15 de octubre de 2012

Criminalia curiosa: El delito fingido

Alberto Luque

No sé muy bien qué es verdaderamente la criminología. Mi interés en el asunto no ha sido tan grande como para leer algo más que a los clásicos de los siglos xviii y xix: Beccaria, Lombroso, Silvio, Garofalo, casualmente Vucetich… Respecto a la criminología más actual, mi conocimiento es fragmentario e indirecto, aunque bastante cumulativo: procede de la literatura y el cine, de la prensa cotidiana, de tratamientos marginales en estudios de más amplio espectro sociológico, y de algún que otro artículo sobre el particular. Además, ese interés personal y parcial en esa ciencia no se centra en el conocimiento pericial de sus técnicas, sino más bien en la estructura de sus categorías lógicas, como fuente de modelos argumentales, digamos.
Las épocas de crisis económica tienen la virtud de destacar, esclarecer, volver más palpables ciertas correlaciones sociológicas que habitualmente se encuentran menos definidas, como simples tendencias o discrepancias. Así, la depauperación se correlaciona estadísticamente con, digamos, el suicidio, la incidencia de perturbaciones mentales, la delincuencia, &c.
Hace unas semanas ha sido noticia algo que no debería serlo en ese sentido habitual, porque no es contingente ni excepcional, sino que obedece a unas leyes sociológicas que actúan en todo momento: el aumento de la simulación de delitos —particularmente en Gerona (51%) y en Tarragona (70%), y adviértase que las cifras sólo pueden referirse a los casos resueltos o detectados… Me ha parecido hasta graciosa la alarma respecto a esta “delincuencia fingida” (i.e. falsas denuncias de delitos, normalmente orientadas al cobro de indemnizaciones). Un policía se quejaba de que eso les lleva muchos recursos en investigaciones “inútiles” (!), lo que les hace “perder el tiempo” (!) investigando falsas pistas, en lugar de perseguir a los verdaderos delincuentes. Pero es que, ¡señor mío!, los que ponen falsas denuncias son también verdaderos delincuentes —pensaba yo al oír las declaraciones. Desde el punto de vista jurídico no tiene sentido hablar de delincuencia fingida o falsa: una denuncia falsa es ya un delito, perfectamente tipificado. Lo falso es la denuncia misma, no el delito cometido al interponerla. (La simulación de delito, junto con la anterior figura jurídica de acusación y denuncia falsas, se contempla en el Código Penal vigente de 1944, lib. ii, Tít. xx, cap. v, art. 456 y 457.)
Por tanto, si se dice que ha aumentado un 70% la “simulación de delito”, se quiere decir que ha aumentado en tal cantidad esta clase de delito, cuyo combate requiere los mismos recursos policiales que cualquier otra clase. Desde el punto de vista del policía, sin embargo, si atendemos al caso más típico, común o habitual de su tarea, esos delitos son efectivamente “falsos”, como se quejaba el teniente que escuché por la radio. Las reglas del juego entre policías y ladrones se vuelven regulares y se naturalizan: la labor “normal” del policía consiste en investigar los crímenes notorios o denunciados, y raramente se encuentra con que sea el denunciante el delincuente al que hay que investigar, siendo su delito la propia denuncia falaz. Pero entonces se trata de examinar si tiene alguna significación social, suponiendo que efectivamente se dé, este aparente desplazamiento del crimen habitual hacia el campo de la simulación. Porque, por ejemplo, si la simulación de delitos crece exactamente en el mismo porcentaje en que crecen los demás tipos, no hay verdadero desplazamiento, sino simple incremento global de la inseguridad ciudadana; y si creciese, pero en un porcentaje menor, estaríamos más bien ante el caso contrario, el de un desplazamiento hacia el crimen “verdadero”, puro y simple, franco y manifiesto.
Supongamos que esta clase de delitos proliferase hasta hacerse más frecuente que los robos y agresiones “verdaderos”; desde el punto de vista jurídico sería cuestión de que, por ejemplo, el legislador incrementase el castigo —digamos, duplicando la pena a que habría sido condenado el criminal fantasma objeto de la denuncia—; esto sería un perfecto motivo disuasorio. Pero habría que sopesar bien si al resto de la sociedad civil le hace más daño el delito simulado que el real. Por un lado es cierto que, como decía el aludido policía, eso requiere un aumento de recursos, pero ni más ni menos que el aumento de la delincuencia en general, del que la simulación forma parte; y quizá sería menos perjudicial, también en general, que los crímenes fuesen dolosos o imaginarios, salvo que el incremento en los gastos de compensación fuese también muy perjudicial.
