17 de junio de 2012

Lenguaje/pensamiento, nacionalismo, religión


[DE: Alberto Luque]

[…]
La relación entre lenguaje y pensamiento es indudablemente muy estrecha, casi tanto como para justificar su absoluta identificación, el isomorfismo más completo entre uno y otro. Y en verdad que este acoplamiento cuasiperfecto ofrece un caudal de fenómenos fascinantes para la investigación científica y para la filosófica.
Pero también es interesantísimo examinar ese otro, digamos, 0,1% de fenómenos en que el contenido del lenguaje y el del pensamiento no sólo difieren, sino que de hecho resultan inconmensurables. Se trata de esos dos terrenos fronterizos y misteriosos en que podemos hablar, por un lado, de un lenguaje sin pensamiento, y, por otro, de un pensamiento sin lenguaje (es aún interesante a este respecto la teoría desarrollada hace ya casi un siglo por Lev Semionovich Vigotski).
(Pasa aquí un poco como en el estudio del genoma; la comparación superficial-formal-cuantitativa entre el de una mosca, o mejor el de un simio, y el de un hombre, arroja la intrigante cifra, grosso modo, de un 99% de coincidencia; ese monto es el que nos permitirá comprender lo fundamental del genoma, el papel exacto —por complejo que sea— que juega en la filogénesis y en la ontogénesis cada gen en particular, así como cada estructura y subestructura, y todo el mecanismo. Nos permitirá comprender en particular la génesis de la diferencia específica, de aquel otro 1%. Pero en el contenido de este 1% es donde hallaremos la clave para comprender qué es verdaderamente la naturaleza humana —y entre otras cosas el lenguaje y el pensamiento simbólico—, la diferencia específica, es decir aquello que no está en el otro 99%.)
He dicho que la casi completa identidad entre pensamiento y lenguaje es innegable. (Me ha gustado la metonimia de Raquel:* el pensamiento es un lenguaje silencioso, el lenguaje es un pensamiento ruidoso; revela mucho más de lo que aparenta: hay como un cuerpo y un alma de lo lingüístico, que son y no son lo mismo, hay una correspondencia entre lo real-físico [comunicación-lenguaje-habla…] y lo real-psíquico, o espiritual [pensamiento-sentimiento…].)
Pero como todo tiene sus ángulos muertos, sus lados oscuros, sus veredas intrincadas, sus funciones latentes, sus usos perversos, etc., quiero poner de relieve una salvedad aquí. A veces la innegable identidad entre pensamiento y lenguaje suele ser esgrimida por un profesor irritado, intemperante y posiblemente mermado en sus funciones emocionales y lógicas, para reprocharle a alguien que “no se ha expresado bien” en los siguientes términos insultantes: que en realidad no tiene nada correcto ni claro que expresar, que su verbalización defectuosa no es el resultado corrompido, físicamente o emocionalmente obstaculizado, de un verdadero pensamiento —sea éste lógico o erróneo-errático—, sino que es el reflejo fiel del desorden mental que alberga su cráneo. Esto no es sólo insultante; es absurdo. No se trata sólo de que podemos separar en gran parte el contenido de la forma (e incluso el contenido y la forma del pensamiento del contenido y la forma de su expresión verbal), y así un pensamiento sigue siendo el mismo expresado en otros términos (usando sinónimos o perífrasis, por ejemplo). Puede simplemente suceder que la aparente anomalía —ambigüedad, incoherencia, etc.— de un mensaje sólo exista para el receptor. Por ejemplo, las expresiones ambiguas (generalmente, sobre todo, si se descontextualizan), como:
“He visto a Pedro saliendo del cine.”
Sólo el receptor queda en la duda de si quien salía del cine era Pedro o su interlocutor. Pero éste no alberga la menor duda al respecto, ni sobre lo que piensa, ni sobre lo que quiere decir.
