[Artículo originalmente publicado el 21 de septiembre en La Lamentable (lamentable.org).]
Uno de los lugares en que me tocó hablar sobre la inmigración en aquel
2001 sin odisea y sin espacio fue un instituto de una localidad obrera
del Baix Llobregat. Su numerosa audiencia la componían estudiantes con
chándal, acné y una desorientación vital considerable. Minutos antes de
empezar a hablar, los profesores del centro me advirtieron que muy
probablemente sería atosigado con preguntas impertinentes por algún que
otro chaval que coqueteaba con ideas racistas. Quien haya dado clase a
adolescentes y jóvenes sabrá que estos casos no son políticos, sino
estéticos. Y, por supuesto, de un gusto pésimo.
La charla fue bien, normal, y luego vino el debate. Tras la
intervención de los alumnos aventajados levantó la mano un muchacho que
al principio me pareció calvo (mi miopía conspiraba ya entonces contra
mí percepción de la realidad), pero enseguida me percaté que se había
rapado al cero. Cuando le llegó su turno, se puso en pie y no preguntó
nada; dio un mitin de unos cuatro o cinco minutos de duración y
consiguió con absoluta eficacia su objetivo: montar un espectáculo.
Había insultado a los moros, a los negros, a los sudacas
y a los seguidores del gran rival de su equipo de fútbol, e incluso
aludió con algo más de moderación a alguno de los profesores allí
presentes, tras lo cual se sentó en su silla con una provocativa media
sonrisa en los labios y una muy deficiente higiene postural (sin duda
confundió su diminuta silla verde con un sofá y simuló por mera
chulería una comodidad imposible).
Yo, por supuesto, le afeé la conducta e intenté, evitando
ridiculizarlo, hacer visibles (a él y a sus compañeros de aula) las
contradicciones absurdas en que incurría, así como la inconsistencia de
sus opiniones y eslóganes. El chaval se lo tomó con bastante
deportividad, aunque se puso algo nervioso antes de volver a levantar
la mano y replicar: “Yo tengo derecho a que respetes mi opinión”, me
dijo. Yo me limité a responderle que lo único que yo respetaba era su
derecho a expresar su opinión, pero que determinadas opiniones no
merecen ningún respeto. No he olvidado que una profesora en edad
cercana a la jubilación me miró con gesto inquieto y asombrado, aunque
en honor a la verdad debo decir que a casi todos los docentes les
parecieron muy bien mis palabras.
La anécdota de este “borriquito con chándal” (la feliz
expresión es del
gran Sánchez Ferlosio) es sociológicamente menos pintoresca de lo que
parece. Por fortuna, las opiniones de aquel chaval no son compartidas
por mucha gente, sin embargo su opinión acerca de la respetabilidad de
todas las opiniones sí que es secundada por muchos individuos,
demasiados. Y esto sucede porque el concepto “democracia”, junto con
otros asociados a éste (“respeto”, por ejemplo), se ha convertido tras
la Segunda Guerra Mundial en algo sacralizado e hipersensible cuyo uso
común presenta inquietantes similitudes, en términos de rigor, con el
verbo “pitufar”. Es decir, sirve para todo y apenas designa nada.
El único respeto intocable debería afectar a las personas, no
necesariamente a sus ideas. Recordaré por enésima ocasión que los nazis
llegaron al poder en 1933 por vía democrática. Que les votara la
mayoría de los alemanes, ¿convirtió en respetables sus ideas? No hay
duda que tenemos una noción de la democracia abusivamente cuantitativa
y paupérrimamente cualitativa. Para que una mayoría se sienta a sí
misma (y sea percibida por quienes no la integran) como legítima, no
basta con la victoria numérica; hace falta también autoridad moral,
argumental y programática.
No deja de ser curioso, por otra parte, que muchos de quienes
suelen
defender el respeto de todas las ideas tengan también por costumbre ser
fervientes partidarios de juzgar intenciones y no hechos. Cuando
alguien famoso (un político, un artista o un banquero) dice ante un
micrófono alguna melonada (cosa por lo demás materialmente inevitable
por tratarse de un famoso) son cientos “los amigos del respeto” que
piden su inmediato procesamiento judicial. ¿En qué quedamos: no han de
ser respetadas todas las ideas? Estas actitudes me traen a la memoria
algunos estudios antropológicos que me tocó leer cuando era estudiante,
según los cuales bastantes personas que formaban parte de
organizaciones que decían luchar contra el maltrato de los animales
eran al mismo tiempo partidarias de la pena de muerte para los seres
humanos.
Por desgracia, el respeto no es el único concepto cuyo uso
socialmente
dominante resulta falto de rigor y fatuamente retórico. Algo muy
parecido sucede asimismo con la tolerancia, la discriminación positiva
(¡oximoronizando que es gerundio!), las culturas nacionales, el
diálogo, la violencia, el lenguaje contrasexista (lo de miembros y
miembras y cosas así), el independentismo no nacionalista, la tortilla
deshidratada o la reinvención profesional en tiempos de estafa
financiera. En fin, la lista es infinita.
En una democracia saludable no se debería hablar de oídas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario