3 de septiembre de 2012

RE: ¿De qué depende el éxito en el mundo artístico?

Nuria Peist

La reseña que Alberto realiza de mi libro me permite corroborar con alegría que la producción intelectual no se encuentra en la soledad del escritorio, del archivo o de la biblioteca, como tampoco es exclusiva de los debates muchas veces obligados y por desgracia poco registrados de los encuentros científicos. El diálogo producido por este tipo de intercambio, digamos informal, muchas veces permite no sólo afianzar nuestra identidad como investigadores gracias al reconocimiento mutuo, sino también hacer avanzar las ideas y, al compartirlas, dotarlas de mayor sentido. En ese aspecto, Alberto Luque siempre ha sido un interlocutor de lujo. Por su interés, por su entusiasmo, por su rigor y por su voluntad de compartir. Comentaré aquellas cuestiones de la reseña que considero oportuno aclarar o comenzar a debatir.
Alberto remarca el tema de la posteridad, un tema que considero fundamental para este tipo de análisis. El efecto que la posteridad imprime al reconocimiento de los artistas fue tratado en diversas ocasiones. Vicenç Furió en “¿Clásicos de arte? Sobre la reputación póstuma de los artistas de la época moderna” (Materia, núm. 3, 2003, pp. 215-246) trata las fluctuaciones históricas de la fama de los artistas siempre considerando el efecto que el juicio del presente tiene sobre las obras del pasado, sin necesidad de caer en un relativismo simplista que hipervalore la interpretación, algo tan al uso en algunos sectores de nuestro ámbito académico. Nathalie Heinich, en La gloire de van Gogh: Essai d’anthropologie de l’admiration (París, Minuit, 1991), analiza cómo la posteridad se ubica en la posición de rescatar a un genio desconocido, porque eso imprime reconocimiento no sólo a la figura del artista sino, sobre todo, a los agentes del mundo del arte que conforman esa posteridad justiciera.
El rol de la posteridad lo trato de forma estructural en el libro, sobre todo cuando considero cómo las marcas del pasado actúan en los juicios del presente, lo que equivale a decir que no existe un juicio elaborado en el presente que no se asiente sobre los valores que los objetos tuvieron en el pasado. En cada caso es distinto, pero el mecanismo es ineludible y lo remarca Alberto en su reseña: “Sin exagerar, es bueno distinguir lo nuevo de lo viejo, pero sin dejar de observar lo que en lo nuevo hay de puro desarrollo lógico de lo viejo.” Esa noción está presente a lo largo de todo el trabajo.
Como ejemplo sirva una de las tesis principales del libro: los círculos de Bowness pueden ser revisados (sin olvidar la potencia metodológica que contienen, sobre todo la posibilidad que ofrecen para analizar el poder legitimador de los agentes que intervienen en los procesos de elaboración de éxito y la importancia que en la modernidad tuvo el paso del tiempo y cómo esta temporalización se vio fuertemente modificada en la actualidad por una espacialidad basada en la internacionalización del arte). En lugar de cuatro círculos, propongo que el reconocimiento en la primera mitad del siglo xx se estructura en dos momentos de reconocimiento. Uno informal en torno sobre todo a la acción de los primeros marchantes, coleccionistas, críticos, etc. y otro a partir de la institucionalización (museos, universidades…). Alberto hace mención a que el cambio de lo privado a lo público propuesto por Raymonde Moulin no es operativo al presentarse de forma excluyente. No obstante, propongo que el segundo momento de institucionalización no podría haber existido sin el primer momento informal. El caso paradigmático es el de Alfred Barr, quien para armar su historia del arte moderno para el MoMA debe internarse en los círculos informales previos, literalmente cuando rescata las obras de Malevitch o Kandinsky escondidas u olvidadas en sótanos.
