9 de julio de 2012

Superstición, pereza y mercantilismo

Alberto Luque

“Azar objetivo” fue un tópico caro a André Breton —sobre todo en Nadja—, una de cuyas expresiones más típicas fueron los poemas al azar practicados por los dadaístas. Un caso de delirio por lo absurdo, en definitiva. Pero para la lógica —y para el materialismo—, el tema de la “objetividad del azar” es un asunto serio, que corresponde a un concepto diametralmente opuesto a aquella fantasía surrealista.
Ahora no voy a detenerme en este interesante tema lógico-filosófico, para cuyo examen sería oportuno no sólo volver a estudiar a Engels —y a Hegel—, sino incluso volver a los presocráticos y a Demócrito, y a Epicuro y a Lucrecio. (No habrá pasado inadvertido para nadie que el lema que encabeza este blog, “Por un materialismo del encuentro”, es literalmente un tópico althusseriano; y tampoco la cita del pasaje de Lucrecio sobre el clinamen o desviación infinitesimal de los átomos en su lluvia inicial, que acarrea la colisión universal y la formación de infinitos mundos, etc., es decir que hace recaer en el azar la misma necesidad de todo acaecer, etc.; Althusser escribió muchas tonterías inspirado por esta idea, a la que dio un abusivo vuelo metafórico, aunque también dejó reflexiones dignas de ser tenidas en cuenta; pero todo esto puede quedar para otra ocasión, para el largo, inacabable porvenir.)
Lo que quiero proponer ahora es una pequeña reflexión sobre la fuerza que aún continúan teniendo las tendencias supersticiosas. Ya hemos tratado algo las supersticiones nacionalistas; tomemos ahora otras modalidades más tradicionales de ilusión.
Tomemos como ejemplo El Secreto, ese infesto libraco de una tal Rhonda Byrne que ha sido vendido por millones en los últimos años. (“Secreto” con mayúscula, porque la afición místico-cabalística a las mayúsculas inmotivadas es una marca común de los iluminados y los paranoicos.) Me he topado con personas no absolutamente estúpidas, e incluso dotadas de algún tipo bastante eficaz de inteligencia —aunque nunca, por supuesto, una inteligencia filosófica, crítica, libre y desinteresada—, que, lejos de considerar absurdo u ofensivo en modo alguno ese libro, opinan que contiene una aconsejable visión del mundo, o una suerte de filosofía práctica, “funcionante” —i.e. eficaz— por añadidura.
Pretender pragmáticamente —es decir antiteóricamente— que semejante fantasía “funciona” es de lo más chocante a primera vista, puesto que el fundamento único y permanente de todo su discurso es la suposición de un mistérico orden suprasensible. O sea que se procura justificar una creencia —puro fenómeno mental— con el argumento de que en realidad funciona como una fuerza física, material, y desde luego sin pruebas. Pero ése es un rasgo ineludible de todo espiritismo —en sentido amplio. Dado que no hay razón razonable alguna para creer sin garantías en una pura ilusión, ¿qué otra manera queda de forzarnos a aceptarla sino persuadirnos de que no es una ilusión, sino un hecho palpable y sensible? Pero dejarse persuadir de que una ilusión no es una ilusión ¡es caer en una ilusión aún más grande! Ya Engels advirtió sagazmente esa necesidad de ralo empirismo que sufre toda la mundología espiritista. Lo aberrantemente ilógico —y moralmente podrido, además— halla su principal obstáculo en la teoría, en el pensamiento, en la reflexión juiciosa, y no en los hechos prácticos. En un sentido puramente práctico, puede justificarse cualquier grosería y cualquier malicia, con tal de que funcione. A la práctica no se le pide más. El “pasen y vean”, último argumento del ocultismo, es como una estúpida burla del interesante credo quia absurdum de Tertuliano —argumento retórico con mucha más carga racional de lo que comúnmente se cree. Pero no nos detengamos ahora en este aspecto, al fin y al cabo banal, de la precariedad mental del esoterismo. Baste tener presente la idea aludida de la objetividad del azar —en la que tampoco me detendré—, y que en suma requiere simplemente comprender que la casualidad es tan objetiva como la necesidad; ni los paranoicos ni los supersticiosos creen en el azar, sino todo lo contrario: todo aquello que acaece casualmente, por ejemplo que al abrir una caja de cerillas resulte que quedan exactamente siete, le parece que ocurre por alguna oculta razón, y así vive continuamente asediado por una obsesionante causalidad tiránica, minuciosa y, paradójicamente, irregular y caprichosa.
