[Artículo originalmente publicado el 17 de octubre en La Lamentable (lamentable.org).]
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A raíz de las palabras de Wert, la inmediata y enésima resurrección del fantasma del franquismo por parte de algunas voces públicas más o menos próximas a las izquierdas oficiales resulta a estas alturas un lugar común, un recurso facilón (como el estribillo de la canción del verano) e inoperante a cualquier efecto argumental. La restauración democrática tiene ya prácticamente la misma edad que el franquismo y resistirse a admitir que España y Europa han cambiado profundamente desde 1975 es una actitud tan incomprensible como un jeroglífico egipcio. Semejante resistencia mental sólo se puede sostener desde el más enfático izquierdismo pueril o desde el oportunismo reaccionario más irresponsable (una vez más, los extremeños se tocan). Si se reflexiona con honradez, la única conclusión posible ante la realidad política y económica europea de nuestros días es que los tics totalitarios son mucho más sutiles, cotidianos, generalizados y socialmente consentidos de lo que demasiado a menudo se cree. Ya no hace falta remontarse al ultramontano y caciquil franquismo para localizar en nuestra anestesiada sociedad pestilencias políticas. Nuestra democracia posee un amplísimo y variado repertorio de corruptelas, mangoneos, incumplimientos legales e impunidad que hacen innecesaria y absurda cualquier alusión al franquismo, y, sin embargo, apenas nadie habla en profundidad de toda la porquería que han movido y siguen moviendo los actores políticos y sus respectivos camaradas de partido que hoy están encaramados en el escenario representando una penosa función. Si hasta ahora la llamada memoria histórica (etiqueta problemática en la medida que mezcla lo objetivo y lo subjetivo) afectaba en exclusiva a la dictadura franquista, quizá vaya siendo hora de promover algo así como una memoria histórica de última hora para combatir la amnesia con respecto al pasado más reciente. Porque parece como si, de pronto, casi todo el mundo hubiese olvidado qué ha sucedido en los últimos diez minutos de nuestra historia. ¿Alguien recuerda, verbigracia: Banca Catalana, los GAL y el destino de los fondos reservados, el despachito del hermano de Alfonso Guerra, el glorioso zaplanismo en el país de la orchata, la indiferencia del PNV ante el fascismo etarra, el florecimiento nacional andaluz o asturiano, el faraonismo generalizado de todas las administraciones públicas, el aznarismo belicista, el pujolismo como devastación de la pluralidad catalana y de la promoción del catalanismo obligatorio, y así sucesivamente hasta llegar al assenyat señor Fèlix Millet y al actual duelo al sol entre esos dos indescriptibles estadistas llamados Mas y Rajoy? La responsabilidad de todo este inventario de pesadilla, ¿también hemos de hacerla recaer en el franquismo?
Ahora bien, si hablar del franquismo se hace inevitable, hagámoslo con el rigor y el sentido globalizador suficientes para no faltar a la verdad ni menospreciar la inteligencia de nadie. Que el PP es hijo de sus padres y que en sus filas los sectores ultraderechistas poseen una relevancia que le imposibilita ser algo más suavecito en sus modales (que no en sus ideas) no es ningún misterio. En consecuencia, no debería sorprender que Wert haya dicho lo que ha dicho en el peor de los sentidos imaginables (es decir, entendiendo eso de “españolizar” como sinónimo de adoctrinamiento). Lo que sí debería sorprender, en cambio, es que no se evoque al menos de vez en cuando de dónde viene CiU, porque los señores de esta coalición también son hijos de sus padres. La actitud de la Lliga Regionalista (indiscutible antecedente histórico e ideológico del convergentismo pujoliano y de su evolución posterior) ante el golpe militar de 1936 (por no ir más atrás) y de su vanguardia económica durante toda la dictadura no ofrece dudas acerca de sus prioridades, es decir, de sus negocios: su patria siempre ha sido su butxaca. Por no hablar de la elocuente circunstancia de que, en las primeras elecciones democráticas tras la muerte de Franco, muchos de los candidatos convergentes de la “Catalunya Catalana” (maravillosa etiqueta acuñada por Pujol para devaluar la catalanidad de los charnegos) habían sido los últimos alcaldes franquistas de multitud de pueblecitos bucólicos con campanario, oficina de la Caixa y Guardias Civiles perfectamente integrados.
Los litigantes del así llamado problema catalán eluden lo esencial y airean sólo la parte que les conviene del mismo modo que se hace cuando desde la ideología dominante (la de dichos litigantes, entre otros) se habla de violencia. En efecto, para quienes desean perpetuar el estado de cosas actual, las coerciones de un piquete de huelguistas o la resistencia pasiva de algún colectivo que se opone al desmantelamiento del Estado social de derecho o a la salvación de la banca constituyen actos de violencia, al mismo tiempo que jamás admitirán el carácter violentamente despiadado que supone hacer pagar los crímenes financieros de bancos y especuladores a quienes no tienen ninguna responsabilidad en ello o que supone una reforma laboral anticonstitucional impulsada por el PP y apoyada por CiU, entre cuyos dirigentes, por cierto, no faltó quien objetó que le parecía una reforma moderada.
Conviene no olvidar, por otra parte, que las palabras del señor Wert revelan deseos (tan inquietantes como se quiera, pero hasta el momento sólo deseos), mientras que la situación educativa en Catalunya dista mucho de carecer por completo de rasgos doctrinales. Puedo aportar algún ejemplo al respecto por mi condición de docente, aunque creo que para suscribir lo que voy a decir a continuación no hace falta dar clases de nada: basta con mirar alrededor de uno y no temer describir lo que se observa.
