28 de junio de 2012

El relativismo cultural como falsa garantía del catalanismo

Alberto Luque

En su entrada del 3 de junio (Algo sobre el lenguaje y la idea de “Imperio”), Josep Maria Viola expuso tan breve como rigurosamente —y con una dosis de buen humor— la diferencia entre imperios depredadores e imperios generadores —idea que, entre otras muy penetrantes, podéis hallar más exhaustivamente desarrollada en Gustavo Bueno, España frente a Europa (Barcelona, Alba, 1999).
Como es natural, cualquier intento de analizar las ideas de Imperio y de nación con el rigor filosófico que atiende tanto a su sentido etic como a su sentido emic, obligará ineludiblemente a apartarse de esos tópicos pseudoteóricos del relativismo cultural vulgar que infestan nuestro escenario político. Y como es habitual, tales análisis filosóficos toparán con la espontánea indignación de los nacionalistas y otros supersticiosos. Pero la misión de la ciencia no es procurar mitos consoladores, sino aguijonear la conciencia de la verdad —como Cristo a latigazos con los fariseos en el templo.
Lo que más duele a los nacionalistas es la idea de que las distintas culturas (en sentido objetivo) puedan ser jerarquizadas objetivamente según una escala de potencia o eficacia. Un poco como las especies biológicas, que pueden lograr un nicho ecológico que les favorezca, o bien pueden verlo arruinarse frente a sus depredadores o frente a cambios generales en el medio. Lógicamente, los únicos que pueden adoptar la estrategia nacionalista, asociada a un concepto reivindicativo —y mítico, no real— de “cultura”, son los colectivos que se sientan amenazados o incapaces de competir en igualdad de oportunidades. (Recordemos a este respecto las justas observaciones críticas que hizo Gabriel Ferrater sobre las falacias catalanistas [El catalanismo y la poesía de Carles Riba].) Rechazan entonces como falaz la idea de que haya culturas superiores e inferiores, pero como esta negación es de suyo inconsistente, se deslizan en sus argumentos justamente los mismos principios —pero invertidos— que pretenden negar y que en rigor son los que más pueden perjudicarles.
Así, por ejemplo, oímos al presidente de la Generalitat, Artur Mas, arguyendo que Cataluña debe desmarcarse del resto de España porque es económicamente superior, mientras que aquel resto es un lastre, etc. etc. No vale la pena detenerse aquí a discutir si ese juicio es o no acertado (en mi opinión no lo es: todo cuanto pueda haber de eficaz en el tejido económico de Cataluña sólo lo es por su incardinación en el tejido económico de España, y la secesión conduciría de manera inmediata a la más completa ruina). Lo que me interesa destacar es el hecho de que los adalides de la “nación” chica pretendan fundar sus vindicaciones con el argumento de su “superioridad” (en este caso económica, pero en general de cualquier índole: cultural, moral, lo que sea) frente a la nación grande.
Así que también ellos, de manera flagrantemente contradictoria, avalan la idea de una jerarquía entre culturas (o naciones, o civilizaciones, etc.). Pero no nos precipitemos. En rigor, los antropólogos que han defendido el relativismo —en el sentido de una más o menos completa inconmensurabilidad de las culturas— tienen razón en varios aspectos. Por simplificar, diré que tienen razón sobre todo en lo que respecta a algunas experiencias en sentido emic, pero no la tienen en lo que respecta al sentido etic de otros fenómenos a comparar.
