Alberto Luque
Nuria Peist,
El éxito en el arte moderno: Trayectorias
artísticas y proceso de reconocimiento, Madrid, Ábada, 2012.
Aprovecho este
precioso medio electrónico para presentaros y recomendaros un libro reciente, a
cuya autora me unen además vínculos académicos y de amistad. No voy a hablar
tanto sobre sus contenidos concretos como sobre los problemas que suscita,
sobre lo que hace reflexionar. Me parece que es parte del mérito del autor de
un libro tanto lo que explica como lo que no explica pero hace pensar.
¿Cuál es su tema? Dudo de que este singular tenga
jamás sentido, porque lo que decide el tema
no es el objeto mismo, sino el sujeto que lo interpreta, incluso si se trata de
un discurso que en sí mismo ya lo designa. El tema o el contenido es siempre la respuesta a una pregunta
previamente formulada, y es por tanto distinto según la naturaleza de esa misma
pregunta. El tema o el contenido de la Biblia, por ejemplo, es la palabra
revelada para un creyente, o el desarrollo de una moral antigua para un
filósofo, o el despliegue de unas costumbres para un antropólogo, etc. El tema
de Moby Dick es la aventura de la
caza de un monstruo, o bien la mística elucidación del sentido absoluto del Mal,
o…
Diré
entonces lo que es, para mí, para la autora y posiblemente para la mayoría de
los lectores, el tema de este libro: las condiciones sociales del éxito o
celebridad de los artistas, los mecanismos institucionales que más o menos
regularmente generan y garantizan la pervivencia de esa fama, y el modo en que
tales mecanismos evolucionan con el tiempo (limitándose al lapso del pasado
siglo).
Creo que la
siguiente es una pregunta que con frecuencia se debe de hacer casi todo el
mundo: ¿Qué es lo que ha hecho del David
de Miguel Ángel, de la Escuela de Atenas
de Rafael, de las tragedias de Shakespeare, etc. obras mundial e
indiscutiblemente reconocidas? La respuesta más inmediata, y posiblemente la
más frecuente, es: su mérito. Pero aun así, podemos seguir interrogándonos:
¿Qué circunstancias, procesos, mecanismos o instituciones han hecho posible esa
tan precisa selección de obras maestras, qué —y cómo— es lo que ha actuado de
colimador, o incluso de catalizador? Éste es el tema del libro, no en su
completa dimensión histórica, sino, repito, en el circunscripto lapso de la
modernidad.
Además de los
que —en mi opinión mayoría— pondrían el mérito real como condición principal
del éxito, no faltarán los que sospechen que intervienen también poderosos
factores ajenos. Al fin y al cabo, todos conocemos el fantástico fenómeno de
los éxitos efímeros, el best-sellerismo, que pasado el tiempo queda como una
curiosísima anécdota histórica. Es demasiado fácil decir que todo ello lo acaba
corrigiendo “la posteridad”, porque esto no conduce más que a una tautología:
lo que hace reconocidas y célebres las grandes obras es que ya son reconocidas
como grandes obras desde hace mucho tiempo, pasado el prudencial lapso
contemporáneo en que sería arriesgado apostar por su inmortalidad. Pero el
problema se ramifica aún de manera inquietante: aunque aceptemos que las
grandes obras consagradas que hallamos en los museos están allí por sus
cualidades o méritos intrínsecos, ¿cómo los reconocemos? ¿Poseemos en general
la educación y la sensibilidad suficientes para determinar por nosotros mismos
que Dickens es superior a Wilkie Collins, o que Mozart lo es a Antonio Salieri?
Una vez consagrados por la crítica e invariablemente seleccionados en los
libros de texto, nuestra educación nos impide poner en duda, pongamos por caso,
la grandeza creativa de las tragedias shakespeareanas; el que lo hiciera sería
automáticamente tomado por un extravagante o un estúpido.
La cuestión no
es nada sencilla, y me parece que está todavía condenada a un largo período de
controversia e investigación. Pero de momento ha generado unas nuevas
estrategias teóricas, un nuevo tipo de enfoque: el estudio sociológico de las
condiciones y procesos institucionales del éxito. El libro del que os hablo es
una muy buena contribución a las aún relativamente escasas de este tipo de
estudios.