Hace un par de años di clases (por cierto, entre otras asignaturas, impartía lengua catalana) en una escuela concertada estrechamente vinculada a CiU. Entre mis alumnos se encontraban los hijos de algunos dirigentes de CiU y de algún ex-conseller, de alguna celebrity de TV3, de algunos miembros de la junta directiva de Barça y de no pocos patriotas empresarios debidamente discretos. Como tutor de un grupo de cuarto de secundaria viví experiencias catalanizadoras bien poco gratificantes. Se me censuró varias veces (fueron “varias” porque siempre desoí las órdenes directivas) que hablara en español a padres hispanohablantes que hacía muy poco que se habían instalado en Catalunya; y el día de Sant Jordi toda la escuela cantaba, sí o sí, Els segadors. La directora de etapa incluso me hizo saber que una de las mayores preocupaciones de la dirección del centro era evitar que los chavales hablasen español en el patio. Pero lo que más me inquietó fue lo que presencié en una clase de segundo de secundaria cuando se trató el asunto de la relación entre Catalunya y España. La mayoría de alumnos intervino con una sulfuración histérica ante lo que ellos denominaban España recurriendo a eslóganes del tipo “Espanya ens roba”, “Espanya es queda els nostres diners”, etcétera. Hablo de chavales de doce años que viven en zonas residenciales de Sant Cugat, de Barcelona y de Esplugues y que pertenecen a familias de clase media y alta con segundas y terceras residencias en la Cerdanya y el Empordà y con varios coches de alta gama por familia. O sea que hablo de los que hablan de expolio fiscal con la cartera rebosante de euros. Cuando me vi en mitad de aquel festival de odio pueril me vino sin remedio a la cabeza el devastador final de la película de José Luis Cuerda La lengua de las mariposas.
El caso de la escuela pública catalana no es, en términos generales, tan recalcitrante como el que acabo de exponer pero también es posible encontrar en su seno episodios preocupantes. Dos amigas que trabajan en sendos centros de secundaria me contaron recientemente un par de anécdotas impagables. Una de ellas me explicó que la jefe de estudios de su centro le había indicado que hablara siempre en catalán aunque algún alumno pusiera cara de no entender nada; la otra se quedó atónita cuando, tras una baja médica prolongada hasta después del pasado 11 de septiembre, llegó a la sala de profesores y, ante el entusiasmo independentista de la mayoría de docentes, ella dijo no ser partidaria de un Estado catalán, a lo cual una colega le replicó que cómo era eso posible si les iban a dar 1.300 euros a cada profesor (me consta que la desinteresada profesora separatista no precisó si el dinero en cuestión tendría carácter diario, mensual, anual o único).
Otras constataciones son posibles. Por ejemplo, entre mis amigos nacionalistas (de momento aún me queda alguno que no se avergüenza de fer un cafè junto a un impresentable como yo) no falta quien se divierte muchísimo al comprobar que sus hijos adolescentes apenas saben hablar español. Y, por cierto, el libro de la asignatura de historia de segundo curso de bachillerato de la editorial Vicens Vives no ha tenido inconveniente alguno en imprimir que una de las principales víctimas del franquismo fueron los catalanes. En honor a la verdad hay que decir que en tan plurinacional obra no se dice que los andaluces, los extremeños y los gallegos se fueron de fiesta cuando emigraron hacia finales de los años cincuenta y principio de los sesenta del siglo pasado, o que Grimau, los fusilados anarquistas y todos los asesinados por la dictadura eran gente más mala que la tiña (salvo si eran catalanes). Hay que agradecer el detalle. Lo cual no evita que todavía hoy muchos integrantes de la comunidad nacionalista catalana sigan afirmando que la emigración que llegó a Catalunya desde diversos lugares del resto de España fue enviada por Franco para acabar con la lengua catalana. Por no recordar la exquisita opinión de Heribert Barrera cuando dijo en un librito entrañable que a Catalunya le hubiera ido mejor si no hubiesen llegado los inmigrantes en cuestión. Sospecho que la burguesía catalana tiene sobre el particular una opinión muy distinta.
Lo que digo acerca del adoctrinamiento patriótico de algunos escolares en Catalunya no admite la generalización. Desde luego (y por fortuna), la pluralidad del cuerpo docente y la diversidad de las realidades sociales y económicas en Catalunya impide hablar de un sistema educativo políticamente dirigido en su integridad. En muchos centros escolares de Barcelona y sus cercanías cualquier pretensión de adoctrinamiento está condenada al fracaso. No sólo he dado clase en colegios de élite pija. Mi nomadismo docente también me ha llevado a algunas aulas de, por ejemplo, el Baix Llobregat ocupadas por chavales de secundaria de barrios ignorados por todos los gobiernos de la Generalitat; chavales cuyas familias malviven del PIRMI y de algún que otro trapicheo abandonados unos y otras a su suerte. Supongo que se entenderá fácilmente que en este tipo de contexto de la Catalunya no catalana en que bastante se hace si se consigue reducir el absentismo escolar el rollete patriótico no cuaje lo más mínimo. De ahí que resulte grotesco escuchar a cualquier catalanista, ubicado entre CiU e Iniciativa, afirmar que la inmersión lingüística es garantía de cohesión social. No estaría mal que algún día se animaran a explicar cómo demonios se puede garantizar algo que no existe.
