2 de octubre de 2012

La paradoja de la tolerancia

Alberto Luque

La paradoja de la tolerancia es bien conocida, aunque, como otras paradojas, quizá es poco y mal comprendida. Se parece a la paradoja del embustero o a la del escéptico radical. Estas paradojas tienen un sentido lógico-gramatical estricto, que es hasta cierto punto banal y sin verdaderas consecuencias reales, prácticas, como una simple broma. Pero al mismo tiempo tienen un sentido no literal, sino pragmático, real, social. En el primer sentido, de puro juego verbal, la paradoja del escéptico radical consiste en que afirma falsamente que debe dudarse de todo, pues entonces no puede dudarse de que hay que dudar de todo…
La paradoja se disipa simplemente atenuando el campo predicativo, y en lugar de decir “de todo” diremos “de casi todo”, o simplemente “de todo, excepto de que debemos dudar de cualquier otra cosa”, o algo por el estilo. En el sentido serio, pragmático o político, y hasta dramático, la paradoja del escéptico radical revela su imprudente negativa a discriminar grados de objetividad o veracidad entre los distintos tipos de proposiciones. Así, al emperrarse en que cualquier hipótesis es igualmente probable o dudosa, colocará la telequinesia al mismo nivel de crédito que el primer principio de la termodinámica, y obstaculizará la labor científica dando pábulo a toda clase de charlatanerías (cf. Mario Bunge, Diccionario de filosofía [1999], México–Buenos Aires, Siglo XXI, 2001, s.v. “Paradoja del escéptico”, p. 160). Hay, pues, dos niveles muy distintos en los que una paradoja —o una falacia— adquiere sentido: el nivel lingüístico, formal, en el que apenas vale más que como un juego inocuo de la lógica, y un nivel crítico, material, pragmático, en el que adquiere una indiscutible naturaleza social, política.
El del escéptico es un caso cumbre de paradójica tolerancia lógica. Pero la tolerancia no existe en lógica ni en matemáticas. La lógica y la matemática, en efecto, son las ciencias de la intolerancia. 2+2=4 siempre, incondicionalmente, sin discusión. La ingeniería ya necesita incorporar la noción de tolerancia, pero también bajo medida, de manera que el ancho ocupado por dos cojinetes de aproximadamente 2 cm de grosor no sea rigurosamente 4 cm, sino, digamos, 4,01. Así, diríamos que en asuntos prácticos, materiales, y no ideales como la geometría, puede suceder que el resultado de sumar 2+2 sea un cierto número x tal que 3,9<x<4,1. Pero aun en este terreno imperfecto de la praxis, si alguien pretendiera que 2+2=19, claramente habría traspasado el límite de tolerancia de la tolerancia.
Algunos enredos ideológicos con la tolerancia provienen de la polisemia de este término, y más en concreto del hecho de que la extensión de sus significados es por vía de figuración, metafórica. Extraigo algunas de sus definiciones del diccionario: “(a1) Diferencia consentida entre la ley o peso efectivo y el que tienen las monedas. (a2) Margen o diferencia que se consiente en la calidad o cantidad de las cosas o las obras contratadas o convenidas. (a3) Máxima diferencia que se tolera entre el valor nominal y el valor real en las características físicas y químicas de un material, pieza o producto. (a4) Capacidad del organismo para soportar dosis cada vez más elevadas de una droga en el uso continuado de la misma. (a5) Condición que permite a un organismo parasitado convivir con el huésped sin sufrir graves daños.” A este grupo de acepciones, de contenido técnico, que se refieren al consentimiento de una diferencia entre la norma o patrón ideal-exacto y la manifestación o modelo real-aproximado, o bien al grado limitado de alteración de sus condiciones óptimas de existencia que soporta un organismo sin ponerse en peligro, se le opone otro grupo de acepciones, de contenido social, también recogidas en el diccionario: “(b1) Respeto hacia las