Hace unos pocos días, una amiga me agradecía “el envío de las cartas de Lenin a Inés Armand”. Ni ella ni yo podemos encontrar ambigua la oración, porque compartimos el conocimiento de un contexto y una experiencia previos en que se insiere este mensaje. Pero un tercero podría dudar de si se trata de cartas que Lenin envió a Inés Armand, o de cartas de Lenin que yo envié a una tal Inés Armand…
Así que la expresión verbal difiere siempre —es decir incluso cuando es rigurosa, exacta e inequívoca— del pensamiento que transcribe, como una fotografía difiere del modelo, o como el cuerpo difiere del alma. Siempre, insisto, incluso si la coincidencia, el parecido, es perfecto: porque aquélla no es éste, sino su materialización, su traducción, su remedo, su copia… Sabemos que una buena y bien enfocada e iluminada fotografía contiene prácticamente todos los atributos visuales que su modelo, es decir que es lo mismo para la retina —aunque evidentemente no es lo mismo para el tacto, o el olfato, etc. Pero aun así, distinguimos entre fotografías mejores y peores, más o menos borrosas, más o menos descuadradas o desenfocadas, o lo que sea. Sería estúpido decir que una fotografía borrosa es una perfecta reproducción de un modelo de suyo borroso (como en aquel chiste del beodo que le dice a su colega: “No bebas más, que se te está poniendo la cara borrosa”); decimos simplemente que es una fotografía algo defectuosa de un modelo que no exhibe tales indefiniciones. Del mismo modo una expresión verbal puede ser una ambigua u oscura expresión de un pensamiento no ambiguo ni oscuro. El lenguaje opera entonces como medio, como tecnología: uno piensa lo que piensa, y siente lo que siente, y luego puede entrenarse para usar esa herramienta que llamamos lenguaje de un modo cada vez más eficaz. (Luego veremos que los nacionalistas no entienden nada de esto, es decir que el lenguaje es una herramienta, y lo conciben más bien como un espíritu, del mismo modo que para los ecologistas y otros modernos rousseaunianos la naturaleza es también un espíritu y no un escenario.)
Permitidme insistir un poco en esta idea de la identidad, o cuasi-identidad, entre lenguaje y pensamiento, como similar a la identidad entre cuerpo y alma. Prometo hacerlo con algo de divertido juego, para no causar tedio (y también en agradecimiento a Josep Maria Viola, que me hizo reír un rato con los ejemplos que tomó de Monty Python).
¿Qué aspecto tiene el alma? Está chupada, esta pregunta, hasta para un niño, porque lo hemos visto muy a menudo en el cine: el aspecto del alma, que podemos ver cuando se separa del cuerpo, es el mismo que el de este cuerpo, incluyendo el traje que lo envuelve, pero un poco traslúcido, como un holograma. El arte medieval y el moderno también representaron las almas con el mismo aspecto de los cuerpos (y no digamos ya el Nuevo Testamento, en el que las modernas traducciones han puesto “ángeles” donde los textos originales hablan de “hombres”). Casi nadie ha podido ser jamás tan archirracionalmente platónico, o tan archiplatónicamente racionalista, como para evitar esta semejanza entre alma y cuerpo (el mismo mito platónico de la caverna nos sugiere que el cuerpo que vemos no es más que la sombra del alma, luego tiene su misma forma, su misma silueta, sin decir nada de los colores y otros atributos sensibles…). ¿Cómo habla el alma, cómo ve, cómo oye, huele o saborea si no es mediante unos labios, unos ojos, unas orejas, nariz y paladar, aunque estén fabricados de una tela más sutil que nuestra materia celular? ¿Cómo reconocerá —en el Cielo, una vez separada del cuerpo— un alma a otra? A cierta distancia, por el vestido —que, insisto, es tan inmortal como el alma que abriga—; ¿quién se atreve a ser tan grosero o tan lujurioso como para imaginarse las almas en pelota picada? Y ya más de cerca, por el rostro que tuvo en vida (o sea el que tuvo a cierta edad, o cuando murió, o cuando era joven, si en el Cielo hay buenos cirujanos espirituales de cirugía plástico-espiritual); bueno, a menos que en el más allá se multipliquen las facultades perceptivas y ya pueda reconocerse un rostro a un quilómetro de distancia…
Total, que el mundo espiritual (esto está claro hasta para un niño) es poco más o menos como el material, pero traslúcido e ingrávido. Los objetos espirituales, un poco como las imágenes cinematográficas, son de idéntico aspecto que los materiales, sólo que un poco más vaporosos, y que pueden flotar, que no se ven atraídos hacia abajo ni hacia ningún punto —lo cual, bien pensado, parece la descripción de un mundo irracional, lunático, sin leyes, puesto que carece de la más fundamental y genuina: la de Newton.
