8 de octubre de 2012

Pensar, crear, resistir: las armas de Deleuze

Xavi López

Gilles Deleuze como Lamennais en George qui?
(Michèle Rosier, 1973).
I would prefer not to“ (preferiría no hacerlo). La frase de Bartleby, que hoy día está ya algo manoseada, representa bien todo lo que fascinó a unos pocos estudiantes de filosofía de la segunda mitad de la década de 1990 en el pensamiento de Deleuze, especialmente de su valoración de las artes. La frase ponía sobre la mesa el problema del estilo, algo que suele preocupar mucho a los jovenzuelos narcisistas, aunque no sólo a ellos. En el “Bartleby de Deleuze” esos estudiantes, de los que yo formaba parte, no veíamos al rebelde metafísico nietzscheano, sino algo distinto; era una fórmula cargada de frescura, alejada de las lecturas heideggerianas de Nietzsche que venían de Italia (Vattimo) y de las teologías encubiertas (Lévinas). El modelo del rebelde en Deleuze era alguien totalmente ajeno al mundo intelectual: el escapista, el funambulista o el acróbata, el clown, es decir, un tipo de artista, pero también el nómada que borra tras de sí sus propias huellas, o incluso la Pantera Rosa, que pinta de rosa el mundo para así hacerse imperceptible. Cierta dosis de inocencia era fundamental en esos personajes. Eran una afirmación de la vida a través del juego, a través de la actividad artística, y se oponían, casi sin saberlo, al resentimiento, a la angustia que identificábamos no sólo con la imagen burguesa del mundo, sino también con la conciencia militante obrera, seria, sin humor, culpabilizadora.
De entre los pocos que leíamos a Deleuze habíamos algunos que nos dedicábamos a las actividades artísticas, y puede decirse que Deleuze fue nuestro polifacético gurú. Sobre todo para los que pretendíamos escribir literatura o algo que se le pareciese. Deleuze hablaba en sus libros de todo un mosaico de autores, en especial anglosajones, desconocidos o mal conocidos por nosotros. A través de sus libros llegamos a Moby Dick, Pierre o las ambigüedades o Bajo el volcán de Lowry, pero también a Dos Passos, D.H. Lawrence, Fitzgerald… En la literatura norteamericana Deleuze había encontrado una vía de escape respecto de la Vieja Europa, cuyas grandes geografías filosóficas habían sido Grecia y Alemania (y a griegos y alemanes podía reducirse casi por entero, con raras excepciones, la plantilla de profesores del departamento de la UAB). Había visto en Melville su propio proyecto filosófico: el restablecimiento de la unidad entre lo inhumano y lo humano, un intento de racionalización del viejo panteísmo. En 1968 Deleuze había escrito una breve historia del panteísmo en uno de los capítulos de Spinoza y el problema de la expresión, que se remontaba al neoplatonismo cristiano; puede afirmarse que él mismo, como filósofo de la inmanencia, se insertó ya desde entonces en esa tradición secular y mal comprendida. Pero no sólo eso, pues Deleuze vio en Melville la quintaesencia del artista: “Los artistas son como los filósofos… tienen a menudo una salud precaria y demasiado frágil, pero no por culpa de sus enfermedades ni de sus neurosis, sino porque han visto en la vida algo demasiado grande para ellos, y que los ha marcado discretamente con el sello de la muerte”. Melville “es un vidente, alguien que deviene”, que se transforma y hace transformar a sus personajes (y la Ballena Blanca también es un personaje, igual que el Océano). La literatura, para Deleuze, está llena de esas transformaciones que él llama devenires. El capitán Ahab no se parece a la Ballena, ni tampoco la imita. Melville crea una zona de indeterminación entre el hombre y la ballena, “un punto en el infinito que antecede inmediatamente a su diferenciación natural”. Esas zonas de indeterminación, llamadas devenires, escapan a la diferenciación de los géneros, de los sexos, órdenes y reinos. Y es que en Deleuze se trata siempre de metafísica, una metafísica de la inmanencia radical que no deja lugar a hipóstasis trascendentes, que las considera meras mixtificaciones. Ahí reside su entronque con la Ilustración, y aquí el arte tiene un papel principal. La literatura universal es un pozo de imágenes donde los géneros y las clasificaciones se disuelven: hay un devenir-héroe de don Quijote, un devenir-asesino de Raskólnikov, un devenir-drogadicto en Thomas De Quincey, un devenir-animal en Gregor Samsa; hay un devenir-burgués de Julien Sorel, que sería el mismo devenir en el que entran Manolo Reyes, el Pijoaparte, de Juan Marsé, o Jay Gatsby, de Fitzgerald, un devenir que no se cumple nunca porque “el burgués” es el mundo del ser, de las clases fijas e inamovibles. Aunque luego todo vuelva a la “normalidad”, como suele ocurrir en el realismo, a las clasificaciones indignas, algo ha sucedido en las novelas: por unos momentos el mundo ha perdido su vulgar consistencia y los seres se han mirado cara a cara, como iguales. Ese efecto de “desterritorialización” (vocablo propio de un trabalenguas) es, según Deleuze, esencial al arte literario. Los críticos que hacen de él un detractor del realismo no llevan razón: en las novelas siempre pasa algo, aunque las cosas regresen al estado en el que estaban antes. El realismo sería el arte que, tras alcanzar el devenir, muestra las fuerzas que lo bloquean, que impiden su desarrollo (determinismo, pensamiento reaccionario, sociedad de clases).
Pero el devenir también aparece en el estilo. Una novela es un compuesto material (hecho de palabras y sintaxis, legible) que perdura más allá de la subjetividad de su autor. Ésta ha debido ser en cierto modo abandonada para crear el estilo: “No se escribe con recuerdos de la infancia, sino por bloques de infancia que son devenires-niño del presente.” De ahí la dosis de inocencia que apuntaba más arriba. Quizás al grupo de “rebeldes” deleuzianos habría que añadir al niño, como ocurre en Nietzsche. Pero volvamos al estilo. El arte literario anima la escritura de Deleuze, que en ocasiones plantea serias dificultades al lector. Sin embargo, hay un estilo propio y una claridad hecha a base de insistencia y tesón a través de todas sus obras, lo cual no ocurre en el caso, por ejemplo, de Derrida, y sí en el caso de Walter Benjamin. Deleuze es, en ocasiones, casi un poeta que inventa palabras y encuentra simetrías; se sirve de un tipo de sustantivación relativa que no tiene que ver con la sustantivación heideggeriana del verbo Ser, que lo convierte casi en una sustancia trascendente al modo escolástico. En Deleuze es el devenir el que está sustantivado, pero como digo, de forma relativa, nunca total: “un” devenir-niño, “un” devenir-animal, hay que entenderlos como acciones que están pasando, casi como gerundios, y sin embargo algo de consistencia guardan, la suficiente como para poder hablar de ellos; según José Luis Pardo, el gran desafío de Deleuze fue “pensar en lo que está cambiando, en nuestro devenir-otro”. Deleuze traza extraños paralelismos entre los seres. Valga de ejemplo la célebre explicación de la avispa y la orquídea: ambos seres se ven atrapados en un devenir conjunto, por el cual el animal, la avispa, asegura la reproducción del vegetal, la orquídea, en un caso evidente de lo que los etólogos llamarían simbiosis, un fenómeno por el que Deleuze siempre se interesó y que introdujo en sus reflexiones.
En fin, arte literario como expresión y como fuga, un medio en el que se realiza la metafísica de la inmanencia. Es cierto que Deleuze no habla casi del realismo, y sí de las vanguardias históricas y de los escritores outsiders, pero sus escritores predilectos nunca fueron los vanguardistas, ni los underground, por mucho que se interesase por ellos. Es algo que frecuentemente olvidan sus críticos y también sus apólogos. Deleuze adoró a Melville, a Fitzgerald, a Henry Miller, Virginia Woolf, Emily Brönte, Balzac, Zola… Pero sus gustos, controvertidos como le ocurría con las demás artes, no obstaculizaron jamás su voluntad exploradora, su respeto por escritores menores o experimentales, aun a riesgo de caer en el esnobismo. Leyó y escribió sobre Lewis Carroll y sobre Antonin Artaud, se empleó a fondo con el trascendentalismo americano y la literatura maldita, y sin embargo sus obsesiones siempre fueron las mismas: Ahab y la Ballena Blanca, un conjunto por el que supo transmitir su fascinación. Se interesó también por las literaturas menores (véase el libro Kafka: Por una literatura menor, de 1975, en colaboración con Guattari), por los registros orales y las escrituras en “lenguas extranjeras en su patria”: Kafka escribiendo en alemán o el caribeño Édouard Glissant en francés. Con seguridad se habría interesado por el extraño fenómeno de la literatura catalana escrita en castellano, en autores como Juan Marsé o Francisco Casavella. El mismo Deleuze se “desterritorializará” como escritor, durante sus largas y fructíferas colaboraciones con Félix Guattari.
