Me he referido, en una entrada anterior, al “efecto Mozart” como un caso de
esoterismo o pseudociencia que, en el contexto de lo que se discutía, actúa
como razón estúpida que impide comprender la verdadera significación educativa
y social de la música. Como toda fantasía mágica, su función oscurantista va
más allá, con su contribución alícuota al deterioro de la razón en todos los
terrenos de la vida social.
Propongo ahora un curioso ejercicio de comparación. En el mencionado
artículo aludí de pasada a otra superchería muy parecida, la de las lámparas de
fosfeno, que se venden en círculos esotéricos como remedio a la idiocia. Se
afirma que la exposición diaria a esas lucecitas produce un aumento de la
inteligencia, lo mismo que la exposición a la sonata de Mozart para dos pianos
en Re M (K. 448). Quiero ampliar el abanico de esoterismos afines con otros
tres: el mito de la “sugestopedia”, el de la llamada “publicidad subliminal” y
el del zahorí (radiestesia, o rabdomancia).
De todos ellos, sólo el de la sugestopedia se apoya parcialmente en
fenómenos verídicos, aunque en sí mismos bastante vulgares, sin misterio y sin
verdadera eficacia. Se supone que el aprendizaje se acelera si se consigue
colocar al sujeto en una situación más “receptiva”, o sea más concentrada,
mediante algún tipo de sugestión, rodeándole de ciertos estímulos (visuales,
auditivos, etc.) que ejerzan presión en ese sentido. Es indiscutible que para
aprender —ya sea un idioma, un teorema matemático, una canción, una historia…—
debe uno poner atención, por lo que el problema a abordar es más
bien negativo, a saber: eliminar los obstáculos ambientales a la
concentración, así como los obstáculos conductuales. Pero resulta que, en la
práctica, los sugestopedas usan por ejemplo la música para inducir un estado
de relajación, que es todo lo contrario del estado de excitación
mental que se necesita para aprender lo que sea. Y más absurdo aún, se pretende
que las sesiones de escucha estén separadas del lapso en que se efectúa el
aprendizaje, a manera de preparación; si esto funcionase, sería por contraste,
por efecto de una negación consciente por parte del sujeto previamente
anestesiado o relajado con la música, como si se dijese a sí
mismo, en un tremendo esfuerzo de su voluntad: ya basta de relajación, ahora a
trabajar. Desde luego, si la música siguiese sonando durante la lección, no
podría ser sino un estorbo a la atención. Otra cosa es el efecto intensificador
de la atención que produce la música asociada a un relato, en espectáculos de
naturaleza mixta, como el cine. En este caso la relativa distracción que
supone la banda sonora compensa el negativo efecto de sopor y monotonía que
tendría el film si careciese de ese componente ornamental. Pero esto es sólo a
condición de que el contenido verbal esté sumamente simplificado, concentrado
él mismo en los contenidos emocionales, más que en el pensamiento.
Y otra cosa también distinta es el apoyo que la música ofrece a la memorización
(por ejemplo, aprender una canción es habitualmente más fácil que aprenderse el
poema sin acompañamiento musical).
Al confundir absurdamente estos innegables efectos de la música en nuestra
conducta, los sugestopedas pretenden haber descubierto una técnica maravillosa,
y se aplican al desarrollo del “intelecto sónico” de un modo parecido a como
los publicistas se sumergen en el proceloso mar de la saturación visual
creyendo haber encontrado en la orgía de absurdos mensajes la clave para la
comprensión de la personalidad y de la economía.
Como vemos, la sugestopedia puede ser considerada como una explotación
libre del más circunspecto “efecto Mozart”, pero apoyándose siempre en el mismo
principio: la inducción mágica, simpática, pasiva, de un hiperdesarrollo
intelectual. No hay que perder ni un minuto en examinar esta patraña. El efecto
pasivo de la música es el de excitar o suscitar algún sentimiento, no el de
potenciar las operaciones intelectivas. Y del mismo modo que puede mitigar las
tensiones emocionales —incluso en casos graves, como por ejemplo volver menos
frecuentes e intensas las convulsiones epilépticas, aunque para lo mismo son
infinitamente más eficaces los fármacos—, también puede suscitar e intensificar
violentas pasiones, como sucedía en La Sonata a Kreutzer de
Tolstoi.