Reconocimiento,
reputación, fama (o celebridad) y éxito son categorías ineludiblemente
presentes en el lenguaje común, por lo que se convierten en términos peligrosos
para la ciencia. De ahí que tanto Nuria Peist como todos los estudiosos que han
abordado estos asuntos procuren precisar un uso restringido y más o menos
inequívoco de los mismos.
Reconocimiento,
por ejemplo, y en menor medida reputación, son categorías estrechamente vinculadas
al juicio crítico sobre los contenidos de las obras. Los de fama y éxito, en
cambio, son conceptos mucho más marcados por el carácter externo, cuantitativo
y abstracto, de la exposición pública. Pero todos ellos son relativos y
polisémicos, por no decir ambiguos. Y todavía es difícil que la ambigüedad
desaparezca por completo incluso en los estudios más rigurosos. Sin precisar
demasiado, fama significa popularidad
o publicidad a gran escala, entre las
masas. Se evita el adjetivo “famoso” para lo que es celebrado sólo por
conocedores o especialistas. “Famoso entre especialistas” es casi un oxímoron.
La Mona Lisa o el Quijote son famosos a secas,
mundialmente; el Varia conmensuración
de Juan de Arfe es “famoso” —es decir conocido—
entre los historiadores de arte, o entre los bibliómanos. Sin necesidad de que
ahora me extienda, creo que cualquiera puede percibir lo lejos que puede
llegarse en la reflexión sobre lo que involucran estas cuestiones puramente
terminológicas.
Una
circunstancia que algunos estudiosos han propuesto como conditio sine qua non para la adquisición y perduración de la fama
es la masa (crítica) producida. Ésta es una cuestión que el estudio de Nuria
Peist no tiene necesidad de tratar, pero de la que quiero dejar una escueta
constancia, por proporcionar otro tema de reflexión. En general, es casi
imposible que un artista adquiera relevancia si su obra es escasa. Con todo, no
es una condición absolutamente ineludible. Depende también del contexto. Una
sola obra puede (debe) ser reconocida como imprescindible para la historia
cuando no tiene otras con las que competir, por, digamos, carestía
arqueológica. Pero el caso general no es éste: los grandes maestros (Miguel
Ángel, Rafael, Rubens, Rembrandt…) realizaron cientos de obras maestras. Muchas
veces es justamente esta fabulosa fecundidad la que produce un arrobamiento en
el espectador, tan intenso como la fascinación peculiar que suscita cada obra
por sí misma. Leonardo, en cambio, dejando aparte sus innumerables dibujos,
apenas produjo media docena de cuadros. Su celebridad se funda en su
descollante aportación teórica a numerosos problemas artísticos, técnicos y
científicos. Y es precisamente la escasez de sus pinturas lo que las vuelve aún
más famosas y valiosas, por concentración; en el plano más trivial pero también
más decisivo de la cultura popular, esto permite una ecuación-síntesis muy
sencilla: Leonardo = el pintor de La
Gioconda… Este modo peculiar de reconocimiento podría incluso
generalizarse: muchos grandes creadores (Cervantes, Shakespeare…) se asocian
fácilmente a una o dos de sus obras
cumbre, de obligado estudio en las escuelas.
No quiero
abusar aquí de esa licencia a que antes me he referido sobre lo interesante de
hablar de lo que el libro suscita, en lugar de lo que contiene. Diré, por
tanto, algunas cosas también sobre esto.
Nuria Peist ha
estructurado muy rigurosa y diáfanamente su estudio en términos de
evolución-comparación cronológica y a partir de la propuesta metódica de los
cuatro círculos de reconocimiento de Alan Bownes (pares – críticos – marchantes
y coleccionistas – público), pero dilatándola en aspectos muy relevantes. De
esos cuatro círculos, sólo el último corresponde exactamente al éxito —o si se prefiere, a la fama—, que se insiere en el nivel más
general, popular o universal de lo que llamamos la opinión pública. Equivale, con matices, a la consagración.