Respecto de las otras artes, Deleuze priorizaba una u otra según adónde le llevara la reflexión. Mil mesetas (1980) aborda por primera vez el problema del arte desde “el animal”, que a partir de entonces tendrá una gran importancia en su obra, como revela una ojeada a todas las monografías escritas sobre su pensamiento. Aquí no se trata sólo de las zonas de indeterminación que hemos visto en Melville, como devenires entre el hombre y el animal. Tras largos estudios de etología, Deleuze y Guattari concluían que el animal que delimita un terreno y construye un refugio está haciendo arte; desde este punto de vista, la arquitectura es la primera de las artes, en un sentido cronológico y ontológico. Un niño se refugia debajo de una sábana para conjurar el miedo a la oscuridad, y se ayuda para ello de la repetición del mismo fragmento de música, el ritornelo, audible también en el canto de los pájaros. En esas dimensiones profundas de la existencia sobre la Tierra, zoológica y geológica, en los repliegues de la psique, en las demostraciones de fuerza de algunos animales curiosos, encuentran Deleuze y Guattari las matrices del arte, en especial de la música (también de la música contemporánea, empezando por Webern y Messiaen) y la arquitectura. Ya en solitario, Deleuze regresa un año más tarde, en su Lógica de la sensación (1981, sobre el pintor Francis Bacon), hacia un nietzscheanismo de las fuerzas vitales, viendo en las figuras derramadas y retorcidas de la pintura de Bacon una expresión de las potencias inmanentes de la vida, anteriores a la diferenciación individual en cuerpos y almas.
La creatividad está en el corazón de la filosofía de Deleuze. La naturaleza misma es creación, arte. Es la filosofía misma (que no tiene nada de “suprema”) la que está condicionada por la creatividad: es la actividad de crear conceptos. El libro ¿Qué es la filosofía? (1991), también escrito en colaboración con Guattari, fue publicado a contracorriente, cuando la disciplina del pensamiento perdía importancia en los institutos y se atrincheraba como heideggerismo o filosofía analítica en los departamentos, o se había convertido en “deconstrucción” en las universidades de Estados Unidos. Y la deconstrucción, para Deleuze, con todos sus vástagos “post-”, no era más que el decreto de autoculpabilización de Occidente, una de las variadas formas del resentimiento. Corría asimismo un momento delicado en la economía, cuando la “mercadotecnia”, la publicidad, los yuppies y las empresas piramidales (otras tantas herramientas del neoliberalismo que poco después llegarían a España) se arrogaban el derecho a “crear conceptos”. Es un libro, pues, inseparable de su circunstancia, aunque su pretensión apunte a lo universal. Ejercicio de estilo y declaración de principios (“los conceptos no están dados, hay que hacerlos, hay que ponerse en movimiento”), ¿Qué es la filosofía? expresa también algo tan importante como una resistencia a los procesos de homogeneización y mundialización del capitalismo en una época clave. ¿Cómo no ver en él una honda preocupación, un temor a la expansión del mundo financiero una vez caído el bloque soviético? La claridad meridiana, explicativa, casi profana, de algunos de sus capítulos confirman que se trató de un proyecto con intenciones de influencia en los medios intelectuales, a pesar de que fue recibido con relativa frialdad en casi todas partes excepto en Francia.
“¿Cómo hacer para que un momento del mundo se vuelva duradero y exista por sí mismo?”, se preguntan Deleuze y Guattari. El arte, a pesar de que propaga su influencia hasta las profundidades de la Tierra, tiene, como disciplina sujeta a unas normas formales y a la expectación de un público, un cometido, una finalidad. No son las normas formales, sino los flujos creativos (que nada tienen que ver con la inspiración ni las musas), la punta de ataque de todo arte, y sin embargo el cometido de éste es específico. Si la filosofía crea conceptos, el arte debe crear bloques de “afectos y perceptos”, que no son más que afecciones del alma y percepciones de los sentidos, pero que han adquirido una cualidad de permanencia en el tiempo, una consistencia duradera, separándose del individuo o sujeto que siente o percibe (por ejemplo, del personaje literario: “Es Ahab en efecto quien tiene las percepciones de la mar, pero sólo las tiene porque ha entrado en una relación con Moby Dick que le hace volverse ballena, y forma un compuesto de sensaciones que ya no tiene necesidad de nadie: Océano”). Estos bloques de sensaciones engrandecen el mundo, lo hacen devenir algo distinto: “Grandeza de Balzac. Poco importa que estos personajes sean mediocres o no: se tornan gigantes, como Bouvard y Pécuchet, Bloom y Molly, Mercier y Camier, sin dejar de ser lo que son.” Deleuze es el filósofo del devenir, y ve en el arte la persistencia, la permanencia del devenir en el mundo, contra otras acciones que pretenden bloquearlo y eliminarlo, ponerle obstáculos, hacerlo pasar por “la maldad del mundo”.
La inocencia, la experimentación, la fuga, eran ideas sugestivas para nosotros, pero a éstas se vino a añadir una más: una suerte de liberación socio-política, pues descubrimos que las actitudes que tenían al arte como fundamento y finalidad eran ya una postura política, o micro-política, una postura alejada, eso sí, de las disciplinas “macro” (partidos políticos, sindicatos, incluso asociaciones de vecinos) que veíamos desfilar día tras día en el escenario público de la corrupción, económica y moral (que son la misma cosa). Todo esto nos sedujo a gente como yo y el novelista Sebastià Jovani, chavales capaces de indignarnos por un indicio de teología negativa en un texto de Lévinas. Andábamos amodorrados por el nihilismo, paralizados por las afiladas cuchillas de la filosofía analítica, cuyos paladines practicaban una resistencia numantina en el departamento de la UAB contra cualquier novedad que no proviniera de su campo de estudio. Formábamos parte de una generación que había crecido sin luchas; habíamos chupado narcisismo y consumo a destajo, de los que estaban impregnados hasta los discursos “filosóficos” más de moda. Y Deleuze nos dio armas para comprender y enfrentarnos a los monstruos de aquel tiempo, especialmente con su visión del arte. Nos iluminó un mosaico de autores desconocidos, nos dio otra imagen de algunos pensadores que en la facultad casi no contaban (Spinoza, Lucrecio, Bergson) y revolucionó (en el sentido de bouleversement) nuestra imagen de Nietzsche y de Marx. Además, nos aportó una base teórica para nuestro arte, que no sé si era bueno o malo, pero sí sé que creció y se desarrolló animado interiormente por su filosofía. Esas armas me siguen pareciendo muy válidas hoy en día: pensar, crear, resistir.
Y sin embargo algo ha pasado, como en las novelas. Ha pasado que el mundo ha perdido su inocencia, y no sólo por un proceso de necesidad vital. Los monstruos de este tiempo son distintos y son más horribles, la sociedad en la que vivíamos no sólo estaba corrompida, sino que ha resultado ser un auténtico simulacro, un espectáculo patético y decadente al que nos ha tocado asistir como público. Ha pasado que la experimentación y la fuga parecen no ser suficientes hoy, porque día a día crece la urgencia de influir de algún modo en pequeñas partes de la sociedad. Y esto lleva a una última pregunta: el arte como micropolítica ¿nos sirve hoy de algo? ¿Estamos seguros de que las disciplinas políticas “macro”, las alejadas del arte, son y serán siempre corruptas? Es descorazonador ver cómo se repite la condición humana, teniendo todo a favor para “devenir-otra”. En 1972 Deleuze y Guattari basaban una de las líneas argumentativas de El anti-Edipo en la pregunta del sociólogo y psicoanalista Wilhelm Reich: ¿por qué las masas abrazaron, desearon el fascismo?, que remite a la pregunta de Spinoza: ¿por qué las personas luchan por su esclavitud como si lucharan por su libertad? No hace falta salir de la Península Ibérica para constatar que las preguntas de Reich y Spinoza son hoy día mucho más que pertinentes: son obligadas. ¿Qué ocurre entonces con el arte? El arte como micropolítica siempre existirá, pero en el mundo de hoy los canales por los que puede fluir libremente están cada día más bloqueados. ¿Cuál es la consigna entonces? Las armas de Deleuze podrían serlo: morir, pero morir pensando, creando, resistiendo.

17 comentarios:

  1. Hace ya 15 años que, tras la demoledora crítica y burla de Sokal y Bricmont (Impotures intellectuelles, París, Odile Jacob, 1997; trad. esp. Imposturas intelectuales, Barcelona, Paidós, 1999 [3ª ed. 2010]) contra la verborragia grotesca, vacua o banal de tantas lumbreras francesas que habían acaparado el espacio indeterminado de no se sabe qué (¿filosofía de lo simbólico y lo latente?, ¿poética mística de lo mundano?, ¿cabalística filológica?, ¿combinatoria erístico-mecánica de las emociones súbitas y los encuentros fortuitos de las palabras…?, o sea de los Derrida, los Baudrillard, los Virilio, los Kristeva, los Irigaray, los Latour… en fin, después de esa sencilla crítica yo, como quizá otros muchos o pocos, quedé algo tranquilizado al saber que la caridad mental todavía quedaba, en el sentido común de muchos científicos, a resguardo de esas oleadas de sinrazón y de cháchara absurda. Lamentablemente, también entraban en la diana, en el espectro de los impostores intelectuales, Deleuze y su compañero Guattari, y hasta el mismísimo Lacan, que quizá había jugado un papel de iniciador o padre espiritual de todo ese estilo metafísico-místico-irracional-postestructuralista…

    Antes del “affaire Sokal”, todavía algunos pensadores lógicos y científicos podían de tanto en tanto dignarse a tener en cuenta tal o cual pasaje milagrosamente comprensible de esas obras; después, creo que a casi todos les pareció, como a mí, que toda esa extraña literatura había dejado de ser un factor vivo en la indagación filosófica, que carecía realmente de valor filosófico, que era pura patraña, y se convertía ya en un episodio más de la historia cultural, como el surrealismo, que sólo resulta interesante como objeto de estudio en sí y no por sus contenidos, como caso histórico para indagar o interpretar sus orígenes, sus causas, sus motivaciones, su sentido, nunca para tomar seriamente sus ideas. Igual que resulta interesante comprender el sentido que tuvo la teología bizantina, sin que nos conmuevan lo más mínimo los temas de sus discusiones.

    ¿Qué es la filosofía? (1991), de Deleuze y Guattari (Barcelona, Anagrama, 1993), lleva el mismo título que otros libritos que esclarecen con precisión y penetración los más importantes asuntos y sentidos de la filosofía, como el de Gustavo Bueno (¿Qué es la filosofía, Ovido, Pentalfa, 1995) o el de Arthur Coleman Danto (Qué es filosofía [1968], Madrid, Alianza, 1976), que son tan distinto, sin embargo, entre sí, pero que en oposición al de Deleuze y Guattari brillan como ejemplos de la más precisa y contundente claridad.

    No estoy muy preparado, como veis, para acercarme sin prejuicios al resto de la obra de Deleuze, ni siquiera a sus Estudios sobre cine, ni por supuesto a los infumables Anti-Edipo y Mil mesetas perpetrados al alimón con Guattari. Pero leyendo tu entrada sospecho que debe de haber algo mucho más fecundo e interesante en Deleuze de lo que yo he sabido ver. Siempre es bueno que alguien te explique las cosas desde una perspectiva distinta a la tuya, porque a lo mejor te abre los ojos a las excelencias escondidas que no has sabido apreciar; y si no, también, porque a lo mejor es uno mismo el que contagia al otro su escepticismo.

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    1. Hola, Saúl.
      Ante todo te doy las gracias por este comentario de un artículo que pretendía, sencillamente, explicar una filosofía y describir una actitud. Confieso, para entrar en materia, que pasé largas horas tratando de descifrar algunas frases o párrafos cuyo sentido todavía hoy no llego a comprender. Esto ocurre sobre todo en esos libros que has calificado de "infumables" (El Anti-Edipo y Mil mesetas). Pues bien, yo me los "fumé" unas cuantas veces, y la verdad, en alguna ocasión los aparté de mi vista. Pero tuve la suerte de haber entrado en Deleuze a través de los que para mí siguen siendo sus libros más emblemáticos, Nietzsche y la filosofía (1962) y Spinoza y el problema de la expresión (1968). Estos libros son una suerte de autoexplicación de Deleuze a través de la obra de sus pensadores favoritos, con un nivel de detalle y una profundización en el análisis que yo no había visto ni siquiera en Génesis y estructura de la Fenomenología, de Jean Hypolitte (1947, sobre Hegel). Creo que es una temeridad entrar en Deleuze a través de sus libros con Guattari, porque éste sí era un pensador críptico y antipedagógico, y estaba muy metido en las corrientes experimentalistas de la lingüística y el lacanismo (de hecho trabajó con Lacan en La Borde). Deleuze, en cambio, venía del estructuralismo más filosófico-antropológico (sus profesores fueron Canguilhem, Hypolitte, Wahl, Goldschmid, Lévi-Strauss, etc.), y está familiarizado con esa "ciencia estructural" que utiliza un lenguaje tan específico. En sus primeros libros ya se capta la voluntad de separarse de todo eso, y es tras su consagración en 1969 con el libro Lógica del sentido cuando conoce a Guattari. En mi opinión, sus libros con Guattari pecan de crípticos, aunque, igual que me gusta la música experimental y por eso no deja de gustarme el blues, leo Mil Mesetas y trato de descifrar, en los párrafos más guattarianos, un sentido claro. De todos modos, creo que Deleuze no merece, como diría Lenin, ser arrojado al basurero de la historia, como sí creo que lo merecen el resto de illuminati que has mencionado en tu comentario. Es significativo que Deleuze no mostrase nunca demasiado interés por esos autores (Derrida, Kristeva). Y es que creo que bajo sus textos, obsesivos y poco estructurados, hay mucho que rascar; hay, sobre todo, una ética personal, casi al modo de los escritores romanos, que remite a Spinoza y a la gran tradición del panteísmo; hay una gran metafísica, que remite también a Spinoza, a Bergson, a Nietzsche, es decir, a los grandes filósofos; hay una estética que echa mano de grandes autores, y una política que repiensa a otros grandes como Marx. Además, en sus estudios sobre cine, en sus entrevistas y conversaciones (puedes consultar Dos regímenes de locos, Pre-textos, 2008, o La isla desierta, Pre-textos, 2005), en algunos capítulos de ¿Qué es la filosofía? (por ejemplo, "Geofilosofía"), creo que hay ideas interesantes y textos bastante claros. Hay, además, algunos volúmenes de buenos autores que explican a Deleuze y dan de él la imagen que yo creo que merece: José Luis Pardo, prestigioso escritor español, Deleuze. Violentar el pensamiento, Madrid, Pedagógicas, [1994], 2002, y El cuerpo sin órganos. Presentación de Gilles Deleuze, Pre-textos, 2011; también Philippe Mengue, Gilles Deleuze ou le système du multiple, París, Kimé, 1997, magnífica y esclarecedora explicación de la filosofía de Deleuze. Son libros recomendables para entrar en este pensador complejo y difícil, pero tremendamente rico en contenidos y matices. Hasta pronto, muchas gracias.