Hecha esta pequeña salvedad sobre el parcial fundamento de la sugestopedia,
podemos preguntarnos ¿qué tienen en común los cinco casos de imposturas
enumerados —aparte, claro está, del hecho de ser imposturas? Lo que tienen en común
es la paradójica exaltación de la pasividad como fuente de la potencia mental.
Examinemos muy brevemente y más en particular el mito de la “publicidad
subliminal”. Como es sabido —aunque todavía lo ignora mucha gente—, este tópico
proviene de un famoso fraude fraguado en 1957 por James Vicary, quien lo
reconoció años más tarde. Se informó falazmente de que la intercalación de un
solo fotograma con una botella de Coca-Cola y el mensaje de texto “Beba
Coca-Cola” entre los miles que componen una secuencia cinematográfica, había
inducido un aumento del consumo de dicha bebida, durante los intermedios, en
varios cines de la ciudad. El motivo confesado por el que Vicary había
pertrechado aquel fraude era que su compañía de marketing atravesaba una mala
racha, y aquello fue una buena idea para persuadir a sus clientes de que poseía
una nueva y maravillosa técnica para aumentar las ventas. Desde entonces se dio
el hecho por seguro y, por si las moscas, los publicistas se pusieron manos a
la obra intercalando breves imágenes o sonidos por debajo del umbral de
percepción, hasta que pocos años después, alarmados por la inmoralidad que
suponía este pérfido método de insuflar ideas sin que los destinatarios se
enterasen, o sea un perfecto “lavado de cerebros”, las autoridades de muchos
países elaboraran leyes para prohibirlo. En España, por ejemplo, la Ley General
de Publicidad de 1988 incluye la publicidad subliminal entre los casos de
publicidad “ilícita”, y la define así (art. 4): “la que mediante técnicas de
producción de estímulos de intensidades fronterizas con los umbrales de los
sentidos o análogas, pueda actuar sobre el público destinatario sin ser
conscientemente percibida”.
Es evidente que los juristas contaron con el asesoramiento de psicólogos
para elaborar esta definición, psicólogos del tres al cuarto que ignoraban el
carácter de pura superchería de todo ese asunto. Es como si tuviésemos una ley
que prohibiese las relaciones con el Diablo; ni que decir tiene, si el Diablo
existiese sería buena una ley que castigase su frecuentación, pero el caso es
que no existe. Si alguien cree tener tratos con el Maligno, se le envía a un
manicomio, no a la cárcel. Y sin embargo he aquí una ley que castiga el
ejercicio de esa magia negra que se llama “publicidad subliminal”; el principio
que se sigue es intencionalista, en lugar del más habitual consecuencialista:
se castiga una intención perversa, aunque no pueda demostrarse que realmente ha
tenido consecuencias nocivas.
Hemos de preguntarnos a qué se debe esta fácil aceptación de una maravilla
sin pruebas. En el caso de los publicistas, hay varias razones concretas. Su
estrategia mental más simple se atiene al principio de “por si las moscas”.
Sucede como en ese otro mito muy afín del marketing que pronostica la disminución
de las ventas en el momento en que cese la publicidad; cosa imposible de
averiguar —infalsable, diría Popper—, dado que nadie quiere ser el tonto
que se atreva a comprobarlo. Funciona entonces esta patraña como las profecías
autocumplidas: corre el rumor de que habrá escasez de rollo higiénico; aunque
el rumor carezca de fundamento, el hecho de ser creído provoca un acaparamiento
masivo que lo vuelve cierto; incluso en el caso de que un individuo sea
escéptico y no lo crea, pero al mismo tiempo no sea tonto, correrá a
aprovisionarse de rollos, porque sabrá que los demás son tontos crédulos que
convertirán la mentira en verdad; y ni siquiera hace falta que opine de los
demás que son ingenuos, sino que basta que los imagine tan listos como él
mismo, pero paradójicamente convencidos de la estupidez ajena,
para asegurar el mismo resultado; sólo en el caso de una población de personas
racionales persuadidas de que también los demás son personas racionales podría
quedar sin efecto un rumor falso.
