[DE: Alberto Luque]
[…]
La relación entre lenguaje y
pensamiento es indudablemente muy estrecha, casi tanto como para justificar su
absoluta identificación, el isomorfismo más completo entre uno y otro. Y en
verdad que este acoplamiento cuasiperfecto ofrece un caudal de fenómenos
fascinantes para la investigación científica y para la filosófica.
Pero también es interesantísimo
examinar ese otro, digamos, 0,1% de fenómenos en que el contenido del lenguaje
y el del pensamiento no sólo difieren, sino que de hecho resultan
inconmensurables. Se trata de esos dos terrenos fronterizos y misteriosos en
que podemos hablar, por un lado, de un lenguaje sin pensamiento, y, por otro,
de un pensamiento sin lenguaje (es aún interesante a este respecto la teoría
desarrollada hace ya casi un siglo por Lev Semionovich Vigotski).
(Pasa aquí un poco como en el
estudio del genoma; la comparación superficial-formal-cuantitativa entre el de
una mosca, o mejor el de un simio, y el de un hombre, arroja la intrigante
cifra, grosso modo, de un 99% de coincidencia; ese monto es el que nos
permitirá comprender lo fundamental del genoma, el papel exacto —por complejo
que sea— que juega en la filogénesis y en la ontogénesis cada gen en
particular, así como cada estructura y subestructura, y todo el mecanismo. Nos
permitirá comprender en particular la génesis de la diferencia específica, de
aquel otro 1%. Pero en el contenido de este 1% es donde hallaremos la clave
para comprender qué es verdaderamente la naturaleza humana —y entre otras cosas
el lenguaje y el pensamiento simbólico—, la diferencia específica, es decir
aquello que no está en el otro 99%.)
He dicho que la casi completa
identidad entre pensamiento y lenguaje es innegable. (Me ha gustado la
metonimia de Raquel:* el pensamiento es un lenguaje silencioso,
el lenguaje es un pensamiento ruidoso; revela mucho más de lo que aparenta: hay
como un cuerpo y un alma de lo lingüístico, que son y no son lo mismo, hay una
correspondencia entre lo real-físico [comunicación-lenguaje-habla…] y lo
real-psíquico, o espiritual [pensamiento-sentimiento…].)
Pero como todo tiene sus ángulos
muertos, sus lados oscuros, sus veredas intrincadas, sus funciones latentes,
sus usos perversos, etc., quiero poner de relieve una salvedad aquí. A veces la
innegable identidad entre pensamiento y lenguaje suele ser esgrimida por un
profesor irritado, intemperante y posiblemente mermado en sus funciones
emocionales y lógicas, para reprocharle a alguien que “no se ha expresado bien”
en los siguientes términos insultantes: que en realidad no tiene nada correcto
ni claro que expresar, que su verbalización defectuosa no es el resultado
corrompido, físicamente o emocionalmente obstaculizado, de un verdadero
pensamiento —sea éste lógico o erróneo-errático—, sino que es el reflejo fiel
del desorden mental que alberga su cráneo. Esto no es sólo insultante; es
absurdo. No se trata sólo de que podemos separar en gran parte el contenido de
la forma (e incluso el contenido y la forma del pensamiento del contenido y la
forma de su expresión verbal), y así un pensamiento sigue siendo el mismo
expresado en otros términos (usando sinónimos o perífrasis, por ejemplo). Puede
simplemente suceder que la aparente anomalía —ambigüedad, incoherencia, etc.—
de un mensaje sólo exista para el receptor. Por ejemplo, las expresiones
ambiguas (generalmente, sobre todo, si se descontextualizan), como:
“He visto a Pedro saliendo del
cine.”
Sólo el receptor queda en la duda
de si quien salía del cine era Pedro o su interlocutor. Pero éste no alberga la
menor duda al respecto, ni sobre lo que piensa, ni sobre lo que quiere decir.