Parece
evidente que el proceso general o regular que conduce a un artista desde su
primera obra hasta su definitiva consagración haya de recorrer más o menos sucesivamente esos cuatro estadios. Pero
a veces lo hace casi simultáneamente, o en una especie de
ondulación elástica que los superpone. La frecuencia con que esto ocurre es
también no sólo una circunstancia relativa
(al grado de desarrollo histórico de las instituciones y mecanismos
responsables de la difusión), sino un parámetro que sufre una evolución
cuantitativa: se intensifica. Es decir que los ciclos de consagración
definitiva se acortan. Si a principios del siglo xx es del orden de dos décadas, a finales del mismo siglo el
proceso puede abreviarse a un quinquenio o menos. Este cómputo es una de las
más interesantes y claras ideas que revela este estudio de Nuria Peist. No
tiene nada de extraño, si se piensa un poco, pero no había sido antes puesto
tan de relieve, de modo que actúe como una idea-fuerza en la modulación de
nuestros criterios para comprender la evolución artística. No es extraño,
porque se corresponde milimétricamente con un fenómeno económico general,
ineludible y omnicomprensivo: ni más ni menos que la aceleración del ciclo
económico del capital (la intensificación de la producción y el consumismo, por
decirlo en términos menos técnicos). Hasta cierto punto, es esta aceleración e
intensificación de la vida económica lo que provoca el solapamiento o relativa
simultaneidad de las mencionadas cuatro fases de la consagración: es
sencillamente inevitable que mientras pares y críticos aún están batallando por
el prestigio de un artista, los marchantes se apresuren a comercializar sus
obras; cuando un artista está en boca de mucha gente, es aludido con frecuencia
en la prensa, etc., aun si todavía no ha adquirido una presencia notable en
museos o libros de texto, aun si no es posible hablar de él como
definitivamente consagrado, es posible que se haya convertido en un referente universalmente
presente en la opinión pública. Es decir que ya ha adquirido celebridad, sin
poseer aún las garantías de lo que “la posteridad” distinguirá como una obra
importante en lugar de descartarla como episodio de moda pasajera, y sin
necesidad de que el trabajo de los primeros tres círculos haya concluido.
En nuestros
días, y gracias sobre todo a este todavía fascinador fenómeno de la
comunicación universal instantánea que llamamos Internet, parece incluso invertirse
dialécticamente el proceso “normal” de consagración, permitiendo comenzar
justamente por el final: la fama primero, y el reconocimiento crítico después.
Un ejemplo reciente, e interesantísimo —aunque todavía podría quedar en un
simple y anecdótico conato—, lo podríamos tener en el estropicio que una
anciana hizo al “restaurar” (realmente, repintar) un Ecce Homo conservado en una iglesia del municipio aragonés de
Borja. Resulta que en apenas dos días la imagen de este nuevo Cristo
expresionista-naif ha recorrido el mundo, levantando una prodigiosa campaña de
adhesión a la conservación (¿Quieres
salvar el nuevo Ecce Homo?). Y
realmente es este cuadro estropiciado el que tiene interés, tanto estético
como, sobre todo, cultural, sociológico; al fin y al cabo, el Cristo original
era una obra sin el menor valor artístico ni la menor relevancia histórica ni
cultural; lo que ahora resulta interesante salvar para la historia es el nuevo Ecce Homo, el estropeado; sin embargo,
la mojigatería cateta de los lugareños parece haber suscitado la compasión de
unos restauradores profesionales que van a efectuar en el anterior Cristo una
recuperación que jamás había merecido… Veremos en qué queda toda esta polémica;
pero si por casualidad venciese el criterio de esa campaña en Internet,
habríamos asistido al cada vez más frecuente fenómeno de la espontánea y súbita
aparición de una obra de arte universalmente consagrada (famosa) que no
atraviesa por ninguno de los círculos anteriores de reconocimiento; aun si el
fenómeno careciese por completo de interés para los críticos de arte, seguiría
siendo innegable su interés para la historia de la cultura, ni más ni menos que
lo fueron, por ejemplo, las restauraciones del templo de Afaia en Egina, de
Thorvaldsen, ya hace más de 60 años injustamente eliminadas.