El caso de la publicidad subliminal es grave porque sigue manteniéndose en
manuales de psicología y en la legislación, medio siglo después de que haya
sido científicamente desmentido. Pero analicemos un poco más de cerca el
mecanismo mental que condujo a aceptarlo sin garantías. Cuando a uno le
explican una maravilla, o lo que aparentemente es una maravilla, lo razonable
es esperar una prueba. Digamos que yo afirmo que si lanzo una piedra al aire,
ésta caerá al suelo; como a nadie le sorprende el caso, y está de acuerdo con
la experiencia común, nadie dudará de ello. Supongamos que afirmo lo contrario:
que al lanzar una piedra al aire, quedará suspendida, inmóvil, en el centro de
la habitación; si alguien cree que hablo en serio y no es un absoluto tarugo,
lo razonable es que me pida una demostración. ¿Quién ha comprobado el efecto de
la “percepción subliminal”? Nadie. Hay otras muchas cosas fáciles de comprobar
por uno mismo, sin necesidad de sofisticados laboratorios, lo que sin embargo
nadie hace, como por ejemplo ese mito de que hay zonas especializadas en la
lengua para detectar lo salado, lo dulce, lo amargo o lo ácido. Cualquiera
puede comprobar en su casa que, ponga donde ponga en su lengua una pizca de
cualquier sustancia, detectará inmediatamente su sabor. Y sin embargo esa
peregrina ocurrencia sigue exponiéndose en muchos libros de texto.
Lo primero que uno debería preguntarse es: ¿qué es eso de una “percepción
subliminal”? Como mínimo, un oxímoron. Para que algo sea percibido,
es necesario que sea percibido, es de cajón. ¿Cómo puede ser algo
percibido por debajo del umbral de la percepción? Por debajo del umbral de la
percepción no hay percepción, por definición. Se trataría, a lo sumo, de una
infrapercepción, de una percepción de tal modo debilitada que apenas se
“percibe” como un sutil cosquilleo. ¿Qué efecto podría entonces tener en
nuestra consciencia? Ninguno. De hecho, en principio no se afirma
que la cosa afecte a nuestra consciencia, sino a nuestro subconsciente.
Pero ¿qué trola es esa de un subconsciente? Pura tautología: lo
subperceptivo actúa en el campo de lo subconsciente. Bueno, pues que siga allí,
dondequiera que esté. Pero enseguida se desliza la burda trampa: no, en
realidad eso afecta a nuestra vida consciente, a nuestra conducta real. ¿Cómo
ha pasado lo “subconsciente” a ser “consciente”? No, no es esto exactamente; se
trata más bien de que en nuestra vida de vigilia realizamos muchas cosas inconscientemente.
Bueno, lo inconsciente es ya un concepto con sentido, no como
el absurdo subconsciente. Nadie niega que efectuamos una miríada de
operaciones inconscientes; para empezar, todas las del sistema simpático y el
parasimpático. También todo aquello que realizamos sin poner demasiada
atención, mecánicamente. También hacemos cosas “inconscientemente” en otro
sentido, como cuando “consciente” pero “insensatamente” nos saltamos un
semáforo en rojo. Lo absurdo es creer, sin prueba alguna, que lo “subliminal” e
“inconsciente” puede afectar a nuestra conducta más allá del estadio de
embobamiento o desatención.
Demasiado perezosos o demasiado atareados para realizar por nosotros mismos
la comprobación, nos dejamos impresionar por la acumulación de “testimonios” en
favor de un hecho increíble, como si constituyesen una prueba. Pero habiendo
tantas motivaciones lucrativas para hacernos creer en una mentira cualquiera,
eso debería bastar para desechar todos los “testimonios”, aunque se den por
millones. Evitar la participación del deseo o del interés es la primera regla
de la investigación racional. Es como la razonable suspicacia en que se basa la
costumbre jurídica de desestimar los testimonios de parientes en los juicios.