Lo explicaré con un sencillo ejemplo. Supongamos que entre los rasgos peculiares de una cultura A se halla una cierta compleja ordenación de la salubridad pública, ciertas costumbres alimentarias, cierta tecnología de preparación y conservación de alimentos y cierta tecnología médica que reduce los casos de muerte por intoxicación a, digamos, 1 de cada millón por año. Y supongamos que otra cultura B carece de esa tecnología y esa organización, sigue otros rituales y otras costumbres alimentarias, y en definitiva se producen en ella del orden del 10% de muertes por intoxicación al año. Está claro que, en relación a esos rasgos de cada cultura, A es sensiblemente superior a B. Ahora bien, supongamos que se formulan preguntas como éstas: ¿Dónde es la vida más digna de ser vivida? ¿En cuál de estas dos culturas son los hombres más felices? Es como preguntarle a alguien si es preferible vivir la vida heroica de un jíbaro, la de un campesino siberiano del siglo xii o la de un pequeño burgués europeo del xix. Si la pregunta hubiese sido acerca de si prefiere tal o cual ventaja material, técnica, la pregunta sería fácil de contestar, según el temple de cada cual. Pero formulada del equívoco modo en que lo he hecho, esa pregunta carece por completo de sentido, porque el sentimiento de dignidad o de felicidad de un hombre no está ligado in toto al conjunto de toda una “cultura”. Un hombre es un hombre, cualquier hombre, todos los hombres, y cada cultura en la que se vea envuelto sólo es su circunstancia, un conjunto más o menos volátil e intercambiable de circunstancias.
La conclusión es sencilla: hay aspectos objetivos y mensurables en los que tiene sentido afirmar que una cultura es superior a otra, y hay otros aspectos tan subjetivos y privados, que en ellos carece de sentido hasta la misma idea de “cultura” entendida objetivamente.
Pues bien, parecería que la primera posibilidad, objetiva, de comparar o jerarquizar las culturas garantiza que juicios como el mencionado de Artur Mas (cuando afirma que Cataluña es la región económicamente más potente de Europa y que el resto de España es un lastre) tienen al menos sentido, aun cuando puedan ser completamente erróneos o falsos. Pero antes de examinar si son o no falsos deberíamos asegurarnos de que efectivamente tienen sentido, y no sólo que parecen tenerlo (un sentido en principio garantizado por el hecho de que se refieren a fenómenos objetivos y mensurables).
En realidad, lo que es objetivamente mensurable y comparable no son, como espero que haya sido claramente comprendido, las “culturas”, sino sólo algunas partes de ellas. Lo que carece absolutamente de sentido no es la idea de cultura, toda idea de cultura, sino la presunción de su unicidad. No existe una cultura, sino muchas, o mejor dicho, una cultura no es un conjunto homogéneo y coherente de funciones, relaciones, costumbres, etc., sino un conjunto heterogéneo, contradictorio y permanentemente cambiante de tales funciones, relaciones, etc.
Supongamos que es real y no un mito esa aludida eficacia económica del tejido mercantil e industrial de Cataluña, y que eso es uno de los rasgos distintivos de su “cultura”. También lo es el hecho de que sus dirigentes políticos y, pasiva o activamente, una parte de su ciudadanía, sufre la superstición alucinógena del fanatismo nacionalista; y si aquello pesaba en el lado positivo de la comparación, esto otro pesa en el negativo. También es un rasgo de esta “cultura” el que los resultados globales del rendimiento escolar sean los peores de España y de Europa (el monolingüismo no parece haber contribuido gran cosa a aumentar la eficacia intelectual de los escolares, sino todo lo contrario); y también lo es el hecho de que su política económica obedezca  a los mismos patrones de dominio absoluto de la voracidad financiera, destructora del derecho a vivir, que dicta una cruel y permanente austeridad para los pobres, ni más ni menos que en el resto de España y en el resto de Europa… ¿En qué queda entonces la superioridad catalana? En una pura ficción.
Quizá alguien sienta ahora el imperioso impulso de reprochar a mi argumento el ser una manera demasiado maximalista de zanjar la cuestión, porque desprecia la humilde pero honrada y prudente tarea de ocuparse de lo concreto y de lo parcial. Concedámoslo, e indaguemos qué verdad, qué eficacia y qué prudencia se encierran en ese alegato de la superioridad económica de Cataluña. Fijémonos, por ejemplo, en esa pequeña contribución a la holganza y la prosperidad con que la providencia de nuestros políticos pretende regalarnos al facilitar la instalación del Eurovegas en nuestras tierras. Hasta el más tonto es capaz de albergar dudas sobre las ventajas que traerá ese proyecto a la ciudadanía. Pero concedamos también, ya puestos, que se trata de un paliativo sensible al deterioro económico general. Aun así, el caso se nos presenta como un grotesco espectáculo de rivalidad entre Barcelona y Madrid, para llevarse el dudoso caramelo (lo que incluye la competencia de muchos listillos por embolsarse comisiones y regalías, o pura y directamente sobornos, etc., que con toda seguridad no llegarán nunca a conocimiento público). Y ahí tenemos a Esperanza Aguirre apresurándose a conceder una excepción en la ley anti-tabaco, a fin de atraerse a su comunidad el caramelo del magnate Sheldon Adelson —un caramelo que, en compensación, quizá debería solicitarse que fuese algo mentolado…
Suponiendo que una medida semejante aportase algún beneficio para la población general, parece que éste no tendría más alcance que un centenar de kilómetros cuadrados. Es decir, que sus consecuencias inmediatas no serán las de mitigar el deterioro económico, sino las de acentuar las desigualdades y los agravios, incluyendo, por supuesto, el egoísmo “nacional”.
