A propósito de la xenofobia catalanista, he dicho en un comentario al artículo de Josep Maria Viola «¿Secesión o sucesión? Mitos y perversidades del nacionalismo catalán» que, “tratándose de un sentimiento, nada puede extrañarnos su carácter irracional e irrazonable”. Luego, en otro comentario a la entrada de Josep Maria Cuenca «Sobre la eficacia comunicativa», he concedido algo así como una inteligencia de los sentimientos, la posibilidad de descubrir la verdad mediante un ejercicio de sinceridad, de «libertad sentimental». Parece una contradicción, y no quiero resolverla apelando al mirífico método del justo medio, diciendo que la verdad está en la mitad, como los jueves. Leo en el número de este mes de Investigación y Ciencia un breve artículo de la profesora mexicana Ana Rosa Pérez Ransanz sobre el papel de la emotividad en la ciencia. “Los sentimientos de asombro, duda o curiosidad operan como poderosos motores de la investigación”, afirma. Pero ¿a qué clase exacta de sentimientos nos referimos con los endebles conceptos de asombro, duda o curiosidad y otros semejantes?
Hay muchas formas de asombrarse, de dudar o de sentir curiosidad. Por eso nuestro pobre lenguaje ha tenido que ir construyendo perífrasis para precisar: curiosidad mórbida (la del chismoso) y curiosidad científica, duda metódica y dubitación (¿sospecha o indecisión, ignorancia o suspicacia…?), ¿asombro? (¿sorpresa, pasmo, extrañeza o admiración?…). Nuestro vocabulario para referirnos a los sentimientos es penosamente exiguo, ambiguo y superficial. Y apenas nos entendemos cuando recurrimos a esa docena escasa de palabras de significado general que pueblan nuestro erial semántico en este proteico e incomprensible mundo de lo sentimental: pasiones, emociones, experiencias, sentimientos, sensaciones, intuiciones…
Pérez Ransanz, como otros muchos científicos y eruditos, adhiere a la salvífica escuela empirista, que vale casi por materialista. Hay en esa postura una sana suspicacia contra el racionalismo a ultranza, contra la dialéctica y la técnica puramente lógica, que quiere prescindir de lo intuitivo o lo sentimental. Sin embargo, a mí me parece que la indagación científica y el conocimiento objetivo están en general reñidos con lo sentimental, y que las inclinaciones impremeditadas sólo pueden ser un estorbo y conducir al error. Y es que lo intuitivo no es el territorio de la física ni la lógica, de la razón pura, sino de la estética y de la ética o, si se prefiere, de la razón práctica.
Es innegable que no accedemos al refinamiento intelectual, a la lógica, sino a través de la experiencia intuitiva, cargada de un sinfín de perturbaciones emocionales-irracionales, aunque la mayoría de ellas siguen en nuestro código genético porque en algún momento de la evolución tuvieron un papel decisivo en la lucha por la supervivencia de la especie. Russell y Whitehead dedicaron más de 20 páginas de los Principia mathematica a demostrar lógicamente que 1+1=2. La demostración, por cierto, es mentalmente indigerible para la mayoría, por el tremendo esfuerzo de abstracción que exige. Pero un niño aprende, sabe, que 1+1=2 de un modo distinto, experiencial, intuitivo. Lo sabe como cuando el paramecio que en su ciego movimiento tropieza con un obstáculo “decide” marchar en otra dirección, como explicaba Konrad Lorenz; o sea que el paramecio sabe algo, y ese saber no se distingue de su sentir, de su proceder fisiológico, ese saber es su mismo patrón modificado de intercambio energético-material con el medio: sabe que no puede marchar en la dirección del obstáculo. El paramecio no “sabe” esto del mismo modo que nosotros al describir ese “conocimiento”, ese patrón de conducta casi mecánica: nuestra descripción o inteligencia del hecho es abstracta, lógica, que es como decir que se ha convertido en un sublime epifenómeno cerebral. La lógica categoriza nuestra experiencia sensible; la experiencia sensible es su base imprescindible. Toda esta doctrina empirista es desde luego innegable, pero me parece un error deducir de esto que nuestra conducta instintiva, emocional, puede por sí misma seguir siendo de gran ayuda al método racionalmente depurado a que conduce tras miles de años de evolución.
Más allá de una experiencia mundana intelectualmente muy limitada —aunque emocionalmente fecunda hasta la náusea—, ¿qué sentimientos podrían ayudar en lo más mínimo a la demostración de la hipótesis de Riemann, pongamos por caso? Si se llegase a descubrir alguno eficaz o infalible, su mecánica entraría a formar parte de la lógica. De momento eso se ha visto mucho menos que a un irlandés sobrio.
Preguntémonos: ¿contra quién se dirigen esos alegatos más o menos retóricos en favor de los sentimientos? En parte, se dirigen contra un fantasma: insinúan la falacia de que los científicos pueden llegar a carecer de sentimientos. Pero lo que procura el científico es justamente que sus sentimientos o sus deseos —de los que la herencia genética le impide prescindir como a los demás— no intervengan en sus razonamientos. Esto es fácil para las ciencias naturales o las matemáticas, que disponen de un método, una serie de procedimientos lógicos y de falsación colectivos. Es difícil para las ciencias sociales.