Hace unos pocos días, una amiga
me agradecía “el envío de las cartas de Lenin a Inés Armand”. Ni ella ni yo
podemos encontrar ambigua la oración, porque compartimos el conocimiento de un
contexto y una experiencia previos en que se insiere este mensaje. Pero un
tercero podría dudar de si se trata de cartas que Lenin envió a Inés Armand, o
de cartas de Lenin que yo envié a una tal Inés Armand…
Así que la expresión verbal
difiere siempre —es decir incluso cuando es rigurosa, exacta e
inequívoca— del pensamiento que transcribe, como una fotografía difiere del
modelo, o como el cuerpo difiere del alma. Siempre, insisto,
incluso si la coincidencia, el parecido, es perfecto: porque aquélla no es
éste, sino su materialización, su traducción, su remedo, su copia… Sabemos que
una buena y bien enfocada e iluminada fotografía contiene prácticamente todos
los atributos visuales que su modelo, es decir que es lo mismo para la
retina —aunque evidentemente no es lo mismo para el tacto, o el
olfato, etc. Pero aun así, distinguimos entre fotografías mejores y peores, más
o menos borrosas, más o menos descuadradas o desenfocadas, o lo que sea. Sería
estúpido decir que una fotografía borrosa es una perfecta reproducción de un
modelo de suyo borroso (como en aquel chiste del beodo que le dice a su colega:
“No bebas más, que se te está poniendo la cara borrosa”); decimos simplemente
que es una fotografía algo defectuosa de un modelo que no exhibe tales
indefiniciones. Del mismo modo una expresión verbal puede ser una ambigua u oscura
expresión de un pensamiento no ambiguo ni oscuro. El lenguaje opera entonces
como medio, como tecnología: uno piensa lo que piensa, y siente lo que siente,
y luego puede entrenarse para usar esa herramienta que llamamos lenguaje de un
modo cada vez más eficaz. (Luego veremos que los nacionalistas no entienden
nada de esto, es decir que el lenguaje es una herramienta, y lo conciben más
bien como un espíritu, del mismo modo que para los ecologistas y otros modernos
rousseaunianos la naturaleza es también un espíritu y no un escenario.)
Permitidme insistir un poco en
esta idea de la identidad, o cuasi-identidad, entre lenguaje y pensamiento,
como similar a la identidad entre cuerpo y alma. Prometo hacerlo con algo de
divertido juego, para no causar tedio (y también en agradecimiento a Josep
Maria Viola, que me hizo reír un rato con los ejemplos que tomó de Monty
Python).
¿Qué aspecto tiene el alma? Está
chupada, esta pregunta, hasta para un niño, porque lo hemos visto muy a menudo
en el cine: el aspecto del alma, que podemos ver cuando se separa del cuerpo,
es el mismo que el de este cuerpo, incluyendo el traje que lo envuelve, pero un
poco traslúcido, como un holograma. El arte medieval y el moderno también
representaron las almas con el mismo aspecto de los cuerpos (y no digamos ya el
Nuevo Testamento, en el que las modernas traducciones han puesto “ángeles”
donde los textos originales hablan de “hombres”). Casi nadie ha podido ser
jamás tan archirracionalmente platónico, o tan archiplatónicamente racionalista,
como para evitar esta semejanza entre alma y cuerpo (el mismo mito platónico de
la caverna nos sugiere que el cuerpo que vemos no es más que la sombra del
alma, luego tiene su misma forma, su misma silueta, sin decir nada de los
colores y otros atributos sensibles…). ¿Cómo habla el alma, cómo ve, cómo oye,
huele o saborea si no es mediante unos labios, unos ojos, unas orejas, nariz y
paladar, aunque estén fabricados de una tela más sutil que nuestra materia
celular? ¿Cómo reconocerá —en el Cielo, una vez separada del cuerpo— un alma a
otra? A cierta distancia, por el vestido —que, insisto, es tan inmortal como el
alma que abriga—; ¿quién se atreve a ser tan grosero o tan lujurioso como para
imaginarse las almas en pelota picada? Y ya más de cerca, por el rostro que
tuvo en vida (o sea el que tuvo a cierta edad, o cuando murió, o cuando era
joven, si en el Cielo hay buenos cirujanos espirituales de cirugía
plástico-espiritual); bueno, a menos que en el más allá se multipliquen las
facultades perceptivas y ya pueda reconocerse un rostro a un quilómetro de
distancia…
Total, que el mundo espiritual
(esto está claro hasta para un niño) es poco más o menos como el material, pero
traslúcido e ingrávido. Los objetos espirituales, un poco como las imágenes
cinematográficas, son de idéntico aspecto que los materiales, sólo que un poco
más vaporosos, y que pueden flotar, que no se ven atraídos hacia abajo ni hacia
ningún punto —lo cual, bien pensado, parece la descripción de un mundo
irracional, lunático, sin leyes, puesto que carece de la más fundamental y
genuina: la de Newton.
