12 de julio de 2012

De la importancia social de la música

Alberto Luque

La música en todas sus manifestaciones —tanto puras (música instrumental) como mixtas (canto, danza, ópera, etc.)— ha sido considerada desde la Antigüedad como un sostén necesario de la civilización. Los antiguos legisladores Solón y Licurgo incluyeron la educación musical entre los pilares del Estado. Y por la misma época en China Confucio estaba persuadido de ese mismo exagerado papel que la música juega en la vertebración de la moral y del Estado.[1]
En época moderna, no hay más que fijarse en el primordial y omnipresente papel que juega la educación y el ejercicio musical, tanto del canto como de la ejecución instrumental, en los altísimos ideales que Castiglione propone en El Cortesano —bien imitado en España por Luis Milán— para la formación de los aristócratas. Actualmente seguimos aprobado estos altos valores intelectuales, pero disociándolos de su carácter originariamente aristocrático. La vida superior sigue siendo para nosotros la vida del intelecto, de la “fantasía”, de la ciencia y la creatividad, del ingenio y de la pericia, etc., pero siempre subordinada al irrenunciable ideal social de la democracia.
Durante todo el período intermedio entre la Antigüedad y el Renacimiento, la música no dejó jamás de considerarse entre las más altas creaciones del espíritu (formaba parte del quadrivium, junto a la aritmética, la astronomía, y la geometría; aunque musica no significaba en ese contexto ni el aprendizaje ni la ejecución ni la apreciación estética de la música, sino más bien la teoría musical, es importante que nunca perdiese la música, ni aun en su plano más teórico-abstracto, el rango de arte liberal que en cambio siempre se le había negado a las artes visuales, en tanto que mecánicas). En época medieval se consideraba que un monje cantor no llegaba al pleno dominio de su arte en menos de 30 años de intenso y esforzado ejercicio. Si tenemos en cuenta el efecto de sofisticada simplicidad —pero simplicidad al fin y al cabo— que produce en una oreja moderna el canto llano, aquella exageradamente prolongada persecución de la perfección nos deja un tanto y un cuanto perplejos. Creo que estamos obligados a sospechar que las voces conjuntadas en un grupo de veteranos monjes benedictinos debía de ser un espectáculo auditivo —valga la sinestésica metáfora— maravilloso y ya sin duda perdido para siempre —por más que todavía hoy algunos grupos de monásticos virtuosos intenten remedarlo. Pero no sucedía de otro modo con cualquier otro oficio. Nada hay de anómalamente hipersensible en la fascinación que sintieron en el siglo xix William Morris o John Ruskin por la insuperable perfección y la extrema delicadeza de la artesanía medieval. Y nada hay de retrógradamente romántico, como se ha creído, en el ideal artístico-laboral, directamente inspirado en el artesanado medieval, que Morris, un perfecto comunista moderno, sostuvo como meta superior para el trabajo no alienado, para el trabajo completamente humano, en una sociedad democrática. Tampoco Marx —y luego Durkheim— escatimaron elogios a esa admirable honradez y meticulosidad que caracterizó el trabajo creativo antes de las revoluciones burguesas.
Claro que hay otra manera, menos generosa, y desde luego menos sensible, de explicarse aquella exageración. Los músicos medievales necesitarían 30 años para lograr lo que hoy un adolescente en 5 o 10, debido a la ineficacia de los métodos de enseñanza y a la simplicidad de las metas a alcanzar. Un poco como si el caso fuese el mismo que en aritmética, campo en el que en plena Baja Edad Media aún se requería ir a centros universitarios especializados para dominar las técnicas de multiplicar o dividir, cosa que un niño hace sin esfuerzo con los modernos métodos. Pero aquel caso no es comparable a éste, sino más bien al de la perfección técnica, la precisión y exactitud con que unos simples picapedreros y escultores tallaban la piedra para realizar esas asombrosas filigranas que son las grandes catedrales góticas, y que el más hábil de los albañiles de hoy sería incapaz ni de imaginar cómo lo lograban.