Aun si aquella mencionada parte de la “cultura” constituida por el tejido mercantil e industrial pudiese salir fortalecida con Eurovegas, ¿cómo afectaría un resort semejante a esas otras partes de la “cultura” que se refieren, digamos, a la honestidad y racionalidad de los hábitos? ¿Qué podría decirse de la “cultura” de un pueblo aficionado a los juegos de azar con preferencia al ajedrez, a la música o a la natación? Pero, sobre todo, ¿qué decir de la “potencia económica” de una “cultura” o “nación” que pierde el culo para que un magnate extranjero se digne socorrerla proporcionándole un casino?
No nos haga reír tanto, señor Mas. O, si quiere entrenarse y servir de modelo, ¿por qué no explotar esa otra cantera del humorismo nacional, empezando por ese fabuloso circo que se llama Parlament? Los payasos ya están garantizados, sólo haría falta una pequeña donación de fieras, digamos unos cuantos elefantes, que muy bien podría aportar generosamente nuestro bondadoso rey.

5 comentarios:

  1. Sr. Luque,
    Dice Ud. que «los únicos que pueden adoptar la estrategia nacionalista, asociada a un concepto reivindicativo —y mítico, no real— de “cultura”, son los colectivos que se sientan amenazados o incapaces de competir en igualdad de oportunidades». No discrepo en lo esencial, y me permito sólo insistir en la conveniencia de una mayor precisión. (Opino que las inexactitudes son disculpables cuando se trata, como en su artículo, de cuestiones de un intenso valor crítico-polémico.)
    No sólo los colectivos (objetiva o subjetivamente) amenazados pueden adoptar naturalmente una estrategia nacionalista (que sería objetiva o subjetivamente defensiva). También pueden adoptarla grupos poderosos, incluso imperialistas, como el Estado de Israel o la Alemania hitleriana. En estos casos la actitud nacionalista es, sin paliativos, ofensiva y “depredadora” —por usar ese tópico bueniano al que se han referido Josep Maria Viola y usted mismo.
    Cuando, en el pasado, los movimientos nacionalistas surgían de la reacción popular contra unas evidentes condiciones de opresión extranjera, se los solía llamar “movimientos de liberación nacional” (los movimientos anticolonialistas, y en general antiimperialistas serían los modelos típicos, aunque su espectro ideológico y organizativo ha sido tan amplio que dudo de que se tratase en general del mismo fenómeno). Lo que parece ahora ocurrir con estos otros —ya anacrónicamente prolongados— nacionalismos de nuestros días, como las corrientes separatistas en España, es que, careciendo de verdaderas razones para justificar una ofensa nacional, y mucho menos una opresión extranjera, ni imperialista, han de ser a la fuerza virulentamente ofensivos y xenófobos, exactamente igual que los nazis, que también se presentaban, subjetivamente, como amenazados, como “víctimas” —comparación que Ud. mismo ha hecho en sus entradas “Nacionalismo” (11 de abril) y “El nacionalismo, el lenguaje, la mentira y la hipocresía” (1 de junio).
    En los siglos XIX y XX hubo, pues, movimientos de liberación nacional (anticolonialistas o antiimperialistas) que surgían como respuesta natural a un estado de opresión real; pero al mismo tiempo observamos que tanto el nacionalismo imperialista del III Reich o de Israel como esos otros pequeños separatismos tienen en común el carácter ficticio, o hipócrita, de sus fantasmales agresores, y también tienen en común su táctica virulenta (lógicamente, sería tonto adoptar una actitud puramente defensiva frente a una ofensa imaginaria).