opiniones o prácticas de los demás, aunque no estén de acuerdo con las nuestras. (b2) Respeto de inmunidad política para los que profesan religiones distintas de la admitida oficialmente.” En la serie a de acepciones no cabe paradoja alguna, porque en ellas la tolerancia se define como una discrepancia limitada, medida, no indeterminada; no hay nada de contradictorio, anómalo o absurdo en la eficacia de un anillo de tolerancia (como el de la ilustración), en el significado de una tabla de tolerancias mecánicas, en un diagnóstico de intolerancia a la lactosa, &c. No ocurre esto en la acepción b1, debido a la indeterminación, a la falta de recorte o definición precisa de la naturaleza y límites de las opiniones o prácticas a que se refiere; la paradoja lógica es aquí tan fácil como en el caso del escéptico radical: si uno pretende que la tolerancia consiste en aceptar todas las opiniones ¿aceptará también, sin incurrir en contradicción, la opinión del intolerante? Pero plantear la cuestión de la paradoja en términos tan simples es casi un insulto a la inteligencia. Insisto en que el sentido en el que una paradoja se vuelve importante no tiene que ver con esa contradicción formal, sino con una contradicción sustantiva, social. En el terreno jurídico no se entiende por tolerancia la obligación paradójica de aceptar las opiniones de los demás, sino la de aceptar el derecho de todos a expresar sus ideas, y aun eso no sin serias restricciones. Porque, en principio, las opiniones —incluso las más descabelladas— no son delitos; a nadie nos puede dañar que alguien afirme creer en la inmortalidad del cangrejo, siempre que no pretenda obligarnos a darle la razón; los demás tenemos el mismo derecho a expresar nuestro escepticismo, o nuestra convicción de que la creencia en la inmortalidad del cangrejo (o el nacionalismo, o el creacionismo, o los mitos del liberalismo) es una brutal estupidez. Así que todo se aclara, aparentemente, con la introducción de una sencilla enmienda a la definición b1: la tolerancia no consiste en respetar “las ideas”, sino en respetar “el derecho a expresar las propias ideas”; pero eso es el derecho a discrepar, el derecho a oponerse a otras ideas; lo demás es comulgar, ya sea con ruedas de molino o con diminutas ostias.
Se trata entonces de si podemos tolerar que la tolerancia signifique b1, o sea la aceptación de cualquier idea o práctica de los demás. Es claro que no; debe imponerse un límite a la vez lógico (semántico) y pragmático, añadiendo: mientras no lastimen a las personas, violen los derechos, atenten contra la ley, &c. La descripción que da b2 es más precisa, y no se presta a paradoja; se trata de reconocer un derecho de expresión no delictivo, y nada más.
La tolerancia es un principio jurídico de las sociedades modernas. Tenemos en Voltaire a uno de sus más audaces defensores. Su Tratado de la tolerancia fue un valiente ataque contra el Infame, i.e. contra las religiones, las autocracias, las supersticiones, el fanatismo, en una palabra: contra la intolerancia. Jamás se les habría ocurrido a los ilustrados que en el siglo xviii albergaban tales ideas justicieras, que tolerancia pudiera llegar a significar lo contrario, el respeto al fanatismo y la sinrazón, al capricho, al misticismo y a la mentira, como pretende el hipócrita y el imbécil que se atienen a la llamada “corrección política”. Según ese lenguaje absurdo en que tolerancia significa “respeto a las opiniones” (N.B., a las “opiniones”, la doxa, no a la ciencia o a la verdad), resultará que los racionalistas deberemos definirnos como intolerantes, porque realmente lo somos, en el sentido de la serie a: no podemos tolerar la malicia y la mentira, del mismo modo que no podemos tolerar que en una cuenta salga 2+2=4,7, o del mismo modo que hay individuos que no toleran la lactosa; digamos que tenemos alergia a la estupidez.