El matemático John Allen Paulos proporcionaba en uno de sus agradables y divulgativos libros sobre el “anumerismo” (correlativo matemático del “analfabetismo”) una sencilla y curiosa estimación de la cantidad de sueños premonitorios que necesariamente deben producirse en un país de las dimensiones de EE.UU. durante un año: del orden de 60.000. Lo extraño, añade Paulos a ese cálculo, sería que no hubiese sueños proféticos, porque ¡la casualidad existe! Lo extraño no es que a alguien le toque la lotería cada semana; lo extraño sería que no le tocase nunca a nadie: eso sería una anomalía tremenda que debería provocar nuestra sospecha y nuestro asombro. Ni más ni menos que si un día resultasen acertantes el 90% de los apostadores. Si realmente dejasen de producirse coincidencias, casualidades, ocasionales “serendipias”, entonces tendríamos que sospechar que está ocurriendo algo verdaderamente “paranormal”.
Pero por más que insistamos con sencillos razonamientos como éstos, tendremos que seguir lamentando que no hagan la menor mella en la conducta de los supersticiosos. Que alguien tiene que acertar a la lotería es tan cierto y seguro como su correlativo matemático: que casi nadie puede acertar. Uno entre un millón tiene la suerte de que ocurra lo que deseaba: esto es el azar objetivo. Los otros 999.999 no tienen esa suerte: esto es la necesidad objetiva. (Y ¿qué hay de extraño en que los deseos de aquél se hayan cumplido? La única manera que había de que jamás se cumpliesen es que no hubiese albergado deseo alguno que cumplir; pero nuestra sociedad tiene la peculiar y dudosa virtud de insuflar deseos abstractos, permanentes y obsesivos en casi todos, por lo que a cada momento cualquier cosa que ocurra coincidirá automáticamente con el deseo de alguien. Sería imprudente olvidar que la misma cosa coincidirá también con lo que otros muchísimos no desearon, o desearon que no ocurriera.) Basar la propia conducta en lo que puede suceder una vez de cada millón, en lugar de basarla en lo que sucede las otras 999.999 veces, es lunático, perverso. Pero ahí tenemos a esas cohortes contumaces que entregan su vida y su alma a lo improbable, al sueño opiáceo e impotente, y que con obsceno fanatismo persisten en repetir que eso (el desear en sí mismo) “funciona” —y más aún, que llaman “optimismo” a esa alucinación: ¿por qué, si con ello no se optimiza realmente nada?
O sea que todos esos millones están convencidos de que basta confiar en la suerte, estar “optimista”, para que los deseos se cumplan —o fingen estar convencidos: me gustaría verlos en los momentos en que se enfrentan a alguna pequeña y vulgar contrariedad cotidiana, y no ya a una solemne calamidad, a ver cómo ponen en marcha su mecanismo mágico de ciega confianza en la omnipotencia del deseo; me gustaría comprobar cuántos de esos crédulos son personas habitualmente serenas, habitualmente felices, habitualmente alegres y amables. Si esa bendita confianza supersticiosa fuese sincera, ¿por qué habrían de buscar tan afanosamente consejos peregrinos en grimorios y echadores de cartas, en limpiadores de auras y en talismanes, en espiritistas y en psicólogos farsantes?