Así pues, si
se intentase aplicar el esquema secuencial de Bownes de una manera mecánica e
inflexible, incluso en su limitada aplicación al caso moderno al que en rigor
corresponde, se cometería un error u olvido importante, el de una circunstancia
compleja y dialéctica: la permanente exhibición pública que define el último
círculo se da habitualmente de manera simultánea, con mayor o menor intensidad,
ya en los primeros momentos, cuando aún la celebridad de los artistas depende
de la apreciación de los pares, de las polémicas de los críticos o de las
maniobras comerciales de los marchantes. Los artistas no muestran sus obras
sólo a sus colegas o a los críticos y marchantes, esperando su juicio y
absteniéndose dócilmente de intentar venderlas o exhibirlas por todos los
medios a su alcance; al menos para vivir, las exhiben a cuantos puedan
comprárselas —aunque, lógicamente, el número de éstos que no pertenecen a la
clase de los marchantes o coleccionistas es escasísimo. Los marchantes son,
desde luego, el catalizador —y los críticos el colimador—, una suerte de
plataforma interpuesta sin cuyo auxilio las obras no se difunden apenas. Pero el aumento del número de galeristas y en general el ensanchamiento del mercado
del arte significa que cada vez es menos frecuente que una gran parte de las
obras deba esperar a una rigurosa criba en los círculos intermedios —o
interpuestos— para llegar definitivamente al gran público. Aunque sólo la
aceptación por pares, críticos y marchantes garantice el éxito, es el aumento
del consumo artístico el que acaba mitigando el efecto vertebrador o
discriminador de estas instituciones. La necesidad de vender cada vez más para
un mercado cada vez mayor modifica la dialéctica de los cuatro círculos: no se
trata ya tanto de un proceso de criba que separa las obras consagrables de las
desestimables, sino de un proceso de criba que estratifica la gran masa de las
obras producidas entre las muy valiosas y las menos valiosas.
Por otro lado,
insisto, aun siguiendo el paso sucesivo por los cuatro círculos, las obras
llegan al conocimiento del público, a su exhibición y notoriedad general, mucho
antes de haber sido consagradas o aceptadas como obras maestras universalmente,
en un momento en el que todavía los tres primeros círculos prolongan su trabajo
en la esfera de la opinión pública, su pugna por modificar los criterios del
público y garantizar la celebridad perdurable.
Razonablemente,
Nuria Peist ha preferido ignorar esta complicación de la simultaneidad o
persistencia de la acción de los tres primeros círculos, analizando los casos
según el esquema ideal estrictamente secuencial. Es un acierto, y casi una
necesidad, aunque también sea una simplificación. Si no empezamos por
esclarecer cómo funcionan los tipos ideales, difícilmente podremos comprender
lo que sucede en los casos reales, mezclados. Es como estudiar modelos
económicos ideales (socialismo, feudalismo, mercado simple, mercado
monopolista, etc.), que no son sino construcciones puramente teóricas, para
comprender luego mejor los casos reales, históricos, que son mezclas más o
menos heterogéneas y contingentes de todos aquellos.
Una de las
cosas más interesantes de este estudio, sin ser su propósito, es la posibilidad
de servir de guía comparativa para el análisis de otros casos históricamente
anteriores. La configuración de cada uno de los cuatro niveles de
reconocimiento depende de las condiciones institucionales, económicas y
culturales del estadio histórico en que se desenvuelven. La misma idea de que
un gran artista debe ser consagrado, socialmente sobrestimado, y gozar de una
fama y celebridad póstuma, permanente, igual o superior a la de los monarcas,
los papas, los santos o los filósofos, tiene escasa fuerza antes del
Renacimiento; el reconocimiento inter
pares en el sistema del artesanado medieval no se parece en nada al de la
época de las academias, etc. En suma, pueden ser radicalmente diferentes, e
incluso inconmensurables, los criterios que impulsan el reconocimiento, que dan
sentido a la apreciación pública. No se trata sólo de la innegable mudanza del gusto, sino hasta de la misma disolución
de la noción de gusto como criterio, del cambio en el sentido de las
expectativas, de la clase de cosas que se consideran artísticas o meritorias.
La novedad, por ejemplo, puede,
dilatándose mucho su concepto, considerarse un valor perenne, pero que la
novedad en sí misma, sin servidumbre alguna a otros criterios (armonía,
perfección, decoro, realismo, etc.) funcione como criterio abstracto,
irrestricto, autónomo y superior (algo así como “la novedad por la novedad
misma”) es sólo un fenómeno sociocultural muy reciente.
