no necesitarán las lecciones de realismo de los libros de historia, porque dispondrán de algo más enérgico: las lecciones de realismo de la áspera y maciza realidad actual. Todo aquel que se preste a discutir estas sandeces hace el ridículo, e inevitablemente pierde, porque entra en su delirante terreno. Así han hecho el ridículo los líderes de Podemos (Iglesias, Errejón, Monedero y el resto), cuando conceden que ‘los catalanes’ han sido heridos en sus sentimientos por ¿?… ¿España?… ¿el Estado español?… ¿el gobierno español? Resulta que hay muchas cosas que pueden disgustar a unos u otros sobre lo que sucede en la política y la economía españolas, pero nada que distinga lo que toca a Cataluña de lo que toca al resto. Resulta entonces que los dirigentes de Podemos se han vuelto muy sensibles al orgullo de ofendido de los catalanistas, mientras ignoran la insufrible opresión que el catalanismo ejerce sobre todos los ciudadanos catalanes a los que ese fanatismo les repugna. Que cientos de miles de trabajadores hayan entonces preferido votar a Ciudadanos —o incluso al PSC— es algo irrelevante para estos miopes. Era ingenuo esperar otra cosa, toda vez que la facción antinacionalista de Podemos (Podemos Unidos) fue arrinconada hace meses. Iglesias y sus camaradas hicieron muy mal sus cálculos: apoyaron la candidatura de una nacionalista (Ubasart) y se dejaron convencer de que sería ventajoso unirse a la izquierda podrida indefinida y nacionalista moderada (ICV). Ese error se puede disculpar, y muchos otros más gordos. Pero lo que han dicho después del batacazo electoral es pura contumacia.