Respecto a si nuestra educación nos permite o no volver a valorar en positivo o en negativo y con todas las variables las obras de arte ya asentadas en el podio de la fama, considero que es necesario atender a su función social. Es decir, no creo que sea una cuestión de educación y de sensibilidad sino de necesidad, derivada de una elaboración histórica. Respecto a cómo sería visto alguien que ponga en duda la grandeza de Shakespeare, se me ocurre un ejemplo un poco forzado pero que personalmente me resultaría traumático. ¿Qué pasaría si de repente no pudiésemos escuchar más música de los Beatles? Forman parte de nuestra cultura y cumplen una función que no puede ser fácilmente desmontada por cuestiones relativas al juicio estético. Me parece que con Shakespeare pasa lo mismo. En idéntico sentido, creo que la educación y la sensibilidad no son nunca condiciones de inicio sino de lógicas y códigos sociales. Lo plantearé de forma simplista y general, pero que a mí me sirve para comprender algunos mecanismos de valoración. Cada espacio tiene códigos respecto a lo educado y a lo sensible (dejo para otro debate la peliaguda cuestión de la relación e influencia mutua de la alta cultura y la cultura popular), y cada obra de arte (y muchos objetos sin mácula artística) es aprehendida y consumida en base a marcas de identificación. Dicho esto, creo que desmontar la fama no es un proceso nada sencillo, porque forma parte de lógicas de funcionamiento social muy arraigadas y funcionales.
La aceleración de la fama, resultado en parte, como plantea Alberto, de la aceleración del ciclo económico del capital, genera que aun cuando el artista no haya entrado en el panteón definitivo de la historia, la opinión pública lo valore. Creo que es particular de nuestra época la existencia de soportes que permiten la difusión de un nombre sin pasar por determinados procesos de institucionalización, como la museificación o la legitimación académica. No obstante, en este sentido habría que diferenciar entre grados y tipos de reconocimiento. Sigo defendiendo que el éxito se puede definir si las instancias de legitimación tienen ellas mismas un reconocimiento suficiente como para dejar una huella en la historia. El éxito efímero tan propio de nuestros días puede ser analizado desde una perspectiva distinta. Un trabajo sin duda por hacer y muy interesante. Pero es necesario considerar que los subgrupos que Mauger denomina acertadamente “universos de consuelo” están en los márgenes de la alta cultura consagrada que, en mi opinión, sigue existiendo y siendo un espacio de dominación simbólica en nuestras sociedades occidentales.
Respecto al Cristo restaurado, disiento con la valoración de Alberto. La “mojigatería cateta” no es más que una reacción idéntica a la que ensalza con cierta distancia irónica y descontextualiza la obra, que se transforma en un hecho artístico por el poder que le otorga un espacio concreto de la alta cultura. Son espacios específicos de valoración que no pueden ser jerarquizados en cuanto a valores externos a la cultura dominante.
Alberto Luque plantea que “razonablemente, Nuria Peist ha preferido ignorar esta complicación de la simultaneidad o persistencia de la acción de los tres primeros círculos, analizando los casos según el esquema ideal estrictamente secuencial.” No obstante, la simultaneidad de la acción de los tres primeros círculos la considero en tres aspectos. Antes de la institucionalización de la vanguardia planteando la existencia de un núcleo en el que actúan al unísono todos los agentes de los círculos. Una vez institucionalizada la vanguardia, con la integración “dialéctica” del primer momento de reconocimiento y el segundo. Y conforme avanza el siglo xx y se aceleran los procesos de consagración, con la integración de los dos momentos en uno.
Respecto a que se puedan analizar otras épocas históricas a la luz del modelo planteado en mi estudio, creo que sería muy interesante realizar el esfuerzo analítico, pero siempre teniendo en cuenta que las condiciones de la modernidad plantearon un espacio estructural del hecho histórico-artístico muy diferente al anterior. Me atrevería a decir que la fama es uno de los mecanismos fundamentales del nacimiento de la modernidad artística.
Tal y como plantea Alberto Luque, creo que la estética (también los procesos de simbolización del mundo) es parte fundamental del mundo del arte. Lo desarrollo cuando en el capítulo sobre Pollock y Duchamp considero que sus opciones estilísticas están marcadas por el campo en el que se mueven, típicamente moderno en el caso de Pollock y tipológicamente contemporáneo en el caso de Duchamp. En la sociología (sociología del arte si se quiere) hay numerosos estudios que consideran lo social sin olvidar los procesos de simbolización y valoración estética. Aunque coincido con Alberto en que es un terreno fructífero que no hay que dejar de explorar.