Ahora bien, desde el punto de vista del sociólogo, si se mantienen invariables las causas generales de la delincuencia (la miseria, no cabe duda), un disuasorio incremento del castigo por falsa denuncia no haría sino inducir a los denunciantes dolosos a perpetrar un crimen convencional, robar directamente, por serles en este caso más favorable la ratio botín/castigo. Por supuesto, el incremento de las penas seguiría siendo un factor disuasorio aplicado también a los delitos tradicionales… El sociólogo juzgará que, en última instancia, la reducción de la criminalidad no podrá venir sino del aumento del bienestar general y la protección social del “derecho a vivir”.
También es fácil reconocer que desde el punto de vista del policía es ventajosa la medida de castigar más severamente la falsa denuncia que el delito “verdadero”, porque ya está más habituado a perseguir este tipo de crimen más simple y sincero, con lo cual aumentaría su eficacia. Podría replicarse que, si las condiciones cambian, los métodos han de cambiar, y deberían ahora empezar a entrenarse en la persecución del fingimiento…
¿Y desde el punto de vista de los propios delincuentes? Bueno, éstos siempre serán reducidos a un factor “pasivo” en cualquier análisis, en el sentido de que adecuarán sus actos, optimándolos, concentrándolos en el tipo de delito cuya ratio botín/castigo sea mayor. Pero nunca serán un factor “activo”, en el sentido de que las determinaciones judiciales nunca adoptarán su criterio, sino el opuesto.
Se me ocurren algunas bromas y paradojas a propósito de esta criminalia curiosa, pero no quiero frivolizar. Al contrario, me gustaría terminar mi pequeña provocación advirtiendo que no deberíamos olvidar algo muy serio, imposible de disimular ni detrás de tanta broma. El peligro de olvidarlo es muy fuerte, porque la miseria moral del capitalismo anestesia nuestras facultades perceptivas, que casi nunca se orientan hacia el oscuro mundo de los ricos. ¿Qué pasa con la delincuencia de los ricos? Estamos archipersuadidos de que el móvil principal del delito es económico, y creemos que se refiere de manera natural a quienes, careciendo de medios legales de vida, no tienen más salida que procurárselos ilegalmente. Pero los banqueros no carecen de medios de vida y delinquen mucho. Yo diría que mucho más que los miserables, porque éstos les ganarán en número, pero no en botín. ¿Por qué delinquen, pues, los ricos? ¿Será por deporte, por mor nietzscheano de “vivir peligrosamente”? ¿Será por naturaleza? Sea cual sea la compulsión que les anima a delinquir, desde luego no es el mismo tipo de “necesidad” que aqueja a los miserables. Reitero que delinquen muchísimo más que los pobres, en términos del daño absoluto y del daño relativo que infligen al conjunto de la sociedad: las especulaciones bursátiles necesitan números de muchos dígitos para computarse, aunque procedan de la acción de unos pocos individuos; las raterías y pequeños fraudes involucran a muchos individuos, pero su balance económico global es, en comparación, ridículo. Galbraith decía que uno de los fenómenos más fascinantes de estudiar para el economista, en tiempos de crisis, es el del fraude, sobre todo porque deja un rastro imborrable. Y desde luego que sorprende en ingeniosidad, aunque también se dé la estafa a gran escala con los métodos más groseros.
Hace varias semanas Jordi Évole entrevistaba al catedrático de economía alemán Jürgen Donges, asesor de Angela Merkel. ¡Menudo imbécil, este Donges! La cantilena de siempre: es nuestra culpa, de los pobres, por no haber sido previsores y haber “vivido por encima de nuestras posibilidades”. Como en una trama gansteril: te financian para invertir en un negocio fraudulento o dudoso que ellos mismos controlan —digamos, el tráfico de drogas o la especulación inmobiliaria— y no dudan en ser generosos, porque en caso de fracasar —lo que impepinablemente sucederá— serás tú quien lo pague, quedando además endeudado de por vida. Así que los banqueros europeos imponen una reforma de nuestra Constitución para garantizar que el pago de los intereses extranjeros será prioritario para el Estado, por delante del salario de sus funcionarios, de los servicios públicos y de cualquier otra cosa. El gran capital no tiene mejor modelo que Al Capone. Pretenden estos mamarrachos “economistas” del tres al cuarto presentarse como “expertos” (en inventar mentiras, será).
Y resulta que entre la cada vez más variada flora de los delitos económicos contra la humanidad, también se da lo que en rigor equivale a la simulación de delito, sólo que, en esos estratosféricos niveles de latrocinio, ya nada distingue lo real de lo simulado: igual se falsifican las cuentas para que parezca que el negocio funciona bien, para tener derecho a recibir más ayudas, como se falsifican para que parezca que funciona mal, porque así también hay ayudas y rescates. Total, que esas finezas que categorizan los crímenes pequeños, hasta distinguir la curiosa variedad del simulado, de nada sirven en el universo financiero, que no puede ser más o menos delictivo porque toda su íntegra substancia es la del delito absoluto.