La música —tanto la instrumental como el canto— es posiblemente el único medio artístico en cuya enseñanza se ha seguido en general requiriendo el esfuerzo permanente por alcanzar un dominio técnico absoluto, el esfuerzo por la perfección artesanal. Cierto es que la universalización de la enseñanza tiende casi inevitablemente a rebajar los patrones de exigencia, a la mediocridad. Se han incrementado así los medios para una instrucción musical escasa o mediana en las escuelas, pero los Estados modernos no han albergado nunca la menor duda sobre la conveniencia de seguir manteniendo conservatorios que garanticen un mínimo de músicos del más alto nivel. Puede que ya a nadie sensato se le ocurra sostener opiniones tan exageradas como las de los antiguos acerca del carácter vital de la música para el mantenimiento de la paz, la prosperidad y la justicia, pero tampoco se le ocurre a nadie pensar que una civilización preciada de serlo podría desentenderse de la educación musical. Y no deja de ser cierto que la música sigue proporcionando uno de sus más eficaces apoyos al comercio y a la política.
Pero entonces ¿cuál es la verdadera, la más justa estimación de la significación de la música (intelectual, moral, social…)? ¿Necesitamos esas otras modernas y absurdas exageraciones al estilo del “efecto Mozart”? No, no las necesitamos en absoluto: (1) porque son falaces, y (2) porque suponen que la música pueda estar necesitada de una revaloración, al estilo del marketing, que vuelva a la ciudadanía más sensible a su importancia. Hay que decir de la música lo que Marco Aurelio decía de la belleza y la justicia, a saber, que nada le quita ni le añade la alabanza. Las virtudes reales de la educación musical son tan grandes e innegables que el intento de multiplicarlas con estupideces como el “efecto Mozart” sólo podría perjudicarlas. Es como si alguien pretendiese alzar una pirámide al pie del Himalaya para realzar la impresión de su titánica altura, o como si alguien pretendiera que al ejecutarse en un gran palacio, una sinfonía de Beethoven adquiere mayor grandeza y mayor significación que si se ejecutase en plena selva, ante indios con taparrabos. No hay que exagerar las virtudes de la música, porque son sencillamente imposibles de exagerar, salvo para quienes, careciendo de sensibilidad y de inteligencia, no comprendan el papel primordial que la música ha jugado para garantizar incluso la más ínfima posibilidad de progreso social desde el Neolítico.
Podría discutirse ese alcance exagerado que los antiguos filósofos dieron a la música, pero nadie se atrevería a negar su benéfica influencia en el desarrollo íntegro de la personalidad, ni tampoco a dudar de que una civilización sin música, o con escaso desarrollo de la música, es tan inimaginable como una civilización sin literatura o sin ciencia. Pero ¿en qué consiste, sin mitificación, sin vaguedades poeticoides y sin delirios espiritualistas, esa necesidad e importancia de la música para la vida social y para la educación individual?
La antropología clásica del siglo xix elaboró la coherente y fecunda tesis de que el origen de la música está estrechamente ligado al trabajo, sobre todo al trabajo colectivo. Destaca en este terreno la célebre obra de Bücher Arbeit und Rhythmus,[2] que fue bien apreciada por Plejánov (en la segunda y la tercera de sus Cartas sin dirección, 1899-1906) y por Lukács (en La peculiaridad de lo estético, 1963). Los rítmicos cantos durante las tareas agrícolas ayudaban a soportar mejor y hacer más regular y eficaz el trabajo prolongado; debemos, pues, a la facultad musical nada menos que la facilitación del progreso material, al añadir un plus de energía laboral, de concentración, de sacrificio y de voluntad; no sabemos si nuestros primitivos antepasados podrían haberse ido emancipando materialmente de la escasez y las servidumbres naturales sin el apoyo de esa facultad para el ritmo y la melodía, pero el hecho es que ésta cumplió desde el principio esa función de valioso apoyo vital.
El canto hubo de tener también, inevitablemente, sensibles consecuencias en la facilitación del aprendizaje, en la vigorización de la memoria, en la capacidad de concentración. Cualquier adulto puede recordar aún cómo aprendió en la escuela las tablas de multiplicar ¡cantándolas!
Sólo con el progresivo perfeccionamiento derivado de su ejercicio, y sobre todo con el incremento de la producción material muy por encima de los mínimos de pura supervivencia, se volvió el canto —y la música en general— un motivo para el solaz y la fantasía, para el placer estético, para el arrobamiento y la fineza emocional, en suma, se volvió una actividad menos primaria, menos ligada al músculo y a la respiración, al áspero trabajo material, una actividad más sutil, un lujo, un ejercicio que inspira una vida elevada, muy por encima de las primordiales actividades requeridas para la pura supervivencia.