Lo que es seguro, en cualquier caso, es que en los despachos oficiales en los que viene diseñándose el modelo educativo de Catalunya desde el primer gobierno de Jordi Pujol hasta hoy siempre ha habido muy poco espacio para la inocencia. Si bien el ámbito educativo es sólo una parte de la multiplicidad de ámbitos interrelacionados que constituyen la realidad en que vivimos, dicha interrelación impide que pueda escapar por entero a las ideas dominantes. Además, se trata de un ámbito capital en términos de calidad cívica, por lo que ignorar su carácter diverso lingüística, social y genealógicamente en aras de cualquier proyecto político es una absoluta temeridad. Y especialmente en aras de un proyecto de secesión etnicista. Y el proceso nacionalista catalán, al igual que el vasco, lo es por mucho que se disfrace de tolerante, democrático y exquisitamente civilizado. Basta con escuchar a Alfons López Tena diciendo, el día de su coronación como candidato electoral, que los funcionarios españoles no tienen nada que hacer en Catalunya al día siguiente de la independencia. Basta con recordar las palabras de Artur Mas con motivo de la muerte de ese portento de las letras que fue Joan Triadú (quien por cierto adoctrinó a casi la totalidad de la crítica literaria doméstica indicando que no había que dar palos a ningún libro escrito en catalán): “Triadú es un català de primera divisió”, de lo cual se colige que hay catalanes de divisiones inferiores. O basta con leer las declaraciones de la dicharachera señora Patrícia Gabancho en una entrevista a Tornaveu en la que dice cosas como ésta: “(…) El problema aquí és el mantenir l’hegemonia catalana en el tronc central de la societat i deixar que les perifèries s’organitzin i s’acomodin com puguin. Ara bé, si la perifèria castellanoparlant assoleix l’hegemonia… aleshores estem perduts. De moment no ha passat, però”; o como esta otra: “(…) Si tu no parles català, aquest món no hi ha manera de guanyar-lo. En aquest món es viu parlant català i si no parles català en quedes fora, i aquest és el tronc central de la societat. És el lloc on hi ha el talent: el talent parla català”. Ya hace tiempo que Gabancho acumula méritos para ser condecorada el día después de la independencia, ese proceso que tantos nacionalistas consideran democràtic i irreversible simultáneamente (a ver si algún día me explica alguien cómo se comen juntas ambas cosas). Lo hizo, por ejemplo, en su exitoso libro de 2007 El preu de ser catalans, en el que dice (ahí es nada): “La cultura catalana ha d’aprendre a renunciar als llibres espanyols de Mendoza, i a Vila-Matas, i a Marsé, i també a la producció de Jordi Herralde (…), i de Beatriz de Moura” (p. 73). Sabido es que desde el experimento nazi el racismo basado en la biología es políticamente incorrecto e ineficiente y que ha sido paulatina y exitosamente sustituido por el basado en la cultura.
Mi conclusión es clara: está muy bien criticar las oscuras pretensiones del ministrillo Wert, pero sólo es legítimo hacerlo si se acompaña de la oposición a cualquier forma de adoctrinamiento en cualquier sistema educativo y si, asimismo, se admite que en Catalunya la intención gubernamental de adoctrinar a los estudiantes no es una invención de Intereconomía. Por mucho que la actual consellera Irene Rigau, la psicológa que resultó no serlo, mire hacia otro lado y silbe cuando alguien le pide explicaciones sobre asuntos incómodos.
Wert no es más que la enésima caída en la fácil y oportunista tentación metonímica de tomar la parte por el todo, tal como se ha hecho con ese militar perfectamente imbécil que quiere pasear en tanque por la plaza de Sant Jaume o como ese impresentable de Vidal-Quadras que suspira por llevarse un tricornio a la cabeza. La de estos dos individuos, ¿acaso es la opinión mayoritaria en ese país vecino llamado España? En esto también juegan sucio la mayoría de dirigentes nacionalistas catalanes: sólo quieren ver la catalanofobia al tiempo que se desentienden de la hispanofobia en que han fundamentado desde hace años su proyecto de construcción nacional. Resulta muy fácil cargarse de “razón” con las sinrazones de un par de mentecatos.
Me ha interesado el modo en que este artículo ha suscitado la respuesta estúpida —pero que era de esperar— por parte de dos lectores cuasianónimos —que sólo firmaban con un nombre: “Didac”, “Joaquim”; por cierto, me he reído mucho con el comentario de Alberto Luque sobre el sustrato mistérico y la carencia de identidad de esa gente.
ResponderEliminarPor lo que sé de la vida social catalana, todo cuanto dice aquí Josep Maria Cuenca es verdadero y significativo. Parecería que quiere aquilatar esa verdad sociológica con episodios personales, más o menos “anecdóticos”, como aquellos “entes misteriosos” le reprochaban en sus comentarios deLa Lamentable. Pero no se trata aquí de ningún procedimiento de “inducción”, de generalización más o menos arriesgada a partir de unos pocos casos, como muy bien ha explicado, en el mismo lugar, Josep Maria Viola. Cualquier afirmación sociológicamente verdadera no puede tener más que un aval estadístico, pero a veces ni siquiera eso, sin por ello dejar de ser verdadera. En mi opinión, se trata de saber distinguir lo contingente de lo típico, incluso cuando, como a menudo sucede, lo típico sólo es latente y no manifiesto. Para poder realizar ese ejercicio de quintaesenciación, de extracción de lo verdadero-sociológico (latente o manifiesto), no basta con observar, sino que se requiere una ciencia, un conjunto de instrumentos analíticos: un conocimiento profundo de la historia, junto a una teoría científica de la historia, y un conjunto claro de nociones sociológicas. Todo esto lo posee Josep Maria Cuenca sobradamente. Si hay hoy en España algún tipo de intolerable adoctrinamiento ideológico por parte de las autoridades educativas, sin duda es en Cataluña y en el País Vasco. La falsificación más grosera de la historia en los libros de texto es algo tan evidente que sólo los ciegos y los sordos (los nacionalistas) son incapaces de ver.