Si los sentimientos de “asombro, duda o curiosidad” se juzgan buenos acicates para la investigación, también lo serán la ambición o el odio personal, que le ponen a uno en actitud de máximo esfuerzo y rivalidad. Pero el contenido emocional de esas pasiones no guarda la menor relación con los razonamientos lógicos que el investigador debe realizar para resolver problemas. Lo más frecuente es que una pasión desmedida —o incluso tenue— le ofusque, le paralice intelectualmente, si es que no le conduce a la locura. La curiosidad, la capacidad de asombro, etc. no quedan excluidas de este probable destino. Por otro lado, es muy raro estar anestesiado emocionalmente; en tales raros casos, quizá podría un individuo ser inútil para la investigación en psicología, pero no en matemáticas o en física o en biología o en astronomía…
Que “los sentimientos de asombro, duda o curiosidad operan como poderosos motores de la investigación” me parece una afirmación lastimosamente banal. Parece un argumento referido al papel de lo emocional en general, que selecciona estratégicamente unos pocos “sentimientos” o síndromes sentimentales, considerados invariable, implícita e incondicionalmente buenos; pero en realidad sólo ha seleccionado tres palabras huecas. ¿Podríamos decir que los sentimientos de asco, odio o miedo son poderosos motores de la investigación? Por supuesto que sí, también; y lo mismo que aquéllos, también pueden, según las circunstancias, convertirse en poderosos motores de la locura, la parálisis y la cobardía. Los hombres que los sufran podrían —o no— sentirse inducidos a realizar una investigación psicológica, ya sea introspectiva u orientada hacia la observación de esos sentimientos en los otros. Pero también los impasibles. La curiosidad en sí misma es generalmente mórbida. La curiosidad intelectual lleva el mismo nombre y distinto apellido, porque en realidad se trata de otra cosa. Y ¿acaso es realmente un sentimiento? ¿No será más bien una función racional, una capacidad de observación, un afinamiento de las facultades perceptivas? Hay que forzar o castrar algo el sentido de la palabra “curiosidad” para poder aplicarla a la inclinación al estudio, que no es un sentimiento, sino más bien un hábito, un trabajo. Las emociones se generan espontáneamente, y son en general la respuesta animal del organismo a determinados estímulos o experiencias sensuales; habitualmente no inclinan al esfuerzo, sino que más bien le paralizan a uno en una suerte de autocontemplación estéril, pasiva, a menudo incluso inconsciente. Los únicos y verdaderos motores de la investigación científica, o del conocimiento en general, son instrumentos intelectuales, lógicos (la medida, la comparación, la estimación, la inferencia lógica…). Las emociones (maravilla, fascinación…) que acompañan el descubrimiento científico son reacciones del organismo ante lo descubierto, no causantes, no “motores” del descubrimiento mismo.
Quizá, se dirá alguno, el equívoco sólo radica en que nuestro pobre lenguaje nos condena a una atroz metonimia, y hablamos de sentimientos cuando queremos decir buenos y saludables sentimientos, y no sentimientos perversos, de manera que deberíamos cultivar los primeros y mitigar los segundos. Pero yo no creo tal cosa. Para empezar, no creo que un sentimiento pueda ser categórica e incondicionalmente bueno o malo, sino que es “bueno” (sin caer en la falacia naturalista) en la medida en que contribuye, en un contexto vivencial particular, a la supervivencia o a la mejoría de la salud privada o pública, en lugar de contribuir a la peoría. No podemos dar crédito a un disparate del estilo “el amor es bueno y el odio es malo”, porque el amor es bueno o malo según sea bueno o malo su objeto, y viceversa para el odio: “amar lo bueno y odiar lo malo”, pese a la sombra de la falacia naturalista y a su carácter tautológico, sería una afirmación mucho más sensata (y que cada cual decida, según su experiencia, lo que le conviene y lo que le lastima…).
Ya los antiguos y sagaces filósofos griegos —y tras ellos muchos otros del norte y del sur, del este y del oeste— descubrieron en las pasiones un tremendo estorbo a la razón, y rara vez algún gran pensador ha discrepado de la necesidad de purgar las emociones, de domeñarlas o eliminarlas, si lo que perseguimos es la clarividencia y la objetividad. Pero casi nadie ha pretendido nunca que los sentimientos se hayan de ignorar, de negar en el sentido absurdo de no reconocer su presencia y juego, de creer que son ficticios, que no cumplen una función difícilmente eludible en la formación de la personalidad, ya sea la del hombre emotivo o la del ecuánime —del hombre fisiológico o del hombre metafísico, por decirlo a la manera de Zola. Son algo así como la selva que hay que atravesar, porque hemos nacido en su seno, para llegar a la ciudad. Claro, este “hay que atravesar” es un imperativo moral que no se prueba a sí mismo, sino que hay que elegir; uno puede pensar que ya vive cómodamente en la áspera selva emocional en que nació; allá él, dejémosle, en principio, su derecho a no salir de su selva-caverna; aunque tarde o temprano su pertinacia nos resultará insufrible y amenazadora. Y por otro lado nadie es realmente libre de quedarse donde nació: va a donde le lleven sus padres, y sólo de adulto, si lo prefiere (si no ha sido justamente gratificado por el cambio), podrá “volver”.
