[DE: Alberto Luque]
Lo que dice
Josep Maria sobre la estrecha vinculación entre esta clase de pintorescas
chorradas y el aparentemente más serio tema del nacionalismo es tan cierto como
rotundo: no se produce lo uno sin lo otro; no es posible el catalanismo
“político” sin que en algún momento no se le levante un monumento al caldo
catalán; el idiotismo folclórico es el sustrato, el oxígeno, la razón de ser
del nacionalismo, y viceversa. En efecto, como dice Josep Maria con una
rotundidad que agradezco, gilipolleces de ese calibre son propias de esas
mentes enfermas a las que los términos “irracionalismo” y, sobre todo,
“espiritualismo” describen con toda precisión (N.B., mucho más “espiritualismo”
que “irracionalismo”, porque yo creo que la actitud irracionalista puede ser en
parte, y según las circunstancias, inteligente, desafiante, interesante, pero
el espiritualismo apesta siempre como una impostura, una debilidad o una
gazmoñería; ser espiritualista le convierte a uno, en el mejor de los casos, en
un buen salvaje supersticioso, y en el peor, en un hipócrita temible).
Pero me
interesa aquilatar ese argumento, esa atrevida comparación que ha hecho Josep
Maria, me interesa “discutirla” para insistir en que, por más exagerada que
parezca, es también, en mi opinión, lo más acertado y lo más importante que
puede decirse sobre el asunto. Que esta anécdota de la imbecilidad a que puede
conducir el folclorismo (culinario o del tipo que sea) no es una simple
anécdota, no es sólo una simple ocurrencia jocosa ni una simple estupidez, sino
que “detrás” de esa anécdota, como dice Josep Maria, se esconde ese terrible
monstruo que es el catalanismo, una especie no muy particular de nacionalismo,
pero sí muy prototípica, o arquetípica; lo que, estirando la metáfora, nos
permite decirlo de otro modo: esa gilipollería simpática está “delante” del
nacionalismo, y sirve así para ocultarlo, para disimular lo que esta incivil
doctrina tiene de intimidatorio, de mortífero, la caballería apocalíptica que
anuncia: fanatismo, racismo… léase esencialismo, espiritualismo, etc.
Sería difícil
negar que lo que ha dicho Josep Maria parece —y quizá lo sea— una exageración,
incluso una insultante suspicacia: que cuando a alguien se le ocurra la
tontería de proponer un monumento al tocino catalán tengamos que ver en ello un
síntoma y un aviso de una pronta cruzada nacionalista. Al fin y al cabo, la
anécdota que ha escandalizado a Quim Monzó no parece haber trascendido del más
o menos limitado círculo de paletos de Creixell, y quizá sería en verdad muy
suspicaz, muy exagerado, presumir que nuestros políticos, de derechas y de
izquierdas —cualquier cosa que sea lo que se entienda por izquierda o derecha—
serán capaces de “descender” a semejante circo. Pero yo no creo que sea una
exageración. Y aunque se me forzase a admitir que es exagerado, no podría dejar
de añadir esto a mi concesión: que, como decían Sweezy y Baran en su prólogo a El
capital monopolista, la misión de la ciencia es justamente la de exagerar,
siempre que lo que se exagere sea verdad —como es el caso— y no falsedad. Ni
tampoco podría dejar de añadir, por insidioso o nuevamente exagerado que
pareciese, que del mismo modo el Holocausto, apoteosis de la matanza real con
la que ninguna fantasía literaria de Apocalipsis, ni en plan Terminator, ha
podido jamás competir, empezó siendo una grotesca charla antisemita y
anticomunista de un puñado de gamberros y palurdos como Hitler.
Quiero
entonces remachar lo que ha dicho Josep Maria reduplicándolo, diciéndolo del
revés y del derecho, para intentar persuadiros de la importancia crítica de ese
argumento, de esa asociación aparentemente exagerada entre lo tonto evidente
(la paletería folclórica) y lo irracional latente (la “política” nacionalista,
aparentemente seria, aparentemente “meditada”). Cuando decimos que detrás
de aquel entusiasmo imbécil está el pensamiento irracional del nacionalismo, no
sólo estamos diciendo que la gilipollez folclórica es un caso o una tendencia
irrefragable del catalanismo; estamos diciendo también que el catalanismo es,
íntegramente, tel quel, se formule como se formule, y por más seriedad y
solemnidad retórica con que se quiera sazonar, una pura gilipollez, una vulgar
majadería puesta en verso.