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  2. Yo también soy de los que no digiere bien ni a Deleuze y Guattari ni a Derrida ni a la caterva —o marabunta— de los “filósofos” de los que se descojonó Sokal. El único que se salvó, por cierto, fue Derrida, a quien los autores admitieron haber excluido conscientemente de sus críticas, junto a Foucault, Althusser y Barthes (tres que yo mismo también habría salvado). No le satisfizo que le perdonasen la vida, y protestó como pudo diciendo que Sokal y Bricmont “no son serios”; más le valdría haberse aprovechado de aquella deferencia. Porque lo que acabó de demostrar que Sokal tenía razón fue el modo grotesco y unánime en que todos aquellos intelectuales se ofendieron, apresurándose a descalificarle a su vez con el cuento de que no entendía nada de ciencias sociales. Deleuze ya no estaba entre los vivos para protestar de ningún modo.

    Pero quizá soy incluso más dócil que Saúl, porque no sólo me encanta que alguien defienda —y tan pulcramente como lo ha hecho Xavi— a Deleuze o a cualquier otro autor que yo no aprecie, sino que en general siento el mismo respeto por los irracionalistas inteligentes que por los racionalistas inteligentes. La mayoría no lo son, desde luego, pero incluso en los alegatos antirracionalistas más burdos se encuentra siempre algo comprensible, o por lo menos una provocación, un motivo para volver a refutar con lógica. He dicho a veces, incluso en este blog, que el misticismo o el esencialismo me parecen grotescos y peligrosos siempre o casi siempre, pero que no me lo parece el irracionalismo cuando presenta sus absurdas pero significativas e inteligibles provocaciones como un desafío a las convicciones demasiado cómodas de una educación científica que nunca se ha enfrentado a una verdadera dificultad filosófica, sino que se ha mascado y digerido como un catecismo. Porque entonces sólo la contestación “irracional” sirve de acicate para la afinación o enmienda de lo que aún quede de erróneo, de impreciso, parcial o incoherente en la propia ciencia o en la filosofía de la ciencia. Los irracionalistas inteligentes juegan el mismo impagable papel que la sofística clásica, que obligó a Sócrates y a sus sucesores a esclarecerse un grado. Con un irracionalista se puede discutir; con un iluminado esencialista (talibán, catalanista, católico, espiritista…) no.

    Por tanto, a mí no me escandaliza la rebeldía románica irracionalista —impulso que por momentos también sufro yo mismo… Y me alegra percibir en lo que ha escrito Saúl que él también acoge con gusto el diálogo con los que piensan y sienten y miran desde otras coordenadas. Pero me preocupa impedir el efecto opiáceo que generalmente tiene la inclinación romántica-irracionalista, y procuro que juegue sólo como provocación, como revulsivo para coherentizar la única respuesta lógica: la doctrina racionalista y materialista.

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  3. Si se piensa bien, deberemos reconocer que hay mucho “materialismo” en las obras de corte irracionalista, pero se trata de un materialismo, no “mecánico” como el del siglo XVIII, pero sí aún muy superficial. Es un materialismo que quiere acercarse a lo irracional-real, a lo “simbólico” y lo emocional, sin aparato lógico, sin distancia crítica —pese a que son sus representantes quienes de forma más enfática y ociosa peroran sobre la distancia (entre las palabras y las cosas, etc.), la mediación simbólica, etc.—, como “desde dentro”, emic y no etic… Es como si un psiquiatra quisiera bucear en la propia materia mental desquiciada de un perturbado olvidándose de todo cuanto sabe de biología, de fisiología, de psicología… Y se parece también este “materialismo” al tipo de realismo de corte puramente naturalista o verista que quería justificar Zola o al de los pintores impresionistas: mirar y ver sin pensar, sin esquematizar, sin reordenar lógicamente, sin componer, sin comparar y contrastar…

    El verdadero materialismo filosófico (no particularmente la doctrina así bautizada por Gustavo Bueno, sino todo materialismo filosófico, especialmente el dialéctico de Marx) se parece más al realismo literario o pictórico y no al naturalismo: a Balzac o a Manet o a Courbet… No le interesa el aspecto superficial, manifiesto, la apariencia de los fenómenos tal como se presentan a nuestra experiencia simple, digamos “inmediata” o irreflexiva, sino su significado profundo, latente, su verdad escurridiza y escondida. Y esta verdad de “las cosas” o de “los hechos” no está en las cosas mismas, como pretende el empirismo —que tarde o temprano, por esta vía antidialéctica, degenera en “hechología”—, y mucho menos en su apariencia, sino en las estructuras que las envuelven para el hombre, en sus relaciones materiales, espacio-temporales, y sociales… cosa que no puede leerse en ellas mismas, como si fueran símbolos absolutos y exentos, sino en nuestra propia mente, según nuestro lenguaje, nuestra experiencia y nuestro entendimiento. Los hechos son hechos, meros hechos, y no se presentan ante nuestra puerta con una etiqueta: “yo soy un caso de humillación”, “yo soy una pintura barroca”, “yo soy un símbolo de la paz”… Eso es lo que son sólo en virtud de que así sabemos interpretarlos.

    Se dirá que es también una forma de interpretarlos la de ese “materismo” (término más apropiado que el de “materialismo”, y que deliberadamente tomo del nombre con que se bautizó el pegotismo abstracto de la pintura “matérica” de Tàpies) que quiere desvelar su ser auténtico, no mediato… como los impresionistas pretendían captar a visión real, “ingenua”, no tamizada o domesticada por los principios y reglas tradicionales de la composición, el claroscuro o la perspectiva. Pero es que la verdad escondida de lo que las cosas son no tiene mucho que ver con intuiciones cabalísticas, no es mistérica, no es ininteligible, como nos ha habituado a pensar el freudismo y luego esta caterva de postestructuralistas que sufrió su influencia a través de Lacan. Y de esto no se salva tampoco Deleuze; es más, no se salva siempre ni siquiera Althusser, a quien le tengo mayor aprecio.

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  4. Xavi ha mencionado dos temas que me interesan especialmente: (1) el del estilo y (2) el del valor o significación del arte. Los discutiré muy sucintamente, aunque para ello me aleje de la figura de Deleuze.

    (1) En efecto, el de Deleuze me parece un caso, típico, de casi mórbida preocupación por el estilo. Otro caso ejemplar y cercano es el de Derrida, que confesó albergar la esperanza de “dejar huella en el lenguaje francés” o cosa así. Es un tema que da para discusiones interminables, y sólo quiero recordar aquí algo que Geiger corrigió a Mannheim acerca del concepto de “estilo de pensamiento” en un sentido exagerado (como panideologismo, el estilo como algo que no sólo infesta el conocimiento, sino también el arte y todas las manifestaciones sociales de una época). Geiger era partidario de un concepto restringido de “ideología”, que sólo se refiriera al conocimiento, donde puede verificarse la verdad o falsedad de una proposición, incluso con los limitados medios y lastres mentales de cada época, mientras que el “estilo” en el arte es otra cosa. Si hablamos de un “estilo” en el pensamiento —no en el arte—, yo creo, un poco como Geiger, que se trataría de un obstáculo a la coherencia, a la verificabilidad, a la verdad y al sentido. Y como he sugerido en otro lugar (“¿Qué pintan los sentimientos?”), incluso me atrevería a afirmar que el mejor estilo es la ausencia de estilo: los escritos de los científicos son los mejores modelos (por su claridad, precisión y coherente ilación discursiva) para los novelistas, como en cierta ocasión reconoció Antonio Muñoz Molina.

