25 de septiembre de 2012

Un poco de respeto

Josep Maria Cuenca

[Artículo originalmente publicado el 21 de septiembre en La Lamentable (lamentable.org).]

Durante una buena parte del año 2001 viví la interesante experiencia de dar algunas charlas sobre la inmigración extraeuropea en Catalunya. Hube de ir a bibliotecas, ateneos y centros de enseñanzas medias de Barcelona y sus comarcas vecinas y aprendí mucho. Recuerdo muy bien que uno de los temas que en aquellos encuentros aparecía sin excepción era el del respeto. El respeto era entonces y sigue siendo hoy un concepto muy exitoso en nuestras sociedades; pero cuando digo exitoso me refiero sobre todo a la frecuencia de su uso, no tanto al rigor conceptual con que suele ser utilizado. No es insólito, por ejemplo, que el respeto sea reclamado por quien agrede para así convertirse en víctima. En el simulacro universal que es nuestro mundo las imposturas pueden llegar a ser muy sofisticadas.
Uno de los lugares en que me tocó hablar sobre la inmigración en aquel 2001 sin odisea y sin espacio fue un instituto de una localidad obrera del Baix Llobregat. Su numerosa audiencia la componían estudiantes con chándal, acné y una desorientación vital considerable. Minutos antes de empezar a hablar, los profesores del centro me advirtieron que muy probablemente sería atosigado con preguntas impertinentes por algún que otro chaval que coqueteaba con ideas racistas. Quien haya dado clase a adolescentes y jóvenes sabrá que estos casos no son políticos, sino estéticos. Y, por supuesto, de un gusto pésimo.
La charla fue bien, normal, y luego vino el debate. Tras la intervención de los alumnos aventajados levantó la mano un muchacho que al principio me pareció calvo (mi miopía conspiraba ya entonces contra mí percepción de la realidad), pero enseguida me percaté que se había rapado al cero. Cuando le llegó su turno, se puso en pie y no preguntó nada; dio un mitin de unos cuatro o cinco minutos de duración y consiguió con absoluta eficacia su objetivo: montar un espectáculo. Había insultado a los moros, a los negros, a los sudacas y a los seguidores del gran rival de su equipo de fútbol, e incluso aludió con algo más de moderación a alguno de los profesores allí presentes, tras lo cual se sentó en su silla con una provocativa media sonrisa en los labios y una muy deficiente higiene postural (sin duda confundió su diminuta silla verde con un sofá y simuló por mera chulería una comodidad imposible).
Yo, por supuesto, le afeé la conducta e intenté, evitando ridiculizarlo, hacer visibles (a él y a sus compañeros de aula) las contradicciones absurdas en que incurría, así como la inconsistencia de sus opiniones y eslóganes. El chaval se lo tomó con bastante deportividad, aunque se puso algo nervioso antes de volver a levantar la mano y replicar: “Yo tengo derecho a que respetes mi opinión”, me dijo. Yo me limité a responderle que lo único que yo respetaba era su derecho a expresar su opinión, pero que determinadas opiniones no merecen ningún respeto. No he olvidado que una profesora en edad cercana a la jubilación me miró con gesto inquieto y asombrado, aunque en honor a la verdad debo decir que a casi todos los docentes les parecieron muy bien mis palabras.
La anécdota de este “borriquito con chándal” (la feliz expresión es del gran Sánchez Ferlosio) es sociológicamente menos pintoresca de lo que parece. Por fortuna, las opiniones de aquel chaval no son compartidas por mucha gente, sin embargo su opinión acerca de la respetabilidad de todas las opiniones sí que es secundada por muchos individuos, demasiados. Y esto sucede porque el concepto “democracia”, junto con otros asociados a éste (“respeto”, por ejemplo), se ha convertido tras la Segunda Guerra Mundial en algo sacralizado e hipersensible cuyo uso común presenta inquietantes similitudes, en términos de rigor, con el verbo “pitufar”. Es decir, sirve para todo y apenas designa nada.
El único respeto intocable debería afectar a las personas, no necesariamente a sus ideas. Recordaré por enésima ocasión que los nazis llegaron al poder en 1933 por vía democrática. Que les votara la mayoría de los alemanes, ¿convirtió en respetables sus ideas? No hay duda que tenemos una noción de la democracia abusivamente cuantitativa y paupérrimamente cualitativa. Para que una mayoría se sienta a sí misma (y sea percibida por quienes no la integran) como legítima, no basta con la victoria numérica; hace falta también autoridad moral, argumental y programática.
No deja de ser curioso, por otra parte, que muchos de quienes suelen defender el respeto de todas las ideas tengan también por costumbre ser fervientes partidarios de juzgar intenciones y no hechos. Cuando alguien famoso (un político, un artista o un banquero) dice ante un micrófono alguna melonada (cosa por lo demás materialmente inevitable por tratarse de un famoso) son cientos “los amigos del respeto” que piden su inmediato procesamiento judicial. ¿En qué quedamos: no han de ser respetadas todas las ideas? Estas actitudes me traen a la memoria algunos estudios antropológicos que me tocó leer cuando era estudiante, según los cuales bastantes personas que formaban parte de organizaciones que decían luchar contra el maltrato de los animales eran al mismo tiempo partidarias de la pena de muerte para los seres humanos.
Por desgracia, el respeto no es el único concepto cuyo uso socialmente dominante resulta falto de rigor y fatuamente retórico. Algo muy parecido sucede asimismo con la tolerancia, la discriminación positiva (¡oximoronizando que es gerundio!), las culturas nacionales, el diálogo, la violencia, el lenguaje contrasexista (lo de miembros y miembras y cosas así), el independentismo no nacionalista, la tortilla deshidratada o la reinvención profesional en tiempos de estafa financiera. En fin, la lista es infinita.
En una democracia saludable no se debería hablar de oídas.

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