Se diría que aquí simplemente se confunde el relativo valor psicológico del optimismo con una creencia —en la magia—, con una falsa, desmesurada e imprudente sugestión. Algo hay de eso. Personalmente, no creo que el entusiasmo o el optimismo sean siempre la mejor actitud a adoptar, la menos perjudicial. Es fácil imaginar condiciones en que el optimismo sería deletéreo. Un ejemplo cumbre lo tenemos en esos millones de personas que justamente por su estúpida credulidad son víctima de tantos vendedores de sueños y otros timadores (otro ejemplo es el de las masas que depositan su confianza en la gestión de los banqueros o de sus lacayos políticos; y no se trata de distinguir entre banqueros responsables e irresponsables, honrados o corruptos: obren como obren, a un lado o al otro de las leyes, lo que les beneficia a ellos perjudicará a los demás). A lo sumo, estoy dispuesto a avalar la franca confianza en uno mismo, o en la máxima del carpe diem —quam minimum credula postero—, o la valiente resignación y el desdén estoico ante el áspero acontecer y el fiasco del engañoso deseo, o incluso el abandono en la Providencia que nos aconseja San Mateo (“mirad los lirios del campo…”). Pues una cosa es el vigor que insufla en nuestras tareas la alegría, y otra muy distinta la beatífica inclinación al ensueño que espera lo que no debe esperarse de una boba esperanza sin garantías. Es bueno desear cosas razonables, y es bueno trabajar para lograr lo que se desea, o sea procurar los medios adecuados a los fines, entre los que no se cuenta la omnipotencia del deseo. Y aun trabajar para conseguir unos objetivos razonables es sólo condición necesaria, no suficiente: aun esforzándose, es posible el error y el fracaso, como en literatura muestra en grado superlativo la tragedia y como acontece permanentemente en el terreno de las luchas de emancipación social.
(Otra expresión poética de esa insuficiencia del esfuerzo la tenemos en esa preciosa escena de A través del espejo en que Alicia y la Reina de Corazones corrían afanosamente durante un buen rato sin desplazarse del lugar en que se hallaban; la Reina encontraba eso completamente natural, y Alicia explicó:

—Bueno, en nuestro país, si corres durante un tiempo tan rápido como lo hemos hecho, generalmente llegas a un sitio distinto…
—¡Una clase lenta de país! —replicó la Reina—. Aquí, como ves, hace falta correr todo cuanto puedas para permanecer en el mismo sitio. Si quieres llegar a otra parte debes correr por lo menos el doble de rápido.)

A menudo permanece camuflado el verdadero problema: no hay un solo concepto —o una sola clase— de deseo, ni un solo concepto —o una sola clase— de confianza, ni un solo concepto —o una sola clase— de trabajo. Las presuntas virtudes vigorizantes del optimismo y la sugestión son engañosas (falsas). Hay que ser muy tonto para no saber distinguir entre creer que el optimismo es beneficioso para la propia salud anímica y creer que el universo da un trato de privilegio a los supersticiosos. Seguramente conoceréis una célebre anécdota de Niels Bohr, en la que un colega que le visitó se sorprendió de que tuviese una herradura colgada de la puerta. “Vamos, Niels, tú eres un científico, ¿no creerás en esas patrañas?” Y Bohr le contestó: “Oh, por supuesto que no creo, pero, ¿sabes?, dicen que funciona incluso si no crees.”
¿Recordáis aquellas viejas escenas de los dibujos animados en que un personaje seguía corriendo en el aire, sobre un precipicio, porque no había reparado aún en que ya le faltaba el suelo, y sólo cuando se percataba de esa carencia se precipitaba en el vacío? Lo que se pretende en El Secreto es que todo funcionará como si hubiese suelo, con tal de que ignoremos que no lo hay. ¿Qué ventaja real puede aportar semejante ceguera? ¿Qué añade el entusiasmo a lo que consigue el trabajo? Nada. Como decía Marco Aurelio sobre la justicia o la belleza, nada le quita ni le añade la alabanza. Sería inhumano no alegrarse de lo logrado, o de las buenas intenciones; pero la alegría sensata viene siempre a posteriori.
