20 de julio de 2012

Supercherías diversas

Alberto Luque

Me he referido, en una entrada anterior, al “efecto Mozart” como un caso de esoterismo o pseudociencia que, en el contexto de lo que se discutía, actúa como razón estúpida que impide comprender la verdadera significación educativa y social de la música. Como toda fantasía mágica, su función oscurantista va más allá, con su contribución alícuota al deterioro de la razón en todos los terrenos de la vida social.
Propongo ahora un curioso ejercicio de comparación. En el mencionado artículo aludí de pasada a otra superchería muy parecida, la de las lámparas de fosfeno, que se venden en círculos esotéricos como remedio a la idiocia. Se afirma que la exposición diaria a esas lucecitas produce un aumento de la inteligencia, lo mismo que la exposición a la sonata de Mozart para dos pianos en Re M (K. 448). Quiero ampliar el abanico de esoterismos afines con otros tres: el mito de la “sugestopedia”, el de la llamada “publicidad subliminal” y el del zahorí (radiestesia, o rabdomancia).
De todos ellos, sólo el de la sugestopedia se apoya parcialmente en fenómenos verídicos, aunque en sí mismos bastante vulgares, sin misterio y sin verdadera eficacia. Se supone que el aprendizaje se acelera si se consigue colocar al sujeto en una situación más “receptiva”, o sea más concentrada, mediante algún tipo de sugestión, rodeándole de ciertos estímulos (visuales, auditivos, etc.) que ejerzan presión en ese sentido. Es indiscutible que para aprender —ya sea un idioma, un teorema matemático, una canción, una historia…— debe uno poner atención, por lo que el problema a abordar es más bien negativo, a saber: eliminar los obstáculos ambientales a la concentración, así como los obstáculos conductuales. Pero resulta que, en la práctica, los sugestopedas usan por ejemplo la música para inducir un estado de relajación, que es todo lo contrario del estado de excitación mental que se necesita para aprender lo que sea. Y más absurdo aún, se pretende que las sesiones de escucha estén separadas del lapso en que se efectúa el aprendizaje, a manera de preparación; si esto funcionase, sería por contraste, por efecto de una negación consciente por parte del sujeto previamente anestesiado o relajado con la música, como si se dijese a sí mismo, en un tremendo esfuerzo de su voluntad: ya basta de relajación, ahora a trabajar. Desde luego, si la música siguiese sonando durante la lección, no podría ser sino un estorbo a la atención. Otra cosa es el efecto intensificador de la atención que produce la música asociada a un relato, en espectáculos de naturaleza mixta, como el cine. En este caso la relativa distracción que supone la banda sonora compensa el negativo efecto de sopor y monotonía que tendría el film si careciese de ese componente ornamental. Pero esto es sólo a condición de que el contenido verbal esté sumamente simplificado, concentrado él mismo en los contenidos emocionales, más que en el pensamiento. Y otra cosa también distinta es el apoyo que la música ofrece a la memorización (por ejemplo, aprender una canción es habitualmente más fácil que aprenderse el poema sin acompañamiento musical).
Al confundir absurdamente estos innegables efectos de la música en nuestra conducta, los sugestopedas pretenden haber descubierto una técnica maravillosa, y se aplican al desarrollo del “intelecto sónico” de un modo parecido a como los publicistas se sumergen en el proceloso mar de la saturación visual creyendo haber encontrado en la orgía de absurdos mensajes la clave para la comprensión de la personalidad y de la economía.
Como vemos, la sugestopedia puede ser considerada como una explotación libre del más circunspecto “efecto Mozart”, pero apoyándose siempre en el mismo principio: la inducción mágica, simpática, pasiva, de un hiperdesarrollo intelectual. No hay que perder ni un minuto en examinar esta patraña. El efecto pasivo de la música es el de excitar o suscitar algún sentimiento, no el de potenciar las operaciones intelectivas. Y del mismo modo que puede mitigar las tensiones emocionales —incluso en casos graves, como por ejemplo volver menos frecuentes e intensas las convulsiones epilépticas, aunque para lo mismo son infinitamente más eficaces los fármacos—, también puede suscitar e intensificar violentas pasiones, como sucedía en La Sonata a Kreutzer de Tolstoi.