Es entonces muy importante distinguir en las paradojas el plano de juego lógico, que a veces es enredoso o poco atrayente para quienes poseen una tenaz inteligencia práctica, del plano pragmático, en el que las cosas suceden con mucha más complejidad no estrictamente lógica. No creo que, cuando se describe un conflicto moral o social en términos de paradoja, su análisis tenga mucho ni poco que ver con los enredos de la erística, sino que se trata de dilemas que deben resolverse según un sentido de la prudencia que se sonríe de los formalismos que paralizan a los bobos. La célebre paradoja de Bertrand Russell sobre el conjunto de todos los conjuntos “normales” —o sea los que no se contienen a sí mismos— aparece ya bien tratada en el plano pragmático en el Quijote (segunda parte, cap. li), cuando a Sancho, hecho gobernador de la ínsula Barataria, donde se burlaban de él haciéndole pasar hambre con el fastidioso argumento de que la frugalidad aviva el ingenio, un forastero le planteó el siguiente dilema:
—Señor, un caudaloso río dividía dos términos de un mismo señorío (y esté vuestra merced atento, porque el caso es de importancia y algo dificultoso). Digo, pues, que sobre este río estaba una puente, y al cabo della una horca y una como casa de audiencia, en la cual de ordinario había cuatro jueces que juzgaban la ley que puso el dueño del río, de la puente y del señorío, que era en esta forma: “Si alguno pasare por esta puente de una parte a otra, ha de jurar primero adónde y a qué va; y si jurare verdad, déjenle pasar, y si dijere mentira, muera por ello ahorcado en la horca que allí se muestra, sin remisión alguna.” Sabida esta ley y la rigurosa condición della, pasaban muchos, y luego en lo que juraban se echaba de ver que decían verdad y los jueces los dejaban pasar libremente. Sucedió, pues, que tomando juramento a un hombre juró y dijo que para el juramento que hacía, que iba a morir en aquella horca que allí estaba, y no a otra cosa. Repararon los jueces en el juramento y dijeron: “Si a este hombre le dejamos pasar libremente, mintió en su juramento, y conforme a la ley debe morir; y si le ahorcamos, él juró que iba a morir en aquella horca, y, habiendo jurado verdad, por la misma ley debe ser libre.” Pídese a vuesa merced, señor gobernador, qué harán los jueces del tal hombre, que aún hasta agora están dudosos y suspensos, y, habiendo tenido noticia del agudo y elevado entendimiento de vuestra merced, me enviaron a mí a que suplicase a vuestra merced de su parte diese su parecer en tan intricado y dudoso caso.
A Sancho le costó un tanto y un cuanto captar la sutileza formal de la paradoja, pero en cambio la resolvió con una inteligencia mundana insuperable, frente a la que no puede nada ninguna triquiñuela sofística:
—Venid acá, señor buen hombre —respondió Sancho—: este pasajero que decís, o yo soy un porro o él tiene la misma razón para morir que para vivir y pasar la puente, porque si la verdad le salva, la mentira le condena igualmente; y siendo esto así, como lo es, soy de parecer que digáis a esos señores que a mí os enviaron que, pues están en un fil las razones de condenarle o asolverle, que le dejen pasar libremente, pues siempre es alabado más el hacer bien que mal, y esto lo diera firmado de mi nombre si supiera firmar, y yo en este caso no he hablado de mío, sino que se me vino a la memoria un precepto, entre otros muchos que me dio mi amo don Quijote la noche antes que viniese a ser gobernador desta ínsula, que fue que cuando la justicia estuviese en duda me decantase y acogiese a la misericordia, y ha querido Dios que agora se me acordase, por venir en este caso como de molde.
Permitidme que ponga aún otro ejemplo jocoso de cómo el buen entendimiento se ríe de quienes con un exceso de dialéctica pretenden que nos chupemos el dedo. Un joven había podido estudiar en la universidad gracias a la generosidad de su abuelo; tras el primer año de estudios volvió por vacaciones y fue a visitar a su benefactor, que le preguntó acerca de lo que había aprendido. “He estudiado lógica”, le respondió el muchacho. “¿Qué raza de animal es ésa?”, exclamó el anciano. “Te lo mostraré enseguida. Pon atención. En este plato —explicó el nieto— ves aún tres pastelitos; pues bien, te demostraré que en realidad hay seis.” “¿Cómo es posible?”, se admiró el abuelo. “Es muy fácil y claro: quien tiene tres pastas también tiene dos, y quien tiene dos tiene también una; tres más dos más una hacen seis, como sabe cualquier niño, de donde se deduce: quien tiene tres pastas tiene también seis.” El viejo, asombrado e irónico, le respondió sonriendo: “Veo, queridísimo nieto, que no he gastado en vano mi dinero; y ahora dividamos las pastas como buenos hermanos: yo me cojo estas tres pastas y tú te puedes comer las otras tres pastas lógicas.”