La elucidación
de niveles de Bownes, sin embargo, no limita su sentido y aplicabilidad al caso
contemporáneo. Algunos de sus rasgos no son aplicables a otras épocas, pero el
patrón puede usarse fecundamente, en términos comparativos, teniendo en cuenta
las condiciones o limitaciones socioeconómicas de cada estadio. Esto equivale,
entre otras cosas, a identificar en cada contexto un equivalente histórico a los pares, los críticos, los difusores y el
público. Me parece que no exagero si digo que un estudio de esta naturaleza
puede servir de patrón para, por ejemplo, análisis históricos comparativos (con
lo que en el mismo dominio acontece en el siglo xvii,
o en el Renacimiento, o en la Antigüedad, aunque estos casos sean mucho más
difíciles de estudiar). De hecho, en sí mismo es ya un estudio comparativo de
tres lapsos de la modernidad (tres generaciones de artistas). Y esclarece una
idea muy interesante, que ya he mencionado: la aceleración de los ciclos de
consagración, el acortamiento de los lapsos, correlativo de la aceleración de
los ciclos de circulación del capital.
Aún queda
mucho por hacer para eliminar por completo la imprecisión, el tópico y la
intuición en el campo de los estudios de sociología del arte. Es raro que
incluso los investigadores más precisos y minuciosos no hagan de tanto en tanto
alguna alusión, por ejemplo, a “la posteridad” como inescrutable mecanismo, a
manera de misteriosa providencia, que acabará decidiendo la fama de cada cual.
Los críticos de arte, en cambio, en general menos escrupulosos —y porque ésa es
su función—, no dudan en augurar fama inextinguible —o al revés, condenar al
olvido— a cada artista por el que se interesan —o que les ofende. Lo que la
inescrutable “posteridad” reserva a los artistas es entonces, al mismo tiempo,
lo que decide sobre esos aventurados augurios de los críticos, algunos de los
cuales acertarán y otros errarán. Así críticos y artistas comparten el mismo
destino (inescrutable).
Nuria Peist se
ha referido a la noción de “contexto” como una suerte de “momento estanco”,
prefiriendo la categoría de habitus,
tomada de Bourdieu. No encuentro en esta distinción una diferencia radical; más
bien se trata de evitar un uso dogmático, simplista o metafísico —i.e. no dialéctico— de la idea de
“contexto”. Hay que tener en cuenta las historias personales de los artistas,
las contingencias desechadas en virtud de un modelo ideal, y luego recomponer o
corregir ese modelo en base a una nueva estadística. Los azares no han de ser
rechazados a priori, porque a priori es imposible saber si se trata de azares.
Al contrario: sólo después de considerarlas en conjunto podrán juzgarse como
contingentes aquellas circunstancias que fueron realmente, objetivamente
infrecuentes, o sin ninguna relación lógica o natural con el “contexto”. Es por
tanto otro gran acierto metodológico de Nuria Peist el de haber tomado como
prueba fundamental la trayectoria vital de cada artista antes del inicio de su carrera, es decir su procedencia social y
cultural, su educación, etc.
Me habría
parecido legítimo, y en absoluto exagerado, llamar a esto un “círculo cero” del
proceso de consagración. La historia familiar —y de clase— de los artistas
previa a la iniciación de su proceso de lucha por la celebridad es una nueva
variable que Nuria Peist incorpora a este estudio, a fin de averiguar si es o
no independiente de los factores posteriores. Su tesis es que no lo es, que
influye mucho, si no decisivamente, que condiciona de algún modo todo el
proceso posterior. Esto es algo que ya podrían intuir muchos, sobre todo si
están familiarizados con los importantes estudios sociológicos que impulsó
Bourdieu. Hay que tener en cuenta que las expectativas habituales que inspiran
a los artistas están en consonancia con su educación y su situación social, al
menos en términos estadísticos: es difícil que las ambiciones profesionales de
una persona contradigan temerariamente las condiciones de las que parte. La
autora, como he dicho, persigue una tesis fuerte, según la cual “los derechos
de entrada” al espacio de producción, evaluación y consumo del arte “definen el
campo mismo y la manera en que se organiza la consagración” (p. 21). Es decir
que aspira a demostrar que el origen social y cultual de los artistas ejerce
una fuerte influencia, que no se diluye en una presunta mecánica homogénea
independiente de las contradicciones sociales en las que se inscribe —como si
se ejercitase realmente una ideal igualdad
de oportunidades. Aunque quizá unos pocos ejemplos no sirvan para persuadir
a quienes a priori niegan esos previos handicaps y ventajas sociales, me parece
una forma interesante y eficaz de obligar a tomar en consideración esa
influencia, en lugar de negarla de antemano.