El ideal científico de exactitud, objetividad y precisión no está reñido con el uso educativo de las pasiones. Aunque el objetivo de la civilización —desde Aristóteles a Freud— sea purgarlas o disolverlas (catarsis), ¿cómo podría hacerse esto mejor que agotándolas, enfrentándolas a su propio ejercicio, no desmedido pero sí molificante? (Por esa dramática molienda se llega a una amarga lección, pero lección al fin y al cabo, como rezan los versos de Alfredo Le Pera que inmortalizó la vibrante voz de Carlos Gardel: “Silencio en la noche,/ ya todo está en calma,/ el músculo duerme,/ la ambición descansa.”) He ahí la utilidad que para Aristóteles tenía la tragedia. Los otros métodos imaginables o practicables me parecen menos seguros: ni una educación basada en un elevado sentido de flemático desdén hacia lo pasional, ni una educación basada en una represión brutal y antinatural de los instintos. Platón se mostró mucho más suspicaz que Aristóteles respecto a la conveniencia o eficacia de los espectáculos, pero también él sintió que no podía prescindirse de las artes (i.e. de lo pasional o emotivo) en la misión educadora del Estado. Simplemente, el hombre estaba seriamente preocupado por elegir bien los asuntos a tratar; se me hace muy difícil comprender la hipersensibilidad de Platón hacia a las artes, cuyo efecto es generalmente minúsculo (como el de las ciencias) en la educación, dado que nuestra experiencia estética o emocional suele ser bastante tibia; parece como si hubiese presentido que algo tan tremebundo como el Holocausto nazi-fascista podía ser el resultado de una excesiva inclinación a la fantasía… Platón reprochaba a los poetas que pintasen escenas horrendas, que infunden temor; no eran un buen ejemplo: si se describe el Hades como un lugar capaz de hacer palidecer al más valiente de los hombres, ¿cómo se podría conseguir el objetivo vital de un ejército de esforzados soldados que no teman la muerte? Y no hay que colocarse en una perspectiva belicista para admitir el aplastante argumento del sabio griego; los pacifistas podrían argüir que la exposición al horror de la matanza universal parece un buen medio de disuadir a los hombres de su incontinente inclinación a la pelea; pero también tenemos el argumento epicúreo contra el temor a la muerte: no nos puede hacer felices, la cobardía no puede confundirse con la felicidad…
Si los sentimientos no pintan gran cosa como instrumental para pesquisas científicas, existe en cambio una ciencia de los sentimientos (la psicología); en sí mismos, los sentimientos son a esa ciencia lo que el estómago del hambriento a la dietética, o lo que los insectos a la entomología —o, chistosamente, lo que los ingenieros a la ingeniería. Los sentimientos no sirven para enjuiciar y comprender a los sentimientos. A menudo se oye el eco de aquel bello aforismo de Pascal: “El corazón tiene razones que la razón no entiende”; a mí me gusta corregir ese lema del siguiente modo: “El corazón tiene razones que sólo la razón entiende”. Porque la razón debe dar cuenta de todo, incluso de lo irracional.
Mantener a prudente distancia todo lo emotivo no significa eliminar lo que de maravillosamente poético hay en la experiencia del conocimiento, que como tal vivencia emotiva es puramente estética. A propósito de un célebre poema de Keats, Lamia, donde el bardo se quejaba amargamente del modo en que el prisma de Newton había “destejido el arco iris”, o sea de que la ciencia destruye la poesía, el crítico Meyer Howard Abrams se refirió a la falacia que consiste en creer que la explicación científica de los fenómenos naturales los desacredita para la experiencia estética. Y yo añadiría que es justo al contrario: la propia explicación científica de tales fenómenos se convierte en alimento de nuestra fascinación. Pero eso no tiene nada que ver con que la fascinación pinte algo en el proceso de descubrimiento: la fascinación es el resultado, el efecto, la reacción emocional ante lo descubierto, no su “motor”. Incluso no debemos descartar que en el futuro pueda alguna mente genial escribir un tratado de anatomía, o de análisis funcional, en un lenguaje hermosamente poético. Una vez me topé con una descripción de una cierta clase de avispa (de hermoso nombre en latín, “avispa de las arenas”) en un libro de entomología, que decía algo así: «Los imagos de la Cerceris arenaria se posan sobre las flores del epilobio, el cardo y el meliloto, vuelan de mayo a septiembre y anidan en las laderas…» (No puedo expresar la intensa emoción que siempre me produce esa frase, que me vuelve tan simpáticos a esos animalitos.) Mucho me extrañaría que no hubiese algún lector que dude de si estoy mintiendo, porque la belleza puramente material de estas frases es sencillamente insuperable; no miento, pero admito que es extraño que los científicos se expresen de ese modo; y sin embargo, pensémoslo bien, es justamente el ánimo de precisión y exactitud lo que conduce al científico a expresarse de ese modo tan poético, sin pretenderlo. (Lo digo incidentalmente, y que nadie crea que se trata de una boutade: la poesía y la lógica son la misma cosa.) Y es que el arte, cuya materia prima es el corazón humano, no existe sin precisión y exactitud; vale para el arte lo que decía Butler sobre su propia norma de conducta intelectual: “No me importa mentir, pero odio la inexactitud.”