Hecha esta pequeña salvedad sobre el parcial fundamento de la sugestopedia, podemos preguntarnos ¿qué tienen en común los cinco casos de imposturas enumerados —aparte, claro está, del hecho de ser imposturas? Lo que tienen en común es la paradójica exaltación de la pasividad como fuente de la potencia mental.
Examinemos muy brevemente y más en particular el mito de la “publicidad subliminal”. Como es sabido —aunque todavía lo ignora mucha gente—, este tópico proviene de un famoso fraude fraguado en 1957 por James Vicary, quien lo reconoció años más tarde. Se informó falazmente de que la intercalación de un solo fotograma con una botella de Coca-Cola y el mensaje de texto “Beba Coca-Cola” entre los miles que componen una secuencia cinematográfica, había inducido un aumento del consumo de dicha bebida, durante los intermedios, en varios cines de la ciudad. El motivo confesado por el que Vicary había pertrechado aquel fraude era que su compañía de marketing atravesaba una mala racha, y aquello fue una buena idea para persuadir a sus clientes de que poseía una nueva y maravillosa técnica para aumentar las ventas. Desde entonces se dio el hecho por seguro y, por si las moscas, los publicistas se pusieron manos a la obra intercalando breves imágenes o sonidos por debajo del umbral de percepción, hasta que pocos años después, alarmados por la inmoralidad que suponía este pérfido método de insuflar ideas sin que los destinatarios se enterasen, o sea un perfecto “lavado de cerebros”, las autoridades de muchos países elaboraran leyes para prohibirlo. En España, por ejemplo, la Ley General de Publicidad de 1988 incluye la publicidad subliminal entre los casos de publicidad “ilícita”, y la define así (art. 4): “la que mediante técnicas de producción de estímulos de intensidades fronterizas con los umbrales de los sentidos o análogas, pueda actuar sobre el público destinatario sin ser conscientemente percibida”.
Es evidente que los juristas contaron con el asesoramiento de psicólogos para elaborar esta definición, psicólogos del tres al cuarto que ignoraban el carácter de pura superchería de todo ese asunto. Es como si tuviésemos una ley que prohibiese las relaciones con el Diablo; ni que decir tiene, si el Diablo existiese sería buena una ley que castigase su frecuentación, pero el caso es que no existe. Si alguien cree tener tratos con el Maligno, se le envía a un manicomio, no a la cárcel. Y sin embargo he aquí una ley que castiga el ejercicio de esa magia negra que se llama “publicidad subliminal”; el principio que se sigue es intencionalista, en lugar del más habitual consecuencialista: se castiga una intención perversa, aunque no pueda demostrarse que realmente ha tenido consecuencias nocivas.
Hemos de preguntarnos a qué se debe esta fácil aceptación de una maravilla sin pruebas. En el caso de los publicistas, hay varias razones concretas. Su estrategia mental más simple se atiene al principio de “por si las moscas”. Sucede como en ese otro mito muy afín del marketing que pronostica la disminución de las ventas en el momento en que cese la publicidad; cosa imposible de averiguar —infalsable, diría Popper—, dado que nadie quiere ser el tonto que se atreva a comprobarlo. Funciona entonces esta patraña como las profecías autocumplidas: corre el rumor de que habrá escasez de rollo higiénico; aunque el rumor carezca de fundamento, el hecho de ser creído provoca un acaparamiento masivo que lo vuelve cierto; incluso en el caso de que un individuo sea escéptico y no lo crea, pero al mismo tiempo no sea tonto, correrá a aprovisionarse de rollos, porque sabrá que los demás son tontos crédulos que convertirán la mentira en verdad; y ni siquiera hace falta que opine de los demás que son ingenuos, sino que basta que los imagine tan listos como él mismo, pero paradójicamente convencidos de la estupidez ajena, para asegurar el mismo resultado; sólo en el caso de una población de personas racionales persuadidas de que también los demás son personas racionales podría quedar sin efecto un rumor falso.