10 comentarios:

  1. Estoy seguro, Alberto, de que podríamos doctorarnos con una tesis titulada "El delito absoluto", incluyendo en ella pasajes tan edificantes como las masacres de sioux y apaches, las "aventuras" del rey Leopoldo de Bélgica por el Congo, las guerras en Mozambique y Somalia, el drama de los españoles en Alemania en los sesenta y de los andaluces (y otros) en Cataluña, los crímenes de Milton Friedman en el cono Sur, la llegada de Thatcher al poder, las guerras de Irak y todo el reguero de muerte y destrucción que está dejando el capitalismo a su paso en manos de los "economistas" financieros y los banqueros alemanes en la actualidad. Podríamos evitar hablar de las guerras mundiales, del Holocausto y los Gulags, de los genocidios en Yugoslavia, y nos quedaría un texto apañado y convincente. Tengo dos preguntas. La primera es: ¿qué crees tú que es más decisivo, la información o los prejuicios, a la hora de juzgar un delito como el financiero? Quizás, por mucho que la opinión pública se dedicase a criminalizar a estos respetables señores, el prejuicio de fondo que dice que son, al fin y al cabo, respetables, prevalecería, gracias al control de los medios. Segunda: ¿dónde crees que está el punto en el que el muelle se rompe, es decir, cuánto aguantará la opinión pública antes de lanzar algún tipo de ofensiva en la dirección, por ejemplo, de una negación de la legitimidad de la deuda pública (que llaman, con todo cinismo, "soberana"), de una demanda de auditoría o algo así (que ya ha sido mencionada pero desoída)?
    Muchas gracias, fantástico artículo.

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  2. Gracias, Xavi. Tus dos preguntas son mucho más interesantes que mi pequeña entrada-provocación.

    (1) ¿Información o prejuicio? Claro, ésta es la antítesis clave, como entre entendimiento y emoción, o mejor, como entre ciencia e ideología. Y sí, parecería una ley eterna de la naturaleza (humana) que la información y el entendimiento sólo incumban a una minoría y los prejuicios a la mayoría. Pero sea cual sea la proporción estadística, ambos polos estarán siempre en inconciliable oposición, inmiscibles como el aguay el aceite. ¿Estoy diciendo algo absurdo? Uno podría objetarme que el que sigue justificando de algún modo la impunidad, o al menos la acción más o menos sometida a reglas, pero en suma deletérea, del capital financiero después de haber recibido la información verídica de que ese capital ha arruinado aquí y allá la “economía” de millones de personas, estaría amalgamando en su mente esas dos sustancias que he creído inmiscibles —sin excluir a quienes han realizado esas especulaciones lucrativas, que por supuesto tienen más información que nadie. No sabría cómo resolver discretamente mi aparente contradicción, salvo pasando del concepto difícil, abstracto y generoso de alienación al concepto más concreto y antipático de la simple y llana hijoputez. Sí, quizá no es que la mayoría actúe mal porque sea tonta, como pensaba Sócrates indulgentemente, sino porque es sencillamente mala, como sospechaba Bías. El “hombre” es quizá, como se han atrevido a afirmar algunos sabios sinceros (como Mallarmé, por ejemplo), un grandísimo hijo e puta y una mierda pinchada en un palo, como dice José López Palazón. Estas descripciones no convienen a la ciencia, claro, sólo expresan un estado de ánimo.