Puede que sea grotesca, como sostiene Josep Maria, la forma en que un ignaro ministro como Wert se atreve a hablar de la necesidad de “españolizar” a los niños españoles, pero también me da la sensación de que es la reacción típica, mecánica, acrítica contra tales declaraciones lo que esconde el mayor peligro social. Al fin y al cabo, es absurdo “españolizar” a ningún niño español, precisamente porque, al haber nacido en España, no puede ser ni más ni menos español. Tiene quizá algo de sentido el “desespañolizarlo”, entendiendo esto como la inculcación de un sentimiento de hostilidad antipatriótica, como hace el adoctrinamiento catalanista (digo “algo de sentido”, por cuanto, aunque un individuo enloquezca hasta el punto de cultivar el más incivil odio a España, las leyes siguen protegiéndolo como a cualquier otro compatriota, y él no deja, ni de jure ni de facto, de ser español). Alberto Luque y Rufino Fernández lo han puesto de relieve en ese foro de La Lamentable: no existe ni puede existir ningún “nacionalismo español”; España no necesita que sus ciudadanos sean “españolistas” —sea lo que sea que esto quiera decir—, como no requiere Francia que los suyos sean “francesistas”, o Italia que los suyos sean “italianistas”. Sólo los que carecen de nación pueden ser “nacionalistas”, es decir, inventarse una, que sólo exista en su imaginación.
Digo que la respuesta a las tonterías de Wert me parece más inquietante que esas mismas tonterías, y no me refiero sólo al modo hipócrita y absurdo en que protestan los catalanistas, sino también, lo siento, a la atenuación que Josep Maria cree necesario hacer, diciendo que se trata de ligerezas e idiotismos peculiares, personales. Porque esta atenuación tiene el efecto de una concesión. Quizá me extralimito si digo que ese exceso de prudencia de Josep Maria se debe a su preocupación, ya expresada otras veces, por buscar la fórmula más persuasiva contra la influencia del fanatismo nacionalista. Pero a mí me parece mejor la postura defendida por Alberto Luque (en el debate sobre el Manifiesto federalista), y que consiste, según yo lo entiendo, en no preocuparse de si lo que uno defiende, desde una postura por ejemplo marxista, coincide o no, en apariencia o en el fondo, con lo que defiende un dirigente del PP. Ronda por aquí el espectro erístico del argumentum ad personam, que en una discusión verdaderamente filosófica no debería inquietarnos. ¿Y qué si la derecha defiende la integridad nacional y combate el nacionalismo? Lo peor de la claudicación de la izquierda ante la mística nacionalista es que ahora ya no hay izquierda española —salvo quizá ese talentoso grupo que impulsa Izquierda Hispánica—, y entonces se lo ponemos muy fácil a la derecha: parecería que la única manera de ser patriota es votar al PP. Yo creo, como Luque, que todo ciudadano prudente debe defender a su país, lo que no significa defender la forma concreta que adopta el gobierno de ese país. Tanto si España es una monarquía como si es una república, todo ciudadano español es español, por “perogrullasia”, lo que no le impide ser partidario de una u otra forma de gobierno. Pero los nacionalistas son esencialmente antiespañoles o antipatriotas, y como dice Josep Maria, son genuinamente “de derechas”. La crítica que hay que hacer al actual gobierno del PP —como a los anteriores del PSOE— es más bien la de que ellos también son unos vendepatrias, que han supeditado a España a los intereses del IV Reich alemán —ni más ni menos que lo que pretende Artur Mas con Cataluña—, con la introducción de la “deuda soberana” en esa atroz enmienda constitucional que reza así (Art. 135, Apart. 3): “Los créditos para satisfacer los intereses y el capital de la deuda pública de las administraciones se entenderán siempre incluidos en el estado de gastos de sus presupuestos y su pago gozará de prioridad absoluta. Estos créditos no podrán ser objeto de enmienda o modificación, mientras se ajusten a las condiciones de la Ley de emisión…”
ResponderEliminarEs bueno e interesante reflexionar no sólo sobre lo que se dice, sino sobre cómo se dice. Coincido parcialmente con Cosma en que lo que ella ha llamado, algo exageradamente, una “atenuación” en la reflexión de Josep Maria Cuenca, tiene algo de argumento ad personam —más exactamente, algo de argumentum ad Hitlerium. En efecto, parece como si tuviésemos que advertir a cada paso que no somos derechistas, aunque “casualmente” coincidamos con algo que también mantiene un derechista. Porque puede suceder, y eso no nos ha de perturbar, que esa coincidencia no sea “casual” ni superficial. Esta falsa preocupación se debe a la hegemonía ideológica de la derecha (nacionalista y no nacionalista), que se ha apoderado incluso del lenguaje y de los motivos propios del pensamiento socialista. Sólo la izquierda defendió a España, al legítimo gobierno de la República, contra el alzamiento fascista; y la unidad de la nación no podía abandonarse como si se tratase de una “idea” intrínsecamente reaccionaria, porque simplemente es un “hecho” social ineludible. Sin embargo, me inclino a dar la razón a Josep Maria Cuenca en la necesidad de hacer explícita la distancia respecto a los derechistas. Si el PP es antinacionalista, pues muy bien, eso es mucho mejor que cuando la derecha hegemónica es separatista, pero hay que recalcar que el argumentum ad Hitlerium no lo practicamos nosotros, sino los nacionalistas: son ellos quienes, como esos dos bobos que intervinieron en el debate de La Lamentable, acuden a esa falacia: sugieren que al coincidir con el PP en el antinacionalismo, uno demuestra que se halla en el mismo bando. Eso es absurdo: sólo se está de acuerdo en la defensa de España, en la oposición al secesionismo, y nada más. Son en cambio CiU y el PP los que coinciden milimétricamente en la defensa de los intereses del gran capital y en el saqueo del Estado para enriquecer a unos pocos. Así que el modo en que Cuenca plantea esa falsa “coincidencia” me parece correcto, y no, como sugiere Cosma, producto de un escrúpulo por parecer menos comprometido con las políticas derechistas; porque está claro que semejante “compromiso” no existe.