7 comentarios:

  1. Cuando he dicho que Nuria Peist obviaba el análisis de las complicaciones que acarrea la acción simultánea y no sucesiva de las distintas esferas de reconocimiento, por supuesto no he querido insinuar que no las tenga en cuenta. Al contrario, hasta podría decirse que es justamente esta compleja superposición la circunstancia crítica más presente a lo largo de las páginas del libro. Lo que quería decir es que aún no es la dinámica de esa compleja multifactorialidad simultánea lo que se trata de dilucidar, ni es en mi opinión posible aún, antes de aquilatar los estudios que, como éste, acumulan observaciones científicas sobre multitud de casos y ponen de relieve lo que es más típico, más común, en cada una de las esferas por separado. Incluso falta profundizar en los cambios (económicos, institucionales, de criterios, de influencia…) que sufre cada uno de los círculos también por separado.

    Dije también que tanto esta superposición como el proceso más general de aceleración de los ciclos son hechos evidentes, que apenas requieren demostración. Vicenç Furió se ha referido recientemente a esa aceleración y a esa yuxtaposición entre la fase de reconocimiento en que intervienen pares, crítica y marchantes y la fase final en que se produce la plena consagración o permanente visibilidad pública. “La distancia temporal entre las dos fases, que podría ser de unos 40 años (…) alrededor de 1900 (…) en la década de 1940 es de unos 15 ó 20 años, y (…) a partir de la década de 1960 las dos fases parecen diluirse en un solo proceso.” (Arte y reputación, Barcelona etc., UAM etc. [Memoria Artium], 2012, p. 17.) Ya a mediados del siglo pasado Champfleury deducía, sin necesidad de conteo, cómo el lapso necesario para la consagración de un novelista debía de ser en el siglo XVII penosamente más largo que en su propia época, en que se cifraba en unos 15-20 años.

    El salto dialéctico de este proceso de aceleración, yuxtaposición e intensificación de todos los factores materiales e intelectuales que intervienen en la fábrica de la fama podría ser, como he sugerido, una cierta inversión de los ciclos, o al menos el crecimiento de la frecuencia con que los ciclos se invierten. El ejemplo del Ecce homo de Borja era uno entre muchos, sin particular relevancia a este efecto. De momento, éste y otros ejemplos semejantes pueden caer dentro de la categoría de éxito efímero, de las modas pasajeras, de los universos de consuelo, etc., pero también podríamos asistir al fenómeno regular de la elevación definitiva a la fama a creadores noveles que realmente posean talento y sigan siendo tan fecundos como lo eran los grandes maestros antes de lograr celebridad.

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  2. (El espacio para los comentarios es limitado; ello obliga a fragmentar mucho las cuestiones, con detrimento de la coherencia; pero también ofrece la posibilidad de dialogar de una manera más viva y fresca, aunque, como la mayoría de los diálogos vivos y frescos, también más caótica. Pero es una buena manera de ir desgranando problemas para los que uno mismo no ha hallado aún solución; espero entonces que me perdonéis lo inarticulado, fragmentario y precipitado de los comentarios que siguen.)

    Vicenç Furió ha traído a colación el ejemplo de Harold Bloom como típico representante de quienes creen no sólo en la autonomía del valor estético (respecto de cualquier condición social o circunstancia histórica), sino incluso en la objetividad y universalidad perdurable e irrebatible del juicio crítico que eleva a algunos creadores al cielo de la fama, de donde ya nadie podría arrojarles jamás. “Con el objetivo de relativizar la influencia de los condicionamientos sociales en cánones y gusto —escribe Furió—, Bloom se pregunta con sorna si un cambio de dirección en los criterios de historiadores y críticos de arte podría dejar desiertas las exposiciones de Matisse para llenar las e las Guerrilla Girls. Mi respuesta es que algo así es posible. Con tiempo suficiente, pueden producirse cambios como este…” (Loc. cit., pp. 11 y s.) Opino del mismo modo.