De manera que, siendo prudentes y sensatos, la cosa va al revés: lejos de albergar alguna esperanza de extraer nada útil de los sentimientos, la ciencia no necesita imitar al arte, sino que es éste el que sólo en las virtudes formales de la razón diáfana puede encontrar un medio fecundo de fortalecer la fantasía creadora. Pero viviendo una época que ha adoptado el extravagante programa estético del simbolismo, que pone su meta en lo inconcreto, lo vago y lo sugestivo, lo puramente “sensual”, es difícil no caer en lo contrario, en que incluso los científicos lleguen a envidiar el caótico, irracional y prestigioso esperpento de esta muy estrecha concepción dominante del arte. Creo que incluso Feyerabend ha caído en esa falacia del descrédito emocional que describió Abrams (por ejemplo cuando, a propósito de Prigogine, temía que una nueva oleada de reacción rigorista y cientifista acabase por completo con la poesía en la ciencia).
Cuando los simbolistas se deslizaron del viejo lema horaciano ut pictura poesis —ya de suyo bastante erróneo y limitado, como demostró Lessing— al aparentemente más elevado propósito que rezaba ut musica poesis, lo que hicieron fue justamente lo contrario de lo que este lema requiere. Porque la más sublime facultad de la música es la de la precisión y la exactitud. Aun cuando lo que pretenda expresar sea el caos, lo nebuloso, lo irritado o irritante, lo incierto o dubitativo, lo incoherente, la música no tiene más remedio —si no quiere dejar de ser música— que representarlo con precisión milimétrica, como cuando Roy Lichtenstein, con soberbia y ociosa ironía, reproducía con toda la paciencia y meticulosidad del mundo un brochazo. Lo demás ni siquiera es silencio, como decía Hamlet agonizante; lo demás, hoy en día, es ruido.
Los más poderosos artistas son quizá el mejor paradigma del control absoluto sobre los sentimientos. Se trata de ser dueños de esa materia rebelde, no sus esclavos. Cuando Beethoven afirmaba que «la música debe Hacer brotar fuego del corazón del hombre, y lágrimas de los ojos de la mujer», no quería decir otra cosa. Esto me recuerda un conocido cuento árabe (sufí), sobre un auténtico Diógenes musulmán: un sultán, montado en su caballo y rodeado de vasallos, era aclamado y reverenciado a su paso por todos los habitantes de la ciudad, excepto un miserable derviche. Ofendido por aquella falta de respeto, el sultán le exigió una explicación: “Que toda esa gente se incline ante ti”, contestó el derviche, “sólo significa que todos ellos anhelan lo que tú tienes: dinero, poder y gloria. Gracias a Dios esas cosas no significan nada para mí. ¿Por qué habría de inclinarme ante ti, si tengo dos esclavos que son tus señores?” Esta respuesta encolerizó al sultán, y para que lo acabase de entender, el harapiento explicó: “Mis dos esclavos, que son tus maestros, son la ira y la codicia”. Y el sultán —que está en el cuento para dar un alto ejemplo moral— se inclinó ante el derviche.