Las paradojas de la tolerancia y del escepticismo radical se parecen también a la falacia de la libertad ilimitada, que sólo puede ser pragmáticamente resuelta imponiendo una indiscutible restricción moral, como explicaba Sartre o aprendemos en el Código Civil suizo, que en su artículo 27 afirma que “nadie puede renunciar a su libertad o limitarla hasta un punto que viola la ley o la moral”; así, resulta absurdo, moral o jurídicamente, hablar de la libertad de suicidarse o la de cometer un crimen cualquiera. Se trata de evitar una paradoja lacerante, de modo que no sea posible que nadie tenga la libertad de renunciar a la propia libertad (pese a que eso es lo que con más frecuencia ocurre en el desarrollo de la humanidad, por más que, con toda razón, le pareciese abominable a Étienne de La Boétie cuando escribió en 1576 su Discurso sobre la servidumbre voluntaria).
Karl Popper se refirió a la paradoja de la tolerancia al mismo tiempo que discutía las paradojas de la libertad absoluta y de la democracia:
Menos conocida es la paradoja de la tolerancia: la tolerancia ilimitada debe conducir a la desaparición de la tolerancia. Si extendemos la tolerancia ilimitada aun a aquellos que son intolerantes; si no nos hallamos preparados para defender una sociedad tolerante contra las tropelías de los intolerantes, el resultado será la destrucción de los tolerantes y, junto con ellos, de la tolerancia. Con este planteamiento no queremos significar, por ejemplo, que siempre debamos impedir la expresión de concepciones filosóficas intolerantes; mientras podamos contrarrestarlas mediante argumentos racionales y mantenerlas en jaque ante la opinión pública, su prohibición sería, por cierto, poco prudente. Pero debemos reclamar el derecho de prohibirlas, si es necesario por la fuerza, pues bien puede suceder que no estén destinadas a imponérsenos en el plano de los argumentos racionales, sino que, por el contrario, comiencen por acusar a todo razonamiento; así, pueden prohibir a sus adeptos, por ejemplo, que prestan oídos a los razonamientos racionales, acusándolos de engañosos, y que les enseñen a responder a los argumentos mediante el uso de los puños o las armas. Deberemos reclamar entonces, en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes. Deberemos exigir que todo movimiento que predique la intolerancia quede al margen de la ley y que se considere criminal cualquier incitación a la intolerancia y a la persecución, de la misma manera que en el caso de la incitación al homicidio, al secuestro o al tráfico de esclavos. [La sociedad abierta y sus enemigos (1962, 5ª ed. 1966), Barcelona, Paidós, 2006, p. 585.]
Estas palabras de Popper son muy justas, pero siguen dejándole a uno la sensación de no haber profundizado en nada, de haberse quedado en la superficie de las cosas, en un planteamiento puramente abstracto que apenas impide que en la vida práctica las cosas sigan un curso ajeno a esa geometría moral, incluso cuando formalmente se cumplan esas restricciones jurídico-racionales a que se refiere Popper. Aunque sin duda son ya una buena corrección clarificadora sobre el verdadero sentido de la tolerancia, insisto en que me parecen todavía banales. Propongo la siguiente reflexión.
Nuestras más generales y filosóficas nociones del derecho tienden a ser más consecuencialistas que intencionalistas, sin anular completamente la pertinencia de estas últimas en muchos casos. Creemos que en general debe castigarse una falta por sus consecuencias reales, según el daño real causado, y no según las intenciones. Si alguien ha deseado intensamente asesinar a un vecino, pero no lo ha conseguido, está claro que no le condenamos por asesinato; si lo ha procurado fehacientemente, se le condenará en todo caso por “intento de asesinato”, y aquí la intención juega un papel primordial no como fenómeno puramente mental, sino como el conjunto de operaciones materiales y efectivas, por más que hayan sido frustradas, que constituyen un hecho jurídico objetivo a dirimir. En otros casos, la intención no es el hecho manifiesto, objetivamente revelado por actos que no se explican de otro modo, sino más bien un factor latente. Atropellar accidentalmente a alguien no es un homicidio, porque desde luego no es voluntario, por definición de “accidental”; no obstante, atropellar, a secas, a alguien sí puede ser un homicidio, aun cuando “parezca” involuntario; sólo una indagación exhaustiva de los hechos podrá determinar si en verdad lo fue o no. Supongamos que un químico que trabaja en la búsqueda de un carburante más eficaz acaba produciendo uno que, tras un tiempo de ser probado, se revela causante más o menos directo de una neumonía que acaba con la vida de miles de personas. Lo reconoceremos como un error, un efecto indeseado, casual, no impugnable. Así que en este caso invocamos la intención como causa exculpatoria. Pero supongamos ahora que un científico malvado trabaja secretamente en la elaboración de un virus que causaría la extinción de miles de personas, y que, por un error casual, le sale una vacuna contra el SIDA. Lo normal será que se le conceda el premio Nobel y se le tributen todos los honores de un benefactor de la humanidad. En este caso, la intención serviría, de ser conocida, como causa de repudio y de condena. Pero estos casos hipotéticos son del mismo tipo banal-ideal de los que he apuntado más arriba como inútiles para la vida real. Así que pondré un caso más vívido y complejo.