El sobrenaturalismo, las creencias mágicas, la fe religiosa, la creencia en la omnipotencia de las ideas, etc., nada de eso es absurdo en un sentido absoluto. Son fases o momentos más o menos inevitables tanto en la evolución social como en la de la personalidad individual. Sería muy raro que los niños y los adolescentes no soñaran o desearan cosas irrealizables, aventureras y románticas. Y no se trata, en mi opinión, de una inclinación puramente fantasiosa, de simple deseo irracional, sino que tiene un fuerte componente lógico, racional: las creencias espiritualistas satisfacen, aunque precariamente, la necesidad de explicación, de dar sentido a lo real. Simplemente, pronto entran en flagrante contradicción con la lógica y con la experiencia, y sólo encegueciéndose, o por pereza intelectual, puede uno obstinarse en seguir creyendo en tales cosas.
Durante mi adolescencia tuve compañeros inteligentes que se dejaron fascinar por el esoterismo (la literatura pseudocientífica de los llamados “fenómenos psi”, las chorradas de Erik von Daniken, etc.). Luego maduraron de una forma natural, y su misma experiencia común y su capacidad de contraste lógico les condujeron al escepticismo. Esto es el desencantamiento del mundo. Pero no caigamos en el zafio error de creer que esta secularización equivale a la extirpación del sentimiento de lo maravilloso, del asombro. Al contrario: lo que la ciencia nos enseña es justamente lo más maravilloso, la inagotable y proteica verdad de lo real. El obstinado espíritu dogmático que se resiste a abandonar sus ilusiones primitivas se prohíbe al mismo tiempo descubrir algunas de esas maravillas a que nos conduce el examen riguroso de lo real. Cuando asistimos a un buen espectáculo de magia, los tontos pueden conformarse con la fascinación de lo aparente, de lo que sus ojos ven; pero cuando averiguamos el sofisticado truco que el mago ha ideado para realizar la ilusión, es decir justamente cuando deja ésta de operar como tal ilusión, es cuando sentimos la indescriptible alegría que sólo da el conocimiento. Esto era el verdadero “secreto”.
Es habitual que un espiritualista de cualquier especie —ya sea un católico o un adepto a la New Age— proteste que “la ciencia no lo explica todo”. Por supuesto que no lo explica todo, ¡faltaría más!, pero explica mucho, explica mucho más que cualquier doctrina religiosa, que en rigor no explica nada. Porque el universo es inagotable, tanto en lo macroscópico (galaxias) como en lo microscópico (electrones) y en cualquier otro nivel intermedio. Y sobre todo la ciencia explica cada vez más cosas. Si todo ello le parece poco a un religioso, ¿qué decir de las ilusiones espiritualistas? No sólo no explican nada, sino que ni siquiera plantean cada día algún nuevo problema a indagar. Que alguien pueda aún preferir, en plena expansión exponencial del conocimiento científico, las fantasías que elaboraron nuestros atribulados antepasados hace miles de años, es un caso cumbre de inhumano desprecio a la inteligencia.
Eso sí, de un modo negativo, o sintomático, las ilusiones espiritualistas “explican” en su propio ejercicio el deseo humano, o la parte atávica y difícilmente domeñable, irracional, del deseo. (Y quizá, en última instancia, no sean síntoma sino de un banal “miedo de morirse”.) Pero no es este aspecto, digamos “humanista”, de la fantasía antirrealista el que prevalece en la conducta supersticiosa de las masas, sino uno casi opuesto, de abyecta condición, de pura degradación intelectual, sentimental y moral: ni más ni menos que un mórbido afán de lucro, vacío de todo contenido verdaderamente humano. El único objeto privilegiado de la fantasía colectiva es el dinero, en su más abstracta, antihumana y fetichista manifestación.