ResponderEliminarTal vez lleve razón Cosma cuando con extrema educación y sólidos argumentos (así da gusto dialogar y discutir) ve en mi artículo un punto de concesión. Sin embargo, me ratifico en mi modalidad expresiva, compartida con precisión quirúrgica por Saul. En cualquier caso, los comentarios de ambos son un estímulo para la reflexión acerca de cómo deben abordarse los temas a tratar, es decir, acerca del eterno debate de la eficacia del lenguaje cuya llama procuro mantener viva en “Constelación” y en otros lugares (si bien debo aclarar que en este asunto, como en casi todos, lo más indicado es echar mano del análisis concreto de la situación concreta). Resumiendo mucho, yo diría que existen matices que nunca se deben obviar. Juan José Sebreli escribió hace unos años “El olvido de la razón” (obra que, por cierto, debido a su proximidad temática con las “Imposturas intelectuales” de Sokal y Bricmont podría muy bien haber salido a colación en el debate que llevamos a cabo aquí con motivo del artículo de Xavi López sobre Deleuze) y, durante su promoción en España, Sebreli señaló que no pasaba nada por coincidir en algún punto con gente ideológicamente inquietante. Lo comparto y lo amplio: una cosa es coincidir parcial y contingentemente con gente inquietante y otra cosa es tener (o parecer que se tienen) coincidencias inquietantes con gente ideológicamente inquietante. Para despejar cualquier ambigüedad al respecto lo mejor es dejar las cosas muy claritas, no tanto con la esperanza de ahuyentar las penosas insinuaciones y descalificaciones de algunos (con los “joaquimes” y “didaques” no se puede esperar otra cosa) como por la siempre recomendable vocación de indicar con rigor y nitidez desde qué posición exactamente toma uno la palabra. Luego, como ya sabemos, lo entenderá quien lo entenderá. Ni uno más ni uno menos. A todo lo cual debo añadir que mi oposición al independentismo catalán o vasco se debe, antes que a mi condición de catalán y español, a mis convicciones políticas de zurdo desolado.
ResponderEliminarLo más relevante de este artículo de Josep Maria Cuenca es (1) la demostración de que el adoctrinamiento nacionalista y la insuflación de una ideología antiespañola son rasgos típicos del catalanismo, y (2) que éste sigue usando impunemente la justificación ilusoria de un “franquismo” cuyas agresiones todavía hoy, siete lustros después de la muerte de Franco, habría que “compensar” tolerando las inciviles ambiciones nacionalistas. Pero el franquismo es ya historia, y la historia pasó a la historia; a la corrupción del franquismo ha sucedido la corrupción de los nacionalistas en el poder; y es muy lindo de ver cómo sus dirigentes ocultan su pasado manifiestamente, francamente franquista.
ResponderEliminarEs inevitable que la discusión sobre los tópicos de este artículo sirva para prolongar la discusión general sobre el separatismo catalanista que hemos desarrollado a partir de otras entradas de Constelación. Espero entonces que no consideraréis una impertinencia que aquilate aquí las razones de la discusión que proviene de antes.
Cualquier país lo suficientemente extenso cuenta en su territorio con peculiaridades culturales distintivas. Así, es frecuente el contraste que degenera en tópico, de manera que un parisino puede hacer chistes a expensas del carácter típico de un bretón o de un marsellés. Irving Babbitt, como otros viajeros y buenos observadores, anotaba la insuperable diversidad, abigarramiento y contradicción que han caracterizado siempre a España, en un interesante ensayo de 1898:
“In no like area in Europe, perhaps not in the world, do there exist such extremes of dryness and moisture, heat and cold, fertility and barrenness, such smiling landscapes and such dreary desolation. And contrasts such as we find between the arid steppes of Aragon and the huerta of Valencia, between the bleak uplands of Castile and the palm groves of Elche, between the wind-blown wastes of La Mancha and the vega of Granada, are not without counterpart in the character of the inhabitants. What, for instance, can be affirmed of a Catalan which will also hold true of a native of Seville? I remember that a theater audience at Madrid thought it the height of comic incongruity when a stage valet declared that he was a mixture of Galician and Andalusian. (‘Yo soy una mezcla de gallego y andaluz.’) It is hard, indeed, to avoid a seeming abuse of paradox and antithesis in speaking of Spain—‘that singular country, which,’ in the words of Ford, ‘hovers between Europe and Africa, between civilization and barbarism; that land of the green valley and barren mountain, of the boundless plain and broken sierra; those Elysian gardens of the vine, the olive, the orange, and the aloe; those trackless, vast, silent, uncultivated wastes, the heritage of the wild bee;… that original unchanged country, where indulgence and luxury contend with privation and poverty, where a want of all that is generous or merciful is blended with the most devoted heroic virtues, where ignorance and erudition stand in violent and striking contrast.’” [Spanish character, and other essays (1898-1932), Boston-Nueva York, Houghton Mifflin Co., 1940, p. 2.]