El caso de la publicidad subliminal es grave porque sigue manteniéndose en manuales de psicología y en la legislación, medio siglo después de que haya sido científicamente desmentido. Pero analicemos un poco más de cerca el mecanismo mental que condujo a aceptarlo sin garantías. Cuando a uno le explican una maravilla, o lo que aparentemente es una maravilla, lo razonable es esperar una prueba. Digamos que yo afirmo que si lanzo una piedra al aire, ésta caerá al suelo; como a nadie le sorprende el caso, y está de acuerdo con la experiencia común, nadie dudará de ello. Supongamos que afirmo lo contrario: que al lanzar una piedra al aire, quedará suspendida, inmóvil, en el centro de la habitación; si alguien cree que hablo en serio y no es un absoluto tarugo, lo razonable es que me pida una demostración. ¿Quién ha comprobado el efecto de la “percepción subliminal”? Nadie. Hay otras muchas cosas fáciles de comprobar por uno mismo, sin necesidad de sofisticados laboratorios, lo que sin embargo nadie hace, como por ejemplo ese mito de que hay zonas especializadas en la lengua para detectar lo salado, lo dulce, lo amargo o lo ácido. Cualquiera puede comprobar en su casa que, ponga donde ponga en su lengua una pizca de cualquier sustancia, detectará inmediatamente su sabor. Y sin embargo esa peregrina ocurrencia sigue exponiéndose en muchos libros de texto.
Lo primero que uno debería preguntarse es: ¿qué es eso de una “percepción subliminal”? Como mínimo, un oxímoron. Para que algo sea percibido, es necesario que sea percibido, es de cajón. ¿Cómo puede ser algo percibido por debajo del umbral de la percepción? Por debajo del umbral de la percepción no hay percepción, por definición. Se trataría, a lo sumo, de una infrapercepción, de una percepción de tal modo debilitada que apenas se “percibe” como un sutil cosquilleo. ¿Qué efecto podría entonces tener en nuestra consciencia? Ninguno. De hecho, en principio no se afirma que la cosa afecte a nuestra consciencia, sino a nuestro subconsciente. Pero ¿qué trola es esa de un subconsciente? Pura tautología: lo subperceptivo actúa en el campo de lo subconsciente. Bueno, pues que siga allí, dondequiera que esté. Pero enseguida se desliza la burda trampa: no, en realidad eso afecta a nuestra vida consciente, a nuestra conducta real. ¿Cómo ha pasado lo “subconsciente” a ser “consciente”? No, no es esto exactamente; se trata más bien de que en nuestra vida de vigilia realizamos muchas cosas inconscientemente. Bueno, lo inconsciente es ya un concepto con sentido, no como el absurdo subconsciente. Nadie niega que efectuamos una miríada de operaciones inconscientes; para empezar, todas las del sistema simpático y el parasimpático. También todo aquello que realizamos sin poner demasiada atención, mecánicamente. También hacemos cosas “inconscientemente” en otro sentido, como cuando “consciente” pero “insensatamente” nos saltamos un semáforo en rojo. Lo absurdo es creer, sin prueba alguna, que lo “subliminal” e “inconsciente” puede afectar a nuestra conducta más allá del estadio de embobamiento o desatención.
Demasiado perezosos o demasiado atareados para realizar por nosotros mismos la comprobación, nos dejamos impresionar por la acumulación de “testimonios” en favor de un hecho increíble, como si constituyesen una prueba. Pero habiendo tantas motivaciones lucrativas para hacernos creer en una mentira cualquiera, eso debería bastar para desechar todos los “testimonios”, aunque se den por millones. Evitar la participación del deseo o del interés es la primera regla de la investigación racional. Es como la razonable suspicacia en que se basa la costumbre jurídica de desestimar los testimonios de parientes en los juicios. Pero parece haber un hambre de milagros que actúa en contra de toda inteligencia. Más que de creer, se trata de querer creer.