Es en este estadio en el que la verdadera significación de la música se vuelve algo misterioso. Por un lado se olvida que su origen y primera función están ligados a la inmediata supervivencia de la humanidad, que es en lo que radica su más importante razón de ser, pero por otro lado se sigue intuyendo su carácter irrenunciable, sólo que ahora se vincula al dominio de lo “espiritual”, que a su vez se entiende de manera idealista, como independiente y hasta opuesto a la naturaleza.
Es innegable que en el estadio superior de la humanidad, tras la revolución neolítica, la música forma parte de lo creativo, de lo mental, de la fantasía, del “espíritu”. Y este nuevo carácter misterioso, o aparentemente “inexplicable” —salvo desde una perspectiva darvinista— se traslada al problema de comprender su significado. Uno de los períodos más interesante en el desarrollo de la estética musical es el siglo xix, en el que los teóricos se polarizaron en dos puntos de vista aparentemente opuestos: (1) por un lado los que defendían el carácter “programático”, es decir descriptivo, de la música, pretendiendo que ésta representa hechos o espectáculos, o relata historias, etc.; (2) por otro lado, los que, con más perspicacia, comprendían que la música no puede relatar ni representar nada extramusical, que las “ideas” musicales sólo tienen un sentido puramente, abstractamente musical, sin significado. Fue Susan Langer quien mejor esclareció esta discusión equívoca: la música no expresa nada “extramusical”, en el sentido de que su significado es inconmensurable con lo verbal y con lo visual; sin embargo expresa algo que no es puramente auditivo, sino emocional, porque posee la misma forma, imita los sentimientos.[3] No se trata de que exprese los sentimientos del compositor(cosa que, además de carecer de interés salvo para la psicología, sería del todo imposible, ya que una emoción no dura lo suficiente como para prestarse a ser imitada en el lapso que requiere el trabajo de componer, ni podemos imaginar al músico fijo en su sentimiento, incapaz de no sentir otra cosa sino aquella que expresa su música); ni tampoco se trata de que la música suscite en nosotros tales o cuales emociones (esto, a lo sumo, serviría para una teoría psicológica de la evocación). Nuestros sentimientos son en cada momento dictados por nuestra experiencia actual y nuestro temperamento; si escuchamos una alegre polka, podremos fácilmente convenir en que expresa un sentimiento gozoso y excitante, aunque nosotros mismos estemos en ese momento muy entristecidos por algún motivo personal; y al revés, si en medio de una festiva concurrencia de risas y bromas oímos un triste adagio o una marcha fúnebre, reconocemos al instante que lo que expresa esa música es melancólico, pero no nos ponemos nosotros melancólicos, ni tenemos derecho a suponer que el compositor estaba taciturno cuando la componía. Lo primero sería como si creyésemos que Shakespeare tuvo que ser simultánea o sucesivamente un malvado como Gloster, un loco como Hamlet, un avaro como Shylock…; lo segundo sería como si en el teatro se nos debiera contagiar la abyección de Ricardo III, la extravagancia del príncipe danés, la codicia del  judío veneciano.
Y la música puede imitar o expresar los sentimientos justamente porque tiene su misma forma, una forma fluida, cambiante, evolutiva. Se ha prestado aún poca atención al hecho —ya puesto de manifiesto por Langer, y luego también por Gombrich— de que carecemos de vocabulario suficiente para designar los infinitos matices de la emoción; y es que una emoción no es, como una imagen, algo estable en el tiempo, sino algo que a cada momento es otra cosa, aun conservando una ligadura genética con lo que va dejando de ser. No se trata de la tristeza, sino más bien de sentirse cada vez más o cada vez menos triste, cada vez triste de un modo distinto, con un matiz nuevo, y para todo esto carecemos de términos adecuados. Por ello algunos psicólogos han considerado que en pos de la precisión de su ciencia harían bien en adoptar el lenguaje metamusical, que sirve para describir lo que es esencialmente temporal, evolutivo, dinámico. No sólo forte o piano, sino crescendo o diminuendo; no sólo presto o andante, sino affrettando o ritardando… y copiosa cantidad de términos rítmico-tímbrico-dinámico-melódicos, referentes a la expresión, el carácter, los matices y los acentos musicales, y fácilmente traducibles a estados emocionales: animato, appassionato, spiritoso, capriccioso, flebile, deciso, giusto, delicato, innocente, dolce, amoroso, agitato, giocoso, mes­to, maestoso, semplice, morendo, mancando, smorzando, sotto voce, pianissimo, mezzo forte, tutta forza, staccato, marcato, pesante
En suma, el significado de la música es, como el de todas las artes, expresivo, e imitativo no en el absurdo sentido de describir fenómenos visuales o verbales, sino en el de imitar la emoción, por poseer la misma geometría, la misma forma, el mismo carácter, intensidad, textura, en una palabra, por ser isomórfica a la emoción.