Si yo deseo la muerte de otro, eso no me convierte en delincuente, aunque desde luego pueda ser moralmente juzgado como una mala persona por algunos (particularmente por los amigos del sujeto de mis antipáticos deseos). Y ni siquiera seré culpable si el sujeto en cuestión muere casualmente, o a manos de otro, mientras yo lo deseaba —como le ocurría al personaje del filme de Buñuel La vida criminal de Archibaldo de la Cruz. Ahora bien, supongamos que quien pronuncia públicamente las terribles palabras “Me gustaría verle muerto” es un líder político islamista respetado por los miembros de Al-Qaeda. Dado que él mismo, como todos, sabe que hay miles de secuaces dispuestos a convertir sus deseos en realidad, si asesinan a ese hombre ¿podremos atribuir a este personaje público parte de la responsabilidad? Quizá haya quien lo niegue, aferrándose a una límpida e imperturbable fe en el principio consecuencialista, según el cual la voluntad por sí misma no comete delito. Pero yo creo que en este caso la expresión de la voluntad es ya una manifestación objetiva, un acto social imprudente, y que es justamente por sus consecuencias por lo que se convierte en delito. Y si yo estuviera en lo cierto, estaríamos ante un caso en que la tolerancia, entendida correctamente como el derecho a manifestar opiniones personales, deseos o lo que sea, no podría invocarse como eximente. En todo caso, me parece que un ejemplo como éste, mucho menos imaginario o ideal de los que se suelen poner, ayuda a comprender algo mejor la complejidad y la importancia vital de un tema como este de la paradoja de la tolerancia.
Leo en una Web católica (www.churchforum.org) una muy torcida interpretación del asunto. El argumento conduce al piadoso opinante a la conclusión de que ninguna universidad debe admitir entre sus profesores a ningún “joven racista, abortista o intolerante hacia las personas de otras religiones o de ideas distintas a las suyas”. Bueno, si uno es racista, abortista o anticlerical, tiene ideas tan discutibles como las de un católico, un misántropo o un nacionalista. Tener esas ideas no implica que no respete a las personas, sino que no respeta, porque en buena ley no está obligado, las ideas de otras personas. Si ofende a otras personas con actos punibles, serán las autoridades judiciales quienes hayan de castigarle, no las académicas. Quienes profesan ideas democráticas o cristianas también pueden cometer crímenes, y también a ellos se les juzgará por éstos, no por sus ideas. En el filme Senderos de gloria (Stanley Kubrick, 1957), el coronel Dax (Kirk Douglas) pronuncia esta hiriente frase: “Me avergüenzo de pertenecer a la raza humana.” Freud escribió una vez a Pfister: “Confieso haber hallado muy poco bien entre los hombres. Por lo que he llegado a saber de ellos, en su mayoría no son más que escoria, tanto si apelan a tal o cual doctrina ética como si no reconocen a ninguna.” Este diogenismo se expresa con el más honesto y zahiriente desprecio a las ideas de muchos, ya sean mojigatos, ingenuos, hipócritas o de otras clases más dignas. Pero ¿quién podría desacreditar académicamente a Freud, y quien pondría esa desmoralización del coronel Dax como prueba de su incompetencia militar?
Un racista puede muy bien no ser admitido a una cátedra universitaria si lo que presenta en la oposición es una defensa del Mein Kampf; tampoco lo será un católico que se presente con una defensa del Catecismo de la Iglesia Católica. No serán admitidos porque todo eso es ideología, no ciencia; serán rechazados como intelectualmente incompetentes. Pero si uno presenta un análisis científico de los argumentos a favor y en contra de la pena de muerte o del aborto, del desarrollo histórico de las controversias que los envuelven, y si su análisis es más esclarecedor y profundo que el de otro candidato, será bueno tomarlo como profesor, con independencia de si él mismo es partidario o contrario a la pena de muerte o al aborto. Lo mismo si presenta un análisis psicológico, filosófico o socio-histórico del nacionalismo, de la religión, del racismo, de la monarquía, del darwinismo o de lo que sea.