    El que se ocupa en exceso de la retórica corre el peligro de caer en aquella dramática ofuscación que sufrió el pintor protagonista de “Le chef-d’œuvre inconnu” de Balzac, o sea emborronarlo todo antes de morir, con lo que la “huella” que deja es más bien la de otro ejemplo a evitar. También puede suceder que una preocupación obsesiva por el estilo —particularmente en la escritura— conduzca a una depuración y elegancia máximas, como en el discurso científico. Pero aquí la paradoja es que el estilo perseguido es la ausencia de estilo. Esto tiene que ver con la falacia de la “originalidad”, ya bien puesta de relieve por T.S. Eliot cuando decía que el poeta absolutamente original es un poeta absolutamente malo. El arte clásico sobre todo —pero también el arte realista— aspira a lo universal, no a lo personal o idiótico. Al genio no se le reconoce como extravagante o peculiar, sino porque consigue crear una obra que todos habrían querido crear, y que todos gozan, y que todos reconocen como una especie “descubrimiento” que habría podido hacer cualquier otro artista trabajador y genial. La misma idea se halla en la Poética de Aristóteles, cuando dice que el poeta que se “imita” a sí mismo es malo: debe “imitar” los caracteres y acciones esforzadas propios de la trama trágica y dotarlos del “pensamiento” que les conviene; él mismo debe estar ausente, borrar toda huella de sus propias inclinaciones, de su idiosincrasia, que no puede producir sino maniáticas imperfecciones. Shakespeare no se representa o se “expresa” a sí mismo en sus obras, sino que en ellas aparecen creaciones perfectas de su fantasía, de su genio universal. Cuando lees una obra en la que lo más saliente y sofocante es el propio estilo del autor, no puedes sentirte feliz más que si tú mismo eres un forofo de la retórica o bien te identificas sin violencia con esas particulares manías retóricas. El exceso de estilo de Deleuze, ya que no me identifico en el mismo, me impide sencillamente que le preste oídos.

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  5. (2) La significación del arte: otro tema inagotable del que sólo puedo aquí hacer una observación general y metódica. Hay muchas concepciones el sentido, la razón de ser y los propósitos del arte: que si mimesis, que si expresión, que si puro juego y pura forma, que si asunto de placer (hedonismo estético), que si forma de conocimiento, que si instrumento para la perfectibilidad moral del hombre… La estética que rehúsa ser normativa se limita a examinar lo que el arte es o ha sido, declinando la tarea espinosa de averiguar lo que debe ser. Yo adhiero a ese propósito descriptivo de la teoría del arte, lo que no quita para que tenga mis propias preferencias. El arte puede ser rebelde y ayudarnos a resistir, a comprender y a hacer la revolución, pero también puede ser servil y adocenado, usarse para confortarnos, entontecernos, volvernos frívolos… Hay un arte vigoroso, realista, franco, crítico y esclarecedor, y hay otro arte que no sirva más que a los intereses y la buena vida de los satisfechos y los tontos. No es culpa del arte en sí: es culpa de la división social. Tolstoi condenó el arte como simple búsqueda de la belleza y del placer estétco, y quiso que sirviese a propósitos más dignos. A Ramón del Valle-Inclán le hizo una vez Rivas-Cheriff las dos preguntas famosas de Tolstoi y Cherichevski: “¿Qué es el arte?” y “¿Qué debemos hacer?” Don Ramón contestó algo así (cito de memoria): “Catorce versos dicen que es soneto… [el célebre poema de Lope] el arte es, por lo tanto, puro juego. En cuanto al arte se le exigen propósitos prácticos, utilitarios, en fin, pierde su excelencia… ¿Qué debemos hacer? Arte no, porque jugar en los tiempos que corren es inmoral, una canallada.” Es la misma situación que emotivamente denuncia Brecht en estos versos: “¡Qué tiempos son éstos, en que/ un diálogo sobre árboles es casi un delito,/ porque sobre demasiados estragos pesa el silenci0!” Ni Valle-Inclán ni Brecht dicen que esté mal hacer arte (hablar de árboles…); al contrario, lamentan que eso parezca un delito, no porque lo sea, sino porque en nuestro mundo se cometen atrocidades insufribles, e ignorarlas para hacer arte sería una canallada. Pero justamente lo que se desea es una sociedad justa y feliz, donde no ocurran esas canalladas y donde todos los hombres no tengan nada mejor que hacer que hablar de árboles o jugar…

    Celebro que Xavi, y seguramente otros muchos jóvenes apasionados y lúcidos, puedan hallar en Deleuze una orientación suficiente para el ánimo revolucionario de resistir la podredumbre del mundo burgués. Sólo que tengo que confesar que prefiero el discurso claro y preciso de un Geiger, de un Ponce, de un Engels, de un Plejánov, de un Bueno… y si me apuras de un Žižek.

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  6. Josep Maria Cuenca10 de octubre de 2012, 1:48

    Participo brevemente en el debate abierto por el texto de Xavi básicamente con una intención: agradecer a Xavi, a Saúl y a Alberto sus reflexiones. Para mí, un festín en términos de diálogo, de debate inteligente. Ante semejante excepcionalidad debo necesariamente exhibir mi entusiasmo. Quiero decir que si no lo hago, reviento, y esto último ahora mismo no me apetece.

    Me pregunto si, más allá o más acá de determinar si Deleuze es o no un “bluff”, en el debate iniciado no está latente un asunto de mayor peso: la tensión entre dos formas de aproximarse a lo que es el mundo y a lo que podría ser (si no cambia el estado de cosas) y, asimismo, a lo que debería ser (según nosotros).

    Comparto algunas de las objeciones dirigidas a Deleuze, pero al mismo tiempo no puedo evitar atender y entender lo que Deleuze ha supuesto en la formación intelectual de Xavi. Me parece obvio que el autor de “Lógica del sentido” no se caracteriza precisamente por haber pensado de un modo sistematizador, riguroso, ordenado, ni por exponer sus ideas con la claridad que exige todo pensamiento valioso y que exige, incluso, la buena educación. Lo cual habla en contra de Deleuze sin paliativos posibles.

    Ahora bien, tampoco me convence la pretensión de promocionar la Razón, la Lógica o el argumento sistemático totalizador, a la categoría de instrumento mental invulnerable. Desde mis convicciones filosóficamente materialistas y radicalmente racionalistas, desconfío de la posibilidad de describir la realidad del mundo de un modo milimétrico, por así decirlo, a la manera de aquel cuento de Borges en que la ciencia cartográfica confeccionaba un mapa de idéntico tamaño que el territorio representado en dicho mapa. No creo en la posibilidad de que pueda existir (o se deba pretender) una relación isomórfica entre las teorías humanas sobre la realidad y la realidad misma. O, mejor dicho, creo en la posibilidad de semejante relación pero sólo de un modo tendencial, aproximativo, no absoluto.