Una vez dilucidada esta significación que la música posee en la fase en que ya se ha emancipado de su vital concurso en el trabajo productivo, una vez que ha adquirido el sentido de un lujo, de una facultad superior, para el goce y la fantasía, ¿cómo podemos seguir enjuiciando su importancia vital? Que, por ejemplo, los efectos emocionales e intelectuales de un conjunto expresivo de sonidos adquieran un alto valor práctico-racional o moral puede parecer extraño o exagerado si se considera que, salvo en casos de extrema hipersensibilidad —como el “síndrome de Stendhal”—, quizá la mayoría de las personas son bastante refractarios al presunto poder cautivador de la música —por más que este tópico haya sido míticamente engrandecido, como en el cuento de El flautista de Hamelin o en el episodio de las sirenas en la Odisea. Parecería que esa fascinación sólo la ejerce la música sobre individuos muy impresionables o mentalmente débiles. Pero al contemplar el millonario negocio de la música popular, cómo resulta tan eficaz e imprescindible para el actual orden mercantil, y cómo narcotiza a sus consumidores, esas antiguas y míticas ideas no parecen tan exageradas. Más aún si se tiene en cuenta que el valor artístico de esa música consumista es de un orden bastante grosero, incluso rayano en una plena sofocación acústica.
No hay inconveniente en admitir tanto el relativo poder hipnótico o sugestivo de la música como su también relativa prescindencia. Platón condenaba la música de viento (aulética) por excesivamente sensual e incitadora a la pereza, en tanto que aconsejaba la de cuerda (citarística), mucho más precisa, clara y “racional”. Por motivos de un orden muy distinto, técnico-material, Aristóteles opinaba que el canto es mejor acompañado por instrumentos de viento que por instrumentos de cuerda, sencillamente porque coinciden en su naturaleza aerífera. Es también en la Poética de Aristóteles donde hallamos otro interesante índice de la relativa importancia del canto, entre el conjunto de componentes de la tragedia. Ocupa aquí un lugar secundario, junto al espectáculo o decorado y la dicción; pero es significativamente más importante, para Aristóteles, que el espectáculo. O sea que, para una teoría racionalista o clasicista del arte, la música —como el color frente al dibujo— representa algo así como un exceso, un lujo, o un juego, un embellecimiento del que, en caso necesario, podría prescindirse, mientras que lo irrenunciable —si se quiere conservar el significado— es el verbo, la idea (la fábula o trama, los caracteres y el pensamiento).
Este carácter relativamente “superfluo” del canto en la tragedia viene a coincidir con lo que en cierto sentido le ocurre en general a todo arte, en relación a su concurso en las condiciones materiales de existencia. El arte como fenómeno diferenciado, distinto de otras esferas sociales y biológicas, sólo surge cuando han sido sobradamente garantizadas otras necesidades materiales, como el alimento o el refugio; ahora bien, en esa emancipación de la naturaleza han jugado un papel primordial todas las facultades que luego llamaremos arte. Hemos de insistir en que, en la posterior fase de vuelo independiente de la creatividad, lo que se desarrolla son las mismas facultades que se hallan entre los factores vitales que contribuyeron a que la humanidad primitiva, al menos desde el Neolítico, lograse, mediante una regularización del trabajo, incrementar la productividad hasta el punto de poder disponer de ese plusvalor, de ese ocio o lujo que da lugar a las artes como factor socialmente diferenciado. En los estadios anteriores, todo hombre, es decir todo trabajador, era al mismo tiempo un “artista”, porque no podía distinguirse el arte del trabajo, ni del ocio, ni del vivir, ni del hablar, ni del jugar… En particular, todo hombre debía ser un cantor, porque sólo cantando, modulando rítmica y melódicamente un sutil estímulo muscular de su aparato fonador, lograba aumentar su concentración, su precisión y eficacia en la fabricación y en el manejo de útiles. Luego, tras el desarrollo de una compleja división del trabajo, será posible que la función del canto adquiera sutileza y autonomía, para convertirse en expresión de gozo, en ejercicio de la fantasía, en exhibición del poder virtuosístico, en embellecimiento, en énfasis de los mensajes, en apoyo al aprendizaje y a la memoria, etc.