Me he referido a la ciencia de los sentimientos. Una parte de esa ciencia no es sólo psicología, ni estética, sino sociología. Porque entre los sentimientos los hay personales o idióticos y los hay que son comunes a grupos sociales más o menos amplios. Pensemos en los obstáculos culturales y psicológicos que en sociedades pretéritas dificultaban reconocer la lucha de clases como motor de la historia (por cierto, ésta es una tesis de la ciencia burguesa, premarxista; no fue Marx el descubridor de la lucha de clases, que había sido bien puesta de manifiesto por historiadores anteriores: lo que Marx esclareció es el hecho de que esta lucha no se acaba con el capitalismo, que es también una sociedad de clases). ¿En qué medida intervienen en este reconocimiento los propios sentimientos de clase? Éstos responden al interés (personal y de clase). Reconocerlo, por parte de los ricos, supone una gran dosis de desinterés, requisito de objetividad —i.e. una negación de los sentimientos que les son “propios” (de la educación y los prejuicios heredados). Los sentimientos de los pobres, en cambio, no entorpecen ese reconocimiento, salvo que estén alienados, i.e. que su conducta hay sido influida por ideologías contrarias a sus intereses objetivos y favorables a los intereses de los ricos. Se da aquí una interesante asimetría: la objetividad (el reconocimiento objetivo de la lucha de clases) está obstaculizada por el interés de los ricos, pero favorecida por el de los pobres (salvo la alienación, insisto). Podríamos hallar otros muchos casos en que, casualmente, la objetividad coincide con una parte de los sentimientos, aunque entra en contradicción con otros. (Lo dicho sólo afecta a la relación de los sentimientos con la capacidad de reconocer un hecho cierto, no a la libertad de, una vez reconocido el hecho —en este caso la lucha de clases— decidir personalmente, “libremente”, de qué lado se pone uno, ya sea rico o pobre…)
Tomemos otro ejemplo, aparentemente alejado de las ideologías de clase: la cuestión de la autoestima, con toda la caterva de literatura pseudocientífica y charlatanería sin fin que la acompaña. Durante los últimos veinte o treinta años una legión de psicólogos del tres al cuarto nos ha estado bombardeando con la monserga de que la educación y la salud mental dependen de incrementar esa facultad. Incluso se nos ha pretendido convencer de que la mayoría de los delincuentes, y en especial los más peligrosos y asociales, carecen de autoestima. Pero esa patraña sólo fue una falsa “creencia”, ideológicamente elaborada y no avalada por ninguna prueba científica: fomentar la autoestima no mejora el rendimiento académico ni desalienta la mala conducta (cf. Roy F. Baumeister, Jennifer D. Campbell, Joachim I. Krueger y Kathleen D. Vohs, «El mito de la autoestima», en Investigación y Ciencia, núm. 342 [marzo de 2005], pp. 70-77). La especie de que los criminales suelen tener una baja o nula autoestima debería haber resultado sospechosa desde el principio, porque lo más plausible es justo lo contrario, que los abusones tienen un exceso de autoestima, y ofenden a los demás porque sólo se aman a sí mismos. No hacía falta mucha indagación para darse cuenta de la falacia. ¿En qué quedan, para esos psicólogos de cafetín que predican la autoestima como los charlatanes venden crecepelos, en qué quedan los valores educativos milenarios de la modestia, la humildad o la autocrítica? Para el ingenuo que se deje seducir por esas categorías retóricas de la autoestima y otras camándulas, será imposible comprender aquellas conmovedoras palabras de Machado: “Yo vivo en paz con los hombres/ y en guerra con mis entrañas.” Y que conste que tampoco es fácil comprender con exactitud qué significa la humildad. La mejor definición que conozco se la debo a Clive Staples Lewis, que nos la proporciona en Cartas de un diablo a su sobrino (1942), a través de la retorcida estrategia de un diablo (Screwtape) que instruye en la malicia a su allegado (Wormwood): “Al sujeto —dice Screwtape a su sobrino— debes ocultarle el verdadero fin de la humildad. Hazle pensar en ella no como en el olvido de sí mismo, sino como en una cierta forma de opinión (a saber, una opinión desfavorable) sobre sus propios talentos y carácter… Por este método se ha logrado que miles de humanos piensen que la humildad consiste en que las mujeres bonitas crean que son feas y los hombres inteligentes crean que son tontos. Como es posible que en algunos casos lo que intentan creer sea una solemne tontería, entonces admitirlo les resulta inconcebible y nosotros conseguimos que sus mentes giren sin cesar sobre sí mismos en un empeño vano.” De ese modo, los hombres que no reflexionan acerca de las virtudes son condenados a convertirlas en vanidades. Screwtape revela el verdadero sentido, objetivo y positivo, de la humildad: “El Enemigo quiere conducir al hombre a un estado de ánimo en el que diseñe la mejor catedral del mundo, sabiendo que es la mejor y regocijándose por el hecho, pero sin que su alegría por haberla construido resulte mayor, o menor, o diferente de la que habría sentido si el constructor hubiera sido otro hombre. El Enemigo quiere al hombre tan libre de cualquier inclinación a su favor, que pueda regocijarse de sus propios talentos con la misma sinceridad y gratitud con que se regocija de los del vecino (o por la alegría de ver un amanecer, un elefante o una cascada).”
¿Debo poner más ejemplos para demostrar que los filósofos han esclarecido mucho mejor que los psicólogos actuales lo que significan los sentimientos? A decir verdad, hasta la lógica parece a veces un sentimiento, incluso de los más tremendos, una auténtica pasión. Los místicos tienden a creer que los únicos acreditados para hablar de los sentimientos son los místicos. Su noción de la ciencia y la lógica se resume en un simple “miedo al conocimiento”; como Keats, abominan de toda indagación racional, porque temen que la lógica destruya lo genuinamente “humano”. Pero ¿qué es lo que anima a los hombres racionales y escépticos a desencantar el mundo, a buscar explicaciones lógicas en todo, sino un puro amor por lo humano? El más perfecto tratado de las pasiones que jamás se haya escrito sigue siendo, en mi opinión, el que contiene la Summa theologiæ de Santo Tomás. Uno puede al principio sorprenderse de que alguien aplique un rigor tan matemático al análisis del corazón humano. Un hermoso ejemplo de esto que paradojalmente he llamado “pasión de la lógica” es el del tremendo esfuerzo clasificatorio que ofrece, tras innúmeras horas de reflexión, el elenco exacto de las pasiones, que son exactamente once, ni una más ni una menos, según Santo Tomás, copiando a Aristóteles: seis del apetito concupiscible (amor, odio, alegría o gozo, tristeza, deseo y aversión) y cinco del apetito irascible (esperanza, desesperación, audacia, temor e ira.) ¿Qué fuerza empuja a Santo Tomás, o a Aristóteles, o a Spinoza… para que se consagren en cuerpo y alma a la anatomía precisa de los sentimientos, sino una preocupación profundamente moral por el orden público, por la concordia entre los hombres, por la evitación de la barbarie?