    Éxito y mérito son independientes, como lo eran en la época en que Victor Hugo escribía en una memorable página de Los miserables: “Dicho sea de paso, el éxito es una cosa bastante fea. Su falso parecido con el mérito engaña a los hombres. Para la multitud, el triunfo tiene casi el mismo rostro que la supremacía. El éxito, este equívoco del talento, tiene una víctima a quien engaña: la Historia. Juvenal y Tácito son los únicos que de él murmuran.” Que sean independientes no significa —sino casi lo contrario— que sean incompatibles o antagónicos; tanto lo meritorio como lo banal pueden gozar del éxito. Desde el punto de vista mecánico mercantil-institucional-estadístico, pues, es imposible distinguir las cualidades objetivas. Tampoco puede decirse que el éxito será pasajero en el caso de lo banal y perenne en el caso de lo meritorio; puede suceder al revés. Pongo el ejemplo de dos sucesos simultáneos con las mismas características formales (comerciales, publicitarias, etc.) de éxito mundial: el de la saga de filmes de El Señor de los Anillos y el de la saga de Harry Potter. Una perfecta obra de arte la primera, y un perfecto bodrio —como los absurdos e invertebrados pseudorelatos en que se basa— la segunda. Los mecanismos institucionales-mercantiles han permitido triunfar tanto a una como a otra; y lo mismo podrían impedir la gloria a muchas obras magníficas y a muchas porquerías. Es inevitable admitir la arbitrariedad, la contingencia, en todo esto.

    Y sin embargo no hay arbitrariedad que valga en la crítica, porque aquí se trata de poner de manifiesto rasgos objetivos (de otro modo no es crítica, sino charlatanería). Esto no significa que la veracidad y objetividad de la crítica esté protegida por un mecanismo institucional. Esto sería volver a negar, sin prueba, la arbitrariedad previamente reconocida a lo institucional. En el futuro puede haber críticos que recuerden que El Señor de los Anillos (los filmes) fueron una creación excelente y ni consideren digno de mención Harry Potter, pero nada nos asegura que este criterio vaya a ser mayoritario, aunque sea más justo. Más sencillamente: el propio aparato crítico institucional puede corromperse y supeditarse a influencias ajenas a la ciencia.

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  3. Hay alrededor de toda esta cuestión sociológica del éxito y la fama un intrincado problema, que quizá sea un pseudoproblema, dado lo difícil que resulta incluso describirlo sin que aparezcan paradojas a cada momento: la relación del éxito con el mérito, y si el primero es arbitrario en un sentido intelectualmente irreducible. Hay que reconocer que la estima social de que gozan los artistas es muy fluctuante a lo largo de la historia. Pero esto quiere decir, no que sean débiles o caprichosos o mendaces los criterios que alguna vez se usaron para elogiar a los que luego se menosprecia (aunque también esto puede suceder), sino que los mecanismos sociales de que depende la conservación cultural están ellos mismos sujetos a influencias ajenas al juicio crítico. Sé que esto es enredoso, pero trataré de ir esclareciéndolo un poco.

    Puede que muchos encuentren este tema demasiado abstracto o incluso metafísico: sabemos que no siempre se corresponde el éxito con el mérito, pero es ocioso y quizá imposible decidir objetivamente cuándo ocurre tal cosa, y menos aún garantizar institucionalmente que tal cosa no deba ocurrir. Esto conduce a una suerte de agnosticismo que me gustaría evitar, aunque no es fácil. En cada época existe una distinción entre alta cultura y cultura popular, institucionalmente garantizada, de acuerdo. Pero como también ocurre que lo popular de una época se vuelva excelente en otra, y viceversa, que lo erudito de una época se vuelva vulgar en otra, seguimos sin poder asegurar que las distinciones institucionales sean definitivas. Sería una ilusión creer que sólo lo inteligente puede triunfar institucionalmente.