Lo que estoy diciendo afecta sólo, como habéis podido ya empezar a objetarme tras la irónica sonrisa que veo perfilarse en vuestros labios, afecta sólo al problema de cómo podemos imaginar lo espiritual en general, y el alma humana en particular, y no de cómo hemos de concebirla, de caracterizarla rigurosa y racionalmente. Desde ese otro ángulo, hemos de dar la razón a los filósofos y a los teólogos cuando nos describen los atributos espirituales como esencialmente distintos de los materiales —incluso cuando, en el caso de los místicos, tales atributos se vuelven literalmente indescriptibles, y por tanto literalmente inconcebibles. Su paradigma por excelencia son los objetos matemáticos. Algunos de éstos, como parte de los geométricos, sí tienen aproximadamente los mismos rasgos sensibles o imaginables que los objetos materiales. Pero otros, como por ejemplo los números, son distintos, aunque siempre sea posible coordinarlos isomórficamente con un modelo sensible —pero este modelo no es único.
Volviendo a la perspectiva sensualista que he adoptado antes, no se trata, en efecto, de describir los rasgos lógicos, ideales, inmateriales, sino de imaginar el aspecto de un espíritu. La fantasía necesaria para esto es común, vulgar; no requiere ser ni filósofo ni matemático; basta con sutilizar o sublimar un poco la experiencia común, epidérmica, animal… Ese imaginar, esa fantasía común sigue siendo una facultad mental, intelectual, de la que carecen los otros animales. Y aun así, muy distante del juicio completamente racional, completamente abstracto. Ese imaginar se coloca justamente en el plano poético, o mejor dicho en griego, poiético, es decir creador (de imágenes, de fantasías…). Es claro que percibir o imaginar un alma no puede consistir en la misma operación mental que comprender un teorema. Allí se requieren las imágenes; porque no es posible imaginar sin imágenes (no sólo visuales, sino también auditivas, táctiles, olfativas, etc.; en suma, toda imagen es una traducción mental de una percepción real, sensible; es inconcebible la imagen de ningún objeto o fenómeno, material o inmaterial, que requiera un sentido distinto de los cinco de que ya disponemos, que requiera de un sentido desconocido para nosotros, como lo es el color para un ciego o el sonido para un sordo; esto no significa, por supuesto, que estemos autorizados a negar que existan cualidades reales del mundo que son imperceptibles para nosotros; con todo, el mundo es para nosotros el mundo perceptible, el mundo concebible, el mundo con cualidades propias de esas cinco clases de percepción, o sea la parte del universo accesible a nuestros sentidos y a nuestra inteligencia). (Por cierto, tampoco podemos concebir pensamientos —anicónicos, se entiende— que podrían tener seres intelectualmente superiores, del mismo modo que un lagarto no puede imaginarse en qué consistiría eso de tener pensamientos de hombre; pienso, por ejemplo, en un ser para el que la hipótesis de Riemann sea tan trivial y evidente como para nosotros la existencia de infinitos números primos. Todo esto nos lleva al tema de la célebre perogrullada de Wittgenstein: “No podemos pensar lo que no podemos pensar”.)