A mí me parece muy grotesco que una sociedad tan innegablemente idiotizada como ésta en la que vivimos, donde la mayoría cree razonable sentirse libres y satisfechos, felices de habitar en el mejor de los mundos posibles, proliferen tantos libros de “autoayuda”, de “inteligencia emocional” y otras patrañas similarmente repugnantes. ¡Qué hipocresía más abyecta! Los mismos que se ven obligados a diario a describir las lacras espirituales y materiales que invariablemente proporcionan las estadísticas son poco más o menos los que quieren luego persuadirse de que “el hombre” ha adquirido una envidiable libertad y educación, etc.
Reconozcámoslo: los sentimientos, entendidos como súbitos calambres espontáneos, incontrolados, incontrolables e incomprensibles, no pintan nada ni en la ciencia ni en el arte. A cambio, yo también reconoceré una contrapartida, a saber: que el gozo maravilloso de la precisión es también un sentimiento. Y no volvamos al asunto de la distinción entre buenos y malos sentimientos, y otra miríada de especies raras a las que no alcanza nuestra mortal semántica, con lo que estaríamos al cabo de la calle.
Ni en el lenguaje ni en la existencia en general resulta posible escindir razón y sentimientos. Pretenderlo (y eventualmente conseguirlo) implicaría la exigencia inaplazable de redefinir la condición humana. Ahora bien, la dicotomía que sí resulta posible y pertinente plantearse (en términos tendenciales, no absolutos) es la siguiente: en el ámbito de la vida humana, ¿qué es preferible: la preponderancia de la razón respecto a los sentimientos o viceversa? Para mí no hay ninguna duda: la razón debería primar, y, si así ocurriese, el mundo sin duda sería bastante más presentable que el realmente existente.
ResponderEliminarEn nuestras sociedades debordianamente espectaculares los sentimientos gozan de un gran prestigio. La corrección política, la incesante búsqueda del lado humano de tal o cual celebridad, el exhibicionismo de toda clase de bondades abstractas, la beneficencia a lo “Plácido” de Berlanga... Todo ello forma parte de la generalizada excitación nerviosa sentimentalista que dificulta la realización de una vida sensata. En mi opinión, la promoción al privilegio público de los sentimientos no sólo es uno más de los miles de simulacros que nos ahogan, sino que también proporciona argumentos socialmente eficaces para llevar a cabo la fabulosa representación de que el nuestro es el mejor de los mundos posibles. Enternece escuchar al budista-actor Richard Gere afirmar en el Festival de Cine de San Sebastián que Bill Gates es uno de los grandes salvadores del planeta; o conocer las desinteresadas iniciativas de la Fundació del Barça en algunos países africanos. Necesariamente, una sociedad tan buena y democrática como la nuestra no puede disgustar a nadie y, además, debe desterrar de su seno el conflicto (cualquier conflicto). Por lo tanto, quien la impugne, la critique o pretenda cambiarla sólo puede ser un desagradecido o un desalmado.
Para democratizar el consumo y afianzar su dominio técnico, el capitalismo hubo de democratizar prácticamente todas las esferas de la existencia (salvo la económica, por supuesto) y proporcionar socialmente la ilusión de que todos somos únicos, que nuestra alma es única. Tras su profunda estetización, los sentimientos también han alcanzado un estatus democrático que los hace intocables. Hace décadas que lo advirtió Walter Benjamin:
"La humanidad que, antaño, con Homero, fue objeto de espectáculo para los dioses olímpicos, ahora ya lo es para sí misma. Su alienación autoinducida alcanza así aquel grado en que vive su propia destrucción cual goce estético de primera clase".
Quiero acabar mis especulaciones recreativas agradeciendo a Alberto su interesante artículo y aludiendo a una película imprescindible y filosóficamente inacabable (y lo es a pesar de que la dirigió el petulante Ridley Scott; a ver si David Fincher se anima a hacer un “remake” un día de estos): “Blade Runner”, una distopía que (como la de “1984” de George Orwell) cada día que pasa parece menos ficticia y más factible.
En una de las escenas finales de la película, el Nexus-6 Roy Batty (Rutger Hauer), ya moribundo, decide salvar la vida de Deckard (Harrison Ford) cuando éste está a punto de caer al vacío. (Luego viene el célebre monólogo de Roy: “Yo he visto cosas que no creeríais...”). Pues bien, si “Blade Runner” prefigura en alguna medida el futuro de la humanidad, es decir, si retrata algo parecido a lo que nuestro presente puede dar lugar, cabría preguntarse quién es en la película quien mejor encarna la cohabitación de sentimientos y razón, quién es más piadoso, quién es más justo, quién es más “humano”.