    Si ignorásemos que aquéllos movimientos de liberación nacional tuvieron en general motivos políticos bastante justos, sólo nos quedarían estos otros engendros del nacionalismo, tanto grandes como pequeños, tanto de izquierda como de derecho. Haciéndolo así ¿no podríamos asociar el nacionalismo, siempre, tanto al sentimiento de debilidad como a la agresividad incivil? Sé que lo que estoy sugiriendo deja sin efecto, o ignora completamente, toda una ingente literatura acerca de la razón revolucionaria de los movimientos nacionalistas antiimperialistas; pero me inclino a pensar que tales movimientos fueron razonables a pesar de sus énfasis nacionalistas, porque amalgamaban éstos con objetivos sociales. Y en todo caso, los movimientos antiimperialistas o anticolonialistas no se solían rotular como “nacionalismos”, sino como “movimientos de liberación nacional”; esta diferencia semántica también ayuda a distinguirlos del fanatismo racista al que hoy se llama “nacionalismo”.
    Volviendo a la precisión que pedía al principio: ese “sentirse amenazados” que actúa como motor (subjetivo) del nacionalismo no distingue a un movimiento minoritario y político-socialmente débil (como puede ser el catalanismo) de uno con una fuerza arrolladora (como puede ser el sionismo del actual Israel o el hitlerismo en vísperas de la II GM). Y otro rasgo común de ambos, del fuerte y del débil, al grande y del pequeño nacionalismo, es su inevitable carácter agresivo.

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  2. No quise ser más prolijo en mi anterior comentario, pero tenía al menos que añadir esta otra observación.
    Su ejemplo para explicar la diferencia entre los rasgos objetivos y los subjetivos de una cultura, y el hecho de que por los primeros las culturas puedan compararse, pero no por los segundos, me ha parecido también muy esclarecedor. El argumento me ha recordado especialmente la obra del antropólogo Leslie Alvin White. Y supongo que también aquí podrían hacerse más precisiones (incluso sin abandonar el terreno polémico).
    (1) Algunos rasgos indiscutiblemente objetivos y mensurables (en términos de “potencia o eficacia”, como Ud. dice) podrían sin embargo no conducir de manera automática a una distinción jerárquica. Se me ocurre, por ejemplo, que si una civilización A es capaz de competir avasalladoramente en el terreno económico y/o militar contra otra civilización B, porque A es ultraconsumista e hiperproductivista (ergo dilapidadora e imprudente con el medio ambiente, o con la explotación razonable de los recursos), mientras que en B se satisfacen razonablemente los mismos estándares de salud pública o de educación, pero aquí la población no tiene esos hábitos consumistas o depredadores, sería dudoso que A fuese “superior” a B. Se podría decir en términos quizá ya gastados, pero que seguro que continuarán teniendo sentido para muchas personas: A puede ser más fuerte, pero B es más razonable.
    (2) Y por el lado opuesto, el de lo “subjetivo”, ¿no sería posible juzgar acerca de la superioridad de una mentalidad escéptica y epicúrea respecto a una místico-ascética o religiosa, aun si las sociedades a que cada una de ellas corresponde alcanzasen los mismos índices de paz social o de bienestar, etc.? Se me ocurren varias maneras de examinar esta cuestión, pero prefiero dejarla planteada simplemente, por si “suscita”, como se dice en la presentación de este blog, “el interés de muchos, de pocos o de cualquiera”.

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  3. He leído con sumo placer tanto las entradas de A. Luque y otros de este blog como el reciente comentario de S. Colombo. Es raro encontrar foros en que las ideas se expongan con tanta claridad, a pesar de ser tan polémicas —y que se presenten por ello a una verdadera discusión, incluso a una verdadera refutación. De todas formas, es innegable que también aquí se exigen o se presuponen algunas peticiones de principio.