Las ocurrencias que preceden, me hago cargo, participan de una rara mezcla de lógica analítica y de fantasía poética. Pero desde luego que este apoyo poético —o metafórico, si se quiere— no es del mismo orden absurdo-irracional que exhiben, por ejemplo, los autores de esa “Declaració de la llengua” [N.B. el extraño genitivo: es “la lengua” quien “declara”, no los anónimos autores del texto], en un estúpido lenguaje pseudopoético, como ha notado Assum. (Por cierto, Assum se refiere al texto, naturalmente, como un “Manifest sobre la llengua”, que es lo que yo mismo habría dicho, citando de memoria, porque habría sido más lógico; pero no, no es sobre la lengua, sino de la lengua misma; es la propia lengua la que declara o manifiesta…)
Ahora bien, ese absurdo alegato de vindicación lingüística hace uso —un uso aberrante, desde luego— de aquella imaginación o fantasía a que me he referido (me interesará en otra ocasión distinguir y hasta oponer estos dos conceptos, como ya han hecho algunos filósofos, un poco como el lado racional y el irracional de una misma facultad mental, pero ahora los tomo prácticamente como sinónimos, para entendernos). Goethe, en sus conversaciones con Eckermann, nos legó una de las más certeras, penetrantes y esclarecedoras definiciones de la poesía como “la facultad de la imaginación concreta” (definición extrapolable a toda suerte de creación artística). Con el texto de la revista que dirige Lluis Solà nos enfrentamos a todo lo contrario, a una falsa poesía, a un simulacro retórico y vacío de lo poético; podríamos bautizarlo como “la facultad (perturbada) de la fantasía inconcreta”. Formalmente usa un típico instrumento poético: la metáfora, y más concretamente la prosopopeya, la personificación (algo así como la alegoría, pero una alegoría turbia, carente del principal ingrediente de las verdaderas alegorías y símbolos, que es la claridad; las imágenes elaboradas por los redactores de la revista de Solà para la “lengua” son a una alegoría lo que un chasquido a una palabra, lo que un signo esotérico o cabalístico a un verdadero símbolo; Assum ha ironizado, muy atinadamente, que el título de la revista, Reduccions, expresa muy bien el mecanismo mental de sus autores; más adecuado habría sido el título de Terboleses, también muy “poético”…)
Josep Maria Viola ha dicho, con toda razón, que no vale la pena perder ni un minuto en refutar la notoria absurdidad de ese alegato. Pero a mí me gusta obstinarme en el ejercicio dialéctico y abordar casi cualquier cuestión, por despreciable o tonta que sea, con un “sic et non”, a la manera de Abelardo, y en general a la manera de los escolásticos, que es en mi opinión tan buena y penetrante como la dialéctica presocrática (en especial la de Heráclito) y como la moderna (Hegel, Marx…). Así que creo que a lo mejor no es tanta pérdida de tiempo recalcar lo obvio (como aquella perogrullada de Wittgenstein a que antes me he referido). Me suelen reprochar mis hijos y mi esposa que tengo el vicio de recalcar lo banal y de insistir ociosamente en lo que ya ha comprendido todo el mundo. Lo admito, pero al mismo tiempo me sigo obstinando en mi contumacia, porque muchas veces sólo creemos que hemos comprendido lo mismo, y en realidad las palabras presuntamente comprendidas por todos han tenido un significado diferente para cada cual. Así que muchas veces esta incómoda insistencia en lo aparentemente banal revela aspectos que habían sido malinterpretados.
Quizá parezca injusto atribuir a esos redactores de Reduccions el error de haber tomado la lengua por un sujeto, por una persona jurídica —y hasta puede que real. Sólo se expresan así a partir de la segunda página, tras haberse referido a la lengua no como un sujeto de derecho, sino como objeto de derecho (de los verdaderos sujetos, los hablantes):
“La llengua pròpia d’un país té el dret intrínsec de poder desenvolupar-se en plenitud, sense restriccions de cap mena, amb el mateix respecte i amb les mateixes atribucions de què gaudeixen les llengües que no pateixen cap restricció o coacció.”