Y sin embargo estas extravagantes maneras de pensar no vuelven a la gente absolutamente idiota en el terreno de la vida común. Es más, los tontos suelen ser los más listos para la vida vulgar. Claro que una conducta irracional no produce ventajas ni siquiera en un mundo irracional, como puede demostrarse en pura lógica. Pero lo que quiero decir es que, hasta cierto punto, las creencias mágicas son compatibles con la racionalidad durante períodos muy dilatados. Existen aún culturas primitivas que albergan tales creencias mágicas, y en donde, por ejemplo, antes de una partida de caza el brujo realiza su conjuro sobre los arcos y las flechas para que se dirijan infaliblemente hacia las presas. Pero momentos después vemos al salvaje poniendo sus cinco sentidos en apuntar bien y en moverse sigilosamente; es decir que él no confía en el conjuro, sino en su propia destreza. ¿Por qué, entonces, se sigue manteniendo el ritual mágico durante milenos? Muchos antropólogos han proporcionado una semiexplicación semirrazonable: estos rituales resultan eficaces en otro plano, como cohesionadores de la unidad o estabilidad social. Si echásemos una superficial mirada a la enorme cantidad de espectáculos rituales absurdos y multitudinarios en que participan en nuestra sociedad hasta los más escépticos, dejaríamos de sorprendernos de la pertinaz pervivencia aparente de creencias mágicas en otras culturas. Un partido de fútbol o una manifestación nacionalista, por ejemplo, producen en miles de sujetos un estado de paroxismo fantasioso similar a un éxtasis místico, en que el sentido de lo real se sustituye por la proyección mágica del deseo, en que los individuos olvidan su cotidiana y real miseria moral y se creen por unos momentos el pueblo elegido.
En fin, he mencionado una quinta superchería afín a estas otras: la de la señal del zahorí o radiestesia (o rabdomancia). Al revés que los otros cuatro casos, aquí no parece suponerse un efecto estimulador de las capacidades del sujeto, sino al revés, a unos sujetos ya previamente más sensibles a un “estímulo imperceptible” (qué le vamos a hacer, es la tontería del caso la que nos obliga a describirlo con un oxímoron). Pero esto es poca diferencia; si en el caso de la publicidad subliminal —y en los otros— se pretende que todo el mundo es sensible a lo infrasensible, aquí simplemente se reduce el conjunto de los mortales con ese don. Pero este caso merece una breve discusión aparte por el hecho de que fue seriamente tenido en cuenta por científicos soviéticos y norteamericanos en los años 60 y 70 del siglo pasado. Así como en otras muchas ocasiones el puro instinto escéptico de los científicos lleva a descartar la mixtificación desde el inicio, en éste se tuvo la impresión de que podía haber “algo” de verdad, explicable en términos físicos, como una posible relación entre las funciones biológicas y el campo magnético. También cuenta otro factor, difícil de enjuiciar: lo que llamaría una simpatía por lo “alternativo”, por lo “contracultural”, por lo “marginal”. Hay quien llega a albergar un rencor inexplicable hacia gran parte de la ciencia porque cree que se trata de una “ideología” más, y “burguesa” por añadidura. Se rebelan entonces contra unos presuntos patrones mentales que habrían mermado nuestras facultades perceptivas y de juicio. Pero llegar a semejante conclusión respecto al significado del pensamiento científico requiere no haber comprendido nada del mismo. La ciencia no es ni burguesa ni aristocrática ni proletaria, aunque su incardinación en un determinado tejido social pueda ser todas esas cosas, y aunque muchos de sus aspectos estén en parte ideológicamente condicionados. La ciencia es lo opuesto a la fantasía (tanto a la magia como a la religión), y no puede definirse como una insensata castración de la inteligencia, como una desestimación de facultades mentales eficaces, sino todo lo contrario, como la renuncia a todo lo falso, ilusorio o ineficaz.

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