Josep Maria Cuenca
Te preguntas en tu espléndido artículo de ayer «¿qué es lo que anima a los hombres racionales y escépticos a desencantar el mundo, a buscar explicaciones lógicas en todo, sino un puro amor por lo humano?»; si me permites, yo añadiría a tu respuesta: los ideales. Ese conjunto de convicciones sobre las que parece meditar nuestro pensador en la ilustración que acompaña tu escrito. Esas creencias que hoy parecen ser una entelequia para la mayoría de individuos de nuestra sociedad, vuelta ésta vieja, triste y gris, en la que falta entusiasmo y osadía. Hemos perdido por el camino el sentido de la alteridad, el compromiso de trabajar por los otros (sean cuales sean los otros), la capacidad de crear y la convicción de que, precisamente, por todo ello, nos debemos un respeto a nosotros mismos, como individuos en sociedad, mereciéndonos una oportunidad de progreso social lejos de los dogmas que nos dominan. Hace tiempo que hemos perdido el rumbo y no sabemos hacia dónde nos dirigimos; es por eso que, en general, parece que ya no sentimos, no perseguimos las explicaciones lógicas que nos permitan desencantar al mundo y no nos dejamos llevar por la pasión. Caímos en la falacia de la superstición; hemos creado nuestros becerros de oro y hemos roto también las tablas de la ley. Desorientados, hablamos de desencanto, de necesidad de cambio, pero no somos lógicos porque hemos confundido las pasiones y en lugar de ser coherentes y honestos, somos políticamente correctos dando gracias a los vendedores de indecisiones y discordias que, apelando a la estabilidad social, crean miedos que nos paralizan. A pesar de esta situación, los ideales resisten al hastío porque, según escribía José Ingenieros, «no son obra de una libertad que escapa a las leyes de todo lo universal, ni productos de una razón pura que nadie conoce; son creencias aproximativas acerca de la perfección venidera» [«De un idealismo fundado en la experiencia», en El hombre mediocre, Barcelona, Producciones Editoriales, 1980, p. 11]; y el ser humano siempre busca la perfección (o lo que más se acerca a ella) desde la lógica y el corazón; por eso suscribo tu afirmación cuando dices que «“el corazón tiene razones que sólo la razón entiende”; porque la razón debe dar cuenta de todo, incluso de lo irracional», pensando que todavía hay hombres racionales y escépticos, a los que les duele el ser humano, a los que su experiencia social les lleva a actuar con pasión, a perseverar en un ideal y asumir el tener que exponerse al error, convencidos que el entusiasmo es el antídoto que contrarresta la desidia social fabricada. Para muestra, el movimiento del 15-M o vuestras propuestas en Constelación… argumentos con sentimiento, razonamientos de gente lógica, comprometida y que no teme al error. Siguiendo con Ingenieros, pienso que estas palabras que en su día escribió se adaptan bien al momento actual que estamos viviendo: «Se habla por refranes, como discurría Panza; se cree por catecismo, como predicaba Tartufo; se vive de expedientes, como enseñó Gil Blas. Todo lo vulgar encuentra fervorosos adeptos en los que representan los intereses militantes; sus más encumbrados portavoces resultan esclavos de su clima. Son actores a quienes les está prohibido improvisar: de otro modo romperían el molde a que se ajustan las demás piezas del mosaico. Platón, sin quererlo, al decir de la democracia: “es el peor de los buenos gobiernos, pero es el mejor entre los malos”, definió la mediocracia. Han transcurrido siglos; la sentencia conserva su verdad.” [«El clima de la mediocridad», en op. cit., p. 214.] Nos suena, ¿cierto?… Menos mal que el porvenir es largo y continuamos creyendo que es posible arreglarlo, ¿no? Un abrazo.
ResponderEliminarMe reprocho a mí mismo haber sido un tanto y un cuanto contradictorio y haber desarrollado el tema de los sentimientos de un modo algo atropellado, e incluso equívoco. Literalmente he defendido una exageración, o sea una mentira: que los sentimientos “no pintan nada…” Contradictoriamente, porque, como Josep Maria, lo que pretendo es persuadir de la razón que han tenido los sabios desde antiguo al recomendar que los sentimientos deben, cuanto se pueda, someterse a lo razonable, a la razón común. Luego “pintan mucho”, porque son, como mínimo, el factor humano omnipresente a combatir. En rigor, no pretendía tampoco ir mucho más allá de afirmar que los sentimientos, sea cual sea su valor y su utilidad, ésta no tiene nada que hacer en la investigación científica. (La cita de Lewis sobre la humildad no describe otra cosa sino ese gozo o felicidad del conocimiento y el reconocimiento objetivo; y también sugiere, creo, que todo otro sentimiento debería quedar neutralizado por el olvido de sí mismo, santo ideal.) Pero me temo que sí he ido más allá, y he sugerido que lo racional anti-sentimental puede ser más humano que lo humano. (La imagen que acompaña al texto muestra a un ser absolutamente racional, un robot inteligente, contemplando con infinita dulzura a la pobre y minúscula masa de nervios y músculos que se retuerce en su humano intento de pensar, de comprender, de elevarse por encima del fango irracional que lo sustenta… El ejemplo de Josep Maria, el Nexus-6 Roy Batty de Blade Runner, es otro magnífico caso de superhumanidad. Y podríamos añadir los sencillos pero no por ello menos conmovedores ejemplos que da Asimov en Yo, robot, en especial el del episodio titulado “Evidencia”, en que un candidato a alcalde denuncia a su oponente como un robot, cosa ignorada por la opinión pública.)