Lo que estoy diciendo afecta
sólo, como habéis podido ya empezar a objetarme tras la irónica sonrisa que veo
perfilarse en vuestros labios, afecta sólo al problema de cómo podemos imaginar lo
espiritual en general, y el alma humana en particular, y no de cómo hemos
de concebirla, de caracterizarla rigurosa y racionalmente. Desde
ese otro ángulo, hemos de dar la razón a los filósofos y a los teólogos cuando
nos describen los atributos espirituales como esencialmente distintos de los
materiales —incluso cuando, en el caso de los místicos, tales atributos se
vuelven literalmente indescriptibles, y por tanto
literalmente inconcebibles. Su paradigma por excelencia son los
objetos matemáticos. Algunos de éstos, como parte de los geométricos, sí tienen
aproximadamente los mismos rasgos sensibles o imaginables que
los objetos materiales. Pero otros, como por ejemplo los números, son
distintos, aunque siempre sea posible coordinarlos isomórficamente con un modelo sensible
—pero este modelo no es único.
Volviendo a la perspectiva
sensualista que he adoptado antes, no se trata, en efecto, de describir los
rasgos lógicos, ideales, inmateriales, sino de imaginar el
aspecto de un espíritu. La fantasía necesaria para esto es común, vulgar; no
requiere ser ni filósofo ni matemático; basta con sutilizar o sublimar un poco
la experiencia común, epidérmica, animal… Ese imaginar, esa
fantasía común sigue siendo una facultad mental, intelectual, de la que carecen
los otros animales. Y aun así, muy distante del juicio completamente racional,
completamente abstracto. Ese imaginar se coloca justamente en
el plano poético, o mejor dicho en griego, poiético, es decir creador (de imágenes,
de fantasías…). Es claro que percibir o imaginar un alma no puede
consistir en la misma operación mental que comprender un teorema. Allí se
requieren las imágenes; porque no es posible imaginar sin imágenes (no
sólo visuales, sino también auditivas, táctiles, olfativas, etc.; en suma,
toda imagen es una traducción mental de una percepción real,
sensible; es inconcebible la imagen de ningún objeto o fenómeno, material o
inmaterial, que requiera un sentido distinto de los cinco de que ya disponemos,
que requiera de un sentido desconocido para nosotros, como lo es el color para
un ciego o el sonido para un sordo; esto no significa, por supuesto, que
estemos autorizados a negar que existan cualidades reales del mundo que son
imperceptibles para nosotros; con todo, el mundo es para nosotros el
mundo perceptible, el mundo concebible, el mundo con cualidades propias de esas
cinco clases de percepción, o sea la parte del universo accesible a nuestros
sentidos y a nuestra inteligencia). (Por cierto, tampoco podemos concebir pensamientos —anicónicos,
se entiende— que podrían tener seres intelectualmente superiores, del mismo
modo que un lagarto no puede imaginarse en qué consistiría eso de tener
pensamientos de hombre; pienso, por ejemplo, en un ser para el que la hipótesis
de Riemann sea tan trivial y evidente como para nosotros la existencia de
infinitos números primos. Todo esto nos lleva al tema de la célebre
perogrullada de Wittgenstein: “No podemos pensar lo que no podemos pensar”.)