Si a un profesor de sociología se le ocurriese la peregrina idea de que la mitad de sus clases han de consistir en oír y analizar las sinfonías de Chaikovski, creo que debería dejarse que ensayase ese experimento; y si el resultado, tras un lapso prudencial, es que sus alumnos se vuelven unos buenos musicólogos, pero son incapaces de explicar el origen y evolución de las estratificaciones sociales, o conceptos como ambivalencia, correlación, histograma, matrilinealidad, opinión pública, tecnocracia o feudalismo, entonces se vería naturalmente obligado a cesar en su vano empeño de innovación pedagógica. Pero en ningún caso podría invocarse en su contra, como hace ese ignaro beato de Churc Forum (Una, Santa, Católica y Apostólica Iglesia), el tipo de convicciones morales a que adhiriese. (Y, por cierto, una educación científica exige el análisis antropológico, histórico y lógico de las religiones, lo que indudablemente equivale al ateísmo; un católico respetuoso de la vida, la libertad y todo eso puede ser un buen ciudadano y un pésimo profesor, si se empeña en enseñar la doctrina creacionista.)
Antes he dicho que, si se nos condena a no hablar más que el rastrero idioma de la hipocresía común, donde cada palabra significa lo contrario de lo que debería significar, o bien lo que a cada cual le venga en gana (como en la “nevlengua” de 1984 o en los delirantes argumentos de Humpty Dumpty), no tendremos más remedio que confesar que somos intolerantes e impacientes. Os dejo con un conmovedor poema de Bertold Brecht que explica la parábola de Buda y la casa en llamas, y que cada uno haga sus reflexiones:
Gautama, el Buda, enseñaba la doctrina de la Rueda de los Deseos, a la que estamos sujetos, y nos aconsejaba liberarnos de todos los deseos para así, ya sin pasiones, hundirnos en la Nada, a la que llamaba Nirvana. Un día sus discípulos le preguntaron: “¿Cómo es esa Nada, Maestro? Todos quisiéramos liberarnos de nuestros apetitos, según aconsejas, pero explícanos si esa Nada en la que entraremos es algo semejante a esa fusión con todo lo creado que se siente cuando, al mediodía, yace el cuerpo en el agua, casi sin pensamientos, indolentemente; o si es como cuando, apenas ya sin conciencia para cubrirnos con la manta, nos hundimos de pronto en el sueño; dinos, pues, si se trata de una Nada buena y alegre o si esa Nada tuya no es sino una Nada fría, vacía, sin sentido.” Buda calló largo rato. Luego dijo con indiferencia: “Ninguna respuesta hay para vuestra pregunta.” Pero a la noche, cuando se hubieron ido, Buda, sentado todavía bajo el árbol del pan, a los que no le habían preguntado les narró la siguiente parábola: «No hace mucho vi una casa que ardía. Su techo era ya pasto de las llamas. Al acercarme advertí que aún había gente en su interior. Fui a la puerta y les grité que el techo estaba ardiendo, incitándoles a que salieran rápidamente. Pero aquella gente no parecía tener prisa. Uno me preguntó, mientras el fuego le chamuscaba las cejas, qué tiempo hacía fuera, si llovía, si no hacía viento, si existía otra casa, y otras cosas parecidas. Sin responder, volví a salir. Esta gente, pensé, tiene que arder antes que acabe con sus preguntas. Verdaderamente, amigos, a quien el suelo no le queme en los pies hasta el punto de desear gustosamente cambiarse de sitio, nada tengo que decirle.» Así hablaba Gautama, el Buda. Pero también nosotros, que ya no cultivamos el arte de la paciencia sino, más bien, el arte de la impaciencia; nosotros, que con consejos de carácter bien terreno incitamos al hombre a sacudirse sus tormentos; nosotros pensamos, asimismo, que a quienes, viendo acercarse ya las escuadrillas de bombarderos del capitalismo, aún siguen preguntando cómo solucionaremos tal o cual cosa y qué será de sus huchas y de sus pantalones domingueros después de una revolución, a ésos poco tenemos que decirles.