La tesis
fuerte de que ese “círculo cero” actúa sensiblemente como condicionante de todo
el proceso posterior está avalada, como he dicho, por importantes estudios
promovidos por Bourdieu. Y sería muy interesante comparar esta dinámica social
—de exclusión o criba— con la que enfrentó a partir del siglo xvii a las Academias con los gremios, en
un complejo contexto de disolución del feudalismo. En el caso presente, se
trata del contexto de crisis del
capitalismo, con su inacabable acumulación de contradicciones.
En el
trasfondo de este estudio planea una idea tópica, que Raymonde Moulin formuló
en términos de inversión de dos sistemas de consagración, el privado y el
público. “Los artistas de la primera mitad del siglo xx —sintetiza N. Peist en la p. 25— encontraron en su primer
momento de reconocimiento una validación fundamental en el mercado privado de
elaboración de valores económicos y simbólicos, mientras que la última mitad
del siglo xx fue testigo de la
inmediata reacción del reconocimiento de la administración pública y los
museos…” etc. Se trata del tópico de la institucionalización
de la vanguardia, que un historiador tan influyente como Lucie-Smith
situaba en la década de los años 1960. Ya antes, Peter Bürger distinguía muy
ásperamente la creatividad de las primeras vanguardias de la vacía impostura de
las segundas. (En un contexto anterior, Remy de Gourmont había lamentado el
resultado seco e inartístico del impulso vanguardista del simbolismo en el
putridero colorístico del fauvismo, etc.) Pero es muy dudoso que se trate
realmente de una inversión (de valores o de mecanismos de consagración). Sería
como decir que la llamada “globalización” es un fenómeno nuevo, distinto de lo
que Hilferding o Bujarin llamaban imperialismo y que medio siglo más tarde
Sweezy y otros llaman capitalismo monopolista. Se trata sólo de intensificación
del mismo fenómeno. Sin exagerar, es bueno distinguir lo nuevo de lo viejo,
pero sin dejar de observar lo que en lo nuevo hay de puro desarrollo lógico de
lo viejo. El arte vanguardista entró en los museos —y en la literatura— ya en
época de los cubistas. Sólo el abrumador éxito que de inmediato logró —sobre
todo el futurismo— entre las masas, aun de forma polémica, pudo justificar, por
ejemplo, el oportunismo de la propaganda nazi en una exposición tan absurda
como la de Entartete Kunst en Múnich en 1937. En suma,
es más correcto concluir que a lo largo del siglo xx se ha intensificado esa aceleración del ciclo de
reconocimiento, en lugar de decir que se ha invertido la participación de lo
privado y lo público.
(Y ya que he
mencionado la palinodia de Gourmont, me gustaría decir que sería
interesantísimo rescatar a los críticos que, aun habiendo saludado
entusiásticamente los movimientos artísticos revolucionarios, como el
impresionismo o el simbolismo, reaccionaron severamente contra la deriva
vanguardista, marcada por el mercantilismo y el absurdismo desde el primer
momento. Una de las cosas más sorprendentes de cualquier libro sobre las
vanguardias de principios del siglo xx
es el hecho de que no adviertan que contemporáneamente seguían en activo los
grandes maestros impresionistas. Se trata de la eliminación artificial de unos
hechos culturales que fueron parte de la historia del arte real, contemporánea,
aunque por obra de esa eliminación dejan de serlo para la historia oficial
registrada. Se comete aquí un tremendo anacronismo, tomando por relevantes en
su momento lo que sólo fue relevante para generaciones posteriores, y
viceversa, tomando por inexistentes los hechos artísticos que acontecían realmente
en la sociedad de entonces porque simplemente fueron desestimados por las
generaciones siguientes. Algo parecido le ha sucedido a la pintura académica
del siglo xix.)