Pero ninguna de tales diferencias culturales puede producir un sentimiento tan antipatriótico e incivil como el separatismo y la ilusión de formar una nación aparte. El separatista es un cafre que cree tener un derecho especial sobre el suelo que comparte con sus vecinos. Cree el catalanista que puede hablar del suelo catalán como “suyo”, pero ese suelo es tan suyo como de los gallegos o los manchegos; sin hablar de que pretende convertir en extranjeros a sus vecinos del mismo territorio que no comparten su insana enemiga antipatriótica. El territorio de un país pertenece a todos sus habitantes, y a ninguno; un país no es una finca particular. Y no se trata de la diferencia de sentimientos entre los habitantes de Cataluña y los del resto, sino de la separación entre los propios catalanes, de la agresión de los independentistas a sus vecinos, con la amenaza de robarles su país, con el insulto de considerarlos una suerte de invasores: así, una parte de la población, autodenominada “Cataluña catalana”, pretende negar el derecho a expresarse a la otra, la “no catalana” según sus términos; pretende, aún más, hablar en su nombre, al atribuirse totalitariamente la etiqueta de “catalanidad”, diciendo “nosotros los catalanes” cuando deberían decir “nosotros los catalanistas”.
ResponderEliminarSe invoca el derecho a la autodeterminación como si se tratase de un principio jurídico internacionalmente reconocido. Pero este derecho sólo se reconoce a países que han sido sometidos a potencias extranjeras, como protectorados o colonias. De ningún modo puede convertirse en el atroz capricho antisocial de disgregar una nación política. Una secesión semejante, lo han de saber, sólo podría conseguirse por la fuerza, y por una fuerza de lo más brutal y agresivo.
Hace unos meses Cosma Bryson y Saul Colombo pusieron de manifiesto la falsa relación que el nacionalismo presuntamente izquierdista establece entre su doctrina y la política anticolonialista y los movimientos de liberación nacional que apoyó la III Internacional. Ninguna de las regiones de España ha sido jamás una colonia. Ni bajo el Imperio lo fueron los países sudamericanos; aquello era España, no colonias españolas; esos territorios se sometían a las mismas leyes, y no se hacían distinciones raciales ni de ningún tipo, a diferencia de lo que ocurría bajo los imperios depredadores británico, alemán o francés. La situación para un catalán, como yo, es y ha sido siempre la de un español que, como el resto, vive además unos hechos culturales peculiares —como por ejemplo el bilingüismo—, pero en modo alguno una distinción jurídica ni política.
Hemos dejado de hablar durante muchos años del patriotismo y de la defensa de España (ahora frente a los intereses depredadores de Europa y frente al separatismo microdepredador), porque nos parecía que nada la amenazaba; es como nuestra costumbre de no pensar en que estamos respirando, mientras no nos falte el aire. Pero hemos hecho otra cosa además, muy irresponsable, y es la de dejar de contestar a los absurdos nacionalistas, violentos o no violentos, mientras se iban engordando. La izquierda, quiero decir, no lo ha hecho, y entonces, como dice Cosma, ha dejado a los conservadores el derecho exclusivo de explotación del patriotismo (de una manera falsa, por supuesto, y por eso hay que denunciar el verdadero antipatriotismo de la derecha española, como dice Cosma). La izquierda se dejó seducir por el derechismo nacionalista, y he aquí que un izquierdoso-indefinido típico es aquel a quien la integridad nacional le parece un tópico “facha”. De este modo, y aunque sea una falacia, se vuelve un arma poderosa en manos de los ideólogos separatistas ese argumento que Colombo ha caracterizado correctamente como ad Hitlerium. Total, que, como dice Cosma, no tenemos izquierda en España, izquierda española, sino esa farsa izquierdista que pretende competir con las ilusiones de los separatistas, que pretende, en suma, que la lucha por mejorar las condiciones de vida de los trabajadores contra las agresiones del gran capital, pasa por la vindicación del federalismo o la división arbitraria del Estado. Hay que ver qué miedo dan estos izquierdistas a Artur Mas y sus secuaces capitalistas —el mismo miedo que provocan en el PP, o sea ninguno.