Podemos

Hace 9 meses adherí a Podemos, tras analizar los planteamientos de Pablo Iglesias y concluir que se aproxima mucho al tipo de líder astuto y heterodoxo que sabe cómo aprovechar lo aprovechable y desechar lo viejo e inútil, y en este mismo blog he expuesto mis opiniones marxistas al respecto. Por disciplina de partido he comulgado, como muchos otros, con las ruedas de molino de la coalición con ICV (o sea de ‘Catalunya Sí Que Es Pot’: el izquierdismo neo-hippy está muy aficionado a los rótulos extravagantes), la izquierda exquisitamente burguesa y catalanista a la que pocas semanas antes Iglesias o Monedero decían que no había que salvar. Admito que se me reproche; comprendo muy bien a mis amigos marxistas que, no viendo en Podemos ningún signo de verdadera inteligencia política, sino más bien una consecuencia imbele y lastrada del 15M, se resisten a seguir mi ejemplo de secundar esta divagante formación política. Hago mías todas sus razones, y admito mis contradicciones, y aun puedo añadir otras que mis amigos no me detectan: por ejemplo, la aparente incompatibilidad entre mi naturaleza tremendamente individualista y la militancia en cualquier clase de organización (como Groucho Marx, a veces me parece lógica la condición que impondría para pertenecer a un club: que no admitiese a un individuo como yo). En general, me comporto como el espíritu de la discordia, criticándolo todo, sin olvidarme de cuestionarme a mí mismo. Esto, sin embargo, no excluye en mí un tenaz sentido de la lealtad y la disciplina colectiva; un poco a la inversa de lo de Kant («Piensa como quieras, pero obedece»), yo me impongo: «Obedece, pero piensa como quieras». Se diría que esas dos virtudes, la lealtad y la disciplina, son el mínimo requisito para militar en un partido, pero no es verdad. Sólo los partidos marxistas-leninistas del pasado siglo forjaron hombres de hierro, que hacían del Partido Comunista una Iglesia indestructible. Eso pasó a la historia; al menos en Podemos —y con toda seguridad en cualquier otra organización— hay a patadas individuos que carecen de esas virtudes, y de muchas otras. Todo lo cual ha de dejarnos de momento indiferentes, aunque constituya también, en el fondo, un grave problema político.
No hago estas confesiones por un estúpido sentido de lo personal; como ya he dicho, la experiencia y la sensibilidad de cada cual es algo irrelevante en la discusión racional, y me aplico el cuento. Lo hago porque mis contradicciones son comunes a otras muchas personas, al menos parcialmente, y en conjunto tejen un argumento verdaderamente político o impersonal. Me siento como Reb Tevye, el judío ruso protagonista de El violinista en el tejado, atrapado entre el respeto a la tradición y el amor a sus hijas. Sucesivamente Reb Tevye fue dando su brazo a torcer, con argumentos verdaderamente conmovedores, juiciosos y literalmente dialécticos («por un lado… pero por otro lado…»); de manera que finalmente cedía al casamiento de sus hijas con quienes las habían enamorado, y no con quienes los padres, por tradición, eligiesen; y en cada caso había de sacrificar más ideas y tradiciones; finalmente sus hijas marchaban felices al matrimonio por amor, con el consentimiento y la bendición del buen padre. Pero la sensatez dialéctica de éste pareció llegar a un colmo cuando fue el momento de casar a la última, la menor, porque ésta traspasó un límite que le parecía ya infranqueable: casarse con un gentil. El bondadoso Tevye lo intentó de nuevo con todas sus fuerzas: «…por un lado… pero por otro lado…» (que si no es judío, pero es buen chico, que si es una afrenta, pero está tan enamorada, que si esto por un lado, pero aquello por otro lado…). Esta vez fue superior a sus fuerzas y a su amor, no pudo tolerarlo: «¡No! —gritó—. ¡Ya no hay más lados!» Los jóvenes novios marcharon sin escuchar de sus labios el consentimiento y la bendición del padre; pero en la última, conmovedora escena, el padre les enviaba en silencio y a lo lejos, desde el fondo de su corazón, su bendición y su amor.
Un importante motivo inicial que me inclinó a sumarme a Podemos fue, repito, la persuasión íntima de que Pablo Iglesias era un buen estratega y, aunque le faltaban aún muchas tablas, sabía distinguir lo doctrinal de lo táctico; sabía, por ejemplo, traducir a lenguaje vulgar —repugnante para los intelectuales, pero eficaz entre las masas—, como hicieron los bolcheviques, los lemas, críticas y objetivos fundamentales en la lucha por la transformación socialista. Para empezar, que ni siquiera se tratase de verdaderos objetivos socialistas (¿cómo, que al traducir el socialismo del lenguaje científico al vulgar lenguaje público actual deja de ser socialismo?; no lo digo irónicamente). No entraré aquí a explicar cómo se distingue a alguien que transforma su discurso a conveniencia, tácticamente, adaptativamente, astutamente, de alguien que da bandazos, que es un simple charlatán o un aventurero político. En todo caso, tenemos el ejemplo cumbre de la Iglesia católica, y en especial de la Compañía de Jesús, para demostrar que el primer tipo existe. (Para Gramsci, como tácitamente para todos los grandes dirigentes, la Iglesia católica es el modelo de liderazgo y de hegemonía perfecto a imitar.) Bajo el influjo de esa intuición, yo era capaz de resistir cada día contradicciones insufribles no ya para un marxista, sino para cualquier persona razonable: que el partido estuviese formado y dirigido principalmente por neófitos («ya aprenderán…»), que estos izquierdistas de asamblea sin ideas, o con un batiburrillo confuso e incoherente de vulgares ideas burguesas y hasta oscurantistas, se resistiesen a fortalecer la estructura mediante la formación de cuadros y órganos dirigentes democráticamente centralizados («ya se lo demostrará la experiencia y la autocrítica…»), que por todas partes lloviesen proclamas ridículas de podemistas «animalistas», «ecologistas», «feministas» y demás folclore típico del podrido conformismo burgués («ya iremos haciéndoles comprender y pensar críticamente…»), pero ¡si hasta hay un Círculo Musulmanes! (aquí se me acababan las excusas, como al pobre Reb Tevye), que Iglesias se alinea con la posición claudicante de Tsipras («un poco de astucia: lo que para los griegos es una claudicación, para Podemos es oportunidad de atraerse a la clase media…»), que el programa no llega ni a keynesiano (ésta era fácil: «aún hay que crear condiciones políticas para una transformación socialista, esto es un programa mínimo, de rescate…»), y la guinda, Podemos no se define claramente contra el nacionalismo, sino que pretende desactivarlo por el procedimiento, aparentemente prudente, de no discutirlo, de situarse fuera de sus coordenadas. Esto último me parecía claro hace unos meses, pero no ahora. Ante la exigencia nacionalista de definirse, por ejemplo, frente al «derecho a decidir», Pablo Iglesias declaraba que ese «derecho» carece de sentido, porque sencillamente «no existe»; su prudencia le llevaba a declarar que «no existe» sólo desde el punto de vista real-jurídico, o sea que tal pretendido «derecho» no lo reconoce la Constitución, de modo que si los catalanistas quieren que se les deje «ejercerlo», hay que realizar primero una reforma de la Constitución. No añadía ninguna crítica ni política ni jurídica ni filosófica a tal pretensión; no decía que el «derecho a decidir» ¡la existencia de una nación! no existe en sentido categórico, material, histórico, &c. Y yo pensaba: ¡Es listo! ¿Para qué discutir en esos términos categóricos con catetos que no entenderán nada y lo volverán polémicamente contra nosotros? Se trata de desactivar el nacionalismo mostrando un obstáculo concreto, visible y tangible, que lo vuelve automáticamente una fantasía incluso para el más tonto. La política concreta, instrumental, de corto alcance, populista, no necesita coherencia filosófica; eso era antes, cuando de verdad el marxismo operaba en el sentido gramsciano de edificar un nuevo «sentido común». Además, el ingenio retórico de los podemitas produjo otra ironía desactivadora: cada vez que se sacaba a colación el «derecho a decidir» se insistía en darle un sentido social, no nacionalista, como «derecho a decidirlo todo» (la política fiscal, la prohibición de los desahucios, la nacionalización de la banca, la Renta Básica Universal, &c.). Esto, en verdad, no era más que una pura reacción retórica, que mal disimulaba la concesión al nacionalismo. Pero la astucia de Iglesias, según yo creía percibirla, iba más allá: cuando se le preguntaba si en esa hipotética reforma constitucional se incluiría el derecho de autodeterminación de las regiones, también rechazaba contestar, con una especie de «ya se verá, ya se discutirá…», puesto que su propio partido no había decidido nada al respecto, y con toda seguridad habría militantes antinacionalistas que se opondrían. Lo único definido e inequívoco era que Podemos no se proponía conculcar las leyes, sino reformarlas —y no se definía claramente en qué sentido reformarlas.
