28 de junio de 2012

Sobre los mitos catalanistas

Alberto Luque

¿En qué consiste el mito de la “persecución de la lengua”, ahora hiperbólicamente elevado a la categoría (retórica, no jurídica) de “genocidio cultural”? (La pregunta pude ser formulada bajo otro ángulo, de manera que su respuesta exija esclarecer más aspectos del tema: ¿Por qué decimos que tal cosa es un mito, una invención falaz?)
El catalán se ha seguido hablando y escribiendo ininterrumpidamente tras todos los Decretos de Nueva Planta. Sus oportunidades de desarrollo literario han sido las mismas que las del español, y las mismas que el vasco, el bable o el gallego. Las diferencias están en consonancia con la distinta demografía. Todas estas lenguas han sido institucionalmente reguladas por sus respectivas academias. Si el régimen franquista ejerció censura literaria, lo fue sobre libros como, digamos, el Manifiesto del Partido Comunista, en cualquier lengua que se quisiera editar, no sobre otros libros inofensivos, en cualquier lengua que se presentasen. Desde la inmediata posguerra encontramos libros editados en catalán, como las obras completas de Verdaguer, u obras de Joan Brossa, Josep Maria de Sagarra, etc., o revistas como Dau al set y otras. Aún conservo una magnífica Gramática histórica catalana —generosamente escrita en español, con lo que se contribuía a interesar en esta filología a un público mucho más amplio— de Francisco de B. Moll, editada por Gredos en 1952…
Cierto que estas otras lenguas no eran oficiales ni se enseñaban regularmente en la escuela, pero podían usarse y enseñarse en otros ámbitos; además, esto ha dejado de ocurrir en un pasado bastante remoto, hace ya dos generaciones.
Los nacionalistas reclaman para estas otras lenguas un apoyo institucional desmedido, compensatorio, una desigualdad que venga a compensar el agravio o el handicap histórico. Bien, eso ya se ha practicado durante dos generaciones. A partir de ahora es hipócrita clamar por la “normalización”, cuando los catalanistas arremeten con sus propósitos monolingüistas. El monolingüismo no significa ya defender a una especie en peligro de extinción —acto generoso que ya hemos practicado en exceso—, sino atacar a una especie cultural e históricamente más poderosa, como si esa supremacía fuese un crimen.
El bilingüismo, la libre manifestación de todas las lenguas habladas, es lo único justo. Y si en estas condiciones de completa igualdad de oportunidades resulta que alguna lengua deja insensiblemente de hablarse y desaparece, no habrá nada que lamentar (salvo que algún lunático esté dispuesto a persuadirnos de que también la sustitución del latín por el francés o el español fue “lamentable”, o que es una lástima que el inglés haya sustituido al francés como lengua diplomática internacional, etc.) Por cierto, hubo una época, bajo Fernando VII, en que se prohibió no ya hablar en catalán, sino en español, entre las paredes de la universidad. No sólo las clases, sino las conversaciones privadas entre alumnos y/o profesores debían conducirse en latín; dos estudiantes sorprendidos en los pasillos charlando en otra lengua podían ser llevados ante una comisión de disciplina y expulsados. ¿Quién sería capaz de argumentar que la recuperación del uso regular de una lengua muerta es un rescate intelectual positivo, un buen remedio a la “lamentable” evolución de la lengua?
Paro los catalanistas son un raza muy contumaz; insisten todavía en presentarse como agraviados, como humillados y ofendidos, y nos “recuerdan” machaconamente las odiosas anécdotas que les oyeron contar a sus abuelos: “A mi hermano [o a mi padre, o a mi tía…] un día un guardia civil irritado le dio un bofetón por hablar en catalán…”; o esta otra: “…le insultó y le mandó hablar en cristiano”. (Por cierto, Josep Benet, en su Catalunya sota el règim franquista [Barcelona, Blume, 1978], transcribe otra forma típica de intimidación dirigida a un catalanoparlante: “Haber [sic] cuando deja de ladrar” —y los más rancios franquistas se han despachado a gusto a costa de la torpeza del pobre Benet en el uso de la lengua que se le obligó a estudiar en la escuela, espetándole: “A ver cuando aprende el señor Benet a expresarse correctamente en español.”) Todo eso es muy ridículo, por no decir que parece un puro cuento chino; en cualquier caso, es pueril la indignación que esas anécdotas pueden producir en almas sensibles, frente a las tremendas injurias a que el fascismo sometió las almas y los cuerpos de tantísimos demócratas. No me cuesta imaginar personas capaces de ofender y humillar por deporte (sean guardias civiles, profesores, médicos, prostitutas, gánster, niños o jubilados…); pero sería muy necio creer que incluso el franquismo impuso como norma obligada la ofensa sistemática de unos ciudadanos por otros. Ningún régimen, ni el menos odioso, duraría cinco días en esa anarquía. Pero sí, innegablemente hubo, hay y habrá zafios que se deleiten insultando a un catalán, ni más ni menos que catalanistas —y éstos, esta vez, incivilmente disciplinados en masa— dedicados al arte de volver corriente y normativo un repugnante vocabulario de la ofensa (“charnego”, “puta España”, “andaluces holgazanes”…). No hay que sorprenderse: eso es fascismo (porque fascismo no es sólo el nombre de un movimiento históricamente dado —como “romanticismo” no lo es sólo de la literatura de Schiller o Novalis—; fascismo es una constante universal, uno de tantos sustantivos sinónimos que podemos usar para toda clase de conductas inciviles).
Cuando un catalanista se desahoga a expensas de sus “charnegos de mierda”, sus “putas Españas” y otras perlas de su restringido y selecto vocabulario es exactamente lo mismo que cuando los fascistas ofenden el honor de los comunistas, de los judíos, de los negros, de los homosexuales, de las mujeres, de los niños, de los pobres, de los intelectuales o de cualquiera.
En fin, que yo no voy a ser tan estúpido como para dejar que alguien me induzca a la indignación por causas imaginarias, como que a su abuelo le abofeteó un guardia civil, cuando observo cómo ese mismo sujeto no alberga en su alma podrida más que odio y xenofobia, y en el hueco de su cráneo, un montón de cagarrutas.
Y ¿qué es eso de oponer el catalanismo al franquismo? ¿Acaso no hubo catalanistas que adhirieron al levantamiento fascista, con Cambó a la cabeza? Y algo todavía más peregrino: ¿qué es eso de que la guerra civil fue una guerra contra Cataluña? ¿Acaso no había fascistas en Cataluña? ¿Acaso no había republicanos en el resto de España? ¿Acaso no vinieron en las Brigadas Internacionales miles de intelectuales de todo el mundo a jugarse la vida por España, por la República Española? Pues con todas esas majaderías, y muchas otras, es con lo que los ignaros catalanistas han ido sustituyendo la historia objetiva en los libros escolares.

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