(Bonita tautología, o reiteración, ésta del final de la frase: la lengua “propia de un país” tiene los mismos derechos “sin restricciones” de que gozan las lenguas que tienen derechos sin restricciones… Estos “reduccionistas”, al estrujarse las meninges para intentar decir algo lógico, consiguen al menos balbucir algo tautológico…) No voy a detenerme en diseccionar las evidentes peticiones y los aberrantes tópicos que contiene esta frase (“propio de un país”, “desarrollo en plenitud”, “ausencia de restricciones”…). Sólo quiero por el momento observar la clara prosopopeya que convierte a la lengua en una persona, y que no es, como espero demostrar también, una mera forma de hablar, sino un pensamiento (delirante) literalmenteexactamente expresado.
Luego vienen esos mitos fantasmales del “genocidio cultural” y de la persecución de la lengua (que, concedámosles, querrá decir “de los hablantes de esa lengua”…), etc., hasta que, varias truculencias retóricas más adelante, se afirma que la otra lengua, la perseguidora, la tirana (el español, claro), “se corrompe y se deshumaniza”. O sea que el español es un idioma corrompido y deshumanizado; lo que sugiere que el catalán es un idioma moralizado y humanizado, por no decir angelical o divino, un idioma que se redime de todos sus pecados por el glorioso hecho de haber sido tiranizado, perseguido, amenazado… Esto es de nuevo una personificación perfecta; hasta este punto aún podría haberse concedido que tratar la lengua como un sujeto (de derecho) era sólo una façon de parler; pero resulta que el mecanismo de la prosopopeya se extiende regularmente y se aplica también al español. Tenemos así la turbia alegoría de una guerra entre lenguas, como aquella otra turbia alegoría del “diálogo de culturas” de que hablaban los líderes del PSOE (imaginaos dos “culturas” dialogando, digamos la “cultura” árabe y la “cultura” francesa: a ésta se le ocurre un día, en buena vecindad, ir a “dialogar” con aquélla, descuelga el teléfono y dice: “Que se ponga la cultura árabe, que quiero decirle unas cosillas…” ¡Qué desafío para los grandes artistas del Renacimiento, esta interesante alegoría!). Y si “el español” (i.e. la lengua) es inmoral, cruel, deshumanizada, queda poco que salvar en esta delirante personificación, porque la única alternativa para convertir esa presunta metáfora en una cláusula racional-real es interpretarla así: “el español” (i.e. el hablante, los españoles) son inmorales, crueles e inhumanos, y lo son justamente por hablar en esa abyecta lengua, en lugar de hacerlo en la sacrosanta lengua de esta tierra. Porque para Solà y compañía, como para todos los fanáticos, el catalán es la lengua “propia” de un territorio, de una “nación”, y no la lengua “propia” de quienes hablan en catalán. Para ellos es una anomalía y un crimen que los españoles que pisan este sagrado suelo catalán no hablen en la sagrada lengua de ese suelo, de ese Boden. O sea que es un crimen (de lesa “nacionalidad”, diríamos) permitir que en Cataluña se hable otra lengua que el catalán; ya que los habitantes de Cataluña no son automáticamente catalanes, es decir ciudadanos de este territorio, sino, mientras no hablen catalán, extranjeros o invasores, con otras culturas y otras lenguas ajenas y enemigas a la sacrosanta lengua y cultura de este Boden-terra, que es el Boden-terra sólo de aquella parte de la ciudadanía que habla catalán y por cuyas venas corre una sang-Blut katalanisch
Pero avancemos hasta el segundo parágrafo, “La llengua i la poesia”, para cerciorarnos de que no hemos malinterpretado la insania intelectual de estos idiotas(*) cuando afirmamos que, como el nazi Leo Frobenius, toman la cultura y la lengua por un “ser viviente”, y además un pleno sujeto de la historia y del derecho. [(*) Quiero decir idiotas en el sentido griego, algo así como idióticos, vueltos hacia sí mismos, y defensores de lo idiótico-idiomático, de lo singular, de lo particular, vulgar y sin importancia, en lugar de lo universal —sin perjuicio de que alguno de ellos pueda ser quizá idiota en el sentido moderno, lo cual no es en absoluto necesario para ser nacionalista; no se trata de falta de inteligencia, sino de adoctrinamiento, de fanatismo… un estado mórbido de la conciencia en que puede caer cualquier persona sometida a las adecuadas presiones.]