Luego se fue revelando poco a poco la completa debilidad de esas astucias frente al catalanismo que ya había infestado buena parte de Podemos en Cataluña, y en especial en su Consejo Ciudadano Autonómico. Por más que el nacionalismo repugne a muchos podemitas, su ascendiente es incontestable en otros muchos. Por más que se exprese internamente un gran malestar por la coalición con ICV, ésta fue avalada por la dirección y la Asamblea Ciudadana (así se llama en Podemos a una fantasmal y clandestina comunidad que vota electrónicamente: unos 40.000 ciudadanos en Cataluña, de los que apenas 3.000 o 4.000 son verdaderos miembros activos). Los dirigentes de Podemos, como he comentado, creyeron que esa coalición iba a proporcionar más votos. Los trabajadores catalanes no nacionalistas, ya lo hemos visto, les han dado una merecida patada. Pero como el nacionalismo no atiende a cálculos ni a verdaderas astucias, sino a calambres e ideas fijas, los dirigentes de Podemos siguen sin querer aprender la lección. Pretenden justificarse diciendo que Podemos tiene una especie de obligación moral de soslayar el tema nacionalista y concentrarse en lo social, lo cual no es ni medio verdad: (1) porque la coalición ‘Catalunya Sí Que Es Pot’ recoge la pretensión nacionalista del «derecho a decidir» y está encabezada y seguida por notorios nacionalistas; (2) porque a todas luces es evidente que, aunque ellos pretendan que no debía decidirse en estas elecciones ninguna cuestión nacionalista, sino social, la ciudadanía no ha tenido más remedio que aceptar el planteamiento plebiscitario, lo que exige una definición. Así que todos aquellos ciudadanos que no se toman a la ligera el nacionalismo, que no creen que eso sea una cosa irrelevante o secundaria, sino principal, que ya ha violentado suficiente e intolerablemente la vida civil, han decidido que debían votar a un partido definidamente antinacionalista, aunque fuese de derechas, porque no hay partido de izquierdas que lo sea. Con lo que se demuestra que las masas, o parte de ellas, son instintivamente infalibles, más inteligentes que los dirigentes.
Es indescriptible la decepción de muchos podemitas al ver que los trabajadores no nacionalistas han votado a la derecha —ni más ni menos que los nacionalistas—; pero no es tan difícil de comprender. Monedero ha admitido, con la boca pequeña, que ha sido un error que Podemos (¿o ‘Catalunya Sí Que Es Pot’?) no dejase bien claro ¡«que no es nacionalista [¿o separatista?]»¡ Pero, señor mío, ¿cómo iba a dejar eso «claro» coaligándose con un partido que sí es declaradamente catalanista, llevando en cabeza de su candidatura a reconocidos nacionalistas, y para colmo, siendo nacionalista la propia Secretaria General? No dejar eso claro no ha sido ningún error: es que eso no está nada claro, vamos, que no es verdad. Ahora bien, si Monedero se expresase con algo más de claridad y de franqueza, si lo que quería realmente decir es que es un error que Podemos no rechace claramente el nacionalismo, entonces ahí le daría la razón.
Pero la falta de claridad de Monedero no es una simple torpeza de expresión, sino una confusión ideológica. «El derecho a decidir —dice— es mayoritario en Cataluña. Todo está abierto, y quien no quiera escuchar se equivoca profundamente. O aprovechamos lo que sucede en Catalunya para reinventarnos en España, o los aprovechados van a pescar en este río revuelto.» Entonces el «derecho a decidir», que según Pablo Iglesias «no existe», según Monedero «es mayoritario en Cataluña» (debemos entender: es mayoritaria en Cataluña la creencia de que sí existe o debe existir). ¿Acaso esta dudosa afirmación «deja claro» que Podemos «no es nacionalista»? Un río revuelto lo será toda la política española, pero indudablemente también lo es Podemos. (De lo de «reinventarnos en España» no digo nada, porque ni alcanzo a comprender esa estrafalaria poética…)
¿Dónde ha ido a parar aquella astucia de Iglesias a la que me he referido? ¿O es que no existía realmente, que todo era un espejismo, una ilusión de mi voluntad, un autoengaño? Yo estoy persuadido de que, por ejemplo, Tsipras se ha equivocado en su giro a la derecha. No quiero ni insinuar que todo giro a la derecha sea siempre un error; a veces es un acierto. Las categorías de izquierda, derecha o centro no responden a ningún conjunto de doctrina, sino a cuestiones de táctica, de oportunidad. Los comunistas luchan por el socialismo, pero usan los medios de que dispongan, medios reales, no ideales; de manera que a veces adoptan una postura radical izquierdista, a veces una más eficaz postura derechista, a veces una intermedia; todas son coyunturales, no hay filosofía que las justifique sistemáticamente. De modo que si una fracción mayoritaria de Syriza ha decidido abandonar el combate no se tratará posiblemente de cobardía ni de traición, sino de cálculo. Nadie que sea razonable se lanza a una batalla que no cree poder ganar, o que está persuadido de que perderá. Ese valor, por admirable, conmovedor y heroico que a veces pueda ser, es siempre estúpido, irresponsable. También se abandona el campo de batalla por pura cobardía, pero esto es en general más difícil cuando la decisión es colectiva. No hay ciencia exacta que nos revele cuándo una claudicación es prudente y cuándo es simplemente cobarde; recíprocamente, sólo el análisis concreto de cada situación concreta puede determinar si una batalla se perdió por no haber medido bien las fuerzas o por haber sido temerarios. Yo concedo que Tsipras ha hecho sus cálculos y ha concluido que no tiene medios de vencer en lo que antes se proponía; no concedo, en cambio, que esos cálculos sean correctos: me parecen un error, como a los escindidos de la Unidad Popular o al Partido Comunista griego, y que haya vuelto a ganar las elecciones no es en verdad ninguna prueba de que ha acertado. También puede ser erróneo el cálculo cuando se decide atacar sin garantías de vencer, como los mineros comunistas asturianos en 1934, y luego la resistencia, ya irremediable, de la II República a las tropas de Franco. No voy a discutir aquí ni el caso de Syriza ni ningún otro. Lo traigo a colación porque más arriba he apenas insinuado que lo que puede ser un error para Tsipras podría ser un acierto para Iglesias, una astucia táctica y propagandística. Su apoyo a la candidatura nacionalista de Ubasart para dirigir Podemos Cataluña, y su aprobación de la coalición con ICV es evidente que también responden a un cálculo, no a convicciones doctrinales. Ahí se acaba toda su inteligencia; aunque haya que esperar algo para conocer su nueva estrategia, ya no me queda mucha confianza, a juzgar por las torpes justificaciones retóricas realizadas inmediatamente después de conocer el fracaso electoral. Porque en mi opinión, y en la de muchos otros, eso ya se veía venir a la legua, salvo para un miope político.

