17 de junio de 2012

RE: flo6x8


[DE: Alberto Luque]

Quiero insistir yo también, como Palmira, en que dediquéis unos minutos a contemplar las emotivas y talentosas actuaciones de flo6x8 (flo6x8.com). Además de hacer vibrar una cuerda en el alma, como una conmoción cósmica, como si temblara el Universo y no sólo nuestro corazón, esas acciones dan mucho que pensar en el terreno de la virtud cívica. Hay que perder la vergüenza como hay que perder el miedo (a decir lo que se siente, aun sin pensar lo que se dice, a no medir las palabras como si formásemos parte del séquito de los tunantes; éstos temblarán en cuanto oigan la voz de quien dice la verdad; lo que me recuerda la frase que uno de los piratas pronunciaba en una versión infantil de La Isla del Tesoro: “No te puedes fiar de un hombre honrado” —una frase que, por cierto, no se le ocurrió al propio Stevenson).
Las experiencias algo erráticas y francamente intuitivas y hasta ingenuas —y hasta burguesas y conservadoras—, por no decir que también, a veces, lastradas por conductas irracionales y acríticas, del 15-M son sin embargo fecundas y regeneradoras de un necesario espíritu de emancipación social radical, de “orden nuevo”. Como mínimo, están volviendo a recuperar la dignidad del pobrerío, el sentimiento de orgullo moral de los trabajadores. Basta ya de esa repugnante ofensa a la humanidad que consiste en procurar grotescamente convertir en héroe al rico y al triunfador, al listillo, al cínico, al egoísta y al misántropo. Hasta parece mentira que el necesario, salutífero proceso de secularización haya conducido a negar, de las dos partes de la religión, la buena, la real, y no la mala, la fantasiosa. Me refiero a esos dos aspectos del cristianismo que Feuerbach llamó, respectivamente, verdadero y falso, el antropológico (la moral evangélica, el amor al prójimo, etc.) y el teológico (la supervivencia del alma tras la muerte, la sociedad celestial, etc.). En la parte buena del cristianismo estuvo casi siempre esa grandiosa y valiente idea de un Dios de los pobres, de un Dios que se hizo carne, no sólo para mostrar su humanidad, sino la más sublime forma de humanidad: la pobreza, la del orgullo de ser pobres pero honrados (las honestas enseñanzas que Jesús recibió de su bondadoso y verdadero padre, San José, que le sirvió de modelo para la imitación de la honradez del artesano). ¿A quién le podría haber conmovido que Dios se presentase en la Tierra bajo la estampa de un príncipe, como esos monigotes de dioses orientales, fantoches aristócratas? No, Nuestro Señor era un hombre bueno y sencillo, porque quiso ser un hombre, sentir como un hombre, padecer como un hombre, como el mejor de los hombres, un hombre pobre, para advertir, entre otras buenas enseñanzas, que ningún rico entraría en Su Reino, es decir que ser rico era lo más ofensivo y abyecto que un hombre podía ser a los ojos de la bondad. En nuestros tiempos ironizó a este propósito Léon Bloy, aquella lengua viperina —que sin embargo pronunció también otras cosas muy insultantes y odiosas, llevado por su fiebre nacionalista—, que le ganó el apelativo que le colgó Borges, el de haber sido “un especialista de la injuria”. Lo que dijo Bloy fue algo así: “Para saber lo que Dios opina del dinero, sólo hay que ver a quién se lo da.”
No voy a negar que esta apología cristiana de la pobreza, o la correlativa condena de la riqueza —sobre todo la obtenida por el comercio y la usura—, tienen mucho de hipocresía y de propósitos opiáceos. Pero este aspecto es bien conocido y no tiene objeto que yo lo discuta aquí. Lo que quería remarcar es lo tremebundo y trágico que resulta el hecho de que la base tradicional cristiana de nuestra moral —que, reconozcámoslo, hereda en lo fundamental el socialismo— haya sido sustituida por esa apestosa y grotesca sacralización de los inciviles ideales de los satisfechos. Con estos gestos del grupo flo6x8, y otros del 15-M, se recupera el nervio moral del cristianismo, del que se había nutrido la socialdemocracia revolucionaria y el bolchevismo (con lemas tan literalmente paulinos como aquel de la regla de oro del trabajo cristiano: “Quien no trabaja no come”).

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