Más arriba me
he referido a la dicotomía entre la literatura crítica que se centra en el
enjuiciamiento de los rasgos artísticos de las obras y la que, como este
estudio de Nuria Peist, prefiere buscar fórmulas abstractas, sociales, que
expliquen globalmente el proceso de valoración sin atender a los criterios
sobre los contenidos. “Los análisis formales, estilísticos e iconográficos
sobre las obras de los artistas no fueron considerados relevantes para el tipo
de estudio que nos ocupa”, dice la autora. En efecto, este tipo de estudio
sociológico puede prescindir, sin merma de eficacia, del análisis crítico del
contenido artístico y de la estética. Sin embargo, estoy persuadido de que
tales contenidos —y en especial las ideas invocadas en la defensa del tipo de
arte triunfante, en general abstracto-absurdo y misticoide— tienen una estrecha
relación de compatibilidad o de simbiosis con los procesos institucionales en
que se generan. Tomarlos en cuenta no serviría para desmentir las tesis
sociológicas aquí planteadas, como si en ese terreno de la estética pudieran
descubrirse unas leyes o matrices del reconocimiento del genio independientes
del —y mucho menos opuestos al— mecanismo social. Todo lo contrario. Creo que
proporcionaría una manera —distinta— de aquilatar el peso de lo
social-material, de lo económico y lo institucional en la configuración misma
de la estética, ni más ni menos que en la Edad Media o en cualquier otro tipo
de sociedad, incluso las primitivas. Por supuesto, no se trataría sólo de
reconocer una teoría del arte hegemónica perfectamente acorde con unos modelos
de ordenación social, sino también de reconocer otras concepciones de lo
artístico que se corresponderían más bien con la resistencia o contestación a
ese orden social, o que reflejarían sus múltiples contradicciones —lo que no
deja de ser también una estrecha vinculación entre lo social y lo ideológico.
El motivo de
los contenidos ideológicos es tan ineludible que incluso Nuria Peist, pese a
haber declarado que no son relevantes, no puede dejar de tenerlos en cuenta, y
así, tras sintetizar lo más importante de una secular controversia sobre el
sentido del arte contemporáneo, admite que, como no podría ser de otro modo,
“la modernidad y la vanguardia han experimentado cambios a lo largo del siglo xx que se tendrán en cuenta en este
estudio”. No hay verdadera contradicción, si se comprende bien: el estudio
puramente sociológico puede —y hasta cierto punto debe— prescindir de dirimir
cuestiones de crítica artística, pero al mismo tiempo no puede ignorar
completamente que los mecanismos sociales de consagración estudiados están
asociados a la hegemonía de determinadas categorías críticas; incluso para conjeturar
que las cosas funcionarían de modo similar aunque las categorías ideológicas
fuesen otras, es necesario tenerlas en cuenta. Por mi parte, estoy persuadido,
lo reitero, de que la ideología artística hegemónica ha de ser lógicamente
coherente con el orden social.
De forma muy
sintética, decía, ya en la introducción del libro se expone toda la
controversia teórica de las diferentes concepciones del arte contemporáneo. El
estudio de Nuria Peist no es, pese a renunciar al análisis de los contenidos
teóricos de la estética y de la crítica de arte, un estudio tan formal o
abstracto que sólo tenga en cuenta parámetros numéricos, cifras y estadísticas,
lapsos, etc. Se articula, como ella misma dice, en un enfoque doble,
cualitativo y cuantitativo. Lo cualitativo tomado aquí en consideración, para
ser confrontado con los patrones formales, cuantitativos, no es el conjunto de
criterios estéticos que legitiman las obras de arte, sino los rasgos peculiares
de las trayectorias vitales de los artistas, sobre todo en lo que respecta a su
origen social y su educación; en suma, lo que he llamado el “círculo cero”.
A la hora de
seleccionar los casos a estudiar, nuestra autora se sirve de un patrón
cronológico (cuantitativo) en lugar de estilístico (cualitativo): las décadas
de 1900, 1940 y 1960 (como inicio de los respectivos ciclos de consagración).