ResponderEliminarSí, tiene razón Colombo al decir que es conveniente remachar lo evidente —lo digo sin ironía—, a saber: que no hay ningún compromiso con la derecha nacional por el hecho de coincidir en el antinacionalismo. Por supuesto que está claro que la crítica social y política que desarrolla Josep Maria Cuenca no puede ser compartida por ningún derechista, sea nacionalista o antinacionalista. Pero mi objeción sigue en pie, por cuanto se refiere al modo y la extensión de la crítica: Wert o cualquier otro defensor de los privilegios de los ricos dice que hay que “españolizar” a los niños en las escuelas, &c.; esas frases sólo significan esto: que es partidario de que se enseñe en español, de que se enseñe la historia de España y, en definitiva, de que se evite que la escuela se convierta en el principal instrumento —junto con la TV— del separatismo. ¿Qué tiene todo esto de horrible? A mí —y seguramente que a la mayoría de los españoles, catalanes y no catalanes, de derechas o de izquierdas— eso me parece justo. Estamos denunciando el adoctrinamiento catalanista en las escuelas, la falsificación de los libros de texto de historia, el uso totalitario y escandalosamente partidario de la TV pública catalana, la rabiosa imposición de jure y de facto del monolingüismo, la actitud insufriblemente chulesca y antidemocrática de los dirigentes políticos catalanistas saltándose a la torera todos los dictámenes del Tribunal Constitucional que no les favorezcan, el ofensivo lenguaje xenófobo y racista, la práctica el insulto y el odio a lo hispano, &c., y entonces ¿ qué hemos de oponer? ¿Que no queremos que se hable de la unidad de España? ¿Que tampoco queremos que se use el español en toda España, y que se enseñe en esta lengua? ¿Que no queremos que se use el español en las televisiones autonómicas? ¿Que tampoco queremos que se corrijan los libros de texto? ¿Que no queremos que se juzgue como delito toda manifestación xenófoba o racista? Eso no sería lógico. Si es un individuo tan detestable como Wert el que tiene que fingir que defiende a España frente al separatismo, y la izquierda, en lugar de atacarle justamente por fingir, le ataca por el sentido aparente de lo que defiende, entonces estamos perdidos. El “izquierdoso-indefinido típico”, como dice Alberto, se escandaliza porque un derechista se atreve a hablar claro, sin complejos, defendiendo a España del incivismo nacionalista (hasta en la lucha contra el terrorismo etarra han tenido que ser estas personas conservadoras los héroes, contra la costumbre histórica de que sólo se inmolasen los izquierdistas frente a las formas de violencia homicida). Al PP hay que ponerlo en el mismo saco que a CiU por lo que respecta a la política fiscal y social que pretenden; en educación, sin ir más lejos, uno y otro preconizan la subvención pública de los colegios privados. Pero en lo que respecta a la “cuestión nacional”, la izquierda debería defender realmente lo que la derecha sólo finge defender. La mejor respuesta a Wert, por tanto, es dejarlo sin respuesta, seguir denunciando la corrupción nacionalista, exigir el respeto a la variedad cultural y lingüística en Cataluña, o sea la práctica libre del bilingüismo, denunciar la persecución de lo hispano, reclamar el uso del español en las escuelas y en la TV —y, en mi opinión, también reclamar la unificación jurídica, fiscal y política de todos los territorios de España. Y si Wert tiene que quedar sin “respuesta” de nuestra parte, en cambio la respuesta que deberíamos dar a esos nacionalistas y esos pseudoizquierdistas que sí le han “respondido” rasgándose la vestiduras, es que dejen ya de hablar de sus absurdos propósitos y en su absurdo lenguaje como si fuesen los propósitos de la humanidad entera y una nueva especie de esperanto.
ResponderEliminarEl adoctrinamiento catalán del que tanto se habla es completamente irreal. Según el centro en donde se imparta la enseñanza sí que es verdad que, tal y como cita J.M. Cuenca, existan algunos casos donde la historia pueda explicarse de un modo sesgado. Eso sucede en prácticamente en todo el mundo y evidentemente no lo voy justificar. Por supuesto, no tendría que ser así. El caso más flagrante de manipulación académica se produjo durante el franquismo y, a pesar de los métodos empleados en las aulas españolas, no se pudo controlar que más tarde aparecieran "progres" y gente con talante democrático. Por ese motivo, dudo (mucho) que la educación en Catalunya sea una máquina de creación de independentistas y de "odiadores" del concepto España. El nacionalismo español y el catalán se tocan por ambos lados. Por cierto, Irene Rigau no es una psicóloga que nunca lo fue. Es Joana Ortega.
ResponderEliminarUn saludo.
Creo que un sentido muy sensato Miquel Nadal tiene razón, pero que en otro sentido (de amplitud, de alcance de su observación y su juicio) es muy parcial. La inculcación de doctrinas en las escuelas no depende sólo de los libros de texto, que en general son correctos y científicos. Unas pocas tergiversaciones ideológicas deslizadas aquí y allá no pueden desacreditarlo. Y es además cierto que tal inculcación no depende de los libros, sino de los profesores, entre quienes cabe esperar una cantidad mínima de fanáticos. O, en todo caso, las tendencias ideológicas entre los profesores reflejarán en porcentajes similares las que existen en el conjunto de la ciudadanía. Por otro lado, poco se puede objetar a la libertad de cátedra y al derecho de cada profesor (de historia, sobre todo) a interpretar los hechos según su propio juicio. Si éste es muy peculiar, o si discrepa de las opiniones de otros, es algo que los debates públicos podrán corregir, al menos en el sentido de revelar que existen interpretaciones encontradas y discutibles. Hasta aquí estoy de acuerdo con la mesurada observación de Miquel.
ResponderEliminarLa parcialidad la encuentro principalmente en el hecho de que su observación no alude a lo que sucede en otros medios de información y formación públicos, concretamente en las televisiones autonómicas. Un caso nada especial, sino característico, del uso de la TV en favor del catalanismo fue puesto de manifiesto por el mismo Josep Maria Cuenca en su entrada “Gente encantadora” (15 de septiembre). Y quedan aún en pie todas las críticas que se han hecho al totalitarismo nacionalista, a su imposición del monolingüismo, a su lenguaje del antipatriotismo naturalizado. Aquí me parece innegable que se trata de una “máquina de creación de independentistas y de ‘odiadores’ del concepto España”. Y si es todavía correcta la estimación de Miquel de que la escuela no lo es, no puede negarse que ese es sin embargo el objetivo del nacionalismo. La cuestión del monolingüismo afecta a la enseñanza tanto como a la TV.