Las ocurrencias que preceden, me
hago cargo, participan de una rara mezcla de lógica analítica y de fantasía
poética. Pero desde luego que este apoyo poético —o metafórico, si se quiere—
no es del mismo orden absurdo-irracional que exhiben, por ejemplo, los autores
de esa “Declaració de la llengua” [N.B. el extraño genitivo:
es “la lengua” quien “declara”, no los anónimos autores del texto], en un
estúpido lenguaje pseudopoético, como ha notado Assum. (Por cierto, Assum se
refiere al texto, naturalmente, como un “Manifest sobre la
llengua”, que es lo que yo mismo habría dicho, citando de memoria, porque
habría sido más lógico; pero no, no es sobre la lengua,
sino de la lengua misma; es la propia lengua la que declara o
manifiesta…)
Ahora bien, ese absurdo alegato
de vindicación lingüística hace uso —un uso aberrante, desde luego— de
aquella imaginación o fantasía a que me he
referido (me interesará en otra ocasión distinguir y hasta oponer estos dos
conceptos, como ya han hecho algunos filósofos, un poco como el lado racional y
el irracional de una misma facultad mental, pero ahora los tomo prácticamente
como sinónimos, para entendernos). Goethe, en sus conversaciones con Eckermann,
nos legó una de las más certeras, penetrantes y esclarecedoras definiciones de
la poesía como “la facultad de la imaginación concreta” (definición
extrapolable a toda suerte de creación artística). Con el texto de la revista
que dirige Lluis Solà nos enfrentamos a todo lo contrario, a una falsa poesía,
a un simulacro retórico y vacío de lo poético; podríamos bautizarlo como “la
facultad (perturbada) de la fantasía inconcreta”. Formalmente usa un típico
instrumento poético: la metáfora, y más concretamente la prosopopeya, la
personificación (algo así como la alegoría, pero una alegoría turbia, carente
del principal ingrediente de las verdaderas alegorías y símbolos, que es la
claridad; las imágenes elaboradas por los redactores de la revista de Solà para
la “lengua” son a una alegoría lo que un chasquido a una palabra, lo que un
signo esotérico o cabalístico a un verdadero símbolo; Assum ha ironizado, muy
atinadamente, que el título de la revista, Reduccions, expresa muy
bien el mecanismo mental de sus autores; más adecuado habría sido el título
de Terboleses, también muy “poético”…)
Josep Maria Viola ha dicho, con
toda razón, que no vale la pena perder ni un minuto en refutar la notoria
absurdidad de ese alegato. Pero a mí me gusta obstinarme en el ejercicio
dialéctico y abordar casi cualquier cuestión, por despreciable o tonta que sea,
con un “sic et non”, a la manera de Abelardo, y en general a la manera
de los escolásticos, que es en mi opinión tan buena y penetrante como la
dialéctica presocrática (en especial la de Heráclito) y como la moderna (Hegel,
Marx…). Así que creo que a lo mejor no es tanta pérdida de tiempo recalcar lo
obvio (como aquella perogrullada de Wittgenstein a que antes me he referido).
Me suelen reprochar mis hijos y mi esposa que tengo el vicio de recalcar lo
banal y de insistir ociosamente en lo que ya ha comprendido todo el mundo. Lo
admito, pero al mismo tiempo me sigo obstinando en mi contumacia, porque muchas
veces sólo creemos que hemos comprendido lo mismo, y en realidad las palabras
presuntamente comprendidas por todos han tenido un significado diferente para
cada cual. Así que muchas veces esta incómoda insistencia en lo aparentemente
banal revela aspectos que habían sido malinterpretados.
Quizá parezca injusto atribuir a
esos redactores de Reduccions el error de haber tomado la
lengua por un sujeto, por una persona jurídica —y hasta puede que real. Sólo se
expresan así a partir de la segunda página, tras haberse referido a la lengua
no como un sujeto de derecho, sino como objeto de derecho (de los verdaderos
sujetos, los hablantes):
“La llengua pròpia d’un país té el dret intrínsec de poder desenvolupar-se
en plenitud, sense restriccions de cap mena, amb el mateix respecte i amb les
mateixes atribucions de què gaudeixen les llengües que no pateixen cap
restricció o coacció.”
(Bonita tautología, o
reiteración, ésta del final de la frase: la lengua “propia de un país” tiene los
mismos derechos “sin restricciones” de que gozan las lenguas que tienen
derechos sin restricciones… Estos “reduccionistas”, al estrujarse las meninges
para intentar decir algo lógico, consiguen al menos balbucir
algo tautológico…) No voy a detenerme en diseccionar las evidentes
peticiones y los aberrantes tópicos que contiene esta frase (“propio de un
país”, “desarrollo en plenitud”, “ausencia de restricciones”…). Sólo quiero por
el momento observar la clara prosopopeya que convierte a la lengua en una persona,
y que no es, como espero demostrar también, una mera forma de hablar, sino un
pensamiento (delirante) literalmente, exactamente expresado.