Pero parece haber un hambre de milagros que actúa en contra de toda
inteligencia. Más que de creer, se trata de querer creer.
Y sin embargo estas extravagantes maneras de pensar no vuelven a la gente
absolutamente idiota en el terreno de la vida común. Es más, los tontos
suelen ser los más listos para la vida vulgar. Claro que una conducta
irracional no produce ventajas ni siquiera en un mundo irracional, como puede
demostrarse en pura lógica. Pero lo que quiero decir es que, hasta cierto
punto, las creencias mágicas son compatibles con la racionalidad durante
períodos muy dilatados. Existen aún culturas primitivas que albergan tales
creencias mágicas, y en donde, por ejemplo, antes de una partida de caza el
brujo realiza su conjuro sobre los arcos y las flechas para que se dirijan
infaliblemente hacia las presas. Pero momentos después vemos al salvaje
poniendo sus cinco sentidos en apuntar bien y en moverse sigilosamente; es
decir que él no confía en el conjuro, sino en su propia destreza. ¿Por qué,
entonces, se sigue manteniendo el ritual mágico durante milenos? Muchos
antropólogos han proporcionado una semiexplicación semirrazonable: estos rituales
resultan eficaces en otro plano, como cohesionadores de la unidad o estabilidad
social. Si echásemos una superficial mirada a la enorme cantidad de
espectáculos rituales absurdos y multitudinarios en que participan en nuestra
sociedad hasta los más escépticos, dejaríamos de sorprendernos de la pertinaz
pervivencia aparente de creencias mágicas en otras culturas. Un partido de
fútbol o una manifestación nacionalista, por ejemplo, producen en miles de
sujetos un estado de paroxismo fantasioso similar a un éxtasis místico, en que
el sentido de lo real se sustituye por la proyección mágica del deseo, en que
los individuos olvidan su cotidiana y real miseria moral y se creen por unos
momentos el pueblo elegido.
En fin, he mencionado una quinta superchería afín a estas otras: la de la
señal del zahorí o radiestesia (o rabdomancia). Al revés que los otros cuatro
casos, aquí no parece suponerse un efecto estimulador de las capacidades del
sujeto, sino al revés, a unos sujetos ya previamente más sensibles a un “estímulo
imperceptible” (qué le vamos a hacer, es la tontería del caso la que nos obliga
a describirlo con un oxímoron). Pero esto es poca diferencia; si en el caso de
la publicidad subliminal —y en los otros— se pretende que todo el mundo es
sensible a lo infrasensible, aquí simplemente se reduce el conjunto de los
mortales con ese don. Pero este caso merece una breve discusión aparte por el
hecho de que fue seriamente tenido en cuenta por científicos soviéticos y
norteamericanos en los años 60 y 70 del siglo pasado. Así como en otras muchas
ocasiones el puro instinto escéptico de los científicos lleva a descartar la
mixtificación desde el inicio, en éste se tuvo la impresión de que podía haber
“algo” de verdad, explicable en términos físicos, como una posible relación
entre las funciones biológicas y el campo magnético. También cuenta otro
factor, difícil de enjuiciar: lo que llamaría una simpatía por lo
“alternativo”, por lo “contracultural”, por lo “marginal”. Hay quien llega a
albergar un rencor inexplicable hacia gran parte de la ciencia porque cree que
se trata de una “ideología” más, y “burguesa” por añadidura. Se rebelan
entonces contra unos presuntos patrones mentales que habrían mermado nuestras
facultades perceptivas y de juicio. Pero llegar a semejante conclusión respecto
al significado del pensamiento científico requiere no haber comprendido nada
del mismo. La ciencia no es ni burguesa ni aristocrática ni proletaria, aunque
su incardinación en un determinado tejido social pueda ser todas esas cosas, y
aunque muchos de sus aspectos estén en parte ideológicamente condicionados. La
ciencia es lo opuesto a la fantasía (tanto a la magia como a la religión), y no
puede definirse como una insensata castración de la inteligencia, como una
desestimación de facultades mentales eficaces, sino todo lo contrario, como la
renuncia a todo lo falso, ilusorio o ineficaz.
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