España

En su emotivo discurso del 31 de enero en la Plaza del Sol, ante una aglomeración de cerca de 300.000 personas, Pablo Iglesias mencionó docenas de veces la palabra «Patria», cargándola de contenidos socialistas que, lejos de mitigar el componente emotivo, no hacían más que inflamar los corazones y hacer brotar las lágrimas. Claro que un anticomunista como Marhuenda puede desternillarse de risa llamando a eso «cursilería», y no podemos negar que, al fin y al cabo, se trataba de algo demasiado sentimental. Pero, como decía Cafrune, «la sangre tiene razones que hacen engordar las venas», y ninguno de los que allí estaban y se conmovían tenía razones para dudar de que en la sal de sus lágrimas se condensaba un universo de juiciosas ambiciones.
Cuando no era más que un adolescente, me resultaban bastante incomprensibles los ensayos que a veces leía sobre el significado poco menos que filosófico de España y lo español (Unamuno, Ortega…). No se trataba de la idea genérica de patriotismo, más o menos idéntica para cualquier nación, sino de algo peculiar del «carácter español». Lo del patriotismo en general era fácil de comprender incluso para un muchacho, fuese cual fuese su juicio al respecto. En mi caso, conocedor de la histórica ruptura bolchevique con la II Internacional, se trataba ante todo de la posibilidad de instrumentalizar los sentimientos o intereses patrióticos para mitigar la lucha de clases, que tendía al internacionalismo. Comprendía, sin embargo, que también los comunistas eran patriotas, y que la lucha de clases se desarrolla en el marco de la nación política, siendo el internacionalismo una cuestión de solidaridad más ideal que material. También era fácil comprender el contenido emotivo, heroico, del patriotismo en la poesía, que viene a ser la cristalina y mínima expresión de ese sentimiento (Miguel Hernández, Machado, incluso Borges…). Esto era fácil de entender, porque en lo esencial esa emoción de contenido heroico está ligada a sentimientos muy elementales que puede albergar el corazón de cualquier adolescente, a pesar de su corta experiencia, por su estrecha afinidad con otras emociones intensas y muy materialmente sentidas desde la infancia (amistad, lealtad, coraje, &c.). Incluso cuando el relato es completamente imaginario, como en El Señor de los Anillos, logra, si está bien compuesto y bellamente aderezado, agolpar en nuestro pecho todo un piélago de potentes emociones de esa clase. Ya digo, todo esto era fácil de comprender, incluso si los poemas patrióticos incorporaban rasgos e ideas que sólo tenían sentido para España y para ninguna otra nación.
Pero cuando el tema se desliza de este territorio universal poético —que vale para cualquier nación, hasta el punto de que los poemas heroicos en que los protagonistas son hombres de otras naciones nos conmueven del mismo modo— a ese otro espacio histórico-real en que ya hay que comprender singular y concretamente el carácter de una nación determinada, entonces la cosa se vuelve más difícil y abstracta, y requiere mayor acumulación de experiencias vitales de las que posee normalmente un adolescente. Y una dificultad no menor es el hecho de que casi siempre, al indagar históricamente sobre el carácter nacional, se adhiere algo —o mucho— de aquella poética universal de sentimientos no distintivos de ninguna cultura en particular.
Los pensadores —españoles y extranjeros— que han profundizado y explicado «lo español», y a los que yo difícilmente podía comprender cuando era un niño, se esforzaban justamente en dilucidar qué es eso no genéricamente heroico (poético-patriótico), indistinguible, sino lo genuinamente hispánico; es decir aquello que es español, sea o no, además, puramente patriótico.
El día de las últimas votaciones para el parlamento catalán tuve ocasión de observar un poco melancólicamente a las buenas gentes que paciente y educadamente, en orden silencioso, formaban largas colas para depositar su papeleta. Me preguntaba si esas gentes —sin duda ilusas, ingenuas y pacíficas—, que al menos en aquel lugar sabía positivamente que votarían mayoritariamente a la candidatura secesionista de Artur Mas, me preguntaba si son «responsables», si se les puede hacer responsables de las consecuencias de sus «democráticos» votos. Tal como yo lo contemplaba, en su mayoría se trataba de viejitos y jovenzuelos que viven bajo el alucinógeno y entusiasmador efecto de la criminal fantasía separatista. Hasta tal punto es opiácea esta influencia, que ninguno de ellos aprecia la índole criminal de la opción que votan. Me pareció un claro síntoma de la debilidad o ausencia del Estado a que se refiere Spinoza en su Tratado político: «La sociedad peca, por consiguiente, siempre que hace o deja hacer algo que puede provocar su ruina. En cuyo caso decimos que peca, en el mismo sentido en que los filósofos o los médicos dicen que peca la naturaleza. En este sentido podemos decir que la sociedad peca cuando hace algo contrario al dictamen de la razón. […] Entendemos más bien que hay ciertas circunstancias, en las cuales los súbditos sienten respeto y miedo a la sociedad, y sin las cuales desaparece el miedo y el respeto y, con ellos, la misma sociedad.» (Tratado político, iv, § 4.) No sé explicarme muy bien por qué absurdo e hipócrita motivo se escandalizan tantos cuando se invoca la fuerza como única, definitiva e ineludible causa política. (Porque, desde luego, eso no excluye la ética, sino más bien al contrario, advierte que ninguna ética puede triunfar si no se pertrecha de aparatos coercitivos; Spinoza, en particular, propugna un Estado democrático, que garantice sobre todo la libre opinión.) Más crudamente, ¿por qué alguien se ofende cuando otro conjetura que el separatismo conduce a la guerra civil? ¿Acaso nos hemos olvidado, no ya de nuestra propia Guerra Civil —que también involucró este motivo, pero que al fin y al cabo se produjo en un contexto internacional distinto, aunque comparable—, sino de la reciente guerra de los Balcanes? Y me parece innegable que los yugoslavos no tenían una educación peor que la nuestra, sino posiblemente mejor. Si una guerra es evitable, únicamente podría deberse a que ningún segmento social obtendría beneficio de ella. Pero esto es, por desgracia, altamente improbable (y me ahorro hablar de la contingencia o de la «sobredeterminación» althusseriana). En cualquier caso, me parece imprudente —por decir lo menos grave— procurar acallar la mera expresión de esa posibilidad, como si fuese inconcebible, o peor aún, como si se obedeciese a la primitiva superstición de que el modo de evitar las cosas es ignorarlas. Si realmente no hubiese posibilidad alguna de guerra civil, sería entonces como para proclamar oficial y solemnemente el inicio de una nueva era, en la que los hombres renuncian firme y categóricamente a la violencia para solventar sus diferencias inconciliables, diferencias que eo ipso dejarían de ser en verdad inconciliables: la palabra «inconciliable» debería desaparecer entonces del diccionario, so pena de que en un par de generaciones no se hallase ya a uno solo que comprendiese su significado. Creer tal cosa me parece, como poco, pura ingenuidad.
Sin embargo, el irenismo metafísico parece haber calcinado los sesos a todo el mundo, o bien se trata de la mayor plaga de hipocresía que haya asolado a la humanidad desde el pithecanthropus erectus. Bastaría, ya que la pereza mental no permite que se les aconsejen muchas lecturas de historia, que leyesen un poco a Spinoza; por ejemplo esto: «Todo esto se puede comprender con más claridad si consideramos que dos sociedades son enemigas por naturaleza (duæ civitates natura hostes sunt). Efectivamente, los hombres… en el estado natural son enemigos; y, por lo mismo, quienes mantienen el derecho natural fuera de la sociedad son enemigos. Por tanto, si una sociedad quiere hacer la guerra a la otra y emplear los medios más drásticos para someterla a su dominio, tiene derecho a intentarlo, ya que, para hacer la guerra, le basta tener la voluntad de hacerla. Sobre la paz, en cambio, nada puede decidir sin el asentimiento de la voluntad de la otra sociedad. De donde se sigue que el derecho de guerra (jura belli) es propio de cada una de las sociedades, mientras que el derecho de paz (jura pacis) no es propio de una sola sociedad, sino de dos al menos, que precisamente por eso se llaman aliadas.» (Tratado político, iii, § 13.) Esto no quiere decir que no haya poderosas razones para procurar la solución pacífica de los conflictos; el pacifismo políticamente bien entendido es una actitud no sólo moral, sino realista; lo que quiere decir es que incluso la paz debe estar garantizada por la fuerza. Así que mucho más plausible sería este otro motivo de evitación de una guerra civil: que los dirigentes separatistas, aun sin confesarlo, hiciesen bien sus cálculos y, llegados a la clara convicción de que un solo paso más en sus propósitos no sólo desencadenaría la legítima acción represiva-defensiva del Estado, sino que ellos saldrían derrotados.
