Alberto Luque
¿En qué consiste el mito de la “persecución de la lengua”,
ahora hiperbólicamente elevado a la categoría (retórica, no jurídica) de “genocidio
cultural”? (La pregunta pude ser formulada bajo otro ángulo, de manera que
su respuesta exija esclarecer más aspectos del tema: ¿Por qué decimos que tal
cosa es un mito, una invención falaz?)
El catalán se ha seguido hablando y escribiendo ininterrumpidamente tras
todos los Decretos de Nueva Planta. Sus oportunidades de desarrollo literario
han sido las mismas que las del español, y las mismas que el vasco, el bable o
el gallego. Las diferencias están en consonancia con la distinta demografía.
Todas estas lenguas han sido institucionalmente reguladas por sus respectivas
academias. Si el régimen franquista ejerció censura literaria, lo fue sobre
libros como, digamos, el Manifiesto del Partido Comunista, en
cualquier lengua que se quisiera editar, no sobre otros libros inofensivos, en
cualquier lengua que se presentasen. Desde la inmediata posguerra encontramos
libros editados en catalán, como las obras completas de Verdaguer, u obras de
Joan Brossa, Josep Maria de Sagarra, etc., o revistas como Dau al set y
otras. Aún conservo una magnífica Gramática histórica catalana —generosamente
escrita en español, con lo que se contribuía a interesar en esta filología a un
público mucho más amplio— de Francisco de B. Moll, editada por Gredos en 1952…
Cierto que estas otras lenguas no eran oficiales ni se enseñaban
regularmente en la escuela, pero podían usarse y enseñarse en otros ámbitos;
además, esto ha dejado de ocurrir en un pasado bastante remoto, hace ya dos
generaciones.
Los nacionalistas reclaman para estas otras lenguas un apoyo institucional
desmedido, compensatorio, una desigualdad que venga a compensar el agravio o
el handicap histórico. Bien, eso ya se ha practicado durante
dos generaciones. A partir de ahora es hipócrita clamar por la “normalización”,
cuando los catalanistas arremeten con sus propósitos monolingüistas. El
monolingüismo no significa ya defender a una especie en peligro de extinción
—acto generoso que ya hemos practicado en exceso—, sino atacar a una especie
cultural e históricamente más poderosa, como si esa supremacía fuese un crimen.
El bilingüismo, la libre manifestación de todas las lenguas habladas, es lo
único justo. Y si en estas condiciones de completa igualdad de oportunidades
resulta que alguna lengua deja insensiblemente de hablarse y desaparece, no
habrá nada que lamentar (salvo que algún lunático esté dispuesto a persuadirnos
de que también la sustitución del latín por el francés o el español fue
“lamentable”, o que es una lástima que el inglés haya sustituido al francés
como lengua diplomática internacional, etc.) Por cierto, hubo una época, bajo
Fernando VII, en que se prohibió no ya hablar en catalán, sino en español, entre
las paredes de la universidad. No sólo las clases, sino las conversaciones
privadas entre alumnos y/o profesores debían conducirse en latín; dos
estudiantes sorprendidos en los pasillos charlando en otra lengua podían ser
llevados ante una comisión de disciplina y expulsados. ¿Quién sería capaz de
argumentar que la recuperación del uso regular de una lengua muerta es un
rescate intelectual positivo, un buen remedio a la “lamentable” evolución de la
lengua?
Paro los catalanistas son un raza muy contumaz; insisten todavía en
presentarse como agraviados, como humillados y ofendidos, y nos “recuerdan”
machaconamente las odiosas anécdotas que les oyeron contar a sus abuelos: “A mi
hermano [o a mi padre, o a mi tía…] un día un guardia civil irritado le dio un
bofetón por hablar en catalán…”; o esta otra: “…le insultó y le mandó hablar en
cristiano”. (Por cierto, Josep Benet, en su Catalunya sota el règim franquista [Barcelona, Blume, 1978], transcribe otra
forma típica de intimidación dirigida a un catalanoparlante: “Haber [sic] cuando
deja de ladrar” —y los más rancios franquistas se han despachado a gusto a
costa de la torpeza del pobre Benet en el uso de la lengua que se le obligó a
estudiar en la escuela, espetándole: “A ver cuando aprende el señor
Benet a expresarse correctamente en español.”) Todo eso es muy ridículo, por no
decir que parece un puro cuento chino; en cualquier caso, es pueril la
indignación que esas anécdotas pueden producir en almas sensibles, frente a las
tremendas injurias a que el fascismo sometió las almas y los cuerpos de
tantísimos demócratas. No me cuesta imaginar personas capaces de ofender y
humillar por deporte (sean guardias civiles, profesores, médicos, prostitutas,
gánster, niños o jubilados…); pero sería muy necio creer que incluso el
franquismo impuso como norma obligada la ofensa sistemática de unos ciudadanos
por otros. Ningún régimen, ni el menos odioso, duraría cinco días en esa
anarquía. Pero sí, innegablemente hubo, hay y habrá zafios que se deleiten
insultando a un catalán, ni más ni menos que catalanistas —y éstos, esta vez,
incivilmente disciplinados en masa— dedicados al arte de volver corriente y
normativo un repugnante vocabulario de la ofensa (“charnego”, “puta España”,
“andaluces holgazanes”…). No hay que sorprenderse: eso es fascismo
(porque fascismo no es sólo el nombre de un movimiento
históricamente dado —como “romanticismo” no lo es sólo de la literatura de
Schiller o Novalis—; fascismo es una constante universal, uno de tantos
sustantivos sinónimos que podemos usar para toda clase de conductas inciviles).
Cuando un catalanista se desahoga a expensas de sus “charnegos de mierda”,
sus “putas Españas” y otras perlas de su restringido y selecto vocabulario es
exactamente lo mismo que cuando los fascistas ofenden el honor de los
comunistas, de los judíos, de los negros, de los homosexuales, de las mujeres, de los niños, de los pobres, de los intelectuales o de cualquiera.
En fin, que yo no voy a ser tan estúpido como para dejar que alguien me
induzca a la indignación por causas imaginarias, como que a su abuelo le
abofeteó un guardia civil, cuando observo cómo ese mismo sujeto no alberga en
su alma podrida más que odio y xenofobia, y en el hueco de su cráneo, un montón
de cagarrutas.
Y ¿qué es eso de oponer el catalanismo al franquismo? ¿Acaso no hubo
catalanistas que adhirieron al levantamiento fascista, con Cambó a la cabeza? Y
algo todavía más peregrino: ¿qué es eso de que la guerra civil fue una guerra
contra Cataluña? ¿Acaso no había fascistas en Cataluña? ¿Acaso no había
republicanos en el resto de España? ¿Acaso no vinieron en las Brigadas
Internacionales miles de intelectuales de todo el mundo a jugarse la vida por
España, por la República Española? Pues con todas esas majaderías, y muchas
otras, es con lo que los ignaros catalanistas han ido sustituyendo la historia
objetiva en los libros escolares.
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