Luego vienen esos mitos
fantasmales del “genocidio cultural” y de la persecución de la lengua (que,
concedámosles, querrá decir “de los hablantes de esa lengua”…), etc., hasta
que, varias truculencias retóricas más adelante, se afirma que la otra lengua,
la perseguidora, la tirana (el español, claro), “se corrompe y se deshumaniza”.
O sea que el español es un idioma corrompido y deshumanizado; lo que sugiere
que el catalán es un idioma moralizado y humanizado, por no decir angelical o
divino, un idioma que se redime de todos sus pecados por el glorioso hecho de
haber sido tiranizado, perseguido, amenazado… Esto es de nuevo una
personificación perfecta; hasta este punto aún podría haberse concedido que
tratar la lengua como un sujeto (de derecho) era sólo una façon de
parler; pero resulta que el mecanismo de la prosopopeya se extiende
regularmente y se aplica también al español. Tenemos así la turbia alegoría de
una guerra entre lenguas, como aquella otra turbia alegoría del “diálogo de
culturas” de que hablaban los líderes del PSOE (imaginaos dos “culturas”
dialogando, digamos la “cultura” árabe y la “cultura” francesa: a ésta se le
ocurre un día, en buena vecindad, ir a “dialogar” con aquélla, descuelga el
teléfono y dice: “Que se ponga la cultura árabe, que quiero decirle unas
cosillas…” ¡Qué desafío para los grandes artistas del Renacimiento, esta
interesante alegoría!). Y si “el español” (i.e. la lengua) es
inmoral, cruel, deshumanizada, queda poco que salvar en esta delirante
personificación, porque la única alternativa para convertir esa presunta
metáfora en una cláusula racional-real es interpretarla así: “el español” (i.e. el
hablante, los españoles) son inmorales, crueles e inhumanos, y lo son
justamente por hablar en esa abyecta lengua, en lugar de hacerlo en la
sacrosanta lengua de esta tierra. Porque para Solà y compañía, como
para todos los fanáticos, el catalán es la lengua “propia” de un territorio, de
una “nación”, y no la lengua “propia” de quienes hablan en catalán. Para ellos
es una anomalía y un crimen que los españoles que pisan este sagrado suelo
catalán no hablen en la sagrada lengua de ese suelo, de ese Boden.
O sea que es un crimen (de lesa “nacionalidad”, diríamos) permitir que en
Cataluña se hable otra lengua que el catalán; ya que los habitantes de Cataluña
no son automáticamente catalanes, es decir ciudadanos de este territorio, sino,
mientras no hablen catalán, extranjeros o invasores, con otras culturas y otras
lenguas ajenas y enemigas a la
sacrosanta lengua y cultura de este Boden-terra,
que es el Boden-terra sólo de aquella parte de la ciudadanía
que habla catalán y por cuyas venas corre una sang-Blut katalanisch…
Pero avancemos hasta el segundo
parágrafo, “La llengua i la poesia”, para cerciorarnos de que no hemos
malinterpretado la insania intelectual de estos idiotas(*) cuando afirmamos
que, como el nazi Leo Frobenius, toman la cultura y la lengua por un “ser
viviente”, y además un pleno sujeto de la historia y del derecho. [(*)
Quiero decir idiotas en el sentido griego, algo así como idióticos,
vueltos hacia sí mismos, y defensores de lo idiótico-idiomático, de lo
singular, de lo particular, vulgar y sin importancia, en lugar de lo universal
—sin perjuicio de que alguno de ellos pueda ser quizá idiota en el sentido
moderno, lo cual no es en absoluto necesario para ser nacionalista; no se trata
de falta de inteligencia, sino de adoctrinamiento, de fanatismo… un estado
mórbido de la conciencia en que puede caer cualquier persona sometida a las
adecuadas presiones.]