    (Continúa en el siguiente comentario)

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  7. Josep Maria Cuenca10 de octubre de 2012, 1:50

    En la trastienda de mi pensamiento habita austeramente mi desconfianza hacia las teorías excesivas, empachosas, arrogantes, omnímodas... Si Darwin y Marx me fascinan intelectualmente y me emocionan racionalmente (asumo el oxímoron porque no es inocente) es por la validez general de sus teorías, no por su literalidad, no por la supuesta sagrada perfección de sus textos frase por frase (en esto último puede incurrir tanto una católico con respecto a la Biblia como un marxista-leninista prosoviético favorable a la invasión de Hungría de 1956, porque ambos casos son puramente religiosos). De manera que, así como Deleuze se muestra a menudo vacuamente estetizante y petulantemente logorreico, también es posible detectar en algunas de las potentes sistematizaciones de Gustavo Bueno (filósofo claro y profundo por quien profeso un enorme respeto intelectual) rastros de idealismo argumental e incluso de candidez en alguna de sus ambiciones filosóficas.

    A estas alturas de mi intervención temo que algunos de los agudos constelados que merodean por aquí me perciban como un Feyerabend de tercera regional. Yo no me percibo a mí mismo de ese modo. Tan sólo pretendo esbozar una tímida defensa de cierto eclecticismo, regido, si os parece, tanto por la naturaleza dispersiva de nuestro mundo como por la leniniana (que no necesariamente leninista) aserción del análisis concreto de la situación concreta. Si Deleuze ha sido valioso para Xavi y Bueno lo ha sido para Saúl y para Luque, quizá haya que dedicar un ratito provechoso a la tarea de intentar analizar en qué se sustentan ambas experiencias enriquecedoras. Y llegado a este punto, y justo antes de acabar, tomo las frases con que Saúl y Luque concluyen, respectivamente, sus intervenciones. La de Saúl la suscribo en su integridad, y en cuanto a la de Luque, quiero referirme a su adhesión con reservas a Žižek simplemente para recordar que, además de marxista, el pensador esloveno se autodefine como lacaniano. Como un lacaniano que detesta el estilo afectado y elistista de Lacan al mismo tiempo que cree haber encontrado, tras toda la maleza prescindible de esas formas, algo valioso y comunicable de un modo eficaz, es decir, algo inteligente y asimismo inteligible.

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  8. Gracias a todos por vuestros comentarios.
    Como veo que el artículo puede suscitar un debate, voy a clarificar mi visión de las cosas. Ya sugiero, hacia el final, que la perspectiva desde la que hoy contemplo las “armas” de Deleuze no es ya la misma que hace quince años. Hoy, no sé si lamentablemente, no me considero un “joven apasionado”, sino más bien desengañado, lo cual hace que empiece a dejar de sentirme joven. Creo que los excesos de Deleuze en cuanto al lenguaje son algo evidente, y además condenable, como bien sugiere Josep Maria. Pero supongo que hay momentos en que uno debe hacer balance, o son las circunstancias las que le obligan, como ha sido mi caso; entonces se ve obligado a cribar lo más inteligentemente posible aquellos aspectos de su formación que siguen teniendo validez.
    Hay tres aspectos que han superado mi criba. En primer lugar, sigo creyendo que una ética de la resistencia como la de Deleuze es absolutamente necesaria. Cada uno resiste como puede, eso es cierto, o como quiere o como le dejan; pero si consideramos que pertenecemos de algún modo a la parte del mundo que sufre (y todos sufrimos, excepto los que sacan beneficio del sufrimiento ajeno, que son muchos), entonces una de las claves de la vida está en resistir los golpes que impiden que la vida del hombre sobre la Tierra sea ese ámbito de felicidad y de juego del que habla Alberto.
    Por otro lado, y en relación con esto último, está el problema del estilo. No me considero un romántico afectado, pero tampoco creo en la ausencia de estilo. No me gusta hablar de los árboles mientras la gente sufre alrededor. Hay autores canónicamente explicativos que no son accesibles para todo el mundo, si es que se trata de eso. Y si de lo que se trata es de manejar un lenguaje “científico”, o sea, y como diría Josep Maria, “isomórfico” con la realidad, tenemos ejemplos de autores que tratan de explicarse con claridad y que no renuncian al estilo personal en su prosa: he ahí Eric Hobsbawn, Tony Judt o Jon Juaristi. Pero, tratándose del arte, yo creo que no puede decirse que Flaubert o Tolstoi se preocupasen poco por el estilo, pero tampoco puede negarse que metieran el dedo en la llaga para hacer crítica social. Lo mismo ocurre con Pasolini, con Marsé y Casavella (este último es poseedor de un lenguaje complejo y elusivo, pero pocos han retratado como él la conversión de las élites franquistas en las oligarquías de la democracia). Recordemos también a Bulgákov y su enorme El maestro y Margarita, o a Orwell. Yo pienso que todo está relacionado, y que en la medida de lo posible debemos combinar el estilo con la claridad. Esto lo hizo Deleuze sobre todo en sus primeros libros. Spinoza y el problema de la expresión es un comentario, punto por punto, de la Ética, y Empirismo y subjetividad lo es del Tratado de la naturaleza humana de Hume. En general sus monografías son estudios claros y argumentados, accesibles para cualquier estudiante de la historia de la filosofía; como mínimo, no son menos accesibles que la Fenomenología del espíritu, la Crítica de la razón pura o El capital. Confieso que ese es y ha sido siempre el Deleuze que más he respetado.
    En tercer lugar, sólo quiero adherirme a la visión que tiene Josep Maria sobre el lenguaje y sus posibilidades de captar la realidad y explicarla. Siempre tuve la sensación de que Hegel, a pesar de su titánico esfuerzo, no podría jamás siquiera esbozar ese “mapa” de la totalidad al que aspira su Lógica. Creo que no hay que rechazar a un pensador porque haya decidido que el lenguaje científico y totalizante de la lógica no sea más que un intento fallido, y en consecuencia trate de abordar y describir la realidad a través de fragmentos.

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  9. Los atinados y bien meditados comentario de Josep Maria —que por fuerza deben de proceder de una experiencia dilatad en el trato inteligente con lógicos rigoristas y lúcidos sentimentalistas— me permiten insistir en el asunto Sokal sin que ahora parezca una impertinencia. Desde la perspectiva del materialismo filosófico —a la que en gran parte adhiero y que ha sido invocada veces en este blog por Josep Maria Viola— se puede demostrar que las confusas categorías metafísicas de Derrida (en ¿Qué es la filosofía, sobre todo) son lisa y llanamente idealistas. Esto no le desacredita en absoluto: siguen componiendo una “verdadera filosofía”, aun si no constituyen una “filosofía verdadera”. Me hago cargo de que esta distinción se presta a mucha confusión, pero no es tema que me interese discutir ahora. Lo que me gustaría poner aquí de relieve es si una crítica como la de Sokal, al fin y al cabo tan circunscrita al uso exageradamente metafórico, absurdo o banal, de la terminología científica para hablar de asuntos bastante indefinidos, pero para cuyo análisis ya existe otra potente semántica en el capo de las ciencias sociales, si esta crítica es tan superficial como pretenden sus indignadas víctima (no Derrida, que murió antes de poder indignarse, y podría haber sucedido, ¡quién sabe!, que admitiese las críticas de Sokal).

    Estoy de acuerdo con lo que insinúa Alberto acerca del valor pseudocrítico que cabe atribuir a esa respuesta vehemente e indignada. Pero sigue en pie la cuestión de si el uso —más que ocasional— arbitrario y absurdo de un vocabulario científico erudito es o no relevante o suficiente para desacreditarles en bloque. Mi opinión es que sí lo es, y sólo me explayaré a propósito si algún otro contertulio lo requiere.