5 comentarios:

  1. No puedo estar más de acuerdo con lo que expones, pero me ha sorprendido ese poema final con el que abruptamente acabas “para que cada quien saque sus conclusiones”. Al alegato de Brecht puede que muchos no estén dispuestos a concederle más que un sentido contextual, sólo como actitud crítica propia de una época en que ponerse a hacer cábalas filosóficas era pura cobardía o pura pusilanimidad, un estúpido perder el tiempo cuando había una necesidad imperiosa de actuar contra el fascismo. Aunque la moraleja puede fácilmente generalizarse, no siempre es tiempo para actuar impacientemente, también hay momentos en que hay que pararse a reflexionar (como dice el Eclesiastés: un tiempo para cada cosa). Pero no es esto lo que me interesa discutir, sino el repentino cambio de tercio que, tras un análisis de la tolerancia, propone una reflexión sobre la paciencia.

    Confieso que no se me ocurre nada profundo: veo que uno de los sentidos —pero no el único— de la tolerancia es muy cercano al de paciencia o templanza (como cuando un padre se ver obligado a ser paciente con la rebeldía de un niño, o sea a tolerar en su conducta algo más de lo que desearía, aunque no deje de censurarle). ¿Has querido sugerir que los que apelan a la tolerancia en el sentido absurdo de aceptar todas las opiniones son pusilánimes? ¿Que juegan el mismo papel que esos bobos incapaces de sentir cómo arde el suelo bajo sus pies? Yo lo creo también así, en parte, pero me parece que el concepto de tolerancia mal entendido no basta, no es lo único que describe el temperamento pusilánime, que también se compone de miedo, de egoísmo, de resentimiento… Todo esto emponzoña el lenguaje, y vuelve incomprensibles para la mayoría las más importantes nociones de la ética; la de humildad, por ejemplo, como tú mismo discutías hace unos días en tu entrada “¿Qué pintan los sentimientos?”, citando a Lewis.

    Haces una muy interesante distinción entre el carácter trivial que tienen las paradojas cuando no pasan de un juego erístico y cuando se trata de paradojas pragmáticas, de contenido y consecuencias sociales. Quiero proponer otro modo de dividir, a su vez, el sentido pragmático de la paradoja de la tolerancia: cuando se trata de un alegato individual y cuando es invocada por representantes de grupos sociales. Si un solo individuo idiota quiere defenderse de una crítica llamando intolerante o soberbio a su crítico, es cosa simplemente de ignorarlo. Pero cuando el lema de la tolerancia se usa con el propósito de acallar las protestas contra las prácticas colectivas (digamos del clero, de la banca, de los nacionalistas, de los echadores de cartas…), entonces no podemos ignorar ese discurso por idiota, porque aunque sea formalmente igual de absurdo que en el caso individual, no carece de significado, y responde perfectamente a una cierta “inteligencia” social, o sea a un conjunto coherente de intereses y propósitos.

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  2. Como a Saul, también a mí me ha producido un choque emocional el poema de Brecht, aunque ya lo conocía. Puesto en contraste con el análisis de la tolerancia, se me hace más claro el sentido —quizá dialéctico, quizá solamente grotesco— de esa peripecia que conduce de la lucha ilustrada por la tolerancia como resguardo de la libertad de crítica (contra la censura, la tutela eclesiástica, etc.) a su contario, la protección de la charlatanería. Hubo un tiempo en que la tolerancia era el caballo de batalla de la ciencia, y ahora parece haberse convertido en un lema hipócrita de los que finalmente han sido críticamente descreditados. Es bajo esa forma de inversión histórica como yo concibo la paradoja de la tolerancia. Los místicos, los charlatanes, los ideólogos de toda laya tienen ahora muy a mano esa falsa disculpa que consiste en compararse con los campeones de la ciencia en el pasado, los Copérnicos y los Galileos, diciendo que son injustamente atacados por una sociedad intolerante que no les comprende, etc. Reclaman “comprensión” y “tolerancia”, lo que quiere decir que nadie ose hacerles objeciones ni censuras, ni mucho menos obstaculizar sus propósitos, como por ejemplo reclama el gánster Sheldon Adelson al Estado español para que le permita montar sus garitos en nuestro país.

    Encuentro muy oportuna la distinción que expone Saul: una cosa es la paradójica estupidez del individuo incapaz de tolerar la censura, y otra la “inteligente” estrategia de los grupos sociales que buscan inmunidad con el chollo de la tolerancia.