“El llenguatge i la poesia són consubstancials amb la humanitat [N.B.]. I
tant l’un com l’altra es materialitzen i es manifesten [N.B.] per mitjà de
llengües concretes.”
Detengámonos un momento, ¡por
Dios!, es difícil digerir tantos disparates a la vez. (Aunque el común lector
catalanista pasa por estas frases delirantes como un parroquiano sobre los
profundos versos del Padrenuestro, sin percatarse de lo que dicen ni de lo que
significan: “ten piedad de nosotros, etc…”, tremenda expresión de humanidad y
melancolía donde las haya; “el lenguaje y la poesía son la misma sustancia que
la humanidad”, “el lenguaje y la poesía se materializan en la lengua concreta”,
etc., tremenda inversión lógica de la razón razonable y de la realidad real. O
sea que para Solà y Cia el lenguaje es una
“sustancia” (idéntica a esa otra “sustancia” que llamamos humanidad)
que cristaliza químicamente, por condensación como si dijéramos, en una u otra
“lengua concreta”. Que a nadie se le ocurra el sacrilegio de decirlo al revés:
los hombres desarrollan su capacidad de asociar sonidos a hechos y experiencias
diversas, convirtiéndolos en símbolos arbitrarios (palabras),
y en un determinado estadio de ese desarrollo podemos concebir y designar
la estructura, la forma, los rasgos abstractos de esa conducta
comunicativa mediante el concepto de lengua. Frobenius también
razonaba a la inversa: no decía que la cultura es lo que los hombres hacen (sus
costumbres, sus maneras de hacer, sus tecnologías, sus ritos, sus ideas…), sino
al revés, que los hombres son la cosa fabricada por la cultura (una sustancia
“viva”, un “ser viviente”); la cultura no es una facultad creativa del hombre,
y su producto, sino que es el hombre un órgano o un producto de la cultura.
(Dicho sea de paso, casi toda la antropología de baratillo que circula por
canales institucionales ajenos a la verdadera investigación científica —y a
veces también en ésta—, se nutre de esa mística y extravagante concepción nazi
de la cultura.)
Las diversas frases que aquí y
allá intercalan los “reduccionistas” para referirse a la lengua como una
“construcción” (“histórica”, recalcan, creyendo quizá que han añadido una idea
muy profunda) de los “pueblos”, no bastan para desmentir que adoptan ese punto
de vista irracional de Frobenius.
Otras afirmaciones de Solà y Cia simplemente
son burradas típicas de cualquier ignorante, pero incluso aquí se añade a la
común ignorancia una venenosa capa de malicia irracionalista. Por ejemplo:
“La poesia, si més no fins ara, no ha estat feta per a ser traduïda”, etc.
Estupidez bastante típica, que
simplemente se basa en la ignorancia de la diferencia entre el carácter de la
poesía como arte verbal y el concepto de artes mixtas,
pero que no tiene objeto que discuta aquí.
Y por fin vienen todas las
pseudopoéticas y francamente estúpidas frases que sirven para dar a esta
“Declaració” la rotunda y sagrada dimensión trinitaria de exactamente tres
páginas.
¡Cómo habría disfrutado Erasmo, y
su amigo Thomas More, si hubiese tenido a su alcance, para poner en boca de la
Estulticia, todas estas palabras de Reduccions, en un completísimo
segundo volumen de su Elogio de la locura!
Algo más. El magnífico análisis
que de algunos importantes aspectos del nacionalismo nos ha brindado Josep
Maria Viola es inteligente en un sentido que me gusta llamar positivo,
es decir crítico-analítico y constructivo, esclarecedor, proporcionador de
criterios y juicios. Pero tan importante como esta crítica me parece esa otra
inteligencia que me gusta llamar negativa y que corresponde a
la fase crítica de destrucción, de negación —o de “deconstrucción”, si alguien
prefiere esta palabreja, que tan a menudo esconde una retórica endeble. Me
refiero a la inteligente y clara, aunque breve, reflexión que ha hecho Assum.