Claro que, entre las contingencias y sobredeterminaciones, se han de contar también los aventurerismos y los cálculos mal hechos, o no hechos en absoluto (el fanatismo supersticioso, &c.). Se concluye con demasiada rapidez y a menudo que, si bien los individuos pueden actuar alocada o irresponsablemente, esa imprudencia es mínima en el caso de las clases o partidos. Es mucho suponer. ¿Acaso contó la II República, tanto en su efímero gobierno como en su resistencia militar, con algo más que puro voluntarismo y protesta moral? Ni supo aplastar a su enemigo antes de la guerra, ni supo organizarse durante ésta. El ejército de Franco estaba obligado a ganar (y esta triste conclusión puede extenderse a todo el régimen franquista, que no habría perdurado si hubiese carecido de eficacia material, y no sólo ni principalmente en el sentido de su capacidad de reprimir a sus enemigos políticos, de los que apenas se significaron más que unos pocos miles de comunistas).
Volviendo a contemplar aquella fila de pacíficos entusiastas votando por un partido secesionista, sin que el Estado les haya hecho sentir fehacientemente lo criminal de sus rebeldes propósitos, &c., &c., me preguntaba: ¿Son —o serán, o serán juzgados— esos ciudadanos ingenuos culpables de la anarquía a la que inconscientemente se encaminan? Un sentimiento piadoso seguramente nos obligará a juzgarlos inocentes, como cuando se exime de culpa a alguien por, digamos, embriaguez o locura transitoria. Sin embargo, ni siquiera esa absurda conmiseración sería tan grande como para extender la indulgencia a los líderes. Entonces diremos —vieja cantilena— que las masas han vuelto a ser víctimas de sus irresponsables dirigentes, &c., &c. (Como los alemanes después del Holocausto: «no sabíamos…»).
No tengo el cuerpo como para discutir estos tristes presagios sin piedad, a lo Spinoza. Me limitaré a sugerir que, en tal caso, si los pueblos han de ser eximidos de responsabilidad cuando apoyan «democráticamente» una canallada, si, en suma, son literalmente irresponsables —en todos los sentidos de la palabra— cuando son malas las consecuencias, entonces ¿por qué hemos de fingir que pueden y deben ejercer su «derecho democrático», a «decidir», &c., &c.? No estoy sugiriendo, ¡Dios me libre!, que la democracia (ni la formal-burguesa ni la socialista) me parezca una farsa porque «las masas son ignorantes, &c.»; admito que sea una farsa por muy distintos motivos. Aunque en el fondo no es la opinión mayoritaria lo que garantiza el triunfo de una determinada política, sino casi a la inversa (es el poder, los medios materiales y de propaganda, los que garantizan la inculcación de una opinión en la mayoría), la consulta democrática es un método inmejorable para asegurar la racionalidad de la vida civil. Uno puede temer que la democracia sea un ejercicio absurdo si no va acompañado de una educación (al menos una educación política); pero en mi opinión tal educación es del todo ficticia, una pantomima, cuando las masas carecen realmente de poder. ¿Una paradoja? ¿Un círculo vicioso? Puede ser.
Ha sido inevitable acordarme estos días de estas palabras atribuidas a (falsamente) al mismísimo Bismarck: «Estoy firmemente convencido de que España es el país más fuerte del mundo. Lleva siglos queriendo destruirse a sí mismo y todavía no lo ha conseguido. El día que deje de intentarlo, volverá a ser la vanguardia del mundo.» Pero supongamos que, en lugar de «dejar de intentarlo», lo que hace es consumarlo definitivamente, con la segregación de Cataluña.
Mi primera —y de momento única— conclusión hipotética es ésta, no más que una tautología: que «por fin» España habría desaparecido de la historia, se habría «autodestruido»… Lo de Bismarck me sigue pareciendo justo, aunque su juicio no fuese acompañado de un sesudo análisis histórico lleno de ejemplos. Se resume en esa ingeniosa frase todo un cúmulo de sabiduría y filosofía histórica. Pese a su motivo central (la autodestrucción), su sentido final era innegablemente positivo: «…el día que deje de intentarlo…», este sintagma señalaba a una posibilidad gloriosa; no sugiefe en modo alguno que España (los españoles) jamás dejaría de «intentarlo» (autodestruirse). También es cierto que ni siquiera sugiere que alguna vez «lo consiga», aun si no deja de «intentarlo». Es mucho suponer. En fin, el juicio es cualquier cosa menos pesimista o desmoralizador para nuestra nación: nos supone eternamente «fuertes», infinitamente poderosos, hasta el punto de resistir nuestros propios actos autodestructivos como nación, los más temibles, a cuyo lado se nos antoja una fiesta rechazar cualquier dominio extranjero —como el napoleónico, pongamos por caso.
El separatismo catalán es tan virulento que puede muy bien hacer que muchos, al menos en Cataluña, empiecen a dudar de esa fortaleza hispánica que pudo haber fascinado nada menos que a Bismarck (perdónenme que insista, aunque la cita sea apócrifa). ¡Tanto fue el cántaro a la fuente…! En fin, que esa virtud asombrosa de poder resistir nuestra nación cualquier daño impunemente autoinfligido —aun cuando lo gobiernen vendepatrias o políticos corrompidos hasta la medula—, ese poderío sobrenatural llega un momento en que, como todo, se quiebra… En Cataluña, no lo dudo, la fatiga ha podido desmoralizar de ese modo a muchos.
Ahora bien, esto sería también fruto de un espejismo, contagiado por el nacionalismo separatista: o sea el mismo espejismo, sólo que acompañado de pena, en lugar de un estúpido y malicioso regocijo. Y ¿qué demuestra que sería un espejismo? Algo muy sencillo: que esa claudicación la sentirán algunos —o incluso muchos— sólo en Cataluña, que es una minúscula parte de España —y una diminuta parte de la ecúmene hispánica. El resto de los ciudadanos de nuestra nación no tendrán dificultad para percibir el secesionismo como un propósito vano. Tampoco la mitad de los catalanes, o algo más, como se ha probado en las últimas elecciones.
Sin embargo, no basta eso para volver a tener la misma confianza que depositaba nuestro hipotético Bismarck en el destino de España. Hay que volver a Spinoza. Quizá una nación tan quijotesca como la española pueda permitirse la imprudente conducta de autocuestionarse y autoinfligirse toda clase de heridas, de exponerse a toda clase de peligros (el toreo, por cierto, se convierte en un símbolo perfecto de esa conducta, parte del spanish character… como los patrones etológicos que sólo explica el principio de selección sexual, o sea una pura «machada»…).
Todo eso, aunque demasiado poético y demasiado metafísico, puede creerse… Innegablemente, ese carácter español, de seguir realmente existiendo, estaría muy en contradicción con las tendencias socioeconómicas mundiales, lo que llamamos «globalización», una uniformidad de los modos de vida y de las psicologías, que ya no se explicarían tanto por el peso de una herencia cultural —algo que justificase mínimamente una psicología nacional, un spanish character—, sino por la adaptación de los individuos y las comunidades a unos medios y condiciones materiales uniformes y con una educación similar en todas partes. Con todo, no quiero negar sin más el peso que todavía puede tener una tradición, un carácter nacional. Dejémoslo a la intuición y el parecer de cada cual, o a los poetas. Todo eso puede creerse…
Lo que ya no tenemos necesidad de abandonar a la poesía es el tema de Spinoza: la debilidad del Estado.