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  3. Esa distinción entre el sentido individual y el social de una apelación a la “tolerancia” me parece tan oportuna como se lo parece a Cosma, pero no estoy seguro de que sea fácil de establecer en todos los casos. No está clara la frontera lógica o semántica en que los argumentos de un individuo pasan de incumbirle sólo a él y a su idiotez, a tener un sentido social. El prepotente Artur Mas arremetía hace unos días en el Parlament de Cataluña contra Albert Rivera con un discurso semejante al de quienes se ofenden de toda censura y, en lugar de discutirla, insinúan que sus oponentes no tienen derecho a realizarla; le trató con un infame desprecio, riéndose de que pretendiera representar a los ciudadanos catalanes cuando su partido sólo disponía de tres escaños, lo que —añadió con sorna— le impedía disponer de más tiempo para explicarse en la cámara; Mas se mostró muy indignado con lo que juzgó un exceso de soberbia y de impertinencia, léase de “intolerancia”. Rivera le contestó valientemente preguntándole si era capaz de despreciar las opiniones de 120.000 de sus propios votantes del mismo modo que lo hacía con los de Ciutadans. A lo que voy es a esto: ¿Hay que juzgar la retórica de Mas como un caso de idiotismo que podemos “simplemente ignorar” como insuficiencia personal, o representa también la estrategia “inteligente” de la clase a que representa? Tratándose de un líder político, parece fácil concluir lo segundo, pero ¿qué ocurre cuando esas absurdas protestas las realiza alguien que no pincha ni corta nada en las decisiones políticas, pero es un votante o simpatizante y “hace suyos” los propósitos de ese grupo, incluso cuando objetivamente le perjudican? ¿Cómo deberíamos tratar a ese individuo, como alguien a quien debemos ignorar por su incompetencia dialéctica o como a un representante de una cierta “inteligencia” social? Y además, está el hecho de que aun representando explícita e institucionalmente a un conjunto social, un líder puede expresar opiniones estúpidas de un modo que sólo le incumben a él; quiero decir que, a pesar de que exista toda una lógica de intereses objetivos o inteligencia social que funda sus ideas, puede que el líder en cuestión no sea capaz de defenderlas con mejor dialéctica que la de un paleto; y tampoco en ese caso podríamos concluir que la estrategia de su grupo sólo se base en la estupidez.

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    1. Sí, en efecto, la frontera entre lo idiótico-personal y lo socialmente significativo es lábil y no está clara en muchos casos, como dices; yo incluso admitiría que no lo está nunca (porque hasta las perturbaciones mentales más peculiares, al estar mediatizadas por el genotipo y expresarse también en parte en el lenguaje común, son ya necesariamente sociales, y recíprocamente, porque cualquier acción o doctrina social es también, ineludiblente, la de unos individuos). Aun así, me parece útil y esclarecedor intentar separar ambos sentidos ideal o analíticamente, y por cierto, tu observación sobre esa borrosa frontera, con los casos expuestos del líder torpe y del secuaz inconsciente, me parece ya una buena forma de distinguirlos, aunque sea, paradójicamente, señalando su confusión.

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  4. He olvidado antes contestar a la cuestión de la, en verdad “abrupta”, relación que he sugerido entre el tema de la tolerancia y el de la paciencia —ambas entendidas de manera tergiversada. Y es que yo también tengo que confesar que no se me ocurre nada más profundo que lo que dice Saul. No siempre consigue uno ser diáfano y coherente; me pareció un buen tema para pensar, sin que yo mismo lo hubiese meditado mucho. Simplemente se me ocurrió que esa tergiversación del sentido de la tolerancia que la convierte en una paradoja pragmática es de tal modo irritante que muy bien puede producir en los racionalistas una sana reacción de impaciencia. ¿A qué viene toda esa verborragia a favor de la tolerancia de lo descabellado —y lo veladamente amenazante? “Nada tenemos que decirles” a esos falsos paladines de la concordia y el entendimiento: deseamos acabar con toda esa corrupción de la vida social que “los bombarderos del capitalismo” están arrojando contra nosotros; no queremos “comprender” ni “dialogar” con esos proyectiles y parapetos disfrazados de “tolerancia”… ya sean individuales o colectivos. Pensaba algo así, todavía deslavazado, todavía impaciente…

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