    Pero me obstino en volver a la geometría científica, y asegurar como Hegel que todo lo real es y debe ser racional. Insisto en que información y prejuicio son inmiscibles: cuando aparentemente se dan amalgamados en el mismo individuo, se trata de un hecho individual, o sea patológico, sin importar que la anomalía se produzca en millones de individuos. Quiero decir que el valor crítico, polémico, ofensivo, político, de la información sólo actúa en el plano abstracto-real de las masas y no de los individuos: en el plano de la lucha de clases. Decía Solón que los hombres se conducen aisladamente como astutos zorros, pero como estúpidos borregos cuando se los pilla en masa; no quiero enmendarle la plana a este antiguo sabio, pero él no conoció momentos tan maravillosos como la Revolución francesa de 1789 o la Rusa de 1917. Estos momentos muestran que las cosas también suceden a la inversa, como para darle la razón a aquella obsesiva dialéctica de Hegel: aislados continúan impotentes y resignados, mientras que en masa pueden convertir la “información” en “poder”, como han dicho algunos cretinos sin pensar lo que decían.

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  3. Y también tienes razón en lo que creo que insinúas: los prejuicios juegan siempre a favor del tirano y del explotador. Al pobre que delinque no se le perdona ni la millonésima parte de lo que se le tolera al rico. Pero tu pregunta va acompañada de una valiosa pista para su solución sociológica: conjeturas que la “opinión pública” podría llegar a ser unánime, o casi, en la condena de los crímenes económicos, y que quizá, sin embargo, el “control de los medios” anularía su efecto crítico y emancipador, aprovechado el “prejuicio de fondo” de la respetabilidad social del banquero. Puede que eso sea demasiado pesimista, ¿no te parece?, y no por paradójico (lo paradójico es inoperante sólo en lógica, no en la vida real), sino por derrotista. Es paradójico, porque la opinión pública no puede ser ahogada por los medios cuando es clamorosa y unánime, ya que ella misma infestará en tal caso los medios, o de otro modo no sería realmente tal opinión pública; o dicho más claramente, justo al revés: no existiría opinión pública sin medios de comunicación que la expresasen. Habrá sin duda medios e intelectuales orgánicos, ejércitos de ideólogos mercenarios, combatiendo para el bando del gran capital, pero también otros en el bando de los trabajadores; no hay más remedio que reconocer que ahora la hegemonía la tienen los primeros, pero sería absurdo suponer que no se volverán a alzar los movimientos sociales emancipadores, multiplicándose como los hongos sus intelectuales orgánicos y sus capitanes. Mañana o el año que viene o dentro de un siglo. Ça ira! —como expresó el insuperable Franklin en su pésimo francés. Mirando sub specie æternitatis (a mí, como a Lévi-Strauss, siempre me ha interesado sobre todo el punto de vista de Dios), el futuro corresponde siempre a la revolución.

    Y creo además que tú mismo lo interpretas del mismo modo, según sugiere tu segunda pregunta, quosque tandem, “cuánto aguantará la opinión pública” antes de llegar a esa ruptura. O sea que esa ruptura, ese punto crítico, o momento mesiánico o como lo quieras concebir, en que de nada servirán las mentiras ni la propaganda capitalista, tiene que llegar, o creemos o suponemos o deseamos que tiene que llegar, porque de otro modo la pregunta perdería mucho de su sentido. Ya sé que tú no dices que ese momento de ruptura llegará, sino que sólo (me) lo preguntas. Y ¡qué sabré yo, ni qué sabe nadie!, pero insisto en que hacer esa pregunta es ya acelerar ese momento, que llegará cuando una buena parte de la ciudadanía se la formule.