    Lo más aparente en este debate es que se están tratando los nacionalismos actuales como fenómenos cercanos al fanatismo religioso, obviando completamente lo que pretenden tener (aún) de contenido verdaderamente político. Como Saúl Colombo, tampoco yo discrepo de ese punto de vista. Pero me pregunto lo siguiente: ¿Es o no cierto que estos movimientos separatistas o “soberanistas” pretenden ser los herederos de aquellos nacionalismos revolucionarios que apoyó la III Internacional como “anticolonialistas” o “antiimperialistas”, y que fueron llamados comúnmente “de liberación nacional”? Y ¿a qué causa histórica se debe que estos nacionalismos actuales, por ejemplo el catalán, hayan sido adheridos por la izquierda socialista o comunista, cuyo ideario internacionalista los había mantenido a una prudente distancia de todo nacionalismo?
    Y aún se me ocurre otro problema histórico (o sociológico): Si fuera cierta, al menos en parte, la vinculación del actual nacionalismo con aquellos clásicos movimientos de liberación nacional —que se concebían como estrechamente imbricados en la lucha de clases—, y si ahora percibimos claramente su carácter fantasmagórico o “mítico”, completamente ajeno a toda idea verdaderamente política, entonces ¿no serviría esto, retrospectivamente, para enjuiciar también los clásicos movimientos de liberación nacional como irracionales? ¿O creen que esto sería un anacronismo? ¿De aquellos polvos vienen estos lodos?

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  4. Encuentro muy esclarecedora la forma en que Cosma Bryson plantea sus preguntas. El arte de formular cuestiones es tan importante como el de resolverlas, si no más. Y tal como Cosma —y también Saúl— han suscitado el tema de la relación histórica entre los actuales nacionalismos —o separatismos— y los viejos movimientos de liberación nacional (con toda la teoría leninista y maoísta más o menos rondando siempre en sus planteamientos), facilitan la comprensión de las principales estrategias explicadoras:
    (1) Según una de ellas, la justificación más amplia y teórica del nacionalismo estaría en su legitimación como derivado evolutivo de aquellos movimientos de liberación nacional, que en general los estudiosos han considerado “lógicos”• o de valor histórico progresivo, emancipador, etc.
    (2) Según otra, opuesta, sería justamente el carácter mítico o irracional de todos los movimientos nacionalistas anteriores —aunque, como advierte Saúl Colombo, amalgamados con oros rasgos político-racionales— lo que refutaría la pretendida legitimidad política de los actuales.
    Evidentemente, queda un tercer punto de vista, según el cual, en rigor, el actual fanatismo nacionalista sería un movimiento de nuevo cuño, sin una auténtica relación, ni histórica ni lógica, ni con los planteamientos ni con las circunstancias de aquellos otros. Yo me inclino por esta tercera perspectiva, aunque admito que existen vínculos históricos y lógicos parciales (pero la evolución social los vuelve equívocos y en definitiva se impone la necesidad de tratar los nuevos nacionalismos como un fenómeno muy ajeno a los movimientos que inspiró, por ejemplo, la teoría maoísta de los “tres mundos”). También debemos admitir que la izquierda, que en el pasado sólo se aproximó tácticamente a las reivindicaciones nacionalistas —por considerarlas en parte justificadas, siempre en un contexto imperialista, como fases de la lucha de clases internacional—, se arrojó irresponsable, ciega y estúpidamente en el nuevo nacionalismo ya antes de la época de la Transición. En 1977 el lema unánime de la izquierda catalana era “Llibertat, amnistia i Estatut d’Autonomia”. Pero podemos considerar que ya en ese momento la clarividencia que proporcionó el instinto internacionalista había desaparecido por completo, y que la incapacidad teórica y política de la izquierda era también completa, y que se había convertido en poco más que un apéndice institucional del orden capitalista. (Y es curioso que, por ejemplo, Crozier, Huntington y Watanuki, en el primer informe de la Trilateral, razonasen con más claridad, en rigor puramente leninista, sobre la lucha de clases que pretendían mitigar [‘The crisis of democracy: Report on the governability of democracies to the Trilateral Commission’, 1975]; los únicos que aún creía en la revolución —y la temían— eran los imperialistas. (Esto recuerda aquella declaración sobre la “guerra de clases unilateral” que hizo en 1978 el sindicalista estadounidense Douglas Fraser, y que Chomsky citaba en su introducción al libro de Vicenç Navarro ‘et al.’ ‘Hay alternativas’.)