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Será
casualidad o será serendipia, o será puro estado de ánimo o será tocar los
huevos… pero el caso es que justamente cuando abría el correo de Josep Maria y
me apresuraba a leerlo con el mismo esperado —y ya garantizado— deleite que me
ha proporcionado otras veces, advertía que me llegaba otro con un mensaje que
merecería la altísima dignidad de sospechoso o inquietante si no se tratase de
la millonésima reiteración de la misma monserga: una “Declaració sobre la
llengua” que ha publicado la revista Reduccions, dirigida por Lluís
Solà. Venía, sin más introducción, en un mensaje enviado a una lista de
profesores de la Facultad de Letras de la UdL por uno de ellos. Me habría
gustado suponer que lo enviaba como muestra esperpéntica digna de
consideración, un poco como esa cómica majadería con la que nos ha divertido
Monzó, como un caso de delirio ideológico muy a propósito para que unos
científicos sociales le prestasen tanta atención como un anatomista se lo
prestaría a un caso de escoliosis aguda tipo Hombre Elefante, o simplemente
para reírse un poco. Mucho me temo que no sea así, sino todo lo contrario: que
el tal profesor lo haya enviado por considerarlo una buena canzonetta —o
una cançoneta— para cacarear como grajos molineros en los circos
habituales.
Mando esa
“Declaració” como adjunto. Había empezado a escribir un comentario al respecto,
que os transcribo a continuación, pero luego me he parado en seco, me he dicho
que era ocioso y absurdo esperar que en ese círculo, en apariencia tan egregio,
en ese supuesto templo del saber al que llamamos universidad, fuese a resultar
apropiado adoptar un tono crítico o científico; Dios me libre de proferir
semejante insulto. Así que he dejado de escribir justo en el lugar en que están
los puntos suspensivos, me he preparado un “hipérico” y me he quedado más feliz
que unas castañuelas.
Aquí va lo que
empezaba a decir de esa “Declaració de la llengua”, y que, en esta lista sí, me
atreveré a proseguir otro día:
El manifest no ens diu res de nou, sinó que
reitera per milionèssima vegada les idiòtiques extravagàncies amb què la més
reaccionària burgesia catalana, primer, i una estúpida pseudoesquerra després,
ha pregonat fins la nàusea. És sense pal·liatius estúpid i irracional el
missatge, les idees o pseudoidees que la “Declaració” conté, però no és pas
absurd, en el sentit de mancat de motivació (com quan concloem que una
estupidesa és lògica o necessària, inevitable, si la comet un estúpid), no és
absurd, en aquest sentit, l’entusiasme que posen en eixordar amb aquests falsos
lemes. Segueixen la demostració de Goebbels: si repetim un llunatisme un milió
de vegades, acabarà sonant com una veritat natural i indubtable, i fins i tot
com un consol o com un talismà. Potser obliden que, al cap i a la fi, aquells
aberrants lemes dels nazis només van triomfar temporalment, i no perquè ells
baixessin la guàrdia i es cansessin de reiterar-los (com quan, segons una
cèlebre fal·làcia del marketing, esdevindria una caiguda de les vendes en el
moment de suprimir la publicitat), sinó perquè més aviat la gent es va cansar
de sentir-los i de notar la massa ampla distància que separava aquelles
fantasies verbals de les atroces veritats sensibles. Potser fóra més raonable
no entossudir-se en mentir sempre i a tothom. Perquè és evident que tenia raó
Lincoln quan, segons es diu, va afirmar que no es pot mentir a tothom tot el
temps. Però, vist des d’una altra òptica, menys ètica sens dubte, però no pas
menys lògica, això només vol dir que es pot mentir gairebé sempre i/o gairebé a
tothom. L’eficàcia del mètode de Goebbels és innegable; és gairebé com jugar sempre
a guanyar, com apostar a un joc en què no es guanya sempre, però sí gairebé
sempre (els Casinos ja fan fortunes només amb un petit avantatge diferencial,
diguem-ne del 51%).