“El llenguatge i la poesia són consubstancials amb la humanitat [N.B.]. I tant l’un com l’altra es materialitzen i es manifesten [N.B.] per mitjà de llengües concretes.”
Detengámonos un momento, ¡por Dios!, es difícil digerir tantos disparates a la vez. (Aunque el común lector catalanista pasa por estas frases delirantes como un parroquiano sobre los profundos versos del Padrenuestro, sin percatarse de lo que dicen ni de lo que significan: “ten piedad de nosotros, etc…”, tremenda expresión de humanidad y melancolía donde las haya; “el lenguaje y la poesía son la misma sustancia que la humanidad”, “el lenguaje y la poesía se materializan en la lengua concreta”, etc., tremenda inversión lógica de la razón razonable y de la realidad real. O sea que para Solà y Cia el lenguaje es una “sustancia” (idéntica a esa otra “sustancia” que llamamos humanidad) que cristaliza químicamente, por condensación como si dijéramos, en una u otra “lengua concreta”. Que a nadie se le ocurra el sacrilegio de decirlo al revés: los hombres desarrollan su capacidad de asociar sonidos a hechos y experiencias diversas, convirtiéndolos en símbolos arbitrarios (palabras), y en un determinado estadio de ese desarrollo podemos concebir y designar la estructura, la forma, los rasgos abstractos de esa conducta comunicativa mediante el concepto de lengua. Frobenius también razonaba a la inversa: no decía que la cultura es lo que los hombres hacen (sus costumbres, sus maneras de hacer, sus tecnologías, sus ritos, sus ideas…), sino al revés, que los hombres son la cosa fabricada por la cultura (una sustancia “viva”, un “ser viviente”); la cultura no es una facultad creativa del hombre, y su producto, sino que es el hombre un órgano o un producto de la cultura. (Dicho sea de paso, casi toda la antropología de baratillo que circula por canales institucionales ajenos a la verdadera investigación científica —y a veces también en ésta—, se nutre de esa mística y extravagante concepción nazi de la cultura.)
Las diversas frases que aquí y allá intercalan los “reduccionistas” para referirse a la lengua como una “construcción” (“histórica”, recalcan, creyendo quizá que han añadido una idea muy profunda) de los “pueblos”, no bastan para desmentir que adoptan ese punto de vista irracional de Frobenius.
Otras afirmaciones de Solà y Cia simplemente son burradas típicas de cualquier ignorante, pero incluso aquí se añade a la común ignorancia una venenosa capa de malicia irracionalista. Por ejemplo:
“La poesia, si més no fins ara, no ha estat feta per a ser traduïda”, etc.
Estupidez bastante típica, que simplemente se basa en la ignorancia de la diferencia entre el carácter de la poesía como arte verbal y el concepto de artes mixtas, pero que no tiene objeto que discuta aquí.
Y por fin vienen todas las pseudopoéticas y francamente estúpidas frases que sirven para dar a esta “Declaració” la rotunda y sagrada dimensión trinitaria de exactamente tres páginas.
¡Cómo habría disfrutado Erasmo, y su amigo Thomas More, si hubiese tenido a su alcance, para poner en boca de la Estulticia, todas estas palabras de Reduccions, en un completísimo segundo volumen de su Elogio de la locura!

Algo más. El magnífico análisis que de algunos importantes aspectos del nacionalismo nos ha brindado Josep Maria Viola es inteligente en un sentido que me gusta llamar positivo, es decir crítico-analítico y constructivo, esclarecedor, proporcionador de criterios y juicios. Pero tan importante como esta crítica me parece esa otra inteligencia que me gusta llamar negativa y que corresponde a la fase crítica de destrucción, de negación —o de “deconstrucción”, si alguien prefiere esta palabreja, que tan a menudo esconde una retórica endeble. Me refiero a la inteligente y clara, aunque breve, reflexión que ha hecho Assum. Nos dice que, en efecto, se sintió como motivada o provocada por la aplastante contundencia de los argumentos antinacionalistas de Josep Maria —a propósito sobre todo, creo, del concepto de imperio y en particular de la idea de superioridad cultural de algunos imperios, como por ejemplo el español frente a las culturas precolombinas. Nos dice que sintió una espontánea impresión de ofensa —que, recordémoslo, ya Josep Maria conjeturó como posible y previsible efecto de su discurso; y es justamente este carácter provocador, en rigor impío, lo que lo vuelve verdaderamente filosófico, amén de filosóficamente verdadero. Era de esperar que los argumentos de Josep Maria, que yo suscribo sin reservas, incomodaran a más de uno, incluso en el reducido círculo de esta lista (tengo constancia de otro par de casos, que prefieren no intervenir).