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  4. No me resisto a compartir con vosotros otra cosa maravillosa, que vi ayer en televisión. Lo quiero recordar, porque no deseo que nadie extraiga la precipitada conclusión de que yo no creo que los capitalistas puedan ser útiles en lugar de ser escorpiones. Ayer Jordi Évole nos presentó en Salvados la encomiable experiencia, modelo de honradez y de sentido cívico y patriótico, de Caixa Ontinyent, que se negó a participar en la economía depredadora, irresponsablemente especuladora que siguieron los demás organismos financieros que invirtieron en toda clase de negocios ruinosos para la población local y lucrativos para el capital extranjero —o para ser más precisos, lucrativos para un capital nacional que se evade al extranjero. Puede que algunas vean en este ejemplo algo de romanticismo (recuerda poderosamente la experiencia de George Bailey [James Stewart] haciendo frente al banquero depredador Henry F. Potter [Lionel Barrymore] en ¡Qué bello es vivir! [Frank Capra, 1946]), pero eso es sólo por las diminutas dimensiones de esta loable caja de ahorros. Su ejemplo es el que puede y debe seguir una banca nacional al servicio de los intereses del país, y no supeditada a los intereses de imperialismos depredadores. Es el ejemplo de Argentina, también, que ha puesto freno a la explotación de sus recursos por parte del capital español, que sólo obra de intermediario en la explotación a favor del imperialismo de otras potencias. Lo que conviene a los argentinos conviene también a los españoles: relaciones económicas, políticas y culturales de ayuda mutua, y de protección mutua frente a los imperialismos norteamericano, europeo, ruso, árabe, japonés o chino. El mismo camino sigue Venezuela, en este caso bajo un liderazgo socialista. El Estado independiente y regido por principios económicos keynesianos no me parece en absoluto una idea romántica, por cuanto interesa tanto a los trabajadores como a los empresarios del país, y es por tanto tan adherible por la izquierda como por la derecha. Keynes o Polanyi son dos de los teóricos que con más claridad han mostrado que la economía liberal y la falacia de los mercados autorregulados no pueden conducir sino al deterioro del derecho a vivir —y si no se les pone remedio, al fascismo. Pero indudablemente que sería posible un capitalismo benefactor, si el Estado estuviese democráticamente controlado y el capital financiero reducido a un servicio público.

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  5. Anoche escribí “Mallarmé” en lugar de “Mérimée” (lapsus comprensible por la fonética, pero inverosímil por el significado, ya que a mí Mallarmé me deja frío). Lo mentaba —a Mérimée, en mi intención— por aquellas palabras suyas con que Nietzsche terminaba una de sus más penetrantes reflexiones, a propósito del aberrante sentimiento de la “conmiseración” (sobre el que ya se habían claramente pronunciado, entre otros, La Rouchefoucauld, Spinoza y Kant en el mismo sentido). Me he entretenido en traducir parte de la carta (creo que la destinataria “desconocida” era Jenny Dacquin) que acaba con esa sentencia recordada por Nietzsche, y que vendría muy a propósito sobre una tesis sobre el clasismo y la hijoputez, si no sobre el “delito absoluto”. Ahí va (tengo que partirla en dos):

    «La franqueza y la verdad son raramente buenas en las mujeres, casi siempre son malas. He aquí que me miráis como un Sardanápalo, porque he asistido a un baile de figurantes de Ópera. Me reprocháis esa velada como un crimen, y me reprocháis como un crimen mayor haber elogiado a esas pobres niñas. Lo repito: volvedlas ricas, y no les quedará más que sus buenas cualidades. Pero la aristocracia ha elevado unas barreras insuperables entre las diferentes clases de la sociedad, a fin de que no pueda verse cómo lo que ocurre más allá de la barrera se parece a lo que ocurre más acá. Quiero contaros una historia de Ópera que he conocido en esa sociedad tan perversa. En una casa de la calle Saint-Honoré había una pobre mujer que jamás salía de una pequeña habitación en las buhardillas, alquilada por 3 francos al mes. Tenía una hija e doce años, siempre de buen comportamiento, muy reservada y que no hablaba con nadie. Esta pequeña salía tres veces por semana tras el mediodía, y volvía sola a medianoche. Se supo que era figurante en la Ópera. Un día, ella baja a la portería y pide una vea encendida. La portera, sorprendida de no verla volver a bajar, sube a su desván, encuentra a la mujer muerta en su catre y a la pequeña ocupada en quemar una enorme cantidad de cartas que sacaba de un gran baúl. Dice: “Mi madre ha muerto esta noche, y me ha encargado quemar todas sus cartas sin leerlas.” Esta niña jamás ha sabido el verdadero nombre de su madre; se halla ahora absolutamente sola en el mundo, sin otro recurso que el de hacer los buitres, los simios o los diablos en la Ópera. El último consejo de su madre fue para invitarla a ser sensata y continuar como figurante en la Ópera. Ella es por otro lado muy sensata y devota, y no se preocupa mucho de contar su historia. Decidme si esta chiquilla no tiene infinitamente más mérito en llevar la vida que lleva, del que tenéis vos, vos que gozáis de la felicidad singular de un entorno irreprochable y de una naturaliza tan refinada que resume un poco para mí toda una civilización. Tengo que deciros la verdad. No soporto la mala sociedad más que en raros intervalos, y por una inextinguible curiosidad hacia todas las variedades de la especie humana. Jamás oso abordar la mala sociedad en los hombres. Hay allí algo muy repugnante, sobre todo entre nosotros; pues en España he tenido siempre por amigos a muleros y toreros. He comido más de una vez de la escudilla con gentes que un inglés no se dignaría ni mirar, por miedo a perder el respeto que le tiene a su propio ojo. Incluso he bebido del mismo odre que un galeote. Hay que decir también que no había más que este odre, y que hay que beber cuando se tiene sed. —No creáis por esto que yo tenga una predilección por la canalla. Me gusta simplemente contemplar otras costumbres, otras figuras, oír otro lenguaje. Las ideas son siempre las mismas, y si se hace abstracción de todo lo que es convención o regla, creo que hay un saber vivir en otros sitios que en un salón del barrio de Saint-Germain. Todo esto es árabe para vos, y no sé por qué os lo digo.