¿On rau de veritat l’eficàcia d’un procediment tan
irracional? Rau en que la minoria de les persones amb seny, per a la qual totes
aquestes declaracions són aberracions arxievidents, confia en que no cal, per
això mateix, ni parar-hi atenció. No senten la necessitat de contrarestar el
perniciós efecte de la mentida incansablement repetida mitjançant la repetició
de la veritat, també fins la nàusea. Senzillament —i equivocadament— pensen
potser que les mentides cauran per gravetat, o, en absència de gravetat, pel
seu propi pes. Però les mentides no cauen per si soles, perquè son ingràvides,
encara que deletèries, com les miasmes.
Però deixem de banda aquesta gastada metafísica
purament nazi —à la Frobenius— de la llengua i la cultura com una mena
d’esperit o d’esser vivent, per no dir com una persona, com un complet subjecte
de dret, amb les seves llibertats i responsabilitats… deixem les al·lucinacions
nacionalistes per als qui vulguin entretenir-se en agafar un bonic quartet de
Haydn i juxtaposar-li algunes estrofes inspirades, com ara “El català per sobre
de tot”, o bé “Katalanish über alles, über alles in der Welt…” etc. A
cap científic social que no tingui cagallons al cervell el podrem convèncer mai
que Catalunya és una nació i Espanya no ho és. A mi em consta que Espanya és
una nació, i Catalunya no ho és (sobre això explicaré en un altre missatge la
raó que ha tingut Josep Maria en corregir una obscura expressió meva). I
m’inclino a creure que també és o pot ser una nació Hispanoamèrica, però que
difícilment ho serà mai Europa (un altre somni nazi, per cert).
Deixem tot això i simplement demanem-nos: quina ha
de ser la trajectòria mental que permet arribar a la conclusió que el
bilingüisme és una política opressora, que el lliure exercici de les dues
llengües que es parlen en aquest país és un criminal atemptat contra el
sacrosant “dret” (?) del català a ser llengua única? Serà, dic jo, la lògica
extravagant d’Alícia a través del mirall, és a dir una lògica especularment
invertida, un món al revés, de llops bons i xais dolents: la mateixa espècie
rara de lògica que s’esgrimia en el III Reich per a rescatar la Ur-Vaterland,
proclamant el “dret” de la “nació alemanya” a desfer-se dels seus terribles,
amenaçadors i cruels enemics i opressors, els comunistes i els jueus. Ja veieu
que continuem patint la nostra pròpia versió del “bucle melancòlic”, una versió
no menys racista i vesànica que la basca dels aranistes, i que no s’ha
exercitat encara en la malícia de l’homicidi, però que amb els discursos és
igual o més ofensiva que aquella.
Aquest estrany “dret” invocat pels fanàtics
nacionalistes, a no respectar sinó els seus propis desitjos, és una classe de
sofisma ja conegut; és com quan els clericals decideixen anomenar “llibertat
d’ensenyament” a llur pretensió d’imposar la inculcació de la religió en les
escoles. Hom diria que una perífrasi com “llibertat d’ensenyament” no pot ser
legítimament usada sinó per a senyalar el dret a una educació laica,
científica. Però, en fi, també es parla del dret legítim dels banquers a
guanyar més diners, encara que aquest estrany “dret” ultrapassi tots els límits
i es converteixi en pur terrorisme econòmic, en un obstacle seriós al dret a
viure (per la qual cosa és més adequat deixar d’anomenar-lo “dret” y batejar-lo
com a “crim econòmic contra la humanitat”). Quina classe de “dret” pot ser
aquesta que consisteix en fer-me combregar amb rodes de molí? Ja sento
aproximar-se el dia en què fins i tot qui no som sodomites hàgim de professar
en veu alta el nostre “dret” a que ens donin pel c…
Si hem de jutjar pels esforços que poetes amb
talent han fet en qualsevol idioma, i pels assoliments d’aquests esforços,
qualsevol idioma és digne de salvar-se, almenys per a la filologia. Si Machado
era capaç de fabricar amb les totxanes i el ciment de la llengua espanyola uns
edificis d’imatges poètiques d’una senzillesa i sobrietat alhora que d’una
profunditat emotiva i intel·lectual sense límits, el mateix ho podia fer amb el
català un poeta com Pere Quart, i si Aleixandre edificava amb una seductora
subtilitat i complexitat, amb similar eficàcia ho podia fer Carles Riba en
català. És cert que qualsevol llengua té en si mateixa les possibilitats
expressives de qualsevol altra, justament perquè cada llengua és l’expressió
material d’un fenomen psíquic universal, que podem sintetitzar en aquella
propietat que els lingüistes anomenen la infinita creativitat el llenguatge.