8 comentarios:

  1. Pablo Iglesias escribió un artículo en la LNF (núm. 30, julio–agosto de 2015), «Entender Podemos». A mi juicio, un artículo que demuestra, sin paliativos, la ignorancia política de su autor. Antes de decir cuatro cosas sobre ese artículo, quiero advertiros —porque me parece que no lo he hecho antes en los debates de este blog—, que yo no soy marxista, y ni siquiera comunista. Sin embargo, el marxismo me parece innegablemente una doctrina coherentísima y verdadera; y sin dudarlo defendí todo régimen comunista, por más «burocrático» o «stalinista» que fuese —según las críticas de los propios marxistas. Soy, como creo que tú mismo, más bien un spinozista.
    Dice Iglesias, de sí propio, que en su análisis combina su rol de secretario general con el de politólogo, y que «al fin y al cabo, sin el segundo el primero no habría sido posible y esa es, sin duda, una de las principales características de nuestra fuerza política». Llama «realismo político» a algo que tiene escasa relación con una filosofía materialista (digamos la de Spinoza), a saber: al simple «reconocimiento de la derrota de la izquierda durante el siglo XX», como si eso fuese un gran misterio de la ciencia. Habla de «países centrales» y «áreas centrales» sin que uno sepa a qué puñetero concepto «politológico» se refiere. Deja caer que la URSS y la China de Mao no «constituían una realidad moralmente aceptable», como si creyese que para todos significa lo mismo que para él lo que es moralmente aceptable o inaceptable —o peor aún, como si creyere que el significado de la palabra «moral» es algo así como la repugnancia de los delicados. Dice que «el siglo XX fue también el siglo del avance social en los que el viejo marxismo llamaba torpemente “frentes secundarios”. Los movimientos de mujeres, los de las minorías (étnicas, sexuales...), los movimientos de defensa del medioambiente y toda la gama de nuevos y novísimos movimientos sociales fueron la expresión de nuevos avances democráticos.» A mí no me parece que los marxistas cometieran ninguna torpeza en esto; más bien me parece absurda e ilusa la confianza que tiene él en el carácter crítico, transformador o lo que sea de esos «frentes secundarios». Luego se refiere a la «crisis del petróleo» (sin duda la de 1973), y a continuación a los acuerdos de Breton Woods, como si éstos fueran la consecuencia de aquélla, como si una contingencia explicase el desarrollo de las contradicciones capitalistas. Pero como, la verdad, se limita a mencionar en florilegio los ‘nombres’ de los tópicos históricos, sin analizarlos ni apenas insinuar su sentido, no podemos imputarle ninguna incomprensión o error, sino simplemente superficialidad. Y más divagaciones por aquí y por allá…

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  2. Lo de la traducción de los objetivos socialistas al lenguaje vulgar de las sombras cavernarias del populismo lo veo de otro modo. En mi opinión, no hay traducción alguna, y apenas puedo conceder que se trate de táctica; porque la táctica es la adaptación de una estrategia, a su vez dictada por unos objetivos de emancipación completa (el socialismo), pero los objetivos de Podemos no tienen más alcance que los inmediatos de su programa de rescate. El mismo Iglesias lo expresa así en ese artículo: «Es evidente que no puede hablarse de revolución, en el sentido histórico del término, ni de nada que pueda llamarse transición al socialismo, pero sí de procesos de recuperación de la soberanía que limiten el poder de las finanzas, impulsen transformaciones en los modelos productivos, aseguren una mayor redistribución…» El propio Iglesias explica a su manera lo que tú has llamado su astucia táctica, en particular en lo tocante a «traducir» a un lenguaje populista objetivos socialistas: «Disputar el reparto simbólico de posiciones al adversario, pelear los “términos de la conversación”, fue nuestra tarea político-discursiva más importante. En política, quien decide los términos de la disputa decide en gran medida su resultado. No tiene nada que ver con “abandonar principios” o “moderarse”, sino con asumir que el terreno del combate ideológico no lo definimos nosotros, sino que presenta presupuestos muy precisos que limitan nuestro repertorio de materiales discursivos disponibles para avanzar.»
    Iglesias no se aclara cuando habla de pérdida de hegemonía de la burguesía en términos de «crisis orgánica». Es como un indeciso «sí, pero no». Aboga, lo mismo que Manuel Sacristán, por sobrevalorar el papel crítico o transformador de movimientos más que dudosos, como el ecologismo, el feminismo, el pacifismo, &c., que poca o nula relación tienen con el socialismo, ya que esas inquietudes —por lo general muy irracionalistas— son compartidas por burgueses y proletarios, por liberales y socialistas. Y de estos tópicos pasa, sin transición argumental, al tema de la crisis económica y de la redistribución de la riqueza, tema en el que ya no hay posibilidad de que un liberal coincida con un socialista. Luego vienen los disparates sobre los platós televisivos como el verdadero escenario político, o sobre el uso de su propia imagen como «el chico de la coleta» para magnetizar al «pueblo de la televisión», al «pueblo socializado políticamente por la televisión». Amén de una expresión absurda en sí, que lo es, es una idea absurda la que se encierra en ella. Y a partir de aquí el artículo sigue errático hacia los mundos ilusorios de Pablo Iglesias y Podemos, desde los que el mundo real (constituido por el resto) se percibe vagamente como una sutil materia fácilmente inteligible y domeñable por esa peculiar ciencia de la «ilusión» que ha fabricado este populismo.
    En fin, que yo no veo por ninguna parte ni inteligencia política ni verdadera astucia. Eso sí, admito que Iglesias tiene aura y es capaz de fascinar a las masas, y que en lo fundamental pesa algo en la balanza de la transformación socialista. Pero, ya te digo, Alberto, me parece que, en efecto, has sufrido un espejismo.

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  3. He leído ese artículo de Iglesias, y tengo que darle la razón a Victorio: es penoso. Sólo por comparación con la desoladora mediocridad reinante puede parecer Iglesias muy inteligente. En el país de los ciegos, el tuerto es el rey. Anguita decía de él, a principios de este año, que era «el Lenin español». Viniendo de Anguita, más que una exageración, es un juicio tan limitado como la inteligencia de ambos. Una vez, en una conversación con Alberto, recuerdo que me habló de una metáfora que había sacado, ampliándola, del historiador del arte Ernst Gombrich, acerca de la diferencia entre la Summa y el Credo. Alberto intercalaba el Catecismo entre ambos, y añadía en el polo inferior también el Padrenuestro, el Salve y el Avemaría. Se trata de tres niveles en toda doctrina o filosofía: el erudito, exhaustivo y crítico, el de la clerecía o ejército de intelectuales orgánicos, y el popular. El Catecismo es el resumen de la Summa, y el Credo es el resumen del Catecismo. Los grandes líderes comunistas (Lenin, Mao…) eran verdaderos y competentes filósofos. Un jovencísimo Lenin escribió ‘El desarrollo del capitalismo en Rusia’, que Althusser, sin apenas exagerar, consideraba «la única obra de sociología científica» que se hubiese escrito jamás; y escribió también ‘Materialismo y empiriocriticismo’, que fue elogiado por el mismísimo Karl Popper —aunque una caterva de pedantes académicos marxistas se hayan despachado a gusto contra su pretendida vulgaridad. Aquellos grandes líderes podían escribir una Summa; los de hoy, a lo sumo, como Pablo Iglesias, un imperfecto y corrompido Catecismo; y la mayoría de los militantes de la izquierda apenas recitan el Credo sin trastabillar. He vuelto a leer el debate que aquí mismo suscitó una entrada de Alberto (del 6 de diciembre), «En defensa de Podemos», en el que intervinieron también Josep Maria Viola y Raquel Beluto, y al contemplar el rigor y fecundidad de los razonamientos no he podido evitar una sensación de náusea al compararlo con toda esa vulgaridad de Iglesias, y no digamos del resto de los políticos de izquierda o derecha en este país. ¡Y que eso se publique en la NLR! Por lo demás, en ese debate a propósito del artículo de Alberto de diciembre, aunque interrumpido, queda fijada con toda precisión la crítica que aún puede hacerse. Lejos de responder a las mínimas expectativas de regeneración de una lucha anticapitalista, según se conjeturaba posible, lo que se ha demostrado es la más absoluta incapacidad de Podemos para renovar nada de nada. O sea, el mismo fundamentalismo democratista, idealista, que ya Josep Maria Viola trató muy críticamente en este mismo blog («De la debilidad del movimiento del 15-M», 22 de julio de 2012). Y ¿qué decir de la miopía, o sordera, o completa deprivación sensorial, que aqueja a estos nuevos reformistas frente al disparate nacionalista, que, como advierte Alberto, incluso miles de trabajadores catalanes sin estudios de «politología» han rechazado simplemente, sin remilgos ni complejos ni bobadas culturalistas, votando a Ciudadanos?