Pero también nos revela Assum que justo a continuación de sentir esa provocación, esa incomodidad emocional que le produce al menos una parte de aquel discurso contra el catalanismo, se activó en su pensamiento un mecanismo realmente crítico y honesto, muy valiente y poco corriente: se preguntó a sí misma qué verdaderos y racionales motivos poseía para que le resultase ofensivo aquel discurso (de qué conversaciones, películas, ceremonias o programas de TV provenía su disposición a irritarse con esos argumentos).
Es la valiente y franca actitud del que se siente incomodado por una afirmación politically incorrect, pero a continuación reflexiona, se inspecciona a sí propio y se dice: “¿Por qué me ofendo? Es una afirmación dura, desde luego, pero también una verdad como un templo.” Semejante actitud es valiente y crítica sobre todo porque es dolorosa, tremendamente desencantadora. Es como el temblor y terror que ha de sentir un creyente sincero cuando se inspecciona a sí mismo, a toda su experiencia, y se confiesa que no tiene la menor garantía racional de que sea cierto ni el 1% de todo aquello en lo que le han hecho creer desde chico.
[Un ángel real, de carne y hueso, es decir un alma aún sujeta a un cuerpo, que habita conmigo, viene aquí en mi ayuda y me recuerda una clave interesante, aunque muy difícil de diseccionar: lo que vuelve pertinaces a la mayoría, lo que les hace incapaces de atravesar ese territorio desértico de lo real, de tragar esa nuez dura y amarga que conduce al escepticismo crítico, no es otra cosa sino el miedo. Propongo para otra ocasión abordar el estudio de una exhaustiva “anatomía del miedo”, aunque no pueda competir literariamente con la maravillosa Anatomía de la melancolía de Burton.]
Quizá piense ahora alguno que con la última comparación me he deslizado a un terreno francamente ajeno al del nacionalismo. No lo creo. Me parece que el nacionalismo es el relevo de la religión, o mejor dicho, de la parte falsa, teocrática, de la religión (el relevo de la parte verdadera, moral, antropológica, es el racionalismo y el socialismo). El nacionalismo ha sustituido completamente a la religión; la cosa no supondría una peoría si en esa sustitución no hubiese logrado también aniquilar aquella parte moral y antropológicamente verdadera. El Dios verdadero y único del cristianismo, que reinaba sobre el universo entero sin competencia —o con la grotesca competencia de las miserables escaramuzas del Diablo—, ha sido arrinconado, y el monoteísmo cuasirracional ha sido sustituido por un abyecto politeísmo irracionalista, o más precisamente, por un biteísmo universal en el que sólo dos dioses (dos demonios, para ser francos) reinan sin oposición: el Nacionalismo y el Dinero. Y aquel pobre que durante varios siglos nos consoló con algunas esperanzas y la inculcación de algunas buenas costumbres, ahí queda pudriéndose en su cruz.
Lo que acabo de insinuar sugiere que sería plausible un disgusto de los cristianos hacia el nacionalismo y hacia el gran capital. Pero la realidad es que la Iglesia y la mayoría de los católicos se conducen como si su Dios estuviese dispuesto a compartir Su Reino con esos dos nuevos dioses. Lo cual, en suma, sólo significa esto: que la religión ya cumplió su papel transformador hace dos milenios, y desde hace muchos siglos sólo le queda el papel de comparsa de los tiranos y los fundamentalistas.



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