Esta manera de elegir responde a una preocupación de orden genuinamente
sociológico. Puesto que los casos corresponden a épocas y no exactamente a
movimientos artísticos, el estudio comparativo ha de proporcionar
necesariamente descubrimientos sobre los contextos sociales. Pero este modo más
abstracto de elección tiene por fuerza que arrojar también criterios para
enjuiciar los contenidos ideológicos de los movimientos artísticos que
casualmente cubren esos lapsos arbitrariamente escogidos. Así, aunque ése no
sea su propósito, el estudio resulta fecundo más allá de sus objetivos
declarados. Dicho de otro modo, lo que se advierte del funcionamiento del
proceso de consagración en cada contexto arbitrariamente elegido sirve para
corregir el análisis histórico de los movimientos artísticos que cubren tales
contextos. La historia del arte se volvería demasiado limitada y absurda si
sólo se alimentase de la crítica y no tuviese en cuenta estos estudios de los
contextos social-institucionales. Y es inevitable que la autora haga
intervenir, a pesar de todo, criterios que obedecen a las peculiaridades
estilísticas, lo que, aunque no fuese estrictamente exigido por su método o
enfoque sociológico, ofrece la ventaja de multiplicar las observaciones
comparativas y así garantizar que los mecanismos estudiados son independientes
hasta cierto punto de aquellas diferencias estilísticas. Hockney y Rosenquist
están no sólo por estrictos motivos cronológicos, sino también como
representantes de un movimiento particularmente interesante y casi singular, el
Pop Art; Hesse, por haber cultivado la escultura y por ser mujer; Baselitz y
Malevich, por haber trabajado en ámbitos sociogeográficos distintos, etc. Como
la propia autora explica (p. 39), ha procurado que en su elección “queden
reflejadas algunas de las corrientes estilísticas más importantes de cada
década”, e incluir para cada una de ellas tanto un escultor como un artista de
países periféricos a los principales centros del mundo artístico, así como a
una mujer, para las décadas de 1940 y 1960.
Baste de
momento lo dicho sobre el interesante y certero método y enfoque de este
valioso estudio de Nuria Peist; y acabaré con una brevísima reflexión intempestiva.
Es necesario
enjuiciar con precisión si no estamos exagerando al tratar el contexto moderno
de producción artística como radicalmente distinto de los contextos sociales
anteriores. La diferencia cuantitativa es innegable (la proliferación de
artistas, el aumento vertiginoso del consumo, la diversificación de los
ámbitos, la cultura de masas, etc.). Algunas diferencias o efectos cualitativos
son también asombrosos: los criterios del gusto, académicos, tradicionales, se
disuelven completamente para dar paso a la aceptación ilimitada de todo lo
nuevo, lo extraño, lo idiótico, etc. Esta tremenda transformación cuantitativa y
cualitativa debería haber provocado una transformación dialéctica en la experiencia estética. Y en cierto modo
es así: me atrevo a afirmar que el fin del arte, aun entendido rigurosa y
limitadamente como disolución de la estética normativa —aunque significa mucho
más—, equivale a la plena libertad de la experiencia estética, a la plena
apoteosis de lo estético como espacio de ejercicio de la libertad del espíritu.
Sólo en un mundo de producción tan caótico, proteico e irrestricto, disolvente
de todo criterio fijo, puede el espectador tener una genuina y absolutamente
libre experiencia estética, una verdadera
experiencia estética. Esto es algo completamente distinto del interés histórico
o intelectual, enciclopédico, por conocer obras de arte; se trata más bien de
la experiencia privada, absolutamente subjetiva, del que colecciona estampas y
las contempla con asiduidad, sin inquietarse mucho ni poco de la opinión de los
eruditos. Es la libertad de quien, en algún momento, puede decidir, sin temblar
por los reproches que otros le harán, que Wilkie Collins le maravilla más que
Dickens, por ejemplo. Pero a pesar de esta universal democratización del gusto,
el sistema actual de creación y mantenimiento de reputaciones artísticas sigue
obedeciendo a mecanismos institucionales bastante rígidamente regulados. Y a
pesar de la posibilidad real de ejercitar esa libertad de la experiencia estética,
la educación general se halla aún en un estadio antediluviano que vuelve esa
experiencia una cosa rarísima.
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