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  4. He leído también ese artículo de Iglesias, y sí, también comparto el juicio de Victorio. Viene a ser como un torpe intento de «traducir» a un lenguaje teorético el superficial sentido de la pragmática populista de corto alcance, como si con ello se creyese que en realidad esta política tiene un alcance mayor. Lo de la traducción o resumen de una Summa o un Catecismo en un Credo, que ha recordado Saúl, a veces no quiere decir un verdadero resumen ni una verdadera traducción, sino más bien un disimulo. No me resisto a citar un maravilloso párrafo salido de la genial pluma de Wilkie Collins (en La Piedra Lunar), y que bien podía encabezar un estudio titulado «De la traducción del impío lenguaje científico al rastrero y vulgar lenguaje de la cortesía, y viceversa»:
    «Mrs. Merridew me presenta sus saludos y no pretende comprender siquiera el asunto que ha sido el tema de mi correspondencia con Miss Verinder, en sus raíces científicas. Juzgando la cosa desde un punto de vista social, sin embargo, considera que puede pronunciarse libremente respecto del mismo. Probablemente, afirma Mrs. Merridew, desconozca yo la circunstancia de que Miss Verinder apenas cuenta 19 años de edad. Permitir que una joven de su edad asista, sin una “acompañante”, en una casa atestada de hombres, a un experimento médico, constituye un ultraje al decoro que Mrs. Merridew no puede de ninguna manera tolerar. De llevarse adelante la idea, considerará un deber de su parte —hecho que implicará un enorme sacrificio de su personal conveniencia— acompañar a Miss Verinder en su viaje a Yorkshire. En tales circunstancias se atreve a pedirme y espera que yo acceda buenamente a reconsiderar el asunto, ya que ha podido comprobar que Miss Verinder no acepta otra opinión que la mía. Quizá su presencia no sea necesaria y una sola palabra bastaría para librarnos, tanto a Mrs. Merridew como a mí, de una desagradable responsabilidad. Traduciendo este lenguaje de vulgar cortesía al inglés corriente, nos encontramos con que esto quiere decir, en mi opinión, que Mrs. Merridew siente un miedo mortal por la opinión de las gentes. Desgraciadamente, ha acudido al hombre que menos motivos tiene para sentir ningún respeto por su opinión. No habré yo de defraudar a Miss Verinder ni de demorar la reconciliación de dos jóvenes que se aman y que han permanecido separados ya demasiado tiempo. Traduciendo esto del inglés corriente a un lenguaje de vulgar cortesía, nos encontramos con que esto quiere decir que Mr. Jennings le presenta sus saludos a Mrs. Merridew y lamenta no considerar justificada una mayor intromisión de la misma en este asunto.»
    Pablo Iglesias tiene un talento prodigioso para hablar en el lenguaje cortés que seduce a la «opinión pública», y la orientación política de Podemos depende de otras cosas.

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  5. En la mencionada entrada del 6 de diciembre hablé de la verdad que se esconde tras la mentira literal de que Podemos es «comunista», en opinión de los voceros de la derecha española. Básicamente, quería apoyar la tesis de que todos los comunistas españoles deberíamos integrarnos en Podemos, a pesar de que, en efecto, este partido dista mucho de ser socialista. Es populista e indefinido, más aún, si queréis, que la tradicional izquierda indefinida, y aun más divagante y extravagante. Sin embargo, es también el único que congrega ese factor real imprescindible que es la indignación popular y los deseos de cambio, y por tanto el único medio en el que resultaría fecundo trabajar por recuperar la ciencia socialista. Y aquí el liderazgo de Iglesias y Errejón, por más que sus planteamientos «teóricos» no pasen el menos riguroso de los exámenes científicos, no me parece ningún obstáculo. Son una amalgama de astucias realistas y fantasías; habrá que aprovechar las primeras y desechar las últimas. Personalmente, no albergo ya casi ninguna confianza en que Podemos pueda ni vencer electoralmente, como Syriza, ni aun procurando sacar partido de una ecléctica amalgama de moderadas y perentorias ambiciones sociales. Su talón de Aquiles es evidente hasta para el más tonto: ni siquiera posee una estructura organizativa coherente; y, sobre todo, no logra convencer a los comunistas de que se adhieran. No tengo ni ganas de discutir todo esto. Me parece ahora mucho más grave el tema que ha motivado mi entrada: que ni siquiera es capaz de romper de una vez con todas con el mayor lastre que pesa contra toda posibilidad de racionalizar la vida civil en Cataluña, el catalanismo (independentista o no independentista), como ha sabido hacer, en cambio, un partido de derechas como Ciudadanos, llevándose incluso los votos de los trabajadores socialistas, excepto los que han votado a la CUP.

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  6. Casi no tengo tiempo de entrar a fondo con el interesante artículo que, como es costumbre, nos brinda Alberto. Me limitaré a hacer algunos comentarios a vuelapluma. Tampoco voy a entrar a valorar el artículo de PI (que todavía no he leído, pero me hago ya a la idea con lo que aquí se ha dicho). He expresado varias veces —tanto en público como en privado— mi escepticismo sobre la inteligencia o astucia política de los dirigentes de Podemos. También lo he hablado en alguna ocasión con Alberto, el cual creía ver en el llamado «populismo» de Podemos una astuta táctica para llegar a la gente dándoles una papilla de algo más «complejo» (como una «Summa», por usar el símil que habéis mencionado). Pero quizá no hay ningún fondo más allá del discurso que propalan los dirigentes de Podemos. En este sentido, suscribo prácticamente todo lo que han dicho Victorio Volante y Saúl Colombo. También Alberto Luque parece algo desencantado, por así decir, con el rumbo que ha tomado Podemos. Al margen de esto, no me parece ingenua la pretensión de Alberto de que este Partido fuera una «herramienta» a través de la cual podrían —y debieran— adherir todos aquellos socialistas, porque a pesar de su divagancia y extravagancia, «es también el único [Partido] que congrega ese factor real imprescindible que es la indignación popular y los deseos de cambio, y por lo tanto el único medio en el que resultaría fecundo trabajar por recuperar la ciencia socialista».
    De todos modos, me parece muy complicada la tarea de «reformar» por dentro toda la podredumbre idealista instalada en Podemos, empezando por algunos de sus propios dirigentes. Parece que Alberto alberga esperanzas en este sentido cuando dice que los dirigentes, y supongo que muchos otros, «son una amalgama de astucias realistas y fantasías; habrá que aprovechar las primeras y desechar las últimas». Parece que de momento no logran que la izquierda «comunista» adhiera a Podemos y ni siquiera han sabido gestionar el tema catalán, quedando muy mal parados en estas últimas elecciones. Muchos currantes han preferido votar a un partido como Ciudadanos, o incluso seguir votando al PSC, antes que dar su confianza a lo que ellos entienden como una «ambigüedad» de CSQP, osease, Podemos. Yo ya no pienso que sea ambiguo lo que propugna Podemos sobre el asunto catalán (empezando por PI), lo han dicho muy claramente: llegar al poder para efectuar reformas constitucionales donde se incluya el derecho a decidir de los pueblos o naciones de España (PI ha repetido hasta la náusea que «España es un país de países», cosa incomprensible para mí, incluso como metáfora…). Tienen el convencimiento de que estando ellos en el poder, los catalanes independentistas «ya no desearán marcharse» de la patria hispana. Me parece a mí que muy poco conoce al nacionalismo catalán y sus delirios mitológicos como para creer que los abandonarían sensatamente en un España económica y socialmente más justa. España siempre será algo maldito, sea jacobina, federal, autonómica o tropical. Como dicen ellos, «lo llevan en los genes».