En cuanto a lo de que “nacionalismo español y el catalán se tocan por ambos lados”, tengo que reiterar mi discrepancia, que ya he intentado explicar en otras ocasiones. El motivo por el que, a estas alturas, no parece absurdo hablar de “nacionalismo español” es sencillamente que se trata de un tópico naturalizado entre los nacionalistas a fuerza de repetirlo. Pero insisto, no existe tal cosa como un “nacionalismo español”, del mismo modo que no existe un “nacionalismo francés” ni uno “italiano” ni ningún nacionalismo que caracterice un movimiento político en ninguna nación (Estado político). Las naciones ya formadas no necesitan el nacionalismo, porque éste es una suerte de ideología reivindicativa: sólo puede existir cuando la nación política no existe, y se pretende crearla. Ahora bien, la época de invención y formación de las naciones actuales, modernas, tras la Revolución francesa, ya ha concluido. Ahora el nacionalismo no puede manifestarse sino como separatismo, y entonces se trata de enjuiciar si existen razones razonables, lógicas o pragmáticas, que puedan justificar el separatismo, la disgregación de las naciones actuales. Yo creo que no, en general. El principal argumento de mi incredulidad es el hecho de que las ideologías nacionalistas (=separatistas) buscan su justificación en mitos históricos, en fantasías y en sentimientos y resentimientos de lo más arbitrario e ilusorio. La cuestión del federalismo parece más sensata, porque finge basarse en cuestiones prácticas, civiles, administrativas, &c. y huir de conceptos oscuros, etnicistas o míticos. Pero en realidad, si se examina atentamente, vemos que, al menos en España, el federalismo basa su razón de ser en los mismos mitos nacionalistas.
Otra cuestión que merecería discutirse mejor es esa de que el adoctrinamiento falangista durante el franquismo no impidió que surgieran generaciones de profesores “progres” que enseñaron la historia con más imparcialidad. Es cierto, pero no habría que olvidar a qué ha conducido luego, acabado el franquismo, ese “progresismo” o “izquierdismo”: ni más ni menos que a construir otro mito, precisamente el del “franquismo” postfranquista, el del franquismo como justificación de las opciones políticas actuales (y, por supuesto, el frecuente uso de ese argumentum ad Hitlerium de que ha hablado Saul Colombo).
ResponderEliminarHay otra cosa que agradezco mucho a la intervención de Miquel. Se trata de que su juicio sugiere que no tenemos motivos reales para inquietarnos por el catalanismo. Ojalá tuviese razón. Puede que la mía sea una inquietud exagerada, una magnificación errónea del fenómeno. Desearía que así fuese. Pero tal como lo percibo, me parece archievidente que el catalanismo ha traspasado con mucho los límites de lo tolerable para la racionalidad de la vida civil.
Agradezco infinito el comentario de Miquel, con independencia de que discrepe de lo que afirma y me sienta más próximo a los comentarios de Luque. En mi opinión, el mérito (infrecuente) de la intervención de Miquel radica en su tono, que permite dialogar y discrepar lejos de la descalificación y del parapetarse en eslóganes que se toman prestados. También quiero agradecerle la precisión sobre la psicóloga que no lo fue; escribí de memoria y me confundí de consellera.
ResponderEliminarConsidero que Miquel tiene razón cuando señala que la enseñanza sesgada de la historia es algo de alcance universal. El asunto es complejísimo y no se puede profundizar en él sin dedicarle mucho tiempo. Yo añadiría sucintamente a lo dicho aquí que hemos de abandonar cualquier concepción de la educación como algo inocente, neutro o necesariamente liberador. La educación es un proceso coercitivo que nada tiene que ver con la libertad según nos es vendida en nuestras sociedades. Por otra parte, no puede ser en ningún caso neutra. Así las cosas, lo deseable sería formar a las generaciones jóvenes en la autonomía crítica y facilitarles el acceso a una madurez realmente adulta (y perdonadme por parecer un pedagogo "progre" e ingenuo de esos que dan cursillos de verano llenos de bondad verbal que sólo sirven a efectos meramente gremiales). Semejante planteamiento educativo jamás se ha podido desarrollar sin intereferencias de todo tipo en este mundo, pero sí como proyecto teórico desde antes de la Ilustración, durante ésta y posteriormente. En espera de tiempos mejores, yo, como ciudadano que se dedica a la docencia, me aferro a dicho planteamiento.
En cuanto al adoctrinamiento franquista, me parece muy interesante lo apuntado por Luque en su último comentario. Más férreo que el sistema franquista lo fue el soviético, y también sabemos qué resultados dio. No veo nada paradójico en ello. Es más, me parece de lo más coherente: el antifranquismo es una depurada consecuencia del franquismo, así como los yeltsines y putines son hijos predilectos de la educación soviética. Lamento no poder matizar más estas afirmaciones que, a palo seco, pueden parecer cuando menos chocantes.
Por último, creo que lo mejor de la historiografía y las ciencias sociales, junto con las observaciones propias, deberían bastar para percibir racionalmente que es imposible albergar esperanza alguna de que un eventual estado catalán pueda ser mejor que lo que ahora tenemos. Ningún proyecto verdadermante radical-emancipador, por decirlo a la manera de Zizek (perdón por la ausencia de acentos), puede pasar por la estulta voluntad de cambiar el marco político. Tenemos un marco político perfectamente definido y lo que hay que hacer es construir un proyecto social para adecentarlo, no para multiplicarlo en nombre de los supuestos sentimientos de unos cuantos.
Para Miquel Nadal, y sin querer caer en metonimia. Joana Ortega tampoco fue nunca psicóloga. No terminó la licenciatura.
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