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  6. »[…] Regla general: no toméis nunca a una mujer por confidente; tarde o temprano os arrepentiréis. Sabed también que no hay nada más común que hacer daño por el placer de hacerlo. Desprendeos de vuestras ideas de optimismo y haceros cargo de que estamos en este mundo para pelearnos contra todos. A este propósito, os diré que un erudito de mis amigos, que lee los jeroglíficos, me ha dicho que en los féretros egipcios se escribían muy a menudo estas dos palabras: Vida, guerra; lo que prueba que no he inventado yo la máxima que acabo de ofreceros. […] There’s science for you.» [Prosper Mérimée, Lettres à une inconnue (1841-1860), t. I (estudio introductorio de H. Taine), París, Calmann-Lévy, 1873, pp. 4 y ss. (8 de agosto de 1841), pássim.]

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  7. Ciertas corrientes izquierdistas en criminología, de corte comunista y anarquista, vienen a reducir el delito a una simple oposición o resistencia al orden social imperante, clasista, discriminatorio y sancionado en las leyes, por parte de los desfavorecidos, que son sus víctimas. (Howard Saul BECKER, Outsiders: Studies in the sociology of deviance, Nueva York, Free Press, 1963; Edwin McCarthy LEMERT, Human deviance, social problems and social control, Nueva York, Prentice-Hall, 1967; Austin T. TURK, “Conflict and criminality”, en American Sociological Review, t. 21 [1966], pp.338-352.; John KITSUSE y Malcolm SPECTOR, “Toward a sociology of social problems: Social conditions, value-judgements, and social problems”, en Social Problems, t. 20, núm. 4 [1973], pp. 407-419.) A mí me parece que eso es simplificar demasiado, aunque desde luego que esas tesis parten de una gran verdad. El desarrollo social bajo el capitalismo ha dado ya en el último siglo ejemplos que contradicen el esquema clásico de la relación directa entre miseria y criminalidad: se ha visto cómo en períodos de empeoramiento económico disminuían las tasas de delincuencia, y asimismo se ha visto que las tasas de delito crecían más entre los ricos que entre los pobres.

    Y ya que estamos con la simulación de delito, me gustaría traer otro caso “curioso”: la autoinculpación de medio centenar de ciudadanos valencianos durante el pasado agosto, solidarizándose con los asaltos a supermercados perpetrados por el SAT en Andalucía. En lugar de denunciar la pobreza por los medios políticos y de agitación tradicionales, estas personas decidían poner una falsa denuncia, exactamente una autodenuncia, como forma “brillante” de protesta social. Me recuerda escenas tan conmovedoras como esa del Espartaco de Stanley Kubrick (1960) en la que Craso hace el último intento de identificar al rebelde comunista, y antes de que éste se entregue, uno por uno se levantan todos los esclavos gritando “¡Yo soy Espartaco!”. Una escena parecida, en un contexto menos cruel, es aquella de El Club de los Poetas Muertos (Peter Weir, 1989), en la que todos los chicos, menos uno, muestran su adhesión al profesor represaliado con el acto rebelde de subirse al pupitre y clamar el verso de Whitman a Lincoln, “¡Oh, capitán, mi capitán!” Esas escenas nos arrebatan cuando las vemos en el cine, como si fuesen imposibles por perfectamente trágicas, y sin embargo se dan a nuestro alrededor, aunque lamentablemente no con suficiente frecuencia.