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  7. Comparto el hastío de Trevijano cuando dice que «no merece la pena hablar de esto»; es una batalla perdida, incluso intentando retroceder unos grados en la discusión (quizá algunos líderes políticos, como el propio Iglesias, tendrían la capacidad de influir y fomentar una «contra-hegemonía», pero el caso es que no lo hacen). Yo mismo llevo realizando como Sísifo una tarea a todas luces absurda: intentar explicar a los nacionalistas cuán equivocados están. Muchas veces procedo por segmentos o niveles: desmontas los argumentos económicos, los políticos, los lingüísticos, los históricos… y acabas en el terreno de los irritantes («es que tú no lo entiendes», «es un sentimiento», «es algo más profundo», «estamos en otro nivel, estamos ya convencidos», incluso me han dicho en alguna ocasión que «es algo inexplicable»). En estos términos es imposible llegar a nada, salvo a los puños… Es como golpear un muro de hormigón con la cabeza, te acaba doliendo y no has conseguido nada. O como ir en bici estática: terminas cansadísimo y no te has movido de sitio. A algunos nos parece que este tema del nacionalismo (como todas las demás supercherías) debería ser cuando menos secundario. Pero lo han elevado a un nivel que afecta la propia vida civil y eso nos obliga a deslizarnos en esas discusiones ridículas e inútiles… a topar con el muro infranqueable de «los sentimientos». Claro que bajamos a la caverna y no despreciamos esas sombras, porque son reales en cuanto sombras, pero inevitablemente llego siempre a la misma conclusión: es una lucha destinada al fracaso y parece que lo único que nos queda es, como reza el motivo de Beckett, «fracasar mejor».

    Hace unos días leía un artículo de Slavoj Žižek en que analizaba la película «Están vivos», de John Carpenter:

    «[…] John Nada tropieza accidentalmente con unas cajas ocultas en un compartimento secreto de la pared; las cajas están llenas de gafas de sol. Cunado más adelante se pone un par de gafas por primera vez, se da cuenta de que un cartel publicitario ahora solamente exhibe la palabra “Obedece”, mientras que otro exhorta al espectador con el mensaje “Casaos y reproducíos”. También observa que los billetes de banco llevan las palabras “Este es vuestro Dios”. Lo que tenemos aquí es una ‘mise-en-scène’ hermosamente ingenua de la crítica de la ideología: por medio de las gafas crítico-ideológicas vemos directamente el significante-amo tras la cadena del saber; aprendemos a ver la dictadura en la democracia, y verlo duele. Cuando Nada intenta convencer a Armitage para que se ponga las gafas, su amigo se resiste y tiene lugar una dura y violenta pelea. La violencia que aquí se escenifica es positiva, una condición de la liberación; la lección es que nuestra liberación de la ideología no es un acto espontáneo, un acto de descubrimiento de nuestro verdadero ser. La película nos enseña que, si uno mira demasiado tiempo a la realidad con las gafas crítico-ideológicas, sufre un fuerte dolor de cabeza: es muy doloroso ser privado del excedente de goce ideológico. Para ver la auténtica naturaleza de las cosas, necesitamos las gafas. No es que tendríamos que quitarnos las gafas ideológicas para ver directamente la realidad como es: nuestra vista natural es ideológica. Por eso, la larga pelea entre Nada y Armitage es crucial en la película; empieza Nada diciendo a Armitage: “te doy una oportunidad: o te pones estas gafas o empiezas a comerte este cubo de basura” (la pela se desarrolla en medio de cubos de basura volcados). La pelea, que se prolonga durante unos insoportables cinco minutos, con momentáneos intercambios de sonrisas amistosas, es en sí misma totalmente “irracional”. ¿Por qué Armitage no acepta ponerse las gafas, siquiera para satisfacer a su amigo? La única explicación es que él ‘sabe’ que su amigo quiere que vea algo peligroso, que obtenga un conocimiento prohibido que arruinaría completamente la relativa paz de la existencia cotidiana.» [«Respuestas sin preguntas», en Slavoj Žižek (ed.), ‘La idea de comunismo’, Madrid, Akal, 2014, pp. 242-243.]

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  8. De algún modo, el argumento de las gafas tiene que ver también con el mito de la caverna platónico. John Nada, que ha salido a la superficie, vuelve a bajar al mundo de las sombras para que su amigo se ponga las gafas y éste se resiste… intuye que «hay algo más» y que quizá no le guste. El mismo argumento está en Matrix cuando dan a elegir entre la pastilla roja o azul. Pues bien, este análisis del filósofo esloveno, mutatis mutandis, ilustra lo que sucede con un gran número de nacionalistas: es tarea imposible hacerles poner las gafas crítico-ideológicas; sus mitos son mucho más reconfortantes.

    Cambiando de tercio, casi a renglón seguido del texto que he transcrito, Žižek apunta algo que me hace pensar en los movimientos populares, el 15-M y Podemos, en el problema del asamblearismo y las debilidades estructurales de los partidos…

    «Cuando el pueblo trata directamente de “organizarse” en movimientos, lo máximo que puede conseguir es el espacio igualitario para el debate en el que los oradores son escogidos por sorteo y a todo el mundo se le da el mismo tiempo (breve) para hablar. Pero estos movimientos de protesta son inadecuados cuando llega el momento de actuar, de imponer un nuevo orden: en este punto, se necesita algo parecido a un ‘Partido’. Incluso en un movimiento de protesta radical, el pueblo no sabe qué es lo que quiere, exige un nuevo amo que se lo indique. Pero si el pueblo no lo sabe, ¿lo sabe el partido? ¿Volvemos al tópico tradicional del partido poseedor de la visión histórica y conductor de la gente?» [Ibid., pp. 243-244.]

    ¿Es Podemos este Partido? Aquí lo dejo.

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