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  5. Saúl Colombo ha planteado muchas cuestiones en muy pocas palabras. Me voy a referir a esa última según la cual también en muchos aspectos “subjetivos” sería falsa la tesis relativista de la inconmensurabilidad de las culturas.
    Cuando se adopta una postura “reivindicativa”, apelando al “derecho” de “todas las culturas” a desarrollarse “sin oposición”, se está incurriendo simplemente en una paradoja pragmática, porque implícitamente se está admitiendo el mutuo contraste entre culturas (cuando se alude a la “oposición”, para, una vez admitida, negarla, o negarle el mismo “derecho” que a la “cultura” a que se opone). Es decir, que esta estrategia reivindicativa pone justamente de relieve lo que pretende negar, a saber: que unas culturas se oponen o se yuxtaponen a otras en el mismo terreno. Pues ¿qué puede ser la “oposición” a una cultura sino otra cultura, como la oposición a un ejército es otro ejército, a un Estado otro Estado, a una ideología otra ideología, etc.? Por supuesto que existe un, digamos, nivel superior de oposición, según el cual lo que se opone a una ideología no es ninguna otra ideología, sino la ciencia, y lo que se opone a una religión no es otra religión, sino el ateísmo, y lo que se opone a un Estado no es otro Estado, sino el comunismo, y lo que se opone a una “cultura” no es otra “cultura”, sino la ausencia de cultura (un poco como lo planteaba, precariamente aún, Adolf Loos en “Ornamnto y delito”; es decir, lo que se opondría al particularismo o idiotismo de toda “cultura” sería la civilización, una suerte racionalidad —o intersubjetividad— universal, etc.).
    El tema del “derecho” —“ilimitado” o “ilimitable”, “inalienable”, etc.— de una cultura no es comparable entonces al derecho del individuo a la libertad (de expresión, de asociación, etc.), entendida como limitada por la libertad de los otros. No es comparable porque las “culturas”, y especialmente las falsas culturas invocadas por el nacionalismo, no pueden renunciar a la expansión contra toda limitación, es decir contra la “libertad” de las otras (esto recuerda bastante las tesis de Hobbes). Un ejemplo muy claro, al que varias veces se ha aludido aquí, es el objetivo del monolingüismo entre los catalanistas: los nacionalistas no saben resignarse a que los hablantes de otras lenguas tengan los mismos derechos de expresión, no saben renunciar a sus pretensiones destructivas, de aniquilación de obstáculos.
    Según esto, no puedo estar más de acuerdo con Saúl Colombo en que, incluso en los aspectos “subjetivos” y aparentemente inconmensurables de las “culturas” es posible introducir juicios de valoración objetivos. E insisto en que la clave está en el hecho ineludible de que unas “subjetividades” se ponen o quedan socialmente limitadas por otras. La cuestión es que ninguna forma de pensamiento —y menos aún las formas de pensamiento precario, ilógico— es perpetua o invulnerable. El “derecho” al “libre desarrollo” de las “culturas” no es más que un sofisma, del mismo calibre que lo que los religiosos en España llaman “libertad de enseñanza”, cuando se refieren a la obligación de impartir el catecismo en las escuelas. Si el régimen democrático asegura de verdad la libre expresión de las ideas, podemos confiar en que las mentalidades o “culturas” más oscurantistas y extravagantes (el ocultismo, el nacionalismo, la religión, etc.) lentamente irán sucumbiendo, para garantizar la verdadera libertad de la humanidad pensante.
    Pero no olvidemos que la “demostración” de la superioridad (intelectual o moral) de, digamos, una mentalidad “epicúrea y escéptica”, como dice Colombo, sobre una mística o ascética, se realiza en el terreno práctico, social, y no sólo en el teórico: aquélla conduce a una mayor concordia social, a una conducta mucho más serena y razonable, que en definitiva revierte en ventajas materiales, mientras que ésta está siempre amenazando con nuevas inquisiciones, nuevas cruzadas y nuevos holocaustos.

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