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  4. Mi ejemplo sobre la imposibilidad de cuestionar la grandeza de Shakespeare apuntaba en otro sentido. Tu ejemplo comparativo con el caso de los Beatles viene a complicar las cosas: dices que “forman parte de nuestra cultura y cumplen una función que no puede ser fácilmente desmontada por cuestiones relativas al juicio estético”. En realidad sí puede, aunque no sin el concurso de todo ese aparato económico-institucional más o menos conservativo que es el que primero había convertido a los Beatles en una “parte de nuestra cultura” que “cumple una función”; esto obedecía a que los criterios triunfantes lo hicieron posible; pero estos criterios pueden cambiar, y dejar de ser parte necesaria de nuestra cultura, y dejar de cumplir una función importante, como lo dejó de ser la del copista amanuense con la aparición de la imprenta. El cambio en el gusto dominante y en el tipo de cosas que se consideran valiosas puede hacer desaparecer de la memoria tanto a los Beatles como a Shakespeare. Pero aquí hay un problema de tipo huevo-gallina: cómo puede cambiar el gusto contradiciendo los criterios de la educación que lo genera; es como si el genoma de los hijos contradijera el de los padres; cómo puede llegarse a menospreciar a Shakespeare si nuestra educación nos ha acostumbrado a juzgarlo como como paradigma insuperable de la creación poética. (Quizá la clave esté en que lo que llamamos “educación” pesa en nosotros “como un leve manto que en cualquier momento puede arrojarse al suelo”…). Lo decisivo serían, en efecto, los mecanismos sociales: el hecho de que creaciones nuevas que no cumplen con los cánones establecidos por la alta cultura dominante hasta el momento resulten explotables y puedan sustituir o convivir en cierta tensión con ellos. Y esto no es un criterio, sino un mecanismo ciego (económico) que necesita apoyarse en criterios, pero que puede hacerlo arbitrariamente. Lo que insinúo es, insisto, que el juicio crítico es objetivo y puede presentarse legítimamente como universalmente válido, en el sentido en que lo es una teoría científica, es decir falsable, llena de contenido, no metafísica; puede, pues, distinguirse entre un verdadero juicio que señala rasgos y contenidos objetivos, y un pseudojuicio puramente retórico que señala en realidad a factores externos (de la costumbre, de los prejuicios, de la psicología del público). Pero, insisto de nuevo, la objetividad y veracidad de este juicio no tiene por qué estar protegida socialmente; la ideología dominante puede muy bien ser anticientífica y anticrítica, y no se desmorona por ello una sociedad.

    La idea de que sea imposible o muy difícil prescindir de los Beatles no es clara. Uno puede creer que sería imposible renunciar a algo que ha amado, pero todas las sociedades olvidan fácilmente y casi a diario cosas que antes consideraron valiosas. Que algo sea indeseable o irracional no significa que no pueda ocurrir, sino más bien todo lo contrario, es casi una garantía de que ocurrirá. La nuestra es una civilización a la que se le supone un alto sentido de la historia, de la conservación de monumentos, etc. Apenas hay rasgo que distinga mejor la mentalidad moderna que el de “pensar históricamente”. Pero aún siguen estando muy unidas civilización y barbarie: creación y conservación por un lado, destrucción inmisericorde por otro. Esa es la terrible lógica del capitalismo, el orden social más radicalmente anti-conservativo que haya conocido la historia. Esto pone en peligro de desaparecer a ese incipiente “pensar históricamente”, y no resulta inverosímil que la sociedad en que vivirán las nuevas generaciones sea radicalmente ajena a todo sentido de lo histórico; si la historia sigue siendo una asignatura, y se siguen escribiendo libros de historia, sería sólo por el negocio de alimentar una cierta necesidad de consumo que nada tenga que ver con el sentido crítico y científico; conocer la historia podría ser tan indistinguible de haber visto una película de piratas o de haber visitado un restorán famoso.

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  5. Es fácil confundir la defensa de la objetividad o veracidad del juicio estético con la creencia de que esa objetividad o veracidad estén avaladas social o institucionalmente. Por decirlo muy simplemente: no es arbitrario ni simplemente sujeto al capricho de un gusto veleidoso el juicio que afirma la grandeza de Shakespeare en virtud de la fecundidad, sutileza, profundidad y originalidad de sus innumerables creaciones (imágenes poéticas, figuras de pensamiento, tramas, caracteres…); pero sí es contingente, en cambio, el hecho de que se lo tome como modelo o se enseñe perennemente en las escuelas. Porque la sociedad que sobrevive a Shakespeare y a los amantes de Shakespeare puede ser tan zafia que prefiera otras cosas, vulgares. Bloom tiene razón si lo que insinúa es que un mundo sin Shakespeare es indeseable (para los cultos), pero no la tiene si cree que es imposible.