Ara bé, això no vol dir que totes les llengües siguin de fet, en un moment
donat, igual de potents per a expressar els pensaments o els sentiments, perquè
això depèn del grau de desenvolupament de tota la cultura, de tota la producció
literària que s’ha acumulat en tal llengua concreta. Per altra banda, si jutgem
no pels productes de les millors creacions poètiques, sinó per l’ús quotidià
que es dóna a una llengua, si per exemple haguéssim de jutjar el català pels
milions d’imbecil·litats que a diari perpetren els catalanistes en aquesta
llengua, i si això fos culpa realment de la llengua, seria qüestió de posar-se
immediatament a facilitar la seva prompta extinció, com ho faríem, si
poguéssim, amb els mosquits…
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Pues eso, que si juzgásemos por las groseras y odiosas patrañas que se
perpetran también en cualquier idioma, como éstas de Reduccions en
catalán, y si de ello tuvieran la culpa las propias lenguas y no los corazones
de los hombres que las farfullan, entonces todas serían merecedoras de ser
arrojadas al basural del olvido (para quedarnos con esa única y perfecta
creación del espíritu que es el esperanto de Zamenhof, que casi, casi, posee la
virtud de aquel idioma de los Houyhnhnms a quienes visitó Gulliver en sus
provechosos viajes, en el sentido de no servir para mentir, sino para decir lo
que se siente, aun sin pensar lo que se dice; en todos los demás idiomas, que
han sido en verdad “mal paridos”, lo cierto es lo de Ortega: sirven para
ocultar lo que se siente y confundir lo que se piensa).
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Finalmente, y también como debido de nuevo a la serendipia de Walpole, o al
azar objetivo de Breton, o a la objetividad del azar según la entienden los
materialistas dialécticos, quiero subrayar esa otra observación que ha hecho
Raquel, curiosamente suscitada por la coincidencia del autor del que proceden
ambas noticias. Las motivaciones objetivas y las subjetivas (o los aspectos etic
y emic, si queremos ser más precisos) se entremezclan corrientemente
para obstaculizar que lleguemos a comprender los fenómenos sociales con
claridad. Ni el nacionalismo ni ningún otro tipo de oscurantismo prosperaría
sólo en virtud de unos presuntos impulsos emocionales inevitables: hace falta
que de ello pueda hacerse algún suculento negocio para algunos. En estos
últimos días he tenido que atender a algunas inciertas discusiones que tenían
que ver con garantizarse expectativas laborales ventajosas en algún sentido
particular, pero en las que se introducían argumentaciones que en lugar de
diafanizar esas lógicas motivaciones, parecían tener que ver con ciertas
virtudes y principios abstractos… Sucede así muy a menudo: como cuando se
quiere justificar una guerra o una cruzada no con el simple, claro y cínico
argumento de que con ella se obtendrán apetitosas riquezas, sino en virtud de
ciertas obligaciones presuntamente morales. Así, la defensa del monolingüismo
se presenta como “derecho” y resistencia contra una opresión intolerable, ni
más ni menos que cuando los católicos presentan sus rabiosos intereses
ideológicos como una “libertad” de enseñanza. Más valdría confesar que, por
ejemplo, con la imposición del catalán como lengua única tendrán más trabajo
los profesores y traductores de esa lengua, etc.
Pero hay una diferencia lacerante entre el caso de, digamos, la rastrera
retórica provinciana que mediante fingidas cortesías permite un juego de toma y
daca entre personas que ya se conocen, y donde el más tonto hace relojes, y el
caso en que miles y millones de personas son arrastradas a participar en un
delirio que no controlan, en unas mentiras en las que se les hace creer a
fuerza de atronarles los oídos. Yo no prefiero ninguno de ellos: ni el
pseudoengaño en que debemos decodificar cada mensaje según leyes no escritas,
supuestos tácitos y otros guiños, y elaborar nuestros mensajes según la misma
diplomática hipocresía (para qué, si en realidad no engañamos a nadie), ni el
engaño colectivo en que acaba por hacerse imposible incluso esa pequeña y única
felicidad posible de la franqueza.
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