24 de mayo de 2012

Un caso de falsificación fotográfica en la UdL


[DE: Alberto Luque]

Quiero añadir otro caso a los comentados por José Ramón, para dar un poco más de juego, y hasta de humor negro, al dialéctico ejercicio de la comparación. Seguramente algunos de vosotros recordaréis el caso de Eduardo Sánchez Moragues, un estudiante de la UdL que fue detenido, juzgado y encarcelado en 2005 por crímenes sexuales (abuso de menores y tráfico de pornografía infantil). Estaba también reclamado por el FBI por delitos similares en EE.UU. Es algo personal y casual, y hasta cómico-grotesco, lo que vuelve este caso imborrable en mi memoria. El tal Sánchez había suspendido hacía años la asignatura de primer curso que yo había impartido (“Lenguajes artísticos”), y justo dos días antes de ser detenido y saltar a la prensa el escándalo me había enviado un correo-e pidiéndome una tutoría para explicarle lo que había de hacer para aprobar esa asignatura. Le cité en mi despacho para el día posterior a aquel en que habría de ser detenido; recuerdo que le pedí que me no se alarmase si me retrasaba, porque a veces me costaba encontrar aparcamiento, a lo que él se ofreció muy amablemente a guardarme una plaza de parking. También recuerdo que el día para el que le había citado me aproximé a mi despacho con la cómica sensación de que me hallaría en la puerta a uno o dos policías esperándome para interrogarme, porque evidentemente se habrían incautado del portátil del menda, y allí estarían nuestros correos, con el lamentablemente tono cariñoso que solía usar en mis correos (“querido tal, querido cual…”, etc., “un abrazo”, etc.); y allí anticipaba yo en mi imaginación la escena en que me ponía nervioso, como hacía cada vez que la policía de tráfico me paraba para lo que fuese, lo que me daba aspecto de sospechoso. Eso no era tan improbable: el día anterior había visto en la tele al mismísimo rector, Joan Viñas, mostrando un azoramiento que casi le paralizaba, al responder a los periodistas sobre el asunto. Por desgracia, no pude hacer realidad mi pequeña fantasía detectivesca, que me habría servido para husmear ligeramente en el sórdido mundillo de los policías y los delincuentes. Por cierto, aquello también sirvió para rescatar algo de mi mala reputación; hasta entonces yo era un hueso como profesor, un grano en el culo para todos aquellos a quienes inquieta la mala nota que da un índice de suspensos elevado; pero como entre aquellos que no habían podido superar mis exámenes estaba este menda, pues de pronto me convertí en poco menos que un héroe (como en La hoguera de las vanidades), que había salvado a la UdL de la vergüenza adicional de tener que admitir que entre sus egresados se hallaba un psicópata de aquel calibre. Y la verdad es que yo me sentía, y aún me siento, culpable por no poder compartir ese gozo: si suspendió algún examen que le hice fue porque no sabía ni palotada, y no por ser un pederasta.
Bueno, el caso es que este tipo había estado en muy buenas relaciones institucionales con la UdL; por ejemplo, había coordinado varias Jornadas de Climatología o cosa así. Si se hace una búsqueda en Google asociando su nombre a las siglas UdL aparecerán varios documentos en que constan las aportaciones que recibió. Sería rarísimo que no existieran registros fotográficos de esos eventos, donde Sánchez apareciera junto a miembros del gobierno de la Universidad y otros responsables académicos o administrativos. Pues bien, existen en efecto tales odiosas fotografías, pero fueron oportunamente retocadas con el Photoshop, no sé si grosera o sutilmente, pero en definitiva para hacer desaparecer al molesto adlátere, al personaje despreciable. Algún miembro ilustre de nuestra institución sintió de pronto la insoportable vergüenza de ver su imagen junto a la de un “monstruo”, y mandó a un técnico que realizara esos salvíficos trucajes.
José Ramón dice que lo importante sería, en cada caso, la voluntad, la buena o mala voluntad, la finalidad con que se cometen tales falsificaciones. En general, yo adhiero a la tesis jesuítica de que el fin justifica los medios (N.B., una teoría en efecto sostenida por los adalides de la Compañía de Jesús, y que no sé por qué motivo se atribuye generalmente a Maquiavelo). Pero ¿cuál era el propósito en este caso? ¿Poder soportar la tremenda vergüenza de que se supiese que uno había tenido relaciones con un sádico? Independientemente de los motivos, se trata de una falsificación muy grave (aunque no, por supuesto, tan grave como los delitos cometidos por el tal Sánchez), porque esas fotografías no sólo son un testimonio para la reconstrucción del pasado del delincuente, sino también para la historia de la propia Universidad. Y me pregunto si en este caso, en que probablemente se trataba de fotografías digitales, si al no haber negativos de película que guardar, se conservaron los archivos originales. No me sorprendería enterarme de que tales archivos han pasado a mejor vida —lo cual no serviría para ocultar la falsificación, ya que ésta deja como huella una trama digital distintiva; no sirve como ocultar el arma del delito, o el cadáver, porque lo que queda es una prueba de que tal ocultación se ha realizado deliberadamente.
¿Por qué en este caso no se convierte en un escándalo la falsificación? ¿Quizá porque no queda nadie interesado en reintegrar la imagen de semejante “monstruo”? Pues bien, sería poco más o menos una razón de este tipo la que explicaría que los chinos no se inquietasen de la eliminación fotográfica de unos personajes juzgados indeseables. El problema es que esos personajes podrían ser considerados héroes para otra fracción de la población, lo cual motivaría a estos otros a denunciar la falsificación, pero no por el hecho abstracto de haber cometido una falta técnica, sino por ser quienes fueron los eliminados, es decir de nuevo según los fines, como en el credo jesuítico —que, vuelvo a reiterar, yo mismo adhiero. El caso de Sánchez Moragues sólo se distingue por la curiosa unanimidad moral en su condena. Con todo, tratándose de la máxima institución académica, esto indica cuán escasamente ha penetrado el imperativo de la objetividad científica incluso entre quienes están profesionalmente obligados a garantizarla.

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