    A lo que apuntaba mi ejemplo sobre Shakespeare es también al tema de la falacia de la unidad de la cultura. La educación y el desarrollo de la sensibilidad pueden volvernos libres, si se fundan en motivos lógicos y científicos; pero esto no es ni una necesidad natural ni un ineludible destino social. Una sociedad de esclavos y submentales puede ser tan perdurable, o más, que una sociedad de sabios y valientes. “Nuestra cultura” es una expresión que encierra una noción ilusoria: existen muchas culturas en “nuestra” cultura. Quienes se toman en serio la idea de cultura como educación científica se inclinarán naturalmente, aunque no sean conscientes de ello, a confiar en el carácter conservativo de las instituciones (museos, bibliotecas, etc.), y en la eficacia cultural de las disciplinas históricas. Pero la eficacia cultural de la historia puede llegar a ser nula en un tipo de sociedad ultraconsumista en que los deseos y necesidades que con mayor fuerza se generan no tengan nada que ver con el conocimiento.

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  6. Se diría que es matemáticamente necesario eclipsar a unos creadores, célebres antes, para hacer posible la gloria de otros —sean nuevos o “redescubiertos”. Esta necesidad la dicta el mercado, no la ciencia. Pero mercado y ciencia son en gran medida incompatibles. Es el hecho mismo del éxito lo que constituye una especie de contradicción dialéctica, por no decir una paradoja. Lo paradójico es “el éxito del éxito” (un tema que quizá parezca a muchos algo simplemente chistoso, pero sobre cuya seriedad intelectual prometo intentar convenceros en otra ocasión).

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  7. Los procesos de gestación y perduración de la reputación artística pueden ser todo lo regulares que se quiera, y más o menos estables durante cada período histórico, pero nada garantiza que tales procesos sean conservativos, es decir que sirvan para asegurar que nada valioso se pierde. Así que no estoy muy seguro de que sea prudente tu convicción siguiente: «Sigo defendiendo que el éxito se puede definir si las instancias de legitimación tienen ellas mismas un reconocimiento suficiente como para dejar una huella en la historia. El éxito efímero tan propio de nuestros días puede ser analizado desde una perspectiva distinta. Un trabajo sin duda por hacer y muy interesante. Pero es necesario considerar que los subgrupos que Mauger denomina acertadamente “universos de consuelo” están en los márgenes de la alta cultura consagrada que, en mi opinión, sigue existiendo y siendo un espacio de dominación simbólica en nuestras sociedades occidentales.» Si no lo he malinterpretado, me parece que estás sugiriendo que la distinción entre alta cultura y vulgaridad es objetiva y perenne, y que además su continuidad histórica está institucionalmente asegurada.

    Admitamos que la maquinaria económico-intelectual-educativo-institucional que diafaniza en cada época la distinción entre cultura popular y alta cultura tiene una coherencia, una continuidad, que sus modificaciones tienen una evolución lógica. Aun así, no es esa misma maquinaria, en sí misma, lo que realmente define la distinción entre lo excelente y lo vulgar; esto sólo depende de juicio crítico. Y ¿es acaso siempre el juicio crítico lo que predomina en los estamentos académicos? ¿Hay algo que obligue a esos mismos estamentos a no seguir criterios espurios, a conducirse siempre por la libre búsqueda de la objetividad? Creo que cualquiera podría acumular montones de contraejemplos, según su propia experiencia (es más, incluso aquellos “intelectuales” que son ellos mismos unos perfectos ignorantes sin juicio, suelen expresar su desprecio hacia la comunidad científica a la que ellos mismos pertenecen).

    Parece como si se insinuara aquí que ese “espacio de dominación simbólica”, en el que se inscribe entre otras cosas el carácter dominante de la “alta cultura” como patrón de reconocimiento, ha de existir siempre y ha de funcionar siempre él mismo como garantía para distinguir objetivamente lo meritorio. Pero no es así. Los mecanismos o garantías sociales del éxito existen y se alimentan del mérito, pero este último puede seguir existiendo sin que nada le garantice el triunfo social; en cambio, toda esa maquinaria institucional y económica que sirve para conservar lo excelente de la alta cultura podría servir simplemente para tener siempre en el candelero, arbitrariamente, algo que explotar, sin que en ello influyera la crítica verdadera, sino sólo un tipo de pseudocrítica domesticada, mercenaria, e institucionalmente bien establecida.

    Total, que por más que lo intento no logro alejarme por el momento de la órbita del agnosticismo.

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