Diríamos, pues, que todas aquellas virtudes que el canto ya tenía en la fase primitiva en que su concurso fue vital, las sigue teniendo luego, no ya para garantiza la supervivencia de la especie, sino para enriquecer el desarrollo mental y la vida social.
En nada ayuda a la correcta estimación de la importancia de la música para el desarrollo de la personalidad y de la cultura aquella mítica exageración pseudocientífica llamada “efecto Mozart”. Los resultados que Rauscher, Shaw y Ky anunciaron hace dos décadas sobre los efectos positivos de la audición de música clásica en el desarrollo de ciertas facultades mentales,[4] no han sido hasta el momento confirmados por ningún otro ensayo científico. Algunos de los efectos de ese mito han sido absurdos. En Florida se obliga desde hace algunos años, por ley, a que los niños menores de 5 años se sometan 30 minutos diarios a la audición de música clásica; algunos críticos han opinado, con razón, que esta inversión sería mucho más útil en una verdadera educación musical (activa, no pasiva). La propia Rauscher ha protestado contra el abuso mercantil que se ha hecho del “efecto Mozart” y ha reiterado honestamente que no hay evidencia científica de que escuchar música incremente la inteligencia. ¿Cómo podría ser de otra forma, si se trata de una actividad puramente pasiva? La inteligencia o la pericia —de cualquier clase, analítica, creativa, memorística, calculística…— sólo se vigoriza con el esfuerzo, con el ejercicio activo que se propone realizar lo que aún no se sabe hacer, que se propone averiguar lo que aún se ignora, resolver problemas, etc.,[5] y no sometiéndose a reiteraciones más o menos tediosas para ejercitarse en lo que ya se sabe, y menos aún limitándose a una pura distracción contemplativa. Hasta el momento sólo ha podido verificarse una ligera influencia de la audición de música clásica en la atenuación de la epilepsia, lo cual no resulta extraño, teniendo en cuenta el conocido efecto balsámico, calmante, de ciertas clases de música. También es innegable el efecto excitador, inquietante, de otros tipos de música (algo que me gustaría llamar “efecto Kreutzer” —por la célebre pieza de Tolstoi—, el sofocante impulso al homicidio).
Es muy decepcionante que haya tantas personas que aún se quieran autoengañar en materia de remedios fantásticos, mágicos, como el aumento de la inteligencia por la sola audición de una sonata de Mozart o por la exposición a los rayos de una lámpara de fosfeno. Como ya sabían los antiguos, no hay vías reales al conocimiento. Se pretende sustituir el único camino, el del trabajo, por fórmulas mágicas. Eso no tiene nada que ver con comprender la importancia de la música, que, insisto, es imposible de exagerar. Es el entrenamiento activo, el aprendizaje y ejercicio musicales lo que contribuye a intensificar prácticamente todas las facultades humanas, tanto intelectuales como emocionales, a refinarlas y a domeñarlas. Una sociedad sana debe invertir todo cuanto pueda en la educación musical, en lugar de degradarse en el tráfico de fraudulentos remedios mágicos que sólo sirven para volvernos aún más perezosos e impotentes.


[1] Leonard Shihlien HsüThe political philosophy of Confucianism: An interpretation of the social and political ideas of Confucius, his forerunners, and his early disciples (1932), 2005, pp. 150 y s.
[2] Karl BücherArbeit und Rhythmus, Leipzig, B.G. Teubner, 1899 (2ª ed. aum.); trad. esp. de J. Pérez Bances, Trabajo y ritmo, Madrid, Daniel Jorro, 1914.
[3] Susan K. LangerPhilosophy in a new key: A study in the symbolism of reason, rite, and art, (1942, 3ª ed. 1957), Cambridge (Massachusetts)–Londres, 1979, cap. viii, “On significance in music”.
[4] Frances Rauscher, Gordon Shaw y Katherine Ky, “Music and space task performance”, en Nature, 14 de octubre de 1993.
[5] Cf. Philip E. Ross, “La mente del experto”, en Investigación y Ciencia, núm. 361 (octubre de 2006), pp. 50-57.

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