ResponderEliminar¿Debemos admitir que si las pasiones se someten a la molienda de lo razonable entonces sí se vuelven eficaces, o al menos tolerables? De lo segundo no tengo dudas, pero sigo sospechando de su bondad, incluso cuando se mitigan o se domeñan. Sin embargo, como he afirmado, me parece obligado admitir que también es un sentimiento el del amor al conocimiento —como lo es, de signo opuesto, el miedo al conocimiento—, la capacidad para maravillarse ante los descubrimientos científicos. Bueno, dirá alguno, esto no sólo no agota lo sentimental, sino que supone una parte bien ínfima de lo que puede conmovernos; desde luego, las pasiones que nos guían la mayor parte del tiempo en nuestra vida práctica son de otro orden, inconmensurable con la pasión del conocimiento. Y todo ese amasijo de sentimientos que en realidad somos, aunque se hallen mitigados o suavizados por la reflexión sensata y los hábitos más o menos civilizados, siempre pueden conturbarnos a la menor ocasión que les demos. Yo mismo, que adhiero a un radical ideal angélico de templanza, si no de ataraxia, me he encolerizado muchas veces, y paradójicamente, a causa de lo que en su momento he considerado una insufrible resistencia a la lógica. Y este pecado lo han cometido antes que yo otros muchos hombres mucho más racionales y sabios que yo. Basta pensar en el furor que inflamaba los corazones de tantos ilustrados contra las religiones y las supersticiones. Sé que esa actitud puede “justificarse” moralmente, pero no se me escapa que, tratándose de una pasión (justiciera y racionalista, todo lo que se quiera), su “justificación” sólo puede hacerse en el mismo territorio y lenguaje del sentimiento mismo.
Esto parece incoherente, bien que lo sé, pero al menos me parece un buen argumento contra esos exhibicionistas de la bondad sentimental que odian toda dialéctica: resulta que los racionalistas somos capaces de odiar —y de otras pasiones— con tanta o mayor fuerza que ellos.
Otra cosa importante, a la que también alude Josep Maria. No estamos hablando de mera psicología, sino de asuntos sociales. Lo que habitualmente señalan como “sentimientos” los sentimentalistas coincide con el rastrero hábito del fingimiento y el aborregamiento; se refieren a los sentimientos que comparten fanáticos y supersticiosos (como los nacionalistas, etc.), y que, lejos de ser sentimientos libres o naturales (como las inclinaciones individuales que generan asco, amor, ira, compasión, etc.), se fabrican artificialmente mediante ideologías demagógicas, pretenden justificarse de modo extravagante, como la delirante idea junguiana del “inconsciente colectivo”, apelando a fantasmales sustancias espirituales llamadas “identidad”, “pueblo”, “tierra” o lo que sea.
ResponderEliminarSi en rigor se tratase de una pasión, incluso de un vicio, es decir de una inclinación más o menos odiosa, pero natural-individual, la cosa sería mucho menos censurable que cuando se trata de ese tipo de conductas compartidas, cobardes e inciviles a las que, por carestía verbal, también se llama “sentimientos”.
¿Me equivoco al distinguir los sentimientos naturales-individuales de los sentimientos artificiales que exhibe el fanatismo? Los primeros serán sin duda “irracionales” por naturaleza, pero ajenos a la perversión ideológica. El “sentimiento” nacionalista, por ejemplo, es de otro orden, sospechosamente común, sospechosamente compartido. La inclinación al amor, pongamos por caso, es genéticamente ineludible, sobre todo en la juventud, pero es una inclinación tan natural como individual respecto a su objeto: casi todos los hombres persiguen a una mujer, pero no todos ellos se enamoran de la misma. ¿Qué puede haber entonces de natural en el hecho de que millones de personas se entreguen con fervor a una bandera, un ídolo, una creencia cualquiera? Me parece innegable que aquí se trata de una perversión de la conducta natural, de un lavado de cerebros, o mejor, de un lavado de corazones.
He herido a menudo ese tipo de falsos sentimientos. Si alguien dice que la mayoría de los hombres le parecen un atajo de borregos (o que en particular lo son las masas de fanáticos nacionalistas), es muy probable que haya quien se ofenda al escucharle, con lo que ese individuo confiesa a qué clase de personas pertenece, con quiénes se identifica. Quien dice que la mayoría son tontos o malos puede ser tonto y malo él mismo, o puede ser un sabio como Bias; pero quien se siente aludido no puede ser más que de una clase.