Nos dice que, en efecto, se sintió como motivada o provocada por la aplastante
contundencia de los argumentos antinacionalistas de Josep Maria —a propósito
sobre todo, creo, del concepto de imperio y en particular de la idea de
superioridad cultural de algunos imperios, como por ejemplo el español frente a
las culturas precolombinas. Nos dice que sintió una espontánea impresión de
ofensa —que, recordémoslo, ya Josep Maria conjeturó como posible y previsible
efecto de su discurso; y es justamente este carácter provocador, en rigor impío,
lo que lo vuelve verdaderamente filosófico, amén de filosóficamente
verdadero. Era de esperar que los argumentos de Josep Maria, que yo
suscribo sin reservas, incomodaran a más de uno, incluso en el reducido círculo
de esta lista (tengo constancia de otro par de casos, que prefieren no
intervenir).
Pero también nos revela Assum que
justo a continuación de sentir esa provocación, esa incomodidad emocional que
le produce al menos una parte de aquel discurso contra el catalanismo, se
activó en su pensamiento un mecanismo realmente crítico y honesto, muy valiente
y poco corriente: se preguntó a sí misma qué verdaderos y racionales motivos
poseía para que le resultase ofensivo aquel discurso (de qué conversaciones,
películas, ceremonias o programas de TV provenía su disposición a irritarse con
esos argumentos).
Es la valiente y franca actitud
del que se siente incomodado por una afirmación politically incorrect,
pero a continuación reflexiona, se inspecciona a sí propio y se dice: “¿Por qué
me ofendo? Es una afirmación dura, desde luego, pero también una verdad como un
templo.” Semejante actitud es valiente y crítica sobre todo porque es dolorosa,
tremendamente desencantadora. Es como el temblor y terror que ha de sentir un
creyente sincero cuando se inspecciona a sí mismo, a toda su experiencia, y se
confiesa que no tiene la menor garantía racional de que sea cierto ni el 1% de
todo aquello en lo que le han hecho creer desde chico.
[Un ángel real, de carne y hueso,
es decir un alma aún sujeta a un cuerpo, que habita conmigo, viene aquí en mi
ayuda y me recuerda una clave interesante, aunque muy difícil de diseccionar:
lo que vuelve pertinaces a la mayoría, lo que les hace incapaces de atravesar
ese territorio desértico de lo real, de tragar esa nuez dura y amarga que
conduce al escepticismo crítico, no es otra cosa sino el miedo.
Propongo para otra ocasión abordar el estudio de una exhaustiva “anatomía del
miedo”, aunque no pueda competir literariamente con la maravillosa Anatomía
de la melancolía de Burton.]
Quizá piense ahora alguno que con
la última comparación me he deslizado a un terreno francamente ajeno al del
nacionalismo. No lo creo. Me parece que el nacionalismo es el relevo de la
religión, o mejor dicho, de la parte falsa, teocrática, de la religión (el
relevo de la parte verdadera, moral, antropológica, es el racionalismo y el
socialismo). El nacionalismo ha sustituido completamente a la religión; la cosa
no supondría una peoría si en esa sustitución no hubiese logrado también
aniquilar aquella parte moral y antropológicamente verdadera. El Dios verdadero
y único del cristianismo, que reinaba sobre el universo entero sin competencia
—o con la grotesca competencia de las miserables escaramuzas del Diablo—, ha
sido arrinconado, y el monoteísmo cuasirracional ha sido sustituido por un
abyecto politeísmo irracionalista, o más precisamente, por un biteísmo
universal en el que sólo dos dioses (dos demonios, para ser francos) reinan sin
oposición: el Nacionalismo y el Dinero. Y aquel pobre que durante varios siglos
nos consoló con algunas esperanzas y la inculcación de algunas buenas
costumbres, ahí queda pudriéndose en su cruz.
Lo que acabo de insinuar sugiere
que sería plausible un disgusto de los cristianos hacia el nacionalismo y hacia
el gran capital. Pero la realidad es que la Iglesia y la mayoría de los católicos
se conducen como si su Dios estuviese dispuesto a compartir Su Reino con esos
dos nuevos dioses. Lo cual, en suma, sólo significa esto: que la religión ya
cumplió su papel transformador hace dos milenios, y desde hace muchos siglos
sólo le queda el papel de comparsa de los tiranos y los fundamentalistas.
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