Junto a El Secreto a secas de la Byrne, uno de los libros actualmente más vendidos es El secreto de la mente del millonario, de T. Harv Eker. (Habiendo sido propalado en tantos millones de ejemplares, eso ya no debería seguir llamándose un “secreto”, ni con minúsculas; pero todo este fraudulento negocio se basa también en la fascinación hipnótica de ciertos sustantivos comunes puestos en mayúsculas. Me pregunto si quienes han leído esos libros se sienten ya satisfechos de su nuevo conocimiento, de su estar en el secreto, hasta el punto de que, como antes de leerlo, no sientan el menor prurito en conocer otras cosas secretas para ellos, como los descubrimientos en materia de neurología, de lingüística, de arqueología o de física nuclear.) Deduzco que el “secreto” de hacerse millonario consiste en escribir libros absurdos —como este mismo de El secreto de la mente del millonario— cuyo inagotable público de tontos garantiza ventas millonarias. Al menos en la afición a la lotería —salvo casos patológicos— no se esconde una demencia tan lastimosa, porque casi todos están obligados a aceptar que lo más probable es no acertar —aunque también aquí se alimenta la fantasía estúpida de creer que en el resultado puede influir la fuerza del deseo, como si no fuese igual de fuerte el deseo de todos de acertar. Es raro encontrar a personas incapaces de hacerse aunque sólo sea una ligera idea de la improbabilidad de acertar, como aquel camarero con que se topó una vez John Allen Paulos, completamente refractario al razonamiento lógico: “En mi opinión —decía este hombre— sólo hay dos probabilidades: perder o ganar; por tanto, el 50%…”
Y para ayudar a combatir el lógico escepticismo que, por simple experiencia común, debería conducir a la mayoría a rechazar de plano todo el podrido orden mental en que viven —por no incluir también todo el podrido orden político-económico—, ahí tenemos esa otra basura pseudocientífica sobre la “inteligencia emocional” de Goleman y adláteres. Otro suculento negocio, como el del Tarot, a expensas de los tontos (emocionales e intelectuales). Esta psicología de baratillo les dice a todos aquellos que empiezan a sentir algún prurito de asco por su propia vida y la de quienes les rodean, llenas de hipocresías, malicias e imbecilidades, que aprendan a sentirse satisfechos de sí mismos, que miren el lado bueno (“creativo”, “alegre”, “optimista”, “motivante”, etc.) de lo que son y hacen. Sobre todo los triunfadores. Pero ¿qué mayor victoria del espíritu humano puede haber sino la de desengañarse? ¿Cómo es posible que, cuando alguien con la suficiente honradez e inteligencia como para reconocer el corrompido mundo en que vive, le venga un psicólogo de cafetín, que quizá se sacó la carrera haciendo trampas en los exámenes —o que ya no tuvo que hacer trampas, porque sus profesores ya eran de aquellos que se habían sacado la carrera de ese modo—, le venga este farsante a intentar persuadirle de que tiene que volver a la ilusión de creer que vive una vida envidiable y maravillosa? O sea que la psicología vulgar, en consonancia con las farsas espiritistas, el negocio de la “autoayuda” y otros engaños mundiales, viene ahora a ocuparse no de su misión propia, que es la de combatir la pérdida de realidad, sino de todo lo contrario, fomentar la pérdida de realidad.
Tiene que haber alguna causa común, ya sea latente o manifiesta, que explique esta increíble unidad mental, de encantamiento, de ilusión, de pérdida de realidad que aqueja al mundo en tantos dominios: en el comercio, en los espectáculos, en la política, en la vida cotidiana. La superstición en sus infinitas formas: en el nacionalismo, en los juegos de azar, en el esoterismo, en la psicología vulgar, en las patrañas de economistas burgueses, en la ecolalia de políticos lacayos… Creo que esa causa común, ese factor oculto que produce esta asombrosa amalgama de ilusiones, es la mercantilización a ultranza del mundo, de todos los aspectos de la vida. El fetichismo de la mercancía… o, por decirlo a la manera de Polanyi, el haber convertido en mercancía los más importantes medios de la vida: el suelo, el trabajo y el dinero. Y todo lo demás, simplemente por añadidura: las virtudes, los vicios, los sueños, los temores, los conocimientos, las dudas, las verdades, las mentiras, las emociones, el tiempo, el aire, el alma…

No hay comentarios:

Publicar un comentario