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  8. Yo también creo que esa reducción del delito a oposición social, resistencia o defensa propia es parcial y simplista, a la vez que acertada en muchos aspectos. Y quizá también exagerada —pero podríamos conceder que la ciencia y el arte tienen, según decían Sweezy y Baran, la misión de exagerar, siempre que lo que se exagera sea verdad, como es el caso, y no falsedad. Yo diría que esa absurda y romántica identificación del outsider con un revolucionario social se ajusta muchísimo mejor a la criminología anterior a la II Guerra Mundial. Basta pensar en el universal ejemplo del Jean Valjean de Los miserables. Por cierto, en su informe sobre la Dactiloscopía comparada (1904), Juan Vucetich hace un par de referencias a casos reales de delitos comunes, el de la desde entonces célebre asesina Francisca Rojas, y el de la identificación de otro delincuente menor, con varias personalidades fingidas. Pero en el mismo lugar hay una referencia a “la lucha contra los anarquistas”, lema que en la época no suscitaba en un policía ninguna inquietud (de estar al servicio del capitalismo), sino que se entendía exactamente en el mismo sentido que la lucha contra el crimen común. Un poco de esta anacrónica concepción del delito la tenemos en los tertulianos de Intereconomía, habituados a presentar a sus enemigos sociales y políticos en términos criminológicos. Y esto nos lleva a concluir que todavía hay que asociar el concepto de delito, en gran parte, a una mistificación social: los tremendos daños sociales que perpetran los ricos no son un delito tipificado. Sin embargo, ya empieza a haber contestación suficiente, y se alzan voces reclamando la conceptuación y tipificación, por ejemplo, de los “delitos económicos contra la humanidad”. La descripción no me gusta, por eso tan abstracto y amorfo de “la humanidad”, pero hay que saludarla como un inicio de contestación crítica.

    Ahora mismo acabo de leer un mordaz artículo, como los que acostumbra, de Josep Maria Cuenca en La Lamentable (“Wert y la tentación metonímica”). En él dice, de pasada y a propósito del uso ideológico de la acusación de “violencia”: “En efecto, para quienes desean perpetuar el estado de cosas actual, las coerciones de un piquete de huelguistas o la resistencia pasiva de algún colectivo que se opone al desmantelamiento del estado social de derecho o a la salvación de la banca constituyen actos de violencia, al mismo tiempo que jamás admitirán el carácter violentamente despiadado que supone hacer pagar los crímenes financieros de bancos y especuladores a quienes no tienen ninguna responsabilidad en ello o que supone una reforma laboral anticonstitucional impulsada por el PP y apoyada por CiU, entre cuyos dirigentes, por cierto, no faltó quien objetó que le parecía una reforma moderada.”

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  9. Josep Maria Cuenca18 de octubre de 2012, 1:53

    Algunos comentarios a vuelapluma, a horas intempestivas y en un tonillo cercano al Carlo Maria Cipolla de "Allegro ma non troppo", un libro que adoro:

    1) El "mundo" de la delincuencia también está dividido en clases sociales, por lo que su proletariado carece del derecho a delinquir falsamente. Para ello hay que tener alguna propiedad o algún patrimonio sobre los que construir una falacia delictiva que acabe conduciendo a una indemnización... o a chirona (no confundir con Girona).

    2) Hipótesis: ante la actual tendencia a la proletarización mundial, quizá la prisión acabe siendo el único espacio en que permanezca inalterado el llamado Estado del Bienestar. Si así sucede, la mayoría de delicuentes propiciarán ser trincados cuanto antes. No es nada nuevo. Cuando a finales del siglo XVIII se construyó la célebre y cinematográfica cárcel de Kilmainham, en Dublín, muchos irlandeses que habían desoído las sugerencias dietéticas de Jonhatan Swiftt expuestas en una obrita de 1729 ("Una humilde propuesta para librar a los niños irlandeses de ser gravosos para sus padres o para el país, y para hacerlos beneficiosos para el público") se pusieron a delinquir delante de las comisarías, como aquel que dice, porque sabían que en la cárcel tendrían garantizado comer algo.