    Luego está ese otro interesante aspecto que se ha suscitado en esta discusión: si a pesar del esoterismo retórico-conceptual, la obra de un Deleuze contiene parcialmente observaciones moral o estéticamente valiosas —ya que descartamos unánimemente la validez científica. Pero es que yo pertenezco también a esa raza de racionalistas impenitentes de la clase que me parece que son Alberto Luque y Josep Maria Viola: no desestimamos la importancia, imposible de exagerar, del orden emocional, moral o estético, de suyo “irracional”, sino que nos obstinamos en reducirlo a unas categorías lógicas o filosóficas, cuando no científicas. Creo que todos nosotros concebimos la filosofía como un saber de segundo grado que se apoya en saberes y experiencia de primer grado, como la ciencia o el arte. En cambio, para Deleuze la filosofía viene a ser un saber de primer grado más o menos coordinable, o más o menos inconmensurable, con esos otros saberes y experiencias. (Esto se aprecia cuando habla del plano de inmanencia y de la aproximación a lo infinito, etc.)

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  10. Pero concretemos. No puedo contradecir, a Josep Maria Cuenca cuando describe la lógica y la ciencia como un proceso de aproximación asintótica a lo real y verdadero. Es la misma descripción que sostiene Lenin en Materialismo y empiriocriticismo. Ahora bien, por lo que respecta a ese diferencial decreciente, aunque infinito, que constituye lo que aún no sabemos “a ciencia cierta”, ¿cuál es exactamente la oposición en que estás pensando? Porque hay varias: lo que no se explica científica o racionalmente, ¿a dónde hay que acudir para esclarecerlo: a la intuición, al arte, a la fe religiosa, a los sentimientos, a las tablas giratorias y la astrología…? A todos esos polos multiformemente opuestos a la ciencia creo que se les puede aplicar la misma vara de medir: si la ciencia no puede dar con la clave de la comprensión de un fenómeno cierto —o determinar si es imaginario—, menos podrá el capricho fantasioso de la religión o de las inclinaciones estéticas. Cuando no tenemos ciencia, lo mejor que nos queda es el sentido común y la prudencia, pero ningún otro conjunto de procedimientos o saberes. “Cuando se ignora, se inventa”, y lo único que podemos desear es que la invención no sea dañina. Tendremos que conformarnos que simplemente no tenemos aún una guía fiable, sino lo que alcance la falsable ciencia del momento. Y el modo de i averiguando lo que aún no sabemos es el mismo: el método científico. Esto no excluye ni desacredita la experiencia emocional o artística (como tampoco es desacredita en los casos en que ya posea una explicación científica, como decía Abrams, según advirtió Alberto en una de sus entradas: por ejemplo, si yo pudiese averiguar qué procesos fisiológicos exactos conducen en mi cerebro a enamorarme de María, ello no evitará automáticamente que siga enamorado, aunque sí me hará más libre para decidir seguir enamorado, ya que podría hallar el medio neurológico de transformar mi inclinación).

    Así que el tema, en mi opinión, se reduce de manera parecida a como lo ha hecho Josep Maria, pero con la siguiente matización: si no alcanzamos a una explicación clara y verídica e un fenómeno, tendremos que conformarnos con discutirlo “a ciegas”, intercambiando nuestras impresiones y reflexiones, todolo endebles o irracionales que sean, pero sin olvidar que una solución racional a cualquier problema vendrá más pronto si nos esforzamos en abordarlos con método científico, o en general con lógica, en lugar de confiar en que de la intuición y la pura combinatoria retórica —como me parece que hace Deleuze— surja una revelación.

    Es además innegable y superiormente inteligente lo que nos cuenta Xavi sobre la necesidad de reconstruir con los escombros de la propia herencia, cuando el edificio heredad, o parte de él, ha sufrido daños severos. Nade puede hacer una cartesiana y engañosa tábula rasa y empezar de cero. Además de cruel e inhumano, el olvido completo de lo que una vez fu un mueble útil y cómodo sería una completa estupidez, por no decir una temeraria imprudencia. De las astillas de la cruz que cargó uno sobre sus hombros debe recomponer otra cruz más llevadera. Y mejor si tiene la suerte, como parece que sucede en este aún mínimo intercambio de experiencias intelectuales, si pude tomar trozos y modelos e las cruces de los amigos.

    Por último, quiero reiterar que concedo a la de Deleuze la categoría de “verdadera filosofía”, y que estoy algo más preparado que antes, tras las explicaciones de Xavi, para escoger de sus obras los pocos juicios y observaciones que me parezcan sustantivos. Pero también quiero emitir un reproche (a Deleuze, no a Xavi): si sus últimas obras son más oscuras que las primeras, es un caso triste de maduración al revés (o de ultramaduración, porque si es imposible ir de lo maduro a lo verde, en cambio se puede ir de lo maduro a lo podrido; tomo esta metáfora de una comunicación personal de Alberto, no referida a este caso; de verdad que lo digo jocosamente y sin mala intención).

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    1. Saúl, estoy de acuerdo contigo en que ¿Qué es la filosofía? es quizá el libro más "idealista" de Deleuze. Ya he señalado que se trata de un trabajo que no puede separarse de unas circunstancias muy particulares, y que además fue recibido fríamente por la comunidad internacional. A mí me ocurre lo mismo cuando leo El Pliegue. Leibniz y el Barroco, que publicó en 1988. Da la impresión de que Deleuze derivó hacia un mundo de idealismos matemáticos y reflexiones sobre el infinito en las que nunca antes se había metido, y podría estar de acuerdo incluso con esa metáfora que utilizas y que me ha arrancado una sonrisa, cuando hablas de ir de lo maduro a lo podrido. Es curioso, pero me has dado una clave interpretativa: se puede pensar la deriva de Deleuze desde el materialismo de la primera época, cuando son Spinoza y Lucrecio, Nietzsche y Hume, los estoicos antiguos y Sacher Masoch quienes gobiernan sus textos, hasta el fin de su carrera, cuando la influencia de Bergson, a partir de los Estudios sobre cine, se hace omnipresente, para terminar con Leibniz y el plano infinito de ¿Qué es la filosofía? Yo, sin duda, me quedo con la primera época.

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  11. Aparte de ¿Qué es la filosofía?, de Deleuze sólo conozco sus Estudios sobre cine (1983), y ya en éstos es tan idealista —y, en verdad, también irracionalista— como en aquél. Su intento de revalorar a Bergson, y precisamente lo más desacreditado de Bergson, en su incomprensión de la teoría de la relatividad de Einstein, diciendo (Deleuze) que era el propio Bergson el que no había sido bien comprendido y que se había negado a responder y a republicar su obra porque “no podía disipar el malentendido”, me parece especialmente desafortunado. En mi opinión, simplemente se trataba de tener o no claridad científica y no de buscarle los tres pies al gato. Si la experiencia (científica) demostraba que para escalas de velocidades muy fuera de la experiencia mundana el espacio y el tiempo pierden el “habitual” sentido absoluto que por separado tienen para la escala humana, eso no tenía por qué motivar ninguna inquietud metafísica; el tiempo y el espacio de la experiencia humana puede seguir concibiéndose filosóficamente —ni más ni menos que el tiempo relativista— en los términos materialistas en que lo hizo Engels: son formas de existencia de la materia. Bergson fue el último gran representante del último gran intento —reducto idealista— de frenar la hegemonía imparable del materialismo, acogiéndose como otros (Wundt, Avenarius, James…) al psicologismo de moda. Hay un momento particularmente interesante (para mí), en el que Deleuze se refiere (en el primer volumen de los Estudios sobre cine) a una diferencia entre la posición fenomenológica (Husserl) y la bergsoniana; si no lo he malinterpretado, viene a decir que la primera concibe la imagen como la luz proyectada sobre el objeto (por la conciencia), mientras que Bergson la concibe más bien como identidad con el objeto. El olvido de la posición materialista, que vence a ambas interpretaciones, ya me pareció un gran defecto. Pero también m hacía recordar un viejo problema filosófico acerca de dónde se produce la visión, si en el ojo o en el objeto, que Plotino ya había tratado, y que se remonta a la concepción euclidiana de la percepción visual como rayos que van del ojo al objeto, y no al revés. El tema era para mí especialmente fascinador, y no quiero ahora inquietaros con él. Simplemente lo traigo a colación para señalar que Deleuze parece ignorar ese antiguo problema de Plotino (muy bien discutido por André Grabar), tanto como ignoraba las posiciones del materialismo dialéctico. Si una simple estudiante de física y de filosofía como yo podía detectar este defecto (el de volver a hablar, aunque con un lenguaje casi invertebrado y una conceptología confusa, de temas que fueron tratados en la Antigüedad y completamente esclarecidos por la ciencia), o sea el de creer haber descubierto el Mediterráneo… Deleuze quedaba en una posición muy desventajosa, muy vulnerable. No digo esto por pedantería; todo lo contrario: yo misma tampoco sabría darle tantas vueltas a un asunto semejante; lo que digo es que, si alguien se siente capaz, debería iluminarnos en lugar de dejarnos aún más perplejos.