    Y 3) Como por lo que se ve, la ciencia delictiva (al igual que la otra) avanza que es una barbaridad, quizá nuestros Felippuigs i Ruizgallardones podrían planterase revigorizar la política de recompensas por capturar a delincuentes. Semejante medida, más que cualquier disposición del Código Penal, podría suponer un descenso significativo del número de delincuentes en activo. Principalmente porque aumentaría la autocaptura, es decir, que los chorizos se detendrían a sí mismos. De este modo cobrarían con toda seguridad y no correrían riesgo alguno. Aunque a corto o medio plazo es posible que la cuantía de las recompensas se vieran sujetas a recortes. El incremento gradual de estos recortes aproximaría la propuesta a una disfunción estructural, al tiempo que la hermanaría filosóficamente con una pintada antipinochetista frecuente en los muros de las ciudades chilenas, la cual decía: "Colabore con la policía: tortúrese".

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  10. Como sugieren las observaciones de Cosma y las de Josep Maria, así como la estadística y los hechos objetivos, es obligado invertir la tradicional y ya anacrónica relación del delito con la pobreza. Los ricos delinquen más. Pero todavía es cierto que esos delitos tipificados de las clases acomodadas que han sido computados no abarcan los latrocinios del gran capital. El Código Penal no los contempla más que en el caso de estafa en toda regla. Se puede procesar a los directivos de Enron o a los de Bankia por operaciones completamente ilícitas y fraudulentas, pero no se puede procesar en bloque a todo el capital financiero, que maquina guerras y arruina países enteros (un poco por lo mismo que ningún juez puede procesar a un gobierno por no garantizarle a un ciudadano su derecho al trabajo o a la vivienda, reconocido en la Constitución). Porque la estafa de los big business no es de orden legal, sino de orden social. Desde el punto de vista sociológico es evidente que toda la maquinaria social capitalista conduce inexorablemente a esa gran estafa y ese gran colapso que estamos padeciendo, y sólo un Estado socialista o dirigido por principios keynesianos podría ponerle freno.

    Pero los delitos comunes y tipificados los cometen también muchas personas que nada tienen que ver con el capital financiero internacional. ¿A qué clase pertenecen? ¿A la de los trabajadores más pobres o a la clase media? En particular, ¿quiénes son los que pueden cometer y cometen simulación de delito? Como sugiere Josep Maria, esto es algo que sólo pueden hacer los acomodados por encima de un mínimo. Las falsas denuncias de robos forman el grueso de este tipo de delitos, y su objetivo invariable no es otro sino el de conseguir la indemnización del seguro. Es evidente que no pueden ser los pobres quienes cometen este tipo de crimen: (1) porque hay que tener propiedades (joyas, vehículos, &c.) cuyo robo pueda ser denunciado, y (2) porque hay que tener además un seguro de dichas propiedades —o sea un gasto adicional. Las mercancías que con más frecuencia son objeto de esas falsas denuncias son teléfonos móviles de los caros. Y también hay que decir que, cuando la cuantía que se espera recibir como compensación traspasa ciertos límites, el cargo deja de ser el de simulación de delito para convertirse en el de estafa.

    Se atribuye la duplicación de la tasa de simulación de delito en el último año a la crisis económica, que evidentemente también golpea a la clase media, pero me parece, por lo expuesto, que no se puede asociar a la pobreza tout court. El tópico católico de la virtud intrínseca del pobrerío (“pobres pero honrados”) me parece irrebatible. Si el pobre traspasa la línea del crimen, generalmente no es por codicia ni por comodidad, sino por caso de fuerza mayor.

    Y vuelvo a aquello de que los muy ricos están en otros niveles, estratosféricos, a los que no alcanza jurisprudencia alguna (“el copetudo de riñón cubierto,/ pa quien no usa leyes ningún comisario”, como cantaba Cafrune). Sin embargo, aunque una cosa tan abstracta y útil, pero también tan incompleta como el Código Penal no sirva de momento para enjuiciar la conducta de éstos, no podemos negar que los conceptos jurídicos tienen una extensión natural en ese orden social desregulado. ¿Existe el equivalente social de la simulación de delito a gran escala? Me parece que sí, y que es bien palmario; el derecho que ha adquirido el gran capital financiero a dictar a los gobiernos de todo el mundo medias de austeridad diversas (recortes salariales, despido libre, desmantelamiento de la propiedad pública) proviene de un “argumento” equivalente a la simulación de delito, a saber: tiene que resarcirse por el daño que le hemos causado los trabajadores pródigos y pérfidos, que nos hemos aprovechado de su buena fe al concedernos créditos que ahora nos resistimos a devolverles. O sea que se presentan como las víctimas, para seguir siendo los amos y verdugos.

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