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  12. Cabe dentro de lo posible que en realidad los asuntos metafísicos que Deleuze intentaba enhebrar no tuviesen nada que ver con esa tradición filosófica ni con problemas científicos. En tal caso, confieso que no sé a qué se refería. El ejemplo que apenas he esbozado, casi elegido al azar, vendría en apoyo de una crítica como la de Sokal y Bricmont, pero también de una crítica más sustantiva, desde la perspectiva del materialismo filosófico.

    Pero entonces llega Xavi con este maravilloso elogio de Deleuze (por motivos distintos), y me produce la misma impresión que les ha hecho a Saul y a Alberto: las ganas de desgranar lo mejor, de ir a esas obras tempranas sobre Spinoza en busca de lo que, al parecer, luego se le perdió en el camino de su vida, cuando se topó con Guattari y todo eso, y encontraron un nicho ecológico, un lugar calentito y cómodo en el que disfrutar de su propia fantasía o su propia dialéctica, aunque a los demás el sitio les pareciese más bien una inhóspita caverna o una jaula de orates. Quizá es eso lo de la etología que aprendió, según dices: “el animal que delimita un terreno y construye un refugio está haciendo arte”. Esto me hace pensar en toda esa estética materialista que se deduce fácilmente de El origen del hombre de Darwin, aun sin aquilatar el controvertido principio de la selección sexual. Pero tampoco estoy segura de haber sabido interpretar correctamente lo que explicas. Por momentos me ha sonado como una vuelta a los viejos ideales románticos de unidad entre arte y vida. Si es así, nada tengo que objetar. A mí el romanticismo me parece, parcialmente, una forma de realismo. Parcial y contextualmente, porque puede degenerar, según las circunstancias, en puro decadentismo, en divorcio irremediable entre el artista y su medio social —como sostenía Plejánov—, en claudicación “burguesa” (en el sentido de lo burgués decadente, capitalista o liberal, como dices —esto sí lo he comprendido bien—, no en el sentido vigoroso de lo burgués racionalista y materialista de la época de Diderot). Es más, incluso como evasión completa o casi completa, me parece necesaria y justificable a veces, como “defensa propia”.

    Bueno, no quiero reprimir mi expresión de alegría y de gratitud por haberme topado con un foro intelectual, con una “constelación” tan maravillosa como ésta (quizá otro nicho ecológico). Gracias, Xavi.

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  13. Gracias por tus comentarios, Cosma. En primer lugar, creo que hay que tener en cuenta una cosa, algo que tiene que ver con el "método" de Deleuze. Podrías entender que no existe algo como un método en una filosofía como la de Deleuze, que aborda el mundo desde muchos puntos de vista diferentes y desde ninguno de ellos esboza una visión "total" de la naturaleza y la existencia. Esto tiene mucho que ver con esa diferencia entre la visión husserliana y la bergsoniana. En Deleuze la unidad ontológica es la misma que en Spinoza: hay una sola substancia y todos los atributos y modos, es decir, todo lo existente, está contenido en ella, todo es inmanente a ella, todo es expresión suya. No hay, como sabes, ninguna substancia trascendente, por eso aquello del Deus sive Natura. Pues bien, esta es la idea fundamental de Deleuze, y por eso su programa filosófico va en la dirección de una reunificación de lo humano y lo inhumano, como digo en el artículo. En Deleuze todo es naturaleza, y si me apuras, todo es materia, incluidas las ideas. Más allá de las cabriolas lingüísticas en las que a veces se mete (y de las que yo suprimiría unas cuantas en aras de la claridad), este plan permanece inalterado desde su primera hasta su última línea. Por eso echó mano, junto a Spinoza, de Lucrecio y los estoicos antiguos, y eso es lo que Deleuze ve en Bergson. En ese primer capítulo Bergson habla de la materia como luz y de la inmanencia de las imágenes en la materia. Así es como lo interpreta Deleuze. Yo no sé si algún especialista en Bergson podría desmontar esto con razonable rapidez, pero eso no es lo importante para Deleuze. Lo importante para Deleuze no es tanto si el autor que toma como referencia es materialista o idealista (los autores de la primera mitad de su carrera son casi todos materialistas, los de la segunda, idealistas: Bergson y Leibniz); lo importante es si a él le conviene para empezar su argumentación desde un punto cualquiera.
    (Continua en la siguiente entrada)

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  14. Hay aquí para mí un fallo y una cuestión personal de Deleuze: el fallo fue, en el primer estudio sobre cine, tomar el primer capítulo de Materia y memoria como un serie de definiciones probadas, lo cual es muy anticientifico y probablemente fue eso lo que le llevó a meterse en camisas que quizá le venían grandes; la cuestión personal es que Deleuze crea un "método" que no es legítimo para muchos: a veces se apropia de los textos y los hace completamente suyos. A mí me parece admirable urdir un discurso lógico, razonado y sostenido en sus propias proposiciones, pero también sé que detrás del discurso hay un tío o una tía que respiran, y sospecho que también un interés que está más acá del puro amor a la verdad. Cuestión de formación o cuestión de suspicacia provinciana, no lo sé; es lo que pienso y por el momento nada ni nadie me han convencido de lo contrario. Por eso opino que las apropiaciones que hace Deleuze se parecen un poco a aquella "ansiedad de la influencia" de la que habló Harold Bloom. No sabe hablar en su nombre, pero aún así ha creado un pensamiento que considero bastante original, una mezcla de discurso filosófico y forma artística con una fuerte motivación ética que frecuentemente se pasa por alto. No creo, como dices, que tenga nada de romántico, es más, no se desmarca nunca de un cierto apego a la tradición ilustrada, aunque cada vez más diluída (al final de su vida tenía en más estima a Leibniz que a Voltaire). Como digo, su filosofía tiene un substrato spinozista. Hay un capítulo que para mí es canónico y fundamental, en el libro sobre Spinoza de 1968, que lleva por título "La inmanencia y los elementos históricos de la expresión". Allí Deleuze hace un recorrido por todo el neoplatonismo antiguo, desde Proclo y Plotino hasta Spinoza, que es un festín filosófico y una respuesta a cualquier acusación de irracionalista; es ahí donde define la inmanencia como "el vértigo filosófico", una idea muy cara a Deleuze; ahí se deben buscar las raíces de su pensamiento, que él radicaliza hasta crear un "sistema", o una serie de proposiciones algo inconexas, en el que trata de incluir a materialistas e idealistas, según va avanzando en su carrera. Lo que hay en él es eclecticismo, en un sentido casi de filósofo antiguo o de diletante renacentista, pero es un ecléctico con unas pocas ideas claras e inamovibles. Si hay algo de romántico será quizás su apego por lo anormal, por lo deforme y extraordinario, por todo lo vertiginoso, lo que nos pone delante de nuestros propios límites; pero eso me parece más una convicción de que el pensamiento puede ponernos a prueba que una claudicación de la razón o una celebración de lo efímero y superficial.
    Bueno, que vaya bien.

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